lunes, 7 de abril de 2014

ARTÍCULO 46

Adolfo Suárez, una personalidad irrepetible.


© Enrique Castaños



No por menos anunciada, y a pesar de su alejamiento definitivo de la escena política desde hace casi un cuarto de siglo, la muerte de Adolfo Suárez deja a España algo más huérfana; más precisamente: la deja sumida en una verdadera orfandad, pues los valores humanos, cívicos y políticos que él encarnó de modo irrepetible e inmarcesible, ni se han dado posteriormente en ningún personaje público español, ni se dan en las actuales circunstancias históricas, y es muy posible que con extrema dificultad se vuelvan a dar en el futuro, si es que alguna vez―¡Dios lo quiera!―surge en España un hombre de su talla, de su valía y de su grandeza. Esta grandeza se ha ido acentuando y consolidando con el paso del tiempo, no como una entelequia retórica y vacía, sino como una característica real e incontestable de Adolfo Suárez como hombre, es decir, como persona y como servidor público.

Nobleza, gallardía, coraje, valentía, audacia, enorme intuición, patriotismo, capacidad de sacrificio, integridad moral y honestidad son los términos que mejor definen su relativamente fugaz pero intensísima actividad política durante la Transición española, de la que fue, sin género alguno de duda, su verdadero artífice, su arquitecto, su conductor decisivo y determinante. Torcuato Fernández Miranda, con el que, por desgracia, surgirían desavenencias profundas que nunca deberían haberse producido entre ambos, fue otro actor clave, pues él hizo posible, a instancias de Adolfo Suárez, la extraordinaria e increíble ingeniería jurídica que supuso la Ley de Reforma Política: nada menos que desmontar jurídicamente («de la ley a la ley») desde dentro el propio sistema político del régimen del general Franco, un régimen autoritario y de poder personal emanado directamente de la victoria de la terrible guerra civil que sucedió al pronunciamiento militar del 17 de julio de 1936. Porque, como bien explicaba hace muchos años el historiador Pierre Vilar, el golpe de Estado del 17 de julio en Melilla y del 18 en la Península fue, en principio, un pronunciamiento militar más, como tantos otros que se habían sucedido a lo largo de nuestra agitada y turbulenta historia contemporánea, pero que, precisamente por fracasar en ciudades fundamentales y en buena parte del Ejército, arrastró a España entera a una conflagración en la que el odio, la violencia y la barbarie, de los hunos y de los otros, se enseñorearon de esta desgraciada tierra española durante casi tres años.


De la terna que el Consejo del Reino, presidido por Torcuato Fernández Miranda, a su vez Presidente de las Cortes, le presentó al Rey el 1 de julio de 1976, después de haberse revelado la total incapacidad de Carlos Arias Navarro para establecer un sistema democrático parlamentario, terna en la que figuraban el democristiano Federico Silva Muñoz, el tecnócrata Gregorio López Bravo y el propio Adolfo Suárez, el Rey, a pesar de que Suárez obtuvo menos votos en el Consejo que sus otros dos compañeros de lista, designó a Suárez, que juró su cargo de Presidente del Gobierno el día 3. Ya en agosto, presentóle Torcuato Fernández Miranda el borrador de la Ley de Reforma Política a Adolfo Suárez, siendo aprobada por las Cortes franquistas, por abrumadora mayoría, el 18 de noviembre, y en referéndum, el 15 de diciembre de ese mismo año, por una mayoría aún más aplastante (el 94,4 % de los votos emitidos, que fueron un 77,4 % del censo). En un tiempo increíblemente corto, estaba expedito el camino, sin haber vulnerado ni violentado las Leyes, para que España se convirtiese en una auténtica democracia representativa, en el marco de una monarquía constitucional. Suárez estaba firmemente decidido a ello. ¡Vaya si lo estaba! Todos sus gestos, todas sus maniobras políticas, todas sus entrevistas secretas con relevantes miembros de la Oposición, toda su actuación, sin la más mínima vacilación, estuvo desde principios de julio de 1976 encaminada a un objetivo prioritario y supremo: hacer de España una democracia homologable con el resto de las democracias occidentales europeas.


Contó, qué duda cabe, con la inestimable ayuda de personas leales, capaces, valientes, decididas y entusiastas. Pero no fueron muchas. Aquí, sólo quiero recordar a dos, por su extraordinaria significación, ambas igual de meritorias: en primer lugar, al Presidente de la Conferencia Episcopal Española, el cardenal Vicente Enrique y Tarancón, un hombre comprometido de veras con la Transición democrática, honesto y leal, sin dobleces, mirando siempre de frente, con las ideas claras, que ya el 22 de noviembre de 1975, cuando Franco aún no había sido sepultado, en la homilía que dio en la iglesia de los Jerónimos en Madrid, durante la misa que siguió a la proclamación y coronación en las Cortes del Príncipe D. Juan Carlos como Rey «de todos los españoles», ofreció pruebas irrefutables de su altura de miras, de su sincero espíritu de reconciliación, de su grandeza, no sólo como dirigente de la Iglesia, sino como hombre de Estado, porque hay momentos en la vida de las naciones, momentos decisivos, en los que un dirigente religioso puede ofrecer inestimables servicios en pro del bien común, y el cardenal Tarancón lo hizo, con la generosidad propia de quienes a la nobleza de su espíritu unen la total ausencia de sectarismo y el convencimiento de la preeminencia que el bien común debe tener en el seno de la sociedad; en segundo lugar, el teniente general Manuel Gutiérrez Mellado, otro arquetipo inigualable de valentía, lealtad, honestidad, patriotismo y espíritu de servicio. Estoy convencido que, más que Fernando Abril Martorell, o que cualquier otro colaborador, el teniente general Gutiérrez Mellado fue la auténtica mano derecha de Suárez, el que que tuvo que lidiar directamente con uno de los elementos, mejor dicho, con el elemento más delicado y peligroso en lo que atañe al éxito de la complejísima operación política puesta en marcha: el Ejército, quiero decir, con un sector del mismo, absolutamente reacio a cualquier cambio real en sentido democrático.


Debo confesar mi profunda admiración por esos hombres que, a lo largo de la historia, han sido capaces de evolucionar desde posiciones intolerantes y excluyentes hacia posiciones integradoras, plenas de tolerancia y orientadas hacia el diálogo y el entendimiento con el adversario, con el rival, que deja así de ser enemigo. En España, desde los primeros años posteriores al fin de la guerra civil de 1936-1939, hemos tenido la inmensa suerte de contar con maravillosos ejemplos de personas de esta especie, aunque, por desgracia, continuaron siendo en su mayoría incomprendidos y no han recibido el reconocimiento que la sociedad española les debe. Me refiero a hombres como Dionisio Ridruejo, Pedro Laín Entralgo, Antonio Tovar o José Luis López Aranguren. El caso de Julián Marías, no por ser un tópico es menos sangrante. Desde siempre demócrata y liberal, absolutamente íntegro, resultaba incómodo a los de un bando y a los del otro. Nunca aceptaron de verdad a un intelectual de su categoría y de su honestidad moral. Las razones, como casi siempre en estos casos, son de índole sectaria, y más tratándose de un verdadero creyente cristiano. Hay cierta izquierda que aún sigue confundiendo cristianismo evangélico con jerarquía eclesiástica. Interesadamente, claro está.


Adolfo Suárez, sin ser un intelectual, pertenece por derecho propio al grupo en el que he incluido a Ridruejo. Nadie ha puesto nunca en duda que era un hombre del régimen franquista, pero ¡con qué imponderable elegancia, con qué veracidad interior supo transitar de uno a otro lado! ¿Tuvieron, por ventura, algo que ver en esta paulatina y sincera evolución política la educación recibida desde pequeño en su casa, así como sus profundas convicciones religiosas? No me cabe la menor duda. Adolfo Suárez pudo ser un hombre vanidoso y un hombre ambicioso, muy ambicioso, pero nunca fue un ególatra ni un egoísta. Su vanidad era perfectamente humana y comprensible, pero, y esto sí que es importante, estaba exenta de egoísmo. La generosidad natural que había en él se tradujo en una inquebrantable voluntad de servicio, en un sentido patriótico de amplios horizontes; esto es, su ambición no era una ambición personal en el sentido filisteo del término, sino una ambición de ser Presidente del Gobierno de España para entregar lo mejor de sí, incluso su propia vida, a fin de que su país, al que amaba sin retórica alguna, fuese una nación libre en el seno de un conjunto de naciones libres. Sería sectario y mezquino minusvalorar sus convicciones religiosas. Su creencia en Cristo y su honda admiración por la moral evangélica fueron moldeando su intelecto y su espíritu en una dirección sana, saludable, honesta y fraternal: primero, en la firme creencia en la primacía de la libertad individual y de los derechos individuales; segundo, en que debe prevalecer el bien común, la igualdad de oportunidades, los derechos sociales, el respeto a la ley que no sacrifica al hombre concreto ni lo convierte en un instrumento dirigido a la consecución de fines estatales. Es decir, que su creencia en Cristo, en la libertad individual, en la caridad, le llevó necesariamente a mantenerse infinitamente alejado de cualquier tentación totalitaria o nihilista. Empleo «totalitario» en el sentido que le otorga Jacques Maritain y «nihilista» en sentido dostoyevskiano. Sin esas convicciones cristianas, sin esa naturaleza sin dobleces, sin ese honestum ciceroniano, Adolfo Suárez no hubiese hecho lo que hizo. Lo que hizo lo convierte, lo convirtió, en un héroe, como esos héroes de Thomas Carlyle, es decir, en un reformador profundo, en un gran hombre de Estado, el más grande de nuestra historia contemporánea española, pero por la sencilla, y, al mismo tiempo, dificilísima razón de tener capacidad para aunar voluntades, de hacer realidad el consenso, de que fructificase el diálogo entre personas pertenecientes a posiciones radicalmente contrarias.


Adolfo Suárez estaba imbuido de un ideal, como lo estuvieron Abraham Lincoln, Franklin Delano Roosevelt o Winston Churchill. Se equivocan quienes creen que Churchill estaba determinado a destruir el régimen nacionalsocialista alemán por intereses geoestratégicos y económicos; si se hubiese guiado principalmente por estos últimos, es decir, si hubiese querido preservar la integridad del Imperio británico, es lo más probable que se hubiera conducido de otra manera, que habría llegado a un entendimiento con Hitler, habida cuenta de su acendrado anticomunismo. Pero tanto él como Roosevelt percibieron con extraordinaria perspicacia, agudeza e intuición política, que lo que estaba de verdad en juego era la supervivencia de la civilización cristiana occidental, depositaria de la democracia parlamentaria, de la libertad personal y de los derechos individuales. Eso era lo que de verdad se dirimía en ese apocalíptico conflicto que fue la Segunda Guerra Mundial. Es decir, diéronse cuenta que se trataba de luchar por un ideal, no por un interés material. En medida más limitada, pero no menos grande en términos proporcionales, Adolfo Suárez, como Nuestro Señor Don Quijote, estaba imbuido de un ideal, un ideal nobilísimo: que en su querida España fuese definitivamente posible la convivencia, la tolerancia, bajo un régimen constitucional democrático. Eso es tener un ideal, un horizonte político que atraviesa los decenios e incluso los siglos, pues termina convirtiéndose en un modelo, un modelo clásico. La respuesta de las potencias anglosajonas al totalitarismo hitleriano es un modelo clásico de respuesta a cualquier tipo de totalitarismo, de igual modo que también es clásico ya el modelo español de transición política de un régimen autoritario a otro democrático.


Resulta extraordinariamente lamentable y triste que una persona de las demostradas capacidades de Adolfo Suárez fuera amortizado por casi todos desde las elecciones de 1979. Lo que había hecho posible, desde sentar las bases para el desmantelamiento legal del régimen franquista, legalizar el Partido Comunista de España, garantizar la celebración de unas primeras elecciones auténticamente libres y democráticas y encauzar con decisión irrenunciable la redacción de la Constitución de 1978, era, ciertamente, mucho, muchísimo, pero podía haber sido bastante más. Si lo hubiesen dejado. Se equivocan aquellos que piensan que Adolfo Suárez sólo servía para lo que tenía que servir exclusivamente: desmantelar el régimen franquista y traer a España un sistema de libertades. Su moderación, su capacidad de diálogo, su encanto personal, su valía como auténtico estadista, fueron muy pronto dilapidadas, arrojadas por la borda, y, lo que resultó aún peor desde el punto de vista personal: fue traicionado miserablemente por muchos de los suyos, además de acosado inmisericordemente por buena parte de la prensa y por el Partido Socialista. Hasta el Rey vio en él un lastre. Muy pocas veces en la historia contemporánea de Europa un gran político se ha visto tan solo, abandonado por todos, él, que hizo posible con su esfuerzo denodado e ímprobo que los que lo atribulaban hubiesen tenido la oportunidad de ser algo en la vida política. Es cierto que los tiempos corrían en esa dirección, que el pueblo español así lo quería, que la Europa comunitaria también, pero fue él quien dirigió de verdad la nave a veces en un océano demasiado proceloso. La nave estuvo varias veces a punto de zozobrar. Pero el piloto agarraba siempre con fuerza el timón, maniobrando con inaudita destreza. Se retiró con inmensa gallardía. Podía no haberlo hecho. No me cabe duda de que si hubiese sabido que el golpe de Estado del 23 de febrero iba a tener las características que tuvo, no hubiese abandonado. Hubiese abortado el golpe, poniendo en marcha los mecanismos de neutralización necesarios. ¿Cómo se atreven algunos miserables a querer ahora empañar su memoria en relación con esos hechos abominables? Pero su actitud en el Congreso, así como la de Gutiérrez Mellado, es una prueba incontestable de su valentía sin límites, de su gallardía y nobleza moral. Porque Adolfo Suárez era un hombre; no más, pero tampoco menos: un hombre cabal, de una pieza. El que la enfermedad y la desgracia se hayan abatido tan cruelmente sobre él y su familia, ha podido favorecer ciertas contriciones, pero no resta un ápice a aquella aseveración.



Málaga, 7 de abril de 2014. Adolfo Suárez falleció en Madrid, a las 15:03, el 23 de marzo de 2014, a los 81 años de edad. Enrique Castaños es Doctor en Historia del Arte.


Publicado en la edición online de la revista Ethic el 8 de abril de 2014: