Johan
(en francés: À travers les rapides), de Mauritz
Stiller (1921).
© SINOPSIS Y COMENTARIO POR ENRIQUE CASTAÑOS.
Producción: Svensk Filmindustri.
Puesta en escena: Mauritz Stiller y Arthur Nordeen.
Basada en la novela Juha (1911), de Juhani Aho (escritor finlandés,
cuyo verdadero nombre era Johannes Brofeldt, 1861 – 1921).
Fotografía: Henrik Jaenzon.
Decorados: Axel Esbensen.
84 m. Muda. B/N.
Reparto:
Johan: Mathias Taube (Lindesberg, Suecia, 1876 – Estocolmo, 1934).
Marit: Jenny Hasselqvist (Estocolmo, 1894 – 1978).
El forastero: Urho Somersalmi (Helsinki, 1888 – 1962).
La madre de Johan: Hildegard Harring (nacida en 1871).
Magd o Maid, la criada del hogar de Johan y Marit: Lilly Berg.
El viejo pescador: Nils Fredrik Widegren (nacido hacia 1836 en Suecia).
La película, una copia muy aceptable y en versión original, puede verse en
vk.com (hay que registrarse, teniendo la precaución de hacerlo en español,
indicado al final de la página; una vez registrado, en la sección «Mis vídeos»,
se introduce en la barra de búsqueda sólo esto: johan 1921, teniendo la
precaución de comprobar que el vídeo ha sido subido por la aficionada Maria
Popovich (duración: 1:24:48, es decir, 84 minutos y 48 segundos).
Ver el magnífico artículo de Fernando Usón Forniés (10 junio 2011), bien es
cierto que dedicado sobre todo a la otra gran obra maestra absoluta de Mauritz
Stiller, Herr Arnes Pengar (1919):
http://shangrilaedicionesblog.blogspot.com.es/2011/06/coordinadores-mariel-manrique-hernan.html
Una buena copia en versión original, subtitulada en español, de Herr Arnes Pengar, está disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=nwOKKFadp0E
Ver también:
*http://www.kosmorama.org/Artikler/Figures-in-Landscapes.aspx
*http://www.divxclasico.com/foro/viewtopic.php?t=39930&p=890471
*http://ferdinandvongalitzien.blogspot.com.es/search/label/Stiller%20Mauritz
Inexplicablemente, el importante ensayo del crítico sueco Bengt
Idestam-Almquist (Turku, Finlandia, 1895 – Enskededalen, Suecia, 1983),
titulado Cine sueco. Drama y Renacimiento
(Buenos Aires, Losange, 1958; traducción de la edición italiana de Alberto
Óscar Blasi), no dice nada de esta indiscutible obra maestra; ni siquiera la
nombra. Tendría que haberlo hecho en el capítulo 10 (págs. 155-172 de la
edición en español), titulado «Stiller en su apogeo». Es posible―tomo el dato
de la Stockholms Stadsbibliotek―que el libro sea el que se editó originalmente
en Estocolmo en 1952, con una introducción de Victor Sjöström, con el título Classics of the
Swedish cinemathe Stiller & Sjöström period (una prueba
podría ser que, al referirse el mencionado crítico al filme Herr Arnes Pengar, de 1919, dice en la
página 167 que fue «realizado hace treinta y cuatro años»). Otro libro anterior muy
destacado de este crítico (¿o se trata de la primera versión del mismo ensayo?)
es el que se editó en Estocolmo en 1939, con el título Svenska filmens drama – Sjöström och Stiller. Al no ser la edición
española una traducción directa del original, se aprecian numerosos errores
sintácticos y gramaticales.
En cuanto a lo que dice de la película Johan
el historiador italiano Roberto Paolella en su Historia del cine mudo (Buenos Aires, Eudeba, 1967, pág. 287;
edición original: Storia del cinema muto,
Nápoles, Giannini, 1956), es muy poco y casi irrelevante.
*************
Sinopsis argumental y comentario de Enrique Castaños.
*Acto I / Plano general en el que se ve llegar en su barca, al lugar donde
transcurrirá la acción, al forastero, acompañado de varias barcas de más
trabajadores temporales. Él es el único que viaja solo, manejando con destreza
la embarcación, que avanza a través de la corriente rápida de un río.
A continuación, una toma, interrumpida por un rótulo, del paisaje en calma
de la región, en la que los recién llegados se dedicarán a cortar árboles y
abrir nuevas canalizaciones del río rompiendo los diques de arena y piedra
mediante explosivos. Al paisaje en calma, se le contrapondrán inmediatamente
después las aguas rápidas y turbulentas del río, del que se deduce que crece
con el deshielo primaveral (la película comprende un periodo de tiempo en el
que se suceden varias estaciones).
Toma general en donde se ve la llegada a tierra de los trabajadores. El
forastero, un hombretón joven, vestido con jersey, ataviado con un sombrero y
botas de cuero y llevando una pequeña mochila en la espalda, desde el primer
instante nos produce una impresión de fatuidad, de superficialidad, de
encontrarse pagado de sí mismo y creerse un galán de éxito. Su primera acción
es dirigirse a un grupo de tres jóvenes y coger a una en alto, como queriendo
impresionar a las muchachas, aunque se advierte la rudeza de sus gestos y
movimientos, así como una mirada torcida, no limpia. El retrato psicológico ha
sido hecho por Stiller, en breves segundos, de manera magistral. Quien sí lo ha
observado todo a una cierta distancia es otra muchacha del lugar, Marit. Se la
ve mover sus manos juntas de manera nerviosa, como anhelante. Está claro que
estamos ante una joven ansiosa de encontrar novio y casarse. Las dudas y
contradicciones, los titubeos e incoherencias de su comportamiento durante el
relato, ya las presentimos sólo con esta momentánea aproximación. En la
siguiente toma, uno de los trabajadores recién llegados, un rudo hombre con
bigote, se acerca a ella intentando galantearla, pero Marit se aparta
instintivamente de sus brazos, con evidente desagrado, pues ya ha podido ver el
porte del forastero cuando ha levantado a una de las jóvenes, quedándose
imprecisamente prendada e incluso un tanto impresionada; de ahí el nerviosismo
de sus manos moviéndose. Marit se dirige rápido al grupo donde está Johan, el
hombre en cuya casa vive, quien le ofrece absoluta seguridad.
En la siguiente toma vemos a los trabajadores salir de la amplia cabaña de
madera donde se alojan, junto a la casa donde viven Johan, su madre y Marit.
Todavía en el porche, ya coquetean los hombres con una criada, actitud que no
gusta nada a la madre de Johan, quien se ocupa de coordinar, como dueña―junto
con su hijo―de la próspera granja y de sus varias dependencias, las tareas de atender
a los trabajadores foráneos. La toma sirve para un primer contacto con el
carácter de la madre de Johan, una mujer nada simpática, gruñona, demasiado
estricta. Los trabajadores se lo toman a chanza y se ríen del semblante de
disgusto de la campesina.
En la siguiente toma vemos a Marit salir de un cobertizo, ocupada en sus
faenas diarias. De nuevo, el mismo hombre con bigote que intentó abrazarla, le
lanza piropos desde lejos, que claramente desagradan a la muchacha. Entonces,
viendo lo que ocurre, el forastero se acerca despacio, presuntuoso, hacia el
bigotudo, lo coge del brazo y lo arroja con fuerza hacia el grupo de sus
compañeros. En el siguiente plano, vemos la satisfacción que el hecho ha
producido en Marit, quien una vez que los hombres desaparecen por un lateral de
la dependencia, se aproxima a la esquina, asomándose cautelosamente, con el fin
de ver alejarse a su inesperado protector. Pero éste se ha rezagado para coger
una flor silvestre. En el momento en que retrocede para volver a donde está
Marit, ésta oculta rápidamente la cabeza, pero el forastero se ha percatado de
que lo estaba espiando. Dobla el forastero la esquina de la casa e inicia un
galanteo con la muchacha. Al principio ella se resiste, pero siempre
manteniendo una cierta ambigüedad, un ligero coqueteo; al fin accede a
acercarle la mano para que él lea las líneas de su palma. Durante toda la
escena del flirteo, percibimos la mirada innoble del galán, sus intenciones
prosaicas y vulgares, esto es, sólo sexuales (aquí se adelanta ocho años
Stiller a Tagebuch einer Verlorenen—Tres páginas de un diario—, de Georg
Wilhelm Pabst, realizada en 1929, cuando Fritz Rasp rezuma deseo lujurioso ante
Louise Brooks, bien es cierto que mucho más repugnante que el que ahora muestra
nuestro forastero).
La siguiente toma se inicia con un plano general de los trabajadores
ocupados en cortar leña y remover tierra próxima al río. A la derecha del
encuadre está el forastero, y es por ahí, desde el fondo, por donde vemos
acercarse a Marit con una gran canasta al hombro que contiene comida para los
obreros. El forastero la detiene, juega con ella con rudeza, pero a Marit no
parecen agradarle las formas del seductor, alejándose con presteza. Otra vez un
plano general de los hombres apiñados colocando una carga explosiva en un
pequeño dique de tierra que, al ceder, abrirá un gran brazo de agua. Con el
encendido de la mecha, la concurrencia se desparrama, momento que aprovecha el
forastero para acercarse de nuevo a Marit, atraerla hacia sí y darle un fugaz beso
en la boca. La inmediata respuesta de ella es una bofetada en la mejilla del
descarado. Se aleja a paso rápido, hacia el fondo del cuadro, pero él la saluda
alegremente, como si no hubiese ocurrido nada. El forastero se monta en su
barca, pues será él quien inaugure con su incursión ese nuevo brazo de agua.
Espléndido plano medio de Marit, fugacísimo. Plano general del forastero en la
embarcación, a través del pequeño torrente, aproximándose en pendiente hacia
donde se halla el espectador.
*Acto II / El forastero continúa desplazándose por la impetuosa torrentera.
Magnífico plano del interior de la casa de Johan, en la amplia cocina. La madre
está ocupada en la comida, mientras que Marit limpia concienzudamente, de
rodillas y con estropajo, el suelo. La dueña de la casa, a pesar de que vemos
el afán de Marit por hacer bien su trabajo, tiene palabras desagradables para
con ella, en el sentido de que debe esforzarse más aún. Esta escena nos permite
comprender el carácter autoritario y dominante de la madre de Johan, así como
el papel de criada de Marit, a pesar de que muy pronto descubriremos que no
debería ser así. A esa función servil la ha conducido la madre de Johan, no
éste, que es un hombre sereno y bondadoso. En la siguiente toma, podemos ver a
Johan, en la orilla opuesta del ancho río, ocupado en arrojar troncos cortados
desde lo alto de un terraplén. Al dejar de pisar tierra firme y colocarse en la
inclinada pendiente, pierde el equilibrio, resbala con fuerza y cae al suelo
(todavía no lo vemos derribado en el suelo, ni tampoco inconsciente). De nuevo
la cocina. La madre de Johan continúa de pie preparando la comida, mientras que
Marit está sentada junto a ella en una silla batiendo algo. La madre mira a
través de la ventana, observa la humareda a lo lejos, justo en el sitio donde
está su hijo, pero se extraña de su tardanza; de manera áspera ordena a Marit
que vaya a avisarle. Ésta se monta en una barca, rema con energía y se aproxima
a la orilla donde yace tendido el cuerpo magullado de Johan, que todavía está
inconsciente. Antes de llegar, ya lo divisa Marit desde la barca. Corre hacia
él sobresaltada, le incorpora suavemente la cabeza y al instante recobra Johan
el sentido, aunque todavía un tanto aturdido. Una pierna está doblada de manera
que podría habérsela fracturado. Marit le ayuda a levantarlo, a pesar de que es
un hombre corpulento. Él pasa el brazo por el cuello de ella y se dirigen hacia
la barca. Esta escena nos ha permitido comprobar por vez primera que Johan, que
puede rondar los cuarenta años, incluso cuarenta y pocos, es un hombre fornido,
pero ya un poco gastado por la dureza del trabajo. Observamos el contraste de
edad entre él y Marit, así como nos percatamos también de ese contraste entre
Johan y el forastero. La sensación del espectador ante la pérdida de la
juventud corporal de Johan, no dejará de acompañarle durante todo el resto del
filme. Sus movimientos serán trabajosos, incluso torpes a veces.
Se produce una pequeña elipsis, puesto que la siguiente toma tiene lugar en
el dormitorio de Johan, en el piso de arriba de la casa, con él convaleciente
de su caída, en la cama, junto a una ventana que da a la entrada principal,
siendo atendido por Marit. Cuando ella ha terminado y se dispone a salir de la
habitación, cuya puerta está cerrada, él la llama delicadamente, para que se
aproxime. Es entonces cuando, estando ella de pie junto a Johan, éste le coge
la mano con suavidad y ternura, diciéndole unas palabras que denotan que siente
por ella más que afecto. Marit mira hacia lugares indeterminados, pudorosamente
avergonzada, aunque sabe que las intenciones de Johan son sinceras y honestas
(en esta breve escena, mientras le tiene cogida la mano y le habla, percibimos
el inmenso contraste de la actitud de Johan con Marit respecto de la del
forastero; la integridad, la sencillez, la honestidad y la nobleza, frente a la
vulgaridad, la fanfarronería y la fatuidad vacua). Toda la toma ha servido
también para que podamos apreciar la delicadeza con la que la cámara de Henrik
Jaenzon nos muestra los muebles y objetos del dormitorio, incluidas las
escopetas colgadas en la pared. Estando aún en esa posición, se abre
inesperadamente la puerta y entra la madre de Johan, quien dirige una
autoritaria y áspera mirada de injusta desaprobación a la muchacha, a quien
considera culpable de querer seducir a su hijo. A partir de aquí se manifiesta
para el espectador, abiertamente, el carácter posesivo, además de dominante,
del amor de esta madre por su hijo. Marit permanece poquísimos segundos con la
mano aún cogida, pero su miedo, azoramiento y nerviosismo aumentan; se
desprende, y, ante una mirada de desprecio de la señora, sale de la habitación.
La madre se sienta junto a su hijo, reprendiendo su comportamiento, pero éste,
que es un hombre sencillo aunque de firmes convicciones y más maduro de lo que
pueda uno imaginarse al principio, le responde que está equivocada, además de
que su actitud es improcedente e injusta. Es entonces cuando Stiller introduce
un maravilloso flashback, sumamente
esclarecedor, ya que Johan le recuerda a su madre la procedencia de Marit y las
obligaciones que debería tener con ella, a la que, en vez de tratar como una
hija adoptiva, ha tratado siempre como una criada. El flashback le permite al realizador retrotraer la acción dieciocho
años atrás, cuando, un frío día de invierno en que madre (ya estaba viuda) e
hijo salen de la casa y se montan en un trineo tirado por un caballo, a escasos
metros todavía de la vivienda, perciben desde lejos una persona moviéndose muy
trabajosamente, casi hundida en un agujero en medio de la nieve. Johan, que es
quien conduce, detiene el trineo, aproxima la antorcha encendida, y comprueba
que se trata de un hombre moribundo, quien expirará en ese mismo instante
delante de sus propios ojos. Se baja del trineo y certifica, en efecto, el
fallecimiento del desconocido. Pero junto al hombre muerto, muy bien envuelto,
hay un bulto pequeño que se mueve ligeramente (probablemente esté llorando
también). Johan lo coge con cuidado, le destapa la cara y comprueba que se
trata de un bebé. Sube con él al trineo y se lo entrega a su madre. Aquí
termina el flashback. Es decir, que
Marit es una huérfana que fue acogida hace dieciocho años por Johan y por su
madre, pero ésta, en vez de haberla tratado como si fuese su propia hija, la
hija que precisamente no tenía, se ha comportado con ella áspera y
desapaciblemente, tratándola como una sirvienta cualquiera. No así Johan. Es
verdad que si Marit se hubiese criado como una verdadera hija adoptiva, Johan
la hubiese muy probablemente terminado considerando como una hermana pequeña, o
incluso como casi su hija. Pero la actitud de la madre lo ha impedido por
completo. Por eso, ahora que Marit es una apuesta muchacha de dieciocho años,
muy bien formada, ni fea ni guapa, aunque sí de muy buen ver, aunque sólo sea
por su juventud, además de ser una moza hacendosa y limpia, Johan se ha fijado
por vez primera en ella con otros ojos, deseándola como esposa y madre de sus
hijos. No hay el más mínimo asomo lúbrico en sus intenciones; todo lo
contrario. Él es un campesino, un granjero, leñador y pescador al mismo tiempo,
pero posee una delicadeza innata, una bondad natural, una educación
consustancial, incluso ausencia de malicia, cierta noble ingenuidad, aunque,
como tendremos ocasión de verificar, ni mucho menos es tonto; antes al
contrario, reflexiona interiormente con atinado juicio, es observador, quizás
un poco retardado, pero por prudencia y falta de precipitación, sabiendo
extraer las conclusiones oportunas de los hechos. Después de haber escuchado el
breve relato recordatorio de su hijo, la madre se queda pensativa, aunque
enseguida podremos certificar que no le ha hecho la más mínima mella. En
efecto, en la siguiente toma, vemos a la dueña de la casa ordenando a Marit que
recoja sus cosas y se marche. Ella lo hace sin rechistar, sin tan siquiera
despedirse de Johan. La vemos introducir algunas ropas en una pequeña valija y
disponerse a subir a una calesa acompañada de un empleado de la granja. Cuando
están a punto de partir, Johan escucha ruido abajo, se asoma por la ventana y
contempla con gran disgusto y desaprobación la acción que tiene lugar. Intenta
desesperadamente abrir la ventana, estira todo lo que puede su brazo (magnífico
plano abstracto del cierre elevado de la ventana), pero al no conseguirlo,
rompe con el codo un cristal y llama a gritos a Marit, ordenando al cochero que
se detenga. El carruaje ya había echado a andar. Retrocede el cochero, y Marit,
turbada y casi incrédula, procede a bajarse. Pero la madre de Johan, que ha
oído los gritos de su hijo, entra en el dormitorio tratando de impedir la
decisión de Johan, conminando a la muchacha que continúe su camino y se aleje
de la granja. Marit está más turbada que antes; de pie ante la calesa no sabe
qué hacer. Ante la determinación de Johan, que no ceja en volverla a llamar,
ella entra en la casa. Al traspasar, temerosa, el umbral de la puerta del
dormitorio, la madre de Johan le agarra los brazos y la lanza contra el lecho
de su hijo, como si fuese una cualquiera, abandonando la habitación con
semblante adusto y muy contrariado, cerrando la puerta tras ella.
En la siguiente toma, después de una elipsis, vemos ya el interior del
hogar de Johan y Marit, que se han casado. Ella está junto a la ventana, pero
se la nota alejada, soñadora, sin afanarse en las tareas propias del hogar, con
la cabeza en otra cosa. Ve a través de los cristales que llega el marido de
pescar, y parece sentirse ligeramente contrariada. Cuando aún él todavía no ha
entrado en la casa, ella se sienta pensativa en una silla, y, por un instante,
mediante un cortísimo flashback,
averiguamos que de quien se acuerda es del seductor, pues el pasado que
rememora su mente es cuando el forastero le leyó los surcos de la palma de la
mano. Pero, nada más evocar ese recuerdo, durante el cual le ha resplandecido
el rostro, se lleva la mano a la frente y agacha un poco la cabeza, consciente
de que su pensamiento no está bien, no es moralmente correcto. El marido entra
en la estancia, cansado, y al pronto se da cuenta que algo le ocurre a su
esposa; se acerca cariñosamente, sin empalago, a fin de interesarse, pero,
cuando hace un amago de abrazarla, ella se escabulle con el pretexto de que le
duele la cabeza. Johan parece barruntar que se trata de una excusa, pues el
espectador empieza a confirmar que esa debe ser la actitud corriente de ella:
rehuir a su esposo, estar con él lo imprescindible para cumplir con sus deberes
conyugales. Pero no parece haber verdadero amor. Él sí la quiere y la trata con
respeto y cariño, siempre, eso sí, sin sobreactuación, pues es un hombre sobrio
en todo. Ante todo, la respeta. Marit se ha casado porque él se lo ha pedido,
porque deseaba estar junto a un hombre, pero resulta evidente que Johan no
parece colmar sus sueños. No obstante, ella se debatirá en una lucha interior,
y la prueba de que su fondo es noble, es que, a pesar de su corta aventura
posterior, volverá con su esposo, arrepentida y queriéndolo de verdad, una vez
haya comprobado quién es en el fondo Johan. Pero todavía, durante los primeros
meses de su matrimonio, sus falsos anhelos, el estar junto a un hombre que la
dobla en edad, sus ensoñaciones con el seductor incansable, la mantienen en una
situación inestable, dubitativa, lo que no impide que Johan siga siendo el que
es: comprensible, bondadoso, trabajador, honesto, educado y enamorado de su
joven esposa. Al escabullirse de él, se encierra en otra habitación (en la que
de nuevo podemos desparramar la mirada por los enseres, muebles y objetos) y
echa la llave. Johan, apenado, pero entero, intuyendo borrosamente la verdad,
se acerca, intenta abrir la puerta, pero, viendo que ha cerrado con llave, no
insiste; respeta la intimidad y los sentimientos de sus joven esposa. Se aleja
turbado, reflexivo, apesadumbrado, entristecido.
En la siguiente toma, observamos a Marit negligente en su casa. Debe ser
ella la que lleve la comida a Johan, que está cortando leña a unos cientos de
metros, pero prefiere que sea Magd, la criada (la actriz Lilly Berg), quien se
la haga llegar. En la siguiente toma, Magd avanza desde el fondo, mientras
Johan pronto dáse cuenta que no es su mujer la que acude; esto le preocupa y le
entristece, según refleja su rostro. Deja la faena, y, mientras Magd se sienta,
él, de pie, almuerza con desgana evidente.
*III Acto / Preciosa toma con un plano general delimitado por el cercado de
las vacas, dentro del cual, al aire libre, está Marit ordeñando a una de ellas.
Llega el forastero por la derecha del cuadro. Se detiene en el cercado de
madera, una barrera para los animales, pero que aquí ofrece también una
connotación simbólica: es un obstáculo que lo separa de Marit, y que no debería
traspasar. No obstante, levanta una tras otra sus fornidas piernas y atraviesa
la valla, aproximándose ufano a Marit. Ella ya estaba de pie, con un cántaro de
leche en cada mano; a instancias del seductor, deja en el suelo el pesado
cántaro que llevaba en su mano derecha, y se la estrecha al hombre. Parece un
simple gesto de amistad. Como tales viejos amigos, entran en la casa. Suben los
peldaños de madera, ella delante y él detrás. Cuando están junto al umbral de
la puerta, la criada, al fondo, gira la cabeza y ve cómo se introducen en la
vivienda, primero Marit, y, después, el forastero, ambos de cuerpo entero. Ha
sido un sublime ejemplo de profundidad de campo. Entran y se ponen a hablar;
pero eso no lo sabemos hasta que no llega a la casa Johan, quien, ya desde
afuera, nota que hay alguien extraño dentro. Ha podido verlo asomándose
fugazmente a una ventana. También es posible que haya escuchado risas o una
conversación alegre. Ya dentro, abre una puerta completamente cerrada y se los
encuentra conversando muy animados. Marit está sentada a la izquierda del
cuadro (a la derecha del galán), y, por fortuna, tiene los brazos cruzados. No
hay ninguna señal que denote infidelidad. Marit se levanta contenta, le
presenta el invitado al marido y cierra la puerta. El forastero se queda para
almorzar. Ya el saludo es abrupto, pues el seductor choca la mano de Johan con
demasiada fuerza, con un golpetón brusco. Johan se muestra tranquilo y
confiado; sin embargo, percibimos perturbadores nubarrones en la atmósfera
psicológica alrededor del trío. No ha ocurrido nada, pero la manera de moverse
del forastero, su desagradable sonrisa, su fatuidad, su aparente seguridad
falsa y vacía, nos incomodan. No debemos presuponer, como dije antes,
ingenuidad absoluta en Johan. Insisto: no sólo no es tonto, sino que posee una
aguda psicología para conocer a los demás, especialmente aquellos cuyas
intenciones son aviesas. Todo transcurre con una sutileza, de manera tan
imperceptible, que el espectador no puede asegurar lo que pasa por el ánimo de
Johan; yo estoy seguro que su subconsciente, un proceso en segundo plano de su
mente está ya funcionando a pleno rendimiento. Pero quiere y respeta mucho a su
esposa para dejarse llevar por un impulso imprudente, infundado, exagerado o
meramente subjetivo. Los acontecimientos se desarrollarán de tal modo, que el
forastero dejará al descubierto, más que otras veces, cuáles son sus
intenciones y de qué modo menosprecia y minusvalora a Johan: craso error, como
tendremos ocasión de corroborar al final. Hasta la manera de sentarse a la mesa
del forastero produce rechazo y desagrado. Cuando los dos hombres están ya
sentados, pues Marit aún debe traer algunas cosas, el forastero, con una risita
estúpida de engañamaridos, extrae de su mochila una botella de licor o de
aguardiente. Le escancia en un vaso a Johan, quien, con un gesto rapidísimo y
muy difícil de percibir, le indica con la mano que basta, que no llene más el
vaso. Es otro gesto que define perfectamente a Johan; aparentemente le sigue el
juego al fanfarrón, pero sabe muy bien dónde están los límites. Mucho más
importante es la acción de ponerle un poco de licor a Marit; tres veces tiene
que escanciar el forastero, pues Marit, en una estupenda interpretación, lo
detiene otras tantas, riéndose, entre azorada y feliz a la vez, de romper su
costumbre. Alguna mirada furtiva se le escapa hacia Johan, que no pone ningún
reparo. Marit bebe un pequeño sorbo, y, naturalmente, casi lo escupe fuera.
Esto provoca la risa de los dos hombres, pero mientras que Johan se ha reído
sin malicia, satisfecho de que su esposa, como era de esperar, no sintiera
atracción por esa bebida, el seductor se ríe como quien se considera por encima
de las mujeres: mientras que él está acostumbrado a beber sin que su cuerpo lo
acuse, la pobre muchacha no es capaz de digerir esa pequeña cantidad de licor.
¡Cosas de mujeres! Esto es lo que piensa el seductor y lo que delata su
desagradable alegría. Pero lo peor está por llegar todavía. A renglón seguido,
no sin antes hacer un gesto con el semblante y con los ojos que lo define
integralmente (¡qué listo soy!; ¡cómo estoy engañando a este pobre campesino en
sus propias narices!), extrae de su mochila un regalo para ella, un diminuto
chal, un pañuelo grande con un dibujo a cuadros. Marit mira a su esposo,
anhelante, para saber si debe aceptarlo; Johan mueve afirmativamente la cabeza,
y, sin solución de continuidad, el forastero le arroja el chal a Marit a la
cara. Es un gesto grosero, pues además lo ha efectuado con una indolente
displicencia de aparente seguridad. Johan observa. El galán se levanta y se
coloca detrás de Marit, que continúa en pie, para ajustarle el chal sobre los
hombros. Aprovecha para restregar lúbricamente sus manos por los pechos de
ella. Es un segundo, pero un segundo en el que Stiller concentra una carga de
profundidad extraordinaria de grosería y descaro. Johan parece seguir
imperturbable; es más, continúa sonriendo, pues su mujer está contenta. Su
asombroso autodominio, su educación, su confianza en la nobleza del ser humano,
lo mantienen en ese estado. Pero, contra todo pronóstico, de pronto, con
absoluta naturalidad y normalidad, le dice al forastero que no puede aceptar el
regalo, que es su deseo entregarle unas monedas, las que haya costado la
pañoleta. Se levanta y se dirige hacia atrás, donde guarda su monedero. Durante
un segundo, mientras cuenta las monedas, lanza una brevísima mirada de soslayo
a la pareja, una mirada que no tiene por qué intranquilizarnos, pero lo cierto
es que la pareja está coqueteando delante de su cara. No se da por enterado
(aquí vendría a pelo decir que se hace el sueco). Pero ya veremos que su
cerebro no deja de procesar nada de lo que ocurre. Se dirige hacia el
forastero: éste, a la izquierda del cuadro, Johan a la derecha y Marit se
aparta, saliendo fuera de campo, acercándose hacia adelante, a la chimenea.
Johan extiende la palma con las monedas, para que el seductor las coja, pero
éste, brusca y groseramente, le da un manotazo por abajo a la mano de Johan, de
abajo hacia arriba, que hace que las monedas salten hacia lo alto y caigan al
suelo. Al vuelo ha cogido una, llevándosela a los labios y besándola. El gesto
significa también: con esto es suficiente, no quiero tu dinero. Ese gesto, la
actitud entera, han sorprendido momentáneamente a Johan, quien pasa de la
perplejidad al desagrado en menos de un segundo. Mientras tanto, Marit ha
encendido una lamparita colocada encima de la repisa de la chimenea. Johan se
agacha para recoger las monedas, una a una. Plano extraordinario: Johan en
medio, agachado; Marit a la izquierda, avanzando lentamente hacia adelante; el
forastero a la derecha. Cuando aún no se ha levantado Johan, Marit y el
seductor se dirigen una mirada furtiva, muy rápida, pero que en el caso de
Marit denota deslealtad, complicidad, engaño. Johan se levanta e invita al
forastero a salir de la casa. Ahora nos damos cuenta de que en realidad no han
almorzado nada. Toda la secuencia es absolutamente magistral, cargada de una
sorda tensión explosiva. A propósito de una película de Mauritz Stiller que,
durante un tiempo, se dio por extraviada―La canción de la flor escarlata / Song of the Scarlet
Flower / Sången om
den eldröda blomman (1919)―, el mencionado crítico Bengt Idestam-Almquist comenta
que, varios años antes que Sergei Eisenstein, ya Stiller empleaba en sus
películas objetos, paños, muebles, casas, cuerpos, fisonomías y movimientos
«para introducirlos en sus filmes como pequeñas “atracciones” que hiciesen más
potentes los acontecimientos de la narración» (Cine sueco, Buenos Aires, Losange, 1958, pág. 158). Ya hemos
comentado antes la presencia de las escopetas colgadas de la pared en la
habitación donde Johan estaba convaleciente de su caída, así como la
objetividad física de los muebles y enseres; ahora es una pañoleta, que tendrá,
además, un poco más adelante, un alto valor simbólico, cuando Johan se dedique
a buscar desesperadamente a Marit. Stiller, como escribe Bengt
Idestam-Almquist, compone estructuralmente cada plano con un cuidado exquisito,
cual si se tratara de una tabla de un primitivo flamenco; todo está medido,
calibrado, equilibrado; nada se improvisa ni se deja al azar. El montaje, de
otro lado, es extraordinario, insuperable, tanto en Johan como en Herr Arnes
Pengar («El tesoro de sir Arne», 1919): las tomas están cortadas de tal
modo que la fluencia rítmica, lejos de ser repetitiva o monótona, es de una
musicalidad poética inaudita. Ningún plano es semejante a otro. La alternancia
de los planos, bien sean generales, panorámicos, medios o lo que sea, está
concebida al servicio del ritmo narrativo, equilibrando perfectamente la
expresión y la tensión dramática con la contención y sometimiento de las
fuerzas primordiales.
En la toma siguiente, vemos al forastero tendido perezosamente,
indolentemente, en el camastro del pequeño cobertizo que ocupa junto a la casa
de los esposos. Da la impresión de que la temporada de trabajo ha terminado, o
al menos él se ha tomado un prolongado descanso, merodeando como un animal en
celo junto a su presa. A través de la ventana ve cómo entra Marit, llevando dos
grandes alcantarillas llenas de leche, en su casa. Tiene una oportunidad que no
está dispuesto a desaprovechar, y así se deduce de sus gestos y expresión del
semblante. Cuando en la siguiente toma vemos a Marit dentro ya de la casa, se
abre la puerta del fondo del cuadro e irrumpe el seductor, que penetra en la
habitación con todo descaro. Marit le ofrece un enorme tazón de leche, que él
se bebe, sosteniéndolo sólo con la palma de una mano, llevándoselo a la boca
sin derramar ni una gota, en un santiamén. Sus maneras son a un tiempo
fanfarronas y brutas; es evidente que quiere impresionar a la muchacha, pero
siempre lo hace del único modo que puede: manifestando su vulgar virilidad, su
fuerza, sus gestos y ademanes de machote rudo y carente de la más mínima
delicadeza. Al volverse Marit y darle la espalda, pues no se halla cómoda ni
relajada en su presencia, aunque tampoco puede decirse que lo rechace, el
forastero aprovecha para acariciarle burdamente el cuello, girar por completo
el cuerpo femenino, atraerlo hacia él y estamparle un beso en la boca,
cogiéndole la cara con ambas manos. Esta vez sí se ha tratado de un beso
prolongado. Satisfecho y ufano, se va, aunque Marit permanece de pie, entre
pensativa, desconcertada y ligeramente arrepentida de lo que ha permitido hacer
al hombre. Otra vez, durante toda la escena, los cacharros de la cocina han
jugado un papel determinante en el desarrollo de la acción, a modo de aquellas
«atracciones» que subrayan el comportamiento de los personajes.
El contraste con lo que acaba de ocurrir es la toma en la que aparece Johan
en su barca, pescando con su red en las tranquilas aguas. En el artículo citado
al principio de Fernando Usón Forniés, éste hace una observación muy atinada:
cuando contemplamos al forastero dirigiendo su barca, siempre lo hace sobre
rápidos, sobre una corriente de agua tumultuosa y agitada, símbolo evidente de
la falta de estabilidad y de equilibrio, de la inmadurez del seductor, cuya
sola presencia constituye una amenaza para la convivencia de los esposos en el
hogar doméstico; en cambio, a Johan siempre se le ve cruzando y atravesando aguas
tranquilas, que discurren con una mansa y rítmica cadencia, símbolo a su vez de
la madurez interior del marido, de su equilibrio emocional, de su integridad
moral, de su amor sencillo y verdadero por su esposa.
De nuevo, en la siguiente toma, podemos ver al forastero tumbado en la
hierba que rodea la casa. Marit, sentada en un banco adosado al exterior de la
vivienda, cose. Está vuelta de espaldas al seductor. Durante buena parte de la
escena, la presencia de los objetos materiales es muy acusada, esta vez a
través de la textura de las maderas con las que está construida la casa. El
forastero se levanta y otra vez la acosa, sentándose junto a ella, cortejándola
inoportunamente. Marit se levanta visiblemente incómoda. Cuando han estado
durante unos instantes sentados juntos, él queriendo acercarse y ella dándole
la espalda, evocaban ligeramente el cortejo de Archie a Elsalill, en un banco,
en Herr Arnes Pengar, especialmente
por la postura de los cuerpos. De pronto, Marit ve cómo se acerca a la orilla
Johan montado en su barca, una vez concluida la pesca. Se desembaraza
rápidamente del forastero y acude a donde está su marido, quien había empezado
a recoger los peces adheridos a la red. Marit ha llegado nerviosa y agitada. En
la siguiente toma, perteneciente a la misma secuencia, ambos esposos se hallan
dentro de un cobertizo, pues Johan tiene que disponer algunas cosas. Ella lo ha
seguido, sin querer separarse de su lado. A través de la ventana del almacén
observa al forastero, cuyo tronco y cabeza quedan encuadradas maravillosamente
en el vano. Al verlo merodear, Marit se abraza impulsivamente a su marido,
quien se queda un tanto perplejo, poco acostumbrado como está a esas muestras
efusivas de cariño por parte de su joven esposa. Salen y se sientan en un banco
de madera situado en un lateral de la casa, bajo la impertinente mirada del
forastero, que permanece a pocos metros, aunque Johan no le da aparentemente
importancia, haciendo como si no ocurriese nada, absorbido en estar junto a
Marit. Pero, de improviso, ve humo a lo lejos, en la otra orilla, un anuncio,
por lo que comprobamos luego, de que su madre ha llegado, a la que estaba
esperando. Decide acudir en barca en su busca para recogerla. Otra vez se
quedan solos el forastero y Marit. Para llegar hasta donde está sentada Marit,
tiene que cruzar de nuevo otra barrera que se interpone simbólicamente entre
ambos: las redes de pescar tendidas al sol para secarse. Lo vemos hacer el
gesto de levantarlas, franquearlas con grosero desparpajo y penetrar en el recinto
«prohibido», en el hortus conclusus.
Pero Marit no se doblega esta vez a sus propósitos, que no son otros que
besarla de nuevo, forzándola. Lo elude, se aleja, y él, despectivamente
molesto, le propina una patada al cubo que contiene el pescado, que queda boca
abajo con su contenido esparcido alrededor del círculo. El forastero se marcha.
Madre e hijo se aproximan en barca a la orilla; nada más pisar tierra, la madre
amonesta al hijo por el descuido o negligencia de tener el pescado tirado en el
suelo, atribuyendo el desorden a la poco querida nuera. Al alejarse, el
seductor se cruza con la madre de Johan, quien vuelve ligeramente por dos veces
la cabeza hacia el hombre en señal de desconfianza. La madre de Johan entra en
la vivienda del matrimonio, y le falta tiempo para dirigirle unas palabras poco
amables a Marit, a la que sigue considerando como una simple criada. Parece
reprocharle el desorden reinante, la negligencia de la joven, que en realidad
no son tales. Pero esta vez Marit no se calla, pues considera, con toda razón,
injustas las amonestaciones de su autoritaria y desabrida suegra. Ambas mujeres
discuten brevemente. Marit opta por marcharse. Se coloca el chal que le había
regalado el forastero, y, en la puerta, le dice a un desconcertado Johan que se
va a dar un paseo, ya que no puede soportar la actitud de esa mujer tan poco
atenta y cariñosa. Johan, serio y disgustado, entra en la casa, se sienta a la
mesa y reprocha con decisión y firmeza a su madre la manera de comportarse con
Marit. Ésta, que no sabe muy bien hacia dónde dirigirse ni qué hacer, sin
reflexionar apenas sobre su proceder de este preciso momento, encamina sus
pasos hacia el accidentado pedregal que bordea la orilla del río, viendo
acercarse a lo lejos al seductor en su barca, a través de los rápidos. Lo llama
haciéndole señales con la mano, pero al llegar él a la orilla, ella, dominada
por la turbación, corre hacia un enorme peñasco, como queriendo protegerse de
una amenaza. Al acercarse él a ella, Marit, medio desmayada, se deja coger por
el forastero, quien la levanta en brazos y se la lleva a la barca. Antes de
dejar la imponente roca, la pañoleta con dibujo a cuadros que le regalara el
descarado galán, se le cae al suelo, quedando allí, blanca y pura, como un
testigo mudo de su precipitada huida irreflexiva y alocada, casi de mujer
despechada, cuando no tiene ningún motivo por lo que respecta a su esposo para
comportarse de ese modo. Entretanto, Johan y su madre se disponen a almorzar,
pero al ver el marido la irregular tardanza de su esposa, se alarma, se levanta
de la mesa y sale afuera, inquiriendo a la sirvienta si la ha visto. La
muchacha, muy asustada, le indica somera e imprecisamente, que se ha dirigido
hacia el pedregal. Hasta allí se encamina Johan, por primera vez en toda la
película como fuera de sí, angustiado y perturbado por la desaparición de su
mujer. Su paso por el pedregal es torpe y dificultoso, hasta el punto de que
incluso tropieza y cae al suelo.
*IV Acto / En su travesía-huida río abajo, el forastero y Marit,
transmutada irreflexiva y fugazmente en
una infiel esposa que no llega, sin embargo, a convertirse en amante del
seductor, alcanzan pronto los rápidos. Aquí la cámara de Henrik Jaenzon, bajo
la supervisión minuciosa y obsesiva de Mauritz Stiller, filma unas
inmarcesibles imágenes de la barca, con los dos fugitivos, desplazándose por la
impetuosa, caudalosa y turbulenta
corriente, imágenes no filmadas nunca antes ni tampoco después, absolutamente
insuperables en su maestría técnica, en la minuciosa composición de los
encuadres, en su simbolismo extraordinario, con los individuos empequeñecidos
ante la fuerza incontrolada de la naturaleza, capaz de domeñar nuestras
voluntades y nuestros destinos. Ese empequeñecimiento de la criatura humana
ante la inmensidad y la fuerza primigenia de la naturaleza, nos evoca algunas
pinturas del flamenco Peter Brueghel el
Viejo, quien, a mediados del siglo XVI, acusa en algunos de sus cuadros,
dominados por la omnipresencia del paisaje, la pequeñez del hombre en el cosmos,
su insignificancia, pero también la época de profunda crisis espiritual que
supuso el Manierismo europeo. Cuando los franceses han traducido esta película
de Stiller con el título de Á travers les
rapides, no van del todo descaminados, pues el agua, como elemento natural
primordial, tiene una presencia tan grande y poderosa en el filme, tan
simbólica, que termina convirtiéndose en un sujeto más de la acción. Un sujeto
autónomo de extraordinaria importancia. No estaría de más recordar aquí la
observación del historiador del arte Kenneth Clark a propósito de la
importancia del agua en la cosmovisión de Leonardo da Vinci; para el genial
artista y científico florentino, el agua es el elemento natural decisivo: su
movimiento, su fluir, los remolinos que provoca, la lluvia torrencial, las
cascadas y torrentes. «El agua―escribe el historiador inglés en su célebre
monografía sobre Leonardo de 1939, revisada en 1952―es para la tierra lo que la
sangre para el cuerpo. L’acqua è il
vetturale della natura. De esta manera se explica el espacio, inmenso y
descorazonador para quien estudia a Leonardo da Vinci, que ocupan en sus
cuadernos de apuntes las descripciones y diagramas del movimiento del agua. En
ellos nos encontramos con estudios y símbolos de esa energía continua, cuya
observación inclinó a Leonardo a hacer de ella el centro de su sistema cósmico»
(Kenneth Clark, Leonardo da Vinci,
Madrid, Alianza, 1986, pág. 10).
La barca, guiada, a pesar de su considerable eslora, con suma destreza por
el forastero, y con Marit sentada en la zona central, insegura y cada vez más
asustada, incluso apoderada de un impreciso sentimiento de culpa, se balancea
como una pluma de un lado al otro del eje del encuadre, sin salirse nunca del
mismo, a veces manteniéndose menos de un segundo en el centro del cuadro, para
volver a ser zarandeada por la fuerza inagotable de la corriente; en dos
ocasiones al menos, la barca, centrada en la zona media inferior del plano, se
sitúa atravesada, como una diagonal que estructurase arquitectónicamente la
composición, al modo de la alargada formación rocosa que desde el lado derecho
atraviesa hacia la izquierda en pendiente inclinada la escena de la Lamentación sobre Cristo muerto, hasta
desembocar junto al grupo de la Virgen con su Hijo, obra pintada por Giotto, a
principios del siglo XIV, en la Capilla de los Scrovegni de Padua. La barca se
parece también a una «diagonal trágica», como la representada por Pedro Pablo
Rubens, entre 1612-1614, en la tabla central del Descendimiento de la Cruz de la Catedral de Amberes; o bien vuelve
a tener una enorme potencia abstracta, como ocurre con el bellísimo Cuerpo de
Cristo muerto en el Descendimiento de
Roger van der Weyden del Museo del Prado, de hacia 1435. La colocación de la
barca en el encuadre, siempre agitándose y balanceándose de un lado para otro,
descendiendo por la corriente, tan difícilmente domeñada por el remero,
constituye un prodigioso equilibrio, imposible de ser superado, entre el
naturalismo propio de filmar las turbulentas aguas y la concepción abstracta;
porque, otra de las más grandes innovaciones de Stiller, es precisamente que,
sin dejar de evocar el drama naturalista, tal como podían dictárselo las obras
teatrales del noruego Henrik Ibsen, y, sobre todo, del dramaturgo sueco Augusto
Strindberg, nunca renuncia a la concepción abstracta general. Aquí sí hay un
poderoso punto de unión con el Descendimiento
de Roger, pues del mismo modo que éste, al introducir a los personajes en una
suerte de «caja», de relicario dorado, simulando un «Schnitzaltar», los somete a una estilización abstracta, según
supo ver con gran agudeza Erwin Panofsky en su excelso estudio de 1953 (Los primitivos flamencos, Madrid,
Cátedra, 1998, pág. 256), también Stiller controla continuamente los bordes del
plano, de tal manera que los personajes están sometidos a un esquema más amplio
de intenciones estéticas abstractas. Esto no significa que se olvide de las
pasiones individuales, pero están contenidas con elegancia sublime, como en la
tabla de Roger, pues, como escribió Bartolommeo Fazio en 1745, a propósito de
una composición perdida de Roger, «se conserva la dignidad en medio de un río
de lágrimas» (citado por Erwin Panofsky en Los
primitivos flamencos, pág. 255). Además, no es posible percibir la más
mínima monotonía o repetición entre un plano y otro, perfectamente demostrable
si comparamos la primera y segunda visión de la embarcación atravesada
diagonalmente de un lado a otro de la pantalla; lo que diferencia estos planos
es el modo de moverse Marit en la barca, levantando los brazos hacia su cabeza,
agitándose, sin desbordamiento, sin pathos,
de un lado para otro del propio eje de su cuerpo, moviendo el cuello y la
cabeza. Es decir, el movimiento contenido del personaje femenino, pues en estos
dos planos desaparece el forastero, que está fuera de campo, otorga
individualidad y autonomía rítmica al plano, a fin de diferenciarlos a todos
ellos entre sí.
Es necesario un respiro, un breve descanso, aunque sólo sea para que Marit
se calme y no siga tan asustada. Recalan en una orilla, pero ella permanece
sentada en la embarcación, sin saber qué hacer, turbada, embargada por un
escondido sentimiento de culpa, ya que no puede por menos de reconocer lo
injusto de su proceder. Al fin, continúan de nuevo la bajada por la tumultuosa
corriente fluvial.
Entretanto, Johan ha llegado, después de incorporarse trabajosamente, al
peñasco de marras, permanece unos segundos cavilando, baja un poco los ojos y
descubre la preciosa prenda blanca, señal de que hasta allí ha llegado Marit, pero
también símbolo de la pureza de la joven, pues no llegará a consumar nada
mientras esté esas interminables horas con el forastero.
Otra toma extraordinaria de las aguas turbulentas con la barca descendiendo
tan dificultosamente; de pronto, los rápidos se encrespan, debido a una zona
del río algo más elevada, y la barca, al descender por la corriente, casi
abandonada a su suerte, parece por un instante que va a volcarse y naufragar.
Han tenido suerte; a pesar del agua que ha entrado, la embarcación logra
mantenerse equilibrada y continuar el descenso.
En la siguiente toma, vemos a Johan sentado en los escalones de la entrada
de su casa, muy preocupado, angustiado, apesadumbrado, aunque sin perder nunca
el dominio de sí mismo. La mano derecha sobre la rodilla derecha, la mano
izquierda posada en el escalón de madera; detrás, el plano frontal de los
maderos de la vivienda, con sus vetas, rugosidades y pronunciadas texturas. Si
congelamos la imagen, el fotograma resultante, con Johan sentado, visto en un plano
medio, se anticipa a algunas de las fotografías (usando magistralmente el
gelatino-bromuro) que realizara el estadounidense Walker Evans en Hale County,
en Alabama, en 1936, durante los años de la Gran Depresión, obras maestras de
la fotografía documental de la primera mitad del siglo veinte (Beaumont
Newhall, Historia de la fotografía, desde
sus orígenes hasta nuestros días, Barcelona, Gustavo Gili, 1983, págs.
240-241. La edición original en inglés, publicada por el Museo de Arte Moderno
de Nueva York, es de 1982).
Johan entra en la casa, y, a pesar de la censura de su madre, está
firmemente decidido a ir en busca de su esposa, por lo que ordena a la
sirvienta que le prepare rápidamente una gran cesta con víveres, colgándosela a
la espalda a modo de mochila. Es la primera vez que Stiller le dice a Henrik
Jaenzon que filme la estancia viéndose también el techo. Esta innovación
formal, revolucionaria desde el punto de vista compositivo para describir
estados psicológicos, la llevará a su plenitud Stiller pocos minutos después,
cuando veamos el interior de la choza del viejo pescador ocupada por la pareja
fugitiva. Es decir, que exactamente veinte años antes que Orson Welles en Citizen Kane, tantas veces citada como
ejemplo pionero de esa forzada perspectiva, ya Mauritz Stiller la ejecuta
magistralmente en Johan. El ejemplo
de Orson Welles servirá para reflejar un estado de ánimo muy distinto, si bien
de inestabilidad y crisis, pero resulta un poco grandilocuente (es verdad que
como corresponde a la personalidad egocéntrica del protagonista); el de Mauritz
Stiller, al margen de su asombroso adelanto, refleja de manera más abstracta y
contenida la tensión interior de los huidos, especialmente cuando los encuentra
Johan. La representación del techo de una habitación para reflejar estados
psicológicos angustiosos o desesperados, es un recurso primordialmente
pictórico. Un magnífico ejemplo es el conocido cuadro de Vincent van Gogh
titulado Interior de café de noche,
pintado en Arlés en septiembre de 1888, conservado en la Yale University Art
Gallery, del que le dijo en una carta a su queridísimo hermano Theo, escrita el
8 de septiembre de ese año, lo siguiente: «En mi cuadro Café nocturno, he tratado de expresar que el café es un sitio donde
uno puede arruinarse, volverse loco, cometer crímenes. En fin, he tratado por
los contrastes de rosa tierno y del rojo sangre y borra de vino, del suave
verde Luis XV y veronés, contrastando con los verdes amarillos y los verdes
azules duros, todo esto en una atmósfera de hornaza infernal, de azufre pálido,
de expresar algo así como la potencia de las tinieblas de un matadero» (Vincent
van Gogh, Cartas a Theo [selección],
Barcelona, Barral, 1981, pág. 260).
De nuevo la acción se traslada a los fugitivos. Marit y el forastero detienen
la barca en la orilla, en un lugar en el que hay una cabaña. Marit está
exhausta; se levanta y se agarra al cuello del seductor, flaqueándole las
fuerzas. El hombre la coge en brazos y la traslada a la cabaña.
*V Acto / Durante un tiempo indeterminado, unas pocas horas, parecen ser
felices; él, como siempre, indolente y perezoso, tumbado, mientras que ella lo
observa contenta y satisfecha. Parece incluso feliz. Se aleja a coger bayas
silvestres, una hermosísima toma cuyos planos, con Marit de pie, en un plano
general, junto a la espesura vegetal, evocan algunos cuadros de los pintores
franceses de la Escuela de Barbizon, de mediados del siglo XIX. Se acerca con
las bayas, se las entrega en un recipiente al forastero, que, después de haber
avivado una hoguera para calentarse, continúa sentado en el suelo del campo. El
joven se las come con apetito y brusquedad. Cuando casi ha terminado, se
acuerda de ella y le ofrece, pero los modales tan poco delicados del galán
provocan una transformación en Marit, que se pone seria. El joven la sienta
junto a sí, la zarandea amistosa y jovialmente, con su habitual despreocupación
fatua y engreída, pero Marit permanece vuelta y disgustada. Pareciera como si
empezase a darse cuenta de la mediocridad y vulgaridad del hombre por el que,
incomprensiblemente, se ha sentido atraída. Quién sabe si ha sido por dejar la
rutina diaria, unido al comportamiento desdeñoso de su suegra. No obstante su
actitud, él la ciñe por la cintura, con una de sus manos rozando la parte
inferior de uno de los pechos de ella, y le da un largo beso. Marit se ha
abandonado a él; no le ha opuesto resistencia alguna. La escena termina con el
característico iris circular alrededor de la pareja, hasta que se produce el
fundido. En la siguiente toma, mientras que el galán ha ido a dar un paseo, en
el momento en que Marit va a entrar en la cabaña, percibe una presencia detrás:
es el dueño de la casucha, un viejo pescador (el actor Nils Fredrik Widegren).
Marit se turba al comprobar que se han instalado en una propiedad, pero el
viejo pescador, paternalmente, la tranquiliza, indicándole que pueden continuar
allí. Iris. Tiro de Johan conduciendo su barca por las apacibles aguas del río.
Otra nueva toma de Marit con el viejo pescador, sentados juntos en un banco de
madera del interior de la cabaña; ella llora y el anciano la consuela. Marit se
sincera con el viejo, arrepentida de su acción. Es en este instante cuando
vemos con absoluta nitidez y genial innovación formal, el techo de la cabaña,
una perspectiva que aprisiona a sus ocupantes. Llega el seductor, pero la
relación entre ella y él se ha tornado tensa. Otra toma, en el exterior,
permite que veamos la llegada de Johan, quien es informado por el viejo dónde
se encuentra la joven pareja. Johan se acerca. Marit percibe su llegada y se
asusta. Johan abre la puerta y entra. Marit, de pie, permanece a la izquierda
del encuadre, intentando apaciguar a su marido; éste, con el semblante
descompuesto y sin mirarla, le aparta suavemente la mano que ella ha colocado sobre
él, a fin de detenerlo. Toda la atención de Johan está concentrada en el
seductor, quien, al fondo de la cabaña, sonríe estúpidamente, volviendo a hacer
gala de su fanfarronería. Johan avanza un poco, ve un pequeño montón de recios
troncos de madera, coge uno, y, con enorme rapidez, le asesta un fuerte golpe
al seductor, quien cae derribado al suelo, asustado, sin resolución alguna para
hacerle frente. Ya, con esta breve escena, ha demostrado que es un cobarde.
Johan, con el leño agarrado fuertemente entre sus manos, lo levanta, y, por un
momento, parece que va a descargar sobre su rival un golpe fatal. Podría
haberlo hecho, pero se detiene: sus principios morales cristianos se lo
impiden. Mientras tanto, Marit ha abandonado la destartalada habitación en
busca de ayuda, pero cuando el viejo pescador llega, lo peor ha pasado ya.
Johan sale de la cabaña, se cruza con el viejo, mientras que el seductor ha
quedado humillado por un hombre cansado y mayor que él, pero que no ha dudado
un segundo en salvaguardar su honorabilidad. La siguiente secuencia es muy
bella. Johan, a la derecha del encuadre, se sienta, agotado y entristecido, en
un tronco cortado; Marit permanece de pie, a la izquierda. Hay un amplio
espacio que separa a los esposos, pero ambos quedan encuadrados dentro del
plano. Comienza la reconciliación. Johan no fuerza nada, ni siquiera le dirige
una mirada o una palabra de reproche a su esposa. Stiller nos brinda unos
maravillosos planos medios de la figura de Marit. Cuando Johan se dispone a marcharse
solo, pues no tiene la más mínima intención de forzar o violentar a su mujer,
ella se arroja a sus pies, abrazándose sollozante a la zona inferior de una de
las piernas del marido. Es evidente que su arrepentimiento es sincero. Ha
comprendido, por fin, la nobleza e integridad del hombre que la ama; tanto, que
puede recuperarlo. Juntos se montan en la barca, no sin antes haber esbozado
ella una sonrisa de dicha plena, de felicidad completa, cuando aún estaba
agachada agarrada a la pantorrilla de su esposo. Se les ve alejarse río arriba.
Penúltimo plano: el seductor los observa desde tierra, vencido y dejando
constancia de su personalidad superflua. Último plano: la barca se aleja
lateralmente, cerca de la orilla, remontando el río, hasta que es prácticamente
tapada por las alargadas ramas de unos árboles próximos.
No quisiera terminar estas breves anotaciones sin señalar el persistente
recuerdo que se apodera del espectador, una vez que ha visto la película de
Stiller, de una de las grandes obras maestras del cine mudo alemán, Sunrise: A Song of Two Humans
(«Amanecer»), de Friedrich Wilhelm Murnau, estrenada en Nueva York en
septiembre de 1927. Me atrevería a decir que sin Johan de Mauritz Stiller, Sunrise
hubiese podido ser concebida de otra manera, especialmente en lo que atañe a su
trama argumental, pues resulta evidente que la profundidad moral y psicológica,
así como la inefable belleza del filme de Murnau, los hubiese alcanzado en
cualquier caso este indiscutible genio alemán. Pero el genio de Stiller, tanto
en Herr Arnes Pengar como en Johan, no se queda ni mucho menos atrás.
Además, son anteriores a Nosferatu, a
Der Letzte Mann y a Sunrise, las mejores obras de Murnau. La
diversidad argumental es evidente; más que de diversidad, habría que hablar de contraposición.
Mientras que en Johan es la mujer la
que tiene una aventura con otro hombre, arrepintiéndose y volviendo con su
marido, en Sunrise es el hombre quien
mantiene una aventura con una destructiva mujer de la ciudad, llegando incluso
a disponerse para asesinar a su joven esposa, aunque los remordimientos se lo
impedirán y será posible la reconciliación plena. En ambos casos, en Johan primero y en Sunrise después, los seductores contemplan impotentes y humillados
la reconciliación de los esposos, el triunfo del verdadero amor.
Enrique Castaños, Málaga, 23 de febrero de 2015,
festividad de San Policarpo de Esmirna, padre apostólico y obispo, martirizado
hacia 155, en época del emperador Antonino Pío.