martes, 8 de diciembre de 2015

Artículo nº 56 / Reflexiones en torno a Anna Arkádievna Karénina, por Enrique Castaños





Reflexiones en torno al personaje de Anna Arkádievna Karénina


© ENRIQUE  CASTAÑOS




Una de las más sorprendentes paradojas con que puede encontrarse el lector de la novela Anna Karénina, escrita por León Tolstói entre 1873 y 1877, es que si bien, de un lado, el personaje de Anna Arkádievna Karénina, de soltera princesa Anna Arkádievna Oblónskaia, va tomando gradualmente forma corporal, y, en menor medida, espiritual desde el inicio mismo de la obra, a pesar de que su aparición física y concreta no se produce hasta el capítulo XVIII de la primera parte, hasta constituir un ser del que creemos poder vislumbrar con nitidez sus proporciones corpóreas e incluso alguno de sus más íntimos sentimientos cuando finalizamos de leer la novela, sin embargo, de otro lado, al transcurrir tan sólo muy pocos días después de haber llegado a ese término, comprobamos con perplejidad que Anna Arkádievna comienza, asimismo paulatinamente, pero ahora a mayor velocidad, a diluirse en nuestra mente, desdibujarse en nuestra memoria, como si se nos escurriera por casi imperceptibles intersticios, llegando un momento en que, en efecto, se nos ha ido, se nos ha escapado, si bien, debido a la extraordinaria y magnética fascinación que el personaje ejerce en nosotros, no tenemos más remedio que volver otra vez sobre él, releer atentamente de nuevo toda su trágica experiencia vital, y volvernos a saciar de su entera presencia, de sus gestos, de su sonrisa, de su expresión, de sus silencios, de su hermosura, de su belleza, de su enigmática inteligencia, de su aún más misteriosa vida espiritual, de su inagotable pasión amorosa, hasta la próxima vez que sintamos la acuciante necesidad de regresar a este hontanar profundo e inextinguible. Porque, no nos engañemos, tendremos, a lo largo de la existencia, que volver una tercera vez a leer la novela, e incluso una cuarta, una quinta y todas aquellas que estemos dispuestos a concederle a nuestro devenir, y siempre nos ocurrirá lo mismo ante Anna Arkádievna, a saber, que creeremos poseerla, descifrar su oculto secreto, pero ella permanecerá inalcanzable, inaprehensible, lejana y misteriosa como Monna Lisa sentada junto a un recodo no identificado del Arno.

No ha tenido suerte en general nuestra heroína con la crítica literaria. Por diversas y hasta opuestas consideraciones, los críticos y comentaristas de la novela apenas si se han ocupado de ella, de la amante, de la madre, de la esposa, de la hermana, de la cuñada, de la amiga, de la confidente, es decir, de la mujer de carne y hueso, de la mujer que ama, siente y piensa, sino que han preferido entretenerse en valoraciones estilísticas y artísticas de carácter general, en apreciaciones sociológicas e históricas, o se han inclinado por desmenuzar el pensamiento, la psicología, la concepción de la vida y del mundo de Konstantín Dmítrich Lievin (transcribo los nombres propios basándome en la traducción de Leoncio Sureda Guyto y Alfredo Santiago Shaw para la editorial Cátedra, aunque también he tenido muy presente la traducción de las hermanas Irene y Laura Andresco Kuraitis para la editorial Aguilar), el otro héroe de la obra, en buena medida completamente antagónico a la protagonista, creyendo, de este último modo, penetrar en los ocultos secretos del hombre León Tolstói, pues, como advirtiera por vez primera Dostoyevski, entre julio y agosto de 1877, en las páginas de su Diario de un escritor, Lievin no es más que el alter ego de Tolstói, su portavoz cualificado, de igual modo que en su tercera y última gran novela, Resurrección, terminada en diciembre de 1899, el príncipe Dimitri Ivánovich Nejliúdov es el postrer vocero de las regeneradoras ideas religiosas y sociales del escritor.

Las principales excepciones a esa mirada esquiva sobre Anna Arkádievna quizá sean los ensayos de Dmitri Merejkovski (San Petersburgo, 1865-Biarritz, 1941) y George Steiner (París, 1929). Precisamente fue éste último quien en 1959, en su ensayo Tolstói o Dostoievski, afirmaba que «Ana Karénina muere en el mundo de la novela; pero cada vez que leemos el libro resucita, y aun después de haberlo terminado tiene otra vida en nuestro recuerdo» (Madrid, Siruela, 2002, pág. 258), una apreciación no exactamente idéntica, pero sí parecida a la que acabo de exponer en el primer párrafo de este artículo. A pesar de que el eximio crítico francés considera a Merejkovsky un «testigo errático» y «poco digno de confianza», si bien admite que se trata de alguien «esclarecedor» (ibídem, pág. 21), en lo que a la observación acerca de los dos titanes rusos se refiere, Dostoyevski y Tolstói, tengo para mí que la mirada de Merejkovsky, en ciertos aspectos, es más aguda que la de Steiner, especialmente sobre Tolstói, aunque también resulta imprescindible para comprender determinadas parcelas de Dostoyevski, si bien para ello habrá asimismo que tener en cuenta su libro de 1906, revisado en 1936, titulado El profeta de la revolución rusa, al que me he referido ampliamente en mi ensayo de noviembre de 2012 sobre El idiota, y eso sin olvidar que la más penetrante aproximación al autor de Crimen y castigo probablemente sea la de Nicolay Berdiaev (Obujovo, cerca de Kiev, 1874-Clamart, cerca de París, 1948), terminada de escribir en Moscú en septiembre de 1921, y cuyo título es El espíritu de Dostoyevski, al que también me remito numerosas veces en aquel ensayo y en el que dediqué a la novela El adolescente en septiembre de 2013. El estudio de Merejkovsky al que hace referencia Steiner, así como incontables críticos posteriores, es el titulado en la traducción española Tolstoi y Dostoievski (Buenos Aires, Cronos, 1946), publicado en ruso en 1901, en inglés en 1902 y en francés en 1903, es decir, cuando aún vivía Tolstói y todavía no había escrito Después del baile (1903) ni terminado Hadji Murat (1896-1904). La edición francesa dice así: Dmitry Sergeyevich Merezhkovsky, Tolstoï et Dostoïewsky: la Personne et l’Oeuvre, Paris, Perrin, 1903. Traducción del ruso de Maurice Prozor y de Serge Persky. Prefacio de Maurice Prozor. Son necesarias estas precisiones porque la traducción de Aníbal Leal en la única edición en español que existe, dificilísima de encontrar, ya que ni siquiera la posee la Biblioteca Nacional de Madrid, es una versión, no directamente del ruso, sino de la edición francesa―de la que se incluye íntegro el prefacio del diplomático y escritor Maurice Prozor (Vilna, 1849-Niza, 1928), descendiente de una familia de nobles lituano-polaco-rusos―, razón por la que adolece, como es natural, de defectos y de algunas imprecisiones, aunque, hay que reconocerlo, el espíritu del magistral ensayo se mantiene, a pesar de las dificultades que entraña acercarse, de modo indirecto, al lenguaje literario-místico-filosófico de uno de los mayores representantes del Simbolismo en Rusia.

Dostoyevski fue la primera persona en el mundo que reconoció abiertamente el inigualable valor artístico de Anna Karénina: «No por ello deja de ser Anna Karénina, como obra de arte, algo perfecto… Una obra junto a la cual no tienen las literaturas europeas actuales ninguna otra que poner» (Diario de un escritor, Madrid, Aguilar, 1961, tomo III, pág. 1307. La traducción directa del ruso es de Rafael Cansinos Asséns. La amplísima reseña de Dostoyevski, unas veinticinco páginas de la mencionada edición, corresponde a julio y agosto de 1877, al poco de publicarse la octava y última parte de la inmortal novela. La séptima parte, con la que muchos creyeron que concluía la obra, leyóla Dostoyevski en primavera). Pero Fiodor Mijáilovich no se detiene apenas, en tantas páginas, que pueden ser al menos cincuenta en una edición normal, en Anna Arkádievna, como tampoco lo hace en prácticamente ningún otro personaje de la novela, salvo Lievin. La casi entera totalidad de su extenso comentario está dedicada a lo que Konstantín Dmítrich dice en esa octava parte, especialmente sobre la conveniencia o no de que Rusia ayudase a los serbios en la guerra con Turquía, parte que puede parecer impostada, innecesaria, después del trágico final de la heroína, del que habían transcurrido ya cerca de dos meses, pero que para Tolstói resulta imprescindible―nada hay arbitrario o casual en un texto escrito por el inconmensurable autor de Yasnaia Poliana―, no sólo para saldar cuentas con Alexiéi Kirílovich Vronski, el amante de Anna, sino, fundamental y principalísimamente, para dejar que se complete la regeneración, la transformación religiosa de Lievin, y para que éste pueda pronunciarse a propósito de un asunto tan candente y tan espinoso, por las abiertas discrepancias entre occidentalistas y eslavófilos, como era el de la cuestión de Serbia. Naturalmente que Dostoyevski, un autor que siente predilección por los personajes atormentados, por los asesinos, por los nihilistas, por los ateos, por las prostitutas de corazón puro, por los idiotas, por los tísicos, por los epilépticos, interesóse por Anna Arkádievna―¿cómo no iba a interesarse por ella y por su trágico destino un espíritu en llamas capaz de tanta compasión y de tanta piedad?―, por su pasión incontenible, por el callejón sin salida ante el que se encuentra su vida, pero en esta ocasión prefiere callarse: es un asunto que él conoce mejor que nadie entre sus contemporáneos, como lo demuestran sus cuatro grandes novelas hasta ese momento. A Dostoyevski, un eslavófilo al que resulta inútil intentar simplificar u ofrecer una visión estereotipada de sus ideas, como han creído conseguir algunos críticos e historiadores incluso inteligentes, sólo le mueve ahora desenmascarar a Tolstói, no porque pretenda dejarlo en ridículo, no porque sienta envidia de él, no por ninguna animadversión en especial, sino tan sólo porque quiere que prevalezca la verdad, que se arroje luz sobre un aspecto oscuro y difícil: ¿qué piensa verdaderamente Tolstói? El primero en percibir que Lievin es un alter ego de Tolstói, como hemos dicho, fue Dostoyevski, lo cual significa que, para conocer en realidad al patriarca bíblico de Yasnaia Poliana, tan oculto y secreto en el fondo a través de sus prolijas declaraciones, cartas, memorias y confesiones, como tan perspicazmente diose cuenta Merejkovski ya en 1901, hay que escuchar atentamente lo que dicen algunos de sus personajes, pues ellos nos transmiten con meridiana fidelidad los anhelos de un espíritu permanentemente insatisfecho: Pierre Bezújov, Lievin y Nejliúdov.

Con respecto a la supuesta conversión religiosa de Lievin a la fe cristiana y a su pretensión de considerarse a sí mismo pueblo, escribe en esa reseña Dostoyevski: «En una palabra: que han cesado las dudas, y Levin, finalmente, ha encontrado la fe; cree, pero ¿en qué? Aún no la ha formulado exactamente. Sólo se plantea alegremente la cuestión. “¿Es ésta verdadera fe?” Pero se ha de suponer que no. Más aún: es muy probable que los individuos del temple de Levin no lleguen a tener nunca una fe definitiva. Levin se llama a sí mismo pueblo; pero es un noble, un aristócrata rural de Moscú, de ese mismo círculo medio cuyo particular historiador es el conde L. Tolstoi […] Sólo quiero hacer constar aquí que precisamente esos señores de la categoría de Levin nunca pueden volverse enteramente pueblo por más tiempo que vivan entre o al lado del pueblo, eso es, pues en más de un aspecto no lo entenderán nunca. La propia idea y el simple deseo―y además tan extraño―no bastan para convertir de repente a un hombre en lo que querría ser. Podrá ser cien veces terrateniente, y hasta un terrateniente laborioso; conocer todas las faenas del campo, ser ducho hasta en lo tocante a segar y enganchar una carreta, y saber que a los panales se les ponen pepinillos frescos, pero en su alma, pese a toda su buena voluntad, siempre queda algo que, a mi juicio, puede llamarse simplemente holgazanería […] En resumidas cuentas: que ese Levin, esa alma honrada, es al mismo tiempo un alma caóticamente ociosa par excellence, pues de otra suerte no sería lo que es: un señorón contemporáneo de la Inteligencia rusa y, además, de la nobleza media» (Diario de un escritor, op. cit., pág. 1312). El vocablo «holgazanería», en la traducción española del ensayo de Merejkovsky, se convierte en «divagación».

Dejo a un lado, pues no es objeto de estas líneas, la cuestión nacionalista y geopolítica, ante la que Lievin, es decir, Tolstói, adopta una actitud contraria a la guerra, a cualquier guerra, por justa que sea su causa. Así pensaba ya Tolstói antes de 1881, cuando él y su esposa se trasladan con sus hijos a Moscú, a fin de estar pendientes de la educación de sus retoños. El tema, qué duda cabe, es en sí mismo polémico y enjundioso, al menos desde que Santo Tomás de Aquino hablase ya en el siglo XIII, y defendiese, el concepto de «guerra justa» y de desobediencia legítima contra la tiranía.
El propósito principal del comentario de Dostoyevski es llamar la atención acerca del carácter forzado y artificial del personaje de Lievin, elaborado muy concienzudamente por Tolstói para poder expresar con libertad las ideas que comienzan a asaltarlo desde el inicio mismo de la redacción de la novela. Para ser verdaderamente del pueblo―Dostoyevski, un plebeyo, hijo de un médico pobre, sí que sabía desde su infancia qué significaba pertenecer al pueblo, mientras que Tolstói procedía por ambas ramas familiares de la aristocracia, poseyendo él mismo, al casarse, un patrimonio considerable, calculado en unos seiscientos mil rublos―, Lievin tendría que haber renunciado por completo a su estatus social, a sus privilegios de miembro de la nobleza rural, a todas sus posesiones, entregándoselas a los campesinos. Sobre este asunto, el mandato evangélico, que tanto le obsesiona, es claro y taxativo. El joven rico, si quiere entrar en el reino de los cielos, deberá distribuir sus riquezas entre los pobres y seguir a Jesús. No hay término medio, ni ambigüedades, ni posibilidad alguna de engañarse. Ya he adelantado que no voy a extenderme sobre esta cuestión, muy clarividentemente abordada, siguiendo el razonamiento de Dostoyevski, por Merejkovsky en su citado ensayo sobre ambos colosos rusos, pero convendría recordar que Tolstói hizo un intento, después de terminada ya Anna Karénina, de llevar a cabo la exhortación de Jesús, impulso que se quedó prácticamente en nada ante la poderosa reticencia de Sofía Andriéievna Behrs, o sea, Sofía Andriéievna Tolstáya, su esposa, con la que se casó Tolstói en 1862, cuando ella tenía dieciocho años―por supuesto que no es tampoco ninguna casualidad que Lievin tenga al comienzo de la novela treinta y dos años, y su amada, Katerina Alexándrovna Scherbátskaia, Kiti para todos, dieciocho―. Sofía Andriéievna adujo argumentos muy sólidos y persuasivos para oponerse a los deseos de su marido de repartir toda su hacienda entre los campesinos, sobre todo qué iba a ser del porvenir de su numerosa prole (de trece hijos, vivieron ocho). ¿Fue un intento sincero y firme por parte del escritor? No voy tampoco a entrar en ello; invito tan sólo al lector a que se detenga en las apreciaciones de Merejkovsky. Lo que sí podemos asegurar es que, aquello que al principio constituía una rémora para el acrecentamiento del patrimonio heredado por el conde León Tolstói, a saber, su dedicación a la escritura, convirtióse con el tiempo en una saludable e inesperada fuente de ingresos, mejor dicho, de pingües beneficios, gracias a la sabia administración de Sofía Andriéievna, quien no sólo liberó a su marido de cualquier contacto con el dinero y con la intendencia en general de Yasnaia Poliana, sino que asumió ella misma la relación con los editores, sin que el genio tuviese que ocuparse de otra cosa que no fuese satisfacer su propio ego. Incluso las copias a limpio de los manuscritos las efectuaba ella misma en sus escasos ratos de ocio, así como las correcciones y pruebas de imprenta. Baste señalar que Anna Karénina, de más de seiscientas páginas, fue copiada íntegramente a mano por ella hasta siete veces. Sofía Andriéievna, al igual que la Natasha Rostova de Guerra y paz, o dos de las hermanas Scherbatski, la mentada Kiti, la esposa de Lievin, y Daria Alexándrovna Scherbátskaia, Dolly, la cuñada de Anna Arkádievna, son hembras fecundas, ocupadas por entero de sus maridos, de sus hijos y del hogar. Sin ellas, ni sus maridos podrían dedicarse a lo que se dedican, ni la casa funcionaría en absoluto. Aman desinteresadamente a sus esposos y aceptan desde el principio estar en segundo plano, facilitándoles a ellos el camino para que puedan entregarse por entero a sus «importantes» ocupaciones. Contra ese estado de cosas se rebelará con todas sus fuerzas Anna Arkádievna. Cuando Dolly se decide a visitar a Anna, que vive junto a Vronski en la soberbia finca patrimonial que éste posee en el campo, durante el largo trayecto tiene tiempo suficiente para repasar severa y sinceramente su doliente vida, pues no sólo la engaña su marido con otras mujeres, sino que hasta entonces no ha hecho otra cosa que estar encinta, tener hijos (le viven seis), amamantarlos, «siempre extenuada y áspera, detestada por mi marido y fastidiosa a los ojos de todo el mundo» (sexta parte, cap. XVI).


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Tan sólo tres medianos párrafos, iguales en extensión, están dedicados directamente a Anna Arkádievna en aquella reseña. El corazón de esos párrafos son las palabras que Dostoyevski le atribuye a la heroína: «La venganza es mía; quiero satisfacerla». Estas palabras, exactamente así, no las pronuncia Anna, pero para el caso es lo mismo, pues Dostoyevski ha sabido recoger con prístina claridad e innegable fidelidad el penúltimo pensamiento de Anna antes de arrojarse a las vías de la estación moscovita de Nizhni Nóvgorod. Una vez leída, en la propia estación, la última nota enviada por Vronski, y después de esbozar una «sonrisa sardónica», lo que piensa Anna es: « ¡No, ya no te permitiré que me hagas sufrir así! » Más adelante, explicaré por qué es decisivo que ése no sea el postrero pensamiento de Anna, antes de perder la conciencia, como consecuencia del brutal golpe, y morir. Pero ahora me interesa intentar clarificar el núcleo de la penetrante reflexión dostoyevskiana. La decisión de vengarse de su amante provocándose ella misma la muerte, es para Dostoyevski prueba irrefutable de «que el mal está arraigado en el hombre más hondo de lo que los socialistas [esto es, los nihilistas] suponen»; «que el mal es aún inevitable, en toda organización social, por perfecta que fuere; que el alma del hombre es siempre la misma»; que «las leyes que rigen el espíritu humano nos son […] desconocidas […], resultan aún […] vagas y […] misteriosas». El hombre «debe saber […] que no es ningún juez definitivo, sino más bien un pecador; que la balanza y la medida, en sus manos, son un absurdo, como no se incline él mismo ante la ley del todavía no sondeado misterio y no busque su única salvación… en la piedad y el amor» (Diario de un escritor, op. cit., págs. 1308-1309). ¿Por qué se expresa Dostoyevski con tanta dureza, sobre todo si tenemos en cuenta que el suicidio de Anna no es en absoluto comparable con el suicidio de las abyectas criaturas creadas por él en Demonios? La razón estriba en el hecho mismo de la venganza que decide Anna tomar contra su amante, vindicta que se concreta en el inicuo acto del suicidio. Al quitarse la vida, Anna ha cometido un terrible pecado, puesto que ha desafiado las leyes divinas, ha osado erigirse en juez, cuando sólo puede existir, cree firmemente Dostoyevski, un único Juez, Cristo, cuya misericordia es infinita. Ése es el único mal que anida en Anna y al que se refiere Dostoyevski. Pero, mucho más que Tolstói, Dostoyevski es un supremo conocedor del corazón del hombre, es posible que el más profundo intérprete que haya existido nunca del sangrante corazón del hombre, el insuperable observador y analista de la atormentada existencia de esa criatura buena, desvalida, indefensa, pecadora y mala, todo simultáneamente en el decurso de una vida, que es el hombre. Como dice de modo muy certero Nikolay Berdiaev, Dostoyevski, más que un psicólogo realista, lo que verdaderamente es, es un «antropólogo», un «pneumatólogo» y un «metafísico simbolista», pues nadie como él ha penetrado de manera tan profunda en el espíritu más recóndito del hombre, en aquello que lo vincula con Cristo y en aquello que lo une con el problema del mal y con el de la libertad (Nikolay Berdiaev, El espíritu de Dostoyevski, Granada, Nuevo Inicio, 2008, pág. 21). ¿Creen ustedes que Dostoyevski iba a condenar, así, sin más, como sí que lo hace la sociedad biempensante de la novela, a Anna Arkádievna? ¿Es que no conoce él la atormentada peripecia vital de esta heroína cuya «nobleza de corazón» es «indestructible»? Es George Steiner quien emplea esas justas y hermosas palabras para referirse a Anna (Tolstói o Dostoievski, op. cit., pág. 106). El mismo crítico ha captado algo esencial y que muy pocos han percibido, entre ellos, desde el primer instante y antes que nadie, el propio Dostoyevski; de ahí que derrame su perdón sobre el cuerpo y el espíritu lacerados de Anna Arkádievna. Antes de transcribir las palabras de Dostoyevski en las que se explicita aquel perdón, desvelemos qué es aquello tan significativo que captó sin duda el artífice del Diario de un escritor, sin decirlo abiertamente, y que nos confiesa Steiner. Pues no es otra cosa que el hecho de que Anna Arkádievna es la única criatura salida de la imaginación de Tolstói que no va a someterse a las imperativas leyes racionales y lógicas del escritor, sino que tendrá vida propia, por completo independiente, es decir, que siempre pertenecerá al territorio libérrimo de la fantasía artística y se zafará del encorsetamiento que impone la metódica y fría razón ilustrada (ibídem, pág. 288). Quiero decir que Anna, a pesar de Tolstói mismo, es el único personaje «dostoyevskiano» de las novelas del educador de Yasnaia Poliana, inmediatamente reconocido como una criatura semejante a las suyas por el autor de El idiota. Precisamente en esta última novela encontramos un personaje cuya mixtura espiritual es semejante a la de Anna Arkádievna, una mujer caída, una pecadora, una prostituta limpia de corazón, una arrolladora e incomparable encarnación femenina: Nastasia Filíppovna. También ella desafía las normas, las reglas sociales; también ella posee una portentosa capacidad de amar. Cuando el príncipe Mischkin la elige a ella como esposa, en vez de a la maravillosa y angelical Aglaya Ivánovna, una elección dictada por la piedad y por la compasión, Nastasia, que ama a Mischkin y que ha sido la única persona de toda la novela en reconocer en él a «un hombre», debido a la pureza de espíritu y a la integridad moral de la personalidad de Liov Nikoláyevich, Nastasia, digo, otorgándole un giro inesperado a la narración, lo abandona a la entrada de la iglesia donde iban a casarse, ante la mirada de la atónita multitud congregada al efecto, marchándose velozmente con el sombrío Rogochin, el hombre que la ha maltratado de todos los modos posibles, el hombre del que ella está plenamente segura que acabará matándola, como de hecho hace, traspasándole el corazón con una afilada daga en la que ya reparase el inmaculado príncipe. Nastasia Filíppovna no se ha suicidado, pero se ha entregado voluntariamente al sacrificio, por Mischkin, ese epiléptico, ese alter Christus que ella ama (ver mi ensayo «El príncipe Mischkin de El idiota como arquetipo moral», de noviembre de 2012). Sólo un lector que haya comprendido el espíritu de Dostoyevski, esto es, un lector, como indica Berdiaev, que tenga una estructura del alma determinada y una especial predisposición espiritual para tal comprensión, puede ser capaz de registrar el carácter anómalo, extraño, perturbador, misterioso, enfermizamente atractivo de Anna Arkádievna, precisamente porque desborda amplísimamente los moldes y crisoles en los que Tolstói suele otorgar forma a sus criaturas y encarnaciones racionales. Dostoyevski debió identificarla de inmediato como una de las suyas, una nueva María Magdalena rusa. En ese sentido, Anna Arkádievna Karénina es un caso único en la literatura universal, salvo, naturalmente, otras heroínas dostoyevskianas, principalmente la aludida Nastasia Filíppovna, pero también, aunque en menor medida, Sonia Marmeladova, otra prostituta de corazón puro que es el único ser sobre la tierra capaz de redimir a Rodion Románovich Raskólnikov de su horrendo doble crimen. Sugiere George Steiner que Tolstói pudo enamorarse del personaje de Anna, y que ello le permitió concederle una libertad desconocida en sus restantes criaturas (Tolstói o Dostoievski, pág. 288). Es posible, pero también podría serlo, aunque siempre debemos ser cautos con las informaciones que nos suministra el propio Tolstói o las personas de su entorno acerca de lo que creía y pensaba, que Anna empezó a resultarle, al cabo de un tiempo, un personaje incómodo, hasta el punto que se sentía a disgusto escribiendo las postreras partes de la novela, lo que le condujo a retrasarse en su conclusión, así como al deseo de terminarla como fuese. Sinceramente, no lo creo así. En esas declaraciones, que podemos leer desperdigadas por sus múltiples escritos autobiográficos, por las propias confesiones de su abnegada esposa, o por los textos compuestos por Anna Seuron, la institutriz que escribió Seis años en la casa del conde León Tolstói, un libro publicado en Berlín en 1895 que bordea la «malicia» y la «mediocridad», según Merejkovsky (Tolstoi y Dostoievsky, op. cit., pág. 33); por Sergei Andreevich Bers (o Behrs), el hermano de Sofía Andriéievna, autor de unos Recuerdos sobre su cuñado que, más que una biografía, son, en palabras de Merejkovsky, una «hagiografía» (ibídem, pág. 47); por, en fin, Piotr Alexiéivich Sergueienko (1854-1930), autor del libro titulado Cómo vive y trabaja L. N. Tolstoi, publicado en Moscú en 1898; en ese tipo de declaraciones, decía, parece deslizarse la animadversión de Sofía Andriéievna hacia Anna, un personaje, que, es lo más lógico, no le debió resultar nada simpático a la enérgica condesa consorte. Sobre todo, puede inferirse, al advertir la libertad de sus movimientos (que no puede ocultarnos su aprisionamiento, sobre todo por el rechazo definitivo de su marido a concederle el divorcio y por la negativa a otorgarle la custodia de su hijo), la independencia de su espíritu, el desafío que lleva a cabo contra la alta sociedad y la hipócrita moral del gran mundo. Sofía Andriéievna debió darse plena cuenta de cómo respiraba libremente y crecía, gracias a la suprema maestría artística de su marido, el funesto personaje de esa perdida, de esa mujer adúltera. ¿Traicionaría, por primera y única vez, el inconsciente a León Tolstói? Éste, que durante toda su vida condenó los desórdenes sexuales en el matrimonio, en concreto el adulterio, bien sea por parte del marido o de la esposa, según podemos corroborar en las propias reflexiones de Lievin que nos desvela el omnisciente narrador de la novela, esto es, que «no concebía el amor fuera del matrimonio», llegando incluso a tener «un primer puesto la familia, por mucho que pudiera amar a la mujer que le permitiría crearla», convicción que se traducía en considerar al matrimonio «como el acto principal de la existencia, del cual dependía toda felicidad» (primera parte, cap. XXVII); este León Tolstói, decía, de un lado condena sin ambages el comportamiento adúltero de Anna, ya que contradice las leyes de la felicidad conyugal, pero, de otro, parece comprenderla, intenta inconscientemente justificarla, pues de otro modo sería incomprensible la misma ambivalencia de su condena. Aquella «venganza» de la que hablaba Dostoyevski, puede también, si uno quiere, ser leída como la venganza de la sociedad sobre Anna, que, acorralada, ofuscada, en un estado lamentable,  y que inspira compasión, de irritabilidad, de celos imaginarios, de aporía existencial, decide poner fin a su insoportable sufrimiento. Esa hipócrita alta sociedad no le perdona a Anna su osadía, su antifariseísmo, su inconcebible y hasta peligrosa capacidad de amar. Anna no es temeraria, ni soberbia, ni tampoco pretende hacer sufrir a nadie; sólo quiere amar y ser amada, y lo desea de un modo tan profundo, tan sincero, que no ve razón alguna en ocultarse, menos aún en llevar una doble vida, como la que ha mantenido durante un tiempo su amiga la frívola y superficial princesa Ielizavieta Fiódorovna Tverskaia, Betsi, que engaña a su marido manteniendo ilícitas relaciones íntimas con Tushkiévich. Escribe George Steiner: «Thomas Mann estaba en lo cierto al afirmar que el impulso que dirige Anna Karénina es moralista; Tolstói fraguó una acusación contra una sociedad que se apropiaba una venganza reservada a Dios; mas, por esta vez, la posición moral de Tolstói era ambivalente; su condena del adulterio se acercaba al juicio moral corriente […] Y en su misma confusión […] surgió la oportunidad para la libertad narrativa y para el predominio del poeta» (Tolstói o Dostoievski, pág. 288).

En su comentario, Dostoyevski escribe que hay un pasaje en la novela, un pasaje inextricablemente vinculado con aquella búsqueda de la «salvación… en la piedad y el amor» de la que él hablaba antes, que le sirve a Tolstói para mostrar el camino que debe tomar el hombre, a fin de no caer en la «desesperación» y «creer que el mal es una cosa fatal, inevitable»: «Camino que el novelista, con la fuerza persuasiva del genio, revela en aquella genial escena que se desarrolla en el cuarto de enferma de la heroína de la obra…, donde los criminales y enemigos transfórmanse de pronto en seres superiores, en hermanos que mutuamente se lo perdonan todo, limpiándose con este perdón recíproco de mentiras, culpas y crímenes, y justificándose de un golpe con la plena conciencia de tener derecho a ello» (Diario de un escritor, op. cit., pág. 1309). El pasaje, perteneciente al cap. XVII de la cuarta parte, es aquel tan memorable en el que Anna, que acaba de dar a luz, en su propia casa, una sana y hermosa niñita, fruto de sus relaciones con Vronski, se despeña rápidamente, a una velocidad vertiginosa, por una crisis post-partus tan aguda que termina siendo desahuciada por los mismos médicos. Ante la posibilidad real de morir, Anna le escribe una nota a su marido, Alexiéi Alexándrovich Karenin, de viaje en Moscú, a fin de que regrese inmediatamente a San Petersburgo. Al llegar Karenin a su casa, que había abandonado al confesarle Anna su adulterio con Vronski, y confirmarse el inminente desenlace de la desgraciada, Karenin redobla sus esperanzas de que Anna muera, tal como es su íntimo deseo. Entonces Anna, ante la cercanía de su final, profundamente arrepentida de lo que ha hecho, propicia la reconciliación entre los rivales, entre el marido y Vronski, que ha acudido también, desesperado, a estar junto a su amada en los momentos finales. El gélido burócrata Karenin, «sin tratar de reprimir sus lágrimas», dióle la mano, en presencia de la enferma, a Vronski, logrando así la calma espiritual de la desventurada. Anna, a pesar de contar con un exiguo uno por ciento de posibilidades, se recuperará, y las cosas discurrirán entonces de un modo diferente a como ella había imaginado. Pero lo importante aquí es el hecho del perdón, del arrepentimiento y de la reconciliación, nobilísimas actitudes humanas en las que Dostoyevski era un consumado experto. A esas mismas actitudes apelará, casi un cuarto de siglo más tarde, el príncipe Nejliúdov en el último capítulo de Resurrección, cuando, una vez definitivamente iniciada su profunda transformación interior, lea en la habitación de un modesto hotel de una lejana ciudad de Siberia, inmarcesibles versículos de los capítulos XVIII y V del Evangelio de San Mateo.
Aquel mismo pasaje, tan emotivo y clarividente a los ojos de Dostoyevski, no ha sido comprendido, sino incluso ridiculizado, por supuestos críticos eminentes, cegados por su propia ideología sectaria. En aquellos dos ensayos citados, tuve ocasión de referirme a lo que entrevió por vez primera Berdiaev, esto es, que el pensamiento de Dostoyevski, sin duda el más profundo pensador de toda la historia de Rusia, nunca estuvo secuestrado, en sus novelas inmortales, por el sectarismo de la ideología, sino que se mantuvo libre, diáfano y oxigenado por la misma dialéctica de las ideas. No puede decirse lo mismo del filósofo húngaro György Lukács, cuya ideología marxista-leninista le impide acercarse a los insondables misterios de la condición humana. Incapacitado para explorar la íntima experiencia de un espíritu individual que crea en la trascendencia, en la resurrección de los muertos y en la vida eterna, sólo encuentra satisfacción burlándose de la fe y del sentimiento de lo sagrado. De ahí que pretenda ridiculizar la mencionada escena que hemos descrito junto al lecho de la moribunda, una escena íntegramente atravesada por el perdón y la reconciliación, actitudes de inequívoca raíz cristiana. Aquel sectarismo ideológico, negador de la libertad individual y de la grandeza espiritual del hombre, precisamente porque es una criatura hecha a imagen y semejanza de Dios, es el que conduce a Lukács a presentar a Anna como una mujer frívola y superficial, «una dama típica de la sociedad mundana», celebrando que «el gran realista Tolstoi» haya enderezado inmediatamente la narración, alejándose de aquella podrida moral burguesa que, a su entender, entrevemos en la patética escena. Muy ufano de su análisis, Lukács añade: «Tolstoi muestra aquí la verdad contenida en lo que Dostoievski ha llamado la hazaña rápida y [Máximo] Gorki el heroísmo de una hora» (Georg Lukács, Estética, Barcelona, Grijalbo, 1967, tomo IV, pág. 355. La traducción es de Manuel Sacristán. De las tres partes en las que planeó dividir su Estética, Lukács sólo dio término a la primera, que constituye el contenido de los cuatro volúmenes de la edición española. Mientras que las dos primeras partes estarían consagradas a estudios de materialismo dialéctico, la tercera se consagraría al materialismo histórico). Utiliza a Dostoyevski según su conveniencia. Es cierto que, primero Dostoyevski y posteriormente Dmitri Merejkovsky y Máximo Gorki, entre los más eminentes adelantados lectores de Tolstói, percatáronse del paganismo del autor de Yasnaia Poliana, de su afán por creer en la encarnación del Verbo y su imposibilidad de lograrlo. Su racionalismo ilustrado impide a Tolstói abrazar el misterio de la Cruz. Lukács, que poseía una inmensa e inabarcable cultura literaria y filosófica, desperdició su enorme talento a lo largo de su dilatada vida, debido sobre todo a estar secuestrado por una ideología que no posee ojos para ver la sagrada dignidad del hombre concreto, el hombre de carne y hueso. Ese «gran realista» que es Tolstói, un pagano que quiere creer en la vida eterna pero no lo consigue nunca, le sirve a Lukács para intentar cimentar la tesis principal que desarrolla en el último gran apartado de la primera parte de su Estética, aquel que titula «La lucha liberadora del arte». Esa tesis no es otra que la pretensión de sustitución de una religión trascendente, un mensaje que sitúa la vida verdadera y liberadora del hombre individual en el reino de los cielos, en la eterna contemplación de Dios, en la coparticipación del misterio supremo, el del Amor, sin que por ello ese mensaje se olvide, sino todo lo contrario, de la justicia, de los pobres y desheredados, de los enfermos y pecadores, de los humildes y desgraciados de la tierra; la sustitución de una religión trascendente, decía, por una nueva religión terrenal, «cismundana» le gusta decir a Lukács, la religión del arte. ¡Pero qué distinta, Dios mío, es esa religión del arte que pretende entronizar el filósofo marxista de Budapest, comparada con la de quien por primera vez emplea esa noción, Wilhelm Heinrich Wackenroder! Lukács empléase a fondo, con toda su potente artillería de ejemplos y pasajes literarios y filosóficos, en intentar sustituir la creencia en Cristo por otra creencia, impostada y artificial, de igual modo que Carlos Marx, en el Manifiesto Comunista, pretende sustituir el mesianismo salvífico de Jesús por el falso y sangriento mesías del proletariado como sujeto activo de la revolución económica, social y política, atea y exclusivamente terrenal. A medida que nos acercamos al final de esa primera parte de la Estética lukácsiana, los ejemplos en favor de su tesis se acumulan atropelladamente, aunque, en algunos casos, si bien hace esfuerzos ímprobos y colosales por darle la vuelta a los pasajes, son estériles y completamente ineficaces. Uno de esos ejemplos es el relativo al episodio aludido de Anna Karénina, cuya heroína femenina Lukács no comprende en absoluto, desprovisto como está el crítico húngaro de sentimiento humano transido de religiosidad trascendente, o, al menos, de respeto ante un misterio inexplicable. Como no puede obviar la inconmensurable grandeza de Dostoyevski, trata, asimismo estérilmente, de atraérselo a su campo, precisamente a Dostoyevski, un escritor por el que Lenin sentía un vivo rechazo y una profunda antipatía, similares en intensidad a la simpatía que le producía ese rico filón, ese diamante en bruto, que creía haber descubierto en Tolstói. No iba del todo descaminado Vladimir Ilich Uliánov, pero en lo que atañe a Anna Arkádievna no tiene nada que hacer. De hecho, no le interesa en absoluto el personaje. Otro lamentable ejemplo, en ese mismo volumen, de los desvelos manipuladores de Lukács es la sesgada y pobre lectura que hace del Quijote. Pero, de igual modo que es inútil y zafio todo intento de aproximar al terreno del ateísmo a espíritus indubitablemente cristianos como Dante, Cervantes, Dostoyevski, Miguel Ángel, Velázquez o Rembrandt, aún lo es más pretender manipular a sus criaturas, sus obras o los productos de su imaginación creadora. Tratando de llevarse al Caballero de la Triste Figura a su campo desértico de fe religiosa, Lukács llega a decir, a propósito de la escena en la que interviene en la representación de Maese Pedro, nada menos, que «cuando Unamuno intenta con su interpretación, con la defensa de don Quijote, profundizar el texto cervantino, no consigue en realidad más que trivializarlo, hacerlo superficial» (Georg Lukács, Estética, op. cit., tomo IV, pág. 546). No es el propósito de este artículo, y por ello sólo lo menciono, pero ¿es posible que Lukács tenga la osadía de corregir a uno de los intérpretes más fidedignos y profundos de la sin par obra cervantina, únicamente equiparable, en tan fecunda labor, con la llevada a cabo por Américo Castro en 1925? Quien, con sus anteojeras ideológicas de filiación marxista-leninista, trivializa, hace una lectura superficial e incluso llega hasta el ridículo en relación con el ideal evangélico que anima a don Quijote, es Lukács y otros como él. No es ninguna casualidad que, después de docenas y docenas de páginas, toda la argumentación lukácsiana concluya con unos versos de Goethe (de Poesías póstumas), que él quiere que sean lapidarios y definitivos: «El que posee ciencia y arte / Tiene también religión; / El que no posea ninguna, / que tenga una religión». El sentido que otorga Lukács a esa segunda presencia del término «religión» es claramente despectivo, una especie de pobre consolación para los idiotas, un sentido que ni siquiera Sigmund Freud atrevióse a dar a los mismos versos de Goethe cuando los reprodujo en las primeras páginas de su célebre ensayo El malestar en la cultura, de 1930: «Este aforismo enfrenta, por una parte, la religión con las dos máximas creaciones del hombre, y por otra, afirma que pueden representarse o sustituirse mutuamente en cuanto a su valor para la vida. De modo que si también pretendiéramos privar de religión al común de los mortales, no nos respaldaría evidentemente la autoridad del poeta» (Sigmund Freud, El malestar en la cultura y otros ensayos, Madrid, Alianza, 2006, págs. 24-25. La traducción es de Ramón Rey Ardid). El maestro arquitecto de Chartres, Velázquez o Miguel Ángel, poseían en grado sumo e inalcanzable «ciencia y arte», y, sin embargo, creían firmemente en la fe de Cristo. Hay que tener la generosidad, la amplitud de miras y la integridad moral insobornable de un Albert Camus para darse cuenta de ello, en su caso con Dostoyevski. Por eso el autor de La peste fue capaz de denunciar los crímenes estalinistas y el totalitarismo comunista, tan destructivo como el nacionalsocialista, mientras que Lukács, o Bertolt Brecht, permanecieron instalados en un cómodo y cómplice silencio ante ellos. ¿Refiere, por ventura, Lukács, qué dos libros llevaba consigo León Tolstói cuando abandonó su casa en 1910 y murió en la del jefe de la remota estación de Astápovo? Uno de ellos era el último y grandioso testimonio espiritual de Dostoyevski, Los hermanos Karamásov, en cuya «Leyenda del Gran Inquisidor» está contenida la clave postrera para descifrar la inicua amenaza nihilista y atea, la de aquellos que, más que desear la «religión del arte», nos han traído el hormiguero social, el colectivismo y el igualitarismo nivelador, a costa de la dignidad, de la libertad individual y de los derechos individuales del hombre. La mixtificación lukácsiana resulta prístina e inconfundible, a propósito de ese «gran realista» que es Tolstói y que tanto le convence, cuando pasa como de puntillas, mejor dicho, cuando silencia por completo la transformación moral que se apodera del personaje de Nejliúdov en Resurrección, una novela que debe ser entendida como una especie de testamento espiritual de su autor. Mientras que en el capítulo V de la tercera parte hay un explícito deseo de justificar la violenta actuación de los revolucionarios nihilistas, los mismos que han asesinado al zar Alejandro II el 1 de marzo de 1881, en los capítulos XIV y XV se critica a algunos de ellos con dureza, sobre todo a los dirigentes, encarnados en el insensible personaje de Novodvórov, de quien puede afirmarse que su semblanza constituye un profético retrato de los futuros cabecillas bolcheviques. Revolucionario sin sentimientos que desprecia a los demás: campesinos, obreros, pobres y vagabundos, su estricta creencia en los «datos positivos de la ciencia económica» lo convierten en un hombre intelectualmente romo y en un sectario (Lev Tolstoi, Resurrección, Valencia, Pre-Textos, 1999, pág. 547. La traducción es de Víctor Andresco Peralta). Pero lo esencial de esa novela, tal como se nos revela en el último capítulo, es la firme creencia que se ha apoderado de Nejliúdov, después de vivir durante tres meses intensísimas experiencias al lado de los delincuentes comunes y de los prisioneros políticos, tratados peor que las bestias por los funcionarios y autoridades de la Rusia zarista. Frente a la violencia revolucionaria como método de acabar con las terribles injusticias sociales, Nejliúdov optará por el mensaje evangélico, condensado especialmente en el Sermón de la Montaña. La religión del amor, del perdón, de la no violencia, de la humildad y de la solidaridad: ésta será su divisa de ahora en adelante.

¿Cuál es el último pensamiento de Anna Arkádievna, aquel que apuntilla ese perdón que Dostoyevski derrama sobre la heroína? Y que conste que no era necesario ese ultimísimo fogonazo de luz en la todavía consciente Anna, milésimas de segundo antes de perder para siempre la conciencia en su vida corpórea y terrenal, para que Dostoyevski no se atreva a juzgarla, ni mucho menos a condenarla. Más que nadie, él sabe de la debilidad de los hombres. Ese pensamiento no es otro que el sincero arrepentimiento ante el íntimo tribunal de su conciencia y ante Dios. Este es otro detalle capital que corrobora la singularidad de Anna entre las criaturas salidas del genio tolstoiano. Del siguiente modo es descrito el fatal instante (cap. XXXI de la séptima parte): 

«Se apoderó de ella una sensación análoga a la que experimentaba en otro tiempo, antes de hacer una inmersión en el río, e hizo la señal de la cruz. Este gesto familiar despertó en su alma multitud de recuerdos de la infancia y de la juventud. Los minutos más felices de su vida centellearon un instante a través de las tinieblas que la envolvían. Pero no quitaba los ojos del vagón, y cuando apareció el espacio entre las dos ruedas, arrojó el maletín, hundió la cabeza en los hombros y adelantando las manos se echó de rodillas bajo el vagón, como si se dispusiera a levantarse otra vez. Tuvo tiempo de sentir miedo. “¿Dónde estoy? ¿Qué hago? ¿Por qué”, musitó, haciendo un esfuerzo para echarse atrás. Pero una masa enorme, inflexible, la golpeó en la cabeza y la arrastró por la espalda. “¡Señor, perdonadme!”, balbució ella».


Aquí se interrumpe el manuscrito. Será retomado en fecha indeterminada.

Málaga, durante el mes de julio de 2015.
Enrique Castaños es Doctor en Historia del Arte.




domingo, 17 de mayo de 2015

Artículo nº 55 / Dos obras de arte relevantes de la Iglesia de Málaga, por Enrique Castaños


DOS OBRAS DE ARTE RELEVANTES DE LA IGLESIA DE MÁLAGA: UNA DOLOROSA DE PEDRO DE MENA Y UNA COPIA DE TIZIANO


Enrique Castaños




La recién inaugurada muestra Huellas. Arte e iconografía de la Iglesia de Málaga (abril de 2015), acogida en el Palacio Episcopal, exhibe, entre otras, dos obras, que, no por haber sido ampliamente difundidas, no merezcan un nuevo breve comentario, dirigido particularmente a los aficionados y espectadores en general. La primera de ellas, de los fondos del propio Palacio, lleva por título Jesús ayudado por Simón de Cirene, un lienzo limpiado hace poco, de 102 x 111 cm, de autor anónimo, fechado de modo muy impreciso entre 1600-1632, y que es considerado desde hace decenios como una copia del conocido cuadro Cristo Camino del Calvario, pintado por Tiziano hacia 1560 y conservado en el Prado. Si aceptamos la fecha de nacimiento de Tiziano entre 1488-1490, que es la propuesta por sir Herbert Cook, el pintor tendría entre setenta y setenta y dos años cuando lo realizó; si aceptamos, que es por la que me inclino, la propuesta por Erwin Panofsky, alrededor de 1482, su edad rondaría los setenta y ocho años (Erwin Panofsky, Tiziano. Problemas de iconografía, Madrid, Akal, 2003, págs. 171 – 173). El lienzo de Tiziano ingresó en El Escorial en 1574 y ocupó desde muy pronto un lugar privilegiado en el oratorio privado de Felipe II, donde permaneció hasta su entrada en el Museo del Prado en 1845. Uno de los últimos especialistas en referirse a su excepcional calidad fue Miguel Falomir en 2003, con motivo de la magna exposición que la sin par pinacoteca dedicó entonces al excelso artista de Pievi di Cadore, conservador que también rememora las palabras de Fray José Sigüenza en 1605, cuando calificaba esa pintura de «devotísima y singular figura», afirmando que «en las noches pasaba allí el pío Rey don Felipe buenos ratos, contemplando lo mucho que devía al Señor que tan pesada carga llevaba sobre sus hombros por los pecados de los hombres y los suyos» (Miguel Falomir, Tiziano, Madrid, Museo Nacional del Prado, 2003, págs. 266 – 268). Los tres evangelios sinópticos se refieren de manera concisa, pero clara y coincidente, a la ayuda prestada por Simón de Cirene a Jesús camino del Gólgota, subrayando Mateo que lo «obligaron», Marcos que «volvía del campo» y era «padre de Alejandro y de Rufo», y Lucas que «le cargaron la cruz para que la llevara detrás de Jesús». El cuadro pertenecería, pues, al último periodo del pintor, en el que, igual que ocurre con Miguel Ángel, aunque no en un grado tan intenso, se acentúa la espiritualidad y la emoción religiosa del autor, que, no obstante, como subrayó de modo acertado Sydney Joseph Freedberg en 1970, nunca renuncia a producir «una sensación de exaltación de los sentidos y de exaltación simultánea del poder de la razón», aunque también comienza a surgir, insiste el historiador estadounidense, una potencia que parece trascender los límites de la razón, incorporando «los factores funcionales de los seres físicos y espirituales», trabajando «con esencias y potencias no ya como abstracciones, sino como factores constitutivos del mundo visible», «como si el pintor, apasionada y totalmente se fundiese con la propia materia de su experiencia, en otras palabras, con la naturaleza y la vida» (Sydney Joseph Freedberg, Pintura en Italia: 1500 a 1600, Madrid, Cátedra, 1983, pág. 511). Mucho antes, en 1930 (aunque la redacción inicial referida a los venecianos data de 1894), el especialista de origen lituano Bernard Berenson, incidía en parecidos aspectos del último Tiziano cuando escribía que «cuerpos y rostros mostraban claramente las señales de la lucha por la vida», y que «la grandeza del Tiziano consistía en el hecho de que era capaz de producir la mayor impresión de realidad y a la vez sostener la necesidad de asirse fuertemente a la vida» (Bernard Berenson, Los pintores italianos del Renacimiento, Ciudad de México, Leyenda, 1944, págs. 48 – 49). Tampoco deben obviarse las intempestivas observaciones de Roberto Longhi en 1914, cuando se refería a las contradicciones entre dibujo y color en los postreros años de Tiziano. No obstante, opino que hay que insistir con mayor énfasis aún en el proceso de desmaterialización de la pintura del último Tiziano, en el carácter deshilachado de su pincelada, en su vibrante y tembloroso toque, guiado por una espiritualidad profunda y un intenso sentimiento religioso, que acentúa el dramatismo de las escenas. No debemos escamotear o silenciar el hondo sentido religioso de algunos grandes artistas, tan importante o más que el puramente estético. Lo recordaba con honesta gallardía Émile Mâle ya en el capítulo primero de la primera edición (1932) de su incomparable L’Art religieux après le Concile de Trente, editado posteriormente con distintos títulos, a propósito del «hermoso libro» de Eugène Fromentin sobre la pintura flamenca y holandesa, Los maestros de antaño (1876), en donde «ni una sola vez se pregunta si Rubens era cristiano. Ahora bien, sabemos que Rubens oía misa todas las mañanas antes de ir al trabajo: tenemos, pues, el derecho de pensar que no sólo ponía su talento al servicio de sus cuadros religiosos, sino también su fe. Fingir no dar ninguna importancia a esta fe de Rubens, como si Rubens fuera Courbet, es no querer comprenderlo en toda su extensión» (Émile Mâle, El Barroco. Arte religioso del siglo XVII: Italia, Francia, España, Flandes, Madrid, Encuentro, 1985, pág. 31).
 
Tiziano. Cristo camino del Calvario. Ca. 1560. Museo del Prado

El lienzo del Prado está en el límite mismo de lo que empezará a hacer a partir de entonces Tiziano. Pero el emotivo drama religioso no puede eludirse: la compasiva, misericordiosa y ausente de cualquier resentimiento mirada de Cristo a Simón, quien, solícito, aunque le hayan obligado, ayuda con desinteresada entrega a ese hombre al que no conoce, exhausto como está, pues acaba de caer bajo el peso de la cruz y apoyar la mano izquierda en una piedra. Extraordinario modelado de las cabezas y de las manos; composición perfecta, a pesar de ser tan cerrada y apretada, hasta el punto de que permanece fuera un pequeño trozo de la parte superior de la hermosa cabeza del anciano, no precisamente un campesino; ligera laca roja aplicada a la túnica de Cristo.

Lo que sorprende del cuadro de Málaga es la aproximación de las medidas (el de Madrid, 98 x 116), la espléndida factura y la exactitud de la copia. Las diferencias más notables son, de un lado, que la piedra y la mano derecha de Jesús se separan del marco unos siete u ocho centímetros, de igual modo que el madero de la izquierda no llega hasta el ángulo, en correspondencia con la línea de la piedra y de la mano (aunque una radiografía del cuadro de Madrid revela que tampoco llegaba el travesaño hasta el ángulo inferior izquierdo, quedando libres unos centímetros); de otro lado, que en la intersección entre los dos travesaños de la cruz, en el cuadro de Málaga, arriba, queda libre un diminuto triángulo rectángulo; en tercer término, aún más importante, que la mirada de Jesús se desvía en el óleo de Málaga de la del Cireneo; en cuarto lugar, que en Málaga los dedos de Cristo, especialmente los de la mano que se apoya, son más rugosos, y, por último, que la túnica del Dios-Hombre es verdosa en el cuadro del Palacio Episcopal. No creo descabellado sugerir que puede tratarse de una réplica de la bottega (taller y estudio) de Tiziano. Habría que rastrear su procedencia, revisar la imprecisa cronología, y, sobre todo, llevarlo al taller del Prado, a fin de que pudiese ser analizado exhaustivamente por los restauradores y especialistas. Estoy seguro que nos llevaríamos una agradable sorpresa.

La segunda obra es la conocida Dolorosa de la iglesia de Santa María de la Victoria de Málaga, una talla en madera del escultor granadino Pedro de Mena y Medrano realizada entre 1660-1670, de 65 cm de altura. La cronología hoy más aceptada, que es la indicada, contradice a María Elena Gómez Moreno, quien afirmaba en 1989 que las Vírgenes Dolorosas de Pedro de Mena fueron todas hechas entre 1673 y 1679 (En el catálogo de la exposición celebrada en Málaga, Pedro de Mena. III centenario de su muerte: 1688 – 1988, Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, 1989, pág. 94). Cuando en el verano de 2010 llegó a Valladolid la inolvidable muestra The Sacred Made Real. Spanish Painting and Sculpture, 1600-1700, procedente de Londres y de Washington, decidióse incorporar esta inmarcesible Mater Dolorosa, y recuerdo muy bien que, junto a la sublime e inefable Magdalena penitente del mismo artista, reinaban ambas entre aquel bosque sagrado de esculturas memorables, entre otras de Juan Martínez Montañés y de Gregorio Fernández. La Dolorosa de Málaga se elevaba sobre todo el conjunto de piezas expuestas de un modo sobremanera misterioso, pues, en vez de ocupar una posición destacada, como la Magdalena, se hallaba casi en un rincón, pero ejercía tal atracción poderosísima, desde su callado y contenido sollozo, que, una y otra vez, iba el visitante de la Magdalena a ella, y viceversa, sin poder hacer nada por eludir ese movimiento pendular. No creo exagerar si afirmo que es la más extraordinaria imagen escultórica de la Virgen que nos queda del siglo XVII español. La vesania y la ignorancia―temibles aliadas―destruyeron en 1931 la hermosísima Virgen de las lágrimas de la iglesia de los Santos Mártires, de la que Ricardo de Orueta y Duarte escribió en 1928 un breve pero precioso comentario, en el que dice que bien pudo Pedro de Mena recoger en ella la belleza de la mujer malagueña, señalando muy agudamente que «rendida de llorar, se detiene un momento a contemplar su dolor» (en el primoroso librito Pedro de Mena, escultor: 1628 – 1928, Sociedad Económica de Amigos del País de Málaga, 1928). Pero, por desgracia, sólo podemos recrearnos en esa imagen contemplando antiguas fotografías, sobre todo una del propio Orueta. El mismo triste fin, aquel aciago año para el patrimonio religioso de Málaga, tuvo la Virgen de Belén de la iglesia de Santo Domingo, cuyo semblante, como recordaba Manuel Gómez Moreno asimismo en 1928, es el más bello y humano de cuantos esculpiese Mena para representar a una Virgen no embargada por la pena (en el mismo librito de 1928).
 
Pedro de Mena y Medrano. Dolorosa. Ca. 1670. Iglesia de la Victoria de Málaga.

Con independencia de la absoluta maestría técnica; de la sutil armonía cromática entre el manto celeste estofado de oro en los bordes, la arrugada toca beis que enmarca magistralmente el óvalo del rostro, y el rojo de la camisa; de la maravillosa insinuación de los brazos y de los hombros escondidos bajo el manto; de la ligerísima desviación entre el casi imperceptible giro de la cabeza y la situación de las manos entrelazadas, estableciéndose un diálogo inexpresable entre ambas partes del cuerpo; de la equilibrada composición piramidal o triangular, de raigambre leonardesca: un busto que corta la figura por debajo de los senos; al margen de todo esto, que ya es muchísimo, lo que convierte esta imagen en una talla única en España y en Europa, es su intensísima religiosidad, el infinito sufrimiento de esa Madre que ya ha vertido todas las lágrimas que pueden derramarse, con los que se llenarían océanos inconmensurables, su recogimiento, su inaudito dolor contenido, con la purísima piel literalmente bañada en ese llanto que atraviesa el Tiempo y el Espacio, con los ojos bajos, resignados, un rostro que es la quintaesencia de un sufrimiento tan inmenso que el hombre no puede ni siquiera pretender comprenderlo. Sería sencillamente ridículo ponderar aquí sólo los valores plásticos, que son ya de por sí insuperables; existe un roce, un intangible acercamiento a un dolor insondable, humano, porque es el de una madre por su hijo, pero sobre todo vinculado al único misterio verdaderamente religioso y divino, pues se trata de la Virgen María, de la Madre de Dios, que llora a su Hijo. Sólo esto puede explicar el que mueva a tan íntima devoción y que trascienda el simple arte, entrando en el vedado territorio de lo sobrenatural.

Enrique Castaños es Doctor en Historia del Arte

domingo, 1 de marzo de 2015

Artículo nº 54 / Sinopsis y comentario de Gösta Berlings Saga, de Mauritz Stiller (1924), por Enrique Castaños.



Gösta Berlings saga («La leyenda de Gösta Berling»), de Mauritz Stiller (1924).

 

Guión: Mauritz Stiller y Ragnar Hyltén-Cavallius, según la novela homónima de la escritora sueca Selma Lagerlöf, publicada en 1891.

Fotografía: Julius Jaenzon.

Interiores: Vilhelm Bryde.

Productora: Svensk Filmindustri.

184 m. Muda. B/N.

La película fue rodada durante casi seis meses en 1923 y presentada, la primera parte, el 10 de marzo de 1924, y la segunda parte el día 24 del mismo mes. En la versión rodada inicialmente por Mauritz Stiller, la primera parte tenía 2345 metros y la segunda 2189 metros. La versión vista por mí, y en la que me baso para escribir lo que sigue, es la copia restaurada en 1975 por el Svenska Filminstitutet (Swedish Film Institute).

 

Reparto:

Lars Hanson………………………..Gösta Berling.

Gerda Lundesquit (Lundeqvist)……Margaretha Samzelius, esposa del Comandante.

Greta Garbo………………………..condesa Elizabeth Dohna.

Ellen Hartman-Cederström………..condesa Martha Dohna.

Torsten Hammarén………………..conde Henrik Dohna.

Mona Mårtensson………………….Ebba Dohna.

Karin Swanström (Svanstrom)…….Gustafva Aurore Sinclaire.

Sixten Malmerfeldt (Malmerfelt)….Melchior Sinclaire.

Jenny Hasselqvist………………….Marianne Sinclair.

Otto Elg-Lundberg…………………Comandante Samzelius.

Svend Hornbeck……………………Christian Bergh, uno de los caballeros.

Hugo Rönnblad…………………….Beerencreutz, uno de los caballeros.

Sven Scholander……………………Sintram, uno de los caballeros.

Hilda Forslund……………………..Madre de Margaretha Samzelius.

 

Debe consultarse el importante ensayo del crítico sueco Bengt Idestam-Almquist (Turku, Finlandia, 1895 – Enskededalen, Suecia, 1983), titulado Cine sueco. Drama y Renacimiento (Buenos Aires, Losange, 1958; traducción de la edición italiana de Alberto Óscar Blasi). El capítulo XIV está enteramente dedicado a nuestra película. Me referiré a algunos de sus comentarios a lo largo de mi sinopsis del filme. Es posible―tomo el dato de la Stockholms Stadsbibliotek―que el libro sea el que se editó originalmente en Estocolmo en 1952, con una introducción de Victor Sjöström, con el título Classics of the Swedish cinemathe Stiller & Sjöström period (una prueba podría ser que, al referirse el mencionado crítico a otro filme anterior de Stiller, Herr Arnes Pengar, de 1919, dice en la página 167 que fue «realizado hace treinta y cuatro años»). Otro libro anterior muy destacado de este crítico (¿o se trata de la primera versión del mismo ensayo?) es el que se editó en Estocolmo en 1939, con el título Svenska filmens drama – Sjöström och Stiller. Al no ser la edición española una traducción directa del original, se aprecian numerosos errores sintácticos y gramaticales.

 

SINOPSIS Y COMENTARIO DE ©ENRIQUE CASTAÑOS.

 

La acción transcurre en la región sueca de Värmland, donde se sitúa el lago Löfven (Löven). El principal lugar de toda la acción es la gran mansión de Ekeby, rodeada de leyendas. La época es la de las guerras napoleónicas, a principios del siglo XIX, en torno a 1800-1804. La vestimenta de los personajes, los peinados y los muebles son de la época del Consulado y estilo Imperio. Se llegó a emplear un juego de café auténtico de 1820. No obstante, es cierto, como dice Bengt Idestam-Almquist, que la caoba de la época del Consulado y del estilo Imperio fue sustituida por la madera de abedul sueco. Ello no resta nada al logro de la ambientación. Para tener un modelo de referencia seguro, en relación con los muebles, vestimenta y peinados que observamos en la película, pensemos que muy buenos ejemplos podrían ser algunos cuadros del pintor Jacques-Louis David, tales como el retrato de Madame Raymond de Verninac (1798-1799), el retrato de Madame Récamier (1800), el retrato de Napoleón en su gabinete (1812) y el retrato de Madame Tangry y sus hijas, pintado ya en el exilio en Bruselas (1818).

A pesar de las críticas recibidas, las dificultades para adaptar una novela tan extensa como la de Selma Lagerlöf, eran muy grandes. De ahí el extraordinario ejercicio de síntesis de Stiller, que siempre consideró, además, al cine como un arte autónomo, en absoluto subordinado a la literatura. Más aún que en ésta, sus auténticas fuentes de inspiración son la pintura, la arquitectura y la música. No obstante, la presencia de la gran novelista sueca es indiscutible, quien, a su vez, debió sentir una profunda admiración por Guerra y paz de León Tolstoi, la inmortal novela del gran escritor ruso, fallecido en 1910, al año siguiente de que Selma fuese reconocida con el Premio Nobel, la primera mujer en recibirlo. Cuando Selma vio la película, no quedó satisfecha en absoluto, debido a los cambios introducidos por Stiller respecto del guión que la escritora había visto inicialmente y al que había dado su consentimiento. Por ejemplo, la discusión en el interior de la iglesia, cuando Gösta Berling es todavía párroco, disgustó profundamente a Selma Lagerlöf, «pero el filme ya había sido exhibido en todo el país, y no quise levantar un escándalo con mis protestas», escribió Selma en una carta, un extracto de la cual reproduce Bengt Idestam-Almquist en su ensayo (Cine sueco, pág. 216). La duración del filme es considerable, tres horas, y, sin embargo, Stiller no tiene más remedio que concentrar la acción en lo fundamental, sin olvidar, como nunca lo hace, el dibujo más exacto posible de los caracteres, a los que solía perfilar incluso en pocos segundos, sabiendo extraer aspectos escondidos inimaginables de un rostro. De nuevo la presencia de la naturaleza, de los paisajes nevados, de los árboles y del lago, es una de sus señas de identidad, así como del otro gran exponente del cine sueco del periodo mudo, Victor Sjöström. A pesar de esos cambios en el guión original, que tanto contrariaron a Selma Lagerlöf y que han sido criticados hasta la saciedad, es muy posible que la película de Mauritz Stiller continúe estando mucho más viva que la novela en la que se inspira. El propio Bengt Idestam-Almquist pondera sin ambages el guión original, afirmando «que no tiene parangón. Las escenas son tan fuertes y grandiosas, que el papel se dobla bajo su peso. Hay una explosión en cada página. Una tensión dramática sin igual. El interés no reside en los acontecimientos exteriores, sino en el alma de cada personaje. Se conmueven como volcanes. Son inspirados por fuerzas internas, ya hermosas, ya reprobables, según las situaciones, que les empujan como centellas. Sentimientos hermosos, heroicos, conmovedores, tiernos, excusables, edificantes. Pero también malvados, dañosos, odiosos, en su egoísta ambición. Fuerzas destructoras» (Cine sueco, págs. 214-215). Sin embargo, a continuación admite que este guión no era posible ser seguido al pie de la letra por Stiller, de tal modo «que lo que interesa a Stiller no es la interioridad de los personajes, sino su tipo exterior, los acontecimientos explosivos y pintorescos. Y estos tipos exteriores y las escenas cargadas de acontecimientos han sido vertidas con una fuerza impetuosa» (Cine sueco, pág. 215). Discrepo de esta opinión, en cuanto que la pintura de los conflictos internos de los personajes, sus caracteres y temperamentos, siguen poseyendo la preeminencia, sin obstáculo de integrarse magistralmente en el conjunto. Mauritz Stiller no podía hacer una película que fuese fiel por completo a la novela, que tiene entre quinientas y seiscientas páginas. Además, la autonomía de la obra de arte se lo impedía. Él no traiciona el espíritu de la novela, pero está obligado a efectuar un ímprobo ejercicio de síntesis. No obstante, los personajes principales, en absoluto quedan desdibujados; eso sí, es posible que sean más los personajes de Mauritz Stiller que los de Selma Lagerlöf. Pero esto es consubstancial a un gran artista.

 

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*Primera Parte / En la secuencia inicial, los doce caballeros que habitan la gran mansión de Ekeby, celebran la Navidad. Están alojados allí por expreso deseo de su dueña, Margaretha Samzelius, esposa del comandante Samzelius. Margaretha recibió ese legado (aunque todavía no se dice nada) de su antiguo amante, Altringer, ya fallecido. El testamento establecía que Ekeby fuese para ambos esposos, pero quien disponía en el lugar era Margaretha, cuyo apellido de soltera era Celsing. Stiller, igual que hiciera en su película Johan (1921), especialmente en la cabaña del viejo pescador durante las escenas finales, vuelve a filmar el techo, con sus vigas de madera, donde se encuentran los alegres bebedores. Su adelanto a Orson Welles en Citizen Kane (1941) resulta innegable en este aspecto de la concepción del espacio.

Durante la fiesta, uno de los caballeros, Gösta Berling, recuerda, a través de un prolongado flashback, los tiempos en que era pastor protestante de una parroquia, entregándose desordenadamente a la bebida, hasta que un día, después de un inspirado sermón en la iglesia, que arranca las lágrimas de algunas de las mujeres asistentes, de pronto, como intuyese que el propio obispo había asistido debido a las quejas contra él de parte de la feligresía, y como viese que la representación jerárquica estaba satisfecha, pero sin dejar de preguntar a la concurrencia si tenían algo que decir del pastor, entonces, Gösta Berling, ante el silencio general, se enfrenta inesperadamente con todos los asistentes, llamándoles hipócritas y diciéndoles en su propia cara que quién es el que se atreve a acusarlo de borracho. Sí, es un bebedor, y conforme salga de allí se encaminará a la taberna. La incredulidad inicial deriva en un tumulto que provoca incluso miedo en el obispo y sus acompañantes. A Gösta Berling algún que otro feligrés intenta arrojarle algo, pero él no ceja de despotricar y de gritar contra todos. Las consecuencias de su soflama enardecida son muy severas. Es expulsado del sacerdocio por sus superiores.

Consigue un trabajo como preceptor de Ebba Dohna, en la gran propiedad de Borg, en casa de la condesa viuda Martha Dohna, quien, desde su primera aparición en pantalla, tratando despectivamente a la servidumbre, es perfectamente retratada por el realizador. Gösta Berlin ha sido llamado por la propia Martha, quien ha urdido un plan maquiavélico para arrebatarle el gran dominio de Borg a Ebba, una hermosa joven, muy religiosa, que perdió a su madre hace algún tiempo. Lo que pretende Martha es que Ebba y Gösta se enamoren, de tal modo que, al comprometerse en matrimonio, Ebba perdería la finca de Borg, al casarse con un plebeyo. De ese modo, Borg iría a incrementar la herencia de su hijo único, Henrik. Parece deducirse que Ebba es hijastra de Martha (en la novela, Ebba es hermana de Henrik).

Henrik se ha casado en Italia, en la localidad de Ancona, con Elizabeth (ya veremos que ese matrimonio no es jurídicamente válido según las leyes suecas de entonces, por lo que tendrán más adelante que cumplimentar unas formalidades burocráticas), una hermosísima joven que no aporta dote alguna al enlace. De ahí el rechazo que provoca desde el principio en la interesada, mezquina y calculadora condesa Martha Dohna. Según el plan de ésta, Gösta Berling se enamora efectivamente de la dulce Ebba, prometiéndose y declarándose ambos su amor, especialmente Ebba a Gösta, en el parque de Borg, junto al monumento erigido en memoria de la madre de Ebba. Se abrazan con pasión verdadera, pero, inquiere Gösta, ¿cómo un sacerdote depuesto puede hacerle a una mujer semejante promesa?

Margaretha Samzelius es la mujer más poderosa de Värmland. Además de Ekeby, posee seis fundiciones. Con las grandes fiestas que periódicamente ofrecía, Margaretha brillaba en Ekeby. En los banquetes, siempre se presentaban sus doce caballeros para animar el ambiente. No puede dudarse de las resonancias simbólicas del número doce, no tanto en sentido veterotestamentario o evangélico, que no viene ahora al caso, sino en relación con los doce caballeros de la Tabla Redonda del ciclo artúrico, o en relación con los Doce Pares de Francia, por no hablar de que el Estado etrusco, anterior al dominio de Roma, estaba dividido en doce ciudades federadas, así como del hecho de que Rómulo, uno de los dos hermanos fundadores legendarios de Roma en 753 a. C., instituyó doce lictores, esto es, los oficiales que precedían a los principales magistrados de la antigua Roma, llevando un haz de varas (Juan-Eduardo Cirlot, Diccionario de símbolos, Barcelona, Labor, 1982, pág. 174). En uno de los banquetes, vemos a dos criados cuchicheando en un altillo. Hablan de que la posesión de Ekeby se debe a la generosidad de Altringer, el amante fallecido de Margaretha, algo que sabe todo Värmland. En su testamento, Altringer le dejó también siete fundiciones. Asimismo, corre el rumor de que el comandante Samzelius está al corriente de las antiguas infidelidades de su esposa.

En la siguiente toma vemos cómo Elizabeth aprecia sinceramente a Gösta Berling como profesor y amigo, estando ya prometido a Ebba. También Gösta Berling ha sido fugazmente su preceptor.

Elizabeth le extiende los brazos a Gösta Berling en la mansión de los Dohna

En una de esas deslumbrantes fiestas, Martha tiene la desfachatez de contarle sus mezquinos y egoístas planes para con Ebba a Elizabeth. Además, según el testamento (se supone que el del padre de Ebba; más extraño sería que fuese de la madre muerta; en cualquier caso, no se aclara en la película), para que Ebba herede Borg, tiene que casarse necesariamente con alguien de la nobleza. De ahí los tejemanejes para que se case con el plebeyo de Gösta Berling. Pero Ebba se acerca adonde se hallan sentadas ambas mujeres, y, sin que ellas la vean, escucha lo suficiente, quedando patente su dolor por el desengaño sufrido. Elizabeth se percata de su presencia, y, ante la altiva indiferencia de Martha, se presta voluntariosa a consolarla, siguiéndola hasta el carruaje de Henrik. Ambas se introducen solas en el interior y Ebba da la orden al cochero para que la lleve a su casa. Esta decisión ofenderá posteriormente a Martha, para quien Ebba no tiene derecho a coger por su cuenta el coche de su hijo. En el interior del carruaje, Ebba y Elizabeth conversan, especialmente la italiana, que consuela a la huérfana. Elizabeth le dice que está segura de que Gösta no sabe nada del plan urdido por Martha. Ebba le contesta que ha desperdiciado su amor por un hombre sin valor. Llegan a casa de los Dohna. Allí está Gösta Berling, en lo alto de la escalera. Las ve; comienza a descender y Ebba lo contempla desde abajo. «Esconder mi vergüenza; ése ha sido mi único crimen», le dice Gösta a Ebba. Casi enteros primeros planos espléndidos de Elizabeth, envuelta toda ella en un flou vaporoso, desdibujando suavemente los contornos, al modo del sfumato leonardesco, o de algunos retratos de la fotógrafa inglesa Julia Margaret Cameron del decenio de 1860. Por primera vez en la historia del cine, esta desconocida muchacha sueca, nacida en Estocolmo en septiembre de 1905 con el nombre de Greta Lovisa Gustafsson, y que sería mundialmente conocida muy pronto como Greta Garbo, aparece ante las cámaras, y lo hace emanando una belleza intemporal, misteriosa, melancólica, una extraña y ecléctica síntesis entre el clasicismo griego de la época de Pericles, los dibujos de Leonardo y algunos cuadros de los prerrafaelistas ingleses de la segunda mitad del siglo XIX, especialmente del que durante un tiempo fuese su jefe de filas, Dante Gabriel Rossetti. Se ha repetido hasta la saciedad, pero el descubrimiento de Mauritz Stiller fue sencillamente asombroso y único. Podía sentirse legítimamente orgulloso de haberlo hecho. En esta su primera actuación, la cámara de Julius Jaenzon logró unos planos de ella que justamente han pasado al archivo de la eterna belleza de las criaturas humanas, rozando esa belleza casi divina que tanto anhelaban los genios del Alto Renacimiento italiano, influidos o no por el pensamiento neoplatónico de Marsilio Ficino y de Pico della Mirandola. Gösta Berling debe marcharse, son las palabras de Ebba a Elizabeth. Ésta, por su parte, le ruega delicadamente a Gösta que no se vaya, pues todos gustan de su presencia. Maravillosa conversación, demasiado breve para tanta pasión escondida, entre Elizabeth y Gösta Berling al pie de la escalera. Los planos de Elizabeth se suceden, a cual más inefable. Gösta Berling reconoce delante de Elizabeth que ella ha deseado lo mejor para todos, pero que ya no hay vuelta atrás. Éste es su destino. Hermosísimos planos de ella, viéndosele la cabeza y los hombros, aquélla ligeramente ladeada hacia la derecha del cuadro, revelando una inesperada y excepcional fotogenia. «Ningún hombre que ama a una mujer, puede estar maldecido», le contesta Elizabeth, en alusión a su amor por Ebba. Con el cabello delicadamente rizado recogido por una cinta, según la moda de la época del Consulado, las facciones de la que está hablando, con sus finos labios, sus ojos lánguidos, párpados alicaídos, despejada frente, cuello esbelto como el de una diosa de Botticelli, mentón y mejillas suavemente modeladas, no pueden por menos que representar un ideal de perfección y de belleza, el ideal de Mauritz Stiller, irreal, casi incorpóreo, angelical, donde la definición sexual ha desaparecido ya, se ha vuelto etérea, evanescente, inconcreta, inmaterial. Ya tenemos aquí, en su primera película, a Greta Garbo, con apenas diecinueve años, en toda su imprecisa y escurridiza belleza, una belleza que, probablemente, no sería superada ni tan siquiera por ella misma en el futuro. Asimismo, los casi primeros planos de Lars Hanson en su papel de Gösta Berling son extraordinarios, revelando a un actor consumado. Al poco, llegan Martha y su hijo Henrik, prosaicos, interesados y vulgares en sí mismos, sin necesidad de compararlos con los otros tres personajes que los han precedido. Henrik, que ha oído algo de lo que decía su esposa, se dirige a ella diciéndole que está hablando de cosas de las que no entiende. Le estrecha la mano al preceptor y a continuación le exige a Elizabeth que pida perdón a Gösta Berling. El plano de Greta Garbo que surge ahora en la pantalla es inolvidable, de una incomparable belleza; no sabemos si estamos ante un ángel, una ninfa o una diosa. Su mirada es absolutamente romántica; su semblante, sublime. Henrik está humillándola. Insiste en que pida perdón al preceptor de Ebba y bese su mano. Advertido por su madre durante el trayecto de vuelta, el estúpido de Henrik, incapaz de pensar por sí mismo, intenta evitar que el sibilino plan de su madre, la condesa Martha Dohna, se venga abajo. Incluso llega a decirle inexplicablemente a su esposa que si lo que está buscando es que se bata en duelo con Gösta Berling. Henrik extrae una tarjeta de visita del interior de la chaqueta, pero, entonces, Elizabeth reacciona con resolución: se la arranca de las manos y la rompe, arrojando los trozos al suelo. La italiana se dirige a Gösta Berling, quien contempla atónito e indignado cómo madre e hijo están rebajando a tan noble y delicada criatura. Elizabeth, sin embargo, le suplica que le acerque su mano, a fin de besarla y pedirle perdón, demostrándoles así, le dice, que debe ser obediente. Pero es ella la que extiende sus hermosos brazos, ofreciéndoselos a él, quien le besa apasionadamente las manos. Inmediatamente después de esta acción, Gösta Berling abandona la casa de los Dohna, permaneciendo Elizabeth sentada―pues sentada le tendió sus brazos al hermoso joven―, doblando ligeramente el cuerpo hacia un lado. Fundido en negro.
 
Elizabeth le extiende los brazos a Gösta Berling en la mansión de los Dohna

Fue después de este incidente, que Gösta Berling convirtióse en caballero de Ekeby. Hasta aquí ha llegado el flashback en el que ha recordado su pasado. De nuevo volvemos al principio del filme, cuando los caballeros descansan ebrios y agotados de la celebración navideña, en la que se han divertido mucho, pero también se han asustado, sobre todo cuando Sintram, en secreto y a instancias de Gösta Berling, aparece por entre unos escombros, rodeado de pequeñas explosiones de fuego, convertido en demonio, convocado teatral y declamatoriamente por Gösta, que logra engañar y asustar a sus conmilitones de correrías. Cuando le arranca el disfraz de la cabeza, todo queda en un susto, que se disipa pronto una vez que Beerencreutz entona una canción acompañado de la guitarra. Pero todo eso ha sucedido antes de la remembranza de Gösta Berling, quien, después de tan prolongado recordatorio, se incorpora. Su estado de ánimo roza la desesperación. Por un instante, su mente evoca la promesa que le hizo en el parque de Borg a Ebba. Extrae de su bolsillo una carta de Elizabeth, en la que le informa que para Ebba todo se derrumbó una vez que él la dejó. Llegó a decir que había dedicado su amor a quien no se lo merecía, palabras que repetía frecuentemente durante su enfermedad, una neumonía. Al fin, escribe Elizabeth en su corta misiva, Ebba ha muerto. Y termina: «Estas son las tristes noticias que le envío. Elizabeth». La desesperación de Gösta Berling se acrecienta. Decide suicidarse, pero antes escribe sobre el muro una suerte de testamento-despedida: «Aquí yace el caballero Gösta Berling, párroco depuesto, acusado de haber destruido aquello que más quería en el mundo». En el último instante, cuando ya sostiene con una de sus manos la alargada pistola, irrumpe de improviso la Comandante, Margaretha Samzelius, que le detiene y lo arroja vehementemente a un rincón, indignada por su comportamiento atolondrado e inmaduro, propio de un adolescente y no de un hombre hecho y derecho como él. Evócale entonces cuando era Margaretha Celsing, una mujer hermosa a la que todos los hombres deseaban. « ¿Sabes, le dice, que amé y fui amada? » Pero como su amado Altringer era pobre y desconocido, su madre no aprobó la relación, obligándola a casarse con el Comandante Samzelius. Años después, volvió Altringer, rico y poderoso. Se convirtió en señor de Ekeby, continúa relatándole, llenando de alegría mi vida. Pero pronto comenzaron a hablar de mi relación con él, hasta que los rumores llegaron a mi madre, que un día vino a verme. En mi propia casa me llamó adúltera, y yo entonces la eché. El encaramiento entre madre e hija que Margaretha le narra a Gösta Berling, puede verlo en un flashback el espectador (la breve escena transcurre en el vestíbulo de la casa de Margaretha). Pero antes de arrojarla de su casa, Margaretha le reprocha a su madre que la obligase a casarse con Samzelius sólo por su dinero y posición. En el momento de abrirle la puerta de la calle, le dice con energía y firmeza que no será más su hija ni ella su madre. Ambas salen fuera, y, ya montada en su calesa, la madre la maldice, propinándole una bofetada. Margaretha se atreve a zarandearla e incluso atisbamos un amago de devolverle el cate. Aquí finaliza el flashback en el que Margaretha le ha sintetizado su pasado a Gösta Berling. La acción vuelve a la realidad. Después de ese breve relato, sus primeras palabras para su oyente es que, desde ese incidente con su madre, supo que Margaretha Celsing había muerto para siempre. Si hubiese estado realmente viva, no se habría comportado así con su propia madre. Se lamenta profundamente de haber renegado de ella. Gösta Berling la ha escuchado atónito. Ella ha estado todo el tiempo delante de la chimenea, mientras que los caballeros dormían desparramados, en cualquier sitio, la borrachera. « ¿Es que por tener marido y ser la esposa de Samzelius estaba viva? No». Gösta Berling reacciona, contestándole que la vida debe ser vivida y continuar adelante.

Después de esta intensa secuencia, la narración continúa con las fiestas que, sin interrupción, se suceden en Ekeby. En una de ellas, durante una representación teatral de tema español y vestimenta andaluza, Marianne Sinclaire, una vez bajado el telón, besa en la boca a Gösta Berling, improvisados actores los dos que han suscitado la admiración del público asistente. Pero Sintram, maliciosamente, sube de nuevo el telón, cuando todavía están besándose, aunque la concurrencia, entre la que se encuentra el padre y la madre de Marianne, piensa que se trata de la última escena de la obra. Los dos amantes disimulan, diciéndose que deben continuar, pues de ese modo creerán todos que el beso formaba parte del guión. A Melchior Sinclaire, el padre de Marianne, no le ha hecho ninguna gracia, pero se hace el desentendido ante el general aplauso. El telón vuelve a bajarse, y es entonces cuando Gösta Berling le reprocha suavemente su acción a Marianne. Ésta se aleja seria y disgustada. Es evidente que se siente atraída por él. La diversión continúa, y otra vez Sintram, de nuevo con malicia, pregunta en voz alta, delante de Melchior, si ese beso estaba en el guión. El padre lo comprende todo. Enfurecido y herido en su orgullo, ordena a su esposa abandonar la fiesta y regresar a su casa. Marianne quiere seguir a sus padres, pero Melchior hace arrancar el trineo, dejándola atrás. Marianne corre tras ellos, pero el padre continúa sin volver la vista atrás, mientras la madre permanece impotente y embargada por la pena.

La acción vuelve a Ekeby, donde al caballero Christian Bergh, completamente borracho, en el fondo enamorado de la señora y dueña del lugar, Margaretha, se le escapan palabras ofensivas para ella, pues proclama públicamente, delante de Samzelius, que Altringer fue su amante, dejándole, antes de morir, las fundiciones como cuantiosa herencia. Inmediatamente se arrepiente de sus palabras y le pide perdón de rodillas, justificándose en que está beodo. Pero el daño, aunque involuntario, está ya hecho. Entre Margaretha y su marido tiene lugar una fuerte discusión delante de todos. Los reproches son mutuos. Él termina conminándola a que se marche de Ekeby, que es tan suyo como de ella. « ¿Es que pretendes echarme de mi propia casa? », le contesta Margaretha. Pero el marido permanece obstinado e impasible. Margaretha, entonces, muy fugazmente, recuerda la discusión con su madre, la bofetada que le propinó y cómo la maldijo. Abatida, encorvada, aparentemente vencida, abandona Ekeby. Cuando sale, no sin antes suplicarle de nuevo perdón el bonachón de Christian Bergh, los caballeros, liderados por Gösta Berling, se enfrentan a Samzelius. Éste hace entrega de la mansión a los caballeros, para que así destruyan la herencia de Altringer. Gösta Berling, muy teatralmente, como siempre, se sube a una mesa, copa de champagne en mano, y proclama solemnemente el fin de Ekeby, abriendo los brazos, moviendo la cabeza de un lado para otro y arrojando con fuerza finalmente la copa al suelo, en señal de conclusión definitiva. Así termina la primera parte de la película, de una hora y media de duración.

 

 

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*Segunda Parte / Después de un brevísimo resumen del fin de la primera parte, la segunda parte comienza con la salida de Gösta Berlin en busca de Marianne Sinclaire. Ésta llama impotente y desesperadamente a la puerta de su casa, pero su padre no permite que se le abra. Ante la negativa, Marianne se aleja profiriendo amenazas. Traspasa la puerta de la verja y se deja caer agotada y abatida en el denso manto de nieve, quedándose dormida. Cuando llega Gösta Berling, la halla en el mismo sitio. Marianne se despierta, al acercarse él y cogerle la cabeza. Se besan. Gösta le dice que estaba buscando a la nueva señora de Ekeby, pero que acaba de encontrarla: es ella. Le promete honrarla y respetarla. La conduce hasta el trineo y se marchan juntos.

Por su parte, la humillada Margaretha se encamina hacia la casa de su anciana madre.

Gösta Berling y Marianne Sinclaire llegan a Ekeby. Ella se siente libre de cualquier atadura. Ahora son ellos los señores del emblemático y legendario lugar. Marianne le declara su amor, pero al poco tiempo cae enferma. El médico acude de inmediato, y al salir de la habitación Gösta solicita su discreción.

Margaretha, después de vagar días y noches, llega hasta la cabaña de madera, en medio del bosque, donde vive su anciana madre. Entra y la halla trabajando duramente, con enorme esfuerzo. El recibimiento de su madre es frío. Sólo le indica que la ayude. La hija se desprende del pesado abrigo y se dispone a secundarla a mover un gran torno. Sin embargo, antes de que pueda hacerlo, su madre cae desfallecida. Margaretha la recoge con cariño, la acuesta y la cuida. «Ahora―dice la madre en su lecho de muerte―comprendo por qué Dios me ha permitido vivir tanto». Margaretha le suplica que reniegue de la maldición que una vez echó sobre ella. Entonces, la madre le inquiere si se ha arrepentido de sus pecados. La hija es sincera; le contesta que no. Rememorando las palabras bíblicas, la madre responde: «Si tu mano comete pecado, arráncatela y arrójala al fuego». Ante el lecho de muerte de su madre, Margaretha promete solemnemente: « ¡Voy a completar mi sacrificio: expulsar a los caballeros y destruir Ekeby! » Después de pronunciadas esas amenazadoras palabras, su madre expira. La maldición que un día profiriese sobre su hija, no ha sido revocada.

En Ekeby, semiabandonado, los caballeros continúan divirtiéndose, pero Gösta Berling no tiene ánimo para ello. Marianne continúa enferma.

Esa misma noche, Henrik Dohna recibe en Borg una carta perturbadora, enviada por el vicecónsul sueco de Ancona, quien le comunica que su pretendido enlace matrimonial en Italia no es válido según las leyes de Suecia, por lo que le envía unos documentos que deben ser cumplimentados y firmados por ambos cónyuges, en presencia de dos testigos. De ese modo, el matrimonio tendrá plena validez. Aquí podríamos recordar el deslumbrante y erudito comentario de Erwin Panofsky, publicado originalmente en 1953, a propósito de la tabla de roble de Jan van Eyck titulada El matrimonio Arnolfini, pintada en 1434 y guardada en la National Gallery de Londres. El gran historiador de Hannover nos recuerda que, antes de 1563, esto es, con anterioridad al Concilio de Trento, «dos personas podían concluir un matrimonio perfectamente válido en completa soledad. A partir de entonces la Iglesia requirió la presencia de un sacerdote y dos testigos; pero incluso hoy el sacerdote actúa no como dispensador del sacramento, como en el caso del bautismo o de la confirmación, sino simplemente como un testis qualificatus». De ahí la originalísima firma del autor, «Johannes de Eyck fuit hic», esto es, «Jan van Eyck estaba allí», así como el reflejo en el espejo del fondo de los dos testigos, que se hallan en el umbral de la puerta, uno de los cuales es el propio pintor. Es decir, que además de un doble retrato, el cuadro es también un certificado de matrimonio (Erwin Panofsky, Los primitivos flamencos, Madrid, Cátedra, 1998, págs. 202-203). Estoy convencido que Mauritz Stiller era tan sensible, exquisito, refinado y amante de la verdadera belleza como Jan van Eyck, aunque no tan culto, si bien Henrik Dohna sí que es mucho más prosaico y vulgar que Giovanni Arnolfini, el comerciante italiano sin parientes cercanos en Brujas. Continuando con nuestra historia, la carta desde Italia le llega a Henrik justo cuando tiene invitados en casa, entre ellos los padres de Marianne Sinclaire. Martha Dohna entra donde está su hijo, apremiándolo a salir y atender a los invitados, pero él le pone al corriente del contratiempo, echándoles las culpas a las negligentes e ineptas autoridades italianas. No tiene más remedio que resolver el asunto un poco más tarde. Elizabeth se muestra muy amable con Melchior Sinclaire, que continúa sin perdonar a su hija, aunque su esposa, Gustafva, lo disculpa y justifica ante Elizabeth, comentando que actúa así por orgullo, pero que quiere a su hija tanto como la quiere ella, su madre.

Entretanto, Margaretha, enfurecida y fuera de sí, con espíritu vengativo, arrastra con su verbo poderoso al populacho de Ekeby para que la acompañen y prendan fuego a la mansión. «Hoy mismo, proclama, los caballeros serán destruidos y mi vergüenza sofocada».

En la fiesta, la malévola Martha Dohna trata de humillar a Elizabeth, insinuando que se comenta que ella estaba enamorada de Gösta Berling cuando fue su preceptor.

En la siguiente escena, Gösta Berling, en Ekeby, se encamina a una habitación del palacio para visitar a la enferma Marianne, descubriendo estupefacto que tiene el rostro desfigurado por la viruela. No obstante, Gösta insiste en permanecer a su lado. Marianne le recuerda que para él siempre fue importante la belleza y que sin ella no puede vivir. Son palabras que evocan sin duda al gran poeta inglés John Keats (1795 – 1821), cuando escribía que todo lo que es belleza es verdad y que todo lo que es verdad es belleza. Marianne termina rechazándolo para no comprometerlo.

Mientras los caballeros duermen, se acerca Margaretha con una nutrida turbamulta a Ekeby. Da órdenes de que los caballeros sean atados, montados en trineos y trasladados a un lugar seguro. Presa de una venganza incontenible, como enloquecida, ordena al populacho que prenda fuego a las edificaciones. Durante bastantes segundos Mauritz Stiller vuelve a repetir la hazaña lograda en Herr Arnes Pengar (1919), cuando, desde un lugar próximo, los asistentes a una celebración ven una densa humareda saliendo a lo lejos de la vicaría de Solberga, donde vive Sir Arne con su familia. El ajetreo subsiguiente, con caballos y personas pasando literalmente delante de la cámara, entrecruzándose, corriendo en direcciones opuestas, es una de las escenas más memorables de la historia del cine, de esas que se convierten en eternas. Con poquísimos elementos, Stiller logró entonces una sensación de caos, de agitación y de movimiento, durante menos de un minuto, como no se ha conseguido nunca después ni casi con total seguridad pueda volver a obtenerse. Es innegable que esas inmarcesibles imágenes están muy presentes en el incendio de Ekeby. En el caso del incendio por los tres forajidos escoceses de la vicaría de Solberga, inmediatamente después de haber perpetrado una horrible carnicería, de la que sólo se salva Elsalill, Stiller no nos muestra la catástrofe; mostrará la casa del párroco en llamas, posteriormente, en un flashback, así como el espantoso crimen de la queridísima hermana de Elsalill, la también joven doncella Berghild, por Sir Archie, precisamente el hombre del que Elsalill llegará a enamorarse. El vil apuñalamiento será recordado más adelante por Elsalill―pues ella estaba escondida y pudo ponerse a salvo, aunque lo vio todo―, cuando ya haya empezado a cortejarla Sir Archie. Al no mostrar, en un primer momento, el horrendo crimen y el incendio de la vicaría, y pasar de la descrita escena de agitación a la de los criminales, en el atrio de la casa de Sir Arne, disponiéndose a huir con el tesoro, Stiller logra la que quizá sea la elipsis más excelsa de la historia del cine. La celebérrima de Stanley Kubrick en 2001: A Space Odyssey (1968), resulta casi fatua en comparación con la inmarcesible poesía pura que destila Mauritz Stiller en Herr Arnes Pengar. Ahora, en Gösta Berlings saga, no llega tan alto en la escena del incendio, no es un pájaro solitario como lo fue pocos años antes, pero sigue siendo un consumado maestro, capaz de crear auténtico arte, del más grande. Lo inaudito de lo obtenido en 1919 es que lo hiciese con tal economía de medios: cómo puede lograrse tanto con tan poco. Ahora dispone de más personajes, muestra visualmente el incendio desde el primer instante, pudiendo contemplar el espectador cómo Ekeby es devorado por lenguas de fuego, como una Sodoma o una Gomorra bíblica. Los personajes están asimismo atareadísimos, acercando las teas encendidas a todas las esquinas, sacando fuera y atando a los caballeros, en el gran patio de entrada, corriendo de un lado para otro, mientras Margaretha, como una Hécuba griega, no se sacia en su afán de venganza. Si no alcanza esta memorable secuencia la elevación estética anterior, es por la extrema condensación lograda en la película de 1919. Ahora la cámara de Julius Jaenzon se detiene más; todo resulta más explícito y prolijo. Pero no deja de ser sublime. Stiller ha demostrado manejar a las masas con más eficacia que los grandes cineastas soviéticos, incluido el genial Sergei Eisenstein. La modernidad de Stiller es asombrosa, portentosa. Llega en toda su plenitud hasta este canto de cisne de 1924 que es Gösta Berlings saga, rodada en 1923. El incendio de Ekeby  (del palacio sólo se había levantado una elegante fachada) tiene lugar delante de los estudios de Råsunda, construidos en una granja de avestruces abandonada, en el área metropolitana de Estocolmo. La productora Svenska Biografteatern había comprado los terrenos en febrero de 1919, siendo diseñados los nuevos estudios por el arquitecto Ebbe Crone. En diciembre de ese mismo año nace la gran productora Svensk Filmindustri, por la fusión entre la Scandia Company y la Svenska Biografteatern. Será esta gran productora, mencionada al principio en la ficha técnica, la Svensk Filmindustri, la responsable de la película de Stiller que estamos describiendo. Todavía en 1957, el gran director sueco Ingmar Bergman rodó durante treinta cinco días en los estudios de Råsunda su obra maestra El séptimo sello.

El crítico Bengt Idestam-Almquist escribe que, durante el rodaje del incendio de Ekeby, Mauritz Stiller se encontraba como «en estado hipnótico». El incendio fue rodado durante una noche y «Stiller entró en éxtasis». Dirigía la escena de masas y «gozaba del efecto como nunca había gozado antes». «El ala del castillo donde habitaban los “caballeros” había sido empapada con bencina y a lo largo de las paredes se habían pegado películas. Cuando se incendiaron, parecían verdaderas lenguas de fuego» (Cine sueco, págs. 224-225).

El incendio ha sido provocado sin que Margaretha supiese que Marianne Sinclaire está dentro, convaleciente en una de las habitaciones. De pronto, en medio de la general confusión, Gösta Berling se acuerda de ella, introduciéndose sin vacilar en el interior del edificio en llamas, con riesgo de su propia vida. Las tomas que vienen a continuación son auténticamente magistrales. Marianne logra salir de su estancia, pero la densa humareda la desorienta por entre el dédalo de aberturas, escaleras y corredores. Finalmente, se derrumba agotada en los escalones de la escalera principal. Su vida corre un peligro extremo, pues puede morir de un momento a otro por la inhalación del humo. Gösta Berling, con un arrojo y valentía admirables, sin importarle nada, la busca desesperadamente. Por fin la halla desvanecida, la coge en brazos, sortea las múltiples caídas de elementos en llamas de la fábrica, y consigue salir fuera poniéndola a salvo. El padre de Marianne estaba ya en el patio anhelante, ansioso por ver a su hija libre de peligro alguno.

Pero nos hemos adelantado. Habíamos dejado a Margaretha ir de un lado para otro, rabiosa y enloquecida, con su pesado abrigo y una tea ardiendo en una mano, dando órdenes con extrema energía y determinación. Los caballeros salen despavoridos y van siendo atados, especialmente Christian Bergh, que es introducido en un trineo, aunque posteriormente conseguirá librarse de sus ligaduras con un cuchillo. Gösta Berling colabora con noble y decidido desinterés en poner a los caballeros a salvo, despertándolos y sacándolos del interior. La chusma comienza a huir, asustada de las consecuencias de su acción irracional. Desde la casa de Martha Dohna, en la que hay numerosos huéspedes, se ven las densas sombras de humo del incendio, como desde el albergue en Herr Arnes Pengar se ve el humo de la vicaría de Solberga. Desconcierto y alarma general entre los invitados de los Dohna, entre los que están los padres de Marianne. La madre de ésta, Gustafva, le dice muy asustada a su marido que su hija está dentro. Melchior no lo sabía. Es entonces cuando reacciona como padre, cuando todo su anterior orgullo desaparece, acudiendo veloz en un trineo a salvar a su hija. Es entonces cuando Gösta Berling se acuerda de Marianne, ocurriendo la extraordinaria secuencia que acabamos de narrar.

En el exterior, suceden otros acontecimientos. Acuden nuevos lugareños, acompañados del bailío, esto es, de la máxima autoridad de la zona (una especie de alguacil con poderes policiales y jurisdiccionales, cargo que se remonta a la época medieval; también aparece una figura semejante, el rencoroso pretendiente de la rica viuda Halla, en Berg-Ejvind och hans hustru―«Berg-Ejvind y su mujer» o «Los proscritos»―, extraordinaria película de Victor Sjöström estrenada en 1918). Margaretha no se arredra y se enfrenta con decisión al bailío. Los caballeros, inexplicablemente en apariencia, aun después de lo que ella ha provocado, la defienden (en realidad están fascinados por la energía y resolución de esta mujer), pero ella no se lo agradece a sus espontáneos intercesores. Les espeta que cuando su marido la expulsó de Ekeby, no movieron un dedo en su favor. Que no se preocupen, que sabe defenderse sola. Se va del lugar. En este momento, llega Melchior preguntando por su hija Marianne. Con sus propios ojos puede ver cómo es salvada por Gösta Berling. La conduce hasta su padre, que la arropa una vez ha sido sentada en el trineo; padre e hija se abrazan completamente reconciliados. Melchior le dice con todo su cariño que nunca más la dejará. Ambos vuelven a abrazarse, pero, entonces, Marianne se levanta y le agradece a Gösta Berling lo que ha hecho por ella. El padre los mira enternecido. Marianne se despide de Gösta. La aventura entre ellos, le dice con extrema delicadeza y agradecimiento, ha terminado para siempre. Él le responde como un auténtico caballero, pero como un caballero del Medioevo, de la Edad de Oro de la caballería, durante los inolvidables siglos XII y XIII, cuando podía hablarse, como escribió Novalis en los albores del Romanticismo, de Europa o la Cristiandad: «He cumplido con mi deber; el caballero se siente dispensado». De nuevo, impresionantes imágenes de Ekeby ardiendo entero, por los cuatro costados. Marianne permanece por un momento anhelante al marcharse Gösta Berling.

La siguiente toma es en casa de Martha Dohna, para que el espectador sepa qué está sucediendo allí mientras tanto. Elizabeth se ha hecho cargo de tranquilizar a Gustafva, la madre de Marianne. La bella italiana desciende la escalera, y, por un instante, evoca en su memoria (a través de un flashback) el suceso durante el cual Henrik trató de humillarla ante Gösta Berling, y cómo éste besóle tan ardorosamente sus frágiles manos. El desasosiego de Gustafva tiene que ver también con el hecho de que teme que su marido, Melchior, intente hacerle daño a Gösta Berling, ignorante de lo que en realidad ha sucedido. Es por eso que Elizabeth se decide a ir en busca de Gösta Berling, a fin de prevenirlo. Se la ve avanzar solitaria, caminando, envuelta en su grueso abrigo negro, por la helada superficie del lago Löfven.

El flashback que acabo de mencionar, que se produce mientras Elizabeth desciende por la escalera principal de la mansión de los Dohna, me sirve para hacer una aclaración. Bengt Idestam-Almquist afirma en su ensayo (pág. 219) que cuando los Sinclaire divisan el incendio de Ekeby, se hallan en su propia casa, en Berga (este topónimo no aparece ni una sola vez en la película, aunque es fácil confundirlo con Borg, que sí es la residencia de los Dohna), teniendo como huéspedes a los Dohna. Las imágenes parecen demostrar lo contrario. Desde la secuencia en que Martha apremia a su hijo Henrik a que atienda a sus invitados y deje momentáneamente el asunto del papeleo relativo al casamiento, no parece haber habido ninguna variación de lugar en cuanto a dónde se encuentran los Sinclaire. Éstos están, indiscutiblemente, en casa de los Dohna. Además, la posición que ocupa Gustafva en lo que parece ser un sofá más que un canapé (la diferencia entre ambos muebles de asiento estriba en que en el sofá la tapicería recubre totalmente la estructura; véanse sendos términos en John Fleming y Hugh Honour, Diccionario de las artes decorativas, Madrid, Alianza, 1987, págs. 148-149 y 789), sentada junto a otras tres damas, apretada y un tanto incómoda, denota que no se trata de la dueña de la casa. Su marido, enfrente de ella, juega en una mesa a las cartas, y es atendido solícita y cariñosamente por Elizabeth de tal modo que también resulta evidente que Elizabeth, como miembro de la familia Dohna, es, asimismo, anfitriona. Pero la prueba concluyente, a mi modo de ver, es que cuando Melchior ha salido ya hacia Ekeby en busca de su hija Marianne, y vemos a Elizabeth tranquilizar y arropar a Gustafva, que intenta descansar un poco, al salir del dormitorio y dirigirse hacia la escalera, en la mediación del descenso le sobreviene el recuerdo que hemos mencionado, insertado en forma de flashback. Si comparamos ambas escaleras, la que en este momento está bajando Elizabeth y la que evoca en su imaginación al acordarse de aquella escena con Gösta Berling en que él le besa sus manos extendidas, no podemos dudar de que se trata de la misma escalera, por lo que sólo podemos deducir también que Gustafva se ha acostado en un dormitorio de la casa de los Dohna, esto es, en Borg. La apretada síntesis del argumento proporcionada por Bengt Idestam-Almquist en su ensayo, parece ser víctima aquí de una confusión, a la que tampoco hay que conceder mayor importancia. Sólo que he considerado oportuno aclarar la secuencia de los hechos según mis propias conclusiones y rectificar lo que creo es un error.

De nuevo, otra toma de Ekeby devorado lentamente por las llamas insaciables. Gösta Berling se despide de Ekeby, afirmando que se trata del fin de ese lugar legendario. Sale montado en su trineo, en cuyo respaldo observamos un hermoso dibujo. La edificación se derrumba. Maravillosa toma de Melchior conduciendo a su hija a través de la nieve, a la vez que la serena, pues le dice que su madre está a salvo en casa de los Dohna.
 
Elizabeth durante la secuencia de la persecución de los lobos

De nuevo, otra toma extraordinaria: Elizabeth, de espaldas, alejada del primer plano de la pantalla, avanza caminando por el sombrío y desierto lago helado. Es una sombra negra moviéndose en medio de la superficie blanca, atravesada de enormes manchas oscuras. El trineo de Gösta Berling la alcanza. En ese momento, el plano está perfectamente construido: ella, a la izquierda; el trineo, a la derecha, quedando justo en medio del cuadro, en el eje central, ligeramente desplazado hacia arriba. Elizabeth vuelve la cabeza y lo mira en medio de tanta soledad, lo mira arrebatada, contenida en su pasión. Gösta Berling, tan resuelto como siempre, le pregunta qué hace allí. Ella, por pudor, no le dice la verdad: estaba observando el fuego de Ekeby y los demás que la acompañaban la han dejado rezagada. Es muy difícil que un hombre de mundo y experimentado como Gösta Berling, que conoce bien a las mujeres, pueda creerse esas inocentes palabras. Le responde diciéndole que si permite que un humilde caballero la escolte hasta su casa. Ella se sienta en la parte delantera del trineo; él, detrás, conduciendo y sosteniendo las riendas del único caballo que lo arrastra. Magnífico travelling. Elizabeth comienza a inquietarse. Estamos asistiendo a una de las secuencias más extraordinarias jamás filmadas, otra secuencia que resistirá enteramente viva el paso de los siglos y de los milenios, y que será para siempre patrimonio visual universal de los hombres sensibles a la belleza. La inquietud de la condesa está justificada por el hecho de que el trineo está siendo conducido en dirección opuesta a Borg, que es adonde debe dirigirse. Pero Gösta Berling sabe que una manada de hambrientos lobos se acerca amenazadora. Como ella vuelve a insistir en que debe dar la vuelta, Gösta Berling responde con ironía desconcertante, sin dejar de mirar de un lado a otro, presintiendo el peligro inminente: « ¿Tiene miedo, dulce señora? » Vuelve a azotar con fuerza al caballo, a fin de que galope más deprisa. « ¿No es un magnífico paseo? … ¿No es tan rápido Don Juan como el viento? » (Don Juan es el caballo, pero el nombre tiene aquí un irónico doble sentido evidente) «Nadie sabe que he salido para encontrarle», le contesta Elizabeth. Maravillosos planos de la cabeza levemente agitada de Greta Garbo, cubriendo casi toda la pantalla. «Después del lago Löfven está el lago Vänern, y, más allá, el mar, y después del mar está el mundo entero», le responde Gösta Berling a la angustiada Elizabeth. Pero ella, en el fondo, no tiene miedo; se siente segura junto al hombre que ama: « ¿Cree que tengo miedo de los caprichos de un caballero loco? … ¡Soy la esposa de otro! ¡Deténgase! » Ante tanta insistencia, que incluso se traduce en intentar coger las riendas y detener el trineo, Gösta Berling le contesta por fin si no ha visto quiénes son sus perseguidores, una manada de seis o siete lobos hambrientos. Entonces ella comprende de pronto el comportamiento del caballero. Impresionantes imágenes del frágil trineo perseguido por los lobos implacables. «Puede confiar en Gösta Berling; él la llevará a su casa». Por dos veces, Elizabeth les arroja a los lobos algo con lo que entretenerlos y demorarlos, probablemente mantas o ropas de cuero. Finalmente, logran escapar sanos y salvos. La carrera ha sido frenética. Cada vez que vuelve a verse, se acrecienta la convicción de que John Ford debió estudiarla detenidamente cuando rodó la célebre persecución de la diligencia por los indios en Stagecoach («La diligencia», 1939). Los lobos, cuenta el crítico Bengt Idestam-Almquist, eran en realidad unos perros lobos, propiedad de un tal señor Svensson, director de una fábrica, a quien Greta Lovisa Gustafsson había conocido cuando trabajaba en la casa de un peluquero. Se pidieron los animales «en préstamo al señor Svensson, para que hiciesen de lobos en la pantalla. La cola de los perros fue alargada y aumentada en su peso con plomo, para que tuviesen apariencia de verdaderos lobos. Dado el peso del plomo, no pudieron agitar la cola en signo de alegría, costumbre que a los lobos les es desconocida» (Cine sueco, pág. 224). Al aproximarse a Borg, ella le dice que no es necesario que continúen juntos, que irá sola lo que queda de trayecto. Están en medio de una enorme y rectilínea alameda de árboles cubierta de un grueso manto de nieve. Él le besa las manos, mientras ella cierra los ojos con inmenso placer y escondido amor. « ¿Podrá perdonarme? », le dice Gösta Berling. «Señor Berling, siempre creí en usted y continúo creyendo», contesta Elizabeth. Magnífico plano de ella, con la cabeza y los hombros, en el centro del eje, en una composición piramidal como Jesús en la Última Cena de Leonardo. Se miran embelesados. «Vuelva a Ekeby y reconstrúyalo…Regrese y sepa que siempre lo consideraré como un hombre de verdad». Vuelven a estrecharse las manos, se aproximan el uno al otro, pero ella retira la suya y se marcha por la inmensa alameda vacía cubierta de nieve. Mientras, él la observa alejarse hacia el fondo de la profunda perspectiva. Por la mañana, Gösta contempla solo las ruinas de Ekeby.

Mansión de la condesa Martha Dohna. Madre e hijo preparan los documentos matrimoniales para la firma. Por un momento, Elizabeth duda: con una de sus manos, entrelazadas y circundadas por un iris que ocupa todo el centro de la pantalla, comienza a desprenderse del anillo de casada colocado en el dedo anular, pero no termina su acción y lo deja donde estaba. La cámara asciende lentamente hacia su cabeza, que ahora reposa entre sus manos juntas. Bellísimo plano de Elizabeth, pensativa, dubitativa, delicadamente triste al acordarse del hombre a quien ama. Entra la suegra en la estancia y le pregunta si ha sido avisada por Henrik de que tiene que firmar los documentos. El matrimonio Sinclaire aún continúa en casa de los Dohna. Maliciosamente, Martha le comenta a Elizabeth si la pasada noche ha tenido un acompañante que la ha conducido hasta su casa. Elizabeth se levanta sobresaltada. La perversa y astuta mujer continúa su farsa, asegurándole que no tema nada, que no se lo contará a nadie. En la gran sala, con una amplia mesa en el centro, donde deben firmarse los documentos, entran Elizabeth y Martha, cada una por una puerta distinta. En el interior de la habitación estaba ya Henrik, esperando intranquilo. Uno de los testigos es Gustafva Aurore Sinclaire. Ésta y Martha se sientan, frente a frente, en los extremos de la mesa. Elizabeth, ajena a todo lo que está sucediendo, permanece de pie, junto a Henrik, ambos detrás de la mesa, él en el centro y ella a la derecha del cuadro. Henrik manifiesta que se precisa un segundo testigo. Elige al fiel mayordomo, Andersson. En cuanto a Gustafva, es testigo como pariente más próximo. Cuando ya ha sido llamado el mayordomo, y después de que Henrik culpase de mentirosas y negligentes a las autoridades  burocráticas italianas, que han permitido por tanto tiempo que se mantuviese una situación irregular entre los esposos, firma el documento. Pero al entregarle la pluma a Elizabeth para que, a su vez, firme el pliego, se levanta inesperadamente Martha e inquiere con hipócrita y malicioso semblante si no sería conveniente preguntarle a Elizabeth si desea continuar con la formalidad del casamiento. Gustafva Sinclaire se queda perpleja; Henrik, con su cara de bobo, como alelado, está claro que no se entera de nada. Martha Dohna vuelve a insistir: « ¿Te acusa tu corazón de pecar, Elizabeth? » En esto llega el mayordomo, pero Henrik le ordena que abandone inmediatamente la habitación, a lo que Andersson responde con una profunda inclinación y retirándose. Gustafva se levanta y se acerca hacia Elizabeth, en actitud protectora. Gustafva le pregunta desafiante a Martha que qué es lo que está maquinando. Sea lo que sea, en cuanto esté de su parte, tratará de impedirlo. Besa a su protegida, que le dice que no se preocupe: «No, no; es cierto. Soy una esposa inestable…Mi corazón es de otro». Martha lanza una despreciativa mirada de triunfo. Henrik permanece desconcertado. Elizabeth se arroja a sus pies, diciéndole que se merece ser castigada y reprendida. Se advierte la incomodidad del cobarde varón, que agita ridículamente las piernas, advirtiéndole que es un noble y que ella debe comportarse de una manera apropiada. Martha aprovecha para decirle a su hijo que una mujer como Elizabeth no merece llevar el apellido de los Dohna. El hijo asiente como un pelele a lo que le dice su malévola madre, que continúa tratando sin consideración ninguna y con abierto desprecio a Elizabeth, quien aún pretende ingenuamente hacerse perdonar. Gustafva, enfurecida ante tanta humillación, llama idiota a Henrik. De nuevo se dirige hacia donde está Elizabeth, la consuela y se encara con Martha, asegurándole que Elizabeth siempre tendrá un lugar en su casa, pues no ha cometido mal alguno. En ese momento, Gustafva, a la que hemos creído una mujer débil delante de su marido Melchior, muy dignamente, con determinación, le recuerda a Martha sus pasados pecados, su anterior vida depravada. Ya quisiera haber sido tan inocente como lo es Elizabeth. « ¿Es que no te conozco bien, hipócrita depravada? » Martha se agita enfurecida y llena de ira. « ¿Cómo te atreves―continúa Gustafva―a juzgar a una joven inocente? ¡Y tú, imbécil―le espeta a Henrik―, pregúntale a tu madre quién fue tu padre! ¡Vamos, échala―sigue diciéndole a Martha―; yo la protegeré!» Gustafva se ha armado de valor, hasta tiene que limpiarse con la mano alguna lágrima de indignación por lo que le han hecho a la muchacha, pero se ha despachado a gusto. Cogiendo suavemente a Elizabeth, no duda en manifestarle: «Melchior te mimará como si fueses su propia hija». Madre e hijo continúan discutiendo. La dominante y maquiavélica Martha insiste en decirle que no olvide que es un Dohna y que las otras dos son unas completas estúpidas.

Elizabeth, leemos en un rótulo, afrontó su penitencia con igual determinación que Margaretha Celsing antes que ella.

La acción se traslada a una habitación donde está sola Margaretha. Entra un sirviente, comunicándole que tiene un mensaje para ella; su marido, el Comandante Samzelius, acaba de morir.

Llega la primavera. Estamos en casa de los Sinclaire, en el bello y frondoso jardín. Ambos esposos, Gustafva y Melchior, cogen algunas flores. También está Elizabeth, un tanto alejada, quien se dirige sola hacia un banco, con ánimo entristecido, donde se sienta. Gustafva se acerca y se sienta junto a ella, comentándole que la primavera abre la esperanza en nuestros corazones. «Pero no en ella», le responde Elizabeth.

Ekeby recibe la llegada de la primavera completamente reconstruido, con Gösta Berling celebrándolo encima del tejado, delante de una muchedumbre.

Elizabeth ha decidido partir y enfrentarse sola al destino. Se despide de quienes tan generosa y cariñosamente la han acogido. Especialmente conmovedora es la despedida entre Elizabeth y Marianne, pues durante el tiempo que han estado tan juntas se han hecho verdaderas amigas.
 
Elizabeth, junto a Margaretha Celsing, gira la cabeza en Broby Inn hacia donde está Gösta Berling

Ekeby se prepara de nuevo para recibir de nuevo a su amada señora, Margaretha, quien ha hecho una parada en la posada de Broby Inn. Gösta Berling se brinda para ir a recogerla, partiendo veloz en su cabalgadura. Estando Margaretha esperando la llegada de Gösta, de improviso se detiene en la misma posada el carruaje que traslada a Elizabeth, con el fin de cambiar el cochero los cansados caballos. Entra en la posada, y se sorprende de encontrarse allí a Margaretha, pero ésta la invita amablemente a acercarse; no tiene nada que temer. Le pregunta por Henrik, ignorante como está de la ruptura matrimonial. Al enterarse por Elizabeth de lo sucedido, le contesta que cómo podría haberse casado con un estúpido como Henrik Dohna. Elizabeth le confiesa la verdad; su amor por Gösta Berling. Éste entra en ese momento, pero Elizabeth no lo ve, pues está de espaldas a la puerta. Sin saber que él la está viendo y escuchando, Elizabeth manifiesta a Margaretha el amor que siente por Gösta Berling. Desde aquel día en la escalera, continúa, todo ha sido sufrimiento y dolor. En ese instante Margaretha se percata de la presencia del apuesto caballero, quien hace un amago de salir, pero Margaretha, rápidamente y sin que Elizabeth pueda darse cuenta, le hace una señal para que no se vaya. Es entonces cuando Margaretha, muy inteligentemente, le dice a Elizabeth, en tono de afirmación: «Pero, usted, no odia a Gösta Berling, sino que lo ama». «Dígaselo a él», vuelve a decirle, mientras hace que dirija su rostro hacia el noble y valiente caballero. Los enamorados se miran fijamente, embelesados; ella aún está sumida en la más completa incredulidad. Gösta, entonces, como es habitual en su carácter, se presenta como un caballero sin honor, sin honra. Elizabeth continúa contemplándolo, crecientemente arrobada por la intensa pasión. Indescriptible belleza de su semblante, una de las imágenes imperecederas que quedarán para siempre de esta actriz inigualable, moldeada aquí con la arcilla de Mauritz Stiller, convertido en demiurgo de una diosa adorable. Cuando Gösta Berling le dice que ninguna mujer arriesgaría su amor por salvar el alma de un hombre como él, ella se levanta, alarga los brazos hacia él, acercándose, y le susurra que ella sí quiere ser esa mujer.
 
Elizabeth se acerca en la posada de Broby Inn a Gösta Berling declarándole su amor

De nuevo Ekeby, engalanado con guirnaldas de flores y banderolas, lleno de gente, con Margaretha, Gösta Berling y Elizabeth. Uno de los caballeros anuncia el regreso de la antigua señora a un espléndido Ekeby, renacido de sus cenizas, cual un ave fénix. Margaretha toma la palabra, dirigiéndose a la multitud: «Ninguna vieja señora debería dirigir la nueva Ekeby…La juventud y el amor siempre han reinado en este lugar». Llama a Gösta Berling, quien se coloca a su izquierda, mientras que Elizabeth lo hace a su derecha. Así, juntos los tres, Margaretha exclama: «Gösta Berling, hombre de muchos méritos, a ti te entrego Ekeby». Y posando su mano en el hombro de Elizabeth: «Con una buena mujer a su lado, cuidará de mi casa y de mi gente…Tú mantendrás vivo mi trabajo». El caballero Christian Bergh, eufórico, exclama: « ¡Larga vida a nuestra querida señora! ¡Como ella no hay otra igual! » Mientras Margaretha abraza a ambos enamorados, todos los presentes vitorean al trío.
 

Enrique Castaños, Málaga, 28 de febrero de 2015.