DOS OBRAS DE ARTE RELEVANTES DE LA IGLESIA DE MÁLAGA: UNA DOLOROSA DE PEDRO DE MENA Y UNA COPIA DE TIZIANO
Enrique Castaños
La recién
inaugurada muestra Huellas. Arte e iconografía
de la Iglesia de Málaga (abril de 2015), acogida en el Palacio Episcopal,
exhibe, entre otras, dos obras, que, no por haber sido ampliamente difundidas,
no merezcan un nuevo breve comentario, dirigido particularmente a los
aficionados y espectadores en general. La primera de ellas, de los fondos del
propio Palacio, lleva por título Jesús
ayudado por Simón de Cirene, un lienzo limpiado hace poco, de 102 x 111 cm,
de autor anónimo, fechado de modo muy impreciso entre 1600-1632, y que es
considerado desde hace decenios como una copia del conocido cuadro Cristo Camino del Calvario, pintado por
Tiziano hacia 1560 y conservado en el Prado. Si aceptamos la fecha de
nacimiento de Tiziano entre 1488-1490, que es la propuesta por sir Herbert
Cook, el pintor tendría entre setenta y setenta y dos años cuando lo realizó;
si aceptamos, que es por la que me inclino, la propuesta por Erwin Panofsky,
alrededor de 1482, su edad rondaría los setenta y ocho años (Erwin Panofsky, Tiziano. Problemas de iconografía,
Madrid, Akal, 2003, págs. 171 – 173). El lienzo de Tiziano ingresó en El
Escorial en 1574 y ocupó desde muy pronto un lugar privilegiado en el oratorio
privado de Felipe II, donde permaneció hasta su entrada en el Museo del Prado
en 1845. Uno de los últimos especialistas en referirse a su excepcional calidad
fue Miguel Falomir en 2003, con motivo de la magna exposición que la sin par
pinacoteca dedicó entonces al excelso artista de Pievi di Cadore, conservador
que también rememora las palabras de Fray José Sigüenza en 1605, cuando
calificaba esa pintura de «devotísima y singular figura», afirmando que «en las
noches pasaba allí el pío Rey don Felipe buenos ratos, contemplando lo mucho
que devía al Señor que tan pesada carga llevaba sobre sus hombros por los
pecados de los hombres y los suyos» (Miguel Falomir, Tiziano, Madrid, Museo Nacional del Prado, 2003, págs. 266 – 268).
Los tres evangelios sinópticos se refieren de manera concisa, pero clara y
coincidente, a la ayuda prestada por Simón de Cirene a Jesús camino del
Gólgota, subrayando Mateo que lo «obligaron», Marcos que «volvía del campo» y
era «padre de Alejandro y de Rufo», y Lucas que «le cargaron la cruz para que
la llevara detrás de Jesús». El cuadro pertenecería, pues, al último periodo
del pintor, en el que, igual que ocurre con Miguel Ángel, aunque no en un grado
tan intenso, se acentúa la espiritualidad y la emoción religiosa del autor,
que, no obstante, como subrayó de modo acertado Sydney Joseph Freedberg en
1970, nunca renuncia a producir «una sensación de exaltación de los sentidos y
de exaltación simultánea del poder de la razón», aunque también comienza a
surgir, insiste el historiador estadounidense, una potencia que parece trascender
los límites de la razón, incorporando «los factores funcionales de los seres
físicos y espirituales», trabajando «con esencias y potencias no ya como
abstracciones, sino como factores constitutivos del mundo visible», «como si el
pintor, apasionada y totalmente se fundiese con la propia materia de su
experiencia, en otras palabras, con la naturaleza y la vida» (Sydney Joseph
Freedberg, Pintura en Italia: 1500 a 1600,
Madrid, Cátedra, 1983, pág. 511). Mucho antes, en 1930 (aunque la redacción
inicial referida a los venecianos data de 1894), el especialista de origen
lituano Bernard Berenson, incidía en parecidos aspectos del último Tiziano
cuando escribía que «cuerpos y rostros mostraban claramente las señales de la
lucha por la vida», y que «la grandeza del Tiziano consistía en el hecho de que
era capaz de producir la mayor impresión de realidad y a la vez sostener la
necesidad de asirse fuertemente a la vida» (Bernard Berenson, Los pintores italianos del Renacimiento,
Ciudad de México, Leyenda, 1944, págs. 48 – 49). Tampoco deben obviarse las
intempestivas observaciones de Roberto Longhi en 1914, cuando se refería a las
contradicciones entre dibujo y color en los postreros años de Tiziano. No
obstante, opino que hay que insistir con mayor énfasis aún en el proceso de
desmaterialización de la pintura del último Tiziano, en el carácter
deshilachado de su pincelada, en su vibrante y tembloroso toque, guiado por una
espiritualidad profunda y un intenso sentimiento religioso, que acentúa el
dramatismo de las escenas. No debemos escamotear o silenciar el hondo sentido
religioso de algunos grandes artistas, tan importante o más que el puramente
estético. Lo recordaba con honesta gallardía Émile Mâle ya en el capítulo
primero de la primera edición (1932) de su incomparable L’Art religieux après le Concile de Trente, editado posteriormente
con distintos títulos, a propósito del «hermoso libro» de Eugène Fromentin
sobre la pintura flamenca y holandesa, Los
maestros de antaño (1876), en donde «ni una sola vez se pregunta si Rubens
era cristiano. Ahora bien, sabemos que Rubens oía misa todas las mañanas antes
de ir al trabajo: tenemos, pues, el derecho de pensar que no sólo ponía su
talento al servicio de sus cuadros religiosos, sino también su fe. Fingir no
dar ninguna importancia a esta fe de Rubens, como si Rubens fuera Courbet, es
no querer comprenderlo en toda su extensión» (Émile Mâle, El Barroco. Arte religioso del siglo XVII: Italia, Francia, España,
Flandes, Madrid, Encuentro, 1985, pág. 31).
El lienzo
del Prado está en el límite mismo de lo que empezará a hacer a partir de
entonces Tiziano. Pero el emotivo drama religioso no puede eludirse: la
compasiva, misericordiosa y ausente de cualquier resentimiento mirada de Cristo
a Simón, quien, solícito, aunque le hayan obligado, ayuda con desinteresada
entrega a ese hombre al que no conoce, exhausto como está, pues acaba de caer
bajo el peso de la cruz y apoyar la mano izquierda en una piedra.
Extraordinario modelado de las cabezas y de las manos; composición perfecta, a
pesar de ser tan cerrada y apretada, hasta el punto de que permanece fuera un
pequeño trozo de la parte superior de la hermosa cabeza del anciano, no
precisamente un campesino; ligera laca roja aplicada a la túnica de Cristo.
Lo que sorprende
del cuadro de Málaga es la aproximación de las medidas (el de Madrid, 98 x
116), la espléndida factura y la exactitud de la copia. Las diferencias más
notables son, de un lado, que la piedra y la mano derecha de Jesús se separan
del marco unos siete u ocho centímetros, de igual modo que el madero de la
izquierda no llega hasta el ángulo, en correspondencia con la línea de la
piedra y de la mano (aunque una radiografía del cuadro de Madrid revela que
tampoco llegaba el travesaño hasta el ángulo inferior izquierdo, quedando
libres unos centímetros); de otro lado, que en la intersección entre los dos
travesaños de la cruz, en el cuadro de Málaga, arriba, queda libre un diminuto
triángulo rectángulo; en tercer término, aún más importante, que la mirada de
Jesús se desvía en el óleo de Málaga de la del Cireneo; en cuarto lugar, que en
Málaga los dedos de Cristo, especialmente los de la mano que se apoya, son más
rugosos, y, por último, que la túnica del Dios-Hombre es verdosa en el cuadro
del Palacio Episcopal. No creo descabellado sugerir que puede tratarse de una
réplica de la bottega (taller y
estudio) de Tiziano. Habría que rastrear su procedencia, revisar la imprecisa
cronología, y, sobre todo, llevarlo al taller del Prado, a fin de que pudiese
ser analizado exhaustivamente por los restauradores y especialistas. Estoy
seguro que nos llevaríamos una agradable sorpresa.
La segunda
obra es la conocida Dolorosa de la
iglesia de Santa María de la Victoria de Málaga, una talla en madera del
escultor granadino Pedro de Mena y Medrano realizada entre 1660-1670, de 65 cm
de altura. La cronología hoy más aceptada, que es la indicada, contradice a
María Elena Gómez Moreno, quien afirmaba en 1989 que las Vírgenes Dolorosas de
Pedro de Mena fueron todas hechas entre 1673 y 1679 (En el catálogo de la
exposición celebrada en Málaga, Pedro de
Mena. III centenario de su muerte: 1688 – 1988, Consejería de Cultura de la
Junta de Andalucía, 1989, pág. 94). Cuando en el verano de 2010 llegó a Valladolid
la inolvidable muestra The Sacred Made
Real. Spanish Painting and Sculpture, 1600-1700, procedente de Londres y de
Washington, decidióse incorporar esta inmarcesible Mater Dolorosa, y recuerdo muy bien que, junto a la sublime e
inefable Magdalena penitente del
mismo artista, reinaban ambas entre aquel bosque sagrado de esculturas
memorables, entre otras de Juan Martínez Montañés y de Gregorio Fernández. La Dolorosa de Málaga se elevaba sobre todo
el conjunto de piezas expuestas de un modo sobremanera misterioso, pues, en vez
de ocupar una posición destacada, como la Magdalena,
se hallaba casi en un rincón, pero ejercía tal atracción poderosísima, desde su
callado y contenido sollozo, que, una y otra vez, iba el visitante de la Magdalena a ella, y viceversa, sin poder
hacer nada por eludir ese movimiento pendular. No creo exagerar si afirmo que
es la más extraordinaria imagen escultórica de la Virgen que nos queda del
siglo XVII español. La vesania y la ignorancia―temibles aliadas―destruyeron en
1931 la hermosísima Virgen de las lágrimas
de la iglesia de los Santos Mártires, de la que Ricardo de Orueta y Duarte
escribió en 1928 un breve pero precioso comentario, en el que dice que bien
pudo Pedro de Mena recoger en ella la belleza de la mujer malagueña, señalando
muy agudamente que «rendida de llorar, se detiene un momento a contemplar su
dolor» (en el primoroso librito Pedro de
Mena, escultor: 1628 – 1928, Sociedad Económica de Amigos del País de
Málaga, 1928). Pero, por desgracia, sólo podemos recrearnos en esa imagen
contemplando antiguas fotografías, sobre todo una del propio Orueta. El mismo
triste fin, aquel aciago año para el patrimonio religioso de Málaga, tuvo la Virgen de Belén de la iglesia de Santo
Domingo, cuyo semblante, como recordaba Manuel Gómez Moreno asimismo en 1928,
es el más bello y humano de cuantos esculpiese Mena para representar a una
Virgen no embargada por la pena (en el mismo librito de 1928).
Con
independencia de la absoluta maestría técnica; de la sutil armonía cromática
entre el manto celeste estofado de oro en los bordes, la arrugada toca beis que
enmarca magistralmente el óvalo del rostro, y el rojo de la camisa; de la
maravillosa insinuación de los brazos y de los hombros escondidos bajo el
manto; de la ligerísima desviación entre el casi imperceptible giro de la
cabeza y la situación de las manos entrelazadas, estableciéndose un diálogo
inexpresable entre ambas partes del cuerpo; de la equilibrada composición
piramidal o triangular, de raigambre leonardesca: un busto que corta la figura
por debajo de los senos; al margen de todo esto, que ya es muchísimo, lo que
convierte esta imagen en una talla única en España y en Europa, es su
intensísima religiosidad, el infinito sufrimiento de esa Madre que ya ha
vertido todas las lágrimas que pueden derramarse, con los que se llenarían
océanos inconmensurables, su recogimiento, su inaudito dolor contenido, con la
purísima piel literalmente bañada en ese llanto que atraviesa el Tiempo y el
Espacio, con los ojos bajos, resignados, un rostro que es la quintaesencia de
un sufrimiento tan inmenso que el hombre no puede ni siquiera pretender
comprenderlo. Sería sencillamente ridículo ponderar aquí sólo los valores
plásticos, que son ya de por sí insuperables; existe un roce, un intangible
acercamiento a un dolor insondable, humano, porque es el de una madre por su
hijo, pero sobre todo vinculado al único misterio verdaderamente religioso y
divino, pues se trata de la Virgen María, de la Madre de Dios, que llora a su
Hijo. Sólo esto puede explicar el que mueva a tan íntima devoción y que
trascienda el simple arte, entrando en el vedado territorio de lo sobrenatural.
Enrique Castaños es Doctor en Historia del Arte
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