jueves, 21 de junio de 2018

Las Cruzadas, por Hilaire Belloc (1937)

LAS CRUZADAS, por Hilaire Belloc (1870-1953).
Buenos Aires, Emecé, 1944. Traducción de Pedro de Olazábal.
Edición original en inglés: 1937.
Síntesis elaborada por ©Enrique Castaños.



19 de agosto de 1071: batalla de Manzikert (al este de Turquía, en el antiguo Reino de Armenia), en la que el turco Alp Arslan (1029-1072), bisnieto de Seljuk († ca. 1038, fundador de la dinastía seljúcida), derrotó de manera decisiva a los bizantinos, cayendo herido y siendo hecho prisionero el emperador Romano IV Diógenes. Anatolia se perdió para los cristianos, quedando abierto el camino para entrar en Europa.

La Primera Cruzada fue por vez primera predicada en Clermont-Ferrand por el Papa Urbano II en noviembre de 1095. Estuvo integrada por cuatro grandes fuerzas expedicionarias:

1.     El ejército dirigido por Godofredo de Bouillon, al que acompañaba su hermano, Balduino de Boulogne. Estaba formado por unos setenta u ochenta mil hombres. Partió el 15 de agosto de 1096. Siguió el camino romano del Danubio. Llegó a Constantinopla en la semana de Navidad de 1096. Godofredo y Balduino fueron presionados y obligados finalmente por el basileus Alejo I Comneno a guardarle fidelidad. El basileus quiso aprovechar los contingentes cristianos en su propio beneficio, sobre todo para recuperar Antioquía, pero asimismo hizo todo lo posible por mantenerlos separados. En la segunda semana de abril de 1097 llegaron a un acuerdo.
2.     El dirigido por el conde Raimundo IV de Tolosa (Raimundo de Saint Gilles), vasallo del rey de Francia por Tolosa y el Languedoc y del emperador alemán por la Provenza. Este ejército era algo mayor que el anterior. Su jefe era el más rico de todos los grandes señores que participaron. Este cuerpo expedicionario llegó casi al mismo tiempo que Bohemundo de Tarento, a través del N de Italia y de Iliria. Le acompañaba Adhemar de Monteil, el legado papal, que era obispo de Le Puy (Le Puy-en-Velay), en Auvernia.
3.     El ejército constituido por los llamados “franceses del Norte”, cuyos principales jefes fueron tres: el duque Roberto de Normandía, hijo de Guillermo el Conquistador; Esteban de Blois, hijo del señor feudal de la Champagne, y que era cuñado de Roberto, pues estaba casado con Adela, hija de Guillermo el Conquistador; el conde Roberto II de Flandes, primo de Roberto de Normandía; Hugo, conde de Vermandois (cuyo sobrenombre era Le Maisne el Joven), hermano menor de Felipe I de Francia, que se unió a los expedicionarios en Constantinopla. También estaba formado por unos ochenta mil hombres. Del Adriático, cruzaron los Balcanes hasta Constantinopla.
4.     El llamado “ejército normando”, pues fue organizado por poderosos señores de ascendencia normanda que se habían apoderado del sur de Italia y de Sicilia durante las dos generaciones que precedieron a la Gran Cruzada. Los aventureros normandos que arrebataron el sur de Italia y Sicilia a los sarracenos, eran hijos de un noble de la región de Coutances (en Normandía) llamado Tancredo de Hauteville († ca. 1041). El Papado terminaría reconociendo los esfuerzos de estos normandos contra los griegos cismáticos, de tal modo que se convirtieron en señores feudales de estos territorios sureños. Aunque vasallos del Papa, estos señores de Sicilia fueron llamados reyes por resolución del propio Papa. El ejército cruzado estaba dirigido por Bohemundo de Tarento (ca. 1054 – 1111), hijo de Roberto Guiscardo, nieto de Tancredo de Hauteville y hermano de Roger I de Sicilia. Entre otros caballeros, le acompañaba su sobrino Tancredo (hijo de Emma, su hermana de padre). Este ejército era el menos numeroso pero también el más compacto, y estaba compuesto por italianos del sur. Llegó poco después que el de Godofredo. Había cruzado el Adriático, y, desde Durazzo (Dirraquio), en la costa balcánica albanesa, había atravesado el camino romano por los Balcanes. Bohemundo logró arrancar de Alejo I que le nombrase, una vez conquistada, señor de Antioquía.

Las fuerzas expedicionarias no emplearon naves para su traslado. Las razones son sobre todo cuatro: el gran número de miembros; la dispersión, pudiendo llegar en cualquier momento y en cualquier cantidad; las finanzas, es decir, la imposibilidad de poder fletar tantas naves como eran necesarias; la resistencia de las huestes a ser embarcadas.

Al final, todos juraron fidelidad a Alejo I. La única excepción fue Tancredo, el sobrino de Bohemundo de Tarento. Entre abril-mayo de 1097 ya habían cruzado el Bósforo. Ante la ciudad amurallada de Nicea eran unos 300.000 los cruzados. De éstos, unos 100.000 quedaron en pie frente a Antioquía, deducidas las fuerzas que se dirigieron a Edessa. Finalmente, ante Jerusalén llegaron entre 30 y 40.000, de los que 1.500 eran caballeros. En Nicea perdieron seis semanas. La ciudad cayó el 26 de junio de 1097. La ayuda bizantina fue determinante. La ciudad rindióse al emperador, no a los cruzados. Esto los sublevó, aunque Bohemundo lo sabía. El sultán turco no se encontraba allí entonces. Esta falta de previsión hizo que un gran tesoro cayera en manos bizantinas.

[Todas las cifras aportadas por Belloc, demasiado abultadas, copian sin análisis crítico las mencionadas por las fuentes historiográficas medievales. Estas cifras han sido sensiblemente reducidas por Steven Runciman en su Historia de las Cruzadas, 1951-1954]

Desde Nicea los cruzados atravesaron Anatolia, siguiendo en buena medida la calzada romana que iba desde el NO hasta el SE. En principio se dirigieron hacia la llanura de Dorilea (ciudad también conocida como Dorileo, Dorylaeum o Dorylaion, hoy la ciudad turca de Eskhisheir, bañada por el río Porsuk o Pursaqchai). Los cruzados avanzaban en dos grandes columnas: una, más hacia el norte, dirigida por Bohemundo, su sobrino Tancredo y Roberto, el duque de Normandía; a unas dos horas de marcha hacia el sur, iban Godofredo de Bouillon, Balduino de Flandes, Raimundo de Tolosa y Hugo de Vermandois. Al desembocar la vanguardia de los normandos en la llanura de Dorilea, el 1 de julio de 1097, viéronse sorprendidos por los seljúcidas, que desde las nueve de la mañana los hostigaron muy peligrosamente. Pudo Bohemundo avisar mediante mensajeros a la otra columna, que llegó pocas horas después del mediodía. La batalla fue ganada por los cruzados ese mismo día, al caer la tarde.

A continuación, el 4 de julio, dirigiéronse hacia la fértil llanura de Iconio (Iconium). Esta ciudad (Konieh, en turco; hoy, Konya) había sido devastada por los turcos. Desde Iconium se dirigieron hacia Heraclea (Eregli), debiendo atravesar un desierto que rodea la Montaña Negra, Kara Dagh (Karadag, 2271 m), en esa época del año surcado sólo por el río Tsharshambe (Carsamba) (ver el II tomo del Gran Atlas Aguilar, Madrid, 1970, pág. 204). Llegaron pasado un mes a Heraclea (Eregli), al pie de la cadena montañosa del Tauro (Taurus). En Heraclea los turcos trataron de resistir, pero fueron dispersados.

Después de Heraclea se produce un cambio en la marcha de los cruzados. De tener la expedición un carácter exclusivamente religioso, pasa a tenerlo también político. Algunos grandes señores comenzaron a pensar en poseer extensos feudos en Oriente. Tancredo intentó establecer un señorío en Cilicia (al SE de Anatolia). Su tío Bohemundo acabó siendo príncipe de Antioquía. En cuanto a Balduino de Flandes, establecióse como señor de Edessa. Trasladaron a Oriente su concepción feudal de Occidente. El reino de Jerusalén sólo pudo mantenerse con la condición de ser apoyado por vasallos. El condado de Trípoli, esto es, la larga franja marítima de la costa siria, sólo mantuvo un lazo feudal con Jerusalén. Incluso los grandes señores que dependían directamente del rey de Jerusalén (rey de Palestina), adquieren cierta independencia feudal, sobre todo el señor del castillo situado del otro lado del Mar Muerto, Kerak de Moab (Krak des Moabites, en la actual ciudad de Al-Karak, en Jordania). Pero sería un error de perspectiva histórica creer que los cruzados se condujeron desde entonces motivados por la avaricia. El espíritu religioso nunca desapareció, ni siquiera en Bohemundo de Tarento, aunque el ánimo de lucro y las ambiciones políticas son incuestionables. También es cierto, argumenta Hilaire Belloc, que mantener el control de Tierra Santa sólo era posible desde una posesión feudal del territorio conquistado (tributos, vasallaje). El esfuerzo de los cruzados fracasó debido a la distancia, al clima y a la escasez e inferioridad de los refuerzos que recibían.

Desde Heraclea, el grueso de las fuerzas rodeó el confuso macizo de montañas de la cadena del Anti Tauro por el Norte, y se dirigió a la antigua Cesarea de Capadocia (Caesarea de Capadocia; su nombre nativo era Mazaca; hoy es la ciudad turca de Kayseri). Desde aquí penetró hacia el SO en el centro de las montañas armenias y luego marchó hacia el sur, por las gargantas del río Djihar (el Pyramus de los antiguos; hoy, Ceyhan), hasta salir a la llanura donde se halla la ciudad de Marash (después, Maras; desde 1973, Kahramanmarash) (ver el II tomo del Gran Atlas Aguilar, Madrid, 1970, pág. 204).  La ciudad de Marash fue entregada a Bizancio.

Pero, por algún motivo difícil de explicar, Alejo I Comneno dudaba; no llegó a enviar refuerzos suficientes hacia el este, lo que resultó fatal. Cilicia fue reocupada por los griegos y después sostenida por los armenios (Reino de la Pequeña Armenia). Toda la reconquista del Levante, desde el golfo de Alejandreta (golfo de Iskanderun, por la ciudad turca homónima, la antigua Alejandreta, en el extremo más NO del Mediterráneo) hasta el desierto egipcio, fue realizada por los cruzados.

Las vacilaciones de Alejo I Comneno motivaron la creación del primer gran Estado cruzado cristiano en Oriente, el condado de Edessa, por Balduino de Boulogne, el hermano de Godofredo de Bouillon. Fue a mediados de octubre de 1097 cuando Balduino de Flandes separóse de su hermano. Adoptado primero por Thoros († 9 marzo 1098), el jefe armenio de Edessa, hízose con el completo control de la ciudad en marzo de 1098, dominando todas las colinas que se extienden al este y al oeste del curso superior del Éufrates (Edessa se llamó después Urfa por los turcos, aunque su nombre oficial es Sanliurfa).

Paralelamente al desvío de Balduino, el grueso del ejército cruzado salía de Marash y marchaba hacia Antioquía.




En su camino hacia Antioquía, los cruzados dejaron a un lado Aleppo. Esta decisión sería fatal en el futuro. Es una de las causas del fracaso de la Cruzada, junto con la incapacidad posterior, en 1148, frente a Damasco. Para comprender lo que decimos hay que saber que la franja de Siria es la que comunica el norte y el este musulmán (desde el Indo hasta el este de Anatolia, pasando por el N de Mesopotamia) con el sur (Egipto, el N de África y España). La franja de Siria, esquemáticamente, está comprendida entre la costa mediterránea y el desierto. Controlar todo este angosto cinturón sirio era decisivo. La clave está en la disponibilidad de agua potable. El corredor sirio se divide en tres fajas paralelas: a) la cadena de montañas costera y la llanura; b) el valle interior, por donde discurren, de norte a sur, el Orontes, el Litani y el Jordán [el río Orontes atraviesa el oeste de Siria y desemboca en el Mediterráneo muy cerca de Antioquía (Antakya). Al sur del actual Líbano discurre el río Litani, que desemboca un poco al norte de Tiro (en árabe, Sur)]; c) la cadena de montañas a orillas del desierto, zona salpicada de ciudades clave: Aleppo, Hamah, Homs (Emesa) y Damasco.

El primer camino corría al lado mismo de la costa, entre el mar y la faja costera, uniendo los puertos de esa costa. Este camino es difícil desde la desembocadura del Orontes hasta Laodicea (Latakia). Desde aquí hasta Monte Carmelo (justo al sur de San Juan de Acre), es más fácil, aunque se ve interrumpido por los contrafuertes montañosos que entran en el mar. Desde Monte Carmelo hasta las arenas egipcias el camino es fácil.

El segundo camino seguía naturalmente el valle central, profusamente regado por el Orontes y el Jordán. Este camino no es tan continuo como parece. La zona norte, donde se hallan Hamah y Homs (Emesa) está bien regada. El curso del Jordán es inapropiado para viajar, salvo el tramo hasta el Mar de Galilea (Lago de Tiberíades). En la práctica se combinaba el uso de ambos caminos, el de la costa y el de los ríos.

El tercer camino seguía la orilla del desierto. Estaba salpicado de ciudades, que se abastecen de los torrentes y cursos de agua que bajan de la segunda cadena montañosa, entre el valle de los ríos y el desierto. Este tercer camino es en todo su recorrido una excelente ruta abierta. Desde Aleppo, pasando por Hamah y Homs (Emesa), llega a Damasco. Desde Homs se bifurca: un camino costea el Anti Líbano y el otro sigue el curso del Orontes aguas arriba y el curso superior del Litani. En Damasco confluyen, volviendo de nuevo a bifurcarse: uno atraviesa el país de Moab (al este del Mar Muerto) hasta Akaba (Aqaba) y el otro tuerce hacia el este dirigiéndose a Medina y La Meca.

El principal fracaso de las Cruzadas fue que la Cristiandad se apoderó del primer camino, la costa marítima, sólo dominó en parte y en forma incompleta el segundo, el valle de los ríos, y no se apoderó del tercer camino: el que costea el desierto (desde Aleppo hasta Damasco y Akaba).

Para dominar ese tercer camino, según Belloc, debería haberse tomado Aleppo, y, después, Damasco. Las consecuencias de este error sentenciaron las Cruzadas. La carencia de un plan estratégico general, la concepción feudal de la guerra y las divisiones internas entre los grandes señores, especialmente Bohemundo de Tarento y Raimundo de Tolosa, por el control de Antioquía, explican la no ejecución de ese plan. La conquista de Damasco era más importante que la de Aleppo. La posición geográfica y estratégica de Damasco en el corredor sirio es decisiva. Era un punto medio entre el norte, el sur y el oeste; estaba protegida por una cadena montañosa y estaba bien abastecida de agua.

Al llegar los cruzados Antioquía tendría unos 100.000 habitantes, la mayoría aún cristianos, y estaba protegida por una fuerte muralla. El gobernador era el turco Yaghi-Siyan. Al norte discurría el Orontes y al sur se erigía el monte Silpius. La ciudad ocupaba el lugar entre ambos accidentes geográficos. Los cruzados que llegaron a sus murallas serían también unos cien mil.

El 20 de oct de 1097 atravesaron el Orontes por el puente fortificado llamado “Puente de Hierro”, al E de la ciudad. El camino que conducía a la desembocadura del Orontes, en el puerto de San Simeón, estaba al W de la ciudad, junto a la Torre de las Dos Hermanas. Se construyó un blocao (caseta o barracón de madera) para dominar el Puente de Hierro. Los campamentos se extendían desde la Puerta de San Pablo, de donde sale el camino hacia Aleppo, hasta más allá de la Puerta del Perro. El puente de barcas construido por los turcos, fue tomado por los cruzados. A finales de nov construyóse la Torre de Malgerard, al E, a fin de evitar ataques de la guarnición turca por ese flanco, donde se situaba la garganta del torrente Onopnicles. La prolongación del sitio hizo que el hambre y el desánimo cundieran entre los cristianos. El 8 de feb de 1098 los mahometanos, al mando del emir de Aleppo, intentaron una acción desde el exterior, desbaratada por Bohemundo que ocupó el angosto istmo entre el lago de Antioquía (al N) y el Orontes. Desde ese momento el sitio tomó un giro más regular. Se construyó el mencionado blocao. El 19 de marzo de 1098 terminóse de construir  el castillo de la Mahomerie (castillo de Raimundo), frente al puente fortificado, al NO. De este modo se controlaba mucho mejor la entrada de víveres a la ciudad sitiada. En abril se concluyó la Torre de Tancredo, casi enfrente de la Torre de las Dos Hermanas de la muralla, con lo que se vigilaba ahora el lado W y quedaba así cercada toda la ciudad.  




Pero la ciudad cayó por la traición de uno de los sitiados, un tal Firuz (Firouz), quizás armenio, descontento con el gobernador, y que era responsable de la Torre de las Dos Hermanas. Firuz entendióse en secreto con Bohemundo. Mientras tanto, el gobernador (= atabek o atabeg) turco de la provincia de Mosul, llamado Kerbogha o Kerbuga, se aproximaba con un poderoso ejército de refuerzo. La traición consumóse en la noche del 2 al 3 de jun de 1098. La ciudad fue ocupada por los cristianos durante esa madrugada.
Lo que quedaba de la guarnición turca refugióse en la ciudadela situada en la cima del monte Silpius. Por la mañana, el día 3 de junio, el gobernador de la ciudad, Yaghi-Siyan, huyó, aunque rápidamente fue muerto por unos armenios de los alrededores. El 7 de junio llegaron los de Kerbogha, que sometieron la ciudad a un asedio que se prolongó poco más de tres semanas. El 28 de junio de 1098 tuvo lugar, en campo abierto, la batalla de Antioquía, con una completa victoria de los cruzados. La ciudadela se rindió. Esta batalla decidió la suerte de la Siria marítima, de igual modo que la anterior victoria cristiana en Dorilea había decidido la suerte de Anatolia.

La disputa entre Bohemundo de Tarento y Raimundo de Tolosa por el control de Antioquía, iba a retener a los cristianos cerca de seis meses, desde fines de junio de 1098 hasta mediados de enero de 1099. A ello hubo que sumar la defección del basileus Alejo, bien por timidez, por desconfianza o por falta de recursos. Su falta de apoyo fue fatal para los cruzados. El envío de Hugo de Vermandois a Constantinopla no sirvió para convencer al emperador. La actitud de Bohemundo venía de antes, de enero de 1098, ya que estaba obsesionado en que el basileus lo nombrase señor de Antioquía, aunque feudalmente vinculado a Bizancio. Con astucia, Bohemundo engañó al emisario bizantino, Tactikeos, haciéndole creer que los cristianos pensaban que los bizantinos estaban en connivencia con los turcos. Raimundo resistióse lo que pudo a perder el control de Antioquía (no sólo se mantuvo en poder de la puerta del río y del fuerte anejo, Brücken Castell, sino también del palacio gubernamental, Kaiserpalast). En abril de 1099, cuando el basileus decidióse a enviar refuerzos, la posición de Bohemundo era ya sólida en Antioquía, perdiéndose así una parte importante del ejército cruzado para continuar la expedición. La muerte del legado papal, Adhemar, el 1 de agosto de 1098, dificultó encontrar una solución al conflicto entre ambos grandes señores.

La posición de Raimundo reforzóse momentáneamente cuando un soldado suyo, Pedro Bartolomé, poco después de iniciado el sitio de Kerbogha (que había comenzado el 4 de junio de 1098), dijo haber tenido una visión, según la cual la Santa Lanza con la que Longinos hiciese una herida en el costado de Cristo en el Calvario, se hallaba en la iglesia de San Pedro de la ciudad. La supuesta reliquia encontróse, dando ello alas a Raimundo, aunque finalmente hubo de ceder a las pretensiones de Bohemundo. Los cruzados fueron, además, incapaces de tomar la decisión estratégica adecuada, que hubiera sido marchar contra Damasco. Tampoco sirvió de mucho la toma de Maarrat (Marra para los cruzados; hoy, Maarrat al-Nu’man o Maarat an-Numan, al SO de Aleppo), en un segundo asalto, por las tropas de Raimundo el 11 de dic de 1098, después de haberse reunido en consejo los jefes de los cruzados, el 5 de nov, en la iglesia de San Pedro (aunque de esta reunión no salió decisión alguna). La conquista de Maarrat podría haber dificultado la comunicación musulmana entre Aleppo y Damasco.

La parálisis a la que se había llegado en Antioquía fue superada gracias a la sublevación de las tropas contra sus jefes, conminándolos a que tomasen el camino de Jerusalén. Cometióse entonces el desatino de abandonar Maarrat. El primero en ponerse en camino, a mediados de enero de 1099, fue Raimundo de Tolosa, al que le siguieron rápidamente Roberto II de Flandes y Godofredo de Bouillon. El camino seguido fue el de la costa. Primero llegaron a la fortaleza llamada Castillo de los Kurdos, en el valle del Orontes, construida por el emir de Aleppo y que después sería el Crac de los Caballeros. A principios de febrero, tanto el gobernador de Homs (Emesa) como el de Trípoli, les rindieron tributo y evitaron el enfrentamiento. La plaza de Arqua (Arqa o Archas, al NO del actual Líbano), al NE de Trípoli, sí se resistió (finalmente, el sitio, iniciado el 14 de febrero, hubo de ser levantado el 13 de mayo). El puerto de Tortosa (Tartus), al N de Trípoli, fue también ocupado, convirtiéndose en un excelente punto de desembarco de víveres. Abandonar Arqua y emprender de nuevo el camino a Jerusalén fue sobre todo decisión de Godofredo, quien desde entonces adquirió un renovado prestigio, llegando con el tiempo a ser elegido Defensor del Santo Sepulcro. A este cambio de primacía siguió también una política de pacto con los pequeños caudillos mahometanos independientes que salpicaban la región. El tributo pagado por Banu Ammar, gobernador de Trípoli, fue seguido por el jefe local de Biblos (Byblos; durante las Cruzadas, Gibelet o Gibilet; hoy, Jbail). Desde Trípoli marcharon hacia Beirut; desde aquí a Tiro, llegando después a Cesarea (Cesarea Marítima), más allá del Monte Carmelo. En Cesarea celebraron la Pascua de Pentecostés (quincuagésimo y último día del Tiempo de Pascua, inmediatamente después del día de la Ascensión). Desde Arsuf, en la costa, comenzaron a penetrar en el interior, llegando pronto a Ramleh, a unas doce millas de Jerusalén. Dejaron en Ramleh una guarnición, además de fundar un obispado, a cargo de un clérigo normando de Rouen, nombrado señor feudal de Ramleh y la pequeña villa próxima de Lydda. El 7 de junio avistaron la Ciudad Santa. Tancredo, el sobrino de Bohemundo, y otros exploradores visitaron Belén, enarbolando un estandarte en la iglesia de la Natividad. El cerco a Jerusalén se dispuso en una semana. Los principales señores eran Godofredo de Bouillon, Raimundo IV de Tolosa, Tancredo (sobrino de Bohemundo de Tarento), Roberto II de Flandes, Roberto de Normandía y Eustaquio III de Boulogne, hermano de Godofredo y de Balduino de Boulogne (que se había quedado en Edessa).

El cerco de los cruzados a Jerusalén dejó desguarnecidos los costados Este y Sureste, por la imposibilidad de acceso debido a los empinados barrancos. A mediados de junio emprendióse un ataque precipitado que fracasó. El principal problema del sitio a la ciudad era la falta de agua y de madera. La plaza estaba defendida por Iftikhar al-Dawla, gobernador fatimita que contaba con la ayuda de negros sudaneses y de árabes. También a mediados de junio dos galeras genovesas fondearon en Jaffa, llevándoles víveres y madera para construir torres móviles y catapultas. El asalto principal tuvo lugar la noche del 13 al 14 de julio. Todo el día 14 prosiguió el ataque y no fue hasta el 15 por la mañana que los cristianos abriéronse paso por la cornisa de una torre hasta lo alto del muro. Parece ser que los primeros fueron dos flamencos, seguidos por Godofredo y su hermano Eustaquio. Simultáneamente, tomóse la Puerta de San Esteban. Al entrar los cristianos la guarnición se atrincheró en la zona del Templo, donde estaba la Cúpula de la Roca, llevándose a cabo una matanza general que duró todo el día 15 y el 16 hasta la caída de la tarde (los únicos musulmanes que se salvaron fueron el gobernador y su guardia personal, que el día 15 por la tarde, cuando vio que todo estaba perdido, negoció rápidamente con Raimundo de Tolosa, desde la Torre de David donde se había refugiado, abandonar la ciudad a cambio de un gran tesoro, saliendo escoltado hasta las afueras, desde donde se dirigió a Ascalón). Esta carnicería fue un gran error político, además de no ser nada útil. Fue un duro golpe a la política pactista que se había seguido durante el avance por la costa siria y fenicia hasta Monte Carmelo. Lastró, sin duda, la presencia cristiana en Tierra Santa.

Las nuevas posesiones de los cruzados lograron mantenerse hasta mediados del siglo XII, en buena medida por la creación de una Monarquía, el Reino de Jerusalén, siguiendo el modelo de las monarquías feudales del Occidente europeo. Los grandes vasallos de ese reino, sus feudatarios, eran de facto independientes. Sobre todo se trataba de tres territorios, que se llamarían Condado de Edessa, Principado de Antioquía y Condado de Trípoli. Desde el punto de vista logístico y estratégico, Edessa estaba demasiado lejos de Jerusalén. Antioquía rivalizaba con Trípoli y con Bizancio. No haber conquistado Aleppo y Damasco, como hemos visto, resultó fatal a largo plazo. El nuevo Estado cruzado, con esos cuatro territorios, siempre se vio amenazado por los musulmanes. Otros factores jugaron un papel contradictorio: la rivalidad entre las nuevas Órdenes militares, los barrios casi autónomos de comerciantes italianos y las multitudes de peregrinos desorganizadas que requerían protección. A ello se añade la lejanía del Estado cruzado del Occidente, de las repúblicas italianas y de Francia. El mantenimiento de ese Estado, según Belloc, se debió, pues, a la creación de la Monarquía, una institución desconocida entre los mahometanos, y que en Occidente procede directamente de la antigua Roma. Junto a esa institución, también intervinieron, pese a lo manifestado anteriormente, tres factores en su ayuda: la presencia de los mercaderes italianos, las Órdenes militares y el poder gálico de asimilación. La unidad musulmana que se opuso por último al Estado cruzado y lo destruyó en Hattin (1187) fue un accidente debido a la sucesión casual de dos personalidades enérgicas: Zengi (Imad ad-Din Zengi, ca. 1085 – 1146) y Saladino (Saladin, 1137 – 1193), que no estaban relacionados ni por sangre ni por raza. Los sucesores de Saladino destruyeron su herencia, pero él tuvo tiempo de destruir el Estado cruzado y expulsar a la Cruz de Jerusalén. La necesidad de la monarquía se manifestó a la muerte de Godofredo de Bouillon (18 julio 1100), quien no consintió en ser rey, sino Advocatus Sancti Sepulchri (Defensor del Santo Sepulcro). La fortaleza del principio monárquico llegó cuando Balduino de Boulogne fue coronado como rey de Jerusalén, el día de Navidad de 1100, en la Basílica de la Natividad en Belén.

El apoyo de los mercaderes italianos, de Pisa, Génova y Venecia, fue decisivo para que el Estado cruzado se mantuviese hasta su desaparición en Hattin. El intercambio comercial entre Oriente y Occidente se desarrolló de manera muy notable, obteniendo grandes beneficios las repúblicas marítimas italianas, pero también el Reino de Jerusalén, que gracias a este apoyo financiero pudo mantenerse en pie a pesar de los enemigos que lo acechaban. El uso de casi doce puertos en la costa del Levante, desde Alejandreta hasta Jaffa, fue en parte posible porque los puertos eran más profundos en el siglo XII que siglos después, por el poco calado de las naves y porque muchas veces se usaban las playas en vez de los propios puertos. El abrigo que proporcionaban a las naves los grupos de islas o de rocas que salpican la costa siria, también hay que tenerlo en cuenta.

Otro factor relevante para explicar el sostén del Estado cruzado durante el siglo XII, fue la creación de las Órdenes Militares. La primera fue la de los Hospitalarios, cuyo origen está en la asistencia a los peregrinos que acudían a Tierra Santa, incluso antes de la Primera Cruzada. Terminaron organizándose en una Orden con estrictas reglas y asumieron los tres votos monásticos de pobreza, castidad y obediencia. Sobre la armadura usaban una especie de hábito al que iba cosida una cruz blanca. Ningún miembro de la Orden Hospitalaria tenía fortuna privada. De esta Orden se separó una rama, menos de un cuarto de siglo después de la toma de Jerusalén, que dio origen a la Orden del Temple, esto es, los Templarios o Caballeros del Templo, llamados así porque el rey de Jerusalén les ofreció el recinto del templo como sede principal. El hábito era blanco, con una cruz roja. Ambas Órdenes recibían grandes donaciones, además de los tributos que percibían de sus propias tierras. Comenzaron a desempeñar el papel de banqueros. Compraron también señoríos de varios grandes castillos, sobre todo el de Markab (= Margat = Qalaat Marqab, en la costa siria, entre Laodicea al N y Tortosa al S), en el Norte. Otro castillo que compraron fue el Castillo de los Kurdos, esto es, el Crac de los Caballeros (Krak des Chevaliers), un poco en el interior, dominando el camino que llevaba a Trípoli, especialmente desde Homs (Emesa). Después de la caída de Jerusalén en 1187 creóse la Orden Teutónica, integrada por los alemanes que habían participado en la Tercera Cruzada. Su papel principal fue la conservación de la frontera cristiana alemana contra los paganos de Lituania, en el Este. Su disolución durante la Reforma Protestante dio origen a Prusia.

Otro factor nada desdeñable es la incuestionable superioridad de la caballería cristiana. Pero los caballeros, con sus robustos caballos y sus pesadas armaduras y mallas metálicas, eran escasos; además de disminuir en número y no poder ser convenientemente repuestos, carecían del imprescindible apoyo de un buen cuerpo de infantería. De ahí el papel crucial de las grandes fortificaciones del Estado cruzado, que debían estar una de otra a un día de marcha a caballo.

Las disputas entre los señores existieron. Recordemos las que hubo entre Balduino de Boulogne y Tancredo, el sobrino de Bohemundo de Tarento, o entre Raimundo de Tolosa y los sucesores de Godofredo de Bouillon. Otros jefes regresaron a Occidente, como Hugo de Vermandois y Esteban de Blois.

La importancia de las fortificaciones cruzadas en Palestina, así como la técnica de ingeniería militar con que fueron construidas, ha sido muy bien estudiada por el arqueólogo y oficial británico Thomas Edward Lawrence (Lawrence de Arabia, 1888 – 1935), quien en 1910 presentó en Oxford un trabajo célebre, The influence of the Crusades on european military architecture, publicado después de su muerte con el título de Crusader Castles. Su conclusión es que el típico castillo medieval surge simultáneamente en Francia y en la Siria del Estado cruzado del siglo XII. Además de los citados, merecen destacarse el de Toron (= Tebnine = Tebneen), terminado en 1105, al sur del actual Líbano, en el camino de Tiro a Damasco, y el castillo de Montreal, en el valle de Araba, que sigue el camino hacia el Mar Rojo, desde Moab hacia el Sur (concretamente, al O de Jordania, en la ciudad de Shoubak), construido en 1115. Tierra Santa, Galilea y todo el país al sur de Hermon (la región situada entre Tiro y Damasco), la costa fenicia y todo el territorio hasta Latakia (Laodicea, en la costa del Principado de Antioquía), estaban salpicados de fortificaciones.

La superioridad militar de los caballeros cristianos y la anarquía en que estaba sumido el mundo musulmán en Tierra Santa y alrededores, fueron determinantes para que se mantuviese el Estado cruzado. A ello se añade la impotencia del poder fatimí en El Cairo. Instaurar la monarquía en Palestina no era fácil. Godofredo de Bouillon aceptó el cargo de jefe, pero no llevó el nombre de rey. Murió el 18 de julio de 1100. La creación de aquel Estado fue muy complicada. El puerto de Ascalón, cerca ya de Egipto, no pudo ser conquistado y quedó en manos musulmanas. Ni Raimundo IV de Tolosa ni Roberto de Normandía quisieron ayudar a Godofredo en tomar la plaza. Ambos regresaron a sus feudos occidentales. Tancredo sí se quedó; ocupó Galilea y estableció la capital en Tiberíades (Tiberias, junto al Mar de Galilea). Al principio, sólo dos puertos cayeron en manos cristianas: Haifa (Cayphas o Caiphas, justo al sur de San Juan de Acre y junto a la zona del Monte Carmelo) y Jaffa (Joppe o Joppa, un poco más al sur de Cesarea Marítima y de Arsuf). La parálisis musulmana acentuóse por la disputa entre Bagdad y El Cairo. En el otoño de 1100 fue elegido un nuevo jefe, Balduino de Boulogne, señor de Edessa y hermano de Godofredo. El día de Navidad de ese año fue coronado como primer rey cristiano de Jerusalén con el nombre de Balduino I, cuyo reinado se prolongó hasta su muerte, el 2 de abril de 1118. El condado de Edessa entregóselo a su primo, Balduino del Burgo (Baldouin du Bourg). En 1101 un nutrido contingente cristiano, dividido en tres cuerpos de ejército, llegó a Constantinopla y de aquí a Anatolia con el fin de ayudar al Estado cruzado. En total, unos cien mil hombres. Esta expedición acabó en un auténtico desastre. Raimundo de Tolosa, que la integraba, logró salvarse, regresando a Constantinopla desde Sínope. El señor feudal de Nevers fue aniquilado en el Tauro. El más numeroso cuerpo de ejército fue aniquilado en Heraclea, en agosto de 1101, escapando con vida el duque de Baviera y Guillermo IX de Aquitania (1071 – 1127), abuelo de Leonor de Aquitania. Este desastre dejó indecisa la situación en Siria. Otras desgracias se sucedieron, como la captura durante dos años de Bohemundo, sustituyéndole su sobrino Tancredo en el gobierno de Antioquía, que resistió la presión mahometana y la rivalidad de Edessa. En cuanto a Raimundo de Tolosa, logró hacerse con el condado de Trípoli. A su muerte, a principios de 1105, el condado se lo disputaron un primo suyo, Guillermo de Cerdeña, y su hijo, Beltrán. Raimundo se había apoderado de Biblos en 1104, aunque no pudo conquistar Trípoli. Antes de llegar Beltrán de Occidente, Guillermo de Cerdeña tomó la ciudad de Arqua (Arqa = Archas). La disputa entre ambos hubo de resolverla Balduino I de Jerusalén, que concedió Trípoli y la parte costera meridional a Beltrán, el legítimo heredero, y Arqua  y la zona septentrional a Guillermo de Cerdeña.

Balduino I revelóse como un gran gobernante, rápido en la decisión y en la acción, y con un agudo sentido político. Cuando gobernaba Edessa casóse con la hija de un jefe armenio, Arda, pero al convertirse en rey la repudió, casándose con Adelaida, viuda de Roger I de Sicilia y madre de Roger II. Esta segunda unión no fue bien vista por los normandos de Sicilia, forzándole al divorcio (la Iglesia, que lo acusó de bigamia, anuló este segundo enlace). Adoptó algunas de las costumbres sirias y gozó del respeto de los divididos señores mahometanos. En los cuatro años siguientes a la toma de Jerusalén fueron ocupados las plazas y puertos de Haifa, Jaffa, Arsuf (Arsouf) y Cesarea Marítima. Tortosa (Tartus) cayó a  principios de 1102, gracias al apoyo genovés; Acre (Akko) y Biblos en 1104; Trípoli el 12 de julio de 1109. Beirut fue asaltada en 1110.

Al morir Guillermo de Cerdeña en 1110, Beltrán de Tolosa hízose con todo el condado de Trípoli, desde Tortosa hasta Beirut. El reino de Jerusalén quedó dividido en cuatro zonas: el reino propiamente dicho (el gran centro político-religioso), el principado de Antioquía (el más rico), el condado de Edessa (el más extenso) y el condado de Trípoli (el más fértil). Toda la franja oriental, donde está el desierto, quedaba abierta y siempre estuvo bajo control musulmán.

Al morir Balduino I en abril de 1118, sucedióle su primo Balduino del Burgo, que regentaba Edessa. El apoyo que tuvo de  Joscelino (Joscelin) de Courtenay, con quien estaba enemistado, fue determinante en la elección. Balduino II, como se conoce al segundo rey de Jerusalén, estaba casado con la armenia Morfya de Malatya, quien le dio tres hijas, la mayor Melisenda (Mélisende). Los tres hechos principales del reinado fueron la salvación de Antioquía, la toma de Tiro (el asedio comenzó el 15 de octubre de 1124, izándose el estandarte real el 7 de julio de 1125) y un intento fracasado de conquistar Damasco. El intento de tomar Damasco se fraguó gracias a la oportunidad que ofrecía una nueva división religiosa entre los musulmanes, concentrándose la nueva herejía en Damasco. Debido a la crónica insuficiencia numérica de los cruzados, el rey envió a Francia a Hugo, el Gran Maestre de los Templarios, con el fin de reclutar tropas. No fueron bastantes. A pesar de que los herejes habían entregado a los cristianos, por traición, el castillo de Banias, al NE del Mar de Galilea, la expedición contra Damasco fracasó por completo. Balduino II murió el 21 de agosto de 1131. Cuando falleció, a pesar de haber consolidado el Estado cruzado, se cernía ya la amenaza de un poder musulmán unido en Siria, cuya primera muestra fue la aparición del caudillo Zengi (1087-1146), atabeg  de Mosul en 1127 y de Aleppo en 1128.

El tercer rey cristiano de Jerusalén fue Foulque V de Anjou (1092 – nov 1143), que se había casado con Melisenda, la hija de Balduino II. Sólo sufrió una derrota grave, cuando se rindió a Zengi en Montferrand (Mons Ferrandus, al NO de Homs), en el verano de 1137. Los orígenes de la Casa de Anjou los resume Hilaire Belloc en las págs. 251-253 de su libro. La madre de Foulques V, Bertrade de Montfort, se unió maritalmente, entre 1092 y 1104, con el rey Felipe I de Francia. Foulques V de Anjou era el bisabuelo de Ricardo Corazón de León, y, por tanto, abuelo de Enrique II Plantagenet. Antes de ser rey de Jerusalén, ya había sido Foulques conde de Anjou y de Maine. El basileus Juan II Comneno (emperador de Bizancio entre 1118 y 1143) sí trató de unir esfuerzos con el Reino de Jerusalén, pero los cruzados dudaron y temieron por la independencia de que gozaban en Siria y en Palestina. Juan II Comneno aseguróse primero el dominio de Anatolia; después pretendió conquistar Antioquía para Bizancio, y, en 1137 propuso a los señores de Antioquía apoderarse de Aleppo. Pero en la noche del 11 al 12 de mayo de 1138 se levantó el sitio de Shaizar (Schaizar = Saijar = Larissa, al NO de Hamah, entre Hamah y Apamea). Todavía, sin embargo, continuaba Juan II Comneno queriendo su alianza con Jerusalén. Fue entonces cuando Zengi aprovechó la incipiente debilidad de los cristianos y comenzó a unir a las fuerzas musulmanas. Foulque de Anjou, como rey de Jerusalén, mantuvo una política de protección hacia Damasco, a fin de mantener divididos a los mahometanos, pero a la larga resultó fatal. La conquista de Damasco era clave, pero nunca se consiguió. Después de la accidental muerte de Foulque, un poderoso contingente de cristianos venidos de Occidente, intentaron infructuosamente tomarla. Edessa se perdió en 1144.

A fines de 1143 el Reino de Jerusalén, organizado como Estado feudal, abarcaba de 650 a 800 km de largo. Ocupar el mayor número de castillos y el que estos estuviesen lo más próximos posible, era fundamental tanto para los cristianos como para los musulmanes. El Condado de Trípoli era el territorio cruzado más cohesionado de todos. La zona menos consolidada era el poco fértil extremo sur, entre el Mar Muerto y Egipto. El castillo de Kerak de Moab, al SE del Mar Muerto, estuvo siempre en manos cristianas y jugó un papel clave en el control del camino a Egipto, dificultando, a su vez, las comunicaciones entre el norte y el sur de la franja de Siria por el desierto. El punto fortificado extremo meridional de la costa era Daron (Darum), al sur de Gaza. El Reino de Jerusalén propiamente dicho, dependiente directamente del rey, estaba dividido en 16 feudos, cuatro de ellos baronías importantes: el puerto de Jaffa, la fortaleza de Kerak de Moab, el puerto de Sidón y la región de Galilea, con el lago Tiberíades. Al N de Beirut el vínculo feudal era ya más débil, y así mientras más lejos de la capital, Jerusalén. El Principado de Antioquía estuvo casi cincuenta años en poder de los príncipes cristianos occidentales; después, la retuvieron intermitentemente, pues a veces parte del territorio cayó en manos de Bizancio. Después de la caída de Jerusalén en 1187, pasó a manos de los armenios. El Condado de Edessa fue el primero en caer en poder de los musulmanes, en 1144. Como ya se ha dicho, el Reino de Jerusalén se mantuvo gracias a tres ayudas: la riqueza de las ciudades portuarias marítimas, el renovado entusiasmo de los que llegaban de Occidente y las Órdenes Militares, Templarios y Hospitalarios. La Segunda Cruzada ya estuvo lastrada por la rivalidad entre el emperador alemán y el rey francés. La Tercera aún estaría más marcada por las rivalidades dinásticas entre los reyes participantes, imperando los intereses particulares sobre los generales de la Cristiandad. De hecho, esta rivalidad entre los Plantagenet y los Capeto no sólo debilitaría mucho la presencia cristiana en Siria, sino que expulsaría a los Plantagenet de buena parte de Francia después de la Tercera Cruzada, provocando, una vez muerto el esfuerzo cruzado, la devastadora Guerra de los Cien Años.

No obstante, Hilaire Belloc no ve en los mencionados intereses dinásticos particulares la principal causa del debilitamiento del Estado cruzado, sino en el efecto del clima y en el mestizaje de los occidentales con sirios y armenios, que desnaturalizó al grupo de los caballeros cristianos occidentales en Oriente.

La política mantenida por el Reino de Jerusalén con la ciudad portuaria de Ascalón, al N de Gaza, era representativa de la relación que se quería tener con el Egipto fatimí, por si era necesario recurrir a él frente a Bagdad y el territorio controlado por Zengi. Los cuatro grandes poderes, entre 1143-1144, eran el Estado Cruzado, la vasta región controlada por Zengi (con Bagdad, Mosul y Aleppo), el emirato de Damasco y el Egipto fatimí. Ascalón cayó en manos cristianas en 1153, conquistada a los egipcios por el hijo de Foulque de Anjou.

La pérdida de Edessa en 1144 la atribuye en buena medida Belloc al carácter de su príncipe, Joscelin II de Courtenay, hijo de Joscelin I (éste se hizo con el gobierno de Edessa en abril de 1118). La madre de Joscelin II era una armenia, y él mismo no era ni enteramente armenio ni tampoco francés occidental. Poseía dos grandes defectos: no dominaba su comportamiento sensual y fomentaba la intriga por la intriga, en lugar de fijarse un objetivo concreto aun valiéndose de ella. Por si fuera poco, tampoco vivía en Edessa; prefería el lujo de las orillas del Éufrates. No estaba, pues, en contacto estrecho con la guarnición militar. Prefería la seguridad que le ofrecía la fortaleza de Turbessel. De otro lado, cuando se produce el ataque de Zengi a Edessa, a finales de 1144, el Reino de Jerusalén estaba en una situación de debilidad: desde nov de 1143 la regente era Melisenda, pues el rey, su hijo Balduino III, contaba sólo trece años. Zengi era consciente de la debilidad de Edessa y de Jerusalén. Supo aglutinar partidarios. El primer golpe contra Edessa lo dio el 28 de nov de 1144. Un mes después los musulmanes conquistaron la ciudad. A pesar de su crueldad, Zengi respetó la vida de los cristianos sirios, asesinando a cuantos occidentales encontraba, a fin de indisponer a los cristianos de Occidente con los de Oriente. De hecho, entregó el gobierno de Edessa a su arzobispo cristiano armenio. La caída de Edessa conmocionó a Occidente, que se enteró en la primavera de 1145. Este acontecimiento fue el detonante de la Segunda Cruzada, predicada a fines de marzo de 1146 por San Bernardo de Claraval en Vézelay. El gran místico, el hombre entonces más influyente de la Cristiandad, convenció al emperador alemán, Conrado III, para que marchara a Oriente junto con Luis VII de Francia. Sin embargo, Roger II de Sicilia no se sumó, debido a sus pretensiones respecto del Principado de Antioquía, gobernado entonces por Raimundo de Poitiers, tío de Leonor de Aquitania, esposa de Luis VII. También hubo dificultades entre los alemanes y los normandos de Sicilia. Por todo ello, al no poder contar con las naves sicilianas, de nuevo se recurrió a la ruta por tierra, por el valle del Danubio.

Ambos ejércitos, el francés y el alemán, partieron a finales de mayo de 1147, demasiado tarde. En total, unos 140.000 hombres, divididos en proporciones casi iguales: 70.000 cada cuerpo expedicionario. No sólo hubo grandes recelos entre alemanes y franceses, sino que también disputaron con el basileus, Manuel I Comneno. La creciente tensión hizo que Manuel I hiciese por su cuenta, a espaldas de los alemanes, la paz con los turcos. A mediados de octubre de 1147 llegó Conrado III más allá de Nicea. El 25 de octubre sufrió, cerca de Dorilea, una grave derrota ante los seljúcidas. Una semana después, los restos del ejército alemán llegaban a Nicea. Luis tardó más en pasar a Asia. Conociendo la derrota alemana, evitó el camino del N, bordeando la costa a través de Éfeso. Conrado intentó seguirlo, pero hubo de regresar a Constantinopla, donde el basileus consintió, en marzo de 1148, llevarlo con el resto de sus tropas a algún puerto cristiano en la costa siria. En cuanto a Luis, también fue atacado por los turcos en las gargantas montañosas antes de llegar a las llanuras de Cilicia, no lejos de Adalia (Attalia, pequeña ciudad en la costa de Pamphilia, al S de Pisidia). El grueso de ejército francés desembarcó en naves bizantinas en el puerto de San Simeón, en la desembocadura del Orontes, el 19 de marzo de 1148. No eran más de 15.000 hombres. A mediados de abril Conrado y un puñado de alemanes llegaron a San Juan de Acre, llevados también por los griegos. Otro contingente más numeroso de alemanes habíase ya presentado el 4 de abril en Jerusalén. El enemigo a batir era ahora el hijo de Zengi, llamado Nureddin o Nur al-Din († 15 mayo 1174), gobernador de Aleppo. Se celebró consejo entre los cristianos, pero la confusión del mismo se debió a cuatro causas: a) el debilitamiento de la monarquía, en manos de la regente Melisenda, madre de Balduino III, menor de edad; b) el contraste entre el Estado cruzado y los cristianos recién llegados de Occidente; c) las diferencias entre alemanes y franceses; d) el oscuro recuerdo de Damasco.

A pesar de las reticencias de muchos cristianos nativos, que consideraban el emirato de Damasco un aliado frente a los musulmanes del N y del E, se decidió tomar la ciudad. En pleno verano de 1148, ambos ejércitos se concentraron en Tiberíades; desde allí, pasando por el castillo de Banias, llegaron a Damasco a fines de la tercera semana de julio. El campamento establecióse al SO de la ciudad, con abundantes huertos y jardines, regados por las aguas del torrente Barada, que los cristianos controlaban. Excluyeron el N y el E, un oasis aún mucho mayor, por carecer de tropas suficientes. El peligro de ello era que se dejaba libre la entrada de refuerzos mahometanos por el N, desde Aleppo. El primer ataque cristiano se produjo el 24 de julio. Al día siguiente llegaron los refuerzos musulmanes del N, lo que permitió que la guarnición de Damasco y los refuerzos contraatacasen los días 26 y 27. En la noche del 26 al 27 tomaron los cristianos una disparatada decisión estratégica: levantar el campamento y trasladarse al NE de la ciudad, para atacar desde allí los muros de la ciudad, aunque eso suponía perder el control del abastecimiento de agua a Damasco. Aunque el traslado evitó el envío de nuevos refuerzos desde el N, era ya demasiado tarde. Cuando se acercaba Nureddin desde Homs, el viejo gobernador de Damasco, Mu’in ad-Din Unur, otrora aliado del Estado cruzado, amenazó con entregar la ciudad a los seljúcidas que se aproximaban. Conrado III y Luis VII levantaron sus campamentos el 28 de julio. En sólo cuatro días se perdió para siempre la Cristiandad en el Levante. La Segunda Cruzada había fracasado por completo.

Desde 1148, el objetivo central del Reino de Jerusalén fue impedir la conexión entre la Siria musulmana y Egipto. Cuando esa unión se produjo, el Estado cruzado estuvo perdido para siempre. Cuatro son las fases principales del desastre: a) unificación de Siria por Nureddin, que se termina en 1154, cuando el caudillo seljúcida entró victorioso en Damasco; b) la segunda fase se inicia en 1164, cuando comienza la conquista del Egipto fatimí por Siria, fase que termina en 1174, cuando muere Nureddin, con Egipto ya conquistado; en los doce años siguientes, Saladino se convierte en el amo del Cercano Oriente, incluyendo Egipto, Siria y Mesopotamia; la muerte del Reino de Jerusalén en la batalla de Hattin, a principios de julio de 1187.

Saladino logra sus fines más por sus dotes políticas que militares. La oportunidad del poder se le presentó sin él perseguirlo, aunque la aprovechó de inmediato. Con él, despertósele la ambición. Reaccionaba de manera inmediata ante cualquier crisis. Era un hombre cauto y astuto; no corría riesgos. Es difícil decir si puede acusársele en particular de crueldad. Fue un fanático religioso anticristiano, sin piedad ninguna con algunos, especialmente con los miembros de las Órdenes Militares. Hallaba cierto placer en la práctica ritual de la caballerosidad. Se ha exagerado su presunto respeto por adversarios de igual valor o poder. Pero su característica general no era ni la violencia ni la venganza. Sus características generales eran las de un erudito, un estudioso del Corán y de la teología islámica. La lucha en sí le atraía poco, pero gozaba en dirigir la lucha de los demás. Su principal característica era conocer a los hombres, y le encantaba ejercer ese talento en forma acabada. El destino le deparó un gran papel. Mucho le debió al nacimiento y al azar; lo demás, al cálculo. Era sincero en proclamar su adhesión a la palabra dada. Nació en Tikrit (Mesopotamia, en el Iraq actual), en el seno de una familia destacada de origen kurdo, en 1138, y murió en Damasco el 4 de marzo de 1193. Su padre era Ayub (Ayyub, esto es, Job), que estuvo al servicio de Zengi y de su hijo Nureddin.

Aquella política del Estado cruzado respecto del Egipto fatimí, pasó a ejercer una mayor presión cuando se decidió tomar la ciudad portuaria de Ascalón, en manos fatimíes, que cayó en poder de Balduino III en 1153. Toda la franja costera desde Alejandreta hasta Ascalón estaba en manos cristianas. Pero esta conquista fue baldía. El 25 de abril de 1154, Nureddin, entonces señor de Aleppo, entró triunfalmente en Damasco. El cerco contra los cristianos se estrechaba. A principios de 1163, al año escaso de acceder al trono Amaury I, un visir árabe de Egipto llamado Shawar pidió refugio en Damasco, donde prometióle a Nureddin enormes tributos si le restituía en el poder en el califato fatimí. El visir rival de Shawar en Egipto, llamado Dirgham, negóse a entregar el tributo tradicional a Amaury, invadiendo éste el Delta en sept de 1163, pero la crecida del Nilo lo detuvo. Pero al enterarse Dirgham de que Nureddin pretendía invadir Egipto, trató de reconciliarse con Jerusalén. La invasión de Egipto estaba ya decidida. Nureddin decidió que el ejército sirio fuera dirigido por Shirkuh, hermano de Ayub y tío de Saladino, que entra por vez primera entonces en la Historia, al decidir Shirkuh que lo acompañase. En mayo de 1164 fue repuesto Shawar en el poder. Al negarse Shawar a satisfacer los tributos acordados, Shirkuh ocupó el Delta oriental. Shawar recurrió a Amaury. La situación quedó aparentemente en empate, ´consintiendo Amaury en una tregua en Egipto. Entretanto, a fines de 1164, Nureddin tomó el castillo de Banias, al NE del Mar de Galilea, llevándose prisioneros al príncipe de Antioquía y al conde de Trípoli. Con los primeros fríos de 1167, aunque Nureddin dudase, Shirkuh le convenció de volver a intentar ocupar Egipto. En agosto de 1167, una vez más Damasco y Jerusalén consintieron en abandonar por el momento la conquista de Egipto. Pero cuando en nov de 1168, Amaury volvió a intentarlo, el propio califa fatimí recurrió a Nureddin, quien se adelantó a los cristianos y envió un ejército al mando de Shirkuh que ocupó El Cairo, esta vez de modo definitivo. Cuando Shirkuh murió a finales de marzo de 1169, llegó la hora de Saladino. Inmediatamente fue nombrado visir por el califa fatimí, pero Saladino ordenó que en las plegarias de las mezquitas se incluyese a su señor, el ortodoxo Nureddin. Lo primero que hizo Saladino fue aniquilar a la guardia personal del califa, negros sudaneses que conspiraban contra él. Amaury, por su parte, ayudado por los bizantinos, intentó un nuevo golpe, sitiando Damieta, al este del Delta, en oct-nov de 1169, pero el sitio no llegó a nada. A finales de 1170 Saladino tomó Gaza, pero no pudo ocupar el castillo. En sep de 1171 se ordenaron plegarias en las mezquitas de El Cairo por el califa sunní de Bagdad. En nov de ese año moría el califa fatimí (chiita), Al-Adid. La revolución religiosa se había consumado a favor de la ortodoxia sunní.

El 15 de mayo de 1174 murió Nureddin. Saladino escribió una carta mostrando su lealtad a la dinastía de Zengi, representada ahora en su nieto, As-Salih Ismail, el hijo de Nureddin. Pero faltó a su palabra. El 27 de nov de 1174 entró en Damasco. El hijo de Nureddin estaba en Aleppo, que Saladino se propuso sitiar. Antes, venció a otro nieto de Zengi y primo del heredero, que gobernaba en Mosul. Durante 1175 y 1176, Saladino ocupóse en someter a los partidarios del hijo de Nureddin. La lucha prolongóse hasta 1183, pero ya antes habíase proclamado rey, acuñando moneda con su nombre (Yusuf, hijo de Ayub). La oposición seljúcida le impidió acabar antes con el Reino de Jerusalén. También se opuso a Saladino la extraña secta de unos fanáticos disidentes conocidos como los “comedores de haxis (hashish)”, los Assassins (Asesinos) o Nizaríes, de donde procede el término “asesino”. Eran chiíes ismaelitas que ocupaban el difícil terreno montañoso entre Antioquía y Latakia (Laodicea).

[En su Historia de las Cruzadas, segunda parte, libro I, resume brevemente Steven Runciman la aparición de esta secta de los Hashishiyun o Asesinos, nombre con el que se conoció posteriormente a sus miembros. Durante las últimas décadas del siglo XI el persa Hasan as-Sabah fundó y organizó este cuerpo religioso. Hasan se había convertido a la doctrina ismaelita, de la que eran patronos los califas fatimitas chiíes de Egipto, y se hizo un adepto de la batanya, su ciencia esotérica. Sus miembros constituyeron una orden, unida por obediencia estricta a él como gran maestre, que la utilizó para fines políticos, dirigida contra los califas abasidas de Bagdad, a cuya legitimidad se enfrentó, y de manera particular contra sus amos seljúcidas. Su principal arma política era la que sus seguidores llamarían asesinato. En 1090 Hasan estableció su cuartel general en la región de Khorassan, en la inexpugnable ciudadela de Alamut, el Nido del Águila, muy cerca del sur del Mar Caspio, al N del actual Irán. A principios del siglo XII fundáronse logias de Asesinos en Siria. Tancredo de Antioquía, el sobrino de Bohemundo de Tarento, beneficióse de la política de los Asesinos durante unos años. Los Asesinos comenzaron a actuar en Siria en 1103].

El 11 de junio de 1174 había muerto el rey Amaury I. Le sucedió su hijo Balduino IV, el rey leproso, todavía un niño de trece años. La monarquía cristiana de Jerusalén se encontraba en una situación de gran debilidad. El 25 de nov de 1177, Saladino intentó infructuosamente apoderarse de Ascalón. En 1178 derrotó a los cristianos en Hamah, llevando a cabo una matanza de los prisioneros cruzados. En 1179 hizo prisioneros a grandes jefes cristianos, incluido el rey leproso, obteniendo por sus rescates enormes sumas. El 12 de junio de 1183 se hizo con Aleppo. En la primavera de 1186, después de que toda Mesopotamia lo aceptase como soberano, estaba preparado para el ataque definitivo. Sus dos mayores enemigos eran Reginaldo (Reinaldo, Renaud) de Châtillon y el Gran Maestre de los Templarios. Reginaldo, nacido hacia 1120, llegó a gobernar Antioquía, estuvo dieciséis años prisionero en Aleppo, y, una vez libre, se casó con la heredera de la baronía de Transjordania y se convirtió en señor del Kerak de Moab. Al morir Balduino IV el 16 de marzo de 1185, su sucesor, su sobrino Balduino V, murió muy pronto, en agosto de 1186, siendo todavía un niño. Entonces, los grandes señores eligieron como rey a Guy de Lusignan, segundo esposo de Sibylle, hermana del rey leproso y madre de Balduino V. Los principales apoyos de Guy fueron Renaud de Châtillon y el Gran Maestre de los Templarios.

A principios de 1187, Renaud de Châtillon atacó una gran caravana que se dirigía a La Meca, haciendo prisionera (quizás fue en otro ataque) a la propia hermana de Saladino, cuyo odio encendióse con reavivada fuerza. En junio de 1187 Saladino logró reunir un ejército de unos cien mil hombres, doce mil de ellos armados completamente y protegidos por cotas de mallas. Los cristianos sólo dispusieron de un total de quince a veinte mil hombres, de los que sólo 1.200 o 1.500 eran caballeros, y eso desguarneciendo las fortalezas.



El 2 de julio de 1187, los cristianos estaban en los manantiales de Saffuriya (Saffūriyya), unos 25 km en línea recta al oeste del Mar de Galilea y de la ciudad de Tiberíades. De las dos posibilidades que había, se desechó la de Raimundo de Trípoli de refugiarse en San Juan de Acre. El rey, Renaud de Châtillon y el Gran Maestre de los Templarios decidiéronse por avanzar hacia el este, donde estaban acampados los mahometanos. Pusiéronse en marcha al amanecer del 3 de julio. En la madrugada del día 4 ya había comenzado el movimiento envolvente de los musulmanes, muy superiores en número. Guy de Lusignan plantó su tienda roja en el lugar conocido como los cuernos de Hattin, dos protuberancias rocosas en una pradera no muy empinada desde la que se divisa el Mar de Galilea, a unas cinco millas de la ciudad de Tiberíades. La batalla de Hattin, durante la mañana del 4 de julio de 1187, supuso una completa derrota para los cristianos, que sufrieron un espantoso aniquilamiento. Ese campo de Hattin, que debería ser el más famoso del mundo, en palabras de Belloc, vio caer la Cruz ante el islam. Raimundo de Trípoli logró escapar a Tiro, a unos 80 km, conservando este puerto que resultó decisivo en la Tercera Cruzada. Saladino mató con sus propias manos a Renaud de Châtillon, de igual modo que hizo asesinar a todos los caballeros templarios y hospitalarios hechos prisioneros. A Guy de Lusignan le perdonó la vida: “Los reyes no matan a los reyes”, le dijo. Toda Tierra Santa cayó, con Jerusalén a la cabeza y todos los puertos menos el de Tiro. En los primeros días de octubre de 1187 todo había terminado. Desde entonces jamás ha vuelto a estar Jerusalén en poder de los cristianos.


Málaga, 21 de junio de 2018, festividad de San Engelmond, monje benedictino inglés, evangelizador de Frisia, fallecido hacia 739.


martes, 8 de diciembre de 2015

Artículo nº 56 / Reflexiones en torno a Anna Arkádievna Karénina, por Enrique Castaños





Reflexiones en torno al personaje de Anna Arkádievna Karénina


© ENRIQUE  CASTAÑOS




Una de las más sorprendentes paradojas con que puede encontrarse el lector de la novela Anna Karénina, escrita por León Tolstói entre 1873 y 1877, es que si bien, de un lado, el personaje de Anna Arkádievna Karénina, de soltera princesa Anna Arkádievna Oblónskaia, va tomando gradualmente forma corporal, y, en menor medida, espiritual desde el inicio mismo de la obra, a pesar de que su aparición física y concreta no se produce hasta el capítulo XVIII de la primera parte, hasta constituir un ser del que creemos poder vislumbrar con nitidez sus proporciones corpóreas e incluso alguno de sus más íntimos sentimientos cuando finalizamos de leer la novela, sin embargo, de otro lado, al transcurrir tan sólo muy pocos días después de haber llegado a ese término, comprobamos con perplejidad que Anna Arkádievna comienza, asimismo paulatinamente, pero ahora a mayor velocidad, a diluirse en nuestra mente, desdibujarse en nuestra memoria, como si se nos escurriera por casi imperceptibles intersticios, llegando un momento en que, en efecto, se nos ha ido, se nos ha escapado, si bien, debido a la extraordinaria y magnética fascinación que el personaje ejerce en nosotros, no tenemos más remedio que volver otra vez sobre él, releer atentamente de nuevo toda su trágica experiencia vital, y volvernos a saciar de su entera presencia, de sus gestos, de su sonrisa, de su expresión, de sus silencios, de su hermosura, de su belleza, de su enigmática inteligencia, de su aún más misteriosa vida espiritual, de su inagotable pasión amorosa, hasta la próxima vez que sintamos la acuciante necesidad de regresar a este hontanar profundo e inextinguible. Porque, no nos engañemos, tendremos, a lo largo de la existencia, que volver una tercera vez a leer la novela, e incluso una cuarta, una quinta y todas aquellas que estemos dispuestos a concederle a nuestro devenir, y siempre nos ocurrirá lo mismo ante Anna Arkádievna, a saber, que creeremos poseerla, descifrar su oculto secreto, pero ella permanecerá inalcanzable, inaprehensible, lejana y misteriosa como Monna Lisa sentada junto a un recodo no identificado del Arno.

No ha tenido suerte en general nuestra heroína con la crítica literaria. Por diversas y hasta opuestas consideraciones, los críticos y comentaristas de la novela apenas si se han ocupado de ella, de la amante, de la madre, de la esposa, de la hermana, de la cuñada, de la amiga, de la confidente, es decir, de la mujer de carne y hueso, de la mujer que ama, siente y piensa, sino que han preferido entretenerse en valoraciones estilísticas y artísticas de carácter general, en apreciaciones sociológicas e históricas, o se han inclinado por desmenuzar el pensamiento, la psicología, la concepción de la vida y del mundo de Konstantín Dmítrich Lievin (transcribo los nombres propios basándome en la traducción de Leoncio Sureda Guyto y Alfredo Santiago Shaw para la editorial Cátedra, aunque también he tenido muy presente la traducción de las hermanas Irene y Laura Andresco Kuraitis para la editorial Aguilar), el otro héroe de la obra, en buena medida completamente antagónico a la protagonista, creyendo, de este último modo, penetrar en los ocultos secretos del hombre León Tolstói, pues, como advirtiera por vez primera Dostoyevski, entre julio y agosto de 1877, en las páginas de su Diario de un escritor, Lievin no es más que el alter ego de Tolstói, su portavoz cualificado, de igual modo que en su tercera y última gran novela, Resurrección, terminada en diciembre de 1899, el príncipe Dimitri Ivánovich Nejliúdov es el postrer vocero de las regeneradoras ideas religiosas y sociales del escritor.

Las principales excepciones a esa mirada esquiva sobre Anna Arkádievna quizá sean los ensayos de Dmitri Merejkovski (San Petersburgo, 1865-Biarritz, 1941) y George Steiner (París, 1929). Precisamente fue éste último quien en 1959, en su ensayo Tolstói o Dostoievski, afirmaba que «Ana Karénina muere en el mundo de la novela; pero cada vez que leemos el libro resucita, y aun después de haberlo terminado tiene otra vida en nuestro recuerdo» (Madrid, Siruela, 2002, pág. 258), una apreciación no exactamente idéntica, pero sí parecida a la que acabo de exponer en el primer párrafo de este artículo. A pesar de que el eximio crítico francés considera a Merejkovsky un «testigo errático» y «poco digno de confianza», si bien admite que se trata de alguien «esclarecedor» (ibídem, pág. 21), en lo que a la observación acerca de los dos titanes rusos se refiere, Dostoyevski y Tolstói, tengo para mí que la mirada de Merejkovsky, en ciertos aspectos, es más aguda que la de Steiner, especialmente sobre Tolstói, aunque también resulta imprescindible para comprender determinadas parcelas de Dostoyevski, si bien para ello habrá asimismo que tener en cuenta su libro de 1906, revisado en 1936, titulado El profeta de la revolución rusa, al que me he referido ampliamente en mi ensayo de noviembre de 2012 sobre El idiota, y eso sin olvidar que la más penetrante aproximación al autor de Crimen y castigo probablemente sea la de Nicolay Berdiaev (Obujovo, cerca de Kiev, 1874-Clamart, cerca de París, 1948), terminada de escribir en Moscú en septiembre de 1921, y cuyo título es El espíritu de Dostoyevski, al que también me remito numerosas veces en aquel ensayo y en el que dediqué a la novela El adolescente en septiembre de 2013. El estudio de Merejkovsky al que hace referencia Steiner, así como incontables críticos posteriores, es el titulado en la traducción española Tolstoi y Dostoievski (Buenos Aires, Cronos, 1946), publicado en ruso en 1901, en inglés en 1902 y en francés en 1903, es decir, cuando aún vivía Tolstói y todavía no había escrito Después del baile (1903) ni terminado Hadji Murat (1896-1904). La edición francesa dice así: Dmitry Sergeyevich Merezhkovsky, Tolstoï et Dostoïewsky: la Personne et l’Oeuvre, Paris, Perrin, 1903. Traducción del ruso de Maurice Prozor y de Serge Persky. Prefacio de Maurice Prozor. Son necesarias estas precisiones porque la traducción de Aníbal Leal en la única edición en español que existe, dificilísima de encontrar, ya que ni siquiera la posee la Biblioteca Nacional de Madrid, es una versión, no directamente del ruso, sino de la edición francesa―de la que se incluye íntegro el prefacio del diplomático y escritor Maurice Prozor (Vilna, 1849-Niza, 1928), descendiente de una familia de nobles lituano-polaco-rusos―, razón por la que adolece, como es natural, de defectos y de algunas imprecisiones, aunque, hay que reconocerlo, el espíritu del magistral ensayo se mantiene, a pesar de las dificultades que entraña acercarse, de modo indirecto, al lenguaje literario-místico-filosófico de uno de los mayores representantes del Simbolismo en Rusia.

Dostoyevski fue la primera persona en el mundo que reconoció abiertamente el inigualable valor artístico de Anna Karénina: «No por ello deja de ser Anna Karénina, como obra de arte, algo perfecto… Una obra junto a la cual no tienen las literaturas europeas actuales ninguna otra que poner» (Diario de un escritor, Madrid, Aguilar, 1961, tomo III, pág. 1307. La traducción directa del ruso es de Rafael Cansinos Asséns. La amplísima reseña de Dostoyevski, unas veinticinco páginas de la mencionada edición, corresponde a julio y agosto de 1877, al poco de publicarse la octava y última parte de la inmortal novela. La séptima parte, con la que muchos creyeron que concluía la obra, leyóla Dostoyevski en primavera). Pero Fiodor Mijáilovich no se detiene apenas, en tantas páginas, que pueden ser al menos cincuenta en una edición normal, en Anna Arkádievna, como tampoco lo hace en prácticamente ningún otro personaje de la novela, salvo Lievin. La casi entera totalidad de su extenso comentario está dedicada a lo que Konstantín Dmítrich dice en esa octava parte, especialmente sobre la conveniencia o no de que Rusia ayudase a los serbios en la guerra con Turquía, parte que puede parecer impostada, innecesaria, después del trágico final de la heroína, del que habían transcurrido ya cerca de dos meses, pero que para Tolstói resulta imprescindible―nada hay arbitrario o casual en un texto escrito por el inconmensurable autor de Yasnaia Poliana―, no sólo para saldar cuentas con Alexiéi Kirílovich Vronski, el amante de Anna, sino, fundamental y principalísimamente, para dejar que se complete la regeneración, la transformación religiosa de Lievin, y para que éste pueda pronunciarse a propósito de un asunto tan candente y tan espinoso, por las abiertas discrepancias entre occidentalistas y eslavófilos, como era el de la cuestión de Serbia. Naturalmente que Dostoyevski, un autor que siente predilección por los personajes atormentados, por los asesinos, por los nihilistas, por los ateos, por las prostitutas de corazón puro, por los idiotas, por los tísicos, por los epilépticos, interesóse por Anna Arkádievna―¿cómo no iba a interesarse por ella y por su trágico destino un espíritu en llamas capaz de tanta compasión y de tanta piedad?―, por su pasión incontenible, por el callejón sin salida ante el que se encuentra su vida, pero en esta ocasión prefiere callarse: es un asunto que él conoce mejor que nadie entre sus contemporáneos, como lo demuestran sus cuatro grandes novelas hasta ese momento. A Dostoyevski, un eslavófilo al que resulta inútil intentar simplificar u ofrecer una visión estereotipada de sus ideas, como han creído conseguir algunos críticos e historiadores incluso inteligentes, sólo le mueve ahora desenmascarar a Tolstói, no porque pretenda dejarlo en ridículo, no porque sienta envidia de él, no por ninguna animadversión en especial, sino tan sólo porque quiere que prevalezca la verdad, que se arroje luz sobre un aspecto oscuro y difícil: ¿qué piensa verdaderamente Tolstói? El primero en percibir que Lievin es un alter ego de Tolstói, como hemos dicho, fue Dostoyevski, lo cual significa que, para conocer en realidad al patriarca bíblico de Yasnaia Poliana, tan oculto y secreto en el fondo a través de sus prolijas declaraciones, cartas, memorias y confesiones, como tan perspicazmente diose cuenta Merejkovski ya en 1901, hay que escuchar atentamente lo que dicen algunos de sus personajes, pues ellos nos transmiten con meridiana fidelidad los anhelos de un espíritu permanentemente insatisfecho: Pierre Bezújov, Lievin y Nejliúdov.

Con respecto a la supuesta conversión religiosa de Lievin a la fe cristiana y a su pretensión de considerarse a sí mismo pueblo, escribe en esa reseña Dostoyevski: «En una palabra: que han cesado las dudas, y Levin, finalmente, ha encontrado la fe; cree, pero ¿en qué? Aún no la ha formulado exactamente. Sólo se plantea alegremente la cuestión. “¿Es ésta verdadera fe?” Pero se ha de suponer que no. Más aún: es muy probable que los individuos del temple de Levin no lleguen a tener nunca una fe definitiva. Levin se llama a sí mismo pueblo; pero es un noble, un aristócrata rural de Moscú, de ese mismo círculo medio cuyo particular historiador es el conde L. Tolstoi […] Sólo quiero hacer constar aquí que precisamente esos señores de la categoría de Levin nunca pueden volverse enteramente pueblo por más tiempo que vivan entre o al lado del pueblo, eso es, pues en más de un aspecto no lo entenderán nunca. La propia idea y el simple deseo―y además tan extraño―no bastan para convertir de repente a un hombre en lo que querría ser. Podrá ser cien veces terrateniente, y hasta un terrateniente laborioso; conocer todas las faenas del campo, ser ducho hasta en lo tocante a segar y enganchar una carreta, y saber que a los panales se les ponen pepinillos frescos, pero en su alma, pese a toda su buena voluntad, siempre queda algo que, a mi juicio, puede llamarse simplemente holgazanería […] En resumidas cuentas: que ese Levin, esa alma honrada, es al mismo tiempo un alma caóticamente ociosa par excellence, pues de otra suerte no sería lo que es: un señorón contemporáneo de la Inteligencia rusa y, además, de la nobleza media» (Diario de un escritor, op. cit., pág. 1312). El vocablo «holgazanería», en la traducción española del ensayo de Merejkovsky, se convierte en «divagación».

Dejo a un lado, pues no es objeto de estas líneas, la cuestión nacionalista y geopolítica, ante la que Lievin, es decir, Tolstói, adopta una actitud contraria a la guerra, a cualquier guerra, por justa que sea su causa. Así pensaba ya Tolstói antes de 1881, cuando él y su esposa se trasladan con sus hijos a Moscú, a fin de estar pendientes de la educación de sus retoños. El tema, qué duda cabe, es en sí mismo polémico y enjundioso, al menos desde que Santo Tomás de Aquino hablase ya en el siglo XIII, y defendiese, el concepto de «guerra justa» y de desobediencia legítima contra la tiranía.
El propósito principal del comentario de Dostoyevski es llamar la atención acerca del carácter forzado y artificial del personaje de Lievin, elaborado muy concienzudamente por Tolstói para poder expresar con libertad las ideas que comienzan a asaltarlo desde el inicio mismo de la redacción de la novela. Para ser verdaderamente del pueblo―Dostoyevski, un plebeyo, hijo de un médico pobre, sí que sabía desde su infancia qué significaba pertenecer al pueblo, mientras que Tolstói procedía por ambas ramas familiares de la aristocracia, poseyendo él mismo, al casarse, un patrimonio considerable, calculado en unos seiscientos mil rublos―, Lievin tendría que haber renunciado por completo a su estatus social, a sus privilegios de miembro de la nobleza rural, a todas sus posesiones, entregándoselas a los campesinos. Sobre este asunto, el mandato evangélico, que tanto le obsesiona, es claro y taxativo. El joven rico, si quiere entrar en el reino de los cielos, deberá distribuir sus riquezas entre los pobres y seguir a Jesús. No hay término medio, ni ambigüedades, ni posibilidad alguna de engañarse. Ya he adelantado que no voy a extenderme sobre esta cuestión, muy clarividentemente abordada, siguiendo el razonamiento de Dostoyevski, por Merejkovsky en su citado ensayo sobre ambos colosos rusos, pero convendría recordar que Tolstói hizo un intento, después de terminada ya Anna Karénina, de llevar a cabo la exhortación de Jesús, impulso que se quedó prácticamente en nada ante la poderosa reticencia de Sofía Andriéievna Behrs, o sea, Sofía Andriéievna Tolstáya, su esposa, con la que se casó Tolstói en 1862, cuando ella tenía dieciocho años―por supuesto que no es tampoco ninguna casualidad que Lievin tenga al comienzo de la novela treinta y dos años, y su amada, Katerina Alexándrovna Scherbátskaia, Kiti para todos, dieciocho―. Sofía Andriéievna adujo argumentos muy sólidos y persuasivos para oponerse a los deseos de su marido de repartir toda su hacienda entre los campesinos, sobre todo qué iba a ser del porvenir de su numerosa prole (de trece hijos, vivieron ocho). ¿Fue un intento sincero y firme por parte del escritor? No voy tampoco a entrar en ello; invito tan sólo al lector a que se detenga en las apreciaciones de Merejkovsky. Lo que sí podemos asegurar es que, aquello que al principio constituía una rémora para el acrecentamiento del patrimonio heredado por el conde León Tolstói, a saber, su dedicación a la escritura, convirtióse con el tiempo en una saludable e inesperada fuente de ingresos, mejor dicho, de pingües beneficios, gracias a la sabia administración de Sofía Andriéievna, quien no sólo liberó a su marido de cualquier contacto con el dinero y con la intendencia en general de Yasnaia Poliana, sino que asumió ella misma la relación con los editores, sin que el genio tuviese que ocuparse de otra cosa que no fuese satisfacer su propio ego. Incluso las copias a limpio de los manuscritos las efectuaba ella misma en sus escasos ratos de ocio, así como las correcciones y pruebas de imprenta. Baste señalar que Anna Karénina, de más de seiscientas páginas, fue copiada íntegramente a mano por ella hasta siete veces. Sofía Andriéievna, al igual que la Natasha Rostova de Guerra y paz, o dos de las hermanas Scherbatski, la mentada Kiti, la esposa de Lievin, y Daria Alexándrovna Scherbátskaia, Dolly, la cuñada de Anna Arkádievna, son hembras fecundas, ocupadas por entero de sus maridos, de sus hijos y del hogar. Sin ellas, ni sus maridos podrían dedicarse a lo que se dedican, ni la casa funcionaría en absoluto. Aman desinteresadamente a sus esposos y aceptan desde el principio estar en segundo plano, facilitándoles a ellos el camino para que puedan entregarse por entero a sus «importantes» ocupaciones. Contra ese estado de cosas se rebelará con todas sus fuerzas Anna Arkádievna. Cuando Dolly se decide a visitar a Anna, que vive junto a Vronski en la soberbia finca patrimonial que éste posee en el campo, durante el largo trayecto tiene tiempo suficiente para repasar severa y sinceramente su doliente vida, pues no sólo la engaña su marido con otras mujeres, sino que hasta entonces no ha hecho otra cosa que estar encinta, tener hijos (le viven seis), amamantarlos, «siempre extenuada y áspera, detestada por mi marido y fastidiosa a los ojos de todo el mundo» (sexta parte, cap. XVI).


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Tan sólo tres medianos párrafos, iguales en extensión, están dedicados directamente a Anna Arkádievna en aquella reseña. El corazón de esos párrafos son las palabras que Dostoyevski le atribuye a la heroína: «La venganza es mía; quiero satisfacerla». Estas palabras, exactamente así, no las pronuncia Anna, pero para el caso es lo mismo, pues Dostoyevski ha sabido recoger con prístina claridad e innegable fidelidad el penúltimo pensamiento de Anna antes de arrojarse a las vías de la estación moscovita de Nizhni Nóvgorod. Una vez leída, en la propia estación, la última nota enviada por Vronski, y después de esbozar una «sonrisa sardónica», lo que piensa Anna es: « ¡No, ya no te permitiré que me hagas sufrir así! » Más adelante, explicaré por qué es decisivo que ése no sea el postrero pensamiento de Anna, antes de perder la conciencia, como consecuencia del brutal golpe, y morir. Pero ahora me interesa intentar clarificar el núcleo de la penetrante reflexión dostoyevskiana. La decisión de vengarse de su amante provocándose ella misma la muerte, es para Dostoyevski prueba irrefutable de «que el mal está arraigado en el hombre más hondo de lo que los socialistas [esto es, los nihilistas] suponen»; «que el mal es aún inevitable, en toda organización social, por perfecta que fuere; que el alma del hombre es siempre la misma»; que «las leyes que rigen el espíritu humano nos son […] desconocidas […], resultan aún […] vagas y […] misteriosas». El hombre «debe saber […] que no es ningún juez definitivo, sino más bien un pecador; que la balanza y la medida, en sus manos, son un absurdo, como no se incline él mismo ante la ley del todavía no sondeado misterio y no busque su única salvación… en la piedad y el amor» (Diario de un escritor, op. cit., págs. 1308-1309). ¿Por qué se expresa Dostoyevski con tanta dureza, sobre todo si tenemos en cuenta que el suicidio de Anna no es en absoluto comparable con el suicidio de las abyectas criaturas creadas por él en Demonios? La razón estriba en el hecho mismo de la venganza que decide Anna tomar contra su amante, vindicta que se concreta en el inicuo acto del suicidio. Al quitarse la vida, Anna ha cometido un terrible pecado, puesto que ha desafiado las leyes divinas, ha osado erigirse en juez, cuando sólo puede existir, cree firmemente Dostoyevski, un único Juez, Cristo, cuya misericordia es infinita. Ése es el único mal que anida en Anna y al que se refiere Dostoyevski. Pero, mucho más que Tolstói, Dostoyevski es un supremo conocedor del corazón del hombre, es posible que el más profundo intérprete que haya existido nunca del sangrante corazón del hombre, el insuperable observador y analista de la atormentada existencia de esa criatura buena, desvalida, indefensa, pecadora y mala, todo simultáneamente en el decurso de una vida, que es el hombre. Como dice de modo muy certero Nikolay Berdiaev, Dostoyevski, más que un psicólogo realista, lo que verdaderamente es, es un «antropólogo», un «pneumatólogo» y un «metafísico simbolista», pues nadie como él ha penetrado de manera tan profunda en el espíritu más recóndito del hombre, en aquello que lo vincula con Cristo y en aquello que lo une con el problema del mal y con el de la libertad (Nikolay Berdiaev, El espíritu de Dostoyevski, Granada, Nuevo Inicio, 2008, pág. 21). ¿Creen ustedes que Dostoyevski iba a condenar, así, sin más, como sí que lo hace la sociedad biempensante de la novela, a Anna Arkádievna? ¿Es que no conoce él la atormentada peripecia vital de esta heroína cuya «nobleza de corazón» es «indestructible»? Es George Steiner quien emplea esas justas y hermosas palabras para referirse a Anna (Tolstói o Dostoievski, op. cit., pág. 106). El mismo crítico ha captado algo esencial y que muy pocos han percibido, entre ellos, desde el primer instante y antes que nadie, el propio Dostoyevski; de ahí que derrame su perdón sobre el cuerpo y el espíritu lacerados de Anna Arkádievna. Antes de transcribir las palabras de Dostoyevski en las que se explicita aquel perdón, desvelemos qué es aquello tan significativo que captó sin duda el artífice del Diario de un escritor, sin decirlo abiertamente, y que nos confiesa Steiner. Pues no es otra cosa que el hecho de que Anna Arkádievna es la única criatura salida de la imaginación de Tolstói que no va a someterse a las imperativas leyes racionales y lógicas del escritor, sino que tendrá vida propia, por completo independiente, es decir, que siempre pertenecerá al territorio libérrimo de la fantasía artística y se zafará del encorsetamiento que impone la metódica y fría razón ilustrada (ibídem, pág. 288). Quiero decir que Anna, a pesar de Tolstói mismo, es el único personaje «dostoyevskiano» de las novelas del educador de Yasnaia Poliana, inmediatamente reconocido como una criatura semejante a las suyas por el autor de El idiota. Precisamente en esta última novela encontramos un personaje cuya mixtura espiritual es semejante a la de Anna Arkádievna, una mujer caída, una pecadora, una prostituta limpia de corazón, una arrolladora e incomparable encarnación femenina: Nastasia Filíppovna. También ella desafía las normas, las reglas sociales; también ella posee una portentosa capacidad de amar. Cuando el príncipe Mischkin la elige a ella como esposa, en vez de a la maravillosa y angelical Aglaya Ivánovna, una elección dictada por la piedad y por la compasión, Nastasia, que ama a Mischkin y que ha sido la única persona de toda la novela en reconocer en él a «un hombre», debido a la pureza de espíritu y a la integridad moral de la personalidad de Liov Nikoláyevich, Nastasia, digo, otorgándole un giro inesperado a la narración, lo abandona a la entrada de la iglesia donde iban a casarse, ante la mirada de la atónita multitud congregada al efecto, marchándose velozmente con el sombrío Rogochin, el hombre que la ha maltratado de todos los modos posibles, el hombre del que ella está plenamente segura que acabará matándola, como de hecho hace, traspasándole el corazón con una afilada daga en la que ya reparase el inmaculado príncipe. Nastasia Filíppovna no se ha suicidado, pero se ha entregado voluntariamente al sacrificio, por Mischkin, ese epiléptico, ese alter Christus que ella ama (ver mi ensayo «El príncipe Mischkin de El idiota como arquetipo moral», de noviembre de 2012). Sólo un lector que haya comprendido el espíritu de Dostoyevski, esto es, un lector, como indica Berdiaev, que tenga una estructura del alma determinada y una especial predisposición espiritual para tal comprensión, puede ser capaz de registrar el carácter anómalo, extraño, perturbador, misterioso, enfermizamente atractivo de Anna Arkádievna, precisamente porque desborda amplísimamente los moldes y crisoles en los que Tolstói suele otorgar forma a sus criaturas y encarnaciones racionales. Dostoyevski debió identificarla de inmediato como una de las suyas, una nueva María Magdalena rusa. En ese sentido, Anna Arkádievna Karénina es un caso único en la literatura universal, salvo, naturalmente, otras heroínas dostoyevskianas, principalmente la aludida Nastasia Filíppovna, pero también, aunque en menor medida, Sonia Marmeladova, otra prostituta de corazón puro que es el único ser sobre la tierra capaz de redimir a Rodion Románovich Raskólnikov de su horrendo doble crimen. Sugiere George Steiner que Tolstói pudo enamorarse del personaje de Anna, y que ello le permitió concederle una libertad desconocida en sus restantes criaturas (Tolstói o Dostoievski, pág. 288). Es posible, pero también podría serlo, aunque siempre debemos ser cautos con las informaciones que nos suministra el propio Tolstói o las personas de su entorno acerca de lo que creía y pensaba, que Anna empezó a resultarle, al cabo de un tiempo, un personaje incómodo, hasta el punto que se sentía a disgusto escribiendo las postreras partes de la novela, lo que le condujo a retrasarse en su conclusión, así como al deseo de terminarla como fuese. Sinceramente, no lo creo así. En esas declaraciones, que podemos leer desperdigadas por sus múltiples escritos autobiográficos, por las propias confesiones de su abnegada esposa, o por los textos compuestos por Anna Seuron, la institutriz que escribió Seis años en la casa del conde León Tolstói, un libro publicado en Berlín en 1895 que bordea la «malicia» y la «mediocridad», según Merejkovsky (Tolstoi y Dostoievsky, op. cit., pág. 33); por Sergei Andreevich Bers (o Behrs), el hermano de Sofía Andriéievna, autor de unos Recuerdos sobre su cuñado que, más que una biografía, son, en palabras de Merejkovsky, una «hagiografía» (ibídem, pág. 47); por, en fin, Piotr Alexiéivich Sergueienko (1854-1930), autor del libro titulado Cómo vive y trabaja L. N. Tolstoi, publicado en Moscú en 1898; en ese tipo de declaraciones, decía, parece deslizarse la animadversión de Sofía Andriéievna hacia Anna, un personaje, que, es lo más lógico, no le debió resultar nada simpático a la enérgica condesa consorte. Sobre todo, puede inferirse, al advertir la libertad de sus movimientos (que no puede ocultarnos su aprisionamiento, sobre todo por el rechazo definitivo de su marido a concederle el divorcio y por la negativa a otorgarle la custodia de su hijo), la independencia de su espíritu, el desafío que lleva a cabo contra la alta sociedad y la hipócrita moral del gran mundo. Sofía Andriéievna debió darse plena cuenta de cómo respiraba libremente y crecía, gracias a la suprema maestría artística de su marido, el funesto personaje de esa perdida, de esa mujer adúltera. ¿Traicionaría, por primera y única vez, el inconsciente a León Tolstói? Éste, que durante toda su vida condenó los desórdenes sexuales en el matrimonio, en concreto el adulterio, bien sea por parte del marido o de la esposa, según podemos corroborar en las propias reflexiones de Lievin que nos desvela el omnisciente narrador de la novela, esto es, que «no concebía el amor fuera del matrimonio», llegando incluso a tener «un primer puesto la familia, por mucho que pudiera amar a la mujer que le permitiría crearla», convicción que se traducía en considerar al matrimonio «como el acto principal de la existencia, del cual dependía toda felicidad» (primera parte, cap. XXVII); este León Tolstói, decía, de un lado condena sin ambages el comportamiento adúltero de Anna, ya que contradice las leyes de la felicidad conyugal, pero, de otro, parece comprenderla, intenta inconscientemente justificarla, pues de otro modo sería incomprensible la misma ambivalencia de su condena. Aquella «venganza» de la que hablaba Dostoyevski, puede también, si uno quiere, ser leída como la venganza de la sociedad sobre Anna, que, acorralada, ofuscada, en un estado lamentable,  y que inspira compasión, de irritabilidad, de celos imaginarios, de aporía existencial, decide poner fin a su insoportable sufrimiento. Esa hipócrita alta sociedad no le perdona a Anna su osadía, su antifariseísmo, su inconcebible y hasta peligrosa capacidad de amar. Anna no es temeraria, ni soberbia, ni tampoco pretende hacer sufrir a nadie; sólo quiere amar y ser amada, y lo desea de un modo tan profundo, tan sincero, que no ve razón alguna en ocultarse, menos aún en llevar una doble vida, como la que ha mantenido durante un tiempo su amiga la frívola y superficial princesa Ielizavieta Fiódorovna Tverskaia, Betsi, que engaña a su marido manteniendo ilícitas relaciones íntimas con Tushkiévich. Escribe George Steiner: «Thomas Mann estaba en lo cierto al afirmar que el impulso que dirige Anna Karénina es moralista; Tolstói fraguó una acusación contra una sociedad que se apropiaba una venganza reservada a Dios; mas, por esta vez, la posición moral de Tolstói era ambivalente; su condena del adulterio se acercaba al juicio moral corriente […] Y en su misma confusión […] surgió la oportunidad para la libertad narrativa y para el predominio del poeta» (Tolstói o Dostoievski, pág. 288).

En su comentario, Dostoyevski escribe que hay un pasaje en la novela, un pasaje inextricablemente vinculado con aquella búsqueda de la «salvación… en la piedad y el amor» de la que él hablaba antes, que le sirve a Tolstói para mostrar el camino que debe tomar el hombre, a fin de no caer en la «desesperación» y «creer que el mal es una cosa fatal, inevitable»: «Camino que el novelista, con la fuerza persuasiva del genio, revela en aquella genial escena que se desarrolla en el cuarto de enferma de la heroína de la obra…, donde los criminales y enemigos transfórmanse de pronto en seres superiores, en hermanos que mutuamente se lo perdonan todo, limpiándose con este perdón recíproco de mentiras, culpas y crímenes, y justificándose de un golpe con la plena conciencia de tener derecho a ello» (Diario de un escritor, op. cit., pág. 1309). El pasaje, perteneciente al cap. XVII de la cuarta parte, es aquel tan memorable en el que Anna, que acaba de dar a luz, en su propia casa, una sana y hermosa niñita, fruto de sus relaciones con Vronski, se despeña rápidamente, a una velocidad vertiginosa, por una crisis post-partus tan aguda que termina siendo desahuciada por los mismos médicos. Ante la posibilidad real de morir, Anna le escribe una nota a su marido, Alexiéi Alexándrovich Karenin, de viaje en Moscú, a fin de que regrese inmediatamente a San Petersburgo. Al llegar Karenin a su casa, que había abandonado al confesarle Anna su adulterio con Vronski, y confirmarse el inminente desenlace de la desgraciada, Karenin redobla sus esperanzas de que Anna muera, tal como es su íntimo deseo. Entonces Anna, ante la cercanía de su final, profundamente arrepentida de lo que ha hecho, propicia la reconciliación entre los rivales, entre el marido y Vronski, que ha acudido también, desesperado, a estar junto a su amada en los momentos finales. El gélido burócrata Karenin, «sin tratar de reprimir sus lágrimas», dióle la mano, en presencia de la enferma, a Vronski, logrando así la calma espiritual de la desventurada. Anna, a pesar de contar con un exiguo uno por ciento de posibilidades, se recuperará, y las cosas discurrirán entonces de un modo diferente a como ella había imaginado. Pero lo importante aquí es el hecho del perdón, del arrepentimiento y de la reconciliación, nobilísimas actitudes humanas en las que Dostoyevski era un consumado experto. A esas mismas actitudes apelará, casi un cuarto de siglo más tarde, el príncipe Nejliúdov en el último capítulo de Resurrección, cuando, una vez definitivamente iniciada su profunda transformación interior, lea en la habitación de un modesto hotel de una lejana ciudad de Siberia, inmarcesibles versículos de los capítulos XVIII y V del Evangelio de San Mateo.
Aquel mismo pasaje, tan emotivo y clarividente a los ojos de Dostoyevski, no ha sido comprendido, sino incluso ridiculizado, por supuestos críticos eminentes, cegados por su propia ideología sectaria. En aquellos dos ensayos citados, tuve ocasión de referirme a lo que entrevió por vez primera Berdiaev, esto es, que el pensamiento de Dostoyevski, sin duda el más profundo pensador de toda la historia de Rusia, nunca estuvo secuestrado, en sus novelas inmortales, por el sectarismo de la ideología, sino que se mantuvo libre, diáfano y oxigenado por la misma dialéctica de las ideas. No puede decirse lo mismo del filósofo húngaro György Lukács, cuya ideología marxista-leninista le impide acercarse a los insondables misterios de la condición humana. Incapacitado para explorar la íntima experiencia de un espíritu individual que crea en la trascendencia, en la resurrección de los muertos y en la vida eterna, sólo encuentra satisfacción burlándose de la fe y del sentimiento de lo sagrado. De ahí que pretenda ridiculizar la mencionada escena que hemos descrito junto al lecho de la moribunda, una escena íntegramente atravesada por el perdón y la reconciliación, actitudes de inequívoca raíz cristiana. Aquel sectarismo ideológico, negador de la libertad individual y de la grandeza espiritual del hombre, precisamente porque es una criatura hecha a imagen y semejanza de Dios, es el que conduce a Lukács a presentar a Anna como una mujer frívola y superficial, «una dama típica de la sociedad mundana», celebrando que «el gran realista Tolstoi» haya enderezado inmediatamente la narración, alejándose de aquella podrida moral burguesa que, a su entender, entrevemos en la patética escena. Muy ufano de su análisis, Lukács añade: «Tolstoi muestra aquí la verdad contenida en lo que Dostoievski ha llamado la hazaña rápida y [Máximo] Gorki el heroísmo de una hora» (Georg Lukács, Estética, Barcelona, Grijalbo, 1967, tomo IV, pág. 355. La traducción es de Manuel Sacristán. De las tres partes en las que planeó dividir su Estética, Lukács sólo dio término a la primera, que constituye el contenido de los cuatro volúmenes de la edición española. Mientras que las dos primeras partes estarían consagradas a estudios de materialismo dialéctico, la tercera se consagraría al materialismo histórico). Utiliza a Dostoyevski según su conveniencia. Es cierto que, primero Dostoyevski y posteriormente Dmitri Merejkovsky y Máximo Gorki, entre los más eminentes adelantados lectores de Tolstói, percatáronse del paganismo del autor de Yasnaia Poliana, de su afán por creer en la encarnación del Verbo y su imposibilidad de lograrlo. Su racionalismo ilustrado impide a Tolstói abrazar el misterio de la Cruz. Lukács, que poseía una inmensa e inabarcable cultura literaria y filosófica, desperdició su enorme talento a lo largo de su dilatada vida, debido sobre todo a estar secuestrado por una ideología que no posee ojos para ver la sagrada dignidad del hombre concreto, el hombre de carne y hueso. Ese «gran realista» que es Tolstói, un pagano que quiere creer en la vida eterna pero no lo consigue nunca, le sirve a Lukács para intentar cimentar la tesis principal que desarrolla en el último gran apartado de la primera parte de su Estética, aquel que titula «La lucha liberadora del arte». Esa tesis no es otra que la pretensión de sustitución de una religión trascendente, un mensaje que sitúa la vida verdadera y liberadora del hombre individual en el reino de los cielos, en la eterna contemplación de Dios, en la coparticipación del misterio supremo, el del Amor, sin que por ello ese mensaje se olvide, sino todo lo contrario, de la justicia, de los pobres y desheredados, de los enfermos y pecadores, de los humildes y desgraciados de la tierra; la sustitución de una religión trascendente, decía, por una nueva religión terrenal, «cismundana» le gusta decir a Lukács, la religión del arte. ¡Pero qué distinta, Dios mío, es esa religión del arte que pretende entronizar el filósofo marxista de Budapest, comparada con la de quien por primera vez emplea esa noción, Wilhelm Heinrich Wackenroder! Lukács empléase a fondo, con toda su potente artillería de ejemplos y pasajes literarios y filosóficos, en intentar sustituir la creencia en Cristo por otra creencia, impostada y artificial, de igual modo que Carlos Marx, en el Manifiesto Comunista, pretende sustituir el mesianismo salvífico de Jesús por el falso y sangriento mesías del proletariado como sujeto activo de la revolución económica, social y política, atea y exclusivamente terrenal. A medida que nos acercamos al final de esa primera parte de la Estética lukácsiana, los ejemplos en favor de su tesis se acumulan atropelladamente, aunque, en algunos casos, si bien hace esfuerzos ímprobos y colosales por darle la vuelta a los pasajes, son estériles y completamente ineficaces. Uno de esos ejemplos es el relativo al episodio aludido de Anna Karénina, cuya heroína femenina Lukács no comprende en absoluto, desprovisto como está el crítico húngaro de sentimiento humano transido de religiosidad trascendente, o, al menos, de respeto ante un misterio inexplicable. Como no puede obviar la inconmensurable grandeza de Dostoyevski, trata, asimismo estérilmente, de atraérselo a su campo, precisamente a Dostoyevski, un escritor por el que Lenin sentía un vivo rechazo y una profunda antipatía, similares en intensidad a la simpatía que le producía ese rico filón, ese diamante en bruto, que creía haber descubierto en Tolstói. No iba del todo descaminado Vladimir Ilich Uliánov, pero en lo que atañe a Anna Arkádievna no tiene nada que hacer. De hecho, no le interesa en absoluto el personaje. Otro lamentable ejemplo, en ese mismo volumen, de los desvelos manipuladores de Lukács es la sesgada y pobre lectura que hace del Quijote. Pero, de igual modo que es inútil y zafio todo intento de aproximar al terreno del ateísmo a espíritus indubitablemente cristianos como Dante, Cervantes, Dostoyevski, Miguel Ángel, Velázquez o Rembrandt, aún lo es más pretender manipular a sus criaturas, sus obras o los productos de su imaginación creadora. Tratando de llevarse al Caballero de la Triste Figura a su campo desértico de fe religiosa, Lukács llega a decir, a propósito de la escena en la que interviene en la representación de Maese Pedro, nada menos, que «cuando Unamuno intenta con su interpretación, con la defensa de don Quijote, profundizar el texto cervantino, no consigue en realidad más que trivializarlo, hacerlo superficial» (Georg Lukács, Estética, op. cit., tomo IV, pág. 546). No es el propósito de este artículo, y por ello sólo lo menciono, pero ¿es posible que Lukács tenga la osadía de corregir a uno de los intérpretes más fidedignos y profundos de la sin par obra cervantina, únicamente equiparable, en tan fecunda labor, con la llevada a cabo por Américo Castro en 1925? Quien, con sus anteojeras ideológicas de filiación marxista-leninista, trivializa, hace una lectura superficial e incluso llega hasta el ridículo en relación con el ideal evangélico que anima a don Quijote, es Lukács y otros como él. No es ninguna casualidad que, después de docenas y docenas de páginas, toda la argumentación lukácsiana concluya con unos versos de Goethe (de Poesías póstumas), que él quiere que sean lapidarios y definitivos: «El que posee ciencia y arte / Tiene también religión; / El que no posea ninguna, / que tenga una religión». El sentido que otorga Lukács a esa segunda presencia del término «religión» es claramente despectivo, una especie de pobre consolación para los idiotas, un sentido que ni siquiera Sigmund Freud atrevióse a dar a los mismos versos de Goethe cuando los reprodujo en las primeras páginas de su célebre ensayo El malestar en la cultura, de 1930: «Este aforismo enfrenta, por una parte, la religión con las dos máximas creaciones del hombre, y por otra, afirma que pueden representarse o sustituirse mutuamente en cuanto a su valor para la vida. De modo que si también pretendiéramos privar de religión al común de los mortales, no nos respaldaría evidentemente la autoridad del poeta» (Sigmund Freud, El malestar en la cultura y otros ensayos, Madrid, Alianza, 2006, págs. 24-25. La traducción es de Ramón Rey Ardid). El maestro arquitecto de Chartres, Velázquez o Miguel Ángel, poseían en grado sumo e inalcanzable «ciencia y arte», y, sin embargo, creían firmemente en la fe de Cristo. Hay que tener la generosidad, la amplitud de miras y la integridad moral insobornable de un Albert Camus para darse cuenta de ello, en su caso con Dostoyevski. Por eso el autor de La peste fue capaz de denunciar los crímenes estalinistas y el totalitarismo comunista, tan destructivo como el nacionalsocialista, mientras que Lukács, o Bertolt Brecht, permanecieron instalados en un cómodo y cómplice silencio ante ellos. ¿Refiere, por ventura, Lukács, qué dos libros llevaba consigo León Tolstói cuando abandonó su casa en 1910 y murió en la del jefe de la remota estación de Astápovo? Uno de ellos era el último y grandioso testimonio espiritual de Dostoyevski, Los hermanos Karamásov, en cuya «Leyenda del Gran Inquisidor» está contenida la clave postrera para descifrar la inicua amenaza nihilista y atea, la de aquellos que, más que desear la «religión del arte», nos han traído el hormiguero social, el colectivismo y el igualitarismo nivelador, a costa de la dignidad, de la libertad individual y de los derechos individuales del hombre. La mixtificación lukácsiana resulta prístina e inconfundible, a propósito de ese «gran realista» que es Tolstói y que tanto le convence, cuando pasa como de puntillas, mejor dicho, cuando silencia por completo la transformación moral que se apodera del personaje de Nejliúdov en Resurrección, una novela que debe ser entendida como una especie de testamento espiritual de su autor. Mientras que en el capítulo V de la tercera parte hay un explícito deseo de justificar la violenta actuación de los revolucionarios nihilistas, los mismos que han asesinado al zar Alejandro II el 1 de marzo de 1881, en los capítulos XIV y XV se critica a algunos de ellos con dureza, sobre todo a los dirigentes, encarnados en el insensible personaje de Novodvórov, de quien puede afirmarse que su semblanza constituye un profético retrato de los futuros cabecillas bolcheviques. Revolucionario sin sentimientos que desprecia a los demás: campesinos, obreros, pobres y vagabundos, su estricta creencia en los «datos positivos de la ciencia económica» lo convierten en un hombre intelectualmente romo y en un sectario (Lev Tolstoi, Resurrección, Valencia, Pre-Textos, 1999, pág. 547. La traducción es de Víctor Andresco Peralta). Pero lo esencial de esa novela, tal como se nos revela en el último capítulo, es la firme creencia que se ha apoderado de Nejliúdov, después de vivir durante tres meses intensísimas experiencias al lado de los delincuentes comunes y de los prisioneros políticos, tratados peor que las bestias por los funcionarios y autoridades de la Rusia zarista. Frente a la violencia revolucionaria como método de acabar con las terribles injusticias sociales, Nejliúdov optará por el mensaje evangélico, condensado especialmente en el Sermón de la Montaña. La religión del amor, del perdón, de la no violencia, de la humildad y de la solidaridad: ésta será su divisa de ahora en adelante.

¿Cuál es el último pensamiento de Anna Arkádievna, aquel que apuntilla ese perdón que Dostoyevski derrama sobre la heroína? Y que conste que no era necesario ese ultimísimo fogonazo de luz en la todavía consciente Anna, milésimas de segundo antes de perder para siempre la conciencia en su vida corpórea y terrenal, para que Dostoyevski no se atreva a juzgarla, ni mucho menos a condenarla. Más que nadie, él sabe de la debilidad de los hombres. Ese pensamiento no es otro que el sincero arrepentimiento ante el íntimo tribunal de su conciencia y ante Dios. Este es otro detalle capital que corrobora la singularidad de Anna entre las criaturas salidas del genio tolstoiano. Del siguiente modo es descrito el fatal instante (cap. XXXI de la séptima parte): 

«Se apoderó de ella una sensación análoga a la que experimentaba en otro tiempo, antes de hacer una inmersión en el río, e hizo la señal de la cruz. Este gesto familiar despertó en su alma multitud de recuerdos de la infancia y de la juventud. Los minutos más felices de su vida centellearon un instante a través de las tinieblas que la envolvían. Pero no quitaba los ojos del vagón, y cuando apareció el espacio entre las dos ruedas, arrojó el maletín, hundió la cabeza en los hombros y adelantando las manos se echó de rodillas bajo el vagón, como si se dispusiera a levantarse otra vez. Tuvo tiempo de sentir miedo. “¿Dónde estoy? ¿Qué hago? ¿Por qué”, musitó, haciendo un esfuerzo para echarse atrás. Pero una masa enorme, inflexible, la golpeó en la cabeza y la arrastró por la espalda. “¡Señor, perdonadme!”, balbució ella».


Aquí se interrumpe el manuscrito. Será retomado en fecha indeterminada.

Málaga, durante el mes de julio de 2015.
Enrique Castaños es Doctor en Historia del Arte.