martes, 8 de diciembre de 2015

Artículo nº 56 / Reflexiones en torno a Anna Arkádievna Karénina, por Enrique Castaños





Reflexiones en torno al personaje de Anna Arkádievna Karénina


© ENRIQUE  CASTAÑOS




Una de las más sorprendentes paradojas con que puede encontrarse el lector de la novela Anna Karénina, escrita por León Tolstói entre 1873 y 1877, es que si bien, de un lado, el personaje de Anna Arkádievna Karénina, de soltera princesa Anna Arkádievna Oblónskaia, va tomando gradualmente forma corporal, y, en menor medida, espiritual desde el inicio mismo de la obra, a pesar de que su aparición física y concreta no se produce hasta el capítulo XVIII de la primera parte, hasta constituir un ser del que creemos poder vislumbrar con nitidez sus proporciones corpóreas e incluso alguno de sus más íntimos sentimientos cuando finalizamos de leer la novela, sin embargo, de otro lado, al transcurrir tan sólo muy pocos días después de haber llegado a ese término, comprobamos con perplejidad que Anna Arkádievna comienza, asimismo paulatinamente, pero ahora a mayor velocidad, a diluirse en nuestra mente, desdibujarse en nuestra memoria, como si se nos escurriera por casi imperceptibles intersticios, llegando un momento en que, en efecto, se nos ha ido, se nos ha escapado, si bien, debido a la extraordinaria y magnética fascinación que el personaje ejerce en nosotros, no tenemos más remedio que volver otra vez sobre él, releer atentamente de nuevo toda su trágica experiencia vital, y volvernos a saciar de su entera presencia, de sus gestos, de su sonrisa, de su expresión, de sus silencios, de su hermosura, de su belleza, de su enigmática inteligencia, de su aún más misteriosa vida espiritual, de su inagotable pasión amorosa, hasta la próxima vez que sintamos la acuciante necesidad de regresar a este hontanar profundo e inextinguible. Porque, no nos engañemos, tendremos, a lo largo de la existencia, que volver una tercera vez a leer la novela, e incluso una cuarta, una quinta y todas aquellas que estemos dispuestos a concederle a nuestro devenir, y siempre nos ocurrirá lo mismo ante Anna Arkádievna, a saber, que creeremos poseerla, descifrar su oculto secreto, pero ella permanecerá inalcanzable, inaprehensible, lejana y misteriosa como Monna Lisa sentada junto a un recodo no identificado del Arno.

No ha tenido suerte en general nuestra heroína con la crítica literaria. Por diversas y hasta opuestas consideraciones, los críticos y comentaristas de la novela apenas si se han ocupado de ella, de la amante, de la madre, de la esposa, de la hermana, de la cuñada, de la amiga, de la confidente, es decir, de la mujer de carne y hueso, de la mujer que ama, siente y piensa, sino que han preferido entretenerse en valoraciones estilísticas y artísticas de carácter general, en apreciaciones sociológicas e históricas, o se han inclinado por desmenuzar el pensamiento, la psicología, la concepción de la vida y del mundo de Konstantín Dmítrich Lievin (transcribo los nombres propios basándome en la traducción de Leoncio Sureda Guyto y Alfredo Santiago Shaw para la editorial Cátedra, aunque también he tenido muy presente la traducción de las hermanas Irene y Laura Andresco Kuraitis para la editorial Aguilar), el otro héroe de la obra, en buena medida completamente antagónico a la protagonista, creyendo, de este último modo, penetrar en los ocultos secretos del hombre León Tolstói, pues, como advirtiera por vez primera Dostoyevski, entre julio y agosto de 1877, en las páginas de su Diario de un escritor, Lievin no es más que el alter ego de Tolstói, su portavoz cualificado, de igual modo que en su tercera y última gran novela, Resurrección, terminada en diciembre de 1899, el príncipe Dimitri Ivánovich Nejliúdov es el postrer vocero de las regeneradoras ideas religiosas y sociales del escritor.

Las principales excepciones a esa mirada esquiva sobre Anna Arkádievna quizá sean los ensayos de Dmitri Merejkovski (San Petersburgo, 1865-Biarritz, 1941) y George Steiner (París, 1929). Precisamente fue éste último quien en 1959, en su ensayo Tolstói o Dostoievski, afirmaba que «Ana Karénina muere en el mundo de la novela; pero cada vez que leemos el libro resucita, y aun después de haberlo terminado tiene otra vida en nuestro recuerdo» (Madrid, Siruela, 2002, pág. 258), una apreciación no exactamente idéntica, pero sí parecida a la que acabo de exponer en el primer párrafo de este artículo. A pesar de que el eximio crítico francés considera a Merejkovsky un «testigo errático» y «poco digno de confianza», si bien admite que se trata de alguien «esclarecedor» (ibídem, pág. 21), en lo que a la observación acerca de los dos titanes rusos se refiere, Dostoyevski y Tolstói, tengo para mí que la mirada de Merejkovsky, en ciertos aspectos, es más aguda que la de Steiner, especialmente sobre Tolstói, aunque también resulta imprescindible para comprender determinadas parcelas de Dostoyevski, si bien para ello habrá asimismo que tener en cuenta su libro de 1906, revisado en 1936, titulado El profeta de la revolución rusa, al que me he referido ampliamente en mi ensayo de noviembre de 2012 sobre El idiota, y eso sin olvidar que la más penetrante aproximación al autor de Crimen y castigo probablemente sea la de Nicolay Berdiaev (Obujovo, cerca de Kiev, 1874-Clamart, cerca de París, 1948), terminada de escribir en Moscú en septiembre de 1921, y cuyo título es El espíritu de Dostoyevski, al que también me remito numerosas veces en aquel ensayo y en el que dediqué a la novela El adolescente en septiembre de 2013. El estudio de Merejkovsky al que hace referencia Steiner, así como incontables críticos posteriores, es el titulado en la traducción española Tolstoi y Dostoievski (Buenos Aires, Cronos, 1946), publicado en ruso en 1901, en inglés en 1902 y en francés en 1903, es decir, cuando aún vivía Tolstói y todavía no había escrito Después del baile (1903) ni terminado Hadji Murat (1896-1904). La edición francesa dice así: Dmitry Sergeyevich Merezhkovsky, Tolstoï et Dostoïewsky: la Personne et l’Oeuvre, Paris, Perrin, 1903. Traducción del ruso de Maurice Prozor y de Serge Persky. Prefacio de Maurice Prozor. Son necesarias estas precisiones porque la traducción de Aníbal Leal en la única edición en español que existe, dificilísima de encontrar, ya que ni siquiera la posee la Biblioteca Nacional de Madrid, es una versión, no directamente del ruso, sino de la edición francesa―de la que se incluye íntegro el prefacio del diplomático y escritor Maurice Prozor (Vilna, 1849-Niza, 1928), descendiente de una familia de nobles lituano-polaco-rusos―, razón por la que adolece, como es natural, de defectos y de algunas imprecisiones, aunque, hay que reconocerlo, el espíritu del magistral ensayo se mantiene, a pesar de las dificultades que entraña acercarse, de modo indirecto, al lenguaje literario-místico-filosófico de uno de los mayores representantes del Simbolismo en Rusia.

Dostoyevski fue la primera persona en el mundo que reconoció abiertamente el inigualable valor artístico de Anna Karénina: «No por ello deja de ser Anna Karénina, como obra de arte, algo perfecto… Una obra junto a la cual no tienen las literaturas europeas actuales ninguna otra que poner» (Diario de un escritor, Madrid, Aguilar, 1961, tomo III, pág. 1307. La traducción directa del ruso es de Rafael Cansinos Asséns. La amplísima reseña de Dostoyevski, unas veinticinco páginas de la mencionada edición, corresponde a julio y agosto de 1877, al poco de publicarse la octava y última parte de la inmortal novela. La séptima parte, con la que muchos creyeron que concluía la obra, leyóla Dostoyevski en primavera). Pero Fiodor Mijáilovich no se detiene apenas, en tantas páginas, que pueden ser al menos cincuenta en una edición normal, en Anna Arkádievna, como tampoco lo hace en prácticamente ningún otro personaje de la novela, salvo Lievin. La casi entera totalidad de su extenso comentario está dedicada a lo que Konstantín Dmítrich dice en esa octava parte, especialmente sobre la conveniencia o no de que Rusia ayudase a los serbios en la guerra con Turquía, parte que puede parecer impostada, innecesaria, después del trágico final de la heroína, del que habían transcurrido ya cerca de dos meses, pero que para Tolstói resulta imprescindible―nada hay arbitrario o casual en un texto escrito por el inconmensurable autor de Yasnaia Poliana―, no sólo para saldar cuentas con Alexiéi Kirílovich Vronski, el amante de Anna, sino, fundamental y principalísimamente, para dejar que se complete la regeneración, la transformación religiosa de Lievin, y para que éste pueda pronunciarse a propósito de un asunto tan candente y tan espinoso, por las abiertas discrepancias entre occidentalistas y eslavófilos, como era el de la cuestión de Serbia. Naturalmente que Dostoyevski, un autor que siente predilección por los personajes atormentados, por los asesinos, por los nihilistas, por los ateos, por las prostitutas de corazón puro, por los idiotas, por los tísicos, por los epilépticos, interesóse por Anna Arkádievna―¿cómo no iba a interesarse por ella y por su trágico destino un espíritu en llamas capaz de tanta compasión y de tanta piedad?―, por su pasión incontenible, por el callejón sin salida ante el que se encuentra su vida, pero en esta ocasión prefiere callarse: es un asunto que él conoce mejor que nadie entre sus contemporáneos, como lo demuestran sus cuatro grandes novelas hasta ese momento. A Dostoyevski, un eslavófilo al que resulta inútil intentar simplificar u ofrecer una visión estereotipada de sus ideas, como han creído conseguir algunos críticos e historiadores incluso inteligentes, sólo le mueve ahora desenmascarar a Tolstói, no porque pretenda dejarlo en ridículo, no porque sienta envidia de él, no por ninguna animadversión en especial, sino tan sólo porque quiere que prevalezca la verdad, que se arroje luz sobre un aspecto oscuro y difícil: ¿qué piensa verdaderamente Tolstói? El primero en percibir que Lievin es un alter ego de Tolstói, como hemos dicho, fue Dostoyevski, lo cual significa que, para conocer en realidad al patriarca bíblico de Yasnaia Poliana, tan oculto y secreto en el fondo a través de sus prolijas declaraciones, cartas, memorias y confesiones, como tan perspicazmente diose cuenta Merejkovski ya en 1901, hay que escuchar atentamente lo que dicen algunos de sus personajes, pues ellos nos transmiten con meridiana fidelidad los anhelos de un espíritu permanentemente insatisfecho: Pierre Bezújov, Lievin y Nejliúdov.

Con respecto a la supuesta conversión religiosa de Lievin a la fe cristiana y a su pretensión de considerarse a sí mismo pueblo, escribe en esa reseña Dostoyevski: «En una palabra: que han cesado las dudas, y Levin, finalmente, ha encontrado la fe; cree, pero ¿en qué? Aún no la ha formulado exactamente. Sólo se plantea alegremente la cuestión. “¿Es ésta verdadera fe?” Pero se ha de suponer que no. Más aún: es muy probable que los individuos del temple de Levin no lleguen a tener nunca una fe definitiva. Levin se llama a sí mismo pueblo; pero es un noble, un aristócrata rural de Moscú, de ese mismo círculo medio cuyo particular historiador es el conde L. Tolstoi […] Sólo quiero hacer constar aquí que precisamente esos señores de la categoría de Levin nunca pueden volverse enteramente pueblo por más tiempo que vivan entre o al lado del pueblo, eso es, pues en más de un aspecto no lo entenderán nunca. La propia idea y el simple deseo―y además tan extraño―no bastan para convertir de repente a un hombre en lo que querría ser. Podrá ser cien veces terrateniente, y hasta un terrateniente laborioso; conocer todas las faenas del campo, ser ducho hasta en lo tocante a segar y enganchar una carreta, y saber que a los panales se les ponen pepinillos frescos, pero en su alma, pese a toda su buena voluntad, siempre queda algo que, a mi juicio, puede llamarse simplemente holgazanería […] En resumidas cuentas: que ese Levin, esa alma honrada, es al mismo tiempo un alma caóticamente ociosa par excellence, pues de otra suerte no sería lo que es: un señorón contemporáneo de la Inteligencia rusa y, además, de la nobleza media» (Diario de un escritor, op. cit., pág. 1312). El vocablo «holgazanería», en la traducción española del ensayo de Merejkovsky, se convierte en «divagación».

Dejo a un lado, pues no es objeto de estas líneas, la cuestión nacionalista y geopolítica, ante la que Lievin, es decir, Tolstói, adopta una actitud contraria a la guerra, a cualquier guerra, por justa que sea su causa. Así pensaba ya Tolstói antes de 1881, cuando él y su esposa se trasladan con sus hijos a Moscú, a fin de estar pendientes de la educación de sus retoños. El tema, qué duda cabe, es en sí mismo polémico y enjundioso, al menos desde que Santo Tomás de Aquino hablase ya en el siglo XIII, y defendiese, el concepto de «guerra justa» y de desobediencia legítima contra la tiranía.
El propósito principal del comentario de Dostoyevski es llamar la atención acerca del carácter forzado y artificial del personaje de Lievin, elaborado muy concienzudamente por Tolstói para poder expresar con libertad las ideas que comienzan a asaltarlo desde el inicio mismo de la redacción de la novela. Para ser verdaderamente del pueblo―Dostoyevski, un plebeyo, hijo de un médico pobre, sí que sabía desde su infancia qué significaba pertenecer al pueblo, mientras que Tolstói procedía por ambas ramas familiares de la aristocracia, poseyendo él mismo, al casarse, un patrimonio considerable, calculado en unos seiscientos mil rublos―, Lievin tendría que haber renunciado por completo a su estatus social, a sus privilegios de miembro de la nobleza rural, a todas sus posesiones, entregándoselas a los campesinos. Sobre este asunto, el mandato evangélico, que tanto le obsesiona, es claro y taxativo. El joven rico, si quiere entrar en el reino de los cielos, deberá distribuir sus riquezas entre los pobres y seguir a Jesús. No hay término medio, ni ambigüedades, ni posibilidad alguna de engañarse. Ya he adelantado que no voy a extenderme sobre esta cuestión, muy clarividentemente abordada, siguiendo el razonamiento de Dostoyevski, por Merejkovsky en su citado ensayo sobre ambos colosos rusos, pero convendría recordar que Tolstói hizo un intento, después de terminada ya Anna Karénina, de llevar a cabo la exhortación de Jesús, impulso que se quedó prácticamente en nada ante la poderosa reticencia de Sofía Andriéievna Behrs, o sea, Sofía Andriéievna Tolstáya, su esposa, con la que se casó Tolstói en 1862, cuando ella tenía dieciocho años―por supuesto que no es tampoco ninguna casualidad que Lievin tenga al comienzo de la novela treinta y dos años, y su amada, Katerina Alexándrovna Scherbátskaia, Kiti para todos, dieciocho―. Sofía Andriéievna adujo argumentos muy sólidos y persuasivos para oponerse a los deseos de su marido de repartir toda su hacienda entre los campesinos, sobre todo qué iba a ser del porvenir de su numerosa prole (de trece hijos, vivieron ocho). ¿Fue un intento sincero y firme por parte del escritor? No voy tampoco a entrar en ello; invito tan sólo al lector a que se detenga en las apreciaciones de Merejkovsky. Lo que sí podemos asegurar es que, aquello que al principio constituía una rémora para el acrecentamiento del patrimonio heredado por el conde León Tolstói, a saber, su dedicación a la escritura, convirtióse con el tiempo en una saludable e inesperada fuente de ingresos, mejor dicho, de pingües beneficios, gracias a la sabia administración de Sofía Andriéievna, quien no sólo liberó a su marido de cualquier contacto con el dinero y con la intendencia en general de Yasnaia Poliana, sino que asumió ella misma la relación con los editores, sin que el genio tuviese que ocuparse de otra cosa que no fuese satisfacer su propio ego. Incluso las copias a limpio de los manuscritos las efectuaba ella misma en sus escasos ratos de ocio, así como las correcciones y pruebas de imprenta. Baste señalar que Anna Karénina, de más de seiscientas páginas, fue copiada íntegramente a mano por ella hasta siete veces. Sofía Andriéievna, al igual que la Natasha Rostova de Guerra y paz, o dos de las hermanas Scherbatski, la mentada Kiti, la esposa de Lievin, y Daria Alexándrovna Scherbátskaia, Dolly, la cuñada de Anna Arkádievna, son hembras fecundas, ocupadas por entero de sus maridos, de sus hijos y del hogar. Sin ellas, ni sus maridos podrían dedicarse a lo que se dedican, ni la casa funcionaría en absoluto. Aman desinteresadamente a sus esposos y aceptan desde el principio estar en segundo plano, facilitándoles a ellos el camino para que puedan entregarse por entero a sus «importantes» ocupaciones. Contra ese estado de cosas se rebelará con todas sus fuerzas Anna Arkádievna. Cuando Dolly se decide a visitar a Anna, que vive junto a Vronski en la soberbia finca patrimonial que éste posee en el campo, durante el largo trayecto tiene tiempo suficiente para repasar severa y sinceramente su doliente vida, pues no sólo la engaña su marido con otras mujeres, sino que hasta entonces no ha hecho otra cosa que estar encinta, tener hijos (le viven seis), amamantarlos, «siempre extenuada y áspera, detestada por mi marido y fastidiosa a los ojos de todo el mundo» (sexta parte, cap. XVI).


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Tan sólo tres medianos párrafos, iguales en extensión, están dedicados directamente a Anna Arkádievna en aquella reseña. El corazón de esos párrafos son las palabras que Dostoyevski le atribuye a la heroína: «La venganza es mía; quiero satisfacerla». Estas palabras, exactamente así, no las pronuncia Anna, pero para el caso es lo mismo, pues Dostoyevski ha sabido recoger con prístina claridad e innegable fidelidad el penúltimo pensamiento de Anna antes de arrojarse a las vías de la estación moscovita de Nizhni Nóvgorod. Una vez leída, en la propia estación, la última nota enviada por Vronski, y después de esbozar una «sonrisa sardónica», lo que piensa Anna es: « ¡No, ya no te permitiré que me hagas sufrir así! » Más adelante, explicaré por qué es decisivo que ése no sea el postrero pensamiento de Anna, antes de perder la conciencia, como consecuencia del brutal golpe, y morir. Pero ahora me interesa intentar clarificar el núcleo de la penetrante reflexión dostoyevskiana. La decisión de vengarse de su amante provocándose ella misma la muerte, es para Dostoyevski prueba irrefutable de «que el mal está arraigado en el hombre más hondo de lo que los socialistas [esto es, los nihilistas] suponen»; «que el mal es aún inevitable, en toda organización social, por perfecta que fuere; que el alma del hombre es siempre la misma»; que «las leyes que rigen el espíritu humano nos son […] desconocidas […], resultan aún […] vagas y […] misteriosas». El hombre «debe saber […] que no es ningún juez definitivo, sino más bien un pecador; que la balanza y la medida, en sus manos, son un absurdo, como no se incline él mismo ante la ley del todavía no sondeado misterio y no busque su única salvación… en la piedad y el amor» (Diario de un escritor, op. cit., págs. 1308-1309). ¿Por qué se expresa Dostoyevski con tanta dureza, sobre todo si tenemos en cuenta que el suicidio de Anna no es en absoluto comparable con el suicidio de las abyectas criaturas creadas por él en Demonios? La razón estriba en el hecho mismo de la venganza que decide Anna tomar contra su amante, vindicta que se concreta en el inicuo acto del suicidio. Al quitarse la vida, Anna ha cometido un terrible pecado, puesto que ha desafiado las leyes divinas, ha osado erigirse en juez, cuando sólo puede existir, cree firmemente Dostoyevski, un único Juez, Cristo, cuya misericordia es infinita. Ése es el único mal que anida en Anna y al que se refiere Dostoyevski. Pero, mucho más que Tolstói, Dostoyevski es un supremo conocedor del corazón del hombre, es posible que el más profundo intérprete que haya existido nunca del sangrante corazón del hombre, el insuperable observador y analista de la atormentada existencia de esa criatura buena, desvalida, indefensa, pecadora y mala, todo simultáneamente en el decurso de una vida, que es el hombre. Como dice de modo muy certero Nikolay Berdiaev, Dostoyevski, más que un psicólogo realista, lo que verdaderamente es, es un «antropólogo», un «pneumatólogo» y un «metafísico simbolista», pues nadie como él ha penetrado de manera tan profunda en el espíritu más recóndito del hombre, en aquello que lo vincula con Cristo y en aquello que lo une con el problema del mal y con el de la libertad (Nikolay Berdiaev, El espíritu de Dostoyevski, Granada, Nuevo Inicio, 2008, pág. 21). ¿Creen ustedes que Dostoyevski iba a condenar, así, sin más, como sí que lo hace la sociedad biempensante de la novela, a Anna Arkádievna? ¿Es que no conoce él la atormentada peripecia vital de esta heroína cuya «nobleza de corazón» es «indestructible»? Es George Steiner quien emplea esas justas y hermosas palabras para referirse a Anna (Tolstói o Dostoievski, op. cit., pág. 106). El mismo crítico ha captado algo esencial y que muy pocos han percibido, entre ellos, desde el primer instante y antes que nadie, el propio Dostoyevski; de ahí que derrame su perdón sobre el cuerpo y el espíritu lacerados de Anna Arkádievna. Antes de transcribir las palabras de Dostoyevski en las que se explicita aquel perdón, desvelemos qué es aquello tan significativo que captó sin duda el artífice del Diario de un escritor, sin decirlo abiertamente, y que nos confiesa Steiner. Pues no es otra cosa que el hecho de que Anna Arkádievna es la única criatura salida de la imaginación de Tolstói que no va a someterse a las imperativas leyes racionales y lógicas del escritor, sino que tendrá vida propia, por completo independiente, es decir, que siempre pertenecerá al territorio libérrimo de la fantasía artística y se zafará del encorsetamiento que impone la metódica y fría razón ilustrada (ibídem, pág. 288). Quiero decir que Anna, a pesar de Tolstói mismo, es el único personaje «dostoyevskiano» de las novelas del educador de Yasnaia Poliana, inmediatamente reconocido como una criatura semejante a las suyas por el autor de El idiota. Precisamente en esta última novela encontramos un personaje cuya mixtura espiritual es semejante a la de Anna Arkádievna, una mujer caída, una pecadora, una prostituta limpia de corazón, una arrolladora e incomparable encarnación femenina: Nastasia Filíppovna. También ella desafía las normas, las reglas sociales; también ella posee una portentosa capacidad de amar. Cuando el príncipe Mischkin la elige a ella como esposa, en vez de a la maravillosa y angelical Aglaya Ivánovna, una elección dictada por la piedad y por la compasión, Nastasia, que ama a Mischkin y que ha sido la única persona de toda la novela en reconocer en él a «un hombre», debido a la pureza de espíritu y a la integridad moral de la personalidad de Liov Nikoláyevich, Nastasia, digo, otorgándole un giro inesperado a la narración, lo abandona a la entrada de la iglesia donde iban a casarse, ante la mirada de la atónita multitud congregada al efecto, marchándose velozmente con el sombrío Rogochin, el hombre que la ha maltratado de todos los modos posibles, el hombre del que ella está plenamente segura que acabará matándola, como de hecho hace, traspasándole el corazón con una afilada daga en la que ya reparase el inmaculado príncipe. Nastasia Filíppovna no se ha suicidado, pero se ha entregado voluntariamente al sacrificio, por Mischkin, ese epiléptico, ese alter Christus que ella ama (ver mi ensayo «El príncipe Mischkin de El idiota como arquetipo moral», de noviembre de 2012). Sólo un lector que haya comprendido el espíritu de Dostoyevski, esto es, un lector, como indica Berdiaev, que tenga una estructura del alma determinada y una especial predisposición espiritual para tal comprensión, puede ser capaz de registrar el carácter anómalo, extraño, perturbador, misterioso, enfermizamente atractivo de Anna Arkádievna, precisamente porque desborda amplísimamente los moldes y crisoles en los que Tolstói suele otorgar forma a sus criaturas y encarnaciones racionales. Dostoyevski debió identificarla de inmediato como una de las suyas, una nueva María Magdalena rusa. En ese sentido, Anna Arkádievna Karénina es un caso único en la literatura universal, salvo, naturalmente, otras heroínas dostoyevskianas, principalmente la aludida Nastasia Filíppovna, pero también, aunque en menor medida, Sonia Marmeladova, otra prostituta de corazón puro que es el único ser sobre la tierra capaz de redimir a Rodion Románovich Raskólnikov de su horrendo doble crimen. Sugiere George Steiner que Tolstói pudo enamorarse del personaje de Anna, y que ello le permitió concederle una libertad desconocida en sus restantes criaturas (Tolstói o Dostoievski, pág. 288). Es posible, pero también podría serlo, aunque siempre debemos ser cautos con las informaciones que nos suministra el propio Tolstói o las personas de su entorno acerca de lo que creía y pensaba, que Anna empezó a resultarle, al cabo de un tiempo, un personaje incómodo, hasta el punto que se sentía a disgusto escribiendo las postreras partes de la novela, lo que le condujo a retrasarse en su conclusión, así como al deseo de terminarla como fuese. Sinceramente, no lo creo así. En esas declaraciones, que podemos leer desperdigadas por sus múltiples escritos autobiográficos, por las propias confesiones de su abnegada esposa, o por los textos compuestos por Anna Seuron, la institutriz que escribió Seis años en la casa del conde León Tolstói, un libro publicado en Berlín en 1895 que bordea la «malicia» y la «mediocridad», según Merejkovsky (Tolstoi y Dostoievsky, op. cit., pág. 33); por Sergei Andreevich Bers (o Behrs), el hermano de Sofía Andriéievna, autor de unos Recuerdos sobre su cuñado que, más que una biografía, son, en palabras de Merejkovsky, una «hagiografía» (ibídem, pág. 47); por, en fin, Piotr Alexiéivich Sergueienko (1854-1930), autor del libro titulado Cómo vive y trabaja L. N. Tolstoi, publicado en Moscú en 1898; en ese tipo de declaraciones, decía, parece deslizarse la animadversión de Sofía Andriéievna hacia Anna, un personaje, que, es lo más lógico, no le debió resultar nada simpático a la enérgica condesa consorte. Sobre todo, puede inferirse, al advertir la libertad de sus movimientos (que no puede ocultarnos su aprisionamiento, sobre todo por el rechazo definitivo de su marido a concederle el divorcio y por la negativa a otorgarle la custodia de su hijo), la independencia de su espíritu, el desafío que lleva a cabo contra la alta sociedad y la hipócrita moral del gran mundo. Sofía Andriéievna debió darse plena cuenta de cómo respiraba libremente y crecía, gracias a la suprema maestría artística de su marido, el funesto personaje de esa perdida, de esa mujer adúltera. ¿Traicionaría, por primera y única vez, el inconsciente a León Tolstói? Éste, que durante toda su vida condenó los desórdenes sexuales en el matrimonio, en concreto el adulterio, bien sea por parte del marido o de la esposa, según podemos corroborar en las propias reflexiones de Lievin que nos desvela el omnisciente narrador de la novela, esto es, que «no concebía el amor fuera del matrimonio», llegando incluso a tener «un primer puesto la familia, por mucho que pudiera amar a la mujer que le permitiría crearla», convicción que se traducía en considerar al matrimonio «como el acto principal de la existencia, del cual dependía toda felicidad» (primera parte, cap. XXVII); este León Tolstói, decía, de un lado condena sin ambages el comportamiento adúltero de Anna, ya que contradice las leyes de la felicidad conyugal, pero, de otro, parece comprenderla, intenta inconscientemente justificarla, pues de otro modo sería incomprensible la misma ambivalencia de su condena. Aquella «venganza» de la que hablaba Dostoyevski, puede también, si uno quiere, ser leída como la venganza de la sociedad sobre Anna, que, acorralada, ofuscada, en un estado lamentable,  y que inspira compasión, de irritabilidad, de celos imaginarios, de aporía existencial, decide poner fin a su insoportable sufrimiento. Esa hipócrita alta sociedad no le perdona a Anna su osadía, su antifariseísmo, su inconcebible y hasta peligrosa capacidad de amar. Anna no es temeraria, ni soberbia, ni tampoco pretende hacer sufrir a nadie; sólo quiere amar y ser amada, y lo desea de un modo tan profundo, tan sincero, que no ve razón alguna en ocultarse, menos aún en llevar una doble vida, como la que ha mantenido durante un tiempo su amiga la frívola y superficial princesa Ielizavieta Fiódorovna Tverskaia, Betsi, que engaña a su marido manteniendo ilícitas relaciones íntimas con Tushkiévich. Escribe George Steiner: «Thomas Mann estaba en lo cierto al afirmar que el impulso que dirige Anna Karénina es moralista; Tolstói fraguó una acusación contra una sociedad que se apropiaba una venganza reservada a Dios; mas, por esta vez, la posición moral de Tolstói era ambivalente; su condena del adulterio se acercaba al juicio moral corriente […] Y en su misma confusión […] surgió la oportunidad para la libertad narrativa y para el predominio del poeta» (Tolstói o Dostoievski, pág. 288).

En su comentario, Dostoyevski escribe que hay un pasaje en la novela, un pasaje inextricablemente vinculado con aquella búsqueda de la «salvación… en la piedad y el amor» de la que él hablaba antes, que le sirve a Tolstói para mostrar el camino que debe tomar el hombre, a fin de no caer en la «desesperación» y «creer que el mal es una cosa fatal, inevitable»: «Camino que el novelista, con la fuerza persuasiva del genio, revela en aquella genial escena que se desarrolla en el cuarto de enferma de la heroína de la obra…, donde los criminales y enemigos transfórmanse de pronto en seres superiores, en hermanos que mutuamente se lo perdonan todo, limpiándose con este perdón recíproco de mentiras, culpas y crímenes, y justificándose de un golpe con la plena conciencia de tener derecho a ello» (Diario de un escritor, op. cit., pág. 1309). El pasaje, perteneciente al cap. XVII de la cuarta parte, es aquel tan memorable en el que Anna, que acaba de dar a luz, en su propia casa, una sana y hermosa niñita, fruto de sus relaciones con Vronski, se despeña rápidamente, a una velocidad vertiginosa, por una crisis post-partus tan aguda que termina siendo desahuciada por los mismos médicos. Ante la posibilidad real de morir, Anna le escribe una nota a su marido, Alexiéi Alexándrovich Karenin, de viaje en Moscú, a fin de que regrese inmediatamente a San Petersburgo. Al llegar Karenin a su casa, que había abandonado al confesarle Anna su adulterio con Vronski, y confirmarse el inminente desenlace de la desgraciada, Karenin redobla sus esperanzas de que Anna muera, tal como es su íntimo deseo. Entonces Anna, ante la cercanía de su final, profundamente arrepentida de lo que ha hecho, propicia la reconciliación entre los rivales, entre el marido y Vronski, que ha acudido también, desesperado, a estar junto a su amada en los momentos finales. El gélido burócrata Karenin, «sin tratar de reprimir sus lágrimas», dióle la mano, en presencia de la enferma, a Vronski, logrando así la calma espiritual de la desventurada. Anna, a pesar de contar con un exiguo uno por ciento de posibilidades, se recuperará, y las cosas discurrirán entonces de un modo diferente a como ella había imaginado. Pero lo importante aquí es el hecho del perdón, del arrepentimiento y de la reconciliación, nobilísimas actitudes humanas en las que Dostoyevski era un consumado experto. A esas mismas actitudes apelará, casi un cuarto de siglo más tarde, el príncipe Nejliúdov en el último capítulo de Resurrección, cuando, una vez definitivamente iniciada su profunda transformación interior, lea en la habitación de un modesto hotel de una lejana ciudad de Siberia, inmarcesibles versículos de los capítulos XVIII y V del Evangelio de San Mateo.
Aquel mismo pasaje, tan emotivo y clarividente a los ojos de Dostoyevski, no ha sido comprendido, sino incluso ridiculizado, por supuestos críticos eminentes, cegados por su propia ideología sectaria. En aquellos dos ensayos citados, tuve ocasión de referirme a lo que entrevió por vez primera Berdiaev, esto es, que el pensamiento de Dostoyevski, sin duda el más profundo pensador de toda la historia de Rusia, nunca estuvo secuestrado, en sus novelas inmortales, por el sectarismo de la ideología, sino que se mantuvo libre, diáfano y oxigenado por la misma dialéctica de las ideas. No puede decirse lo mismo del filósofo húngaro György Lukács, cuya ideología marxista-leninista le impide acercarse a los insondables misterios de la condición humana. Incapacitado para explorar la íntima experiencia de un espíritu individual que crea en la trascendencia, en la resurrección de los muertos y en la vida eterna, sólo encuentra satisfacción burlándose de la fe y del sentimiento de lo sagrado. De ahí que pretenda ridiculizar la mencionada escena que hemos descrito junto al lecho de la moribunda, una escena íntegramente atravesada por el perdón y la reconciliación, actitudes de inequívoca raíz cristiana. Aquel sectarismo ideológico, negador de la libertad individual y de la grandeza espiritual del hombre, precisamente porque es una criatura hecha a imagen y semejanza de Dios, es el que conduce a Lukács a presentar a Anna como una mujer frívola y superficial, «una dama típica de la sociedad mundana», celebrando que «el gran realista Tolstoi» haya enderezado inmediatamente la narración, alejándose de aquella podrida moral burguesa que, a su entender, entrevemos en la patética escena. Muy ufano de su análisis, Lukács añade: «Tolstoi muestra aquí la verdad contenida en lo que Dostoievski ha llamado la hazaña rápida y [Máximo] Gorki el heroísmo de una hora» (Georg Lukács, Estética, Barcelona, Grijalbo, 1967, tomo IV, pág. 355. La traducción es de Manuel Sacristán. De las tres partes en las que planeó dividir su Estética, Lukács sólo dio término a la primera, que constituye el contenido de los cuatro volúmenes de la edición española. Mientras que las dos primeras partes estarían consagradas a estudios de materialismo dialéctico, la tercera se consagraría al materialismo histórico). Utiliza a Dostoyevski según su conveniencia. Es cierto que, primero Dostoyevski y posteriormente Dmitri Merejkovsky y Máximo Gorki, entre los más eminentes adelantados lectores de Tolstói, percatáronse del paganismo del autor de Yasnaia Poliana, de su afán por creer en la encarnación del Verbo y su imposibilidad de lograrlo. Su racionalismo ilustrado impide a Tolstói abrazar el misterio de la Cruz. Lukács, que poseía una inmensa e inabarcable cultura literaria y filosófica, desperdició su enorme talento a lo largo de su dilatada vida, debido sobre todo a estar secuestrado por una ideología que no posee ojos para ver la sagrada dignidad del hombre concreto, el hombre de carne y hueso. Ese «gran realista» que es Tolstói, un pagano que quiere creer en la vida eterna pero no lo consigue nunca, le sirve a Lukács para intentar cimentar la tesis principal que desarrolla en el último gran apartado de la primera parte de su Estética, aquel que titula «La lucha liberadora del arte». Esa tesis no es otra que la pretensión de sustitución de una religión trascendente, un mensaje que sitúa la vida verdadera y liberadora del hombre individual en el reino de los cielos, en la eterna contemplación de Dios, en la coparticipación del misterio supremo, el del Amor, sin que por ello ese mensaje se olvide, sino todo lo contrario, de la justicia, de los pobres y desheredados, de los enfermos y pecadores, de los humildes y desgraciados de la tierra; la sustitución de una religión trascendente, decía, por una nueva religión terrenal, «cismundana» le gusta decir a Lukács, la religión del arte. ¡Pero qué distinta, Dios mío, es esa religión del arte que pretende entronizar el filósofo marxista de Budapest, comparada con la de quien por primera vez emplea esa noción, Wilhelm Heinrich Wackenroder! Lukács empléase a fondo, con toda su potente artillería de ejemplos y pasajes literarios y filosóficos, en intentar sustituir la creencia en Cristo por otra creencia, impostada y artificial, de igual modo que Carlos Marx, en el Manifiesto Comunista, pretende sustituir el mesianismo salvífico de Jesús por el falso y sangriento mesías del proletariado como sujeto activo de la revolución económica, social y política, atea y exclusivamente terrenal. A medida que nos acercamos al final de esa primera parte de la Estética lukácsiana, los ejemplos en favor de su tesis se acumulan atropelladamente, aunque, en algunos casos, si bien hace esfuerzos ímprobos y colosales por darle la vuelta a los pasajes, son estériles y completamente ineficaces. Uno de esos ejemplos es el relativo al episodio aludido de Anna Karénina, cuya heroína femenina Lukács no comprende en absoluto, desprovisto como está el crítico húngaro de sentimiento humano transido de religiosidad trascendente, o, al menos, de respeto ante un misterio inexplicable. Como no puede obviar la inconmensurable grandeza de Dostoyevski, trata, asimismo estérilmente, de atraérselo a su campo, precisamente a Dostoyevski, un escritor por el que Lenin sentía un vivo rechazo y una profunda antipatía, similares en intensidad a la simpatía que le producía ese rico filón, ese diamante en bruto, que creía haber descubierto en Tolstói. No iba del todo descaminado Vladimir Ilich Uliánov, pero en lo que atañe a Anna Arkádievna no tiene nada que hacer. De hecho, no le interesa en absoluto el personaje. Otro lamentable ejemplo, en ese mismo volumen, de los desvelos manipuladores de Lukács es la sesgada y pobre lectura que hace del Quijote. Pero, de igual modo que es inútil y zafio todo intento de aproximar al terreno del ateísmo a espíritus indubitablemente cristianos como Dante, Cervantes, Dostoyevski, Miguel Ángel, Velázquez o Rembrandt, aún lo es más pretender manipular a sus criaturas, sus obras o los productos de su imaginación creadora. Tratando de llevarse al Caballero de la Triste Figura a su campo desértico de fe religiosa, Lukács llega a decir, a propósito de la escena en la que interviene en la representación de Maese Pedro, nada menos, que «cuando Unamuno intenta con su interpretación, con la defensa de don Quijote, profundizar el texto cervantino, no consigue en realidad más que trivializarlo, hacerlo superficial» (Georg Lukács, Estética, op. cit., tomo IV, pág. 546). No es el propósito de este artículo, y por ello sólo lo menciono, pero ¿es posible que Lukács tenga la osadía de corregir a uno de los intérpretes más fidedignos y profundos de la sin par obra cervantina, únicamente equiparable, en tan fecunda labor, con la llevada a cabo por Américo Castro en 1925? Quien, con sus anteojeras ideológicas de filiación marxista-leninista, trivializa, hace una lectura superficial e incluso llega hasta el ridículo en relación con el ideal evangélico que anima a don Quijote, es Lukács y otros como él. No es ninguna casualidad que, después de docenas y docenas de páginas, toda la argumentación lukácsiana concluya con unos versos de Goethe (de Poesías póstumas), que él quiere que sean lapidarios y definitivos: «El que posee ciencia y arte / Tiene también religión; / El que no posea ninguna, / que tenga una religión». El sentido que otorga Lukács a esa segunda presencia del término «religión» es claramente despectivo, una especie de pobre consolación para los idiotas, un sentido que ni siquiera Sigmund Freud atrevióse a dar a los mismos versos de Goethe cuando los reprodujo en las primeras páginas de su célebre ensayo El malestar en la cultura, de 1930: «Este aforismo enfrenta, por una parte, la religión con las dos máximas creaciones del hombre, y por otra, afirma que pueden representarse o sustituirse mutuamente en cuanto a su valor para la vida. De modo que si también pretendiéramos privar de religión al común de los mortales, no nos respaldaría evidentemente la autoridad del poeta» (Sigmund Freud, El malestar en la cultura y otros ensayos, Madrid, Alianza, 2006, págs. 24-25. La traducción es de Ramón Rey Ardid). El maestro arquitecto de Chartres, Velázquez o Miguel Ángel, poseían en grado sumo e inalcanzable «ciencia y arte», y, sin embargo, creían firmemente en la fe de Cristo. Hay que tener la generosidad, la amplitud de miras y la integridad moral insobornable de un Albert Camus para darse cuenta de ello, en su caso con Dostoyevski. Por eso el autor de La peste fue capaz de denunciar los crímenes estalinistas y el totalitarismo comunista, tan destructivo como el nacionalsocialista, mientras que Lukács, o Bertolt Brecht, permanecieron instalados en un cómodo y cómplice silencio ante ellos. ¿Refiere, por ventura, Lukács, qué dos libros llevaba consigo León Tolstói cuando abandonó su casa en 1910 y murió en la del jefe de la remota estación de Astápovo? Uno de ellos era el último y grandioso testimonio espiritual de Dostoyevski, Los hermanos Karamásov, en cuya «Leyenda del Gran Inquisidor» está contenida la clave postrera para descifrar la inicua amenaza nihilista y atea, la de aquellos que, más que desear la «religión del arte», nos han traído el hormiguero social, el colectivismo y el igualitarismo nivelador, a costa de la dignidad, de la libertad individual y de los derechos individuales del hombre. La mixtificación lukácsiana resulta prístina e inconfundible, a propósito de ese «gran realista» que es Tolstói y que tanto le convence, cuando pasa como de puntillas, mejor dicho, cuando silencia por completo la transformación moral que se apodera del personaje de Nejliúdov en Resurrección, una novela que debe ser entendida como una especie de testamento espiritual de su autor. Mientras que en el capítulo V de la tercera parte hay un explícito deseo de justificar la violenta actuación de los revolucionarios nihilistas, los mismos que han asesinado al zar Alejandro II el 1 de marzo de 1881, en los capítulos XIV y XV se critica a algunos de ellos con dureza, sobre todo a los dirigentes, encarnados en el insensible personaje de Novodvórov, de quien puede afirmarse que su semblanza constituye un profético retrato de los futuros cabecillas bolcheviques. Revolucionario sin sentimientos que desprecia a los demás: campesinos, obreros, pobres y vagabundos, su estricta creencia en los «datos positivos de la ciencia económica» lo convierten en un hombre intelectualmente romo y en un sectario (Lev Tolstoi, Resurrección, Valencia, Pre-Textos, 1999, pág. 547. La traducción es de Víctor Andresco Peralta). Pero lo esencial de esa novela, tal como se nos revela en el último capítulo, es la firme creencia que se ha apoderado de Nejliúdov, después de vivir durante tres meses intensísimas experiencias al lado de los delincuentes comunes y de los prisioneros políticos, tratados peor que las bestias por los funcionarios y autoridades de la Rusia zarista. Frente a la violencia revolucionaria como método de acabar con las terribles injusticias sociales, Nejliúdov optará por el mensaje evangélico, condensado especialmente en el Sermón de la Montaña. La religión del amor, del perdón, de la no violencia, de la humildad y de la solidaridad: ésta será su divisa de ahora en adelante.

¿Cuál es el último pensamiento de Anna Arkádievna, aquel que apuntilla ese perdón que Dostoyevski derrama sobre la heroína? Y que conste que no era necesario ese ultimísimo fogonazo de luz en la todavía consciente Anna, milésimas de segundo antes de perder para siempre la conciencia en su vida corpórea y terrenal, para que Dostoyevski no se atreva a juzgarla, ni mucho menos a condenarla. Más que nadie, él sabe de la debilidad de los hombres. Ese pensamiento no es otro que el sincero arrepentimiento ante el íntimo tribunal de su conciencia y ante Dios. Este es otro detalle capital que corrobora la singularidad de Anna entre las criaturas salidas del genio tolstoiano. Del siguiente modo es descrito el fatal instante (cap. XXXI de la séptima parte): 

«Se apoderó de ella una sensación análoga a la que experimentaba en otro tiempo, antes de hacer una inmersión en el río, e hizo la señal de la cruz. Este gesto familiar despertó en su alma multitud de recuerdos de la infancia y de la juventud. Los minutos más felices de su vida centellearon un instante a través de las tinieblas que la envolvían. Pero no quitaba los ojos del vagón, y cuando apareció el espacio entre las dos ruedas, arrojó el maletín, hundió la cabeza en los hombros y adelantando las manos se echó de rodillas bajo el vagón, como si se dispusiera a levantarse otra vez. Tuvo tiempo de sentir miedo. “¿Dónde estoy? ¿Qué hago? ¿Por qué”, musitó, haciendo un esfuerzo para echarse atrás. Pero una masa enorme, inflexible, la golpeó en la cabeza y la arrastró por la espalda. “¡Señor, perdonadme!”, balbució ella».


Aquí se interrumpe el manuscrito. Será retomado en fecha indeterminada.

Málaga, durante el mes de julio de 2015.
Enrique Castaños es Doctor en Historia del Arte.