domingo, 17 de mayo de 2015

Artículo nº 55 / Dos obras de arte relevantes de la Iglesia de Málaga, por Enrique Castaños


DOS OBRAS DE ARTE RELEVANTES DE LA IGLESIA DE MÁLAGA: UNA DOLOROSA DE PEDRO DE MENA Y UNA COPIA DE TIZIANO


Enrique Castaños




La recién inaugurada muestra Huellas. Arte e iconografía de la Iglesia de Málaga (abril de 2015), acogida en el Palacio Episcopal, exhibe, entre otras, dos obras, que, no por haber sido ampliamente difundidas, no merezcan un nuevo breve comentario, dirigido particularmente a los aficionados y espectadores en general. La primera de ellas, de los fondos del propio Palacio, lleva por título Jesús ayudado por Simón de Cirene, un lienzo limpiado hace poco, de 102 x 111 cm, de autor anónimo, fechado de modo muy impreciso entre 1600-1632, y que es considerado desde hace decenios como una copia del conocido cuadro Cristo Camino del Calvario, pintado por Tiziano hacia 1560 y conservado en el Prado. Si aceptamos la fecha de nacimiento de Tiziano entre 1488-1490, que es la propuesta por sir Herbert Cook, el pintor tendría entre setenta y setenta y dos años cuando lo realizó; si aceptamos, que es por la que me inclino, la propuesta por Erwin Panofsky, alrededor de 1482, su edad rondaría los setenta y ocho años (Erwin Panofsky, Tiziano. Problemas de iconografía, Madrid, Akal, 2003, págs. 171 – 173). El lienzo de Tiziano ingresó en El Escorial en 1574 y ocupó desde muy pronto un lugar privilegiado en el oratorio privado de Felipe II, donde permaneció hasta su entrada en el Museo del Prado en 1845. Uno de los últimos especialistas en referirse a su excepcional calidad fue Miguel Falomir en 2003, con motivo de la magna exposición que la sin par pinacoteca dedicó entonces al excelso artista de Pievi di Cadore, conservador que también rememora las palabras de Fray José Sigüenza en 1605, cuando calificaba esa pintura de «devotísima y singular figura», afirmando que «en las noches pasaba allí el pío Rey don Felipe buenos ratos, contemplando lo mucho que devía al Señor que tan pesada carga llevaba sobre sus hombros por los pecados de los hombres y los suyos» (Miguel Falomir, Tiziano, Madrid, Museo Nacional del Prado, 2003, págs. 266 – 268). Los tres evangelios sinópticos se refieren de manera concisa, pero clara y coincidente, a la ayuda prestada por Simón de Cirene a Jesús camino del Gólgota, subrayando Mateo que lo «obligaron», Marcos que «volvía del campo» y era «padre de Alejandro y de Rufo», y Lucas que «le cargaron la cruz para que la llevara detrás de Jesús». El cuadro pertenecería, pues, al último periodo del pintor, en el que, igual que ocurre con Miguel Ángel, aunque no en un grado tan intenso, se acentúa la espiritualidad y la emoción religiosa del autor, que, no obstante, como subrayó de modo acertado Sydney Joseph Freedberg en 1970, nunca renuncia a producir «una sensación de exaltación de los sentidos y de exaltación simultánea del poder de la razón», aunque también comienza a surgir, insiste el historiador estadounidense, una potencia que parece trascender los límites de la razón, incorporando «los factores funcionales de los seres físicos y espirituales», trabajando «con esencias y potencias no ya como abstracciones, sino como factores constitutivos del mundo visible», «como si el pintor, apasionada y totalmente se fundiese con la propia materia de su experiencia, en otras palabras, con la naturaleza y la vida» (Sydney Joseph Freedberg, Pintura en Italia: 1500 a 1600, Madrid, Cátedra, 1983, pág. 511). Mucho antes, en 1930 (aunque la redacción inicial referida a los venecianos data de 1894), el especialista de origen lituano Bernard Berenson, incidía en parecidos aspectos del último Tiziano cuando escribía que «cuerpos y rostros mostraban claramente las señales de la lucha por la vida», y que «la grandeza del Tiziano consistía en el hecho de que era capaz de producir la mayor impresión de realidad y a la vez sostener la necesidad de asirse fuertemente a la vida» (Bernard Berenson, Los pintores italianos del Renacimiento, Ciudad de México, Leyenda, 1944, págs. 48 – 49). Tampoco deben obviarse las intempestivas observaciones de Roberto Longhi en 1914, cuando se refería a las contradicciones entre dibujo y color en los postreros años de Tiziano. No obstante, opino que hay que insistir con mayor énfasis aún en el proceso de desmaterialización de la pintura del último Tiziano, en el carácter deshilachado de su pincelada, en su vibrante y tembloroso toque, guiado por una espiritualidad profunda y un intenso sentimiento religioso, que acentúa el dramatismo de las escenas. No debemos escamotear o silenciar el hondo sentido religioso de algunos grandes artistas, tan importante o más que el puramente estético. Lo recordaba con honesta gallardía Émile Mâle ya en el capítulo primero de la primera edición (1932) de su incomparable L’Art religieux après le Concile de Trente, editado posteriormente con distintos títulos, a propósito del «hermoso libro» de Eugène Fromentin sobre la pintura flamenca y holandesa, Los maestros de antaño (1876), en donde «ni una sola vez se pregunta si Rubens era cristiano. Ahora bien, sabemos que Rubens oía misa todas las mañanas antes de ir al trabajo: tenemos, pues, el derecho de pensar que no sólo ponía su talento al servicio de sus cuadros religiosos, sino también su fe. Fingir no dar ninguna importancia a esta fe de Rubens, como si Rubens fuera Courbet, es no querer comprenderlo en toda su extensión» (Émile Mâle, El Barroco. Arte religioso del siglo XVII: Italia, Francia, España, Flandes, Madrid, Encuentro, 1985, pág. 31).
 
Tiziano. Cristo camino del Calvario. Ca. 1560. Museo del Prado

El lienzo del Prado está en el límite mismo de lo que empezará a hacer a partir de entonces Tiziano. Pero el emotivo drama religioso no puede eludirse: la compasiva, misericordiosa y ausente de cualquier resentimiento mirada de Cristo a Simón, quien, solícito, aunque le hayan obligado, ayuda con desinteresada entrega a ese hombre al que no conoce, exhausto como está, pues acaba de caer bajo el peso de la cruz y apoyar la mano izquierda en una piedra. Extraordinario modelado de las cabezas y de las manos; composición perfecta, a pesar de ser tan cerrada y apretada, hasta el punto de que permanece fuera un pequeño trozo de la parte superior de la hermosa cabeza del anciano, no precisamente un campesino; ligera laca roja aplicada a la túnica de Cristo.

Lo que sorprende del cuadro de Málaga es la aproximación de las medidas (el de Madrid, 98 x 116), la espléndida factura y la exactitud de la copia. Las diferencias más notables son, de un lado, que la piedra y la mano derecha de Jesús se separan del marco unos siete u ocho centímetros, de igual modo que el madero de la izquierda no llega hasta el ángulo, en correspondencia con la línea de la piedra y de la mano (aunque una radiografía del cuadro de Madrid revela que tampoco llegaba el travesaño hasta el ángulo inferior izquierdo, quedando libres unos centímetros); de otro lado, que en la intersección entre los dos travesaños de la cruz, en el cuadro de Málaga, arriba, queda libre un diminuto triángulo rectángulo; en tercer término, aún más importante, que la mirada de Jesús se desvía en el óleo de Málaga de la del Cireneo; en cuarto lugar, que en Málaga los dedos de Cristo, especialmente los de la mano que se apoya, son más rugosos, y, por último, que la túnica del Dios-Hombre es verdosa en el cuadro del Palacio Episcopal. No creo descabellado sugerir que puede tratarse de una réplica de la bottega (taller y estudio) de Tiziano. Habría que rastrear su procedencia, revisar la imprecisa cronología, y, sobre todo, llevarlo al taller del Prado, a fin de que pudiese ser analizado exhaustivamente por los restauradores y especialistas. Estoy seguro que nos llevaríamos una agradable sorpresa.

La segunda obra es la conocida Dolorosa de la iglesia de Santa María de la Victoria de Málaga, una talla en madera del escultor granadino Pedro de Mena y Medrano realizada entre 1660-1670, de 65 cm de altura. La cronología hoy más aceptada, que es la indicada, contradice a María Elena Gómez Moreno, quien afirmaba en 1989 que las Vírgenes Dolorosas de Pedro de Mena fueron todas hechas entre 1673 y 1679 (En el catálogo de la exposición celebrada en Málaga, Pedro de Mena. III centenario de su muerte: 1688 – 1988, Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, 1989, pág. 94). Cuando en el verano de 2010 llegó a Valladolid la inolvidable muestra The Sacred Made Real. Spanish Painting and Sculpture, 1600-1700, procedente de Londres y de Washington, decidióse incorporar esta inmarcesible Mater Dolorosa, y recuerdo muy bien que, junto a la sublime e inefable Magdalena penitente del mismo artista, reinaban ambas entre aquel bosque sagrado de esculturas memorables, entre otras de Juan Martínez Montañés y de Gregorio Fernández. La Dolorosa de Málaga se elevaba sobre todo el conjunto de piezas expuestas de un modo sobremanera misterioso, pues, en vez de ocupar una posición destacada, como la Magdalena, se hallaba casi en un rincón, pero ejercía tal atracción poderosísima, desde su callado y contenido sollozo, que, una y otra vez, iba el visitante de la Magdalena a ella, y viceversa, sin poder hacer nada por eludir ese movimiento pendular. No creo exagerar si afirmo que es la más extraordinaria imagen escultórica de la Virgen que nos queda del siglo XVII español. La vesania y la ignorancia―temibles aliadas―destruyeron en 1931 la hermosísima Virgen de las lágrimas de la iglesia de los Santos Mártires, de la que Ricardo de Orueta y Duarte escribió en 1928 un breve pero precioso comentario, en el que dice que bien pudo Pedro de Mena recoger en ella la belleza de la mujer malagueña, señalando muy agudamente que «rendida de llorar, se detiene un momento a contemplar su dolor» (en el primoroso librito Pedro de Mena, escultor: 1628 – 1928, Sociedad Económica de Amigos del País de Málaga, 1928). Pero, por desgracia, sólo podemos recrearnos en esa imagen contemplando antiguas fotografías, sobre todo una del propio Orueta. El mismo triste fin, aquel aciago año para el patrimonio religioso de Málaga, tuvo la Virgen de Belén de la iglesia de Santo Domingo, cuyo semblante, como recordaba Manuel Gómez Moreno asimismo en 1928, es el más bello y humano de cuantos esculpiese Mena para representar a una Virgen no embargada por la pena (en el mismo librito de 1928).
 
Pedro de Mena y Medrano. Dolorosa. Ca. 1670. Iglesia de la Victoria de Málaga.

Con independencia de la absoluta maestría técnica; de la sutil armonía cromática entre el manto celeste estofado de oro en los bordes, la arrugada toca beis que enmarca magistralmente el óvalo del rostro, y el rojo de la camisa; de la maravillosa insinuación de los brazos y de los hombros escondidos bajo el manto; de la ligerísima desviación entre el casi imperceptible giro de la cabeza y la situación de las manos entrelazadas, estableciéndose un diálogo inexpresable entre ambas partes del cuerpo; de la equilibrada composición piramidal o triangular, de raigambre leonardesca: un busto que corta la figura por debajo de los senos; al margen de todo esto, que ya es muchísimo, lo que convierte esta imagen en una talla única en España y en Europa, es su intensísima religiosidad, el infinito sufrimiento de esa Madre que ya ha vertido todas las lágrimas que pueden derramarse, con los que se llenarían océanos inconmensurables, su recogimiento, su inaudito dolor contenido, con la purísima piel literalmente bañada en ese llanto que atraviesa el Tiempo y el Espacio, con los ojos bajos, resignados, un rostro que es la quintaesencia de un sufrimiento tan inmenso que el hombre no puede ni siquiera pretender comprenderlo. Sería sencillamente ridículo ponderar aquí sólo los valores plásticos, que son ya de por sí insuperables; existe un roce, un intangible acercamiento a un dolor insondable, humano, porque es el de una madre por su hijo, pero sobre todo vinculado al único misterio verdaderamente religioso y divino, pues se trata de la Virgen María, de la Madre de Dios, que llora a su Hijo. Sólo esto puede explicar el que mueva a tan íntima devoción y que trascienda el simple arte, entrando en el vedado territorio de lo sobrenatural.

Enrique Castaños es Doctor en Historia del Arte