miércoles, 12 de marzo de 2014

ARTÍCULO 45



Rembrandt: intensidad espiritual y penetración psicológica (sobre Los síndicos y La novia judía)



© ENRIQUE  CASTAÑOS



Para Paula, nuestra hija, que nos animó a mi mujer y a mí a viajar a Ámsterdam. 


 



La descripción de los procedimientos es sólo una parte de la crítica de arte. No capta sino la fórmula, la materia, y deja de lado el análisis del soplo espiritual, hecho humano indivisible o que al menos obedece a otras leyes que las que rigen la forma, y que tiene otra esencia en sí.

Pierre Francastel, El Impresionismo (1937), 1ª parte, cap. II, apartado 1.




Una reciente visita al Rijksmuseum de Ámsterdam nos ha permitido contemplar durante un tiempo prolongado dos cuadros de Rembrandt por los que sentimos especial predilección: Los síndicos (1662) y La novia judía (c. 1665-1669). Aquí nos referiremos principalmente a los aspectos espirituales y psicológicos de ambas composiciones, aunque, como es natural, el cénit que en ambos cuadros se alcanza en esas parcelas del género del retrato, no hubiese sido posible sin una prodigiosa técnica, una portentosa capacidad para situar las figuras en el espacio que las rodea y el dominio más sutil de las tonalidades cromáticas y de las modulaciones de la luz. A nuestro modo de ver, su único semejante en tan dificilísimo arte, el más complejo que probablemente exista, es Velázquez. Que la pintura de Rembrandt hay que situarla, de manera inexcusable, en las particulares circunstancias históricas de la Holanda del siglo XVII, es algo reconocido por todos los grandes estudiosos de su obra, siendo ya ponderado por Hegel en sus Lecciones sobre la estética, cuando enfatizaba el «vigoroso nacionalismo» de lienzos como La ronda de noche (1642), pues en él se expresa algo muy profundo del carácter nacional holandés, que tanto se distingue por su coraje cívico, su defensa de la libertad religiosa y de la tolerancia y su exaltación del individuo en armonía con la comunidad en la cual vive (G. W. F. Hegel, Lecciones sobre la estética, Madrid, Akal, 1989, pág. 126. Traducción de Alfredo Brotóns Muñoz). La ronda de noche, que es el segundo retrato de grupo pintado por Rembrandt, exactamente diez años después del primero, La lección de anatomía del Dr. Tulp que se guarda en la Mauritshuis de La Haya, debe su unidad interna, como muy bien supo apreciar Alois Riegl en un ejemplar estudio de 1902, a la subordinación del teniente Willem van Ruytenburgh respecto del capitán Frans Banning Cocq, no sólo por la mayor estatura de éste y su situación en la zona central inferior de la composición, sino sobre todo por el imperioso gesto de su mano izquierda, que constituye el plano más próximo al espectador, acción decidida con la que se abre la marcha y permite que todas las figuras cobren vida y se pongan en movimiento (Alois Riegl, El retrato holandés de grupo, Madrid, Visor, 2009, págs. 326-391. Traducción de Gema Facal Lozano). Pero mientras que en el teniente, y esto sí que es una notable novedad de Rembrandt respecto a su anterior retrato de grupo y a cualquier otro que se hubiese hecho en las Provincias Unidas, esa subordinación se manifiesta de modo esencialmente psíquico, en el resto de las figuras, señala Riegl, es de signo corporal. Lo extraordinario de este cuadro único, continúa el gran historiador austriaco, es que «para Rembrandt, el movimiento físico sólo era un recurso expresivo ampliado de la existencia de la atención que unía las almas», y esta es una de las razones, si no la más poderosa, de que a partir de ese momento ya no pudieron seguirlo sus contemporáneos holandeses, pero tampoco europeos, salvo… Velázquez, ese pájaro solitario cuyas figuras, como en Las Meninas, parecen comunicarse entre sí de una manera misteriosa y secreta, inaudible e inefable, delicada y exquisita, etérea y evanescente, pero, al mismo tiempo, con una paradójica e inexplicable consistencia que emana de la profunda verdad del mundo interior.

Lo que Riegl adivina como el substrato más profundo del arte de Rembrandt, ese mismo que mantiene la cohesión interna de la composición, y que, más que deberse a factores puramente externos o meramente técnicos, tiene que ver con la preeminencia de lo individual y la estrecha relación de los individuos entre sí, también supo apreciarlo con inusual hondura Georg Simmel en su definitivo estudio sobre el gran pintor holandés, publicado en Leipzig en 1916. En este ensayo escribe Simmel, que había leído ya por entonces concienzudamente toda la literatura crítica importante sobre el artista de Leyden, que «quizá la inaudita impresión que produce La ronda nocturna es que la unidad del cuadro no es, por decirlo así, nada por sí, no está abstraída de él ni reposa en una forma que estuviese más allá de sus realizaciones; sino que su esencia y fuerza sólo es el inmediato entretejido que brotan de cada individuo» (Georg Simmel, Rembrandt. Ensayo de Filosofía del arte, Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos, Murcia, 1996, pág. 75. La traducción es de Emilio Estiú). «El secreto del espacio de La ronda nocturna ―continúa Simmel un poco más adelante― […] está arrastrado por las corrientes de la vida que fluyen de él» (pág. 77). Por último, señala Simmel una de las principales diferencias entre Rembrandt, genuino espíritu barroco, y los grandes genios del Alto Renacimiento romano, por ejemplo Rafael Sanzio: «El grado más alto, en que las vitalidades individualizadas, puramente consideradas como tales, pueden alcanzar unidad, sin necesitar, para ello, de la estructura clásico-formal y geometrizante, lo ha logrado Rembrandt y del modo más preciso en La ronda nocturna» (pág. 80). Frente a la forma cerrada, autónoma y ensimismada en sí misma del genio italiano de principios del siglo XVI, Rembrandt no concibe la unidad compositiva, en ese aparente caos confuso que es La ronda de noche, fuera de la más honda presencia individual. Ahora no es ya la forma la que garantiza la indestructibilidad de la cohesión interna, sino la relación con el principio de individualidad: «Existe una profunda relación con el principio de la individualidad: la unidad es aquella estructura cuya forma está absolutamente enlazada con su realidad, y no precisa el supuesto o la certeza de un sentido autónomo abstraído de esa realidad» (pág. 81). La unidad interna no proviene, pues, de la pura abstracción de la forma, abstracción matemático-geométrica, abstracción racional, sino de la auténtica y verdadera realidad, esa que emana del interior espiritual del individuo y de la corriente misma de  la vida, de su eterno fluir, como pensaba Heráclito de Éfeso. Forma y realidad individual, esto es, forma artística y realidad espiritual y psicológica, son indisociables en Rembrandt, sobre todo a partir de ese insoslayable punto de inflexión en su evolución creadora que es La ronda de noche del Rijksmuseum. No obstante, también hay muy autorizados estudiosos, como es el caso de Jakob Rosenberg en su monografía de 1948, que estiman que, en La ronda de noche, «desde el punto de vista psicológico Rembrandt no se equivocó al subordinar la caracterización individual a la expresión de la agitación y tensión generales propios de semejantes escenas de multitudes» (Jakob Rosenberg, Rembrandt. Vida y obra, Madrid, Alianza, 1987, pág. 148. Traducción de Aurelio Martínez Benito). Hemos de tener en cuenta que el yerno de Edmundo Husserl estaba defendiendo con esa interpretación muy inteligentemente a Rembrandt frente a quienes habían criticado con dureza la ausencia de retratos psicológicos en La ronda de noche, comentario en el que no le faltaba razón al eminente historiador, ya que con él no estaba invalidando la atención extraordinaria concedida por Rembrandt al elemento espiritual interior de los personajes que acabamos de señalar, sino que estaba simplemente constatando que el pintor, precisamente por las características singulares de la enorme composición y por la abundancia de figuras, no podía detenerse en retratos individuales precisos de cada uno de los personajes representados. Le bastaba hacer visible la vida interior, que es la que anuda y proporciona trabazón a las figuras y unidad a la composición, con independencias de los habilísimos y supremos recursos cromáticos y de estudiadísima disposición de cada una de las figuras en el conjunto general.

Siempre fue Rembrandt fiel a la técnica del claroscuro, y así lo reconoció Goethe en más de una ocasión, por ejemplo en su conversación con Johann Peter Eckermann del jueves 1 de diciembre de 1831 (J. P. Eckermann, Conversaciones con Goethe en los últimos años de su vida, Barcelona, Acantilado, 2005, pág. 857. Traducción de Rosa Sala Rose), o en un breve texto que, bajo el título de Rembrandt el pensador, se publicó por vez primera en 1832, en el tomo 44 de sus Obras, aunque por diversas anotaciones de sus diarios sabemos que fue redactado también en 1831 (J. W. Goethe, Escritos de arte, Madrid, Síntesis, 1999, págs. 321-323. Edición de Miguel Salmerón). El pintor y finísimo crítico Eugène Fromentin ya incidía en 1876 en la importancia del claroscuro, de la «oscuridad nocturna» y de la «sombra» como «forma corriente» de la poética de Rembrandt, como su predilecto «medio de expresión dramática», sin que ello sea óbice para que La ronda de noche transcurra de día, un dato más de las múltiples paradojas y ambigüedades de un cuadro sin par (Eugenio Fromentin, Los maestros de antaño, Buenos Aires, El Ateneo, 1942, pág. 229). Para Rembrandt, subraya Fromentin, «el claroscuro es, a no dudar, la forma nativa y necesaria de sus impresiones y sus ideas […]; nadie se sirvió tan continuamente, tan ingeniosamente como él» de esa difícil técnica, con la que el pintor consigue participar «en fin, del sentimiento de la emoción, de lo incierto, de lo indefinido y de lo infinito, del sueño y del ideal» (pág, 243). Sin embargo, La ronda de noche, quizás por tratarse de una obra que marca un punto de inflexión, el comienzo de una transformación muy profunda en el arte de Rembrandt, le parece a Fromentin una realidad en la que los aciertos se suman a los desaciertos, una realidad preñada de imponderables, que, no obstante, anuncian al genio absoluto. Debemos añadir que en La ronda de noche ya intuimos, y éste es uno de los mayores misterios del arte de Rembrandt, que la luz, aunque es evidente que ilumina a las figuras porque están empezando a ser bañadas por la cálida luminosidad diurna desde el momento en que asoman sus cuerpos a la vía pública o comienzan a descender de las gradas que hay junto al muro del río que apenas se ve a la izquierda, intuimos, decíamos, que la luz brota, como si de un ascua encendida se tratase, del interior mismo de los personajes, especialmente de esa niña que hay en el tercer plano y que dirige su mirada con atención al imperativo gesto del capitán Cocq. Acerca de esa niña de «edad dudosa» por sus «facciones indescifrables», de esa niña que «tiene aspectos de mendiga y algo como diamantes sobre todo el cuerpo», una extraña figura que «cuanto más se la examina, menos se perciben las sutiles líneas que sirven de envoltura a su existencia incorpórea», concluye Fromentin afirmando, en línea con lo que hemos sugerido, que «se llega a no ver más en ella que una fosforescencia extraordinariamente rara, que no es la luz natural de las cosas», y no puede serlo, añadimos nosotros, porque esa luz procede de las profundidades del espíritu (pág. 233).

Después de La ronda de noche no volvió Rembrandt a pintar otro retrato de grupo hasta 1656 (el mismo año en que Velázquez pintó Las Meninas), La lección de anatomía del Dr. Deyman, del que por desgracia sólo conservamos un fragmento muy incompleto en el Rijksmuseum. Esa marcada distancia temporal en volver al género, como indicó Riegl en su investigación, no se debió tanto al descontento, indiscutible y contrastado, que La ronda de noche provocó entre sus comitentes, una de las varias Sociedades de Tiradores de Ámsterdam, cuanto a que el propio género del retrato de grupo había decaído en el gusto de los clientes por esos años en la capital de los Países Bajos. Su siguiente y último retrato de grupo es el de Los síndicos, siempre ponderado con «encendido entusiasmo» por los críticos, desde Thoré-Bürger a mediados del siglo XIX, según nos recuerda Rosenberg. A nuestro juicio, se trata del mejor retrato de grupo de toda la historia de la pintura universal, sólo comparable con Las Meninas, si bien la diferencia entre ambos lienzos es inconmensurable desde todos los puntos de vista, como corresponde a dos genios absolutos tan dispares en lo que atañe a la estructura de su constitución espiritual y su visión del mundo.

 Rembrandt. Los síndicos. 1662. Óleo / lienzo. 185 x 274 cm. Rijksmuseum de Ámsterdam.

Tiene razón Fromentin al considerar a Los síndicos «como el resumen de sus adquisiciones», las de Rembrandt, claro está, queriendo expresar con ello que en este postrero retrato de grupo―cuya abismal hondura psicológica sólo la podemos hallar en el Inocencio X de Velázquez―«los dos hombres que durante largo tiempo se habían repartido las fuerzas de su espíritu, se dan la mano en este momento de triunfo» (pág. 267), a saber, el hombre exterior y el hombre interior, pues «esta naturaleza complicada [que es Rembrandt] tiene dos caras bien distintas: la una interna, la otra externa, y ésta es rara vez la más bella» (pág. 223). Para nosotros, lo que Fromentin denomina «cara interna» de Rembrandt, es el hombre interior que hay en él, y ese hombre se manifiesta sin ambages a partir de 1642, si bien alcanza su culminación en el último decenio de su vida. Es un Rembrandt volcado no a las realidades sensibles y materiales, sino a las espirituales e incorpóreas. Es un Rembrandt al que le preocupa de manera especialísima lo que acontece en el interior del corazón humano. Desde este punto de vista, su otro semejante es Dostoyevski, más que Shakespeare o que cualquier otro autor. Fromentin dióse cuenta que ninguno de los síndicos, cuyas caras son «extremadamente vivas», mira «precisamente al espectador» (pág. 266), sino a un punto indeterminado de la sala en la que los cinco se hallan en el estrado, como si alguien hubiese irrumpido de pronto o hubiese hecho un gesto que reclamase la espontánea atención de los regidores gremiales. Ese «alguien» no tiene, para Riegl, que ser necesariamente uno, sino que puede ser vario o múltiple, esto es, que podría tratarse de varios solicitantes (pág. 375). Pero, aunque resulta indudable que ninguno de los cinco síndicos mira a los ojos del espectador que se sitúe delante del cuadro, también pudiera ser―y este sí que es un característico recurso barroco, que podemos detectar, de modo más explícito y directo, en Las Meninas, y, de manera más indirecta, en El arte de la pintura de Johannes Vermeer, del Museo de Viena, como parece sugerir la silla situada en el primer plano a la izquierda de la composición―que los graves dirigentes dirijan su atención precisamente hacia el espectador (o espectadores, en la apreciación de Riegl, pág. 375), hacia ese hipotético sujeto estético de la contemplación que, como un auténtico intruso, osa, no ya irrumpir en la estancia donde celebran una sesión de trabajo, sino escudriñar nada menos que en sus respectivos intelectos, caracteres, temperamentos y espíritus. Por mucho que variemos nuestra posición delante del cuadro, nunca lograremos que la imaginaria línea que sale de sus ojos coincida directamente y se clave en la nuestra, pero parece indudable que nuestra presencia los ha sacado de su ensimismamiento, los ha conturbado momentánea y moderadamente, puesto que en ningún momento pierden la compostura ni se alteran de manera convulsiva, aunque es evidente que algo ha sucedido. Presumimos que estaban atentos a la lectura en voz alta que llevaba a cabo el de mayor relevancia jerárquica, o a algún comentario que estuviese haciendo en relación al grueso volumen que tiene delante, pues todavía sus labios denotan que continúa diciendo algo, probablemente muy próximo a hacer una pausa, aunque ésta aún no ha tenido lugar. En cuanto a nuestra posición, de pie o sentados, que podemos hoy adoptar delante del cuadro, después de la celebrada última remodelación del Museo, no estaría de más reparar en la observación de Riegl, cuando señala que en 1900 el cuadro «estaba colgado de una manera tan favorable en el Rijksmuseum que se podía disfrutar plenamente de él sentándose en el alféizar de la ventana que estaba al lado» (pág. 379). Nos tememos que esa deferencia para con el visitante no sea en absoluto posible hoy en día, en que, además, a no ser que acuda a la pinacoteca a horas y en días muy intempestivos, debe soportar entorpecedoras muchedumbres cuya inocente pero opaca presencia física dificulta notablemente la visión y la contemplación; no necesariamente, y lo decimos sólo a modo de digresión que no pretende ser inculpatoria para con nadie, los cuadros se colocaban hace varios decenios en peores condiciones que ahora, cuando parece haber avanzado tanto eso que llaman «museografía»; basta acordarse de lo delicioso que resultaba contemplar solas Las Meninas en una relativamente pequeña sala del Prado, en la que se había colocado un espejo a una cierta distancia del cuadro, espejo que no tenía por qué suponer, como algunos ortodoxos opinaban, un inconveniente para la más objetiva y exenta de interferencias contemplación de la pintura, pues, el que quisiese, podía tranquilamente prescindir de él y no ver también el lienzo, una vez se hubiese visto éste directamente, a través del espejo, no obstante tratarse de un artilugio genuinamente barroco que podía ayudar a comprender determinados efectos de ilusión óptica introducidos por el genio velazqueño en su inigualable composición.
La sensación de serenidad y de felicidad que se desprende de esta pintura de Los síndicos, en la que se consigue una suprema conciliación entre el retrato colectivo y los rasgos individuales, no debe ocultarnos las sutilísimas diferencias de carácter, estado de ánimo, personalidad y temperamento de los retratados. Hay una modulación exquisita que atraviesa toda la composición y que se concentra en los rostros, en la postura y en las manos. El signo de autoridad que destaca la superioridad jerárquica de uno de los cinco síndicos del gremio de pañeros, manifiéstase, en primer término, por su colocación central entre los otros cuatro, dos a su derecha y otros dos a su izquierda. Es el único que habla, el único dispuesto casi con el tronco de frente al espectador, aunque todavía hay un ligerísimo giro en posición de tres cuartos, así como un evidente contrapposto, pues su cabeza gira en dirección contraria a la que presenta su tronco y su tórax. El signo más patente de autoridad quizá sea la abertura de la mano derecha que reposa sobre el extraordinario tapete rojizo que cubre la mesa, una mano a la que sólo le basta a Rembrandt para expresar aquella autoridad que esté abierta y con el dedo pulgar levantado verticalmente. ¿Qué es lo que ocurre?, parece expresar tanto el gesto de la mano como la dirección de la cabeza inmediatamente antes atenta en el repaso o lectura del memorándum que tiene delante suya. Pero no hay la más mínima huella de perturbación o de inquietud en su persona: la expresión de su boca, la expresión de sus ojos y el conciso gesto de su mano adivinan una imperturbable paz interior, como corresponde a una naturaleza inteligente y espiritualmente sana. Como el resto de sus compañeros, representa la quintaesencia misma del espíritu burgués protestante de la Holanda del siglo XVII, esto es, un carácter nacional que se manifiesta a través de individualidades concretas, pero la preocupación máxima en la vida de este síndico no parece que sea el dinero, ni la prosperidad del gremio al que pertenece, con ser estos importantísimos, sino estar a bien con su conciencia. Este síndico es un exponente incomparable del espíritu de tolerancia, de comprensión y de defensa de los valores cívicos y de las libertades ciudadanas.

El síndico que hay sentado a su izquierda, sujetando una hoja del libro, sin duda más joven que su vecino al que acabamos de referirnos, no está representado en contrapposto, pero su sutilísima y casi imperceptible esbozo de sonrisa, sin duda provocada por la inesperada situación que también hace que mire en la misma dirección que el dirigente de mayor autoridad que hay a su derecha, es una sonrisa agradable, limpia, sin asomo alguno de reproche, de queja o de disgusto, y tanto sus sensuales labios casi totalmente juntos, pues la boca no está por completo cerrada, como la expresión de su mirada, indican a un hombre que, sin poseer la madurez y la experiencia de su inmediato compañero, es un espíritu también sano y sin dobleces, un hombre condescendiente y comprensivo. Estos dos personajes, pues, constituyen las dos almas más equilibradas, más serenas y más nobles de todo el conjunto. 

En cuanto al síndico del extremo derecho de la mesa, del que Rosenberg, probablemente con razón, ha señalado que, por su gesto de coger decididamente los guantes con la mano (pág. 153)―¡y qué mano, Dios mío, modelada de un modo tan extraordinario y sublime, que, no es que parezca, sino que resulta ser carne viva y palpitante!―, denota una cierta impaciencia, como si fuese a irse, deducción que viene sugerida incluso más aún por un amago muy leve que hace como si fuera a levantarse de la silla de la que vemos parte del respaldo pintado de marrón oscuro y terroso; de este síndico, que también esboza una sonrisa, pero ya no tan franca y condescendiente como la del hombre joven que sostiene la página del volumen, podríamos afirmar, tal como descubre su boca cerrada y la expresión de su mirada, que se advierte en él cierta incomodidad, cierta leve contrariedad, indicio quizás de un espíritu más voluble, más superficial, más inconstante. Es verdad que el sirviente que hay de pie al fondo presenta también la boca cerrada, pero no aprieta los labios, que se unen de modo completamente natural y como corresponde a su habitual expresión, que se complementa y armoniza maravillosamente en la expresión de sus ojos, con los párpados suavemente caídos, esto es, la expresión de un hombre acostumbrado a obedecer y a que le manden, que observa incluso con neutral y despreocupada indiferencia el enigmático suceso. Ejemplo que «representa el papel neutro de la atención pura», dice Riegl sobre él (pág. 375). Por el contrario, en el síndico del extremo derecho de la mesa, la boca se cierra y los labios se unen respondiendo a una disimulada sensación de disgusto: la sorpresa general del rostro esconde una vida interior mucho más superficial. 

El anciano del extremo opuesto es el síndico de más edad, también está representado en un explícito contrapposto y es el único del que vemos con total nitidez el sillón con reposabrazos en que se sienta. Es un hombre acostumbrado a mandar, a impartir órdenes, aunque no sean de especial trascendencia. Tiene seguridad en sí mismo, y la misma suavidad con que descansa su mano en el reposabrazos lo delata. La experiencia acumulada a lo largo de su vida se refleja en su semblante. Su sorpresa es serena, pero observa el suceso, sea lo que sea, como algo que hubiese sido preferible que no se hubiera producido, ya que ha distraído a los rectores del asunto que se traían entre manos. De todos, es el que tiene los labios más separados, quizás porque una parte de su respiración se haga a través de la boca. Quizá sea el menos flexible de todos los presentes, lo que no significa que sea intolerante, pero sí severo en sus resoluciones y en sus opiniones.

Siempre ha cautivado sobremanera el síndico que casi está a punto de ponerse de pie, con independencia del papel compositivo esencial que desempeña su figura y su altura, en relación y coordinación extraordinaria con la altura de las otras cabezas, con la altura e inclinación del zócalo de madera del fondo, que parece más elevado hacia el lado de la firma del pintor, dejando que el trozo de pared sea más estrecho por esa parte, y en relación, por supuesto, con la inclinación del tablero de la mesa, más bajo y más luminoso justo debajo de la vertical de este enigmático personaje. Ha llegado incluso a incorporarse casi por completo, apoyando una de sus manos, enguantada, en un libro que oprime sobre la horizontal de la mesa. La suprema modelación del rostro, el gesto de la boca y de las comisuras de los labios, la inescrutable expresión de su mirada, hacen de él un ser indescifrable: prácticamente no podemos penetrar en el interior de su alma, riquísima y llena de matices misteriosos. Su porte, a pesar de tratarse de un burgués en estado puro, de un arquetípico dirigente gremial de la enriquecida ciudad de Ámsterdam, es un porte aristocrático, de una extraña y nativa elegancia. Si hay un asomo de reproche, su insinuación es tan leve, tan difusa, que sería prácticamente imposible asegurarlo. Se sorprende, sin duda, pero con un aristocrático distanciamiento. A pesar de haber llegado incluso a levantarse, de todos los presentes, a excepción del sirviente, es el que menos se implica. Su constitución anímica es de una insondable profundidad. 

Afirma Rosenberg con razón que, con este cuadro, «Rembrandt ha creado su mayor monumento a la forma de ser del pueblo holandés» (pág. 153), pero, por encima de todo, Rembrandt ha llevado aquí un estudio del hombre concreto, algo que a renglón seguido admite el mismo historiador. El hombre concreto que se encarna en tipos, no ya nacionales, sino universales. De lo individual se llega aquí a lo universal. Rembrandt, como supo apreciar muy bien ese gran discípulo de Max Dvořák, primero, y de Julius von Schlosser, después, que fue el austriaco Hans Sedlmayr, para quien, como para su maestro checo, la Historia del Arte es antes de nada Historia del Espíritu, observa «el rostro humano como algo perecedero», de tal manera que «el hombre es para él lo que más pronto pasa», siendo «lo materialmente perecedero del rostro» la carne. Precisamente porque «el rostro es más cambiante, inestable, perecedero e incluso más pobre que las cosas», y de ahí la preocupación de Rembrandt en escudriñarse y autorretratarse tantas veces, el rostro es también «más vital y espiritual» que las cosas (Hans Sedlmayr, «Caminos para llegar a una comprensión de Rembrandt», en Épocas y obras artísticas, Madrid, Rialp, 1965, tomo II, págs. 102-103. La traducción es de Ricardo Estarrol. El texto de Sedlmayr pertenece al ensayo Grösse und Elend des Menschen: Michelangelo, Rembrandt, Daumier, publicado por vez primera en Viena en 1948). El cuadro de Los síndicos parece corroborar de modo concluyente el juicio de Sedlmayr de que «cada uno de los retratos de Rembrandt […] es necesariamente un fragmento, una parte de una serie infinita de posibles retratos de una misma persona» (pág. 101). Dicho de otra manera: en Rembrandt, cuya obra está compuesta de capítulos insuperables de una antropología psicológica y espiritual, rige en muchos sentidos una concepción heraclítea del devenir de la existencia humana, concepción metafísica que no tiene por qué entrar en colisión con su acendrado espíritu cristiano protestante, interiorizado en el espíritu general del Barroco. 

Si nos hemos atrevido a esbozar una descripción de cada uno de los síndicos, es porque el propio Rembrandt parece invitarnos a ello (Simmel, pág. 135). Para el eminente pensador y sociólogo alemán, Los síndicos de Rembrandt constituyen «un grado más alto de lo que se puede llamar individualización», que alcanza ya la verdadera perfección. Pero esta individualización, subraya Simmel, que es un logro exclusivo de Rembrandt, nos recuerda, a su vez, el principio clásico (págs. 152-153), no por lo que esos retratos tengan de belleza ideal, que no tienen ninguna, sino porque, como decíamos antes, se elevan de lo particular a lo universal, y, en este sentido, cada cierto tiempo las generaciones deben volver a mirar con detenimiento y a reflexionar sobre esos inescrutables semblantes. Por su parte, el análisis de Alois Riegl es de una extrema agudeza. De un lado, reconoce que nos encontramos ante «una escena dramática cerrada» (pág. 375) en la que los casi insolubles problemas que plantea el retrato de grupo se han solucionado satisfactoria y magistralmente gracias a «que todas las figuras en el cuadro están subordinadas en la unidad interior a un orador, pero, también, al observador en la unidad exterior». Estos hombres, continúa diciendo Riegl, «afirman su independencia frente al observador (el participante) al oponer a él su percepción de sí mismos, que aquí no es un sentimiento de sufrimiento», aunque sí podría ser en algunos de incomodidad, más que por el hecho en sí de haber sido interrumpidos, por el hecho de verse observados. El éxito de Rembrandt en resolver el problema del retrato de grupo, descansa para Riegl en que «los portadores de la unidad interna y externa en el cuadro no estén ya separados, sino que sean idénticos, de manera que ahora, de hecho, se ha producido la individualización más completa de la unidad exterior en el espacio y en el tiempo» (pág. 376). El que tales portadores, esto es, los síndicos y los presumibles observadores, no se hallen desvinculados entre sí y sean incluso idénticos desde el punto de vista espacio-temporal, no elimina la tensión psicológica y espiritual. Este es el aspecto decisivo del análisis del gran historiador formalista: «La unidad interna constituye tan sólo una especie de presupuesto sobre el que se construye la unidad externa. Ésta aparece de manera inequívoca como el verdadero objetivo, en el que descansa también lo esencial del inmenso efecto estético del cuadro. Esta fusión lo más completa posible de la unidad interior y de la exterior es lo que verdaderamente subyuga al observador de Los síndicos de los pañeros: el aumento de lo puramente psíquico por encima de todo lo existente hasta ese momento, al multiplicar la atención; porque los síndicos atienden, al mismo tiempo, tanto a las palabras de su presidente, como también al efecto que esas palabras producen en el otro participante. Junto a ello, las acciones físicas sólo son permitidas hasta donde lo exijan la claridad del acontecimiento y la medida inevitable de variedad individual […] Esa limitación a la atención suavemente individualizada por el sentimiento de la propia personalidad, por un lado, y el mayor aumento posible de la misma, por otro, condicionan la inmensa vida interior […] Cuanto más se mira, más urgentemente se transmite al sujeto observador la tensión interior que hace vibrar a esas cuatro almas» (págs. 377-378). Sorprende que Riegl se refiera a «cuatro almas». Hemos cotejado la edición en lengua alemana, publicada en Viena en 1931, del libro de Riegl que guarda la Biblioteca de la Universidad de Heidelberg, disponible en internet (Alois Riegl, Das holländische Gruppenporträt, Wien, Druck und Verlag der Österreichischen Staatsdruckerei, 1931, pág. 213), y, en efecto, no hay duda; en la frase se lee «vier Seelen», esto es, «cuatro almas». ¿Está Riegl, por ventura, excluyendo al anciano síndico de la izquierda? La eliminación aquí del sirviente es segura, y, además, lógica y consecuente con el análisis que lleva a cabo el historiador de Linz.

Nos resta, por último, referirnos a La novia judía. El que le gustase la buena vida, la confortabilidad e incluso el lujo, llegando hasta endeudarse más de lo que podía permitirse en la adquisición de una amplia casa en Ámsterdam; el que, cuando pudo hacerlo, comprase tan generosamente, al borde mismo del derroche, todo tipo de objetos de arte, muebles, armas, tapices y joyas, no disminuyó en lo más mínimo la riquísima vida interior de Rembrandt, que se acentuará con los años, y que, en los postreros de su existencia tendrá un inmejorable correlato en la meditación sobre el texto bíblico, fruto de una lectura atenta y continuada, y en un acercamiento al fenómeno religioso del Cristianismo, no desde una actitud formalista o externa, sino desde una profunda religiosidad, como correspondía a un hombre para quien Cristo y su mensaje evangélico constituían el más alto referente ético y moral posible de la existencia humana, aunque esa religiosidad íntima, propia de un verdadero creyente en un Dios personal y en una religión revelada, resulta inseparable en Rembrandt de su indagación de los abismos insondables del carácter y de la personalidad del individuo, así como de la turbulencia que asuela o de la calma que dulcifica el corazón de los hombres. Siempre fue Rembrandt un espíritu profundamente tolerante en materia religiosa, circunstancia que no sólo se explica por el ambiente de tolerancia y de respeto, en términos generales, que en este aspecto se respiraba en la próspera capital de las Provincias Unidas, si bien hubo casos vergonzosos, como el trato de repulsa que, por parte de un importante sector de la comunidad judía de Ámsterdam, recibió Baruch Spinoza por sus ideas panteístas, precisamente el que fuera el más grande pensador holandés de todos los tiempos, como Rembrandt es su más excelso artista. No sólo se explica, significa aquí que la clave última de la tolerancia religiosa de Rembrandt se halla en la propia estructura de su alma, en su carácter y en la íntima disposición de su ser espiritual. Las relaciones de Rembrandt con los diversos círculos religiosos de la ciudad fueron cordiales y respetuosos, aunque se sabe que mantuvo una especial relación con los menonitas, la secta anabaptista fundada por el neerlandés Menno Simonsz a partir de 1535, cuando este reformador religioso se separó de la Iglesia católica y comenzó a predicar por los Países Bajos, Renania y el norte de Europa. Un magnífico ejemplo de esas fluidas relaciones de Rembrandt con los menonitas es el retrato que le hizo, en compañía de una mujer (seguramente su esposa), al destacado predicador del grupo menonita de Ámsterdam que fue Cornelis Claeszoon Anslo, un lienzo de 1641 que guarda el Staatliche Museen de Berlín. Las creencias de los menonitas, volcadas hacia la conciencia del hombre, hacia su mundo interior, prefiriendo claramente a los pobres de espíritu frente a las personas cultas e instruidas, se plasman en muchos cuadros de Rembrandt a partir del decenio de 1640, de igual modo que también hay en su obra huellas muy notables de ciertos aspectos de la teología de Juan Calvino, aunque siempre se mantuvo alejado de la intransigencia, fanatismo y todo lo relacionado con la doctrina de la predestinación de quien fue el máximo responsable de la horrible ejecución del gran médico, jurista y teólogo español Miguel Servet. También las ideas místicas de Jacob Boehme influyeron muy posiblemente en el gran maestro holandés, habiendo sido el historiador alemán Carl Neumann el primero en establecer una relación entre el claroscuro de Rembrandt y «la interpretación simbólica de Boehme de la luz y la sombra como fuerzas del Bien y del Mal» (Rosenberg, pág. 188). En el capítulo IV de su monografía, hace Jakob Rosenberg un espléndido resumen de la relación de Rembrandt con la Biblia y la decisiva importancia de esta temática en su obra, sirviéndole para ello como guía el monumental estudio dedicado por Carl Neumann a Rembrandt, cuya primera edición es de 1902. Aunque, como es natural, son muchos otros eximios historiadores e investigadores los que también se han ocupado desde entonces de las relaciones de Rembrandt con la Biblia y con las diversas confesiones religiosas monoteístas, especialmente protestante y judía.

Rembrandt siempre mantuvo una especial curiosidad por las costumbres, modos de vida, ideas y creencias religiosas de los judíos, una comunidad muy numerosa y activa en Ámsterdam, a la que él va a prestar una importantísima atención, tanto en óleos, como, sobre todo, en dibujos y grabados. Los tipos judíos dibujados con tinta por Rembrandt, bien sean ancianos, mujeres, hombres o niños, están entre los máximos arquetipos en relación a este pueblo, proscrito y perseguido en determinadas épocas, que se hayan hecho nunca en cualquier parte del mundo, si bien, en el caso de los judíos de Ámsterdam, gozaban, en general, de una desahogada posición económica, siendo bastante respetados, por no decir completamente, sus ritos y creencias durante el siglo XVII. De hecho, la Holanda del tiempo de Rembrandt es un refugio especialmente predilecto para la diáspora judía, entre la que había un grupo notablemente culto que descendía de los sefardíes españoles.

 Rembrandt. La novia judía. Ca. 1666. Óleo / lienzo. 121 x 166 cm. Rijksmuseum de Ámsterdam.

Pero nunca se acercó Rembrandt a la más escondida intimidad espiritual y psicológica del modo de ser y de la esencia misma de lo que definía a los judíos de Europa, como lo hizo en el cuadro de La novia judía, quizás porque la clave última interpretativa de esta pintura sublime y extraordinaria, de una infinita delicadeza, se halle en la indagación que hace Rembrandt sobre el amor, el auténtico amor entre dos seres, un hombre y una mujer en este caso, él, que tanto amó a sus seres cercanos, a su primera esposa, Saskia, a su segunda compañera, Hendrickje Stoffels, y, por supuesto, a su queridísimo hijo Titus, al que, por desgracia para él, tuvo que ver morir, del mismo modo que también murió prematuramente su amada Saskia van Uylenburgh, madre de Titus. Sólo alguien, como Rembrandt, que había amado tan generosa y desprendidamente, cual siempre es el amor auténtico, a nada menos que tres seres en su vida, estaba en condiciones de abordar una pintura de la hondura, de la espiritualidad, del candor, de la inocencia, de la infinita y misteriosa fuerza que emana del puro amor, como es La novia judía. El conocido grabado titulado La gran novia judía, de 1635, hecho con las técnicas del aguafuerte, el buril y la punta seca, es uno de los primeros acercamientos por parte de Rembrandt a este tema, para el que le sirvió de modelo muy posiblemente su esposa Saskia, pero, a pesar de su «fuerza interior evidente» y de su «presencia asombrosa», al decir de Gisèle Lambert, el tratamiento le otorga a la figura una dignidad oficial, mayestática―pues es posible que el tema sea el de Esther engalanada para interceder por los judíos ante Asuero―, que se alejan por completo de las preocupaciones de Rembrandt en el cuadro de Ámsterdam (magníficas reproducciones del 2º y del 5º estado de la plancha de La gran novia judía que guarda la Biblioteca Nacional de Francia, pueden encontrarse en el catálogo de la exposición Rembrandt. La luz de la sombra, comisariada por Gisèle Lambert y Elena Santiago Páez, que recorrió Barcelona, Madrid y París entre noviembre de 2005 y enero de 2007. Producida la muestra por la Fundació Caixa Catalunya, sendas reproducciones ocupan las páginas 60 y 61 del catálogo editado en lengua española).

Como siempre que Rembrandt quiere indagar de manera penetrante en el mundo de los sentimientos humanos, lo hace a través de la composición, del color, de la postura y gestos de los personajes, del estudio del rostro y del lenguaje de las manos. La luz, por último, unifica todo el conjunto. Aunque, por supuesto, cualquier observador externo puede contemplar el cuadro, los esposos no se sienten escrutados, como ocurría con los síndicos, sino que viven su intenso amor ensimismados en ellos mismos, tan pendientes el uno del otro, que pareciera como si toda la realidad, toda la naturaleza, toda la tierra y el cosmos en su conjunto hubiesen desaparecido, habiéndose quedado ellos solos, deleitándose en su amor, erótico, sí, sutilísimamente erótico, pero puro y espiritual sobre todo, como corresponde a la comunión de las almas. El que estén solos, el que parezcan que se hayan quedado solos como consecuencia de su enamoramiento y de su amor mutuo, de su generosidad desprendida hasta el límite posible del uno en el otro, no significa que podamos percibir el más mínimo atisbo de egoísmo, de indiferencia hacia el mundo. Hemos afirmado que se hallan solos en un sentido metafórico; «solos» significa aquí que su solo amor les basta para encarar las dificultades de la vida, pero la ternura y la humanidad que desprenden ambas criaturas certifican que ni mucho menos les es indiferente el mundo de sus semejantes. De hecho, no les importa que se conozca ese amor, no les molesta compartirlo. La sutil incomodidad, el ligerísimo desasosiego, la casi imperceptible perturbación que adivinábamos en los semblantes y en los gestos de algunos de los síndicos, han desaparecido aquí por completo. Reinan una calma, una paz, una tal armonía espiritual y física, que el ser humano no puede expresar ese sentimiento del amor, al menos en la pintura, de un modo más intenso. Quizá sería pertinente recordar en este punto la frase de San Agustín de Hipona, «uno de los hombres que más hondamente han pensado sobre el amor, tal vez el temperamento más gigantescamente erótico que ha existido», en palabras de José Ortega y Gasset escritas en 1941 en sus Estudios sobre el amor, frase que, a renglón seguido de lo anterior, transcribe Ortega: Amor meus, pondus meum; illo feror, quocumque feror, traducida por el pensador madrileño así: «Mi amor es mi peso; por él voy dondequiera que voy». Y añade Ortega de modo agudísimo, como a modo de glosa a las palabras del gran maestro de Occidente: «Amor es gravitación hacia lo amado» (José Ortega y Gasset, «Estudios sobre el amor», en Obras Completas, Madrid, Revista de Occidente, 1947, tomo V, págs. 548-549. La cita de San Agustín procede del libro XIII de las Confesiones. San Agustín, Confesiones, Madrid, Alianza, 1999, Libro XIII, apartado 9, pág. 368. La edición es de Pedro Rodríguez de Santidrián). Amar, pues, es gravitar el ser, sentirse atraído, orientarse, hacia aquello que ama, en este caso de un ser humano hacia otro (pues podría ser del hombre a Dios, e incluso de Dios mismo al hombre, como tan arriesgada y valientemente propone el místico alemán Angelus Silesius, coetáneo de hecho de Rembrandt, aunque no es necesario aquí entrar en ese arduo territorio de la teología negativa del autor que escribió El peregrino querúbico, publicado entre nosotros por Siruela). Las palabras de San Agustín y de Ortega pueden aplicarse perfectamente a los esposos de Rembrandt. Estos esposos están enamorados, pero, ante todo, se aman. Están completamente pendientes el uno del otro. En el mismo ensayo, dice Ortega: «También para el enamorado la amada posee una presencia ubicua y constante. El mundo entero está como embebido en ella. En rigor, lo que pasa es que el mundo no existe para el amante. La amada lo ha desalojado y sustituido» (pág. 575). No obstante, en el cuadro de Rembrandt no desaparece por completo el mundo para los esposos que se aman, como acabamos de manifestar. Ortega no hace, sin embargo, una nítida distinción entre el enamoramiento del amante hacia la amada y el amor que siente por ella, que trasciende al puro enamoramiento. Esta sutil distinción, que percibimos en el cuadro de Rembrandt, sí la llevó a cabo Denis de Rougemont, por ejemplo cuando afirma lo siguiente en su célebre ensayo sobre el amor de 1938: «Una vida que es aliada mía por toda la vida, ése es el milagro del matrimonio. Una vida que quiere mi bien tanto como el suyo, porque está confundido con el suyo: y si ello no fuera para toda la vida, sería una amenaza […] Estar enamorado, no es necesariamente amar. Estar enamorado es un estado; amar es un acto. Se sufre un estado, pero se decide un acto. Ahora bien, el compromiso que supone el matrimonio no podría honestamente aplicarse al futuro de un estado en el que hoy se encuentra uno. Pero puede y debe implicar el futuro de actos conscientes cuya responsabilidad uno asume: amar, permanecer fiel, educar a los hijos» (Denis de Rougemont, El amor y Occidente, Buenos Aires, Sur, 1959, pág. 315. La traducción es de Roberto E. Bixio). El escritor y ensayista suizo está refiriéndose a la madurez del amor, no a un amor pasajero, esto es, un enamoramiento, ni a un dulce pájaro de juventud. La relación entre los esposos del Rijksmuseum es extraordinariamente profunda; tierna, pero también indestructible. Es un amor pleno, no inmediato, sino proyectado hacia el futuro; eterno, porque los cuerpos no se disocian de las almas, de la escondida plenitud del espíritu que las liga sin atadura alguna. Ésta es otra conditio sine qua non: un amor libremente decidido que brota del hontanar más recóndito.

La maravillosa pintura de Londres de los esposos Arnolfini, pintada por Jan van Eyck en 1434, no denota precisamente ese amor misterioso e inescrutable que rebosa La novia judía de Rembrandt. Por muy sagrado que sea el suelo que pisan Giovanni Arnolfini y Jeanne Cenami, por muy afectuoso que sea el acto de juntar las manos (fides manualis), por muy presente que esté el omnividente ojo de Dios, está claro que al gran protegido de Felipe el Bueno, duque de Borgoña, no le interesó representar la esencia del amor entre dos seres humanos, un hombre y una mujer, sino elevar la prodigiosa tabla a la categoría de certificado de matrimonio, con testigos y todo, y llevar a cabo un ejercicio insuperable de simbolismo, bien sea del color, de la luz o de los objetos, pues la portentosa técnica realista de este deslumbrante retrato doble, no sería nada sin la complejísima simbología que encierra, sin el conocimiento que atesora de la Sagrada Escritura, de la teología medieval y del pensamiento de Santo Tomás de Aquino. El imponderable comentario de Panofsky ha sido repetido hasta la saciedad, y, probablemente, nunca pueda ser superado (Erwin Panofsky, Los primitivos flamencos, Madrid, Cátedra, 1998, págs. 201-204. La traducción es de Carmen Martínez Gimeno). Pero el rico comerciante de Lucca y su esposa no se aman, al menos como se aman los esposos de Rembrandt.

Reparemos atentamente en la posición de las figuras y en los gestos. Ninguno de los dos está colocado de frente, aunque él se halla en una postura muy cercana a la posición de tres cuartos. Ella sí está dispuesta casi en posición frontal. En ambos casos hay un sutil contrapposto, casi imperceptible en la joven. Es cierto que ninguno de los dos se observan directamente, pero si lo hubieran hecho el misterio y la inconmensurable fuerza interior que emana de los personajes se hubiese diluido. Esta fuerza, que no es otra que el sentimiento amoroso, se expresa a través del acercamiento de los cuerpos, del abrazo de él a ella, de la delicada posición de las manos. En esos semblantes que no se miran directamente hay, sin embargo, no una complicidad, que sería un calificativo demasiado prosaico, sino una comunión espiritual, una fusión de las almas inefable e inmarcesible, puesto que lo que las vincula, como hemos dicho, es el amor, ese amor desinteresado, respetuoso, entregado, servicial y esperanzado del que habla San Pablo en el celebérrimo capítulo 13 de la Primera Epístola a los Corintios. Que Rembrandt había meditado una y otra vez sobre este pasaje, es indudable. El esposo pone delicadísimamente su mano derecha, enteramente abierta, es decir, ética y moralmente limpia, en el pecho de su amada, con el pulgar separado, mientras que la abraza, la acoge, con su brazo izquierdo, reposando la mano en el hombro izquierdo de la mujer. Ya Simmel detectó que esos movimientos del hombre hacia la mujer «no son movimientos pasajeros» (pág. 171). Ella roza con cuatro dedos de su mano izquierda, menos el meñique, la mano que siente sobre su pecho, mientras que su otra mano, la derecha, con los dedos suavemente doblados, descansa por debajo del vientre, el sagrado lugar por el que la vida llega al mundo. Otra vez podríamos decir aquí: ¡Qué manos! No es posible, o al menos no se ha hecho en la historia de la pintura, modelar unas manos más vivas, más verdaderas, más auténticas, carne viva hecha de densa materia pictórica, que, sin embargo, rezuman el más encendido amor, inocencia y pureza. Porque incluso el erotismo del cuadro, que es innegable, está tratado con tal suprema delicadeza, que ya no sabemos dónde comienza el erotismo fruto del amor y dónde la castidad y el pudor. Ella, la novia, es la quintaesencia misma del pudor, como la Betsabé del Louvre lo es de la turbación o la niña de Munch de los temores de la pubertad, o el Niño de Vallecas de la inocencia pura que conoce esa Verdad que a casi todos nos está vedada. ¡Qué pudor, Dios mío, hay en el semblante y en el gesto de las manos de esta joven esposa de Rembrandt! ¡Cómo se siente segura junto a su amado! Su timidez es la que guarda como un preciado tesoro escondido el pudor, y su pecho, recatadamente cubierto, está lleno de gozo. En el esposo, a su vez, no hay la más leve sombra de superioridad o de dominio, pues toda su figura desprende amor, protección y felicidad. No hace falta ponderar la milagrosa textura de la manga derecha del varón, tan densa de materia pictórica amarilla y terrosa, inundada de luz, sin equivalente en los anales del arte de la pintura. Ni tampoco el espléndido vestido rojo de la novia, tan pleno de simbolismo, aunque sí terminaremos enfatizando el poder misterioso de la luz de Rembrandt, pues, más que incidir en los rostros de los esposos desde un foco externo, brota desde el interior de ellos mismos. De nuevo la luz, como en la catedral gótica clásica en Francia, permite la preeminencia del reino del Espíritu.



Málaga, 12 de marzo de 2014, festividad de San Teófanes de Constantinopla, muerto probablemente en Samotracia el 12 de marzo de 817.

Enrique Castaños es Doctor en Historia del Arte.
Ver también:  http://www.enriquecastanos.com/rembrandt.htm







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