Rembrandt: intensidad espiritual y penetración psicológica (sobre Los síndicos y La novia judía)
© ENRIQUE CASTAÑOS
Para Paula, nuestra hija, que nos animó a mi mujer y a mí a viajar a Ámsterdam.
La descripción de los
procedimientos es sólo una parte de la crítica de arte. No capta sino la
fórmula, la materia, y deja de lado el análisis del soplo espiritual, hecho
humano indivisible o que al menos obedece a otras leyes que las que rigen la
forma, y que tiene otra esencia en sí.
Pierre Francastel, El Impresionismo (1937), 1ª parte, cap.
II, apartado 1.
Una reciente visita al Rijksmuseum de Ámsterdam nos ha permitido contemplar durante un tiempo prolongado dos cuadros de Rembrandt por los que sentimos especial predilección: Los síndicos (1662) y La novia judía (c. 1665-1669). Aquí nos referiremos principalmente a los aspectos espirituales y psicológicos de ambas composiciones, aunque, como es natural, el cénit que en ambos cuadros se alcanza en esas parcelas del género del retrato, no hubiese sido posible sin una prodigiosa técnica, una portentosa capacidad para situar las figuras en el espacio que las rodea y el dominio más sutil de las tonalidades cromáticas y de las modulaciones de la luz. A nuestro modo de ver, su único semejante en tan dificilísimo arte, el más complejo que probablemente exista, es Velázquez. Que la pintura de Rembrandt hay que situarla, de manera inexcusable, en las particulares circunstancias históricas de la Holanda del siglo XVII, es algo reconocido por todos los grandes estudiosos de su obra, siendo ya ponderado por Hegel en sus Lecciones sobre la estética, cuando enfatizaba el «vigoroso nacionalismo» de lienzos como La ronda de noche (1642), pues en él se expresa algo muy profundo del carácter nacional holandés, que tanto se distingue por su coraje cívico, su defensa de la libertad religiosa y de la tolerancia y su exaltación del individuo en armonía con la comunidad en la cual vive (G. W. F. Hegel, Lecciones sobre la estética, Madrid, Akal, 1989, pág. 126. Traducción de Alfredo Brotóns Muñoz). La ronda de noche, que es el segundo retrato de grupo pintado por Rembrandt, exactamente diez años después del primero, La lección de anatomía del Dr. Tulp que se guarda en la Mauritshuis de La Haya, debe su unidad interna, como muy bien supo apreciar Alois Riegl en un ejemplar estudio de 1902, a la subordinación del teniente Willem van Ruytenburgh respecto del capitán Frans Banning Cocq, no sólo por la mayor estatura de éste y su situación en la zona central inferior de la composición, sino sobre todo por el imperioso gesto de su mano izquierda, que constituye el plano más próximo al espectador, acción decidida con la que se abre la marcha y permite que todas las figuras cobren vida y se pongan en movimiento (Alois Riegl, El retrato holandés de grupo, Madrid, Visor, 2009, págs. 326-391. Traducción de Gema Facal Lozano). Pero mientras que en el teniente, y esto sí que es una notable novedad de Rembrandt respecto a su anterior retrato de grupo y a cualquier otro que se hubiese hecho en las Provincias Unidas, esa subordinación se manifiesta de modo esencialmente psíquico, en el resto de las figuras, señala Riegl, es de signo corporal. Lo extraordinario de este cuadro único, continúa el gran historiador austriaco, es que «para Rembrandt, el movimiento físico sólo era un recurso expresivo ampliado de la existencia de la atención que unía las almas», y esta es una de las razones, si no la más poderosa, de que a partir de ese momento ya no pudieron seguirlo sus contemporáneos holandeses, pero tampoco europeos, salvo… Velázquez, ese pájaro solitario cuyas figuras, como en Las Meninas, parecen comunicarse entre sí de una manera misteriosa y secreta, inaudible e inefable, delicada y exquisita, etérea y evanescente, pero, al mismo tiempo, con una paradójica e inexplicable consistencia que emana de la profunda verdad del mundo interior.
Lo que Riegl adivina como el substrato más profundo del arte
de Rembrandt, ese mismo que mantiene la cohesión interna de la composición, y
que, más que deberse a factores puramente externos o meramente técnicos, tiene
que ver con la preeminencia de lo individual y la estrecha relación de los
individuos entre sí, también supo apreciarlo con inusual hondura Georg Simmel
en su definitivo estudio sobre el gran pintor holandés, publicado en Leipzig en
1916. En este ensayo escribe Simmel, que había leído ya por entonces
concienzudamente toda la literatura crítica importante sobre el artista de
Leyden, que «quizá la inaudita impresión que produce La ronda nocturna es que la unidad del cuadro no es, por decirlo
así, nada por sí, no está abstraída de él ni reposa en una forma que estuviese
más allá de sus realizaciones; sino que su esencia y fuerza sólo es el
inmediato entretejido que brotan de cada individuo» (Georg Simmel, Rembrandt. Ensayo de Filosofía del arte,
Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos, Murcia, 1996, pág. 75.
La traducción es de Emilio Estiú). «El secreto del espacio de La ronda nocturna ―continúa Simmel un
poco más adelante― […] está arrastrado por las corrientes de la vida que fluyen
de él» (pág. 77). Por último, señala Simmel una de las principales diferencias
entre Rembrandt, genuino espíritu barroco, y los grandes genios del Alto
Renacimiento romano, por ejemplo Rafael Sanzio: «El grado más alto, en que las
vitalidades individualizadas, puramente consideradas como tales, pueden
alcanzar unidad, sin necesitar, para ello, de la estructura clásico-formal y
geometrizante, lo ha logrado Rembrandt y del modo más preciso en La ronda nocturna» (pág. 80). Frente a
la forma cerrada, autónoma y ensimismada en sí misma del genio italiano de
principios del siglo XVI, Rembrandt no concibe la unidad compositiva, en ese
aparente caos confuso que es La ronda de
noche, fuera de la más honda presencia individual. Ahora no es ya la forma
la que garantiza la indestructibilidad de la cohesión interna, sino la relación
con el principio de individualidad: «Existe una profunda relación con el principio
de la individualidad: la unidad es aquella estructura cuya forma está
absolutamente enlazada con su realidad, y no precisa el supuesto o la certeza
de un sentido autónomo abstraído de esa realidad» (pág. 81). La unidad interna
no proviene, pues, de la pura abstracción de la forma, abstracción
matemático-geométrica, abstracción racional, sino de la auténtica y verdadera
realidad, esa que emana del interior espiritual del individuo y de la corriente
misma de la vida, de su eterno fluir,
como pensaba Heráclito de Éfeso. Forma y realidad individual, esto es, forma
artística y realidad espiritual y psicológica, son indisociables en Rembrandt,
sobre todo a partir de ese insoslayable punto de inflexión en su evolución
creadora que es La ronda de noche del
Rijksmuseum. No obstante, también hay muy autorizados estudiosos, como es el
caso de Jakob Rosenberg en su monografía de 1948, que estiman que, en La ronda de noche, «desde el punto de
vista psicológico Rembrandt no se equivocó al subordinar la caracterización
individual a la expresión de la agitación y tensión generales propios de
semejantes escenas de multitudes» (Jakob Rosenberg, Rembrandt. Vida y obra, Madrid, Alianza, 1987, pág. 148. Traducción
de Aurelio Martínez Benito). Hemos de tener en cuenta que el yerno de Edmundo
Husserl estaba defendiendo con esa interpretación muy inteligentemente a
Rembrandt frente a quienes habían criticado con dureza la ausencia de retratos
psicológicos en La ronda de noche, comentario
en el que no le faltaba razón al eminente historiador, ya que con él no estaba
invalidando la atención extraordinaria concedida por Rembrandt al elemento
espiritual interior de los personajes que acabamos de señalar, sino que estaba
simplemente constatando que el pintor, precisamente por las características
singulares de la enorme composición y por la abundancia de figuras, no podía
detenerse en retratos individuales precisos de cada uno de los personajes
representados. Le bastaba hacer visible la vida interior, que es la que anuda y
proporciona trabazón a las figuras y unidad a la composición, con
independencias de los habilísimos y supremos recursos cromáticos y de
estudiadísima disposición de cada una de las figuras en el conjunto general.
Siempre fue Rembrandt fiel a la técnica del claroscuro, y así
lo reconoció Goethe en más de una ocasión, por ejemplo en su conversación con
Johann Peter Eckermann del jueves 1 de diciembre de 1831 (J. P. Eckermann, Conversaciones con Goethe en los últimos
años de su vida, Barcelona, Acantilado, 2005, pág. 857. Traducción de Rosa
Sala Rose), o en un breve texto que, bajo el título de Rembrandt el pensador, se publicó por vez primera en 1832, en el
tomo 44 de sus Obras, aunque por
diversas anotaciones de sus diarios sabemos que fue redactado también en 1831
(J. W. Goethe, Escritos de arte,
Madrid, Síntesis, 1999, págs. 321-323. Edición de Miguel Salmerón). El pintor y
finísimo crítico Eugène Fromentin ya incidía en 1876 en la importancia del
claroscuro, de la «oscuridad nocturna» y de la «sombra» como «forma corriente»
de la poética de Rembrandt, como su predilecto «medio de expresión dramática»,
sin que ello sea óbice para que La ronda
de noche transcurra de día, un dato más de las múltiples paradojas y
ambigüedades de un cuadro sin par (Eugenio Fromentin, Los maestros de antaño, Buenos Aires, El Ateneo, 1942, pág. 229). Para
Rembrandt, subraya Fromentin, «el claroscuro es, a no dudar, la forma nativa y
necesaria de sus impresiones y sus ideas […]; nadie se sirvió tan
continuamente, tan ingeniosamente como él» de esa difícil técnica, con la que
el pintor consigue participar «en fin, del sentimiento de la emoción, de lo
incierto, de lo indefinido y de lo infinito, del sueño y del ideal» (pág, 243).
Sin embargo, La ronda de noche, quizás
por tratarse de una obra que marca un punto de inflexión, el comienzo de una
transformación muy profunda en el arte de Rembrandt, le parece a Fromentin una
realidad en la que los aciertos se suman a los desaciertos, una realidad
preñada de imponderables, que, no obstante, anuncian al genio absoluto. Debemos
añadir que en La ronda de noche ya
intuimos, y éste es uno de los mayores misterios del arte de Rembrandt, que la
luz, aunque es evidente que ilumina a las figuras porque están empezando a ser
bañadas por la cálida luminosidad diurna desde el momento en que asoman sus
cuerpos a la vía pública o comienzan a descender de las gradas que hay junto al
muro del río que apenas se ve a la izquierda, intuimos, decíamos, que la luz
brota, como si de un ascua encendida se tratase, del interior mismo de los
personajes, especialmente de esa niña que hay en el tercer plano y que dirige
su mirada con atención al imperativo gesto del capitán Cocq. Acerca de esa niña
de «edad dudosa» por sus «facciones indescifrables», de esa niña que «tiene
aspectos de mendiga y algo como diamantes sobre todo el cuerpo», una extraña
figura que «cuanto más se la examina, menos se perciben las sutiles líneas que
sirven de envoltura a su existencia incorpórea», concluye Fromentin afirmando,
en línea con lo que hemos sugerido, que «se llega a no ver más en ella que una
fosforescencia extraordinariamente rara, que no es la luz natural de las
cosas», y no puede serlo, añadimos nosotros, porque esa luz procede de las
profundidades del espíritu (pág. 233).
Después de La ronda de
noche no volvió Rembrandt a pintar otro retrato de grupo hasta 1656 (el
mismo año en que Velázquez pintó Las
Meninas), La lección de anatomía del
Dr. Deyman, del que por desgracia sólo conservamos un fragmento muy
incompleto en el Rijksmuseum. Esa marcada distancia temporal en volver al
género, como indicó Riegl en su investigación, no se debió tanto al
descontento, indiscutible y contrastado, que La ronda de noche provocó entre sus comitentes, una de las varias
Sociedades de Tiradores de Ámsterdam, cuanto a que el propio género del retrato
de grupo había decaído en el gusto de los clientes por esos años en la capital
de los Países Bajos. Su siguiente y último retrato de grupo es el de Los síndicos, siempre ponderado con «encendido
entusiasmo» por los críticos, desde Thoré-Bürger a mediados del siglo XIX,
según nos recuerda Rosenberg. A nuestro juicio, se trata del mejor retrato de
grupo de toda la historia de la pintura universal, sólo comparable con Las Meninas, si bien la diferencia entre
ambos lienzos es inconmensurable desde todos los puntos de vista, como
corresponde a dos genios absolutos tan dispares en lo que atañe a la estructura
de su constitución espiritual y su visión del mundo.
Rembrandt. Los síndicos. 1662. Óleo / lienzo. 185 x 274 cm. Rijksmuseum de Ámsterdam.
Tiene razón Fromentin al considerar a Los síndicos «como el resumen de sus adquisiciones», las de
Rembrandt, claro está, queriendo expresar con ello que en este postrero retrato
de grupo―cuya abismal hondura psicológica sólo la podemos hallar en el Inocencio X de Velázquez―«los dos
hombres que durante largo tiempo se habían repartido las fuerzas de su
espíritu, se dan la mano en este momento de triunfo» (pág. 267), a saber, el
hombre exterior y el hombre interior, pues «esta naturaleza complicada [que es
Rembrandt] tiene dos caras bien distintas: la una interna, la otra externa, y
ésta es rara vez la más bella» (pág. 223). Para nosotros, lo que Fromentin
denomina «cara interna» de Rembrandt, es el hombre interior que hay en él, y
ese hombre se manifiesta sin ambages a partir de 1642, si bien alcanza su
culminación en el último decenio de su vida. Es un Rembrandt volcado no a las
realidades sensibles y materiales, sino a las espirituales e incorpóreas. Es un
Rembrandt al que le preocupa de manera especialísima lo que acontece en el
interior del corazón humano. Desde este punto de vista, su otro semejante es
Dostoyevski, más que Shakespeare o que cualquier otro autor. Fromentin dióse
cuenta que ninguno de los síndicos, cuyas caras son «extremadamente vivas»,
mira «precisamente al espectador» (pág. 266), sino a un punto indeterminado de
la sala en la que los cinco se hallan en el estrado, como si alguien hubiese
irrumpido de pronto o hubiese hecho un gesto que reclamase la espontánea
atención de los regidores gremiales. Ese «alguien» no tiene, para Riegl, que
ser necesariamente uno, sino que puede ser vario o múltiple, esto es, que
podría tratarse de varios solicitantes (pág. 375). Pero, aunque resulta
indudable que ninguno de los cinco síndicos mira a los ojos del espectador que
se sitúe delante del cuadro, también pudiera ser―y este sí que es un
característico recurso barroco, que podemos detectar, de modo más explícito y
directo, en Las Meninas, y, de manera
más indirecta, en El arte de la pintura
de Johannes Vermeer, del Museo de Viena, como parece sugerir la silla situada
en el primer plano a la izquierda de la composición―que los graves dirigentes
dirijan su atención precisamente hacia el espectador (o espectadores, en la
apreciación de Riegl, pág. 375), hacia ese hipotético sujeto estético de la
contemplación que, como un auténtico intruso, osa, no ya irrumpir en la
estancia donde celebran una sesión de trabajo, sino escudriñar nada menos que
en sus respectivos intelectos, caracteres, temperamentos y espíritus. Por mucho
que variemos nuestra posición delante del cuadro, nunca lograremos que la
imaginaria línea que sale de sus ojos coincida directamente y se clave en la
nuestra, pero parece indudable que nuestra presencia los ha sacado de su
ensimismamiento, los ha conturbado momentánea y moderadamente, puesto que en
ningún momento pierden la compostura ni se alteran de manera convulsiva, aunque
es evidente que algo ha sucedido. Presumimos que estaban atentos a la lectura
en voz alta que llevaba a cabo el de mayor relevancia jerárquica, o a algún comentario
que estuviese haciendo en relación al grueso volumen que tiene delante, pues
todavía sus labios denotan que continúa diciendo algo, probablemente muy
próximo a hacer una pausa, aunque ésta aún no ha tenido lugar. En cuanto a
nuestra posición, de pie o sentados, que podemos hoy adoptar delante del
cuadro, después de la celebrada última remodelación del Museo, no estaría de
más reparar en la observación de Riegl, cuando señala que en 1900 el cuadro
«estaba colgado de una manera tan favorable en el Rijksmuseum que se podía
disfrutar plenamente de él sentándose en el alféizar de la ventana que estaba
al lado» (pág. 379). Nos tememos que esa deferencia para con el visitante no
sea en absoluto posible hoy en día, en que, además, a no ser que acuda a la pinacoteca
a horas y en días muy intempestivos, debe soportar entorpecedoras muchedumbres
cuya inocente pero opaca presencia física dificulta notablemente la visión y la
contemplación; no necesariamente, y lo decimos sólo a modo de digresión que no
pretende ser inculpatoria para con nadie, los cuadros se colocaban hace varios
decenios en peores condiciones que ahora, cuando parece haber avanzado tanto eso
que llaman «museografía»; basta acordarse de lo delicioso que resultaba
contemplar solas Las Meninas en una
relativamente pequeña sala del Prado, en la que se había colocado un espejo a
una cierta distancia del cuadro, espejo que no tenía por qué suponer, como
algunos ortodoxos opinaban, un inconveniente para la más objetiva y exenta de
interferencias contemplación de la pintura, pues, el que quisiese, podía
tranquilamente prescindir de él y no ver también el lienzo, una vez se hubiese
visto éste directamente, a través del espejo, no obstante tratarse de un
artilugio genuinamente barroco que podía ayudar a comprender determinados
efectos de ilusión óptica introducidos por el genio velazqueño en su
inigualable composición.
La sensación de serenidad y de felicidad que se desprende de
esta pintura de Los síndicos, en la
que se consigue una suprema conciliación entre el retrato colectivo y los
rasgos individuales, no debe ocultarnos las sutilísimas diferencias de
carácter, estado de ánimo, personalidad y temperamento de los retratados. Hay
una modulación exquisita que atraviesa toda la composición y que se concentra
en los rostros, en la postura y en las manos. El signo de autoridad que destaca
la superioridad jerárquica de uno de los cinco síndicos del gremio de pañeros,
manifiéstase, en primer término, por su colocación central entre los otros
cuatro, dos a su derecha y otros dos a su izquierda. Es el único que habla, el
único dispuesto casi con el tronco de frente al espectador, aunque todavía hay
un ligerísimo giro en posición de tres cuartos, así como un evidente contrapposto, pues su cabeza gira en
dirección contraria a la que presenta su tronco y su tórax. El signo más
patente de autoridad quizá sea la abertura de la mano derecha que reposa sobre
el extraordinario tapete rojizo que cubre la mesa, una mano a la que sólo le
basta a Rembrandt para expresar aquella autoridad que esté abierta y con el
dedo pulgar levantado verticalmente. ¿Qué es lo que ocurre?, parece expresar
tanto el gesto de la mano como la dirección de la cabeza inmediatamente antes
atenta en el repaso o lectura del memorándum que tiene delante suya. Pero no
hay la más mínima huella de perturbación o de inquietud en su persona: la
expresión de su boca, la expresión de sus ojos y el conciso gesto de su mano
adivinan una imperturbable paz interior, como corresponde a una naturaleza
inteligente y espiritualmente sana. Como el resto de sus compañeros, representa
la quintaesencia misma del espíritu burgués protestante de la Holanda del siglo
XVII, esto es, un carácter nacional que se manifiesta a través de
individualidades concretas, pero la preocupación máxima en la vida de este
síndico no parece que sea el dinero, ni la prosperidad del gremio al que
pertenece, con ser estos importantísimos, sino estar a bien con su conciencia.
Este síndico es un exponente incomparable del espíritu de tolerancia, de
comprensión y de defensa de los valores cívicos y de las libertades ciudadanas.
El síndico que hay sentado a su izquierda, sujetando una hoja
del libro, sin duda más joven que su vecino al que acabamos de referirnos, no
está representado en contrapposto,
pero su sutilísima y casi imperceptible esbozo de sonrisa, sin duda provocada
por la inesperada situación que también hace que mire en la misma dirección que
el dirigente de mayor autoridad que hay a su derecha, es una sonrisa agradable,
limpia, sin asomo alguno de reproche, de queja o de disgusto, y tanto sus
sensuales labios casi totalmente juntos, pues la boca no está por completo
cerrada, como la expresión de su mirada, indican a un hombre que, sin poseer la
madurez y la experiencia de su inmediato compañero, es un espíritu también sano
y sin dobleces, un hombre condescendiente y comprensivo. Estos dos personajes,
pues, constituyen las dos almas más equilibradas, más serenas y más nobles de
todo el conjunto.
En cuanto al síndico del extremo derecho de la mesa, del que
Rosenberg, probablemente con razón, ha señalado que, por su gesto de coger
decididamente los guantes con la mano (pág. 153)―¡y qué mano, Dios mío,
modelada de un modo tan extraordinario y sublime, que, no es que parezca, sino
que resulta ser carne viva y palpitante!―, denota una cierta impaciencia, como
si fuese a irse, deducción que viene sugerida incluso más aún por un amago muy
leve que hace como si fuera a levantarse de la silla de la que vemos parte del
respaldo pintado de marrón oscuro y terroso; de este síndico, que también
esboza una sonrisa, pero ya no tan franca y condescendiente como la del hombre
joven que sostiene la página del volumen, podríamos afirmar, tal como descubre
su boca cerrada y la expresión de su mirada, que se advierte en él cierta
incomodidad, cierta leve contrariedad, indicio quizás de un espíritu más
voluble, más superficial, más inconstante. Es verdad que el sirviente que hay
de pie al fondo presenta también la boca cerrada, pero no aprieta los labios,
que se unen de modo completamente natural y como corresponde a su habitual
expresión, que se complementa y armoniza maravillosamente en la expresión de
sus ojos, con los párpados suavemente caídos, esto es, la expresión de un
hombre acostumbrado a obedecer y a que le manden, que observa incluso con
neutral y despreocupada indiferencia el enigmático suceso. Ejemplo que
«representa el papel neutro de la atención pura», dice Riegl sobre él (pág.
375). Por el contrario, en el síndico del extremo derecho de la mesa, la boca
se cierra y los labios se unen respondiendo a una disimulada sensación de
disgusto: la sorpresa general del rostro esconde una vida interior mucho más
superficial.
El anciano del extremo opuesto es el síndico de más edad, también
está representado en un explícito contrapposto
y es el único del que vemos con total nitidez el sillón con reposabrazos en que
se sienta. Es un hombre acostumbrado a mandar, a impartir órdenes, aunque no
sean de especial trascendencia. Tiene seguridad en sí mismo, y la misma
suavidad con que descansa su mano en el reposabrazos lo delata. La experiencia
acumulada a lo largo de su vida se refleja en su semblante. Su sorpresa es
serena, pero observa el suceso, sea lo que sea, como algo que hubiese sido
preferible que no se hubiera producido, ya que ha distraído a los rectores del
asunto que se traían entre manos. De todos, es el que tiene los labios más
separados, quizás porque una parte de su respiración se haga a través de la
boca. Quizá sea el menos flexible de todos los presentes, lo que no significa
que sea intolerante, pero sí severo en sus resoluciones y en sus opiniones.
Siempre ha cautivado sobremanera el síndico que casi está a
punto de ponerse de pie, con independencia del papel compositivo esencial que
desempeña su figura y su altura, en relación y coordinación extraordinaria con
la altura de las otras cabezas, con la altura e inclinación del zócalo de
madera del fondo, que parece más elevado hacia el lado de la firma
del pintor, dejando que el trozo de pared sea más estrecho por esa parte, y en
relación, por supuesto, con la inclinación del tablero de la mesa, más bajo y
más luminoso justo debajo de la vertical de este enigmático personaje. Ha
llegado incluso a incorporarse casi por completo, apoyando una de sus manos,
enguantada, en un libro que oprime sobre la horizontal de la mesa. La suprema
modelación del rostro, el gesto de la boca y de las comisuras de los labios, la
inescrutable expresión de su mirada, hacen de él un ser indescifrable:
prácticamente no podemos penetrar en el interior de su alma, riquísima y llena
de matices misteriosos. Su porte, a pesar de tratarse de un burgués en estado
puro, de un arquetípico dirigente gremial de la enriquecida ciudad de
Ámsterdam, es un porte aristocrático, de una extraña y nativa elegancia. Si hay
un asomo de reproche, su insinuación es tan leve, tan difusa, que sería
prácticamente imposible asegurarlo. Se sorprende, sin duda, pero con un
aristocrático distanciamiento. A pesar de haber llegado incluso a levantarse,
de todos los presentes, a excepción del sirviente, es el que menos se implica.
Su constitución anímica es de una insondable profundidad.
Afirma Rosenberg con razón que, con este cuadro, «Rembrandt
ha creado su mayor monumento a la forma de ser del pueblo holandés» (pág. 153),
pero, por encima de todo, Rembrandt ha llevado aquí un estudio del hombre
concreto, algo que a renglón seguido admite el mismo historiador. El hombre
concreto que se encarna en tipos, no ya nacionales, sino universales. De lo
individual se llega aquí a lo universal. Rembrandt, como supo apreciar muy bien
ese gran discípulo de Max Dvořák, primero, y de Julius von Schlosser, después,
que fue el austriaco Hans Sedlmayr, para quien, como para su maestro checo, la
Historia del Arte es antes de nada Historia del Espíritu, observa «el rostro
humano como algo perecedero», de tal manera que «el hombre es para él lo que
más pronto pasa», siendo «lo materialmente perecedero del rostro» la carne.
Precisamente porque «el rostro es más cambiante, inestable, perecedero e
incluso más pobre que las cosas», y de ahí la preocupación de Rembrandt en
escudriñarse y autorretratarse tantas veces, el rostro es también «más vital y
espiritual» que las cosas (Hans Sedlmayr, «Caminos para llegar a una
comprensión de Rembrandt», en Épocas y
obras artísticas, Madrid, Rialp, 1965, tomo II, págs. 102-103. La
traducción es de Ricardo Estarrol. El texto de Sedlmayr pertenece al ensayo Grösse und Elend des Menschen: Michelangelo,
Rembrandt, Daumier, publicado por vez primera en Viena en 1948). El cuadro de Los
síndicos parece corroborar de modo concluyente el juicio de Sedlmayr de que
«cada uno de los retratos de Rembrandt […] es necesariamente un fragmento, una
parte de una serie infinita de posibles retratos de una misma persona» (pág.
101). Dicho de otra manera: en Rembrandt, cuya obra está compuesta de capítulos
insuperables de una antropología psicológica y espiritual, rige en muchos
sentidos una concepción heraclítea del devenir de la existencia humana,
concepción metafísica que no tiene por qué entrar en colisión con su acendrado
espíritu cristiano protestante, interiorizado en el espíritu general del
Barroco.
Si nos hemos atrevido a esbozar una descripción de cada uno
de los síndicos, es porque el propio Rembrandt parece invitarnos a ello
(Simmel, pág. 135). Para el eminente pensador y sociólogo alemán, Los síndicos de Rembrandt constituyen
«un grado más alto de lo que se puede llamar individualización», que alcanza ya
la verdadera perfección. Pero esta individualización, subraya Simmel, que es un
logro exclusivo de Rembrandt, nos recuerda, a su vez, el principio clásico
(págs. 152-153), no por lo que esos retratos tengan de belleza ideal, que no
tienen ninguna, sino porque, como decíamos antes, se elevan de lo particular a
lo universal, y, en este sentido, cada cierto tiempo las generaciones deben
volver a mirar con detenimiento y a reflexionar sobre esos inescrutables
semblantes. Por su parte, el análisis de Alois Riegl es de una extrema agudeza.
De un lado, reconoce que nos encontramos ante «una escena dramática cerrada»
(pág. 375) en la que los casi insolubles problemas que plantea el retrato de
grupo se han solucionado satisfactoria y magistralmente gracias a «que todas
las figuras en el cuadro están subordinadas en la unidad interior a un orador,
pero, también, al observador en la unidad exterior». Estos hombres, continúa
diciendo Riegl, «afirman su independencia frente al observador (el
participante) al oponer a él su percepción de sí mismos, que aquí no es un
sentimiento de sufrimiento», aunque sí podría ser en algunos de incomodidad,
más que por el hecho en sí de haber sido interrumpidos, por el hecho de verse
observados. El éxito de Rembrandt en resolver el problema del retrato de grupo,
descansa para Riegl en que «los portadores de la unidad interna y externa en el
cuadro no estén ya separados, sino que sean idénticos, de manera que ahora, de
hecho, se ha producido la individualización más completa de la unidad exterior
en el espacio y en el tiempo» (pág. 376). El que tales portadores, esto es, los
síndicos y los presumibles observadores, no se hallen desvinculados entre sí y
sean incluso idénticos desde el punto de vista espacio-temporal, no elimina la
tensión psicológica y espiritual. Este es el aspecto decisivo del análisis del
gran historiador formalista: «La unidad interna constituye tan sólo una especie
de presupuesto sobre el que se construye la unidad externa. Ésta aparece de
manera inequívoca como el verdadero objetivo, en el que descansa también lo
esencial del inmenso efecto estético del cuadro. Esta fusión lo más completa
posible de la unidad interior y de la exterior es lo que verdaderamente subyuga
al observador de Los síndicos de los
pañeros: el aumento de lo puramente psíquico por encima de todo lo
existente hasta ese momento, al multiplicar la atención; porque los síndicos
atienden, al mismo tiempo, tanto a las palabras de su presidente, como también
al efecto que esas palabras producen en el otro participante. Junto a ello, las
acciones físicas sólo son permitidas hasta donde lo exijan la claridad del
acontecimiento y la medida inevitable de variedad individual […] Esa limitación
a la atención suavemente individualizada por el sentimiento de la propia
personalidad, por un lado, y el mayor aumento posible de la misma, por otro,
condicionan la inmensa vida interior […] Cuanto más se mira, más urgentemente
se transmite al sujeto observador la tensión interior que hace vibrar a esas
cuatro almas» (págs. 377-378). Sorprende que Riegl se refiera a «cuatro almas».
Hemos cotejado la edición en lengua alemana, publicada en Viena en 1931, del libro
de Riegl que guarda la Biblioteca de la Universidad de Heidelberg, disponible
en internet (Alois Riegl, Das
holländische Gruppenporträt, Wien, Druck und Verlag der Österreichischen
Staatsdruckerei, 1931, pág. 213), y, en efecto, no hay duda; en la frase se lee
«vier Seelen», esto es, «cuatro almas». ¿Está Riegl, por ventura, excluyendo al
anciano síndico de la izquierda? La eliminación aquí del sirviente es segura,
y, además, lógica y consecuente con el análisis que lleva a cabo el historiador
de Linz.
Nos resta, por último, referirnos a La novia judía. El que le gustase la buena vida, la confortabilidad
e incluso el lujo, llegando hasta endeudarse más de lo que podía permitirse en
la adquisición de una amplia casa en Ámsterdam; el que, cuando pudo hacerlo,
comprase tan generosamente, al borde mismo del derroche, todo tipo de objetos
de arte, muebles, armas, tapices y joyas, no disminuyó en lo más mínimo la
riquísima vida interior de Rembrandt, que se acentuará con los años, y que, en
los postreros de su existencia tendrá un inmejorable correlato en la meditación
sobre el texto bíblico, fruto de una lectura atenta y continuada, y en un
acercamiento al fenómeno religioso del Cristianismo, no desde una actitud
formalista o externa, sino desde una profunda religiosidad, como correspondía a
un hombre para quien Cristo y su mensaje evangélico constituían el más alto
referente ético y moral posible de la existencia humana, aunque esa
religiosidad íntima, propia de un verdadero creyente en un Dios personal y en
una religión revelada, resulta inseparable en Rembrandt de su indagación de los
abismos insondables del carácter y de la personalidad del individuo, así como
de la turbulencia que asuela o de la calma que dulcifica el corazón de los
hombres. Siempre fue Rembrandt un espíritu profundamente tolerante en materia
religiosa, circunstancia que no sólo se explica por el ambiente de tolerancia y
de respeto, en términos generales, que en este aspecto se respiraba en la
próspera capital de las Provincias Unidas, si bien hubo casos vergonzosos, como
el trato de repulsa que, por parte de un importante sector de la comunidad
judía de Ámsterdam, recibió Baruch Spinoza por sus ideas panteístas, precisamente
el que fuera el más grande pensador holandés de todos los tiempos, como
Rembrandt es su más excelso artista. No sólo se explica, significa aquí que la
clave última de la tolerancia religiosa de Rembrandt se halla en la propia
estructura de su alma, en su carácter y en la íntima disposición de su ser
espiritual. Las relaciones de Rembrandt con los diversos círculos religiosos de
la ciudad fueron cordiales y respetuosos, aunque se sabe que mantuvo una
especial relación con los menonitas, la secta anabaptista fundada por el
neerlandés Menno Simonsz a partir de 1535, cuando este reformador religioso se
separó de la Iglesia católica y comenzó a predicar por los Países Bajos,
Renania y el norte de Europa. Un magnífico ejemplo de esas fluidas relaciones
de Rembrandt con los menonitas es el retrato que le hizo, en compañía de una
mujer (seguramente su esposa), al destacado predicador del grupo menonita de
Ámsterdam que fue Cornelis Claeszoon Anslo, un lienzo de 1641 que guarda el
Staatliche Museen de Berlín. Las creencias de los menonitas, volcadas hacia la
conciencia del hombre, hacia su mundo interior, prefiriendo claramente a los
pobres de espíritu frente a las personas cultas e instruidas, se plasman en
muchos cuadros de Rembrandt a partir del decenio de 1640, de igual modo que
también hay en su obra huellas muy notables de ciertos aspectos de la teología
de Juan Calvino, aunque siempre se mantuvo alejado de la intransigencia,
fanatismo y todo lo relacionado con la doctrina de la predestinación de quien fue
el máximo responsable de la horrible ejecución del gran médico, jurista y
teólogo español Miguel Servet. También las ideas místicas de Jacob Boehme
influyeron muy posiblemente en el gran maestro holandés, habiendo sido el
historiador alemán Carl Neumann el primero en establecer una relación entre el
claroscuro de Rembrandt y «la interpretación simbólica de Boehme de la luz y la
sombra como fuerzas del Bien y del Mal» (Rosenberg, pág. 188). En el capítulo
IV de su monografía, hace Jakob Rosenberg un espléndido resumen de la relación
de Rembrandt con la Biblia y la decisiva importancia de esta temática en su
obra, sirviéndole para ello como guía el monumental estudio dedicado por Carl
Neumann a Rembrandt, cuya primera edición es de 1902. Aunque, como es natural,
son muchos otros eximios historiadores e investigadores los que también se han
ocupado desde entonces de las relaciones de Rembrandt con la Biblia y con las
diversas confesiones religiosas monoteístas, especialmente protestante y judía.
Rembrandt siempre mantuvo una especial curiosidad por las
costumbres, modos de vida, ideas y creencias religiosas de los judíos, una
comunidad muy numerosa y activa en Ámsterdam, a la que él va a prestar una
importantísima atención, tanto en óleos, como, sobre todo, en dibujos y
grabados. Los tipos judíos dibujados con tinta por Rembrandt, bien sean
ancianos, mujeres, hombres o niños, están entre los máximos arquetipos en
relación a este pueblo, proscrito y perseguido en determinadas épocas, que se
hayan hecho nunca en cualquier parte del mundo, si bien, en el caso de los
judíos de Ámsterdam, gozaban, en general, de una desahogada posición económica,
siendo bastante respetados, por no decir completamente, sus ritos y creencias
durante el siglo XVII. De hecho, la Holanda del tiempo de Rembrandt es un
refugio especialmente predilecto para la diáspora judía, entre la que había un
grupo notablemente culto que descendía de los sefardíes españoles.
Rembrandt. La novia judía. Ca. 1666. Óleo / lienzo. 121 x 166 cm. Rijksmuseum de Ámsterdam.
Pero nunca se acercó Rembrandt a la más escondida intimidad
espiritual y psicológica del modo de ser y de la esencia misma de lo que
definía a los judíos de Europa, como lo hizo en el cuadro de La novia judía, quizás porque la clave
última interpretativa de esta pintura sublime y extraordinaria, de una infinita
delicadeza, se halle en la indagación que hace Rembrandt sobre el amor, el
auténtico amor entre dos seres, un hombre y una mujer en este caso, él, que
tanto amó a sus seres cercanos, a su primera esposa, Saskia, a su segunda
compañera, Hendrickje Stoffels, y, por supuesto, a su queridísimo hijo Titus,
al que, por desgracia para él, tuvo que ver morir, del mismo modo que también
murió prematuramente su amada Saskia van Uylenburgh, madre de Titus. Sólo
alguien, como Rembrandt, que había amado tan generosa y desprendidamente, cual
siempre es el amor auténtico, a nada menos que tres seres en su vida, estaba en
condiciones de abordar una pintura de la hondura, de la espiritualidad, del
candor, de la inocencia, de la infinita y misteriosa fuerza que emana del puro
amor, como es La novia judía. El
conocido grabado titulado La gran novia
judía, de 1635, hecho con las técnicas del aguafuerte, el buril y la punta
seca, es uno de los primeros acercamientos por parte de Rembrandt a este tema,
para el que le sirvió de modelo muy posiblemente su esposa Saskia, pero, a
pesar de su «fuerza interior evidente» y de su «presencia asombrosa», al decir
de Gisèle Lambert, el tratamiento le otorga a la figura una dignidad oficial,
mayestática―pues es posible que el tema sea el de Esther engalanada para
interceder por los judíos ante Asuero―, que se alejan por completo de las
preocupaciones de Rembrandt en el cuadro de Ámsterdam (magníficas
reproducciones del 2º y del 5º estado de la plancha de La gran novia judía que guarda la Biblioteca Nacional de Francia,
pueden encontrarse en el catálogo de la exposición Rembrandt. La luz de la sombra, comisariada por Gisèle Lambert y
Elena Santiago Páez, que recorrió Barcelona, Madrid y París entre noviembre de
2005 y enero de 2007. Producida la muestra por la Fundació Caixa Catalunya,
sendas reproducciones ocupan las páginas 60 y 61 del catálogo editado en lengua
española).
Como siempre que Rembrandt quiere indagar de manera
penetrante en el mundo de los sentimientos humanos, lo hace a través de la
composición, del color, de la postura y gestos de los personajes, del estudio
del rostro y del lenguaje de las manos. La luz, por último, unifica todo el
conjunto. Aunque, por supuesto, cualquier observador externo puede contemplar
el cuadro, los esposos no se sienten escrutados, como ocurría con los síndicos,
sino que viven su intenso amor ensimismados en ellos mismos, tan pendientes el
uno del otro, que pareciera como si toda la realidad, toda la naturaleza, toda
la tierra y el cosmos en su conjunto hubiesen desaparecido, habiéndose quedado
ellos solos, deleitándose en su amor, erótico, sí, sutilísimamente erótico,
pero puro y espiritual sobre todo, como corresponde a la comunión de las almas.
El que estén solos, el que parezcan que se hayan quedado solos como
consecuencia de su enamoramiento y de su amor mutuo, de su generosidad
desprendida hasta el límite posible del uno en el otro, no significa que
podamos percibir el más mínimo atisbo de egoísmo, de indiferencia hacia el
mundo. Hemos afirmado que se hallan solos en un sentido metafórico; «solos»
significa aquí que su solo amor les basta para encarar las dificultades de la
vida, pero la ternura y la humanidad que desprenden ambas criaturas certifican
que ni mucho menos les es indiferente el mundo de sus semejantes. De hecho, no
les importa que se conozca ese amor, no les molesta compartirlo. La sutil
incomodidad, el ligerísimo desasosiego, la casi imperceptible perturbación que
adivinábamos en los semblantes y en los gestos de algunos de los síndicos, han
desaparecido aquí por completo. Reinan una calma, una paz, una tal armonía
espiritual y física, que el ser humano no puede expresar ese sentimiento del
amor, al menos en la pintura, de un modo más intenso. Quizá sería pertinente
recordar en este punto la frase de San Agustín de Hipona, «uno de los hombres
que más hondamente han pensado sobre el amor, tal vez el temperamento más
gigantescamente erótico que ha existido», en palabras de José Ortega y Gasset
escritas en 1941 en sus Estudios sobre el
amor, frase que, a renglón seguido de lo anterior, transcribe Ortega: Amor meus, pondus meum; illo feror,
quocumque feror, traducida por el pensador madrileño así: «Mi amor es mi
peso; por él voy dondequiera que voy». Y añade Ortega de modo agudísimo, como a
modo de glosa a las palabras del gran maestro de Occidente: «Amor es
gravitación hacia lo amado» (José Ortega y Gasset, «Estudios sobre el amor», en
Obras Completas, Madrid, Revista de
Occidente, 1947, tomo V, págs. 548-549. La cita de San Agustín procede del
libro XIII de las Confesiones. San
Agustín, Confesiones, Madrid,
Alianza, 1999, Libro XIII, apartado 9, pág. 368. La edición es de Pedro
Rodríguez de Santidrián). Amar, pues, es gravitar el ser, sentirse atraído, orientarse,
hacia aquello que ama, en este caso de un ser humano hacia otro (pues podría
ser del hombre a Dios, e incluso de Dios mismo al hombre, como tan arriesgada y
valientemente propone el místico alemán Angelus Silesius, coetáneo de hecho de
Rembrandt, aunque no es necesario aquí entrar en ese arduo territorio de la
teología negativa del autor que escribió El
peregrino querúbico, publicado entre nosotros por Siruela). Las palabras de
San Agustín y de Ortega pueden aplicarse perfectamente a los esposos de
Rembrandt. Estos esposos están enamorados, pero, ante todo, se aman. Están
completamente pendientes el uno del otro. En el mismo ensayo, dice Ortega:
«También para el enamorado la amada posee una presencia ubicua y constante. El
mundo entero está como embebido en ella. En rigor, lo que pasa es que el mundo
no existe para el amante. La amada lo ha desalojado y sustituido» (pág. 575).
No obstante, en el cuadro de Rembrandt no desaparece por completo el mundo para
los esposos que se aman, como acabamos de manifestar. Ortega no hace, sin
embargo, una nítida distinción entre el enamoramiento del amante hacia la amada
y el amor que siente por ella, que trasciende al puro enamoramiento. Esta sutil
distinción, que percibimos en el cuadro de Rembrandt, sí la llevó a cabo Denis
de Rougemont, por ejemplo cuando afirma lo siguiente en su célebre ensayo sobre
el amor de 1938: «Una vida que es aliada
mía por toda la vida, ése es el milagro del matrimonio. Una vida que quiere mi
bien tanto como el suyo, porque está confundido con el suyo: y si ello no fuera
para toda la vida, sería una amenaza […] Estar enamorado, no es necesariamente amar.
Estar enamorado es un estado; amar es un acto. Se sufre un estado, pero se
decide un acto. Ahora bien, el compromiso
que supone el matrimonio no podría honestamente aplicarse al futuro de un
estado en el que hoy se encuentra uno. Pero puede y debe implicar el futuro de
actos conscientes cuya responsabilidad uno asume: amar, permanecer fiel, educar
a los hijos» (Denis de Rougemont, El amor
y Occidente, Buenos Aires, Sur, 1959, pág. 315. La traducción es de Roberto
E. Bixio). El escritor y ensayista suizo está refiriéndose a la madurez del
amor, no a un amor pasajero, esto es, un enamoramiento, ni a un dulce pájaro de
juventud. La relación entre los esposos del Rijksmuseum es extraordinariamente
profunda; tierna, pero también indestructible. Es un amor pleno, no inmediato,
sino proyectado hacia el futuro; eterno, porque los cuerpos no se disocian de
las almas, de la escondida plenitud del espíritu que las liga sin atadura
alguna. Ésta es otra conditio sine qua
non: un amor libremente decidido que brota del hontanar más recóndito.
La maravillosa pintura de Londres de los esposos Arnolfini, pintada por Jan van Eyck en
1434, no denota precisamente ese amor misterioso e inescrutable que rebosa La novia judía de Rembrandt. Por muy
sagrado que sea el suelo que pisan Giovanni Arnolfini y Jeanne Cenami, por muy afectuoso
que sea el acto de juntar las manos (fides
manualis), por muy presente que esté el omnividente ojo de Dios, está claro
que al gran protegido de Felipe el Bueno, duque de Borgoña, no le interesó
representar la esencia del amor entre dos seres humanos, un hombre y una mujer,
sino elevar la prodigiosa tabla a la categoría de certificado de matrimonio,
con testigos y todo, y llevar a cabo un ejercicio insuperable de simbolismo,
bien sea del color, de la luz o de los objetos, pues la portentosa técnica
realista de este deslumbrante retrato doble, no sería nada sin la complejísima
simbología que encierra, sin el conocimiento que atesora de la Sagrada
Escritura, de la teología medieval y del pensamiento de Santo Tomás de Aquino.
El imponderable comentario de Panofsky ha sido repetido hasta la saciedad, y,
probablemente, nunca pueda ser superado (Erwin Panofsky, Los primitivos flamencos, Madrid, Cátedra, 1998, págs. 201-204. La
traducción es de Carmen Martínez Gimeno). Pero el rico comerciante de Lucca y
su esposa no se aman, al menos como se
aman los esposos de Rembrandt.
Reparemos atentamente en la posición de las figuras y en los
gestos. Ninguno de los dos está colocado de frente, aunque él se halla en una
postura muy cercana a la posición de tres cuartos. Ella sí está dispuesta casi
en posición frontal. En ambos casos hay un sutil contrapposto, casi imperceptible en la joven. Es cierto que ninguno
de los dos se observan directamente, pero si lo hubieran hecho el misterio y la
inconmensurable fuerza interior que emana de los personajes se hubiese diluido.
Esta fuerza, que no es otra que el sentimiento amoroso, se expresa a través del
acercamiento de los cuerpos, del abrazo de él a ella, de la delicada posición
de las manos. En esos semblantes que no se miran directamente hay, sin embargo,
no una complicidad, que sería un calificativo demasiado prosaico, sino una
comunión espiritual, una fusión de las almas inefable e inmarcesible, puesto
que lo que las vincula, como hemos dicho, es el amor, ese amor desinteresado,
respetuoso, entregado, servicial y esperanzado del que habla San Pablo en el celebérrimo
capítulo 13 de la Primera Epístola a los Corintios. Que Rembrandt había
meditado una y otra vez sobre este pasaje, es indudable. El esposo pone
delicadísimamente su mano derecha, enteramente abierta, es decir, ética y
moralmente limpia, en el pecho de su amada, con el pulgar separado, mientras
que la abraza, la acoge, con su brazo izquierdo, reposando la mano en el hombro
izquierdo de la mujer. Ya Simmel detectó que esos movimientos del hombre hacia
la mujer «no son movimientos pasajeros»
(pág. 171). Ella roza con cuatro dedos de su mano izquierda, menos el meñique,
la mano que siente sobre su pecho, mientras que su otra mano, la derecha, con
los dedos suavemente doblados, descansa por debajo del vientre, el sagrado lugar
por el que la vida llega al mundo. Otra vez podríamos decir aquí: ¡Qué manos!
No es posible, o al menos no se ha hecho en la historia de la pintura, modelar
unas manos más vivas, más verdaderas, más auténticas, carne viva hecha de densa
materia pictórica, que, sin embargo, rezuman el más encendido amor, inocencia y
pureza. Porque incluso el erotismo del cuadro, que es innegable, está tratado
con tal suprema delicadeza, que ya no sabemos dónde comienza el erotismo fruto
del amor y dónde la castidad y el pudor. Ella, la novia, es la quintaesencia
misma del pudor, como la Betsabé del
Louvre lo es de la turbación o la niña de Munch de los temores de la pubertad,
o el Niño de Vallecas de la inocencia
pura que conoce esa Verdad que a casi todos nos está vedada. ¡Qué pudor, Dios
mío, hay en el semblante y en el gesto de las manos de esta joven esposa de
Rembrandt! ¡Cómo se siente segura junto a su amado! Su timidez es la que guarda
como un preciado tesoro escondido el pudor, y su pecho, recatadamente cubierto,
está lleno de gozo. En el esposo, a su vez, no hay la más leve sombra de
superioridad o de dominio, pues toda su figura desprende amor, protección y
felicidad. No hace falta ponderar la milagrosa textura de la manga derecha del
varón, tan densa de materia pictórica amarilla y terrosa, inundada de luz, sin
equivalente en los anales del arte de la pintura. Ni tampoco el espléndido
vestido rojo de la novia, tan pleno de simbolismo, aunque sí terminaremos
enfatizando el poder misterioso de la luz de Rembrandt, pues, más que incidir
en los rostros de los esposos desde un foco externo, brota desde el interior de
ellos mismos. De nuevo la luz, como en la catedral gótica clásica en Francia,
permite la preeminencia del reino del Espíritu.
Málaga, 12 de marzo de 2014, festividad de San Teófanes de
Constantinopla, muerto probablemente en Samotracia el 12 de marzo de 817.
Enrique Castaños es Doctor en Historia del Arte.
Ver también: http://www.enriquecastanos.com/rembrandt.htm
Enrique Castaños es Doctor en Historia del Arte.
Ver también: http://www.enriquecastanos.com/rembrandt.htm
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