Reflexiones
sobre la película Hace mucho que te
quiero
© ENRIQUE CASTAÑOS
Dirigida en 2008 por el escritor y guionista francés Philippe
Claudel, la película Il y a longtemps que
je t’aime (Hace mucho que te quiero)
explora, al menos, cuatro o cinco temáticas en principio completamente
distintas, pero que, sin embargo, el realizador consigue que se complementen,
se interpenetren las unas con las otras, e incluso establezcan una trabazón
entre sí, tan sólida, armoniosa y natural, que nos resultaría casi imposible
tratarlas de manera independiente, individual o autónoma: hasta tal punto se
necesitan entre ellas. Y lo más sorprendente de todo es el exquisito tacto, la
delicadeza, la naturalidad cotidiana, la mesura y la profundidad ajena a
cualquier artificio con que la historia es contada, un fragmento temporal
delimitado en el decurso de unas vidas. Los temas que aborda la película son:
la eutanasia; la reinserción social de una ex convicta; las relaciones entre
dos hermanas que estuvieron muy unidas pero que las circunstancias han distanciado
durante largos años, volviendo a reencontrarse por libre decisión de la menor
de ellas; la cotidianeidad de una familia francesa de clase media alta
ilustrada de provincias; la posibilidad razonable y la moderada esperanza de
que una persona solitaria y aislada, o que arrastra un tormentoso pasado (caso
de Juliette), o que ha perdido a un ser muy querido, como le ocurre a Michel,
cuya esposa hace diez años que ha muerto, puede llegar a romper ese círculo que
la aprisiona, encontrándose casi de improviso, inesperadamente, con otra
persona asimismo duramente golpeada por la existencia (Juliette, y, en menor
medida, el propio Michel), pero con la que podrá iniciar un acercamiento,
tímido y cauteloso al principio, pero que irá felizmente fructificando, o, al
menos, sentando las bases de una relación en la que sea plausible comenzar a
construir un futuro en común, sin pretenciosidad, sin banalidades, sin vanos
triunfalismos, sin edulcoradas actitudes adolescentes, sino con el escepticismo
de la madurez, el único que puede en tales casos enderezar positivamente el
destino.
De todos esos temas, el más delicado, el más complejo, el más
difícil de abordar, quizás porque las respuestas unívocas son aquí estériles,
maniqueas o dogmáticas, es el de la eutanasia, que llega a convertirse en el
asunto central y decisivo de la película, el verdadero eje argumental alrededor
del cual gira todo, por mucho que el director intente ocultarlo, o no mostrarlo
de manera explícita, haciendo que se desconozcan durante casi todo el tiempo
que dura el filme las circunstancias concretas que han conducido a que una
madre, Juliette, le quite la vida a su propio hijo de seis años. Si este es el
tema central, lo es, antes que nada, por su hondísimo carácter moral. Se trata
de una cuestión para la que resulta perfectamente comprensible, tanto desde el
punto de vista religioso, moral e intelectual, que carezcamos de una respuesta indubitable
y definitiva; una cuestión en la que, incluso después de haber decidido darle
una respuesta determinada, nunca se estará completamente seguro de si ha sido
la más correcta y la más adecuada, la más ética, la menos inhumana.
Juliette Fontaine―una bella y espléndida Kristin Scott
Thomas, en la mejor interpretación de su carrera, junto con la que hizo en El paciente inglés―acaba de salir de la
cárcel, en situación de libertad condicional, después de haber pasado en ella
quince años, como consecuencia de la condena impuesta por haberle administrado
una inyección letal a su hijo Pierre de seis años. Desde el momento mismo en
que se conocen los hechos, sus padres la borran literalmente de sus vidas, como
si también ella hubiese muerto junto con el pequeño, y, de paso, hacen todo lo
posible para que su hermana menor, Léa, asimismo la destierre para
siempre de su memoria y de su recuerdo. El marido de Juliette no sólo se separa
de inmediato, sino que testifica contra ella en el juicio.
Durante algunos minutos, desde el preciso instante en que nos
enteramos de lo que ha hecho, tendemos a juzgarla espontáneamente como un
monstruo, como un ser malvado y perverso capaz de producir uno de los crímenes
más abominables que pueda hacer el ser humano: que una madre le arrebate la
vida a su propio hijo. De este modo directo y lógico reacciona el encargado de
la empresa en la que Juliette ha encontrado su primer empleo después de salir
de la cárcel, echándola de manera fulminante nada más saber de qué delito se
trata.
Pero hay algo dentro de nosotros que se resiste
incomprensiblemente a admitir que esa madre pueda ser un colmo de maldad.
Todavía no sabemos los pormenores, pero una intuición indefinible nos alerta de
que hay que esperar un poco más a ver si el director nos aclara algo, por parco
que sea, a fin de que podamos formarnos un juicio moral, por poco riguroso o escasamente
definitivo que éste sea. Sin embargo, hay un número impreciso de espectadores
que han mostrado su descontento con el desvelamiento postrero de los hechos,
considerándolo un error del guionista. Esa exposición se produce en la escena final
de la película, en la que sólo participan las dos hermanas. Yo creo, por el
contrario, que el director no se ha equivocado, pues su intención al hacer la
película no es construir un jeroglífico, ni sembrar dudas equívocas, o espurias
o de una calculada ambigüedad en el espectador, sino de contar, cuando
corresponde hacerlo, la verdad de lo ocurrido, a fin de que aquél pueda emitir
un juicio moral, como he dicho antes, por arduo que ello sea. Por supuesto que
puede negarse a emitirlo, es decir, no entrar en la esfera moral. Pero el
director nos invita a que penetremos en ella, a que reflexionemos acerca de una
cuestión tan difícil, tan inabordable. No creo que su intención sea―y me parece
importante manifestarlo―justificar a ninguna persona ni ninguna actitud, esto
es, justificar a la madre respecto del hecho tan terrible que ha cometido. Tampoco
pretende condenarla. Por ello no nos hurta los datos, la veracidad de los
hechos, como le gustaba decir al gran historiador François Guizot. Es
conveniente, necesario, yo diría que incluso imprescindible conocer esos datos.
Los datos son: Juliette Fontaine ejercía la profesión de médico, probablemente
especialista en hematología. Gracias a unos análisis que hace ella misma, pero
que se completan y verifican posteriormente con otros, descubre que su hijo
Pierre, de seis años, sufre una enfermedad irreversible en la sangre, que le
producirá inevitablemente la muerte en un plazo no muy largo. Lo peor es el
sufrimiento del pequeño, pues sus dolores, que se incrementan a medida que
progresa la degenerativa enfermedad, se hacen tan fuertes que ni los calmantes
más agresivos pueden aliviarlos. Esos dolores se hacen, literalmente,
insoportables para Pierre. En esa tesitura, después de meditarlo detenidamente,
Juliette toma una decisión: le lee un cuento a su queridísimo hijo, le dice que
va a ponerle una inyección para que descanse, y todo termina. Durante horas,
hasta por la mañana, sostiene entre sus brazos el cuerpo inerte de su hijo. Sólo
al final de la película, cuando se decide contárselo a su hermana Léa, que por
casualidad ha encontrado el último dibujo y la última carta de Pierre a su
madre, en cuyo anverso se encuentran los resultados de los análisis, documento
que Léa lleva a un médico iraquí íntimo amigo suyo, pudiéndose así
enterar de lo que ocurrió, de cuáles fueron las circunstancias del caso; sólo
en esa escena final, decía, descarga Juliette toda la impotencia, todo el
sufrimiento y toda la rabia contenida que durante tanto tiempo ha llevado
dentro sin poder compartirlo con nadie: que ella quería a su hijo más que a
nadie en el mundo, y que, precisamente por ello, no podía verlo sufrir de ese
modo, por lo que tomó esa terrible e inaudita decisión, sola, sin consultarlo
con nadie, pues de manera prácticamente segura se lo hubiesen impedido.
Juliette le dice entonces a Léa que cuando lo hizo era como si a ella misma le
hubiesen arrancado las entrañas. No hace falta explicar que Pierre, después de
haberle administrado su madre la inyección, se quedó profundamente dormido y
murió sin experimentar ningún dolor. La peor de las prisiones, le dice
entonces Juliette a su hermana, es la muerte de un hijo; de esa cárcel no se
sale jamás. La muerte es algo que no puede explicarse, y menos que ninguna la
de un hijo. Juliette siente, en lo más íntimo, que ha traído a un hijo al mundo
sólo para verlo morir. Se siente culpable de ello. Para que no sufriese, hizo
lo que hizo. Merecía la prisión. Pero ésta ya no le importaba.
El problema moral nos conduce inevitablemente al problema
religioso. Ambos son indisolubles. Por eso no es casual que Léa, que es
Profesora de Literatura en la Universidad de Nancy, ciudad en la que transcurre
el fragmento temporal que nos narra la película, mantenga una airada polémica
con un alumno, casi un monólogo plagado de improperios por su parte respecto a
lo que tímida y dubitativamente ha opinado el desconcertado y casi medio
atemorizado discípulo sobre el único autor que cabe traer aquí a colación, el
gran escritor ruso Dostoyevski, de quien se está analizando en clase su novela Crimen y castigo, sin duda plenamente oportuna
en el contexto del dilema moral que plantea Philippe Claudel. Nadie como
Dostoyevski ha sabido ver y comprender que el problema verdaderamente decisivo
de la existencia humana es el problema del mal, un problema que no puede separarse
del problema de la libertad, y, por ende, del problema de Dios. Los tres están
inextricablemente unidos y comparten la misma naturaleza, como las tres
Personas de la Santísima Trinidad.
Es muy posible que Juliette Fontaine no crea en Dios, o,
cuando menos, que sea agnóstica en materia religiosa. Sería prácticamente
imposible de aceptar que una mujer creyente en Cristo Jesús pudiese haber
tomado esa decisión, y mucho menos una mujer católica. Pero el problema es tan
grande, que por eso recurre tan directamente Philippe Claudel a un espíritu
como Dostoyevski, pues, junto a aquellos tres problemas inseparables, habría
que añadir un cuarto: el del sufrimiento. Y aquí habría que establecer, para el
caso que nos ocupa, una triple distinción. No es lo mismo: a) decidir quitarle
la vida con un método indoloro a un niño que sufre insoportablemente, cuyo mal
es progresivo e irreversible y en quien el sufrimiento físico se agravará aún
más hasta el final; en el caso de Juliette Fontaine, ese niño es su propio
hijo, al que adora, y la decisión extrema que adopta, ella sola, como madre
ante todo, pero también como médico, tiene como única finalidad evitar un
sufrimiento físico insoportable y estéril de la criatura amada; b) decidir un
adulto, con plena conciencia de sus facultades, que, ante una enfermedad que él
mismo padece, científicamente contrastada como irreversible y que terminará conduciéndole
a una muerte más o menos próxima, solicitar la ayuda de alguien cualificado que
le provoque una muerte indolora; c) decidir un adulto, con plena conciencia de
sus facultades, que, ante una enfermedad que él mismo padece, científicamente
contrastada como irreversible y que terminará conduciéndole a una muerte más o
menos próxima, continuar viviendo con ese padecimiento, incluso en el caso de
que el dolor sea insoportable, hasta la extinción final, evitando que cualquier
sustancia o medio le acelere la muerte, que debe acontecer como consecuencia
del natural desarrollo de la enfermedad; lógicamente, sin tener por qué excluir
la administración de calmantes y paliativos para aliviar en lo posible el
dolor.
Pero antes de abordar el problema concreto que plantea la
película, recordemos qué le contesta Léa a su perplejo discípulo acerca del
comportamiento de Rodion Románovich Raskólnikov, el estudiante protagonista de Crimen y castigo. Hay que tener en
cuenta que Léa está viviendo de manera muy directa la situación postcarcelaria
de su hermana Juliette, puesto que desde el principio se ha ofrecido a acogerla
en su casa, que es donde vive. Léa critica adversamente a Dostoyevski porque
piensa que el novelista no sabe en realidad nada del alma de un criminal, en
referencia a Raskólnikov, que ha matado a la vieja usurera y a la hermana de
ésta. Para Léa, la novela de Dostoyevski no es más que un libro de ficción
literaria, sin conexión alguna con la vida. Para ella, al estar escrita la
novela en tercera persona, es una historia impersonal. Dostoyevski nos está
mostrando la diversidad de lo real, que es múltiple y puede estar sujeto a
incontables interpretaciones. Dostoyevski, para Léa, es tanto un novelista
individual como universal. Sólo en esta novela en concreto, en Crimen y castigo, hay redención para el
criminal, pero la redención no tiene por qué existir en otras novelas de
Dostoyevski o de cualquier otro autor donde aparezcan criminales.
Esto es exactamente lo que Léa afirma en su clase-seminario.
Las palabras han sido, sin duda, muy bien escogidas por Philippe Claudel al
elaborar el guión de la película. Lo último es cierto: para Verjovenski o para
Stavroguin, siniestros criminales nihilistas de Demonios, no hay redención alguna, como tampoco la hay para
Smerdiakov, el hijo bastardo y asesino del padre de los Karamásov. Sin embargo,
las opiniones de Léa son sumamente discutibles, incluso contrarias a lo que
sabemos de la biografía del genio ruso y a lo que afirman algunos de sus más
conspicuos conocedores y críticos, tales como Nikolay Berdiaev, Dmitri
Merejkovski, León Chestov, Luigi Pareyson, Romano Guardini, Jacques Madaule,
Reinhardt Lauth o Pablo Evdokimov. No es que, como cree Léa, Dostoyevski no
supiera cómo funcionaba la psique de un criminal, sino que concretamente él,
por su insondable conocimiento de la naturaleza y del alma humana, es casi con
toda seguridad la persona que con mayor hondura ha penetrado en la mente de un
criminal, en su alma, en los más recónditos recovecos de su intimidad más
secreta; nadie como Dostoyevski ha explorado, analizado e investigado tan
profundamente la naturaleza del mal, pero no como una pura ficción literaria,
como dice Léa, sino por el conocimiento que él mismo tiene de los arcanos y las
profundidades de su propio ser, pues biografía y obra, experiencia vital y
novela no pueden disociarse en Dostoyevski; más aún, él es cada una de sus
encarnaciones más sublimes e imperecederas, desde los que alcanzan la beatitud
y la bondad más excelsas, como el stárets Zósima o el príncipe Mischkin, o la
insuperable nobleza de espíritu, como la Nastasia Filíppovna de El idiota, o la limpieza de corazón,
como Sonia Marmeladov, la prostituta de corazón puro de Crimen y castigo, verdadero factótum
del arrepentimiento y de la redención de Raskólnikov, hasta aquellos que se
degradan y caen en los abismos de la mayor abyección, como los citados Piotr
Stepánovich Verjovenski o Nikolai Vsevolódovich Stavroguin. El corazón de
Dostoyevski, como acierta a decir Berdiaev, era como un volcán incandescente,
en permanente erupción. Él mismo podría haber sido un criminal, un malvado,
pero canalizó magistralmente esa portentosa potencia, tanto para el bien como
para el mal, en algunas de las novelas más inmortales de todos los tiempos.
Dostoyevski no escribe por entretenimiento; el ejercicio de la escritura no es
para él un mero pasatiempo, ni siquiera una ficción literaria, algo que, sin
duda, le reprocharía Jorge Luis Borges, como ya hizo con Nathaniel Hawthorne en
una conferencia de 1949. La escritura era para Dostoyevski una actividad
biológicamente imprescindible, como el beber y el comer, una actividad
ontológicamente determinante de todo su proyecto existencial. Claro que sabe
cómo funciona la mente de un criminal; ¡cómo no va a saberlo si él mismo es el
hombre del subsuelo! Dostoyevski ha sido probablemente el escritor del mundo
que ha tenido una más intensa experiencia de lo que es la muerte, una
experiencia tan intensa que determinará decisivamente la estructura espiritual
de muchos de sus personajes. Y no se trata de una experiencia ficticia, irreal,
literaria, sino real, muy real, demasiado real. Aquel fusilamiento simulado en
la Plaza Semenovski de San Petersburgo, el 22 de diciembre de 1849, en el que él
era uno de los condenados que iban a ejecutar, le dejó una huella indeleble.
Pero el problema del sufrimiento, tal como lo plantea
Dostoyevski, sólo puede iluminar parcialmente el problema de orden moral y
religioso que aborda la película de Claudel. De un lado está el sufrimiento
como expiación, como la única vía posible para la redención del individuo, cuya
alma está corrompida desde el momento de la caída. El máximo modelo de
sufrimiento, imposible de equiparar con cualquier otro, es para Dostoyevski el
de la Pasión y muerte de Jesucristo. Es el propio Dios el que se encarna en el
Hijo, el Verbo hecho carne, asumiendo, con todas las consecuencias, las
características propias de su naturaleza humana, con independencia de que
continúa conservando intacta su naturaleza divina. Tomando, pues, como modelo
único en la Historia a Jesús, el hombre que ha caído en el mal, que ha
cometido, por ejemplo, un crimen, tiene la posibilidad de ser plenamente
perdonado por Dios, pero para ello tiene, en primer lugar, que tomar conciencia
de lo que ha hecho, un acto al que no le autoriza ni la ley divina ni la ley
humana; en segundo lugar, deberá arrepentirse sinceramente; en tercer término,
pedir humildemente perdón. Sólo siguiendo este proceso, nos advierte
Dostoyevski en varias de sus novelas, podrá ser perdonado por Dios el criminal.
Pero ese perdón no le exime de cumplir con la justicia humana, esto es, penar
por lo que ha hecho, cumplir una condena en prisión privado de libertad.
Dostoyevski es absolutamente contrario a la pena de muerte, pero considera
razonable y justo que el crimen se redima a través de la privación de libertad.
Él mismo, cuando es trasladado al penal de Omsk, en Siberia, donde pasará
cuatro largos años de trabajos forzados, no se rebela, ni siquiera
interiormente, con el castigo impuesto. Puede considerarlo excesivo, pero no
completamente injusto. Esta primera consideración sobre el necesario
sufrimiento como consecuencia de un acto criminal, tendría su arquetipo
literario en la figura de Raskólnikov.
Una segunda consideración, que no viene ahora al caso, es
que, en términos existenciales, Dostoyevski entiende que la vida humana está,
por su propia naturaleza, ligada al sufrimiento. El sufrimiento purifica la
vida del hombre, lo acerca a Dios. Esta idea, que de modo general podemos
adscribir a la doctrina cristiana, es particularmente intensa en Dostoyevski,
como han argumentado y demostrado con gran profundidad, entre otros, León
Chestov y Nicolás Berdiaev.
Hay una tercera consideración, pero que también atañe
tangencialmente a nuestro problema, aunque su hondura religiosa, filosófica y
moral es tal que puede iluminar determinados aspectos del asunto que tratamos.
Se trata de la actitud, de la posición ideológica y moral, con extraordinarias
consecuencias en el orden religioso y espiritual, de Iván Karamásov ante el
sufrimiento de un niño. Iván, que es un intelectual y un nihilista, niega a
Dios precisamente porque, si Dios existiese, no podría permitir el sufrimiento
de un solo niño en el mundo. Así se lo dice a su hermano pequeño, a Alioscha,
en el marco del capítulo más profundo de toda la novelística dostoyevskiana.
Podríamos incluir en el razonamiento de Iván el sufrimiento de un niño que
padeciese una enfermedad mortal y dolorosa, aunque el joven intelectual
nihilista refiérese principalmente al sufrimiento que padecen los niños como
consecuencia de la maldad de los adultos. Por supuesto que Dostoyevski
replicará dialécticamente al agudísimo pensamiento de la poderosísima figura de
Iván, la más memorable de sus encarnaciones literarias dominadas por el mal, a
través de las sencillas pero demoledoras palabras del stárets Zósima, a saber, que Dios ha creado al hombre absolutamente
libre, libertad que, ante todo, supone elegir entre el bien y el mal, y que ni
Dios mismo puede quitarle al hombre ese don supremo, el de la libertad, que es
el que verdaderamente lo identifica como hombre, porque, no solamente sin
libertad de elección el hombre no sería ya hombre, sino que, sin la libertad
intrínseca del ser humano individual también Dios dejaría de ser Dios. En este
punto, como nos recuerda Pareyson, se acerca Dostoyevski, aun sin conocerlo, al
pensamiento del místico alemán Angelus Silesius (Johann Scheffler), tal como lo
expresa en El peregrino querúbico,
escrito después de su conversión al catolicismo en 1653. El hombre está hecho a
imagen y semejanza de Dios. A pesar de que el hombre puede usar su libertad
para cometer los crímenes más abyectos, crímenes que incluso desnaturalizan su
propia esencia como hombre, la libertad no puede ser cercenada, no puede serle
arrebatada al hombre. El hombre que carece de libertad de decisión no es
completamente hombre.
Pero Dostoyevski, naturalmente, no se plantea el problema de
la eutanasia, y menos aún en los términos en que es abordado por Philippe
Claudel. Es muy probable que Dostoyevski no hubiese actuado como Juliette
Fontaine, aunque el problema moral es otro: ¿sería moralmente admisible que una
persona cristiana, una persona católica, actuase, en similares circunstancias,
tal como lo hace Juliette en la película? No olvidemos que la obra está
dirigida a todo tipo de personas en lo que atañe a sus creencias religiosas. Ya
digo que, aun cuando no se manifiesta explícitamente, se infiere que Juliette
no es creyente, lo que ni mucho menos impide que tenga convicciones morales; es
más, sus convicciones morales parecen ser muy firmes, o, al menos, se plantea
ciertos problemas morales, como el que por ejemplo con tanta crudeza acomete la
película, con toda la sinceridad y todo el esfuerzo intelectual de que es
capaz. Mucho me temo que, desde una posición no dogmática ni intransigente, sea
prácticamente imposible dar una única respuesta a aquella pregunta. Es un
interrogante que sólo puede responder la conciencia humana individual, y que,
por tanto, variará notablemente de unos individuos a otros. En este punto, la
película no puede por menos de evocarnos la insobornable honestidad moral de un
Albert Camus.
La película tiene también una especie de leitmotiv: la canción que ambas hermanas tocaban a dúo, hace muchos
años, cuando eran felices en la casa de sus padres, una canción en cuya letra
se nos habla de una fuente de agua clara (el apellido de ambas es Fontaine). A
Philippe Claudel le gusta no sólo el mundo del lenguaje―no olvidemos que él
mismo es escritor―, sino especialmente el simbolismo de las palabras. Juliette
es un nombre que procede de Julia, esto es, la que es fuerte de raíz, de firmes
raíces. El nombre de Julia está muy vinculado tanto a Cayo Julio César como a
Octavio Augusto, esto es, a la época de transición más decisiva de la Historia
de Roma. Por otro lado, ya sabemos que Léa es Profesora universitaria de
Literatura extranjera. Su marido, por si fuera poco, es, a su vez, lexicógrafo,
esto es, un hombre que convive constantemente con el origen y el significado de
las palabras. Pero tampoco el nombre de Léa, de la hermana menor, es
caprichoso. En efecto,
se trata de Leah, conocida por nosotros como Lía, la primera esposa de Jacob,
quien después se casará también con la hermana más pequeña de Lía, llamada
Raquel, que era de la que de verdad estaba enamorado el patriarca bíblico. En
la tumba de Julio II, en la iglesia de San Pietro in Vincoli de Roma, que al
final, después de tantos avatares, pleitos y disgustos, hubo de ser alojada en
ese templo secundario y quedóse sólo en una tumba adosada al muro, sólo hay
tres esculturas hechas enteramente por Miguel Ángel: Lía, Raquel y Moisés. Las
estatuas de Lía y de Raquel comenzó a realizarlas con anterioridad al 20 de
julio de 1542. Lía representa la vida activa y Raquel la vida contemplativa.
Son dos esculturas en mármol que se han convertido en inmortales. El mejor
comentario sobre ambas es el que hace el historiador del arte de origen húngaro
Charles de Tolnay, en su célebre monografía de 1951 sobre Miguel Ángel, que es
el mejor y más profundo estudio de síntesis que se ha hecho nunca sobre el gran
artista florentino. También los Prerrafaelistas ingleses de la segunda mitad
del siglo XIX se ocuparon de ambas mujeres del Génesis. Quizás el cuadro
más conocido sobre ese tema pintado por ellos es el de Dante Gabriel Rossetti,
el principal representante del grupo, de profundas inclinaciones religiosas
cristianas medievales. En este lienzo, de 1855, ambas mujeres están junto a una
fuente de agua clara, la fuente de la Gracia, alimentada por un arroyuelo,
encontrándose Lía, de pie, a la derecha, entretenida con unas ramas y unas
flores, mientras que Raquel, en actitud pensativa y ensimismada, está sentada a
la izquierda en el borde de la taza de piedra. Sendas figuras
veterotestamentarias prefiguran, naturalmente, a Marta y María, las hermanas de
Lázaro de Betania, el amigo de Jesús al que resucitó después de llevar tres
días muerto. Marta, afanosa siempre en las tareas domésticas, es la que
simboliza la vida activa, que es como la representó Velázquez en una de sus más
tempranas obras de la etapa sevillana, un bodegón «a lo divino» titulado Cristo en casa de Marta que guarda la
National Gallery de Londres y que, tanto José López Rey como José Camón Aznar y
José Gudiol fechan en 1618.
¿No alegoriza,
efectivamente, la Léa de
la película de Claudel la vida activa? El personaje femenino de Léa,
interpretado magníficamente por la actriz francesa Elsa Zylberstein, vive entregada
a su familia y a sus clases, y es ella la que, unilateralmente (ambas hermanas
suelen tomar solas sus decisiones más trascendentales), ha resuelto que su
hermana mayor, a la que hace quince años que no ve, se traslade a su casa, nada
más salir de la prisión, para permanecer en ella todo el tiempo que sea
necesario. Después comprobaremos que el minucioso lavado de cerebro efectuado
por sus padres, a fin de que borre de su memoria todo recuerdo de Juliette, no
ha surtido efecto en Léa, quien, ante su sorprendida hermana mayor, le enseña una caja
amorosamente guardada, desde antes de separarse, llena de recuerdos:
fotografías, objetos, un diario y una agenda, en donde, en secreto, todos los
días escribía el nombre de Juliette, pues su primer pensamiento cotidiano iba
dirigido a ella. Tan grande fue su unión cuando Léa era sólo una niña. Además,
tampoco se desentendió de su hermana mientras que ésta permaneció en la cárcel:
le envió numerosas cartas, aunque ninguna llegó a manos de su destinataria. A
pesar de la desconfianza, del orgullo, de la tendencia a saltar de modo
instintivo, cual movida por un escondido resorte, ante el más leve estímulo
externo interpretado como amenazador, Juliette comenzará lentamente a admitir
que su hermana no ha dejado nunca de quererla, que hace mucho que la quiere. El marido de Léa, lo que tampoco debería
sorprendernos en demasía, no ha querido tener hijos con ella, quizás por un
infundado temor en la transmisión de ciertos componentes genéticos (creencia
que fundamenta en la trágica decisión de Juliette respecto de Pierre), y por
eso el matrimonio ha adoptado un par de niñas vietnamitas, de las que la mayor
es un encanto: despierta, inteligente, sensible, ávida de aprender, enormemente
curiosa en el mejor sentido de la palabra. La desconfianza del marido de Léa por su cuñada irá templándose,
aminorándose, hasta que consiente, cosa al principio impensable, en dejar a las
niñas solas con su tía, en una ocasión en que el matrimonio va a salir de noche.
Pero entre Juliette y su sobrina mayor muy pronto se establecerán unos lazos de
complicidad maravillosos, que le otorgarán al filme uno de sus más conseguidos
contrapuntos agradables en medio de la soterrada tragedia. La relación, el
vínculo entre tía y sobrina, se anuda a través de los cuentos, pero, sobre
todo, de la música. Juliette decide enseñarle a su sobrina a tocar el
desvencijado piano de pared que hay en la buhardilla de la casa, el mismo
instrumento en el que ambas hermanas tocaban en sus años felices aquella
canción de la fuente y el agua clara. Resulta maravillosa la escena en la que, en
el momento de descubrir Léa la afectuosa y desinteresada enseñanza musical que emprende Juliette con
su sobrina, las dos hermanas, ante la alegría de la pequeña y del abuelo,
después de tanto tiempo transcurrido y de tanto sufrimiento de por medio, se
ponen otra vez a tocar juntas la misma canción que una vez fue el emblema, el
santo y seña de su amor fraternal. A pesar de la diferencia de edad, de que,
como puede fácilmente colegirse, Juliette fue como una segunda madre para Léa, ésta, durante el prolongado e
impuesto ínterin, ha madurado con extraordinaria sensatez, se ha convertido en
una mujer muy ocupada pero también muy organizada, y, lo que es más importante,
en una mujer sensible, generosa, solidaria, capaz de amar, sabiendo muy bien
diferenciar los diferentes tipos de amor que la poseen, en función del ser
amado al que se dirige ese amor: sus hijas, su esposo, su hermana, sus amigos,
su suegro. El abuelo es uno de esos hombres
con los que nunca podrías sentirte incómodo, perturbado, violentado;
todo lo contrario: es un hombre bondadoso, alegre, puro, respetuoso, incapaz de
transgredir la sagrada intimidad de otra persona, y que, desde que le dio una
apoplejía, lo único que hace, puesto que no puede hablar, es leer. Él es la
primera persona de la casa que, inesperadamente, conoce Juliette. Aunque se
queda al instante sorprendida, pues ha abierto con indiferente curiosidad la
puerta de una habitación y se lo ha encontrado leyendo, la sonrisa
bienaventurada que le dirige el anciano, el profundo respeto al sagrado pudor
de toda mujer que emana de él, cautivan de inmediato a Juliette.
Instintivamente sabe que tiene en el abuelo un aliado, una persona con la que
poder desahogar sus sentimientos, sus gustos, algunas parcelas de su intimidad.
La segunda vez es ya ella la que va deliberadamente a hacerle compañía;
mientras él permanece leyendo un libro, creo recordar que alguna versión
clásica de la leyenda de los Nibelungos, pues parece ella pronunciar el nombre
de Sigfrido, se recuesta frente a él, junto a un pequeño montón de libros, y
los hojea despacio, acariciándolos, pronunciando sus nombres. El abuelo, de vez
en cuando, desde su asiento, se limita a levantar la vista, mirar paternalmente
a Juliette y sonreír.
Serán Léa y
su familia, así como sus amigos, especialmente Michel y ese matrimonio
extranjero muy enamorado en el que el marido es un médico competente, los que
ayuden a Juliette a salir poco a poco del pozo en el que se encuentra. Un día,
a escasas jornadas de su salida de la cárcel, le confiesa a su hermana Léa que
se ha acostado con un hombre al que ha conocido casualmente en un bar. El director
nos muestra sucinta, áspera y agriamente esta fugaz y buscada relación. Verificamos
que el contacto carnal, que Juliette ha obtenido con una más que comprensible
facilidad―nada más sencillo para una mujer hermosa que se lo proponga―, ha sido
algo meramente biológico, instintivo, un prosaico apetito sexual que satisfacer
a modo de trámite orgánico. Nada más normal después de tres lustros en prisión.
Pero la muerte de su hijo, la tragedia que se ha cernido sobre su vida, la ha
dejado también casi completamente frígida. No ha sentido nada. Sin
reprochárselo, pero tampoco sin ocultárselo a ese fatuo amante de una hora, se
lo dice directamente a la cara. No volverá a buscar sexo con ningún hombre
durante mucho tiempo, indefinidamente. Su cuerpo no lo necesita; está demasiado
apagado, demasiado lacerado interiormente. Sólo en la última escena, cuando se
lo ha confesado todo a su hermana, cuando ésta sabe con exactitud lo que
ocurrió entre Juliette y su hijo, escuchamos las últimas palabras que Juliette
pronuncia en la película: «Aquí estoy», desde la habitación donde se encuentra
con Lea, justo cuando ambas han terminado de sincerarse. Esas palabras, que
duda unos instantes en pronunciar, y que las dice voluntariamente, pues Léa
permanece callada, van dirigidas a Michel, que acaba de entrar en casa de Léa y
pregunta por Juliette. La respuesta de ésta es un signo de esperanza. A pesar
de todo el pasado, «aquí estoy», es decir, probemos de nuevo a enderezar la
vida, continuemos andando el camino, por difícil que sea la tarea. En cierto
modo, es una cuestión de pura supervivencia. Michel es un hombre con el que
puede merecer la pena intentarlo. La comprensión y el cariño que ha encontrado
en Léa, en la familia de ésta y en algunos de sus amigos la invitan a hacer el
supremo esfuerzo de superar en lo posible ese oscuro y trágico pretérito. No es
exactamente un final feliz. Es un final abierto, incierto, interrogativo, del
que, sin embargo, se desprende que no todo está por completo perdido ni
definitivamente acabado. Eso no significa que el nuevo tramo del camino no vaya
a ser accidentado, o que finalice ineluctablemente de un modo razonablemente
satisfactorio para Juliette. Pero parece haber más posibilidades de que así
suceda que de lo contrario. Insisto que Philippe Claudel no nos presenta unos
personajes planos, previsibles, vulgares o mediocres; todo lo contrario:
maduros, reflexivos, conscientes de sus limitaciones, cultos, capaces de
ejercer la autocrítica, con sentimientos humanos, con convicciones morales.
Entre todos
los amigos de Léa, el que mejor perfila la película es Michel. Hay otro, Gérard,
que sólo aparece una vez, en una cena en una casa rural en la que se han
reunido Léa, su marido, Juliette y varios amigos del matrimonio, que pretende
echarle los tejos a Juliette, aunque ésta, ante la pregunta que, un tanto
impertinentemente, le hace aquél sobre dónde ha estado durante tanto tiempo,
pues nunca habían oído a Léa decir que tenía una hermana, le responde con una
amarga e indiferente tranquilidad que en la cárcel, dejándolo completamente
neutralizado, parándolo así en seco, estableciendo un muro infranqueable ante
ella. Salvo Léa y su esposo, que saben la verdad, ninguno de los presentes se
lo cree, sino que se ríen ante la inesperada y abrupta respuesta de Juliette a
ese hombre vanidoso, un poco bebido y pesado, que un momento antes había
tratado de imponer su punto de vista a Léa de modo demasiado tajante en
relación al director de cine francés Éric Rohmer. A Léa no le gusta Rohmer; lo
manifiesta sin deseo de imponer nada, como una simple e intrascendente opinión
estética. El pretencioso amigo le responde como si hablara ex cathedra, pontificando: «Rohmer es el Racine del siglo veinte».
Léa, más inteligente, mantiene silencio. Es probable que Gérard tenga razón,
puesto que la sencillez semántica y la agudeza psicológica de los personajes de
algunas de las extraordinarias tragedias de Jean Racine, el máximo exponente
del clasicismo francés, tan exquisitamente educado en Port-Royal, y, por tanto,
imbuido de jansenismo, encontrarán un eco en la aparente sencillez cotidiana y
en la nada artificiosa penetración psicológica de los personajes del cine de
Rohmer, pero lo desagradable, lo inadecuado, es el modo autoritario y
pretencioso de decirlo. No cabe duda que Gérard queda en evidencia, aunque la
razón de ello es fundamentalmente su parálisis ante la nada diplomática
contestación de Juliette.
El único que
ha creído la respuesta de Juliette es Michel, amigo y colega de Léa en la
Universidad. Michel perdió a su esposa hace ya diez años y estuvo en el pasado
realizando diversos trabajos de carácter más o menos social con presos. De ahí
que reconozca al pronto la veracidad de la embarazosa contestación de Juliette
a Gérard. Como Juliette, Michel es una persona reservada, y, aunque menos,
también encerrada en su propio caparazón a modo de autodefensa contra la
realidad. Sin embargo, a veces manifiesta un sano sentido del humor, como
cuando le vemos ayudándole a Léa en el despacho de la Universidad a poner unas
calificaciones de los alumnos. Desde el primer instante que la conoce, se
siente indefiniblemente atraído por Juliette. Cuando ésta, ya muy avanzada la
película, accede a pasear y conversar con él, sin pretensiones de ningún tipo,
es evidente que ambos se sienten relajados y cómodos estando juntos. En ese
corto paseo nocturno, bajando una calle después de haber salido del cine o del
teatro, Michel le hace una observación a Juliette, en el sentido de que ella le
recuerda un personaje femenino de una novela que solía estar como ausente,
ensimismado. Entonces Juliette le responde, sin reproche alguno, que parece
verlo todo a través de los libros, de la literatura. Es muy posible que
Juliette tenga razón, pero la literatura, deduce el espectador, ha ayudado
mucho a Michel: le ha permitido sobrevivir a la adversidad. La muerte de su
esposa, un hecho que ni siquiera le había comentado a Léa, fue para él un golpe
muy duro. Pero Michel parece que podrá conseguir salir a flote, a diferencia de
ese otro personaje de la película, un agente policial que debe fiscalizar la
libertad condicional de Juliette, un hombre afable y antiautoritario, una
especie de embrionario lobo estepario que vive obsesionado con irse a vivir una
larga temporada en algún lugar de la cuenca del Orinoco, un río caudaloso y
enorme que le tiene fascinado. Sin embargo, detrás de esa sincera comprensión
hacia Juliette, a quien en ningún momento culpabiliza de nada, se esconde un
hombre profundamente solo y deprimido, incapaz de superar la ruptura de su
matrimonio, a pesar de que tiene una niña, con la que vive escasas temporadas
del año, por decisión injusta del juez. Un día, sin previo aviso, se descerraja
un tiro en la boca y acaba con una vida que ha perdido todo sentido para él. La
noticia conmueve a Juliette, que lo apreciaba de veras.
Émile Friant. La Douleur. 1898. Museo de Nancy.
El caso de
Michel, como digo, es distinto. Sus clases, su trabajo no rutinario, sus
amigos, singularmente Léa, el marido de ésta y el matrimonio iraquí, los
libros, la literatura, todo parece conjurarse para ayudarle, aunque Juliette
supone un nuevo y favorable aliciente. Michel tiene otra afición: la pintura.
Una de las secuencias más alegóricas de la historia es el casual encuentro de
ambos en el Museo de Nancy. Ella, que ha acudido a la pinacoteca un poco por
matar el tiempo, vagabundea casi indiferente por las salas, hasta que, de
pronto, inesperadamente, se tropieza con un cuadro grande, que la hace
detenerse a una media distancia, impresionada quizás por la temática del
lienzo, que parece evocarle algo relacionado con su propia trágica experiencia
pasada. El óleo se titula La Douleur,
y fue realizado en 1898 por Émile Friant (1863-1932), un pintor que, en esta
ocasión, emplea un lenguaje académico a medio camino entre el realismo y el
naturalismo. Un grupo de mujeres enteramente vestidas de negro, con velos
también negros cubriéndoles el rostro, en el interior de un cementerio, ocupan
prácticamente toda la composición. Acaban de presenciar un enterramiento. Aún
queda un nutrido grupo de personas situadas en la zona superior izquierda del
cuadro, hombres casi todos, con semblantes compungidos. Una pequeña abertura de
cielo plomizo, en la parte superior central, debajo de la cual se amontonan
lápidas, tumbas y cruces, permite respirar a las rotundas masas oscuras. El
grupo principal, el que sin duda ha atraído la atención de Juliette, es el de
las tres mujeres cuyos dolientes cuerpos se extienden por todo el espacio
central. La más destacada, asistida por las otras dos, es la del medio, la
única que no tiene el rostro cubierto con un velo. Es una señora mayor, que se
inclina arrodillada, junto a montones de tierra, ante una profunda fosa.
Posiblemente han depositado en ella el féretro de su hijo muerto. Sólo la
muerte de un hijo puede provocar ese dolor callado, intenso, interior. De otro
modo sería difícil explicar por qué le ha causado tan viva impresión a Juliette
su descubrimiento. El espectador intuye que se identifica con el dolor de esa
madre. En ese preciso instante, la sorprende Michel. Le hace un breve, conciso
y exacto comentario sobre el cuadro y sobre el autor, completamente olvidado
desde hace mucho tiempo, a pesar de la fama de que gozó en vida. Pero Michel
quiere aliviar el sufrimiento de Juliette. Por eso la conduce hacia otro cuadro
del mismo pintor, un lienzo pequeño, un retrato de una joven que―bromea
Michel―conoció él hace tiempo, no pudo conseguirla, y ahora se alegra de poder
verla encerrada en ese marco, pues de ese modo puede contemplarla siempre que
le apetezca, como un pájaro exótico en una jaula.
El cuadrito, de 1887, se titula Retrato de mujer joven, y es una preciosidad, maravillosamente compuesto: en primer plano se halla la joven, justo delante del espectador, ocupando su figura toda la altura del lienzo, representada desde un poco más abajo de la cintura, con las manos enguantadas recogidas en un manguito de piel, de espaldas a un paisaje urbano, una calle cubierta de nieve detrás de la cual hay montes, árboles y más nieve. La muchacha, elegantemente vestida de negro y cubierta con un alto sombrero ruso de piel adornado con unas plumas, está girada suavemente hacia su derecha, aunque sin llegar a adoptar la posición de tres cuartos, destacando sobre todo la belleza de su sonrosado rostro, mirando con unos soñadores ojos entre castaños y azules hacia un lugar indefinido, ensimismada en sus pensamientos, con un cierto aire melancólico. Los acordes cromáticos son muy armónicos y hermosos, y es evidente que el pintor conoce muy bien la obra de Édouard Manet, Claude Monet, Camille Pisarro y Alfred Sisley, aunque el rostro de la joven está bastante definido y no hay intención alguna de ejecutar la figura con una técnica impresionista. Aunque soñador y melancólico, el retrato de esta joven muchacha contrasta con el omnipresente luto del otro lienzo, un contrapunto con el que de nuevo quiere obsequiarnos Philippe Claudel. Aunque más alegre y de técnica mucho más suelta, el Museo de Dallas conserva un cuadrito de la pintora impresionista Berthe Morisot, Invierno (mujer con manguito), de 1880, que ofrece ciertas leves concomitancias compositivas con el de Émile Friant.
Émile Friant. Retrato de mujer joven. 1887. Museo de Nancy.
El cuadrito, de 1887, se titula Retrato de mujer joven, y es una preciosidad, maravillosamente compuesto: en primer plano se halla la joven, justo delante del espectador, ocupando su figura toda la altura del lienzo, representada desde un poco más abajo de la cintura, con las manos enguantadas recogidas en un manguito de piel, de espaldas a un paisaje urbano, una calle cubierta de nieve detrás de la cual hay montes, árboles y más nieve. La muchacha, elegantemente vestida de negro y cubierta con un alto sombrero ruso de piel adornado con unas plumas, está girada suavemente hacia su derecha, aunque sin llegar a adoptar la posición de tres cuartos, destacando sobre todo la belleza de su sonrosado rostro, mirando con unos soñadores ojos entre castaños y azules hacia un lugar indefinido, ensimismada en sus pensamientos, con un cierto aire melancólico. Los acordes cromáticos son muy armónicos y hermosos, y es evidente que el pintor conoce muy bien la obra de Édouard Manet, Claude Monet, Camille Pisarro y Alfred Sisley, aunque el rostro de la joven está bastante definido y no hay intención alguna de ejecutar la figura con una técnica impresionista. Aunque soñador y melancólico, el retrato de esta joven muchacha contrasta con el omnipresente luto del otro lienzo, un contrapunto con el que de nuevo quiere obsequiarnos Philippe Claudel. Aunque más alegre y de técnica mucho más suelta, el Museo de Dallas conserva un cuadrito de la pintora impresionista Berthe Morisot, Invierno (mujer con manguito), de 1880, que ofrece ciertas leves concomitancias compositivas con el de Émile Friant.
Emmanuel Héré. Puerta de entrada (detalle) a la Plaza Stanislas de Nancy. 1752.
Las
alusiones estéticas a obras específicas de la película de Claudel,
prácticamente se quedan ahí, pues el director no se recrea en la visión
urbanística de la aristocrática ciudad de la región de Lorena, ni siquiera en
la célebre Plaza Stanislas, obra maestra del urbanismo rococó, iniciada en 1752
por Emmanuel Héré, aunque fugaces tomas y perspectivas nos permiten vislumbrar
fragmentos de la espléndida puerta principal que da entrada al recinto, una
muestra incomparable de la elegante y exquisita rejería del Rococó francés.
Málaga, 11 de mayo de 2014.
Enrique Castaños es Doctor en Historia del Arte.
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