La
conciencia de pecado como fatalidad y como destino
(Breves reflexiones en torno a La letra escarlata, de Nathaniel
Hawthorne)
© ENRIQUE CASTAÑOS
Escrita en 1849 y publicada en 1850, la novela La letra escarlata (The Scarlett Letter) (hemos empleado la traducción de Pilar Serrano
y José Donoso. Barcelona, Debolsillo, 2009), del estadounidense Nathaniel
Hawthorne (1804 – 1864), indaga de modo muy penetrante en el concepto de
pecado, en la conciencia de culpa y en los efectos que el fanatismo religioso
puede tener en las comunidades humanas y en los individuos concretos. Mi
intención es reflexionar sobre estos aspectos a partir de la personalidad, el
carácter, el temperamento y la estructura anímica de los tres principales
protagonistas de la obra, Hester Prynne, Arthur Dimmesdale y Roger
Chillingworth, aunque también haré especiales referencias a Pearl, la hija de
Hester y de Arthur, como contrapunto, sobre todo, de las atormentadas
existencias de sus padres.
El contexto histórico y el clima religioso-espiritual en el
que se desarrolla el relato tienen una importancia más que notable en el
desenvolvimiento de los hechos y en la evolución de los personajes, cuyas vidas
transcurren en unas circunstancias históricas muy específicas, perfectamente
conocidas por el autor de la novela. En primer término, el arco cronológico y
el lugar geográfico en el que suceden los hechos: en Boston, en la colonia de
Massachusetts, entre 1642 y 1649. Es decir, en el territorio de Nueva
Inglaterra. El primer asentamiento estable de los ingleses en Norteamérica tuvo
lugar en 1607, en Jamestown, de la mano de John Smith, al norte del cabo
Hatteras, llamándose Virginia a esa primera colonia, en honor de Isabel I
Tudor, la «reina virgen» (Hans Plischke, «El movimiento de la expansión inglesa
y francesa del siglo XVI al XVIII», en Walter Goetz (dir.), La época del absolutismo (1660 – 1789),
Madrid, Espasa-Calpe, 1978, pág. 422. La traducción es de Manuel García
Morente. La primera edición española es de 1934 y la edición original alemana
del periodo final de la República de Weimar, siendo uno de los volúmenes, el
VI, de la célebre Propyläen Weltgeschichte). En
noviembre de 1620, los llamados Padres Peregrinos, a bordo del Mayflower (Flor de mayo), y después de
una accidentada travesía que se había iniciado el 5 de agosto desde el puerto
inglés de Southampton, llegaron a una zona situada junto al cabo Cod, al
sureste de la actual Boston, en lo que sería territorio de la colonia de
Massachusetts. En la primavera de 1630, junto con otros pueblos, se fundó
Boston, en la Bahía de Massachusetts. Los 102 integrantes del Mayflower eran calvinistas ingleses que
habían tenido que establecerse en Holanda por el hostigamiento de que fueron
objeto al negarse a reconocer la supremacía eclesiástica del rey, Jacobo I
Estuardo, lo que conllevaba el querer establecer su propia Iglesia. Max Weber
afirma que «las discrepancias en la Iglesia anglicana fueron insuperables desde
el momento en que la Corona y el puritanismo (en la época de Jacobo I)
mantuvieron diferencias dogmáticas justamente en torno» a la doctrina de la
predestinación; de modo general, tal doctrina «fue considerada como el elemento
antiestatal del calvinismo, por lo que fue combatida oficialmente por las
autoridades» (Max Weber, La ética
protestante y el espíritu del capitalismo, Barcelona, Península, 1998,
págs. 118-119. La traducción es de Luis Legaz Lacambra. El clásico texto se
editó por vez primera en 1901. Un esbozo muy temprano de la doctrina de la
predestinación puede encontrarse en el monje Gotescalco, que vivió en el siglo
IX. Su doctrina, que puede considerarse como un agustinismo extremo, establecía
que «los malos se hallan predestinados a la muerte, y los buenos a la vida […]
Dios no ha querido salvar a todos los hombres, sino sólo a los elegidos, que es
para los únicos para los que murió Cristo». Jean Jolivet, La filosofía medieval en Occidente, Madrid, Siglo XXI, 1974, pág.
53. La traducción es de Lourdes Ortiz). Los puritanos ingleses, es decir, los
calvinistas, fueron objeto de una auténtica persecución entre 1628 y 1640, por
lo tanto bajo el reinado de Carlos I Estuardo. La disolución del Parlamento por
el rey, que gobernó sin él durante diez años, disminuyendo notablemente las
libertades inglesas, impulsó la emigración hacia las colonias de la costa este
de lo que después serían los Estados Unidos, marchándose unas veinte mil
personas durante el mencionado periodo, la inmensa mayoría de convicciones
profundas. Durante el periodo en el que transcurre el relato de Hawthorne, esto
es, desde el inicio de la guerra civil inglesa en 1642 hasta la ejecución de
Carlos I Estuardo en 1649, menguó, no obstante, la emigración puritana.
Desde muy pronto surgió el autogobierno en las colonias. La
primera carta constitucional se redactó en Virginia en 1619, y con ella se
pretendía que los colonos gozasen del sistema de libertades por el que durante
tanto tiempo se había luchado en Inglaterra. Inmediatamente después llegó el
sistema representativo a la Bahía de Massachusetts, y, por lo tanto, a Boston. Pero
con una importante y decisiva peculiaridad: que, desde el otoño de 1630, los
nuevos miembros admitidos en el cuerpo político de gobierno de la colonia,
debían necesariamente formar parte de alguna de las Iglesias establecidas
dentro de los límites de ese cuerpo político. En la práctica, esto se traducía
en el establecimiento de una suerte de teocracia o Iglesia-Estado. La
concentración de los poderes judiciales y legislativos en manos del gobernador
de la Bahía de Massachusetts, de sus asistentes y de los pastores protestantes,
supuso la creación de una pequeña oligarquía en la colonia. Este sistema
oligárquico empezó a tambalearse en 1632, por la protesta de los ciudadanos
carentes de representación que se negaron a pagar un nuevo impuesto destinado a
garantizar la defensa de la colonia. A partir de ese momento, comenzaron a
ponerse los cimientos de una auténtica legislatura unicameral, en cuanto que el
Gobernador y sus asistentes empezaron a reunirse periódicamente con los
representantes o delegados de las distintas poblaciones. La Cámara inició sus
sesiones en 1634, teniendo plena autoridad legislativa, aunque en 1644
escindióse en dos asambleas, una alta, constituida por los asistentes, y otra
baja, integrada por los delegados de los pueblos. Durante medio siglo, la
colonia de la Bahía de Massachusetts continuó siendo una república puritana,
gobernada por sus propios legisladores. La historia narrada por Hawthorne entra
de lleno en ese periodo de la colonia entendida como república puritana (Allan
Nevins, Henry Steele Commager y Jeffrey Morris, Breve historia de los Estados Unidos, México D. F., Fondo de
Cultura Económica, 1994, págs. 15-23. La traducción es de Francisco González
Aramburo. La primera edición en inglés se publicó en 1942). La inexistencia de
un Gobierno tiránico en las colonias no impide reconocer el establecimiento de
una teocracia en Nueva Inglaterra hasta el último decenio del siglo XVII. Esta
teocracia debe ser matizada. Mientras que en Virginia y en otras colonias del
sur, «la Iglesia anglicana aceptó el auxilio del Gobierno», aunque sin ejercer
«el menor control sobre el Estado», en cambio, «en Massachusetts y Connecticut,
la Iglesia puritana se identificó en gran medida durante décadas con el Estado,
ejerció un fuerte control sobre el Gobierno, y, de hecho, mantuvo mucho tiempo
una suerte de despotismo eclesiástico» (Ibídem,
pág. 29). Allan Nevins y Henry Steele Commager afirman que «la razón fundamental
por la que los puritanos emigraron a Massachusetts fue la de establecer una
Iglesia-Estado y no la de encontrar libertad religiosa. Los puritanos no eran
religiosos radicales; eran religiosos conservadores» (Ibídem). Debe aclararse que el propósito de hallar libertad
religiosa no puede ser desdeñado, pues resulta demostrado que sufrieron
persecución en Inglaterra desde 1628 aproximadamente. En Inglaterra no les
había satisfecho la preeminencia del rey sobre la Iglesia, el residuo de formas
católicas en el culto y el relajamiento moral, parcela decisiva en la que eran
mucho más estrictos. El caso es que la Iglesia-Estado calvinista triunfó en la
Bahía de Massachusetts, con lo que eso significaba tanto de establecimiento de
una dura disciplina, como de disolución del ideal de los Peregrinos de que cada
congregación se autogobernase. Nos interesa particularmente recordar aquí los
pasos que los dos mencionados historiadores admiten en la creación de la
Iglesia-Estado en Massachusetts, una realidad notablemente articulada ya en
1646. El primero de esos pasos fue que para que un hombre pudiese votar o
desempeñar un cargo en la administración de la colonia, debía necesariamente
ser miembro de la Iglesia puritana. El segundo paso consistió en que resultaba obligatorio
asistir a los oficios religiosos, medida que pretendía proteger a la Iglesia
puritana de los descreídos. El tercer paso suponía que tanto la Iglesia
calvinista como el Estado de la colonia debían aprobar conjunta e
inseparablemente el establecimiento de una nueva Iglesia en el territorio de la
Bahía de Massachusetts. Ningún espíritu religioso discrepante, pues, podía
establecerse en todo el territorio de Massachusetts. En cuarto y último lugar,
que el Estado debía subvenir al mantenimiento económico de la Iglesia puritana,
de tal modo que tanto el Estado como los jefes de la Iglesia puritana actuaban
juntos cuando se trataba de castigar una infracción de la disciplina moral y
eclesiástica (Ibídem, pág. 30). Como
descripción complementaria a lo anteriormente expuesto, reproduzco las palabras
empleadas por el narrador de la novela para pergeñar los rasgos de la comunidad
en la que se desenvuelven las peripecias de nuestros protagonistas: «…una
comunidad que debía tanto sus orígenes como su progreso, y su actual estado de
desarrollo, no a los impulsos de la juventud, sino a las austeras y controladas
energías de la madurez, a la sombría sagacidad de la experiencia, habiendo
logrado tantas cosas justamente porque habían imaginado y esperado tan poco» (cap.
3).
En los últimos años de ese turbulento periodo que comprende
cronológicamente la novela, surge en Inglaterra la poderosa figura de Oliverio
Cromwell, el único dirigente político inglés cuyo poder se ha sustentado en el
Ejército (Una sucinta pero rigurosa semblanza de Oliverio Cromwell es la que
dibuja del personaje el gran representante de la escuela histórica alemana,
Leopold von Ranke, Grandes figuras de la
Historia, Barcelona, Grijalbo, 1966, págs. 231-237. La traducción y selección
corresponden a Wenceslao Roces. En la pág. 235, afirma Ranke sobre el gran
estadista inglés: «Este hombre logró realizar la inmensa hazaña de romper las
envolturas que en las naciones europeas tenían preso al individuo sumido en su
vida privada». Uno de los estudios fundamentales sobre los agitados
acontecimientos ingleses es el de François Guizot, Historia de la revolución de Inglaterra, Madrid, Sarpe, 1985. La
traducción es de Diego Fernández Mardón. La redacción del libro de Guizot es de
1826-1827. Otro estudio historiográfico relevante es el de Alfredo Stern, La revolución inglesa, Barcelona,
Montaner y Simón, s.f. Hay una edición anterior de este estudio, en esa misma
editorial barcelonesa, de 1894. El historiador alemán Alfred Stern (1846-1936),
fue Profesor en Berna desde 1873). Cromwell era, en materia religiosa, un
puritano, esto es, un calvinista, aunque su tolerancia fue mucho mayor que la
que practicaban los habitantes de las colonias inglesas a mediados del siglo
XVII. De hecho, la novela tiene como uno de sus principales propósitos
denunciar el fanatismo religioso de la sociedad puritana de las colonias de la
costa Este norteamericana, en concreto en Massachusetts. Sobre los habitantes
de Nueva Inglaterra en la época en que transcurren los hechos, afirma el
narrador, pues la novela está contada en tercera persona, que «estos pequeños
puritanos [pertenecían] a la generación más intolerante que jamás haya pisado
la tierra» (cap. 6).
La intolerancia que hemos descrito en Nueva Inglaterra, fue documentada
y analizada en el célebre estudio del jurista alemán Georg Jellinek (1851 –
1911) titulado La declaración de los
derechos del hombre y del ciudadano, publicado por vez primera en 1895. En
él se nos dice que, cuando en el año 1629, los puritanos fundaron Salem, la
segunda ciudad de Massachusetts después de New Plymouth, olvidaron las
persecuciones de que habían sido objeto en su patria y «se manifestaron
intolerantes respecto de cuantos profesaban principios religiosos distintos de
los suyos» (Georg Jellinek, La
declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, Granada, Comares,
2009, pág. 80. La traducción, de 1907, es de Adolfo Posada). Al desembarcar, en
1631, Roger Williams en Massachusetts, la comunidad de Salem lo eligió pronto
como su pastor, pero las ideas tolerantes en cuestiones religiosas de Williams
terminarían convirtiéndolo en un proscrito y un perseguido. Tuvo que abandonar
Salem, y, en 1636, junto con otros seguidores, fundó la ciudad de Providence,
que se convertiría en un refugio para aquellos que sufrieran persecución
religiosa en los territorios colindantes. Roger Williams era partidario de «la
separación de la Iglesia y del Estado, y reclamó además una absoluta libertad
religiosa, no sólo para todos los cristianos, sino también para los judíos,
turcos y paganos, los cuales debían tener en el Estado iguales derechos civiles
y políticos que los creyentes. La conciencia del hombre pertenece a él mismo,
no al Estado» (Ibídem).
Las libertades democráticas y la tolerancia religiosa no se
afianzaron en las colonias inglesas en América precisamente de la mano de las
comunidades puritanas «calvinistas» establecidas en Nueva Inglaterra, sino por
influencia del Independientismo puritano, cuya forma más primitiva es el
Congregacionismo que se articula en Holanda en torno a la figura de John
Robinson, cuya actividad transformó las ideas de Roberto Brown, quien a fines
del siglo XVI en Inglaterra estaba promoviendo una Iglesia reformada, o, lo que
es lo mismo, calvinista. Pero esta Iglesia reformada de Robert Brown debía
identificarse con la comunidad de los creyentes en una forma superior de
Comunidad, mediante un pacto con Dios, comunidad de creyentes que debía regirse
por las decisiones de la mayoría. Será John Robinson, pues, el que quiebre esta
idea originaria, ya que el Congregacionismo propugnaba la separación de la
Iglesia y del Estado (Ibídem, pág. 77).
Precisamente tales principios del Congregacionismo, convertido ahora en
Independientismo, a pesar de sus orígenes puritanos, no cuajaron en el
territorio de Nueva Inglaterra, que como hemos explicado orientóse en una
dirección teocrática.
Basándose en Jellinek, el historiador y sociólogo alemán de
las religiones Ernst Troeltsch (1865 – 1923), va a proporcionarnos una
explicación convincente del origen de la idea de los derechos del hombre en las
colonias inglesas de América, idea que Jellinek deriva de las Constituciones de
los Estados norteamericanos, aunque tales Declaraciones de Derechos deriven a su
vez de principios religiosos puritanos. Ahora bien, ¿de qué tipo de puritanismo
están hablando Jellinek y Troeltsch? Éste último subraya cómo Jellinek
establece una relación directa entre los principios religiosos puritanos y las
exigencias político-democráticas que se contienen en las Declaraciones de
Derechos como formulaciones jurídicas. La relación establecida por Jellinek, la
resume así Troeltsch: «Estaríamos, pues, en presencia de una acción muy
importante del protestantismo, que habría introducido en la realidad estatal y
en la vigencia jurídica general una ley y un ideal fundamentales de índole
moderna» (Ernst Troeltsch, El
protestantismo y el mundo moderno, México, D. F., Fondo de Cultura
Económica, 1967, pág. 67. La traducción es de Eugenio Ímaz). Pero, a
continuación, también admite Troeltsch una cierta falta de precisión en
Jellinek, pues ese protestantismo puritano del que derivan para ambos las
Declaraciones de Derechos, no es precisamente «calvinista», «sino un
entretejido de ideas baptistas, independientes y espiritualistas subjetivas
fundido con la vieja idea calvinista de la invulnerabilidad de los derechos
mayestáticos divinos, combinación que desde un principio se halla muy cerca del
tránsito a una fundación racionalista. Los Estados puritanos calvinistas
norteamericanos han sido democráticos, pero no sólo ignoraban por completo la
libertad de conciencia, sino que la rechazaron en calidad de escepticismo ateo.
Libertad de conciencia la hubo sólo en Rhode Island, pero este Estado era baptista
y odiado, por esta su condición, por los Estados vecinos como sede de la
anarquía (recuérdese que Providence está en Rhode Island); su gran organizador,
Roger Williams, se pasó primero al baptismo y luego se convirtió en un
espiritualista sin confesión. E, igualmente, el segundo hogar de la libertad de
conciencia en Norteamérica, el Estado cuáquero de Pensilvania, es de origen
baptista y espiritualista» (Troeltsch, pág. 67). Repárese en que esa
«invulnerabilidad de los derechos mayestáticos divinos» pasaría luego a los
derechos de la persona, en cuanto que inalienables.
Lo que me interesa destacar aquí es el alejamiento de la
teocracia que se instala en la Bahía de Massachusetts del espíritu de
tolerancia religiosa y de su escasa participación en la génesis de las
Declaraciones de Derechos en el marco de una sociedad democrática, aunque, como
ya se ha dicho, las cosas cambian drásticamente allí desde finales del siglo
XVII. Sólo hay un problema, acerca del cual nada dicen ni Jellinek ni
Troeltsch. El problema es que, a pesar del grado de intolerancia religiosa de
Massachusetts, en el seno de los que pertenecían a la «asamblea alta» de esta
república puritana, sí regía un funcionamiento democrático. Salvando las
distancias, y sin ánimo de establecer comparaciones forzadas, también en la
Atenas de Pericles la democracia estaba bastante desarrollada entre los
ciudadanos varones libres, a pesar de la exclusión de los esclavos, las mujeres
y otros grupos sociales. La democracia esclavista de la Atenas clásica ofrece,
por tanto, serias limitaciones, como también estaba limitada la democracia en
la colonia de Massachusetts durante el siglo XVII, por mucho que funcionase en
el seno de una oligarquía de notables.
Por lo que se refiere a la opinión del propio Nathaniel
Hawthorne acerca de las convulsiones revolucionarias en cuanto acontecimientos
históricos, la desliza parcialmente a través de la figura del narrador de la
novela, cuando éste compara irónicamente el carácter del patíbulo en el que fue
expuesta Hester Prynne, «un factor tan importante en la formación de buenos
ciudadanos», con el papel de «la guillotina entre los terroristas de Francia»
(cap. 2). Aunque con infinita mayor torpeza, me permito, del mismo modo que
Herman Melville en el capítulo cuatro de su genial relato Billy Budd, marinero (escrito en 1889), hacer aquí una digresión en
relación a las palabras que acabo de reproducir, en la que repito las
observaciones que ya hice, a propósito de un penetrante juicio político-moral del
personaje de Andrei Petróvich Versílov sobre Juan-Jacobo Rousseau, en mi ensayo
de septiembre de 2013 sobre la novela El
adolescente (1876) de Dostoyevski. Naturalmente, Hawthorne se está
refiriendo al sanguinario periodo del Terror en Francia, esto es, desde que
Maximiliano Robespierre asumió la dirección del Comité de Salud Pública en
agosto de 1793, omnipotente órgano de Poder en el que se había integrado el 27
de julio, hasta el Golpe de Estado de 9 de Termidor (27 de julio de 1794), que
es cuando caen Robespierre, Saint-Just y sus secuaces, si bien el Terror
continuó, pues sólo por la ley del Gran Terror de 9 de termidor fueron enviadas
a la guillotina 1376 personas. Ya hubo un Primer Terror entre el 2 y el 6 de
septiembre de 1792, pocas semanas antes de la apertura de la Convención
republicana. También habría, junto a otros execrables desmanes, una «forma
larvada de Terror blanco» en el invierno de 1794-1795 y en la primavera-verano
de 1795, bajo la Convención Termidoriana. Por no hablar de las renovadas matanzas
de sacerdotes (entre 1700 y 1800 individuos) durante el Segundo Directorio,
como consecuencia de las disposiciones adoptadas el 19 de fructidor de 1797 (5
de septiembre) (Para todo lo anterior, así como para las cifras totales de
guillotinados durante la Revolución y su distribución por grupos sociales, debe
consultarse el libro de George Soboul, La
Revolución francesa, Madrid, Tecnos, 1994. La traducción es de Enrique
Tierno Galván. La edición original francesa es de 1966).
Es importante destacar la observación del narrador, pues la
Revolución norteamericana estuvo exenta de tales prácticas terroristas, que, en
el caso de Francia, ya fueron proféticamente entrevistas, como consecuencia de
un riguroso análisis de los hechos, y no por ningún don especial para la
profecía, por el dublinés Edmundo Burke en su famoso libro Reflexiones sobre la Revolución en Francia, publicado a finales de
1790 y probablemente el texto fundacional del pensamiento político conservador
en Europa, empleando aquí el término «conservador» en su acepción más noble, un
libro cuyas premoniciones, a pesar de la rápida respuesta en contra de Thomas
Paine con su Derechos del hombre
(1791), se verían desgraciadamente verificadas por los hechos, como el propio
Burke pudo constatar personalmente, pues murió en julio de 1797 (aunque no pudo
conocer los masivos asesinatos de sacerdotes de finales del verano de ese año).
Y es que, como de modo magistral e insuperable analizó y escribió la pensadora
judía de origen alemán Hannah Arendt en Sobre
la revolución (1963), la «voluntad general» de Rousseau, que es la única que
admite Robespierre, es todavía esa «voluntad divina» de la monarquía absoluta
«cuyo solo querer basta para producir la ley». Esta argucia jurídica tiene su
fundamento y su explicación en la deificación del pueblo que se llevó a cabo en
la Revolución francesa, y que, para Hannah Arendt, «fue consecuencia inevitable
del intento de hacer derivar, a la vez, ley y poder de la misma fuente. La
pretensión de la monarquía absoluta de fundamentarse en un “derecho divino”
había modelado el poder secular a imagen de un dios que era a la vez
omnipotente y legislador del universo, es decir, a imagen del Dios cuya
Voluntad es la Ley» (Hannah
Arendt, Sobre la revolución, Madrid,
Alianza, 2009, pág. 251. La traducción es de Pedro Bravo). Los Padres
Fundadores no cometieron la desastrosa equivocación posterior de los
revolucionarios franceses de confundir el origen del poder con la fuente de la
ley. Para los Padres Fundadores, el origen del poder brota desde abajo, del
«arraigo espontáneo» del pueblo, pero la fuente de la ley tiene su puesto
«arriba», en alguna región más elevada y trascendente. Es en el curso de los
acontecimientos revolucionarios franceses, y, sobre todo, después de que los
jacobinos se hiciesen con el poder tras el fracaso e incapacidad de los
girondinos, cuando la volonté générale
de Rousseau sustituirá definitivamente a la volonté
de tous del pensador ginebrino. La «voluntad de todos» suponía el
consentimiento individual de cada uno, y ello no se ajustaba a la dinámica
propia del proceso revolucionario. De ahí que fuese reemplazada por esa otra
abstracta «voluntad» que excluye la confrontación de opiniones y es una e
indivisible. La república es, así, sustituida por le peuple, lo que, en palabras de Arendt, «significaba que la
unidad perdurable del futuro cuerpo político iba a ser garantizada no por las
instituciones seculares que dicho pueblo tuviera en común, sino por la misma
voluntad del pueblo. La cualidad más llamativa de esta voluntad popular como volonté générale era su unanimidad, y,
así, cuando Robespierre aludía constantemente a la “opinión pública”, se
refería a la unanimidad de la voluntad general; no pensaba, al hablar de ella,
en una opinión sobre la que estuviese públicamente de acuerdo la mayoría» (Ibídem, pág. 101). La
ventaja inmensa de la Revolución que dio lugar a los Estados Unidos fue el
haber tenido como modelo a Charles Louis de Secondat, barón de La Brède y de
Montesquieu, es decir, el principio de la división de poderes, mientras que la
desgracia de la Revolución francesa fue el haber tenido como modelo a Jean-Jacques
Rousseau, es decir, la dictadura de la volonté
générale, una pura abstracción racional que asfixia la libertad. De ahí el
carácter mucho más violento y sangriento de la Revolución francesa y el embrión
totalitario que se incubó en su seno. Quien sí que supo apreciar la impagable
actuación de los Padres Fundadores y de los revolucionarios norteamericanos,
fue el marqués de Condorcet, en su breve pero extraordinario ensayo Influencia de la Revolución de América sobre
Europa (1788), al que poco caso se hizo en Francia. El propio Condorcet,
que no votó a favor de la ejecución de Luis XVI, pues era contrario a la pena
de muerte, tuvo que quitarse la vida, envenenándose, el 8 de abril de 1794,
pues, a pesar de su labor en la Convención, a pesar de su espíritu de
tolerancia y de sus ensayos, folletos y opúsculos en pro de una libertad real,
no abstracta, fue detenido con el propósito prácticamente seguro de enviarlo a
la guillotina (Tomo los datos de las palabras preliminares y del prólogo de
Alberto Palcos (1894 – 1965) al cuidado volumen con diversos escritos de
Condorcet, Influencia de la Revolución de
América sobre Europa, Buenos Aires, Elevación, 1945. La traducción es de
Tomás Ruiz Ibarlucea. El ensayo que nos ocupa se encuentra entre las págs.
21-62).
*****
El personaje principal de la novela, alrededor del cual gira todo, es Hester Prynne, una mujer joven y bella, de sólidos principios morales, culta, indómita y amante de la libertad, en una época en que comenzaba a emanciparse el intelecto humano (cap. 13), pues nos encontramos en plena revolución científica, como consecuencia, sobre todo, de los hallazgos en el campo de la astronomía del italiano Galileo Galilei († 1642) y del alemán Johannes Kepler († 1630), quienes impulsaron de manera decisiva el establecimiento del nuevo método científico, delimitando nítidamente las parcelas de la fe y de la ciencia, que, como argumentó reiteradamente Galileo a partir de 1610, no tienen por qué entrar en contradicción, siempre y cuando una y otra permanezcan en sus respectivos campos, sin invadirse mutuamente. Galileo, que era un creyente y católico convencido, pretendía sinceramente, además, preservar a la propia Iglesia, evitando que cayese en el ridículo frente a los protestantes. Si las verdades de la ciencia, descubiertas a través de la observación y del método experimental, no pueden ser alteradas, pues eso sería contravenir las leyes y los fenómenos evidentes de la naturaleza, lo que deben hacer los teólogos es reinterpretar la Sagrada Escritura, a fin de acomodarla a tales verdades, lo que en ningún caso significa subordinación de la fe a la ciencia, sino delimitación estricta de sus respectivos campos de actuación (Lo explica muy bien, con argumentos rigurosos y llenos de buen sentido, alejados de cualquier espíritu intolerante y sectario, en la carta que le escribe, el 21 de diciembre de 1613, a su principal discípulo y colaborador, el sacerdote y matemático Benedetto Castelli, uno de los padres de la hidráulica moderna. Véase, Galileo Galilei, Carta a Cristina de Lorena y otros textos sobre ciencia y religión, Madrid, Alianza, 2006, págs. 45-57. La traducción es de Moisés González García). No hace falta insistir que las otras dos figuras fundamentales en los cambios que se están produciendo en las ciencias matemáticas y en la emancipación del intelecto humano respecto de los prejuicios, de la ignorancia y del fanatismo, son los pensadores franceses Renato Descartes († 1650) y Blas Pascal († 1662), si bien este último hará bien en advertir del peligro del ensoberbecimiento del hombre, que cometería un gravísimo error, como de hecho ocurrirá más adelante, en creerse un dios y no ser consciente de sus limitaciones.
En cuanto al carácter indómito y al amor por la libertad de
Hester Prynne, el lector evoca de inmediato a la anticonvencional y apasionada
Catherine Earnshaw de Cumbres borrascosas
(Wuthering Heights), la inmortal
novela de Emily Brontë publicada en diciembre de 1847, tan sólo un año y medio
antes del comienzo de la redacción de La
letra escarlata. Aunque las circunstancias sean por completo distintas en
ambas novelas, y aunque Catherine se case con el joven Edgar Linton, quién sabe
si por atolondramiento de la juventud o deslumbrada ante el refinamiento de la
familia que la acoge, si bien su corazón pertenece por entero íntimamente a
Heathcliff, el narrador de la novela de Hawthorne hace una interesante
observación en relación a Hester: «Es curioso que las personas que se atreven a
dejar que su imaginación especule libremente sean a menudo las que se amoldan
con mayor tranquilidad a los reglamentos externos de la sociedad» (cap. 13). La
razón de ello se encuentra, al menos en el caso de Hester, tanto en la
actividad del pensamiento, como en el hecho de que su alma se mantiene
completamente libre. Otra razón muy poderosa es la compensación que halla en su
plena dedicación al cuidado y educación de su hija, la pequeña Pearl. Será este
conjunto de razones, principalmente, el que la conduzca a aceptar el humillante
castigo impuesto por la comunidad en la que vive.
¿Cuál ha sido su pecado? Según el gran lógico de la primera
mitad del siglo XII en el Occidente cristiano, Pedro Abelardo, «lo
característico del pecado es su consentimiento al mal». Para Abelardo, «la
causa de la transgresión» es «un simple movimiento de abandono» (Jean
Jolivet, pág. 108). Pero, como vamos a ver en seguida, en la acción de Hester
Prynne ni puede hablarse propiamente de maldad ni tampoco de «abandono», esto
es, de despreocupación o perezosa inconsciencia; en todo caso, y tampoco
podemos estar seguros, de irreflexivo impulso. Su pecado, si puede llamársele
así, es el único desliz que ha cometido en su vida: mantener una fugaz relación
con el pastor protestante Arthur Dimmesdale, fruto de la cual será su embarazo
y el nacimiento de Pearl. Los jueces, que podrían muy bien haberla condenado a
muerte si se hubiese tratado de un adulterio normal, es decir, en el caso de haber
mantenido relaciones extramaritales engañando al esposo, la obligan a llevar
permanentemente una gran letra A de adúltera sobre su pecho, una letra que ella
misma bordará de manera exquisita, pues era una excelente bordadora, con hilo
de oro, sobre un fondo rojo. No obstante la precisión sobre el concepto de
pecado de Pedro Abelardo que me ha parecido pertinente hacer, Hester Prynne sí
tendrá, efectivamente, conciencia de haber cometido un pecado, aunque mayor
será ese sentimiento de culpa en Arthur, un personaje verdaderamente
atormentado. La educación recibida y el ambiente religioso opresivo en el que
viven, les predispone sin duda a tener esa conciencia. Pero conviene reparar en
una serie de circunstancias que Hawthorne ni mucho menos consiente que sean las
que rodeen el hecho por un simple capricho de su imaginación creadora, sino
presentándolas, si puede decirse así, en cierto modo como atenuantes, a la vez
que las acompaña de una decisión al menos que engrandece desde el punto de
vista moral a su valiente heroína. La primera es que Hester, cuando se entrega
a Arthur, está absolutamente convencida de que su marido, Roger Chillingworth,
está muerto, sumergido para siempre en las profundidades del Atlántico, al
creer todos los habitantes del poblado que había naufragado el barco que lo
transportaba de Inglaterra a Boston, pues Chillingworth, al objeto de resolver
una serie de asuntos pendientes, partió después que Hester. Insisto en que no
es que lo creyesen ella y Arthur, sino que lo pensaba toda la población del
pequeño Boston. Lo que no se le perdona a Hester es que haya mantenido una
relación, aun estando casi con absoluta certeza viuda, con un hombre sin estar
casada.
Una segunda circunstancia es que un pastor calvinista, como
cualquier otro sacerdote protestante, podía casarse, es decir que no estamos
ante una rotunda obligación de celibato, como la establecida por la Iglesia
católica para los sacerdotes, y más aún después del Concilio de Trento, cuyas
sesiones finalizaron en diciembre de 1563. Naturalmente, un pastor calvinista,
así como cualquier otro protestante, no podía mantener relaciones sexuales
fuera del matrimonio, a pesar de que los dos únicos auténticos sacramentos
admitidos finalmente por Martín Lutero serían el Bautismo y la Eucaristía. Esas
relaciones, en tales circunstancias, sí eran un grave pecado, especialmente
entre los puritanos y otras confesiones de similar naturaleza, y, de ahí, en
buena medida, la honda conciencia de pecado que se apoderará de ambos amantes.
Conviene, además, resaltar, que, aunque el celibato sólo regía para los
sacerdotes católicos, sin embargo, la intolerancia en el seno de las
confesiones protestantes en torno a estas cuestiones relacionadas con el
contacto carnal extramarital, era mucho mayor, entonces también, que la que era
común en la Iglesia de Roma. Es muy probable que esa intolerancia derivase en
parte del profundo rechazo hacia el engaño y la mentira entre las distintas
Iglesias protestantes.
Una tercera circunstancia que no debe ser olvidada es que
tanto Hester como Arthur han mantenido su fugaz relación como consecuencia de
la atracción, tanto física como espiritual, que sentían mutuamente, afinidad que
puede deducirse de la entrevista que ambos mantendrán, siete años después de la
condena, en el interior del bosque, con la intención de clarificar su futuro.
Aunque el novelista no nos proporciona ningún detalle relacionado con el
contacto carnal entre ambos, pues sumerge desde el principio mismo de la
narración al lector en medio del humillante espectáculo de la condena pública
de Hester, es decir, lo sitúa in media res, en mitad mismo de la historia
(la expresión in media res
procede de lo que dice el poeta latino del siglo I a. C. Quinto Horacio Flaco
sobre Homero en el apartado XI de su Epístola
a los Pisones o Arte Poética, a
saber, que «lleva a los lectores a lo vivo de la acción». Horacio, Odas y Épodos. Sátiras. Epístolas. Arte
Poética, México, D. F., Porrúa, 1980, pág. 173. La traducción es de Tomás
Meabe), sin preámbulos preliminares de ningún tipo, lo cierto es que la
narración misma se encarga de dejar claro en la apreciación del lector que
Hester no es precisamente una «cualquiera», una mujerzuela de moral laxa, sino
todo lo contrario, una mujer de sólidos principios morales, de conducta
intachable, que ha sido una buena y paciente esposa durante el tiempo que ha
durado su matrimonio, a pesar del carácter del marido, y que por nada del mundo
se entregaría a un hombre por capricho de la voluntad o para satisfacer
meramente un apetito carnal. Si Hester se ha entregado a Arthur es porque lo
ama, porque se ha dado cuenta inmediatamente que también él le corresponde y
que pueden construir juntos un porvenir. No cabe pensar que Hester Prynne se
haya entregado a un hombre voluble, disoluto, a un hombre que sólo pretendiese
aprovecharse de ella. Ni Arthur es ese tipo de hombre, pues sus escrúpulos
morales son muy firmes, ni ella tampoco lo hubiese consentido. Pero la
conciencia de haber hecho algo prohibido―pues resulta indiscutible que estaba
prohibido por las leyes religiosas de la comunidad en la que voluntariamente
viven―es tan fuerte en ambos, que los atenaza, les impide reconducir satisfactoriamente
la delicada situación a que los ha llevado su actitud impulsiva. Más aún; muy
cerca del poblado hay tribus indias, y ella podría perfectamente haberse puesto
en contacto con alguna de ellas a fin de obtener un brebaje que le
interrumpiese el embarazo. No lo ha hecho; ni siquiera se le ha pasado por la
imaginación, y ello tiene tanto que ver con sus firmes principios morales y
religiosos como con la percepción de que, si bien ha hecho algo prohibido, un
pecado a los ojos de los hombres, en el fondo no es algo que pueda ser
considerado absolutamente malo a los ojos de Dios. La condena que se cierne
sobre ella es una condena ejercida por los hombres, por los censores y jueces
humanos, no una condena explícita del propio Dios. Pero, al ser plenamente
consciente de la falta cometida, acepta con todas sus consecuencias el castigo
impuesto, sin oponer la más mínima resistencia, de igual modo que tampoco ha
ocultado ni el embarazo ni el nacimiento de su hijita.
Ahora bien, eso sí―y esta sería una nueva circunstancia a
tener en consideración, o mejor dicho, un factor decisivo que pone de relieve
con prístina clarividencia la dignidad e integridad moral de la heroína―,
Hester se niega reiteradamente, y así se mantendrá hasta el final de la
historia, a revelar el nombre de su amante, a pesar de que éste, devorado por
los remordimientos y por lo que ella lleva padeciendo desde que la ingresaron
en prisión, la exhorta, delante del patíbulo donde transcurre su humillación
pública, a que diga el nombre de su amante, a que lo pronuncie en voz alta, sin
tapujos ni medias palabras. Esta exhortación de Arthur es indudablemente
sincera. Constituye un deseo de expiación de su culpa. Pero Hester no lo hace;
precisamente porque ama a Arthur, porque sabe que éste se ha conducido
honestamente con ella, no quiere perjudicarlo, arruinándole su carrera, pues
ello conllevaría a hacer con él lo que están haciendo con ella, delante de
todos sus feligreses, que lo tienen por un hombre recto, honrado y virtuoso. De
hecho lo es, e incluso, en cuanto tenga oportunidad, intercederá valiente y
noblemente por Hester para que no le arrebaten a la pequeña Pearl.
Hawthorne dibuja en Hester el personaje de una mujer fuerte,
que consigue sobreponerse a la adversidad, concentrando toda su vida en el
cuidado y educación de su hija. Ya en el
camino de la cárcel al patíbulo para ser exhibida públicamente, Hester Prynne mantuvo
una actitud serena que sólo se explica por esa condición de la naturaleza
humana según la cual «el que sufre no conoce la intensidad de lo que padece
sino por el dolor que sigue a ese momento» (cap. 2). Sobrellevará
con ejemplar dignidad la humillación a la que es permanentemente sometida, pero
acabará ganándose la admiración de sus congéneres, no sólo por su vida de
recogimiento, de trabajo (ya he dicho que es una estupenda bordadora) y de
abnegación, sino porque con total altruismo se dedicará a hacer el bien a sus
semejantes, ayudándoles de verdad en momentos de tribulación, de enfermedad o
de desgracia. El credo de Hawthorne se expresa en las palabras del narrador,
cuando dice que la naturaleza humana, a no ser por la presencia del egoísmo,
está más predispuesta al amor que al odio (cap. 13), a pesar de la delgada
frontera que separa a ambos. Hester Prynne es un vivo ejemplo de ello. A
continuación de esas palabras, se nos resume la evolución espiritual de Hester
después de su condena, cómo no ha esperado que sus semejantes se compadezcan de
su sufrimiento, cómo se ha deslizado sinceramente por la senda de la virtud,
sin odio alguno hacia quienes la han humillado tan espantosamente, sino
aceptando el castigo debido por su pecado y encauzando su vida por el camino
del bien (cap. 13).
Para Hawthorne, uno de los mayores enigmas del mundo es «ese
misterio que es el alma femenina, sagrado incluso en su corrupción» (cap. 3),
misterio al que tendrá que dirigirse Arthur, impelido por sus superiores, para
que convenza a Hester a revelar el nombre de su amante. Ante la negativa de la
joven, Dimmesdale murmura para sí: « ¡Portentosa fortaleza y generosidad del
corazón femenino!» (Cap. 3).
A pesar de la afrenta, la humillación y la ignominia, Hester
se niega a abandonar el poblado. Esta gallarda y noble determinación, también
merece una reflexión por parte del narrador: «Pero hay una fatalidad, una sensación que casi invariablemente impulsa a los seres
humanos a deambular y penar como fantasmas alrededor del sitio donde algún
suceso grande e importante ha marcado sus vidas, y tanto más irresistiblemente
cuanto más oscura sea la marca que les haya dejado» (cap. 5).
La letra escarlata parecía haberle otorgado un como sexto sentido, la extraña
adquisición de «una percepción muy especial, llena
de comprensión por los pecados escondidos en otros corazones» (cap. 5). A veces
producíanse en ella momentáneas e intermitentes pérdidas de la fe, que sólo
cabía interpretar como «una de las más tristes consecuencias del pecado» (cap.
5). Pero estas tentaciones del Maligno eran pasajeras, pues su fe era honda y
se robustecía cada vez más.
Tampoco había desaparecido en ella la
femineidad que le era consustancial; a pesar de la sobriedad de su arreglo y de
su esforzada labor cotidiana, de sus privaciones y abnegaciones, la femineidad
permanecía con ella: «La que una vez fue mujer y dejó de serlo puede en
cualquier momento convertirse nuevamente en mujer; depende sólo del toque
mágico que logre efectuar la transfiguración» (cap. 13). Más adelante, cuando
se entreviste con Arthur en el interior del bosque, lejos de toda mirada
malsanamente curiosa, aunque sin ningún atisbo por parte de ambos de entregarse
a su escondida pasión, despertará de nuevo en ella, bien es verdad que como una
pura y efímera llama, aquella femineidad.
Como la inmensa mayoría de hombres
que creen en la supremacía del reino del Espíritu, Nathaniel Hawthorne no sólo
nos muestra un sacrosanto respeto hacia la condición femenina, sino que la
considera igual, en lo que a sus potencialidades intelectuales se refiere, al
hombre. Pero también sabe que en una sociedad, como en la que le tocó vivir a
Hester Prynne, que no permite que la mujer desarrolle esas potencialidades espirituales
e intelectuales, si la mujer se entrega a meditaciones especulativas, como era
el caso de Hester, podía entristecerla más aún, pues, al fin y al cabo, está
abandonándose a una tarea desesperanzadora. El primer paso para que la
realización plena de la mujer sea posible, debe ser destruir la sociedad
constituida y volverla a edificar. Naturalmente, Hawthorne no está manifestando
aquí esas tendencias anarquistas destructivas que se exponen en los textos de
Mijaíl Bakunin, para quien el nuevo mundo de su personal utopía ácrata debía
levantarse sobre las ruinas completas del antiguo. Hawthorne está aludiendo
sólo a la desigualdad existente entre hombres y mujeres, que debe ser corregida
sobre la base de destruir, mediante la educación, los viejos e infundados
prejuicios sobre la mujer. En ningún momento manifiesta Hawthorne esa ridícula
idea de que hombres y mujeres deben ser completamente iguales en todo; por
supuesto que deben continuar siendo diferentes en lo que a su naturaleza
orgánica y a su vida anímica se refiere. La igualdad, como es lógico, la
entiende Hawthorne como una igualdad jurídica y una igualdad de oportunidades.
Ambos, hombres y mujeres, son sujetos de plenos derechos individuales, y, en
este sentido, no puede haber restricción de ningún tipo en los derechos
individuales de la mujer como miembro de la sociedad y de un cuerpo político.
No obstante, sí es cierto que en Hawthorne, y especialmente en esta novela, se
manifiestan ciertas tendencias vagamente anarquizantes, seguramente por influencia
de dos pensadores estadounidenses a los que conoció personalmente y estimó:
Ralph Waldo Emerson (1803-1882) y Henry David Thoreau (1817-1862), ambos de
Massachusetts, el primero precisamente de Boston y el segundo de Concord. De
igual modo que Thomas Jefferson, también Nathaniel Hawthorne estaba persuadido
de que los derechos naturales del hombre de que habla el pensador inglés John
Locke, tales como el derecho a la libertad, a la vida y a la propiedad, son
verdades evidentes por sí mismas, no sujetas a demostración empírica, verdades,
como si dijéramos, axiomáticas, tales como lo son las verdades geométricas (La
afirmación de Locke puede sorprender en un pensador que no creía en las ideas
innatas, como trató de demostrar en el primer libro de su Ensayo sobre el entendimiento humano. Sobre la difícil conciliación
entre la posición filosófica empirista de Locke, es decir, que el conocimiento
se adquiere a través de los sentidos y de la experiencia, y su posición
política a favor de las verdades evidentes por sí mismas, tales como los
llamados derechos naturales, puede consultarse George Holland Sabine, Historia de la teoría política, México
D. F., Fondo de Cultura Económica, 2006, pág. 407. La traducción es de Vicente
Herrero). Muchas de las principales ideas
del liberalismo político de John Locke, tal como se manifiestan en su Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil,
cuya tercera y última edición en vida del autor es de 1698, pasaron a los
Padres Fundadores, como el propio Jefferson, y a los mencionados Emerson y
Thoreau. Para ningún historiador del pensamiento político es un secreto que las
ideas antiestatalistas de William Godwin (1756-1836) proceden del liberalismo
político de Locke, llevado en el caso de Godwin a sus últimas consecuencias, lo
que no significa que el gran pensador político inglés no creyese firmemente en
el poder político y en el Estado. En el capítulo primero de su Segundo Tratado, puede leerse: «Considero,
pues, que el poder político es el derecho de dictar leyes bajo pena de muerte
y, en consecuencia, de dictar también otras bajo penas menos graves, a fin de
regular y preservar la propiedad y emplear la fuerza de la comunidad en la
ejecución de dichas leyes y en la defensa del Estado frente a injurias
extranjeras. Y todo ello con la única intención de lograr el bien público» (John Locke,
Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil,
Madrid, Tecnos, 2006, pág. 9. La traducción es de Carlos Mellizo). También en Emerson y en Thoreau, aunque en menor grado que en Godwin,
hay una desconfianza hacia el Estado, como de hecho la hubo en el tercer
Presidente de los Estados Unidos y principal redactor de la Declaración de
Independencia. Pero desconfianza hacia el Estado no significa hostilidad hacia
el Estado. Esa hostilidad la veremos muy clara, después de Godwin, en
Pierre-Joseph Proudhon, y después en el anarquismo ruso de Bakunin y de Piotr
Kropotkin. Pero no es esta la tradición, ni mucho menos, que alimenta a los dos
pensadores estadounidenses citados que influyeron en Hawthorne. En el caso de
Emerson, sus ideas pueden adscribirse a lo que se ha denominado
«Trascendentalismo», y parece evidente que profesaba un difuso panteísmo. En el
tercero de un conjunto de cinco ensayos reunidos en castellano bajo el título
de Los fundamentos de la sociedad
contemporánea, dedicado a la «Política» («Politics», 1844), puede leerse lo
siguiente: «Todos los fines públicos presentan un aspecto vago y novelesco al
lado de los fines privados. En efecto, a excepción de aquellos que los hombres
se imponen a sí mismos, todas las leyes tienen algo que mueve a risa […]
Dedúcese de todo esto que a menos gobierno, a menos leyes y a menor delegación
de poder, corresponde mayor bienestar. El antídoto de ese abuso del gobierno
formal, es la influencia del carácter personal, el desenvolvimiento del
individuo, la acción del maestro para sustituir la revuelta del poder, el
influjo del sabio con quien, precisa reconocerlo, los gobiernos existentes
apenas guardan una ligerísima semejanza […] El Estado existe para educar al sabio;
cuando éste aparece, desaparece aquél. La presencia del carácter hace inútil al
Estado. El sabio es el Estado» (Rodolfo W. Emerson, Los fundamentos de la sociedad contemporánea,
Madrid, Imprenta de Juan Pueyo, 1923, págs. 105-106. Más adelante, en la pág.
109, dirá que «las tendencias de nuestra época favorecen la idea del self-government [autogobierno]». La
traducción es de Francisco Lombardía).
La idea de la «desobediencia civil»
es más nítida aún en Thoreau, al que le costó trabajo independizarse de las
concepciones de Emerson, del que sin duda fue su principal discípulo. Thoreau,
aún con más ahínco que Emerson, abogaba por una vuelta del hombre al medio
natural, a un mayor contacto con la inocencia de la naturaleza, ajena como es a
la artificialidad de la civilización. Intentó explicarlo en el más célebre de
sus textos, Walden, que comenzó a
escribir en 1846, fruto de la experiencia que vivió en la cabaña que él mismo
comenzó a construir, en una parcela de su amigo Emerson, en la primavera de
1845, junto a la laguna de Walden, en Concord, adonde se trasladó el 4 de julio
de ese año (Extraigo los datos de la Introducción de Javier Alcoriza y
Antonio Lastra al mencionado texto, del que también son los traductores. Henry
David Thoreau, Walden, Madrid,
Cátedra, 2009, págs. 9-50). En 1848 pronunció su famosa
conferencia acerca de la relación del individuo con el Estado, que terminaría
adoptando el título de Desobediencia
civil, aunque primero se publicó bajo el de Resistencia al gobierno civil, en 1849 (Ibídem, pág. 16). En relación con la
conciencia de pecado de ambos amantes en La
letra escarlata, así como de la posible vinculación de esa convicción de
haber pecado con el hecho de haber mantenido contacto carnal, debe prestarse
atención a unas cuantas líneas de Thoreau escritas en el capítulo titulado
«Leyes superiores» de Walden. En
ellas se lee lo siguiente: «Tal vez no haya nadie que no se avergüence a causa
de la naturaleza inferior y animal a la que está unido […] La sabiduría y la
prudencia provienen del ejercicio; la ignorancia y la sensualidad de la pereza
[…] Una persona impura es universalmente perezosa […] Si queréis evitar la
impureza y todos los pecados, trabajad seriamente, aunque sea limpiando un
establo» (Ibídem, págs. 255-256). Estas palabras están muy próximas a la moral puritana (recordemos la
abnegada entrega de Hester al duro trabajo de bordadora después de su condena),
y, de otro lado, sería demasiado aventurado pensar que Hester Prynne―en cuanto
a Arthur Dimmesdale no tendría fundamento alguno dudarlo―, incluso después de
su castigo público, haya abandonado en su fuero interno por completo algunos de
los principios esenciales de la moral calvinista, tales como el rechazo a la
mentira y la ética del esfuerzo y del trabajo como un bien en sí mismo para el
hombre. Lo que Hester rechaza con todas sus fuerzas, además de la hipocresía
social, es, sobre todo, el fanatismo, el extremismo a que puede conducir una
confesión religiosa intransigente e intolerante, y, por supuesto, que se invada
de una manera tan impúdica y tan agresiva su vida privada, habida cuenta que de
su acción no se ha derivado ningún mal concreto para la comunidad en la que
vive. Naturalmente, sus jueces no lo vieron así, y por eso la condenaron,
porque apreciaban en su comportamiento un mal ejemplo, un ejemplo disolvente de
la estructura social. Es evidente que la ética protestante en general y la
calvinista en particular, al menos en lo que atañe al contacto carnal, aunque
esté fundamentado en un amor limpio y auténtico, se inspira más en determinados
pasajes del Antiguo Testamento, que toma al pie de la letra, que en la ética
que se desprende de los Evangelios. Bastaría con traer aquí a colación el modo
de proceder de Jesús con la mujer adúltera. Sólo si hubiesen tenido en cuenta
aquellos miembros del tribunal que juzgó a Hester la infinita humanidad y la
infinita capacidad de perdón que se desprende de la manera de actuar de Jesús
hacia esa mujer pecadora, hubiesen resuelto el caso de un modo completamente
distinto, esto es, evangélico. Pero
eso era algo completamente utópico, en aquellos tiempos, en el seno de las comunidades
puritanas de la costa Este norteamericana.
Continuando con las ideas que vierte
Hawthorne en su novela sobre la liberación de la mujer, estima que la
naturaleza del hombre, del varón, debe «ser modificada en su esencia antes de
que la mujer pueda asumir la que tiene que ser su posición justa y verdadera»
(cap. 13). Cuando todas estas dificultades hayan sido vencidas, la propia mujer
deberá, a su vez, cambiar completamente. Pero la mujer nunca podrá superar
estos problemas por medio del pensamiento. Son problemas sin solución, a no ser
que el corazón adquiera la preeminencia en la naturaleza de la mujer (cap. 13).
Apreciamos aquí la desconfianza de Hawthorne, como en cierto modo veíamos en
Emerson y en Thoreau, hacia la civilización, hacia la cultura libresca, incluso
hacia la razón. Aquí se nos muestra, quizás, el Hawthorne más romántico y menos
ilustrado. Aunque Hawthorne esté refiriéndose a la condición femenina, su
principio podría aplicarse igualmente a la condición masculina, a saber, que el
corazón adquiera primacía sobre el intelecto. Semejante alegato antiilustrado,
sin embargo, es de dudosa aplicación práctica en la vida social, a no ser que
se renuncie al progreso material, o, al menos, se reduzca considerablemente la
confortabilidad artificial de la civilización por el bienestar espiritual que
produce el contacto íntimo con la naturaleza. Hawthorne, y no conviene endulzar
o tergiversar sus palabras en esta delicada cuestión, está demandando un puesto
clave en la sociedad al misterioso y problemático territorio del sentimiento,
en cuanto que debe ser el corazón de cada ser humano el que guíe
preferentemente sus actos. ¿Qué ocurriría entonces con la competitividad
salvaje? ¿Y con el ánimo de lucro?
En cuanto a la mentira, la única vez
que Hester ha mentido es ocultando al mundo, y sobre todo a Chillingworth, la
identidad de su amante. Lo hizo, sin duda, para garantizar el bienestar de
Arthur, «pero la mentira―le dice a Arthur al desvelarle la identidad de
Chillingworth―nunca está bien, aunque sea con amenaza de muerte» (cap. 17). En
la biografía de Kant escrita por uno de sus más tempranos discípulos, Borowski,
terminada en octubre de 1792, pero que el filósofo de Königsberg, a pesar de
autorizarla después de hechas algunas correcciones, prohibió terminantemente
que se publicase mientras él viviera, se nos informa cómo el padre de Kant, que
era un humilde guarnicionero, inculcó a su hijo el más firme rechazo a la
mentira, de igual modo que fue su madre, una ferviente creyente de religión
pietista, la que le enseñó que debía rezar todos los días (Ludwig
Ernst Borowski, Relato de la vida y el
carácter de Immanuel Kant, Madrid, Tecnos, 1993, pág. 18. La traducción es
de Agustín González Ruiz. Aunque, con un espíritu muy poco kantiano, Borowski
publicó todo lo que Kant había tachado de la biografía, dejando además tal como
él los había redactado aquellos breves pasajes modificados por Kant, mostrando
de este modo al público lector su propia redacción original y las anotaciones
marginales del eminente pensador, en el pasaje en el que habla de la actitud y
la influencia de los padres de Kant en la formación de su carácter, indica
Borowski expresamente en nota al pie que no se vio alterado lo más mínimo
después de la lectura efectuada por el filósofo. Borowski interpretó ese
respeto en este punto en concreto como una muestra significativa acerca del
rigorismo moral que caracterizaba al biografiado).
* * * * *
En cuanto a Arthur Dimmesdale, que es
un hombre de profundas convicciones religiosas, temeroso de Dios y entregado
por entero a su feligresía, el sentimiento de culpa lo atormenta de manera
terrible por su acción con Hester, de la que se arrepiente sinceramente, aunque
continuará amando apasionadamente en secreto, dentro de sí mismo, a la valerosa
joven. Desde el principio del calvario por el que tiene que pasar Hester, le
insta a que desvele su nombre, aunque, como hemos dicho ya, con nulo resultado,
pues ella quiere evitar a toda costa que finalice su actividad como pastor y
que se exponga de manera tan humillante al escarnio público. Pero no vaya a
pensarse que Arthur es un cobarde o un despiadado egoísta. Hace todo lo que
está en su mano por aliviar el sufrimiento de Hester. Por ejemplo, cuando
intercede con valentía e impecable argumentación, en presencia del Gobernador
de la colonia, Richard Bellingham (Personaje histórico, nacido en
Inglaterra en 1597, emigrante a Nueva Inglaterra en 1634, fue durante varios
periodos teniente-gobernador, y, finalmente, en 1641, 1654 y desde 1665 hasta
su muerte, ocurrida en 1672, Gobernador de Massachusetts. Los datos los
proporcionan los traductores en la nota nº 12 de la citada edición de la novela
de Hawthorne), y de su superior, el humanitario
reverendo John Wilson (pastor protestante, superior en jerarquía a Arthur
Dimmesdale, se trata también de un personaje rigurosamente histórico, nacido en
Inglaterra en 1591, donde obtuvo, en el King’s College de Cambridge, los grados
de bachiller y licenciado en artes, trasladándose posteriormente a Nueva
Inglaterra, en 1630, donde trabajó como profesor en la Primera Iglesia de
Boston, lugar en el que permaneció hasta su muerte, acaecida en 1667. Asimismo,
estos datos biográficos los proporcionan los traductores en la nota nº 13 de la
mencionada edición de la novela), en favor de que Hester
continúe viviendo con su hija Pearl, haciendo una encendida y conmovedora
defensa de los «derechos inalienables» que asisten a una madre que ama con
total desinterés y dedicación a su hija (cap. 8). Entre madre e hija, alega el
ministro, «existe una relación terriblemente sagrada», que se ve acentuada por
el hecho de que la misión de Pearl es la de bendecir, «de ser la única
bendición en la vida de esta mujer»; más aún: la función de la pequeña Pearl es
de carácter expiatorio, y eso explica que el atuendo de la niña recuerde el símbolo
que su madre lleva sobre el pecho (cap. 8).
Arthur no es un hombre de ideas
liberales; para tener paz espiritual, necesita sentir sobre él la presión de la
fe, que lo confinaba en una especie de armazón de hierro (cap. 9). Pero, aunque
sinceramente arrepentido, el sentimiento de culpa casi lo conduce a la locura.
Ello es así, en parte, por la sutil y demoníaca actuación de Roger
Chillingworth, quien, bajo la apariencia de la amabilidad y la amistad, tratará
de destruir psicológica y moralmente a un espíritu tan sensible como el de
Arthur. Su sensibilidad es tan intensa, su imaginación y su pensamiento tan
activos, que la enfermedad física tenía así muchas probabilidades de originarse
en el interior de este turbulento magma espiritual (cap. 9). En Arthur se daba
una «extraña compenetración de su cuerpo con su alma»; de ahí que, en su caso,
«una enfermedad del cuerpo» pueda ser «sólo un síntoma de una enfermedad del
espíritu» (cap. 10). Pero un «hombre que está agobiado por un secreto», como
era su concreta circunstancia, «debería evitar toda intimidad con su médico»
(cap. 9), pues no olvidemos que Chillingworth ha tenido la suprema habilidad de
ganarse la confianza de Dimmesdale sin que este sospeche nada, ofreciéndose
como su médico, pues como tal se ha presentado en la comunidad después de su
repentina aparición en el poblado, sin que nadie, salvo, naturalmente, Hester,
lo reconozca. En una conversación con el sigiloso y vengativo falso médico,
Arthur manifiesta juicios y opiniones que pudieron haber influido en Miguel de
Unamuno al escribir San Manuel Bueno,
mártir (novelita publicada en marzo de 1931), especialmente porque, además
de esconder un profundo secreto que no quiere conozca la comunidad de
feligreses a la que atiende espiritualmente, sugiere que si tal secreto se
conociese, entonces no podría llevar su bálsamo y consuelo a los pecadores, que
necesitan verlo como un hombre puro y sin mácula. Su tormento, indecible, es
interior, está oculto, y, por eso mismo, es aún más devastador (cap. 10).
Cuando descubra la identidad de su
compañero de casa y de cuáles son sus verdaderas intenciones, desveladas por
Hester en lo más profundo del bosque, Arthur recibirá una impresión muy
intensa. Esta escena del encuentro en la umbría de los que una vez fueron fugaces
amantes, después de transcurridos siete años (el simbolismo bíblico del
número siete no debe ser desdeñado) de
sufrimiento en silencio, es de una belleza indescriptible. Es la cita furtiva
entre dos seres puros y buenos que todavía se aman con ternura y absoluto
desinterés. «Si fuera un ateo―le dice Arthur a Hester entre el rumor de las
hojas―, un hombre sin conciencia, un desalmado con instintos toscos y brutales,
puede que hubiese encontrado paz hace mucho tiempo. Más aún, no la habría
perdido nunca» (cap. 17). La penitencia que ha hecho hasta entonces la estima
insuficiente, una prueba más de su severa autoexigencia moral: « ¡Es verdad que
ya he hecho bastante penitencia! Pero no he logrado verdadero arrepentimiento »
(cap. 17). Para Arthur, el pecado de Chillingworth es mayor que el de Hester y
el suyo propio, pues el médico «violó a sangre fría el sagrado secreto de un
corazón humano» (cap. 17). Sólo ante los ojos de Hester, delante de ella en la
soledad del bosque, podía Arthur, que había sido falso ante Dios y ante los
hombres, ser por unos instantes él mismo (cap. 17). La cruda verdad, dice el
narrador en referencia a Dimmesdale, «es que las huellas que la culpa deja en
las almas no se pueden reparar en este mundo» (cap. 18).
Es al final del relato cuando Arthur
nos ofrece una actitud inequívocamente gallarda y decidida, precisamente al
tomar la irrevocable decisión de comunicarle a toda la comunidad―después de
haber pronunciado su último sermón, que casi lo ha transfigurado en un santo a
ojos de todos―cuál es la verdad del hecho que tan celosamente ha guardado, bien
es cierto que a instancias de Hester, durante siete prolongados años, y la
expresa, además, encima del mismo patíbulo vergonzoso en el que Hester Prynne,
con su hijita en brazos, sufrió entonces tan espantosa humillación. Hace algún
tiempo que siente, que intuye de un modo muy difícil de explicar racionalmente,
que va a morir, y no está dispuesto a permitir que esto ocurra sin haber
asumido públicamente su culpa. Las graves palabras que pronuncia desde el
oneroso tablado, dejan atónita y sobrecogida a la multitud que lo escucha en
profundo y recogido silencio. Se arranca violentamente la banda de ministro, y
la misma marca, igual a la de Hester, que ha estado durante todo ese tiempo
quemando su corazón, surge de pronto, como un signo del castigo divino, ante
las miradas de una multitud paralizada por el horror, sobre su pecho (cap. 23).
Pero Hawthorne nos propone aquí una metáfora, pues el narrador no deja
definitivamente aclarado si la marca era o no real, nítidamente visible o no,
ya que algunos de los presentes manifestaron haberla visto con sus propios
ojos, mientras que otros afirmaron, igual de resolutivos, que no habían visto
estigma alguno hendido en la carne viva del pecho de Arthur Dimmesdale. Lo
importante, viene a decirnos el novelista, es el estigma que durante siete
interminables años ha quemado lo más escondido del corazón y el pecho de
Arthur, con independencia de que los ojos de los sentidos puedan o no verlo. Lo
que sí pudo comprobar la muchedumbre congregada es que el espíritu de
Dimmesdale, desde el momento en que se hubo desprendido de su culpa, se hundió
en un profundo reposo, como si un pesado fardo le hubiese sido arrancado. Para
Nathaniel Hawthorne, que nunca pierde de vista el temible combate entre las
fuerzas del bien y las fuerzas del mal que tiene lugar a todo lo largo de la
existencia de la vida de los hombres desde el momento de la caída, la actitud
de Arthur confirma que el demonio no puede triunfar; expresado de otro modo:
que Chillingworth ha fracasado por completo. Pero Arthur lo perdona lealmente,
sin atisbo alguno de rencor. Pearl, que un poco antes se había abrazado a las
piernas de su padre, lo besa ahora en los labios. Las lágrimas de la que está a
punto de dejar de ser una infanta, caen sobre su padre como una promesa de
futuro y de esperanza para ella. Arthur, al fin de esta conmovedora escena,
muere en brazos de Hester, muy poco después de que ella le haya dicho: « ¡Estoy
segura de que hemos pagado el precio de la libertad, el uno con el dolor del
otro!» (Cap. 23). La libertad, parece decirnos Hawthorne, la libertad
individual, la libertad de elegir, lleva aparejado el sufrimiento, en este caso
provocado por unos principios religiosos impregnados de prejuicios, de
intolerancia y de fanatismo. Hay aquí un contacto muy tangencial con la
cosmovisión dostoyevskiana de la libertad, un autor, en cualquier caso, que no
pudo influir absolutamente nada en el contenido moral de La letra escarlata. Para el gran novelista ruso, sobre todo a
partir de 1866, año en que comienza a publicarse Crimen y castigo, la libertad, que constituye el máximo distintivo
del ser humano, es libertad de elegir entre el bien y el mal; el problema de la
libertad no puede disociarse del problema de Dios y del problema del mal; la
redención del mal cometido exige arrepentimiento y castigo; y la vida del
hombre es inconcebible sin sufrimiento, pues éste es consustancial a la
condición humana. En la novela de Hawthorne, el precio de haber elegido
libremente los amantes, en el seno de una comunidad intransigente, conlleva
ineluctablemente el recíproco sufrimiento de ambos, la separación definitiva y
la marginación social de uno de los amantes, que se sacrifica voluntariamente y
a un precio terrible por el otro, una muestra indubitable de la misteriosa
fuerza del amor. Las últimas palabras de Arthur, antes de expirar, son
memorables. Dice que lo que ambos hicieron fue una cosa en la que mostraron
olvidarse de Dios, algo que supuso una violación del respeto que mutuamente se
debían el uno para con el otro, algo que parecía hacer para siempre imposible
que se encontrasen en la otra vida, en la vida verdadera, en la vida eterna, pero
la infinita misericordia de Dios hará posible ese anhelado encuentro, de igual
modo que esa misma misericordia se ha manifestado en las terribles aflicciones
de Arthur: en el estigma que abrasaba su pecho (por eso se ponía tanto la mano
en él, para asombro constante de la pequeña Pearl), en la aparición y fatal
presencia obsesiva de su enemigo declarado Chillingworth, en su confesión
pública delante de todos.
Después del penúltimo capítulo, el
autor coloca una Conclusión del relato, el capítulo 24, que debe ser leída con
atención, pues está impregnada de un hondo significado moral. Dos cuestiones
deben ser subrayadas. La primera, que al exhalar su último suspiro en los
brazos de Hester Prynne, Arthur Dimmesdale está expresándole a toda la humanidad
cuán débil es el derecho de los hombres a la autosatisfacción. En presencia de
todos estaba dejando entrever una gran verdad: que todos somos pecadores frente
a la Pureza Infinita, esto es, Cristo. La segunda, y éste sí puede ser
considerado un planteamiento ético kantiano, que hay que decir la verdad, la
verdad más recóndita que anida en nuestro ser, y si no somos capaces o no
tenemos el valor de decirla completa, al menos debemos manifestarla de tal
manera que permita a los demás atisbar cómo somos verdaderamente por dentro y
qué escondemos.
Quizá sea este el momento de
discrepar con algunas de las rotundas afirmaciones del eruditísimo e inimitable
escritor argentino Jorge Luis Borges, contenidas en el texto de una conferencia
sobre Nathaniel Hawthorne que pronunció, en marzo de 1949, en el Colegio Libre
de Estudios Superiores de la ciudad de Buenos Aires. Apoyándose en la opinión
de Edgar Allan Poe de que Hawthorne tendía a la alegoría, algo indefendible
para el gran escritor bostoniano, así como en la creencia de que un «error
estético» dañó al autor de La letra
escarlata: «el deseo puritano de hacer de cada imaginación una fábula lo
inducía a agregarles moralidades y a veces a falsearlas y a deformarlas» (Jorge Luis
Borges, «Nathaniel Hawthorne», en Prosa
Completa, Barcelona, Bruguera, 1980, volumen 2, pág. 180), Borges concluye diciendo que los cuentos de Hawthorne son mucho mejores
que sus novelas. En su excesiva propensión a la metáfora, lo compara con Ortega
y Gasset, y, además, opina que, a pesar de su «curiosa imaginación», Hawthorne
es un escritor «refractario, digámoslo así, al pensamiento» (Ibídem). Las
preferencias de Borges se decantan por Twice-Told
Tales (Cuentos dos veces contados,
de la primavera de 1837), en donde se prefiguran, sobre todo en Wakefield, el mundo de Herman Melville y
de Franz Kafka (Ibídem, pág. 185). No sólo no creo que haya fundamento para afirmar que un escritor como
Hawthorne es «refractario al pensamiento», siempre y cuando ese concepto de
pensamiento se amplíe, como debe hacerse, a la esfera de lo religioso y lo
moral, sino que, antes de leer el deslumbrante ensayo de Borges, he entrevisto
relaciones, desde el punto de vista de las consecuencias morales y del trágico
fin que puede derivarse de una acción, con uno de los más excelsos relatos de
Herman Melville, Billy Budd, marinero,
aunque el escritor bonaerense no acierte a ver ninguna. Tampoco me parece un
descrédito, sino todo lo contrario, procurar «hacer del arte una función de la
conciencia» (Ibídem, pág. 189), como con acertado juicio crítico deduce el rioplatense de las novelas del
estadounidense. A diferencia de lo que opinaba Henry James, Jorge Luis Borges
no ve «objetividad» alguna en La letra
escarlata. Objetividad que, tanto para Henry James como para Ludwig
Lewisohn (1882-1955), se fundamentaba básicamente en la autonomía e
independencia del personaje de Hester Prynne. Esa objetividad, sin embargo, la
ve Borges en Joseph Conrad o en León Tolstoi, pero no en Hawthorne (Ibídem, pág. 190). Nosotros, no obstante, sí compartimos la opinión de ese gran
representante de la novela psicológica que fue Henry James.
* * * * *
Sólo resta completar el dibujo de la
personalidad del complejo personaje de Roger Chillingworth, el marido de Hester
Prynne al que todos creían muerto en un naufragio, durante el viaje desde
Inglaterra hasta la Bahía de Massachusetts, pero que aparece de improviso en el
poblado, bajo un nombre supuesto y ocultando su identidad, salvo a su propia
esposa, después de haber sido retenido durante un periodo prolongado por los
indios, de los que ha aprendido mucho, en especial el elevado poder curativo de
las hierbas y plantas silvestres. Él mismo admite que ha empleado «sus mejores
años en alimentar el sueño hambriento de la sabiduría» (cap. 4). Chillingworth
es un hombre, desde mucho antes de conocer a Hester, volcado casi
exclusivamente en el estudio y en el mundo frío, marmóreo y rígido de los
libros. La aventura imprevisible de la experiencia de la vida, con sus caídas y
contradicciones, con sus aciertos y desatinos, con sus misterios y
transparencias, es algo completamente desconocido para él. Sólo vive encerrado
en el limitado universo de los libros que estudia, sin pasión, sin ardor, sin
fuego que abrase el alma. En la única entrevista que mantiene con Hester cuando
ésta se halla en la cárcel, le dice a la que una vez fue su esposa: «Mi mundo
era un mundo sin alegría. Mi corazón era una habitación suficientemente grande
para albergar a muchos huéspedes, pero solitaria y fría, y sin un fuego que la
calentara» (cap. 4). En esa misma conversación carcelaria, le confiesa a Hester
que está decidido a descubrir la identidad del hombre que ha yacido con su
mujer: «Créeme Hester, hay pocas cosas (ya sea en el mundo exterior, o, hasta
cierto punto, en la esfera invisible del pensamiento), pocas cosas que
permanezcan ocultas al hombre que se dedica intensa y exclusivamente a resolver
un misterio» (cap. 4). Chillingworth se nos presenta, pues, como un ejemplo de
perseverancia, aunque el objeto de sus indagaciones sea la venganza. Sin haber
estudiado Medicina en ninguna Universidad, sus amplias lecturas y sesudos
conocimientos le facultarán, mediante el engaño y la simulación, ejercerla en
Boston, en donde se presenta como médico, manteniendo desde muy pronto unas
excelentes relaciones con las autoridades locales. Enterado desde el principio
de lo que su mujer ha hecho, es decir, simultáneamente al resto de los miembros
de la comunidad, el principal y casi único objetivo de la existencia de Chillingworth
es la venganza, especialmente dirigida contra ese hombre, todavía desconocido,
que es el padre de Pearl, hombre cuya vida se propone destruir lenta y
cruelmente, pero con la astucia de un zorro y la prudencia de una serpiente
como valiosas auxiliares. Todo el motor de su vida, desde que conoce los
hechos, nos dice el narrador en la Conclusión del libro, había sido entregarse
a la organización y ejecución de esa despiadada venganza.
Entrado en años, deforme, inteligente
y astuto, Chillingworth es, sobre todo, un malvado. En cierto modo, al igual
que el Claggart de Billy Budd, marinero,
el mal que anida en el corazón de Chillingworth es una maldad más allá del
vicio, que «no participa en nada de lo sórdido ni de lo sensual», aunque, a
diferencia de Claggart, no se trata de una «depravación natural» (Herman
Melville, Benito Cereno. Billy Budd,
marinero, Madrid, Alianza, 2007, pág. 240. Las expresiones de la novela
corta de Melville corresponden al capítulo 11. La traducción del segundo de los
relatos de Melville recogido en la edición de Alianza, que es el que ahora nos
ocupa, es de José María Valverde), sino de
una malignidad alimentada por el odio e incluso por una incapacidad para
asimilar correctamente los parabienes de la civilización, representados por los
libros de la más alta cultura. La única persona que conoce la verdadera
identidad de Chillingworth es, naturalmente, Hester, aunque, bajo siniestras
amenazas, tendrá que mantenerla oculta, decidiéndose, al fin, pasados siete
años, a revelarle a Arthur, en la entrevista del bosque, la identidad de Roger
y que comparte casa nada menos que con su más declarado enemigo.
* * * * *
Pearl, por último, es el fruto, la
encantadora hija nacida de la relación adúltera entre Hester y Arthur.
Representa la inocencia, lo indómito, lo incontaminado y natural, y, en este
sentido, podríamos encontrarle un cierto paralelismo con la niña Catherine
Earnshaw que se cría medio salvaje en las landas del Yorkshire, del mismo modo
que hay en ella destellos luminosos que proceden de ese culto
«trascendentalista» a la Naturaleza de Ralph Waldo Emerson y de Henry David
Thoreau, y quién sabe si no la tuvo algo en cuenta Melville para pergeñar la
más pura inocencia y bondad que aflora de todas sus creaciones, «la bondad más
allá de la virtud» (Hannah Arendt, Sobre
la revolución, pág. 111. En el apartado 3 del capítulo 2 de su profundo
ensayo, quizás lleve a cabo la gran pensadora judía la que puede ser
considerada como la más aguda―a pesar de su concisión―interpretación jamás
realizada del magistral relato de Herman Melville), tal como se revela en la
enigmática e inmarcesible encarnación del bello marinero Billy Budd. Pero Pearl
también parece estar inconscientemente rodeada de un extraño halo de misterio,
pues de su comportamiento se desprende una innata capacidad para saber qué
ocurre a su alrededor, cómo es el interior de las personas, que energía
desprenden, si salutífera y buena, o perversa y demoníaca (Similar
intuición profunda para distinguir la malignidad de la inocencia, también
pareció adornar al intachable capitán Vere en Billy Budd, marinero, sublime encarnación de «la virtud más allá de
la bondad», y que, a pesar suyo, puesto que las leyes no están hechas ni para
los ángeles ni para los demonios, sino sólo para los hombres, no tendrá más
remedio que persuadir al Consejo de guerra sumarísimo de que Billy Budd, un
«ángel de Dios», debe ser ahorcado, después de haber matado, casi con completa
seguridad involuntariamente, a su superior Claggart de un manotazo. La
inocencia pura castiga implacablemente, del único modo que sabe hacerlo, al mal
absoluto, a la «depravación natural», pero, por eso mismo, en tiempo de guerra
y en un mundo en el que sólo pueden regir las leyes humanas, a Billy Budd no le
queda otra salida que la ejecución, promovida por quien menos desea su muerte;
de ahí la inmensa tragedia que contiene en sus entrañas este relato único.
Véanse para toda esta cuestión los mismos capítulos señalados en las notas
precedentes de los libros de Herman Melville y de Hannah Arendt). Pearl (en 1649
tiene siete años cumplidos) es traviesa, indomable, caprichosa, inquieta, algo
así como un duendecillo de los bosques, pero ama con locura a su madre.
Representa lo contrario de las convenciones sociales, de las normas
trasnochadas, de la hipocresía, del fanatismo religioso y la falsedad moral.
Como muy bien acierta a decir Arthur―ya lo hemos recordado―, la misión de Pearl
«es la de bendecir; de ser la única bendición en la vida de esta mujer
[Hester]. Su función es también, como la misma madre ha dicho, expiatoria»
(cap. 8). En la educación de Pearl encontrará un campo propicio para
desahogarse la fantasía del pensamiento de Hester Prynne.
A la muerte de Chillingworth, Pearl recibió una sustanciosa
herencia. Después de esa muerte, madre e hija desaparecieron durante largos
años. Pero, al fin, Hester Prynne regresó al que consideraba su verdadero
hogar. Madre e hija terminaron separándose, y es comprensible pensar que Pearl
vivió con comodidad y entre los encantos de su juventud, posiblemente en
Inglaterra, o en lejanas y extrañas tierras, aunque con certeza nunca más se
supo de sus pasos. Hester Prynne, por su parte, y sin que nadie se atreviese
ahora a obligarla a ello, colocóse voluntariamente de nuevo la letra escarlata
sobre su pecho, pero en esta ocasión el estigma sólo provocaba admiración y
respeto entre quienes la rodeaban. Deseaba en lo más íntimo continuar haciendo
penitencia. Hester Prynne dedicó lo que le quedaba de vida al trabajo y a la altruista
dedicación a sus semejantes, y, como había tenido una gran experiencia en el
dolor y en el sufrimiento, sus consejos eran muy estimados por los habitantes
de la colonia. Al morir, su tumba fue cavada junto a la de quien una vez había
sido el hombre de sus sueños.
Málaga, 1 de mayo de 2014, festividad de Santa Columba de Cornualles,
princesa virgen del siglo VI que fue decapitada por no querer casarse con un
esposo pagano.
Enrique Castaños es Doctor en Historia del Arte.
¡Enhorabuena! Es un estudio muy concienzudo y completo de la novela. He aprendido mucho leyendolo, como suele ocurrir cuando te leo.
ResponderEliminarHawthorne es un autor que conozco sólo de nombre. Ahora tengo en la lista de lo que debo leer La letra escarlata.