Algunas reflexiones sobre la película Das Blaue Licht («La luz azul»), de Leni
Riefenstahl (1932).
© ENRIQUE CASTAÑOS
No creo exagerado afirmar que, en su género
específico de «filmes de montaña» del periodo de la República de Weimar, Das Blaue Licht («La luz azul»), de Leni
Riefenstahl (Berlín, 22 de agosto de 1902 – Pöcking, Baviera, 8 de septiembre
de 2003), estrenada en la capital de Alemania el 22 de marzo de 1932, es una
obra maestra. Sus méritos, de otro lado, también parecen trascender ampliamente
aquel género, ya que, en lo que concierne a su originalidad en el tratamiento
de la leyenda, la belleza de los paisajes naturales, las innovaciones derivadas
de sus intereses etnográficos y antropológicos, la hermosísima fotografía, el
empleo equilibrado de los planos y el virtuosismo en el manejo de la cámara,
puede parangonarse a las mejores realizaciones alemanas del turbulento periodo
de entreguerras. El padre de ese género de películas, el realizador alemán
Arnold Fanck (1889 – 1974), hizo de Stürme
über dem Montblanc («Tempestad en el Mont Blanc», de 1930) quizás la
muestra más representativa de todas ellas, en la que la propia Leni Riefenstahl
interpreta uno de los principales personajes. Poco después, en 1931, también
participó Leni Riefenstahl como actriz en otro «filme de montaña» de Fanck, una
comedia titulada Der weisse Rausch
(«L’Ivresse blanche» o «El ruido blanco»). Otras dos películas muy conocidas de
Arnold Fanck en las que Leni Riefenstahl fue la principal intérprete femenina,
son Der heilige Berg («La montaña
sagrada», rodada en 1925) y Die weise
Hölle von Piz Palü («Prisioneros de la montaña», de 1929). Esta última, en
la que colaboró en la dirección el gran realizador checo Georg Wilhelm Pabst,
es una auténtica tragedia en las cumbres y en ella «la montaña aparece como la
verdadera protagonista de la acción» (Roberto Paolella, Historia del cine mudo, Buenos Aires, Eudeba, 1967, pág. 345). La luz azul, constituye, pues, la
deslumbrante presentación de Leni Riefenstahl como realizadora, en donde ella
misma encarnó, con notables dotes interpretativas, a la protagonista, que
obnubila con su inocente, hermosa y salvaje presencia a todos los demás
personajes, salvo la casi inaccesible montaña, que esconde en una de sus grutas
un centelleante tesoro de cristales de cuarzo, y la caudalosa y gigantesca
cascada que hay junto al pueblo, elementos naturales que también pueden ser
considerados, y de hecho son, «personajes» reales del drama.
Uno de los carteles anunciadores de La luz azul, con un primer plano de Leni Riefenstahl.
Intentar llevar a cabo una valoración del cine de
Leni Riefenstahl resulta complicado, pues el reconocimiento objetivo de sus
cualidades técnicas y estéticas se verá siempre condicionado y lastrado por sus
abiertas y explícitas simpatías nacionalsocialistas, así como por su admiración
confesa de Adolfo Hitler, aunque ello se produjese a partir de finales de
febrero de 1932, cuando la película que nos ocupa estaba ya completamente
terminada. La dificultad crítica, por tanto, acabará siendo primordialmente de
carácter ético. Pero el historiador, el crítico o el mero aficionado deben
hacer un esfuerzo sincero por valorar aquellas cualidades del modo más riguroso
posible, esto es, evitando contaminaciones ideológicas innecesarias o
prejuicios a priori, lo que de ningún
modo significa hacer tabula rasa de
la ideología de la autora, pues eso también sería falsear el análisis desde el
punto de vista histórico. Podríamos, asimismo, aducir sobresalientes ejemplos similares
procedentes de la constelación ideológica bolchevique o marxista-leninista, que
es la que más se opone, al menos en teoría, a la ideología nacionalsocialista,
aunque en ambos casos estamos refiriéndonos a una Weltanschauung (concepción del mundo) que contiene intrínsecamente
en su seno una visión totalitaria de la sociedad y del Estado. Pensemos, a fin
de no multiplicar los ejemplos, en autores tan eximios como los realizadores
cinematográficos Sergei Eisenstein y Vsevolod Pudovkin, o el pintor
constructivista Vladimir Tatlin, los tres con desinhibidas e indudables
connivencias con el régimen comunista soviético desde sus inicios en el otoño
de 1917; más aún, complicidades manifiestas incluso con el propio estalinismo y
su progresivo régimen de terror, iniciado ya sin ambages desde que José Stalin
se hiciera con el control absoluto del poder a partir de diciembre de 1927
(coincidiendo con el XV Congreso del PCUS), política terrorista que tuvo su
primera revelación desnuda en el despiadado comportamiento de los comisarios y
funcionarios del Partido Comunista para con los campesinos reticentes a cumplir
con los objetivos fijados en el primer plan quinquenal aprobado en abril de
1929 (sólo para fiscalizar la cosecha de 1929 se enviaron entre 100.000 y
200.000 hombres de confianza al campo), un trato inhumano que arrojó un saldo
de víctimas de entre un millón y cinco millones de personas (hombres, ancianos,
mujeres y niños), a las que se dejó morir de hambre en las aldeas entre
1931-1932. Lo señala con todo detalle el eminente y riguroso historiador
británico Edward Hallett Carr, nada sospechoso de conservadurismo, sino más
bien todo lo contrario, en su monumental e insuperable Historia de la Rusia Soviética (1917-1929), si bien los datos
ofrecidos los he extraído de la síntesis que hizo de su vasto estudio el propio
historiador en 1977, en realidad un libro nuevo, pues lo redactó por entero con
un carácter autónomo (La Revolución rusa:
de Lenin a Stalin, 1917-1919, Madrid, Alianza, 2009, págs. 208 y 218).
¿Dijeron algo los mencionados artistas a propósito de los terribles efectos de
esta hambruna consentida y controlada por las autoridades como castigo ejemplar
al «reaccionario» campesinado? ¿O es que no se enteraron en absoluto de sus
mortíferos efectos? Es posible, pero también lo es que mirasen para otro lado.
Porque, de igual modo que con harta condescendencia se observa por parte de
historiadores sectarios el comportamiento moral de los artistas soviéticos
adheridos o simpatizantes con el régimen comunista, esos mismos analistas no
les conceden la más mínima presunción de inocencia a creadores o artistas como
Leni Riefenstahl. ¿Estaba ella de verdad enterada de la diabólica e
inclasificable, desde el punto de vista de las actuaciones humanas, «solución
final» llevada a cabo contra los judíos, los gitanos, los homosexuales, los
deficientes mentales o los opositores políticos al régimen criminal nazi? No
cabe duda que Leni Riefenstahl fue una mujer privilegiada en la dictadura
nacionalsocialista―tan proclive a un papel absolutamente sumiso y subordinado
por parte de la mujer alemana como simple reproductora y objeto sexual de
placer―, que se relacionó con los más altos jerarcas y que mantuvo una relación
personal de amistad con Hitler y con Albert Speer, el megalómano arquitecto del
Führer convertido en eficaz Ministro
de Armamento desde febrero de 1942, para mayor desesperación de los rusos y de
los anglosajones. Que supiese exactamente lo que estaba sucediendo en los
campos de exterminio durante la guerra, es difícil de demostrar, pero lo que
resulta indudable es que ella, que era una mujer culta y despierta, estaba
perfectamente enterada de los espantosos efectos de las Leyes de Nuremberg,
radicalmente antisemitas, aprobadas en septiembre de 1935, en el marco del
Congreso anual del Partido Nazi, sarcásticamente celebrado, como era habitual, en
la ciudad que vio nacer en 1471 al gran Alberto Durero, máximo exponente del
Alto Renacimiento alemán. El día 15 de ese mes dirigióse Hitler al Reichstag reunido para la ocasión en
Nuremberg. Ese día pronunció cuatro discursos, la única actividad que en verdad
le satisfacía, hasta el punto de metamorfosearlo por completo. El que dirigió
al Reichstag fue breve, y en él «se
concentraba por primera vez en la “cuestión judía” en un discurso importante
desde que era canciller» (Ian Kershaw, Hitler,
1889-1936, Barcelona, Península, 2002, pág. 557. La edición original
inglesa es de 1998). Recomendó la aceptación de la Ley de la Bandera, la Ley de
Ciudadanía y la Ley de la Sangre. La presentación de las leyes antisemitas,
como explica con asombrosa exactitud y todo tipo de pormenores el brillante y
concienzudo historiador británico Ian Kershaw, fue una calculada maniobra de
distracción y de engaño por parte de Hitler respecto de cuáles eran sus
verdaderas intenciones contra los judíos, meridianamente claras desde la
primavera-verano de 1919, y aún más desde que dictara el primer volumen de Mein Kampf en la cárcel de Landsberg (en
Baviera) en 1924 (primero, en mayo, a su chófer, Emil Maurice, y desde julio, a
Rudolf Hess), pero ahora había que atemperar el descontento que entre ciertas
capas de la población alemana habían producido los desmanes contra los judíos
durante el verano, así como mentir a la opinión pública internacional.
Aparentemente, las Leyes de Nuremberg trataban de contener a los incontrolados
del Partido contra los judíos; además, los efectos financieros de los ataques y
vejaciones, estaban resultando perjudiciales para la economía alemana. Tuvo el perverso
cinismo de decir en ese discurso, según recoge textualmente Max Domarus en su
libro Der Reichstag und die Macht
(Würzburg, 1968, págs. 536-537), cita reproducida por Ian Kershaw, que lo que
se estaba haciendo en ese momento era un «intento de regular legalmente un
problema que en el caso de que no se resolviese así tendría que pasar a
resolverse a través de la solución final del Partido Nacionalsocialista» (Ian
Kershaw, ibídem). Esa «solución final»
quedaría definitiva y trágicamente perfilada en la Conferencia de jerarcas
nazis, bajo la dirección de Reinhard Heydrich, celebrada durante tres días en
una lujosa villa a orillas del lago Wannsee, cerca de Berlín, desde el 20 de
enero de 1942, «un peldaño clave en el camino hacia el terrible desenlace
genocida», según escribe Ian Kershaw en la segunda parte de su mencionada
biografía sobre el dictador de origen austriaco (Hitler, 1936 – 1945, Barcelona, Península, 2001, pág. 484. La
edición original inglesa es de 2000). Quiero decir, pues, que de las vejaciones
sufridas por los judíos desde la muerte del Presidente Paul von Hindenburg el 2
de agosto de 1934 (muy enfermo ya desde abril)―justo un mes después de que
terminasen las matanzas de los elementos incómodos dentro de la SA (Sturmabteilung o «sección de asalto»),
el NSDAP (Partido Nazi) y de otras personas cuyos asesinatos fueron ajustes de
cuentas personales de Hitler, crímenes que se habían iniciado el 30 de junio y
que causaron horror fuera de Alemania por haber sido perpetrados con los más
repugnantes métodos gangsteriles)―, vejaciones que alcanzaron un paroxismo de
odio antisemita inaudito en el pogromo del 9-10 de noviembre de 1938 (la Reichskristallnacht o «Noche de los
Cristales Rotos», llamada así «por los millones de fragmentos de cristales
rotos que llenaron las aceras de Berlín contiguas a las tiendas judías destrozadas».
Ian Kershaw, Hitler, 1936 – 1945,
pág. 144), y que era materialmente imposible que no las conociese Leni
Riefenstahl, como tantísimos otros alemanes, que prefirieron no darse por
enterados, resignarse o contemplar la creciente orgía de odio antijudío con
sentimientos encontrados, pero, al fin y al cabo, paralizantes y cobardes. Por
supuesto que estaba enterada, entre otras cosas porque era algo que se veía
constantemente y de modo creciente por las calles, hasta el punto de convertirse
en un hábito, en una costumbre cotidiana de las ciudades de toda Alemania. ¡La
más infame vejación que puede hacerse a un ser humano, el más humillante
insulto y desprecio, incluso la violencia física más palmaria ejercida contra
niñitos pequeños, mujeres y venerables ancianos, convertidas nada menos que en
una costumbre ciudadana en uno de los países más desarrollados y cultos de
Occidente!
Para ser igualmente equitativos, tampoco los
mencionados autores de obras tan extraordinarias desde el punto de vista
estético (desde el espiritual, ya es algo más discutible; ese privilegio lo
poseen muy pocos artistas, muchos menos de lo que comúnmente se cree) como El acorazado Potemkin (S. Eisenstein, 1925),
La madre (V. Pudovkin, 1926) o el proyecto
de Monumento a la III Internacional (V. Tatlin, 1919), se atrevieron a condenar
públicamente la sangrienta farsa de los Procesos de Moscú del decenio de 1930, espeluznante
purga durante la que tantos revolucionarios de la primera hora fueron
torturados (algunos hasta el extremo de confesar crímenes que jamás habían
realizado) y ejecutados, ni tampoco se pronunciaron nunca en contra de los
campos de concentración de Siberia, eufemísticamente denominados «campos de
reeducación», por no recordar que hasta incluso algunos de ellos recibieron
premios y condecoraciones muy destacadas del igualmente criminal régimen
comunista: Eisenstein el Premio Stalin en 1945 y Pudovkin la Orden de Lenin en
1935. El celebrado escritor Máximo Gorki (1868 – 18 de junio de 1936), que
había conocido personalmente a León Tolstoi en 1900, por quien sintió una viva
simpatía, del mismo modo que también la manifestó por el gran dramaturgo Antón
Chéjov, no tuvo empacho en ser amigo personal de José Stalin y pertenecer
durante un tiempo a su círculo más íntimo, cuando el ex seminarista georgiano
era ya el dueño absoluto de la Unión Soviética y un implacable tirano. Es
decir, que la delicadísima y compleja cuestión de las relaciones entre la ética
y la estética ha salpicado a autores y creadores muy admirados y reconocidos,
en el sentido de que, en determinadas y tristes ocasiones, mientras una es
pisoteada, la otra es enaltecida, cuando lo verdaderamente deseable es la
postura de Ofelia en el Hamlet de
Shakespeare: «Nunca, mi señor, la belleza podría tener trato mejor, sino con la
honestidad» (Acto III, escena 1ª. Cito por la edición bilingüe de Cátedra,
Madrid, 1992, pág. 355). Pero estos desposorios son aún más infrecuentes que la
presencia de lo espiritual en la obra de algunos artistas; un caso indubitable
sería nuestro Diego Velázquez, o San Juan de la Cruz, o Santa Teresa de Jesús,
o, más recientemente, ese gigante moral que fue Albert Camus.
*****
Indudablemente, el conocido y tantas veces citado
estudio del historiador alemán Siegfried
Kracauer (1899 – 1966) sobre el cine expresionista alemán, De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán
(1947), es un ensayo fundamental y de obligada lectura, pero en ocasiones resulta
demasiado tendencioso, y, más grave aún, pretende demostrar una tesis cuando
menos dudosa, basándose en el contenido de las películas de esa corriente
estética entre 1919 y 1932; esa tesis, en esencia, es que puede entreverse con
nitidez una línea directa que conduce del siniestro personaje del doctor
Caligari a Hitler, pues de igual modo que el malvado psiquiatra de la película
de Robert Wiene (1919) usa al sonámbulo Cesare para perpetrar sus crímenes,
reduciendo el ser humano a una simple marioneta sometida a los caprichos y
arbitrariedades de una mente criminal y autoritaria, también Hitler convirtió
con su logomaquia y su retórica vacía a una gran mayoría de alemanes en dóciles
y confiados seguidores del proyecto megalómano y posteriormente apocalíptico
que hundió Alemania en el más infernal de los abismos. Hitler es un nuevo
Caligari y los alemanes se muestran como fantasmagóricas reencarnaciones de
innumerables sonámbulos como Cesare, dispuestos a cumplir órdenes o a mirar
hacia otro lado. Alemanes, muchos de ellos cultos e instruidos, que perdieron
progresivamente su capacidad de análisis crítico y arrinconaron su conciencia y
su ser íntimo individual, plegándose sumisamente a las directrices de un poder
tiránico e intrínsecamente criminal. Naturalmente que hubo una resistencia en
el interior de Alemania, una valiente oposición (socialista, comunista,
cristiana y judía) que duró toda la guerra, pero se reveló siempre impotente
contra la sólida estructura de la dictadura nazi. La profunda conclusión que
extrajo la gran pensadora judía alemana Hannah Arendt (1906 – 1975), cuando
asistió como corresponsal de la revista New
Yorker al juicio del criminal de guerra nazi Adolf Eichmann, celebrado en
Jerusalén en 1961 (en el que se le condenó a muerte, cumpliéndose la sentencia
en mayo de 1962), fue no sólo que los dirigentes y autoridades judías de
Alemania tuvieron su parte de responsabilidad en el desarrollo de los
acontecimientos que desembocarían en el Holocausto, sino que Eichmann era un
ciudadano normal y corriente, un buen padre de familia, un disciplinado
funcionario que se había limitado a «cumplir órdenes», esto es, a «obedecer» a
la autoridad jerárquicamente superior. Aquella profunda conclusión, que, junto
con la acusación de corresponsabilidad de las autoridades judías de Alemania, irritó
tanto al Estado de Israel como a buena parte de la intelectualidad judía
estadounidense, no era otra que la afirmación de la existencia de la «banalidad
del mal» (Hannah Arendt, Eichmann en
Jerusalén, Barcelona, Debolsillo, 2013, pág. 368), que el mal absoluto se
esconde como una bestia irracional en cada uno de nosotros, mostrándose incontrolable
en determinadas circunstancias propicias y cuando la coyuntura es favorable,
aunque vivamos simultáneamente de manera esquizofrénica y nos comportemos como
ejemplares ciudadanos, buenos padres y amantes esposos. El libro de Hannah
Arendt, cuyo título completo es Eichmann
en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal, estaba terminado en
noviembre de 1962, y cuando se publicó como ejemplar independiente en mayo de
1963, la comunidad judía no estaba preparada para digerir la honda reflexión de
una mujer que, no debemos olvidarlo, había sido enseñada a pensar nada menos
que por Martin Heidegger, un presocrático del siglo XX que, a pesar de su
potente inteligencia e inmensa cultura, admiró a Hitler, se afilió al Partido
Nazi y llevó en diversas ocasiones el uniforme con la cruz gamada en el brazo (lo
que Hannah Arendt no comprendió nunca de su eximio maestro fue su permanente e
insondable silencio posterior, el no haber llevado a cabo una solemne condena
pública del régimen al que estuvo afiliado y del que obtuvo prebendas
injustificables e insoportables desde el punto de vista moral). Eso de la
«banalidad del mal» era demasiado para el Gobierno de Israel y para la intelligentsia judía, incluso hoy día lo
es aún, y por eso Hannah Arendt, autora del mejor estudio que se ha escrito
sobre los orígenes del totalitarismo, fue considerada como una proscrita y una
traidora: porque nos obligó a mirarnos de frente en el espejo de nuestras
propias conciencias, porque mostró con inusual hondura y profundidad conceptual
y filosófica el mal que llevamos dentro, semejante a una bestia salvaje que
corroe nuestras entrañas. ¿Qué pretendían los lectores del New Yorker y el Gobierno de David Ben Gurión, una crónica
periodística panfletaria contra Eichmann? No llegaron a comprender nunca que a
ella le interesaba la verdad, como a Sócrates, y la verdad no siempre es
precisamente agradable de escuchar, pues puede ocurrir que la verdad termine
descubriendo que nosotros también somos corresponsables del mal que se inflige
a nuestros semejantes, de igual modo que también puede averiguar con sus
pesquisas que el mal es insoportablemente vacuo, monótono y vulgar (recuérdese
la visita que le hace el demonio a Iván Karamásov o el trecho de camino,
curiosamente en círculo, en el que el diablo acompaña al padre Donissan en la novela
Bajo el sol de Satán, de Georges
Bernanos, publicada en 1926). Eichmann era un individuo terriblemente vulgar,
anodino, exponente cualificado de lo que consiguen los auténticos totalitarismos:
aniquilar el pensamiento propio, el juicio y el razonamiento individual,
cualquier indicio de capacidad crítica ante la realidad. Eso fue lo que se
obtuvo en amplios sectores de la población alemana y rusa durante el tiempo en
que soportaron tan espantosas tiranías.
La clave de bóveda del sugestivo estudio de Kracauer
quizá sea su opinión, sugerida por el checo Hans Janowitz (1890 – 1954), uno de
los dos guionistas de Das Kabinett des
Dr. Caligari (el otro fue Carl Mayer), a través de un manuscrito que puso a
disposición del historiador, de que tanto el preámbulo como el epílogo de Caligari, impuestos (siempre según la
versión de Janowitz reproducida por Kracauer) por Robert Wiene en connivencia
con Fritz Lang (pues, paradójicamente, Erich Pommer, alta autoridad por
entonces de la pequeña productora Decla-Bioscop, autorizó la versión de Mayer y
de Janowitz), arruinaron la intención de sus autores, ya que presentan a
Caligari no como el pérfido director del hospital psiquiátrico, sino como un
simple demente, un loco. Las intenciones revolucionarias originarias de los
autores las deja bien claras Kracauer: «El sentido revolucionario de la
historia se revela inequívocamente al final, al presentar a Caligari como el
psiquiatra: la razón maneja al poder irracional, la autoridad vesánica
[demente] es simbólicamente abolida» (Siegfried Kracauer, De Caligari a Hitler, Barcelona, Paidós, 1985, pág. 66). Esta
interpretación de Kracauer de la película-manifiesto del cine expresionista
alemán, es el cimiento sobre el que se sustenta todo su ensayo; de ahí que no
sea casual el amplio número de páginas que dedica, en comparación con otros, a
este emblemático filme. Una sucinta pero nítida crítica al libro de Kracauer es
la de Vicente Sánchez-Biosca (al que califica, siguiendo a su maestro Jenaro
Talens, de visión «sociologista»), cuando, después de haber señalado la
estrecha y casi mecanicista relación establecida por el historiador alemán
entre «las tendencias del inconsciente colectivo y los procesos mentales
ocultos en las masas» y la propia constitución de muchas de las películas
alemanas desde 1919, en las que se manifiestan «las irrefrenables tendencias
que hallarán salida en el nacionalsocialismo», se pregunta: «¿Acaso resultaría
inexacto decir que Kracauer y quienes proceden de idéntico modo están
recomponiendo una historia lineal y que, obcecados por lo que fue el resultado
final de la República de Weimar, pretenden negar sus contradicciones y leer
unilateralmente su compleja historia? ¿Y no es esto acaso evacuar el principio
de la contradicción de la Historia?» (Vicente Sánchez-Biosca, Del otro lado: la metáfora. Los modelos de
representación en el cine de Weimar, Instituto de Cine y Radio-Televisión /
Ediciones Hiperión, Madrid-Valencia, 1985, pág. 39). Sin ánimo de especular con
lo que podría haber sido la historia de Alemania desde principios de 1933, y,
por supuesto, sin propósito alguno de sugerir futuribles históricos estériles,
sí quiero recordar aquí, en relación a aquellos «obcecados por lo que fue el
resultado final de la República de Weimar» de que hablaba Sánchez-Biosca, unas
precisiones que escribí en agosto de 2012 en relación a la pérdida de votos del
Partido Nazi en las elecciones al Reichstag
de noviembre de 1932 respecto a las celebradas en junio (las de junio
obtuvieron un 37’4 % de los votos y 230 escaños, y las de noviembre un 33’1 %
de los votos y 196 representantes), lo que confirma que en Alemania se estaba
produciendo una recuperación muy tímida de los efectos de la Gran Depresión y estaba
descendiendo muy ligeramente el número de parados, fiel cantera del voto
nacionalsocialista, pero, lo que aún es más grave, corrobora que si Hindenburg
no hubiese cedido a las presiones de su hijo Oskar, del ex canciller Franz von
Papen y del Secretario de Estado Otto Meissner (una conspiración en toda regla
activada intensamente desde el comienzo de la Navidad de 1932), Hitler no
hubiese tenido acceso a la Cancillería el 30 de enero de 1933, la situación
económica podría haber continuado mejorando, y, por tanto, las posibilidades de
alcanzar el Poder del virtual dictador habrían acabado diluyéndose muy
probablemente, pues lo que sí estaba claro es que, después de la experiencia
fallida del «putsch de la cervecería»
en Munich entre el 8 y el 9 de noviembre de 1923, Hitler no estaba dispuesto a
acceder al Poder a través de un golpe de Estado violento (puede
consultarse:
http://www.enriquecastanos.com/fascismo_acceso_poder.htm, así como:
http://revista-utopia.blogspot.com.es/2012/10/una-verdad-incompleta-enrique-castanos.html).
La eminente historiadora alemana y crítico de
cine Lotte Henriette Eisner (1896 – 1983), es asimismo autora del otro estudio
fundamental traducido al castellano (por desgracia, el temprano estudio de
Rudolf Kurtz, Expressionismus und Film,
de 1926, no dispone aún de versión española) acerca del cine expresionista
alemán, La pantalla demoniaca,
publicado originalmente en francés en 1952 (L’écran
démoniaque). Ella misma, en el prólogo, se encarga de aclarar que el
título, como a veces ha sido erróneamente traducido, no significa «diabólica»,
sino que el «sentido es el que le daban los griegos y tal como lo entendía
Goethe» (Lotte H. Eisner, La pantalla
demoniaca. Las influencias de Max Reinhardt y del Expresionismo, Madrid,
Cátedra, 1996, pág. 13). Lotte Eisner nos proporciona una versión diferente de Caligari de la ofrecida por Kracauer, basándose
en un manuscrito enviado por Hermann Warm (1889 -1976), uno de los tres
responsables de los decorados del filme, «al editor del Der Neue Film con ocasión de una publicación de Ernst Jaeger»
(Lotte H. Eisner, pág. 24. Ernst Jäger, que fue crítico de cine, vivió entre
1896 y 1975). Según Warm, el verdadero director de producción de Caligari no sería Erich Pommer (1889 –
1966), sino el actor, realizador y productor cinematográfico vienés Rudolf
Meinert (1882 – 1943). Lotte Eisner, a quien le interesan sobre todo los
aspectos técnicos y estéticos de las películas de la corriente expresionista
alemana―a diferencia de Kracauer, que se preocupaba mucho más por el contenido,
pues su objetivo era poder verificar la tesis antes mencionada―, y que no
presta apenas atención a la versión de Hans Janowitz acerca de la alteración
que destruye la intención originaria de Caligari,
escribe que «es Meinert, y no Pommer, el que según las costumbres de producción
alemana de esta época en la que primaba el decorado sobre el resto, confió el
desglose escénico de Caligari al
decorador Warm», subrayando que «no es el gusto por la anécdota lo que nos
lleva a relatar aquí los incidentes acaecidos a lo largo de la realización de Caligari, pero es que esto nos desvela
claramente uno de los principios del cine alemán: el papel esencial que juegan
el autor, el decorador y el equipo técnico» (Lotte H. Eisner, pág. 26). La
inclinación por lo siniestro, por el horror, el mal, la inquietud y el terror
que manifiestan algunas de las grandes películas del cine expresionista alemán,
a diferencia de lo que cree Kracauer, para quien todo parece estar
predeterminado de antemano y dirigido por un destino invisible que desembocará
en la dictadura nazi, cuyo carácter extremadamente inicuo anuncian muchos de
estos filmes, para Lotte Eisner es una cuestión más bien estética, que hunde
sus raíces en el Sturm und Drang y en
el Romanticismo alemán, aunque ni mucho menos infravalora las concepciones
relativas a la Filosofía de la Historia de autores como Leopold Ziegler o
Oswald Spengler, por no hablar de las múltiples referencias a escritores como
Goethe, Ernst Theodor Amadeus Hoffmann, Federico Nietzsche, Wilhelm Worringer,
Adolphe Coustine, Friedrich Theodor Vischer, Ludwig Tieck y tantos otros.
En los alemanes, piensa Lotte Eisner, parece
existir una tendencia natural hacia lo que terminó siendo el Expresionismo
histórico, cuyos comienzos se sitúan en Dresde en la primavera de 1905, con la
creación del grupo de artistas de vanguardia Die Brücke («Puente»). Es tanto una pasión por lo problemático, por
lo arduo y difícil, por el reino de la noche y de las sombras, por los mitos
germánicos y las leyendas populares, por el amor trágico, por lo misterioso, lo
onírico, lo irracional y lo puramente fantástico. Desde el Werther de Goethe, desde la obra de Ludwig Tieck y Wilhelm Heinrich
Wackenroder, los alemanes han sentido una fascinación incomparable por el mundo
del sentimiento más íntimo y subjetivo, así como por lo siniestro y la más
desbordante fantasía. Lotte Eisner no trata de demostrar ninguna tesis del tipo
de la de Kracauer; a ella le interesan las innovaciones técnicas y estéticas de
las películas, el lenguaje cinematográfico, pues el contenido no sería nada, no
podría existir sin la forma, sin los decorados, sin los planos, sin el empleo
de la luz y de la sombra, sin la gestualidad y capacidad interpretativa de los
actores, sin los escenarios naturales y los cuidados decorados elaborados en
los estudios. Naturalmente que Kracauer sabe todo esto perfectamente, y lo
tiene muy presente en su más que sugerente trabajo, pero el lector termina la
lectura de su libro con la impresión de que, ineluctablemente, los alemanes
estaban abocados a la orgía apocalíptica del nacionalsocialismo, y eso es
precisamente, según Kracauer, lo que nos anuncian de manera profética Caligari, Los Nibelungos (Fritz Lang, 1923-1924), El doctor Mabuse (Fritz Lang, 1922), El hombre de las figuras de cera (Paul Leni, 1924) o Nosferatu, el vampiro (Friedrich Wilhelm
Murnau, 1922), por sólo mencionar algunas películas altamente representativas,
que, repárese bien, fueron rodadas antes de que Hitler sea una figura de
relieve nacional en Alemania, circunstancia que comenzará a perfilarse en 1924,
aunque los años inmediatamente posteriores fueron relativamente oscuros, una
suerte de travesía del desierto, que se termina en 1930, a raíz de los efectos
económicos sobre Alemania del crack
de la Bolsa de Nueva York de 1929.
Los artistas tienen, en efecto, una capacidad
intuitiva extraordinaria en algunos casos, y del mismo modo que Dimitri
Merejkovski (1866 – 1941) tiene sobrada razón para considerar a Dostoyevski
como un profeta de la Revolución rusa (la primera redacción de su ensayo, El profeta de la Revolución rusa, es de
1906; la segunda, de 1936), aspecto que también percibió con inusual agudeza
Nicolás Berdiaev (1874 – 1948) en su temprano estudio, prácticamente
insuperable, dedicado al excelso novelista ruso, El espíritu de Dostoyevski, redactado durante el invierno de
1920-21 (intuición profética que confirman sobradamente novelas como Demonios, de 1870, o Los hermanos Karamásov, de 1879,
especialmente el relato contenido dentro de esta postrera novela conocido con
el nombre de «Leyenda del Gran Inquisidor»), es también sensatamente razonable
pensar que en esas cinco películas citadas (Los
Nibelungos de Fritz Lang se compone de dos partes), sus directores estén
pulsando con profunda intuición la deriva autoritaria, el creciente caos y las
inquietantes turbulencias que asuelan a la mayor parte de Alemania desde el
armisticio firmado el 11 de noviembre de 1918, pero, sobre todo, desde la
fallida experiencia revolucionaria espartaquista iniciada en la segunda semana
de noviembre de 1918 en Berlín, dirigida por Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht,
que fueron asesinados el 15 de enero de 1919, y durante la segunda quincena de
abril de 1919 en Munich (la conocida como Räterepublik
o «República de los Consejos», pues los
líderes del Movimiento Espartaquista, especialmente Rosa Luxemburgo, se habían
inspirado en los soviets, esto es,
los «consejos» de obreros y estudiantes que llevaron al Poder a los
bolcheviques en Rusia, si bien la dirigente comunista alemana fue siempre
partidaria de la máxima libertad de expresión y de un verdadero debate interno
en el seno de la Liga Espartaquista, bautizada así en homenaje al esclavo de
origen tracio, Espartaco, que, a partir del 73 antes de Cristo lideró una
rebelión contra Roma, aplastada en la primavera del 71 por el pretor Marco
Licinio Craso, encontrando Espartaco una heroica muerte en el centro mismo de
la lucha, aunque todavía tuvo Gneo Pompeyo que sofocar poco después otra
insurrección en Apulia y Lucania, que se saldó con una feroz represión, confirmada
por el hecho de que unos cuarenta mil esclavos fueron crucificados en el camino
que conduce de Capua a Roma. Véase, Theodor Mommsen, Historia de Roma, Madrid, Turner, 2003, Libro V, págs. 87-92.
También debe consultarse, Sergei Ivanovich Kovaliov, Historia de Roma, Madrid, Akal, 1973, tomo I, págs. 451-458).
Pero por muy aguda que fuese la penetración de
Lang y de Murnau en la correcta interpretación del sentido de los
acontecimientos ocurridos por entonces en una descompuesta Alemania, ni mucho
menos pudieron intuir o vislumbrar lo que sería el apocalipsis hitleriano. Esa
intuición sí es factible que se concretase más certeramente en el caso de la
película de Fritz Lang titulada M, el
vampiro de Düsseldorf, de 1931, de la que nos informa Kracauer que el
propio Lang le confesó en 1930 que en un principio, antes de que el filme
entrase en producción, había pensado titularla provisionalmente, y así se
publicó en un anuncio de prensa, Mörder
unter uns («Los asesinos están entre nosotros»), lo que provocó «numerosas
cartas amenazadoras» (Kracauer, pág. 205). Ahora bien, considerar al conde
Orlok de Nosferatu, al Dr. Caligari o
al Dr. Mabuse como prefiguraciones de Hitler, es hacer una lectura, a mi
juicio, demasiado forzada. Esos personajes encarnan el mal y lo siniestro, pero
como componentes magistralmente integrados en esa corriente estética
expresionista, que, según hemos afirmado, halla su hontanar más lejano en la
época del Prerromanticismo y del Romanticismo alemán y nórdico.
Donde sí hay una nítida explicitación y una
concatenación directa entre el criminal médico protagonista y Hitler, es en la
segunda película que hace Fritz Lang sobre el Dr. Mabuse, titulada Das Testament des Dr. Mabuse, de 1932,
«cuando lo que quedaba de la República alemana estaba a punto de
colapsar…especie de defensa última contra el inminente desastre. Pero la
cortina cayó antes que esta producción de Nero fuera presentada, y tan pronto
como los nazis llegaron al poder [30 de enero de 1933], el Dr. Goebbels la
prohibió» (Kracauer, pág. 231). Al poco de ser terminada esta última película,
el propio Goebbels le ofreció a Fritz Lang un importante cargo administrativo
en relación con la nueva cinematografía que debía producir el Reich. Casi sin
solución de continuidad, Lang, sin previo aviso, ni siquiera a su pronazi
esposa Thea von Harbou, marchóse a Francia, desde donde viajó a los pocos años
a los Estados Unidos. Kracauer reproduce las palabras que Lang escribió poco
antes del 19 de marzo de 1943, cuando El
testamento del Dr. Mabuse llegó al público de Nueva York, un prólogo en el
que explicaba sus intenciones originales: «Esta película está hecha como una
alegoría para mostrar los procedimientos terroristas de Hitler. Los slogans y doctrinas del Tercer Reich han
sido puestos en boca de criminales. De esta manera, yo esperaba denunciar la
encubierta teoría nazi de la necesidad de destruir deliberadamente todo lo que
es precioso para un pueblo…» (Kracauer, pág. 231).
Hemos dicho que La luz azul estaba terminada en 1931 (el rodaje comenzó en agosto),
y que no es hasta finales de febrero de 1932 que Leni Riefenstahl escuche por
vez primera a Hitler, en un discurso pronunciado en el Palacio de los Deportes
de Berlín. También en sus Memorias
nos cuenta que fue el 18 de mayo siguiente cuando se decidió a escribir a
Hitler por primera vez, manifestándole su admiración. Es decir, que cuando
finaliza el rodaje de La luz azul,
Riefenstahl, que no se había interesado nunca por la política, desconoce la
ideología nacionalsocialista y tampoco sabe con precisión quién es Adolfo
Hitler. Afirmar, como hace Kracauer en su libro, que «el crecimiento de las
tendencias pronazis durante el periodo prehitleriano no podía confirmarse mejor
que por el aumento y la evolución específica de los “filmes de montaña”» (pág.
239), filmes a los que pertenece La luz
azul, o decir sobre esta película que la protagonista «muchacha de la
montaña se conforma a un régimen político que descansa sobre la intuición,
adora la naturaleza y cultiva mitos» (pág. 241), es presuponer una tendencia
ideológica determinada en unas películas que no necesariamente son prisioneras
de ella. El que un número indeterminado de dirigentes del régimen político
nazi, de un modo por cierto que supone una absoluta manipulación,
tergiversación y mixtificación de los conceptos, manifestase una ambigua
inclinación por la intuición, la naturaleza y los mitos de procedencia
germánica, no significa que la intuición artística, la fascinación ante el
espectáculo grandioso de la naturaleza o las viejas leyendas germánicas sean de
por sí nazis, esto es, cuestiones, cosas y actitudes indefectiblemente de un
carácter antisemita y totalitario. Nacionalsocialistas, antisemitas y
totalitarias son las personas, o, si se prefiere, tales acepciones pueden
adjudicársele a un régimen político precisamente por estar constituido por unas
personas que defienden esas concretas inclinaciones ideológicas, pero ni la
visión «sublime» (en sentido kantiano) de la Naturaleza, ni la facultad intuitiva
de los artistas ni los mitos germánicos son o pueden ser nazis en sí mismos
considerados (per se). Lo que sí
pueden es ser susceptibles de ser perversa y diabólicamente manipulados por
individuos de ideología nazi, de igual modo que la ideología marxista-leninista
o la maoísta tergiversan y mixtifican hasta lo irreconocible multitud de
sentimientos, pensamientos, pasiones, facultades, hechos o cosas. No sólo el
hombre y la realidad empírica, sino los propios objetos pueden ser susceptibles
de la más ominosa manipulación por los regímenes totalitarios, en el sentido
real de las consecuencias que esa manipulación del objeto puede tener en la
conciencia individual, haciendo que se incline hacia el crimen o hacia la
aceptación de la privación de libertad. Pensemos en la puesta en escena, en la
calculada teatralización, en la liturgia pseudo pagana y pseudo religiosa de
las concentraciones o manifestaciones nazis, con sus antorchas, velas,
uniformes, gestos, discursos, insignias y símbolos. La misma valoración, aunque
cambien las apariencias externas, nos merecen los desfiles que se llevaban a
cabo durante la época del comunismo soviético en el grandioso escenario de la
Plaza Roja de Moscú, delante de los más altos dirigentes de la nomenklatura, gesticulando como
autómatas en la terraza del Mausoleo de Lenin, proyectado por el arquitecto
Aleksey Shchusev y construido en octubre de 1930. Otra cosa muy distinta es la transformación
estrictamente estética o simbólica que puede operar en un objeto un artista
expresionista, dadaísta o surrealista, pues incluso en el caso de que esa
metamorfosis sea «diabólica» o «siniestra», no trasciende las fronteras de lo
poético y de lo estético. Así debemos entender, a mi juicio, las palabras del
mencionado crítico Rudolf Kurtz que reproduce Lotte Eisner: «la fuerza dinámica
de los objetos grita su exigencia de ser creados», razón que para la
historiadora «explica la obsesión que impregna el hechizado decorado de Caligari». O la atinada observación de
la misma estudiosa cuando, unas pocas líneas antes, a propósito de la novela El Golem, del escritor austriaco Gustav
Meyrink y publicada en 1915, dice que «para los autores de lengua alemana, la
calle resulta ser frecuentemente diabólica» (Lotte Eisner, pág. 30). Lo mismo
podríamos afirmar de los extraordinarios decorados realizados por el gran
arquitecto expresionista alemán Hans Poelzig para recrear el ghetto judío de Praga en la película Der Golem, de Paul Wegener (1920),
inspirada en la novela homónima de Meyrink. O de la goleta Empusa surcando con su siniestra carga el proceloso mar con sus
velas completamente desplegadas, en dirección a la imaginaria Wisborg
(suplantación de la ciudad alemana de Bremen), en Nosferatu de Murnau. A propósito de esta película de Murnau, y del
modo de presentar los objetos, las cosas y el vampiro, cuando la goleta se
desplaza por las aguas, comenta el historiador y crítico Vicente Sánchez-Biosca
(Valencia, 1957) que «incluso los objetos van tiñéndose de un off que proyecta, desde un invisible
foco de luz, lo inquietante, lo inestable. Porque el elemento líquido que
presentan los planos 402 y 409 va ligado a la presencia de Nosferatu por medio
de un doble desplazamiento (elemento intermedio: el barco “Deméter”) [Empusa, pues Deméter es el nombre del barco en la novela de Bram Stoker], sin
que para ello el agua y el vampiro hayan aparecido juntos ni una sola vez»
(Vicente Sánchez-Biosca, Del otro lado:
la metáfora. Los modelos de representación en el cine de Weimar, pág. 75).
A nadie se le ha ocurrido, por último, tildar de
nazi a Fritz Lang por la magnífica escenografía wagneriana, impregnada de
resonancias mitológicas germánicas, que ordenó realizar en Die Nibelungen, una grandiosa puesta en escena que tanto influiría
en la propia Leni Riefenstahl cuando realizó Der Triumph des Willens («El triunfo de la voluntad»), de 1936, la
magistral película-documental, desde el punto de vista de la propaganda―la
propaganda, eso que tanto interesó, para poder manipular impunemente a las
masas, a Lenin, a Stalin, a Hitler y a Joseph Goebbels―y de la técnica fílmica
que le fue encargada para ofrecer una enaltecedora e hipnotizadora visión de
las anuales concentraciones del Partido Nazi en Nuremberg.
*****
Lotte Eisner apenas se ocupa de La luz azul en su libro. Reconoce la
hermosura de los planos del operador austriaco, Hans Schneeberger (1895 – 1971),
que ya había trabajado para Arnold Fanck, y quizás lleve razón cuando afirma
que «las cabras temblorosas y las ovejas balando estropean el poder de la
imagen». También apunta que «el frescor y la espontaneidad de las tomas de
vista al aire libre se ven perjudicadas por esos planos demasiado lisos,
demasiado perfectos que se realizaban en estudio en caso de ascensión demasiado
difícil o de acrobacias demasiado peligrosas; eran ejecutados en paisajes de
sal y polvos blancos que representaban la nieve y el hielo» (Lotte Eisner, pág.
217). Tampoco podemos olvidar la espléndida fotografía del austriaco Walter
Riml (1905 – 1994). Hay quien afirma que el cineasta y escritor húngaro Béla
Balázs (1884 – 1949) fue codirector del filme (por ejemplo, así lo certifican
Kracauer y Lotte Eisner), pero los títulos de crédito sólo nos indican muy vagamente
que su tarea fue la de colaborador del guión. La interpretación principal se la
reserva la propia Leni Riefenstahl, filmada de tal manera, bien se trate en un
plano general de su figura o en un primer plano de su rostro (escasísimos en la
película, pero suficientes para que su indómito y sensual semblante no se nos
olvide nunca), que su sola presencia «inunda» toda la pantalla, como si de un
ascua encendida o de una fosforescencia irisada se tratase, siendo únicamente
comparable en cuanto a su fuerza icónica a la solitaria y casi inaccesible
estribación rocosa del monte Cristallo y al caudaloso, inagotable y altísimo
salto de agua que parece proteger con su arrolladora e ingobernable fuerza
natural el diminuto pueblo de Santa María que hay a sus pies.
No son muy abundantes los diálogos hablados, ni
tampoco son especialmente necesarios, pues lo determinante son las imágenes del
espectáculo grandioso de la naturaleza, de los rebaños, del dédalo de
callejuelas de la aldea y de la lozana muchacha, que responde al nombre de
Junta. Esa relativa carencia de diálogos en una película sonora, tiene relación
con la proximidad cronológica y conceptual de la autora con el cine mudo, en el
sentido, como señalaba en 1933 Rudolf Arnheim (1904 – 2007), de que «el habla
no sólo reduce el cine a un arte de representación dramática, sino que también
interpone un obstáculo a la expresión de la imagen. Mientras mejor era el cine
mudo, más estrictamente solía evitar la presentación de seres humanos en el
acto de hablar, por muy importante que es el habla en la vida real. Los actores
se expresaban mediante la postura y la expresión facial […] Es evidente que no
puede anexarse la palabra a la imagen inmóvil (fotografía, pintura); pero la
palabra resulta igualmente inadecuada para el cine mudo, cuyos medios de
expresión se asemejan a los de la pintura. Justamente, la ausencia del habla
llevó el cine mudo a desarrollar un estilo propio, capaz de condensar la acción
dramática» (Rudolf Arnheim, El cine como
arte, Buenos Aires, Infinito, 1971, pág. 183). Ejemplos supremos de la
reflexión que acabo de citar del eminente representante alemán de la Gestalt o Psicología de la Forma, son
dos películas mudas de Murnau: Der Letzte
Mann («El último», 1924), donde no hay ningún rótulo, y Sunrise («Amanecer», 1927), el más portentoso,
poético y hermoso homenaje de despedida al cine silente jamás filmado, donde el
número de rótulos es escasísimo, pudiendo el espectador prescindir de los
mismos, es decir, ver la película con los rótulos en el idioma que tenga a su
disposición, pues la imagen lo es todo: personajes, rostros, gestos, bullicio de
la gran ciudad, naturaleza, sombras de la noche y claridad del día, la granja,
el lago o cualquier otra cosa que sea. Mucho de lo que afirma Rudolf Arnheim,
insisto, es aún aplicable a una película como La luz azul, que tampoco puede ser calificada de «expresionista»,
aunque participe de algunos elementos de esta corriente estética históricamente
concreta de Alemania, casi exclusivamente restringida al arco cronológico que
va de 1905 a 1925, aunque se dejó sentir en amplias zonas de lengua alemana y
de influencia germánica de toda la Europa central. Sobre la ligereza con que
algunos críticos y comentaristas incluyen indiscriminadamente numerosísimas
películas del periodo de Weimar dentro de la estética expresionista, ya
advertía del error Lotte Eisner en un artículo de 1964, «Contribution à une
définition du film expressionniste», publicado en Aix-en-Provence en el número
25 de la revista L’Arc, dedicado
monográficamente al Expresionismo, artículo del que reproduce Vicente
Sánchez-Biosca una cita que dice lo siguiente: «Hay que concluir que no puede
hablarse más que en casos extremadamente raros de un expresionismo íntegro y
puro. El expresionismo existe en la estructura de un film―en el decorado. Ya
mucho menos frecuentes son los intérpretes netamente expresionistas. En lo que
respecta a la iluminación, hay que decir que muy pocos filmes lo son realmente.
La mezcla de estilos es frecuente…» (Vicente Sánchez-Biosca, pág. 53).
La historia narrada en el film es muy sencilla y
puede resumirse en pocas palabras. La joven Junta (Leni Riefenstahl), que vive
en un estado semisalvaje en una cabaña situada junto al monte Cristallo, en las
Dolomitas italianas, se encuentra completamente fascinada por el fulgor que
desprenden los trozos de cuarzo que rodean por doquier una gruta, prácticamente
inaccesible, que hay en el corazón de la montaña, a la que suele acudir para
contemplar absorta las brillantes piedras. De vez en cuando baja al cercano pueblo
de Santa María, donde sus habitantes, apegados a tradiciones ancestrales llenas
de prejuicios, la consideran una bruja o hechicera de los bosques,
principalmente porque la indómita muchacha parece poder subir sin dificultad
hasta las entrañas del elevado monte, trayendo en sus manos muestras
espléndidas de cristales de cuarzo resplandecientes, mientras que los jóvenes
de la aldea, que sobre todo en las noches de luna llena sienten una atracción
irresistible e irracional hacia la montaña, se despeñan de manera periódica,
dejando en la más completa desolación a sus familias. Es como si una maldición
se abatiese sobre la aldea. La imprevista llegada de un pintor proveniente de
la ciudad―Kracauer afirma que es vienés―, Vigo (Mathias Wiemann), que con arrojo
detiene, al poco de llegar, a la multitud enfurecida que pretende poco menos
que linchar a la harapienta habitante de las cumbres, así como la decisión del
joven artista, que ha seguido los pasos de Junta hasta su refugio, de quedarse
a vivir con ella y con un zagal, Guzzi, que es el único amigo de la muchacha,
cambia la actitud de ésta, comenzando a sentir una para ella desconocida
atracción por el pintor, un tanto mediocre en sus realizaciones plásticas
aunque caballeroso, honesto y de buen corazón. Pero, sin pretenderlo, al
descubrir el tesoro que encierra la montaña, el pintor les hace saber el camino
menos peligroso a los habitantes de la aldea, en la creencia que puede
beneficiar tanto a estos como a la indigente Junta. Cuando los aldeanos han
saqueado toda la gruta y se han marchado con grandes canastas llenas de las
preciadas piedras, la posterior llegada de Junta a la hendidura de la montaña
la sume en la más absoluta desolación, resbalando y cayendo a un precipicio
durante el descenso, pues ya no existe la guía natural del fulgor de los
cristales, la luz azul misteriosa e irresistible de las noches de luna llena.
Cuando, poco después, el joven pintor acude a la montaña, se da cuenta de
inmediato que ha llegado demasiado tarde, pues Junta yace sin vida en medio de
las rocas. El hijo del dueño de la posada, Tonio, que sentía a su vez una
extraña y contradictoria atracción por Junta, a pesar de ser requerido
insistentemente por una hermosa, decidida y ambiciosa jovenzuela del pueblo,
también se ha despeñado casi simultáneamente al accidente fatal de Junta, pues
la ha seguido furtivamente como enloquecido.
Leni Riefenstahl como Junta en la gruta del Monte Cristallo en La luz azul.
Toda la historia está encerrada en un flash-back, que se inicia con la llegada
a la aldea, ahora próspera, en un veloz deportivo descapotable, de una joven
pareja acomodada de la ciudad, que se alojará en la misma hostería en la que
varios decenios atrás hospedóse el joven pintor, fijándose la atractiva y
resuelta visitante desde el principio en algunos retratos de Junta que hay
colocados en la amplia estancia de la entrada, especialmente uno pequeño sobre
la chimenea, con aspecto de camafeo por su forma ovalada, reproducciones que la
intrigan y que la impulsan a preguntar sobre el enigmático personaje, siendo al
pronto satisfecha por el hostelero, quien hace traer un enorme y grueso volumen
en cuya portada vemos otro retrato de Junta, y en el que relata su historia,
fechada en 1866, números que pueden leerse mediante una aproximación del
objetivo de la cámara al frontispicio del voluminoso libro. Transcurre la
historia que hemos resumido, y la película termina volviendo de nuevo a la mesa
donde había abierto el libro el moderno matrimonio de la ciudad, que acaba de
terminar la lectura y procede a cerrar el grueso volumen. Según se desprende
fácilmente, la historia de Junta ha quedado sumergida en la leyenda.
Los exteriores fueron rodados en tres lugares
distintos. El Crozzon de Brenta o Macizo de Brenta (de entre 3118 y 3135 metros
de altura, en las Dolomitas de Brenta, en la región de Trentino-Alto Adige o
Trentino-Tirol del Sur, al nordeste de Italia, limitando con el este de Suiza y
el sur de Austria), haría las veces de Monte Cristallo, asimismo real en esa
cadena montañosa; la cascada está ubicada en el cantón suizo del Ticino
(Tessin, en alemán); en cuanto al pueblo imaginario de Santa María, con sus
casas de piedra y sus sinuosas callejuelas, sería filmado en el pueblo de
Sarentino (en alemán, Sarntaler), en la provincia de Bolzano, en la citada
región italiana de Trentino-Alto Adige. Todos estos escenarios naturales son
minuciosamente descritos por la escritora Audrey Salkeld, en su documentada
biografía sobre la gran realizadora cinematográfica alemana, cuyo capítulo VI
está íntegramente dedicado a la película La
luz azul (Audrey Salkeld, A Portrait
of Leni Riefenstahl, Random House UK, 1997, capítulo VI).
El filme nos ofrece desde sus comienzos tres
contrapuntos prácticamente irreconciliables. De un lado, la existencia libre,
en perfecta comunión con la naturaleza, bien sean los amplios espacios o las
altas cumbres, de Junta, y, en menor medida, del jovencísimo pastor Guzzi, tan
ajenos al mundo civilizado, a sus normas encorsetadas y esclerotizadas, a sus
leyes y obligaciones burguesas; en segundo término, los aldeanos, graves y de
marcadas facciones, enlutadas las ancianas y vestidos con los trajes típicos
del lugar las mujeres y los hombres, asidos todos a costumbres inmemoriales,
incapaces de evolucionar, ya que tanto sus prejuicios como la maldición que
parece abatirse como una plaga bíblica sobre el minúsculo pueblo, se lo impiden;
en tercer lugar, el pintor de la ciudad, Vigo, que acude a la pequeña población
rural en busca de autenticidad, tratando de huir de la monotonía y del fragor
de la urbe, creyendo de buena fe haber encontrado la inocencia incontaminada en
Junta, y de ahí que tan espontáneamente se decida a vivir junto a ella en la
cabaña de la alta planicie, pero que en realidad no ha comprendido nada, no ha
entendido que la montaña y su tesoro de piedras de cuarzo refulgentes son para
Junta algo como sagrado, aunque ella no sepa exactamente qué es eso de lo
sagrado y de la religión, algo con lo que no puede comerciarse, un valor de
uso, pues le proporciona un infinito e incomprensible placer, y no, como para
Vigo y también finalmente para los aldeanos, una vez que han descubierto que la
gruta es accesible y Junta no es ninguna bruja, una simple mercancía, un valor
de cambio que puede venderse a cambio de dinero. La contraposición y la falta
de entendimiento entre Junta y Vigo, que terminará trágicamente con la muerte
de la muchacha, se nos hace visible incluso a través de la lengua, pues ella
habla un italiano muy pobre de vocabulario y él un perfecto y correcto alemán.
Ella se expresa casi exclusivamente a través de monosílabos y de frases
cortísimas, aunque la mirada y los gestos suplen ese vacío de incomunicación
que no puede llenar el lenguaje. No obstante, aquella contraposición entre
civilización y barbarie no es rígida ni mecanicista, a pesar del fatal
desenlace. El punto de conexión y de entendimiento entre ambos mundos
distanciados, podría estar representado, aunque de un modo también vago y
difuso, por Guzzi, el zagalillo que cuida de los rebaños.
La estética de la película está dominada por el
grandioso espectáculo de la naturaleza salvaje, en donde Junta se integra
plenamente y sin dificultad, y el pequeño pueblo con sus serios y temerosos
habitantes. Pero ello no le impide a la realizadora proporcionarnos algunas
citas cultas, entre las que destaca el grupo escultórico religioso que hay en
un recodo de la carretera que conduce al villorrio, una especie de Calvario
sobre el que se acerca la cámara en tres ocasiones, una de ellas recreándose
con verdadero detenimiento e inconcuso placer estético. Es en esta toma donde
podemos comprobar que la mayoría de las figuras son de piedra pintada, aunque el
pigmento se ha desvanecido casi por completo o se ha conservado sólo fragmentariamente,
pero el Cristo crucificado es de madera, una talla en la que son bien visibles
las vetas y las rajas de la madera abierta por el paso del tiempo. Lo notable
es la conexión del grupo―caracterizado por el modelado abultado de las figuras
de piedra, entre las que distinguimos un personaje que probablemente sea San
Juan Evangelista, y el estilo decididamente expresionista del Crucificado con
sus brazos abiertos―con las tallas alemanas en madera y en piedra de finales de
la Edad Media, siendo relativamente amplio el periodo en el que se inspira
Riefenstahl, ya que oscila, de un lado, entre el célebre y dramático grupo
representando la Koimesis o Tránsito
de la Virgen María, del tímpano de una de las portadas de la Catedral de
Estrasburgo, y, de otro lado, las tallas en madera alemanas bajomedievales
tardías. En cuanto al grupo alsaciano, es una obra de hacia 1230, una maravilla
de composición que se adapta, siguiendo la llamada «ley del marco», al espacio
disponible, y de ahí la correspondencia de las cabezas de los apóstoles con el
arco de medio punto del tímpano, con cuyo intradós chocan literalmente,
mientras que otros dos discípulos cierran el conjunto inclinándose sobre el firme
lecho donde yace la Madre de Dios (un «paréntesis» que elaboraría
magistralmente Roger van der Weyden en su tabla del Descendimiento, de alrededor de 1435, del Museo del Prado),
equilibrándose la horizontal del cuerpo tendido de la Virgen con la figura
femenina inferior que surge solitaria en el centro, sentada en el suelo,
recogida y doliente, cuya réplica inmediatamente superior (ya que lo único que
se interpone entre ambas figuras es el lecho mortuorio de la Virgen, indicando
los amplios pliegues del vestido de María y de la ropa de la cama que nos
hallamos ante una fase avanzada del naturalismo gótico) es la figura de Cristo
de pie, mirando con la cabeza inclinada a su Madre, a la que bendice con la
mano derecha (manteniéndose enhiestos solamente los dedos índice y medio,
alusivos al Espíritu Santo y al propio Cristo, respectivamente), mientras que
el brazo izquierdo sostiene una figurita orante que simboliza el espíritu de la
Virgen, desprendido ya de su cuerpo, señal fehaciente de que se halla en el
seno del Padre y de que estamos, no ante la «agonía», sino ante la «muerte», el
«tránsito» o Koimesis de la Madre de
Dios, según explicaba en 1898, entre otros, el gran historiador francés del
arte Émile Mâle (1862 – 1954), especializado en iconografía de la Edad Media,
pues la Koimesis, de procedencia
bizantina y propia del cristianismo ortodoxo griego, no la vemos en Occidente
hasta el siglo XII, concretamente en el dintel del Portal de la Virgen de la
Catedral de Senlis, de 1185 aproximadamente (Émile Mâle, El arte religioso del siglo XIII en Francia. El gótico, Madrid,
Encuentro, 2001, pág. 274). En lo que atañe a las tallas en madera alemanas
bajomedievales tardías, nos referimos a las del tipo de Tilman Riemenschneider
(en Würzburg desde 1485) o de Veit Stoss, como el famoso medallón con la
Anunciación de la Virgen (de 1517-18), colgado de las bóvedas del presbiterio
(magnífico ejemplo de Hallenkirche o
planta de salón, con las tres naves a la misma altura) de la iglesia de San
Lorenzo de Nuremberg (acerca de este tipo de escultura en madera de finales de
la Edad Media en Alemania, puede consultarse, entre otros, el breve pero muy
preciso análisis que hizo el historiador alemán Gustav Barthel en 1949, Historia del arte alemán, México, D. F.,
Fondo de Cultura Económica, 1967, págs. 83-91, 102-111 y 124-137). No obstante,
el Crucificado en madera de la película de Leni Riefenstahl, enfatiza de tal
modo su expresividad, propia de un cuerpo lacerado, que, sin llegar al
paroxismo de Matías Grünewald en su Altar de Isenheim del Museo de Colmar,
remite a Crucificados más recientes, como los del pintor expresionista alemán
Emil Nolde (1867 – 1956), concretamente el que realizó en la tabla central del
políptico de la Vida de Cristo (1911-1912)
que guarda la Fundación Nolde en Seebüll (en el land alemán de
Schleswig-Holstein, junto a la frontera con Dinamarca), un Cristo con el tronco
huesudo, macilento y de un amarillo salpicado de manchones verdosos, y con un
rostro patético, de hundidos ojos y cejas negras, boca y mentón amarillo y
rojo, pómulos verdes y azulados, y otros detalles que constituyen la
quintaesencia de la estética expresionista de un cierto momento de Die Brücke (Nolde perteneció a este
grupo, invitado por Karl Schmidt-Rottluff, desde 1906 hasta finales de 1907, esto
es, unos dieciocho meses) llevada al arte religioso, aunque la poderosa
individualidad de Nolde, que escapa de la tendencia del grupo originario de
Dresde o de cualquier otra asociación de artistas, lo impregna de una
espiritualidad expresiva inaudita inigualable, que a un creyente de mentalidad
estrecha pudiera parecerle incluso blasfemo e irreverente. El propio Nolde, en
el segundo volumen de la última edición alemana de su Autobiografía, nos informa de la retirada del controvertido
políptico en una exposición organizada por la Real Sociedad de Bellas Artes de
Bruselas que iba a inaugurarse en 1912, debido a las protestas de la jerarquía
eclesiástica: «Yo ignoraba―escribe―, antes de que esto ocurriera, que tanto a
los ministros de la Iglesia evangélica como al clero católico no les gustaban
mis cuadros o no los querían. Callaban. Yo, claro está, no había preguntado a
nadie qué aspecto deben presentar las imágenes religiosas. Surgieron siguiendo
enteramente mi propio instinto: los tipos humanos, también Cristo y los
apóstoles, representados tal como fueran en realidad: labradores y pescadores
judíos» (citado por Manfred Reuther, «La pintura de Emil Nolde y sus cuadros
religiosos», en Emil Nolde. Naturaleza y
Religión, Madrid, Fundación Juan March, 1997, pág. 13). Nolde es otra de
esas personalidades solitarias, de extraordinaria fuerza expresiva, mayor aún
si cabe que el noruego Edvard Munch o el belga James Ensor, que, con el paso
del tiempo, llegaría a afiliarse al Partido Nazi, lo que no sólo no hizo decaer
la enorme calidad de su pintura y de sus dibujos y acuarelas, sino que los
propios nacionalsocialistas lo incluyeron también en lo que ellos denominaron Entartete Kunst («arte degenerado»), un
arte «débil», «deformado», «monstruoso» y rabiosamente «feo» que para Albert
Speer, para Hitler y otros jerarcas nazis era todo lo contrario de lo que debía
ser el arte: varonil, vigoroso, atlético, monumental, grandilocuente y
retórico; en definitiva, vacuo y artificial, una alteración penosa y fatua del
canon clásico de belleza de la época de Mirón, Praxíteles o Fidias, tal y como
la llevó a cabo el escultor Arno Breker (1900 – 1991), predilecto del Führer y de su arquitecto Speer.
Leni Riefenstahl como Junta en La luz azul.
Además de ese grupo escultórico «primitivo»
situado en un hueco de uno de los recodos de la carretera, los otros elementos
cristianos de la película son la entrada de la iglesia del pueblo y un
crucifijo colgado en la pared de la hostería donde se alberga Vigo. Estas
referencias no tienen por parte de Leni Riefenstahl una intención religiosa
concreta, ya que el grupo escultórico, que sí se nos muestra tan
explícitamente, tiene un significado esencialmente estético, no trascendente
desde una perspectiva religiosa. El pequeño crucifico de la hostería se ve
desde lejos, aunque sea dentro de la habitación, y no deja de ser un simple
símbolo, un signo meramente convencional de las tradiciones religiosas de una
aldea de la región italiana del Tirol. Junta vive ajena al mundo de la religión
positiva, de la liturgia cristiana tradicional o de las convenciones religiosas
estrictamente formales, y mucho menos todavía inmersa en un sentimiento
religioso trascendente de carácter personal e íntimo. La mirada entre furtiva y
desconfiada que se cruza con el sacerdote católico que va a entrar en la
iglesia al caer la tarde, y que nos proporciona uno de los mejores primeros
planos del semblante lleno de vida de Junta, un rostro que parece desprender el
mismo fulgor de las piedras que ella tan ensimismada contempla, es una mirada
que por sí misma expresa la inexistencia de cualquier relación de Junta con la
religión, bien sea formal o íntima, y eso queda confirmado muy claramente por
la incomodidad expresiva, traducida en una suerte de desagradable resignación,
que refleja durante un segundo el rostro del sacerdote ante la prevención de la
instintiva criatura de las montañas.
Pero este alejamiento de la religión no
significa, ni mucho menos, que en La luz
azul exista el más mínimo atisbo antirreligioso, o de manipulación espuria
del hecho religioso, o de paganismo pseudorreligioso que vendría a sustituir la
experiencia religiosa interior. A Leni Riefenstahl le interesa sobremanera
mostrar el panorama «sublime» de las montañas poderosas e inaccesibles, así
como la comunión elemental de Junta con ellas, lo que tampoco autoriza a hablar
de una concepción panteísta en el pleno sentido del término, pues lo que de
verdad predomina es la fuerza indomable de la Naturaleza y la libertad inocente
y «salvaje» de la muchacha, ajena e incapaz de adaptarse al reglamentado
proceder de la civilización. Es importante enfatizar el alejamiento de la
cineasta de cualquier actitud mixtificadora del hecho religioso, pues es bien
sabida, y ha sido estudiada con suficiente rigor y objetividad, la patética
tergiversación que determinados ideólogos y jerarcas nazis hicieron del
Cristianismo, más concretamente del mensaje evangélico, adulterándolo de modo
blasfemo, convirtiéndolo en una corriente pseudorreligiosa, ambiguamente
vinculada al supersticioso paganismo antiguo, como si el mensaje de Jesús fuera
susceptible de ser vendido como una mercancía que hiciese las veces de una
poción mágica, como si pudiera emparentarse con sagas, crónicas y leyendas de
resonancias nórdicas, con supercherías relacionadas con poderes sobrehumanos,
con símbolos engañosos o con fórmulas que nos proporcionasen una felicidad
artificial e instantánea. En los últimos años, historiadores como Michael
Burleigh o como Richard Steigmann-Gall se han ocupado con detenimiento de esta
cuestión, aunque no son los únicos que deban conocerse. El historiador
británico Michael Burleigh (nacido en 1955) publicó en 2000 un competente
estudio, El Tercer Reich. Una nueva
historia (Madrid, Taurus, 2002), en el que, entre otros fragmentos
relacionados con la visión religiosa de los nazis, puede leerse: Los nazis despreciaban el cristianismo
por sus raíces judaicas, su afeminamiento, su espiritualidad y su
universalidad. Parecía una negación de la vida frente a su afirmación y
movilizaba valores y sentimientos indeseables. El perdón no era para odiadores
resentidos, ni la compasión de gran utilidad para gente que quería aplastar a
los débiles. En una palabra, el cristianismo era una “enfermedad del alma”
De igual modo que en Sunrise de Murnau, la efímera pero perturbadora secuencia en la que
vemos al marido (George O’Brien) avanzar zigzagueante a través del campo, entre
los arbustos, iluminado por la luna llena, dirigiéndose al encuentro de su
frívola y aviesa amante, nos remite directamente
a las distintas versiones del conocido cuadro Zwei Männer in Betrachtung des Mondes («Dos hombres
contemplando la luna», cuya
primera versión es de 1819 y está en la Gemäldegalerie de Dresde), del pintor romántico alemán Caspar David Friedrich, en La luz azul la visión imponente,
intemporal y sustraída a las contingencias humanas del Monte Cristallo se
relaciona inevitablemente con el concepto de lo «sublime» del Prerromanticismo,
tal y como ya lo definiera Manuel Kant en sus Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, ensayo
publicado en Königsberg en una fecha tan prematura como 1764. Frente al
sentimiento de lo «bello», lo «sublime» es, por ejemplo, «la vista de una
montaña, cuyas nevadas cimas se alzan sobre las nubes; la descripción de una
tempestad furiosa o la pintura del infierno por Milton», cosas que «producen
agrado, pero unido a terror». «Altas encinas y sombrías soledades en el bosque
sagrado son sublimes […] La noche es sublime […] En la calma de la noche
estival, cuando la luz temblorosa de las estrellas atraviesa las sombras pardas
y la luna solitaria se halla en el horizonte, las naturalezas que posean un
sentimiento de lo sublime serán poco a poco arrastradas a sensaciones de
amistad, de desprecio del mundo y de eternidad […] Lo sublime conmueve […] Lo
sublime ha de ser siempre grande […], sencillo […] Una gran altura es tan
sublime como una profundidad […] Un largo espacio de tiempo es sublime» (Manuel
Kant, Lo bello y lo sublime. Ensayo de
Estética y de Moral, Madrid, Espasa-Calpe, 1937, págs. 9-11. La traducción
es de Ángel Sánchez Rivero).
Pero simultáneamente a esta estética de lo
sublime, y sin que tenga por qué entrar en contradicción con ella, pueden detectarse
en La luz azul rasgos procedentes del
Expresionismo histórico alemán, aunque hemos dejado bien sentado que no se
trata de un filme expresionista, sino con influencias dispersas de ciertas
concepciones e ideas expresionistas. Pensemos, por ejemplo, en esa sintonía de
Junta con la Naturaleza, esa inclinación profunda a vivir en el seno de una
Naturaleza virgen, preservada del caos de la gran ciudad, del mismo modo que
algunos miembros de Die Brücke―Ludwig
Kirchner, Erich Heckel y Max Pechstein―se encontraron felices durante los
veranos de 1909 y 1910 compartiendo una desinhibida estancia en los
lagos de Moritzburg, al norte de Dresde, viviendo casi desnudos, pintando y
dibujando de un modo tan fraternal que sus estilos prácticamente se confunden (Magdalena
M. Moeller, «La unidad “arte-vida” en la pintura del grupo “Puente”», en Museo Brücke Berlín, Madrid, Fundación
Juan March, 1993, pág. 19). Durante esa estancia junto a las lagunas, «los
dibujos, grabados y pinturas de los artistas del Brücke unificaron la figura
humana y el paisaje. Esta absorción de la figura en la naturaleza se llevó con
frecuencia al extremo de que las manos o pies de los desnudos resultaban
indistinguibles del follaje que los rodeaba» (Peter Selz, La pintura expresionista alemana, Madrid, Alianza, 1989, pág. 119.
La edición original en inglés es de 1957). El modo de vivir de Junta, su
comunión con la Naturaleza, su afán de libertad «primitiva», coincide también
plenamente con las aspiraciones que Emil Nolde manifiesta en algunos de sus
textos: «Los hombres primitivos viven en su naturaleza, forman una cosa con
ella y son parte del todo […] Lo absoluto, puro, fuerte, era mi alegría,
dondequiera que lo encontrase: desde el arte primitivo y popular hasta el más
alto exponente de una belleza libre […] Todo lo primitivo y primigenio volvía
una y otra vez a cautivar mis sentidos. El inmenso mar agitado está todavía en
estado primitivo, el viento, el sol, sí, el cielo estrellado siguen casi tal
como eran hace cinco mil años» (Walter Hess, Documentos para la comprensión del arte moderno, Buenos Aires,
Nueva Visión, 1983, pág. 64. El editor Walter Hess, cuya antología data de
1956, indica con precisión la procedencia de las citas que acabo de
reproducir). Asimismo, también podría haber suscrito la iletrada Junta lo que
el pintor Ernst Ludwig Kirchner (1880 – 1938) le escribía en una carta al
pensador existencialista Eberhard Griesebach el 1 de diciembre de 1917: «El
gran misterio que se oculta detrás de todos los procesos y cosas del mundo que
nos rodea se hace muchas veces visible o sensible, a modo de esquema, cuando
hablamos con un ser humano, nos encontramos en medio de un paisaje, o bien
cuando unas flores u objetos nos hablan de pronto» (Walter Hess, Documentos para la comprensión del arte
moderno, pág. 68).
Leni Riefenstahl, que indica a su operador Hans Schneeberger que haga esas tomas impresionantes de la imponente
cascada que, como un genio protector, parece resguardar al pueblo con su
inagotable fuerza, y del compacto macizo gigantesco del Monte Cristallo, está
mirando la Naturaleza, no tanto con los ojos del cuerpo, sino con esos «ojos
del espíritu» de los que hablaba Goethe y que tan maravillosamente pondera el
escritor austriaco Hermann Bahr (1863 – 1934) en uno de los más bellos
capítulos―«El ojo del espíritu»―de su clásico ensayo de 1916 sobre el
Expresionismo (Hermann Bahr, Expresionismo,
Murcia, Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos, 1998, págs. 79-90).
Numerosos planos y secuencias de La luz
azul también coinciden con el espíritu que anima muchas palabras, términos
y conceptos vertidos por el escritor alemán Kasimir Edschmid (1890 – 1966) en
la conferencia que pronunció, el 13 de diciembre de 1917, ante la Unión de
Intelectuales y Artistas Alemanes, publicada en 1918 con el título de El expresionismo en la literatura, otro
texto canónico (utilizo la traducción directa del alemán que le encargué en el
otoño de 2007 a Jaime Guitart del texto de Edschmid, tal y como se recogía en la
clásica recopilación de Paul Raabe, Expressionismus. Der Kampf um eine literarische Bewegung, Deutscher Taschenbuch Verlag
GmbH & Co. KG, München, 1965, págs. 90-107). En aquella influyente alocución,
decía, entre otras cosas, Edschmid: «Quien está dentro y se compromete tiene,
además del tiempo, el anhelo de que la expresión que él da a la forma infinita
sea la permanente […] El espíritu no se desarrolla con lógica […] El
Expresionismo tiene muchos antepasados en lo sublime y lo total […] Los hechos
sólo tienen significación en la medida en que la mano del artista capta a
través de ellos lo que se esconde detrás […] Todo adquiere relación con la
eternidad […] El arte, que pretende solamente lo auténtico, elimina lo
accesorio». En 1963, Jean Mitry, en unas preciosas páginas dedicadas al cine
expresionista en las que también citaba unas líneas de la conferencia de
Edschmid, decía que «conviene efectuar la unión entre lo “individual”, siempre
impulsivo y móvil, y lo “absoluto”, cósmico, universal y estático» (Jean Mitry,
Estética y psicología del cine. 1. Las
estructuras, Madrid, Siglo XXI, 1978, pág. 249). En el primer número de la
mítica revista de vanguardia Der Sturm
(«La tempestad» o «La tormenta», que puede ser considerada como la más
importante publicación defensora de la estética expresionista en Alemania,
seguida de Die Aktion), fundada por
Herwarth Walden, aparecido el 3 de marzo de 1910, podía leerse un artículo de
Rudolf Kurtz, muy anterior a sus posteriores inclinaciones cinematográficas, en
el que rechazaba todo tipo de naturalismo, por considerarlo una manifestación
burguesa contraria a la vida, en el que abominaba del liberalismo, de la
dignidad y de la racionalidad del público burgués, y reivindicaba el mundo de
los instintos (como veinte años después Leni Riefenstahl), de las fuerzas
oscuras, de la libertad creadora sin cortapisas de ninguna clase, siendo para
él Federico Nietzsche, que sólo hacía un decenio que había muerto, el verdadero
modelo a seguir, pues en su pensamiento y en su escritura filosófica la
trivialidad mezquina del naturalismo burgués era pulverizada (Lionel Richard, Del expresionismo al nazismo. Arte y cultura
desde Guillermo II hasta la República de Weimar, Barcelona, Gustavo Gili,
1979, págs. 46-47).
Tanto Hermann Bahr como Kasimir Edschmid subrayan el carácter antiimpresionista
y antinaturalista del Expresionismo. Esta opinión, en tanto que el Naturalismo
(pensemos en Émile Zola) y el Impresionismo (pensemos en los cuadros de Claude
Monet) eran movimientos artísticos burgueses, podría perfectamente haberla
suscrito Leni Riefenstahl, y, de hecho, tal orientación estética subyace en La luz azul. Pero en esta película hay
también un desusado interés por lo antropológico y lo etnográfico,
entremezclado con el folklore popular (a través, principalmente, del atuendo,
del vestido). En dos o tres ocasiones, aunque de un modo particularmente
enfático en aquella secuencia donde Junta y el sacerdote entrecruzan sus
miradas ante las de varias campesinas mayores que se disponen a entrar en la
iglesia, la realizadora quiere que la cámara escrute el rostro arrugado, en
poderosísimos primeros planos, de las lugareñas entradas en años, un movimiento
de cámara que entronca, de un lado, con el realismo fotográfico y pictórico,
pero en el que finalmente se impone esa pasión etnográfica que desarrollaría Leni
Riefenstahl tan acusadamente en la última etapa de su carrera, por ejemplo en
su magnífico reportaje fotográfico sobre los Nuba de África, publicado por vez
primera en alemán (Die Nuba, 1974), y
al año siguiente en inglés (The Last of
the Nuba, 1974). Los rostros de las ancianas del pueblo de Santa María en La luz azul, que también lanzan una
mirada de censura a la incivilizada Junta, están literalmente como esculpidos
por la cámara de Hans Schneeberger, y, por
momentos, detectamos reminiscencias de algunas cabezas pintadas por Rembrandt y
por Frans Hals en la Holanda del siglo XVII, tan extraordinariamente recreadas
después por el realizador danés Carl Theodor Dreyer en Ordet («La Palabra», 1955), cuando la cámara planea despacio―cual
si se tratase de un vuelo de pájaro a baja altura, antes de posarse sobre el
suelo―sobre las cabezas de los asistentes al comentario de un pasaje bíblico
que pronuncia en su casa Peter el sastre para sus vecinos. Pero Leni
Riefenstahl prefiere encarar los semblantes, bien sea de frente o ligeramente
ladeados, con una minuciosidad extrema, obsesiva, a fin de que cualquier
detalle quede registrado. Su interés, no obstante, y no debemos olvidarlo, no
es psicológico, mucho menos espiritual o religioso (como sucede cuando el
artista, caso de Dreyer, se acerca al hombre considerando a éste como imagen de
Dios), sino estrictamente etnográfico. Esa pasión por el detalle (tan evidente
en los primeros planos de las cabras y de las ovejas que cuida el pastorcillo Guzzi,
aunque también en los herrajes interiores de la puerta de la hostería―tan
parecidos a los de la puerta de una de las habitaciones del castillo del conde
Orlok en Nosferatu―, en los marcos de
las ventanas, en los objetos domésticos), que en principio podría resultarnos
chocante en una película que tanto entusiasmo muestra por los espacios abiertos
al aire libre, la encontramos en el cine expresionista, en el Kammerspielfilm y en las películas
asociadas a la Neue Sachlichkeit
(«Nueva Objetividad»), de igual modo que volveremos a hallarla en Leni
Riefenstahl y en los filmes del periodo prehitleriano. En el cine expresionista,
un ejemplo supremo―acabamos de anunciarlo―es de nuevo Nosferatu de Murnau: reparemos en la precisión con que está filmado
el mobiliario y los objetos de la casa de Thomas Hutter, o cómo podemos ver con
el mayor detalle los tirabuzones del hermoso cabello negro de Ellen Hutter, o
la asombrosa exactitud y textura del empedrado del suelo cuando, en un soberbio
picado, la cámara enfoca al funcionario municipal que anuncia las medidas
preventivas que la población de Wisborg debe tomar contra la epidemia de peste,
o los marcos de las ventanas, por no hablar del velamen de la goleta Empusa, que, con independencia de su
preeminente carácter simbólico, puede ser descrito con absoluta precisión por
cualquier buen marino. En lo que atañe al Kammerspielfilm,
tan influido por las nuevas concepciones teatrales de Max Reinhardt de unidad
de espacio, tiempo y acción, otra vez nos topamos con Murnau, por ejemplo en el
ya citado Der Letzte Mann, pues, a
pesar de que aquí la cámara, dirigida por Karl Freund, es una cámara
fundamentalmente móvil, hay planos del actor Emil Jannings que, si los
congelamos, podremos escudriñar en su sombrío rostro el desordenado cabello,
las profundas y onduladas arrugas de la frente, la sangre que fluye chorreando
desde la sien izquierda, las pronunciadas ojeras, la condecoración que pende de
su uniforme, etc. En cuanto a la Neue
Sachlichkeit, nada comparable, en este sentido, con dos películas de G. W.
Pabst, Die Freudlose Gasse («Bajo la
máscara del placer», 1925) y Die Büchse
der Pandora («La caja de Pandora», 1929), donde el director, en la primera
de ellas, recréase tan primorosamente en los objetos y enseres de la vivienda
en donde habitan cerca de la pobreza Greta Rumfort (Greta Garbo), su padre y su
hermanita, mientras que en el otro filme, especialmente en las escenas del
interior del apartamento de Lulú (Louise Brooks), costeado por su respetable y
acaudalado amante, el refinamiento y cuidado del decorado (sillas, mesas,
cortinas, libros) es de los más logrados de la historia del cine mudo.
Hemos afirmado que La luz azul no puede ser considerada bajo ninguna circunstancia
como una película expresionista, al modo indubitable en que lo son Caligari o Nosferatu, pero también hemos dicho que contiene ciertos elementos
de la estética expresionista, mejor aún, rasgos de la concepción expresionista,
tal como se manifestó desde 1905-1910 en la pintura, la poesía y la literatura,
aunque de nuevo debemos insistir en la amalgama de ideas, a veces
contradictorias, que se esconden bajo el término Expresionismo, y cómo este vocablo―que
emplean y al que se adscriben entusiastas quienes quieren romper lazos con el
inmediato pasado estético naturalista e impresionista, no con el Simbolismo
francés―tiene profundas raíces en el «Yo» romántico alemán, subjetivo,
intuitivo, misterioso, así como en el decidido afán de libertad creadora por
parte del artista y en la admiración ante la Naturaleza salvaje, primitiva,
incontaminada, originaria, primigenia, sublime, infinita. Una prueba
incontestable de las variadas opiniones que sobre lo que había de entenderse
por Expresionismo existía en Alemania al comienzo del periodo de Weimar, es lo
que escribió el publicista, historiador del arte y crítico alemán Friedrich
Markus Huebner (1886 – 1964) en su texto «Der Expressionismus in Deutschland», aparecido
en mayo de 1920 en la conservadora publicación mensual berlinesa Preussische Jahrbücher. Algunas de las
ideas de Huebner podría haberlas suscrito sin dificultad Leni Riefenstahl, pero
otras no. Para Huebner, «el expresionismo se porta como un enemigo con respecto
a la naturaleza»; pero este «antinaturalismo» no debemos entenderlo aquí en el
sentido de contrario al drama naturalista burgués (por ejemplo, el del noruego
Henrik Ibsen), sino como exponente de la oposición entre el hombre y la
Naturaleza. Ésta, continúa Huebner, «no es algo objetivamente invariable ni
supera en nada al hombre. Se presta a cualquier modo de representación; es la
nada y sólo se vuelve forma y figura gracias al hombre, que le insufla un
sentido, animándola. La naturaleza es la materia original infinitamente dúctil
y moldeable en donde dormitan todas las posibilidades […] El expresionismo
[considera] la utopía [como] su concepción del mundo. Reinstala al hombre en
medio de la creación […] El hombre vuelve a empezar por donde empezara hace
millones de años. Tiene permiso para ser tan libre y tan cándido como un recién
nacido» (Lionel Richard, pág. 53). Es decir, que para Huebner es el ojo del
hombre, la mirada del hombre sobre la naturaleza, la que otorga forma a ésta,
moldeándola con su intuición creadora. ¿No es eso lo que lleva a cabo Leni
Riefenstahl en La luz azul? ¿No es su
particular mirada hacia las solitarias e inaccesibles montañas la que convierte
en sagradas las cumbres? ¿No sitúa ella a Junta en medio de la naturaleza, como
un ser inocente, libre, incontaminado y «cándido»? El «antinaturalismo» de
Huebner, paradójicamente, ensalza a la propia Naturaleza, aunque otorga clara
preeminencia a la capacidad del hombre para transformarla, para percibirla de
una determinada manera, dependiendo de la personalidad del artista. Este
antinaturalismo lo volvemos a encontrar en 1912 en el pintor que tanto amaba
los caballos, Franz Marc, uno de los fundadores, junto con Wassily Kandinsky,
de Der Blaue Reiter en diciembre de
1911; aquel año, en la revista berlinesa Die
Pan-Presse, editada por Paul
Cassirer, escribía Franz Marc que la presencia de la naturaleza se da en
cualquier situación, en nosotros y fuera de nosotros, y que sólo hay una cosa
que se halle, en esencia, audazmente distanciada de la naturaleza: el arte
(Lionel Richard, págs. 55-56; ver también, Klaus von Beyme, On Political Culture, Cultural Policy, Art
and Politics, Heidelberg, Springer, 2014, pág. 121). También Leni
Riefenstahl, en La luz azul, se
acerca a la naturaleza al mismo tiempo que se distancia de ella, pues no
podemos olvidar que su película es un producto artístico, esto es, se trata de su intransferible visión de la
naturaleza y del ser humano dentro de ella, o, si se prefiere, de su anhelo, su sueño, su utopía de lo
que debe ser la naturaleza y la relación del hombre respecto de ella, que para
la realizadora alemana tiene que ser una relación de libertad mutua, de no
sometimiento, ajena, por tanto, a los preceptos de la civilización, que siempre
es norma, contención, limitación, convencionalismo. Aunque también podría
contestársele, con palabras de Kant, de Hegel o del propio Ernst Cassirer, que
sin civilización no hay auténtica libertad. La libertad individual fuera de la
civilización es un espejismo, un sueño irreal, una fantasmagoría, una fantasía
de la imaginación.
Por último, tampoco debemos olvidar la profunda
relación de Leni Riefenstahl con la mitología nórdica y germánica, que ella
relaciona estéticamente con la insignificancia del ser humano ante la
inmensidad cósmica de las altas montañas solitarias y herméticas. En un cuadro
muy famoso del gran pintor flamenco Pieter Brueghel el Viejo, titulado La caída
de Ícaro, de hacia 1558, conservado en los Museos Reales de Bellas Artes de
Bruselas, pueden transcurrir unos pocos segundos hasta que no descubrimos cómo
cae el hijo de Dédalo y de Náucrate al agua, según nos narra el mito por
haberse aproximado demasiado al Sol con unas alas de cera. El gran historiador
y sociólogo del arte de origen húngaro Arnold Hauser (1892 – 1978), hablaba en
1951 de «sentimiento cósmico» al referirse a Brueghel, y, sin duda, está
pensando sobre todo en ese cuadro de Ícaro, aunque también en Cazadores en la nieve (enero), Día nublado (febrero) o, muy
especialmente, Tormenta en el mar
(Arnold Hauser, Historia social de la
literatura y el arte, Madrid, Guadarrama, 1972, tomo II, pág. 59). La
inmensidad de la Naturaleza lo domina todo; el hombre es un ser diminuto,
infinitamente pequeño frente a la Naturaleza y el Universo, cuyas fuerzas no
puede controlar. Ésta característica, aunque a algunos les cueste entenderlo,
sería un rasgo fundamental del Manierismo de la segunda mitad del siglo XVI, un
periodo de crisis en el que el hombre se siente desplazado, arrinconado. En
otro importantísimo libro posterior, de 1964, Hauser es más explícito aún, y,
de hecho, es en él donde reproduce los tres cuadros de Brueghel que acabo de
mencionar: «Uno de los rasgos más dominantes del manierismo de Brueghel
consiste en hacer desaparecer al individuo en la multitud o en la naturaleza
[…] Los orígenes de la pintura del paisaje se encuentran en estrecha relación
con este desplazamiento del individuo del centro de la imagen del mundo»
(Arnold Hauser, El Manierismo. La crisis
del Renacimiento y los orígenes del arte moderno, Madrid, Guadarrama, 1965,
pág. 269). Volvamos a La luz azul, en
concreto a esos extraordinarios planos generales en los que se ve la inmensidad
del Monte Cristallo y una diminuta figura humana escalando la vertical pared de
la roca, un plano donde el negro de la montaña sobre el color claro del cielo
acentúa el empequeñecimiento de la intrépida escaladora, cuya móvil y ajetreada
silueta se recorta sobre el fondo del infinito cielo. Este plano se repite dos
o tres veces, y siempre nos provoca idéntica sensación de infinito, del
carácter sublime de la Naturaleza y de la presencia infinitesimal, minúscula,
del ser humano ante la inmensidad inabarcable de aquélla. En otra breve escena
vemos a Junta subir trabajosamente entre dos paredes de la montaña, por una
hendidura muy estrecha, apretando su espalda y una de sus piernas en una pared
y la otra pierna en la pared de enfrente. La vemos ascender con dificultad,
además de poner en riesgo su vida. Esta escena evoca de inmediato algunos
planos de Der Berg des Schicksals
(«El monte del destino», 1924), de Arnold Fanck, uno de los cuales está reproducido
en la edición española citada del libro de Kracauer (ilustración nº 17,
acompañada del esclarecedor epígrafe: «Los escaladores son devotos ejecutantes
de los ritos de un culto»). En la película de Fanck, de la que todavía pueden
verse algunos minutos en unas pocas direcciones web de internet, el alpinista
padre se precipita al vacío y muere, secuencia dramática que discurre
simultánea (montaje paralelo) a la de su esposa rezando devotamente para que la
desgracia que finalmente tiene lugar no acontezca. En el filme de Leni
Riefenstahl, la conexión con la mitología germánica se halla en ese par de
planos en los que Junta, pensativa, mirando a lo lejos el horizonte, hacia un
punto indeterminado, está encaramada en lo alto de un pico montañoso, cual una
valquiria descansando después de una agotadora jornada. Es una imagen viva y
marmórea a la vez, vigorosa y exhausta, poética y plástica, un símbolo soñado
de un mundo desaparecido para siempre: el mundo de los héroes. Estamos, como
escribió Wilhelm Worringer en 1911, ante una «voluntad de forma» (concepto muy
próximo al de Kunstwollen o «voluntad
artística» de Aloïs Riegl), ante el umbral de la «psicología del estilo», ya
que ésta «comienza propiamente cuando los valores formales se hacen
inteligibles como expresión de los valores internos, de manera que desaparece
el dualismo entre la forma y el contenido» (Guillermo Worringer, La esencia del estilo gótico, Buenos
Aires, Revista de Occidente, 1942, pág. 17).
Málaga, 27 de diciembre de
2014, festividad de San Juan, discípulo predilecto de Jesús y autor de uno de
los cuatro evangelios.
Enrique Castaños es Doctor
en Historia del Arte.
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