Mädchen in Uniform (1931), una obra maestra de la realización y la interpretación.
(Algunas reflexiones sobre este
filme y la nueva versión de 1958).
© ENRIQUE
CASTAÑOS
Sólo con la
ejecutoria de Mädchen in Uniform
(«Muchachas de uniforme», 1931), podríamos afirmar, sin mucho temor a
equivocarnos, que Leontine Sagan (1889 – 1974), nacida en Viena, ha sido la más
destacada directora de cine en el ámbito cultural germánico, junto, por
supuesto, a Leni Riefenstahl.
En primer
término, convendría clarificar algunas cuestiones relacionadas con el guión, el
contenido y la realización de este filme clásico. La película se inspira en una
pieza teatral, Ritter Nérestan
(Leipzig, 1930), de la escritora y escultora alemana Christa Winsloe
(Darmstadt, 1888 – Cluny, 10 junio 1944), en la que reconstruía experiencias
personales en un internado de Potsdam siendo adolescente, donde se enamoró
platónicamente de uno de sus profesores. La obra tuvo un éxito considerable,
siendo de nuevo publicada al año siguiente, esto es, en 1931, en Berlín, bajo
el título de Gestern und Heuten
(literalmente, «Ayer y hoy»). Aunque la experiencia amorosa real de la
escritora en el internado de Potsdam había sido con uno de los profesores, en
la obra teatral la reelabora haciendo que el vínculo se establezca entre una
profesora y una alumna, huérfana ésta de madre. Es decir, que introduce un
elemento fundamental de evidentes resonancias lésbicas. Fue dos años después de
realizada la película, cuando Christa Winsloe volvió a retomar el tema, ahora
en forma de novela, y escribió Das
Mädchen Manuela (1933). El propio filme, mejor dicho, las alteraciones
introducidas en el guión, pudieron determinarla a redactar de nuevo la
historia. Tanto en la obra teatral como en la novela, la protagonista
adolescente muere, circunstancia que no ocurre en la película. Cuando Leontine
Sagan se decidió llevar al cine la obra teatral de Christa Winsloe, llamó a
ésta para que fuese la guionista, pero la intervención del prestigioso
realizador alemán Carl Froelich (1875 – 1953) ―en
palabras de Kracauer, «uno de los más experimentados directores del cine
alemán» (Siegfried Kracauer, De Caligari
a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán, Barcelona, Paidós,
1985, pág. 212. La edición original en inglés es de 1947)―, que actuó como supervisor de la dirección, decidió que se pusiese el
énfasis en el autoritario modelo de educación prusiano (la película transcurre
en Potsdam en 1910, en el interior de un internado para hijas de oficiales), y
no en la relación amorosa entre una de las profesoras y una de las alumnas, que
son, a pesar de todo, las protagonistas indiscutibles y el alma de la película
de Leontine Sagan. Esta alteración se hizo, y es preciso subrayarlo, con el
pleno consentimiento de la guionista, aunque ni mucho menos aquella relación
lésbica fue aniquilada, pero sí notablemente atemperada. En el fondo, Christa
Winsloe consigue que el guión no traicione su propia experiencia íntima, que
tuvo, como hemos dicho, un carácter esencialmente platónico. Resulta sumamente
penoso asistir al obsesivo empeño de ciertos críticos y espectadores en
convertir Mädchen in Uniform en una
cinta explícitamente lésbica y con un contenido erótico vulgar y grosero que en
absoluto tiene. Ocurre todo lo contrario. La relación entre la alumna huérfana
de madre, Manuela von Meinhardis, papel que interpreta la actriz alemana Hertha
Thiele, y una de las profesoras, la Srta. Elisabeth von Bernburg, personaje
interpretado por la actriz suiza Dorothea Wieck, es una relación plena de
respeto, elegancia, exquisitez, sensibilidad y aristocracia espiritual. La
joven, que se encuentra bajo la tutela de una autoritaria tía materna, ha
carecido durante toda su vida de verdadero afecto, encontrándolo ahora en
Elisabeth, que sabe mantener un sutil equilibrio entre autoridad y tolerancia,
cercanía y distancia, afecto y frialdad. Manuela, como es natural, y no es
ningún secreto para la psicología profunda, se «enamora» de su peculiar
profesora, depositando en ella todo su afecto, incluso todo su amor, pero de
una manera completamente inocente y pura. Las connotaciones sexuales no
existen, y quien afirme que las ve, es que tiene un problema de percepción
visual y de comprensión psicológica. Es más, no hubieran tenido ningún sentido,
ya que habrían producido un efecto grosero, vulgar, prosaico, cuando de lo que
se trataba era de realizar una película que destacase por sus sutiles insinuaciones,
por sus deducciones implícitas, por su belleza inmaterial, como correspondía a
dos criaturas tan inteligentes y cultas como eran Leontine Sagan y Christa
Winsloe.
Pero antes
de continuar, creo necesario hacer otras consideraciones a propósito de esta escasamente
conocida escritora alemana. Militante del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD),
mantuvo, entre 1932 y 1933, una breve pero apasionada relación amorosa con la
destacada periodista estadounidense Dorothy Thompson, cuando ésta trabajaba como
corresponsal en Europa. La muerte de Christa Winsloe, tan sólo cuatro días
después del desembarco aliado en Normandía, ocurrió en extrañas circunstancias
nunca aclaradas en la floresta que rodea la localidad francesa de Cluny, en
Borgoña, siendo fusilada, junto con otra mujer, por un supuesto comando de la
Resistencia francesa formado por cuatro hombres, al frente del cual se
encontraba un tal Lambert. En el juicio posterior, Lambert fue exculpado por
falta de pruebas. Resulta de todo punto inverosímil y muy difícil de creer que
la Resistencia francesa diese la orden de ese fusilamiento, teniendo en cuenta
que se conocía ampliamente la posición antinazi y antifascista de la escritora,
sus ideas avanzadas y su lesbianismo. Es probable que ese comando estuviese
integrado por colaboracionistas franceses, que lograron engañar a la
Resistencia, o como algunos han sugerido, que fuese entregada a las fuerzas
alemanas de ocupación en Francia.
En cuanto a
Dorothy Thompson, tampoco resulta anecdótico ofrecer algunos detalles
biográficos. Nacida en el Estado de Nueva York en 1893, en el seno de una
familia cuyo padre era metodista, se graduó en la Syracuse University,
participando desde joven en movimientos políticos progresistas y sufragistas.
Desde 1920 fue corresponsal en Europa. En 1928 se casó con el escritor
estadounidense Sinclair Lewis (1885 – 1951), quien recibiría el Premio Nobel de
Literatura en 1930. Desde muy pronto, el matrimonio tuvo problemas, en parte
derivados de la afición desmedida a la bebida de Lewis (extraigo los principales datos biográficos de Peter Kurth, American Cassandra: The Life of Dorothy
Thompson). El caso es que se produjo un distanciamiento,
momento en el que Dorothy mantendría la ya mencionada breve relación amorosa
con Christa Winsloe (Katharina M. Wilson, editor, An Encyclopedia of Continental Women Writers,
Londres, St. James Press, 1991, volumen 2, pág. 1343), entre
1932-1933. En 1936, Dorothy Thompson era una celebridad nacional en los Estados
Unidos, afianzada por sus célebres artículos, publicados entre 1937 y 1941 en
el New York Herald Tribune, en los
que arremetió contra Hitler y el movimiento Nacionalsocialista. También fue muy
crítica con algunas decisiones políticas adoptadas por el Presidente Franklin
Delano Roosevelt. No obstante, como correspondía a una mujer amante de la
libertad individual y firmemente convencida de los beneficios de la democracia
representativa y del Estado de Derecho, fue una decidida anticomunista. En
1948, al comienzo de la Guerra Fría y como consecuencia del bloqueo de los
accesos terrestres al Berlín occidental por orden de Stalin (junio de 1948),
escribióle una carta al Presidente Harry Truman instándole a que frenase la
expansión comunista en Europa.
*****
Volviendo a
la película que nos ocupa, lo que Kracauer denomina en su libro el «espíritu de
Potsdam», está maravillosamente reflejado en el filme, en primer lugar, en las
concisas y hermosas tomas que hace con su cámara Franz
Weihmayr de algunos de los monumentos arquitectónicos y escultóricos de la
ciudad, tan espléndidamente embellecida por Federico II el Grande de Prusia en la segunda mitad del siglo XVIII. En segundo
término, en ese espíritu de disciplina, de orden, de sacrificio y de obediencia
que encarna de modo insuperable la directora del internado, la actriz de origen
letón Emilia Unda (1879 – 1939), cuyo bastón, con el que siempre se apoya al
caminar enérgica y parsimoniosamente a la vez, es un auténtico bastón de mando,
una especie de cetro, símbolo de su autoritario poder. La primera vez que
aparece la directora en el filme, pues no se ha dignado a recibir personalmente
a Manuela y a su desabrida tía al llegar al colegio, sintiéndose la estirada
señora un tanto desairada, es en su despacho, leyendo con atención el
periódico, sentada junto a la amplia mesa escritorio, en una actitud que al
instante percibimos que denota autoritarismo, intolerancia, inflexibilidad, firmeza
de carácter e incluso aspereza. La servil y temblorosa Srta. von Kesten, en
quien la directora delega, calculadamente administrada, sólo una parte de su
poder frente a las internas y las propias profesoras, un poder completamente
vicario y subordinado, hasta asustadizo, que interpreta estupendamente la
actriz austriaca Hedwig Schlichter (1898 – 1984), se dispone en la misma sobria
secuencia a presentarle los resultados de las facturas económicas diarias, pero
al atreverse a manifestarle, muy ceremoniosa y comedidamente, que algunas
alumnas se quejan de la escasez de la comida, la directora, en un gesto que la
caracteriza de manera soberbia, se quita las gafas, la mira un segundo con
altivo desprecio y le responde sin titubeos que sólo el hambre y la disciplina
pueden volver a hacer de Prusia una gran nación, y más tratándose de hijas de
militares, ya que las que hemos sido hijas de oficiales, le espeta, sabemos muy
bien lo que es pasar hambre. El hambre endurece el cuerpo y educa el espíritu.
Su concepción de la educación, incluso para señoritas―mejor aún, especialmente
para señoritas, pues ellas están llamadas a ser las madres y las educadoras de
los futuros héroes y servidores de la Patria―, es completamente de inspiración
militar, de inspiración militar prusiana―no está de más recalcarlo―, proverbial
donde las haya. Así se lo hará entender posteriormente al conjunto de las
profesoras en una reunión rutinaria destinada a fiscalizar el comportamiento de
alumnas y maestras, así como la correcta aplicación de las severas y estrictas
normas que rigen la institución.
En un artículo
que escribí a finales de diciembre de 2014, analizando la primera película
dirigida por Leni Riefenstahl, Das Blaue
Licht («La luz azul») (véase, http://www.enriquecastanos.com/riefenstahl_luz_azul.htm;
véase también la entrada de diciembre de 2014 de http://enriquecastanos.blogspot.com.es/),
estrenada en Berlín el 22 de marzo de 1932, comentaba que una de las
principales limitaciones del imprescindible ensayo de Kracauer es su empeño en
demostrar y en verificar, contra viento y marea, una tesis, verdadero eje
argumental de su libro: que hay una línea directa que conduce desde el Dr.
Caligari del filme de 1919, un siniestro psiquiatra manipulador, a través de la
hipnosis, de las conciencias, hasta Hitler, un fanático, un demagogo y otro
criminal. El problema radica en que escruta en las películas cualquier vestigio
psicológico o de contenido que le permita ilustrar su tesis, forzando a veces
las intenciones del realizador, que podían ser perfectamente sólo de carácter
estético, o que simplemente no tengan el más mínimo vínculo apriorístico, como
resulta ser lo más habitual, con el posterior régimen nacionalsocialista. En el
caso de Leni Riefenstahl, recordaba yo que su película fue rodada antes de que
la gran realizadora asistiese por vez primera a un mitin político de Hitler y
lo conociese poco después personalmente; es más, que el filme fue hecho sin la
más mínima concomitancia político-ideológica con lo que después sería la
siniestra dictadura nazi. En relación con la película de Leontine Sagan, a Kracauer
le gustó mucho eso de recalcar lo del «espíritu de Potsdam», y no está mal que
lo haga, pues, efectivamente, ese tipo de internados eran así y reflejaban un
modelo educativo autoritario genuinamente prusiano. Pero el lector cándido o
desinformado debe ser precavido, porque el Despotismo ilustrado de Federico el Grande ni mucho menos debía
desembocar ineluctablemente, a través del Idealismo filosófico, del
irracionalismo del Romanticismo alemán y de ciertas circunstancias históricas
de la época bismarckiana y guillermina, por señalar los periodos más
sobresalientes de la historia política y cultural de la Alemania de finales de
la Edad Moderna y de la Edad Contemporánea, en la dictadura nazi. Considero
frágil, inexacta y exenta de rigor histórico la opinión que se empeña en
sustentar que ese periodo de prosperidad de Prusia bajo el gran rey Federico, o
el posterior del Sturm und Drang, del
Idealismo filosófico y del Romanticismo literario y artístico, constituyen
etapas ineludibles que irían preparando irremisiblemente la psicología del
pueblo alemán para la hecatombe que comenzó a gestarse desde el penúltimo día
de enero de 1933. El gran economista británico John Maynard Keynes, en un libro
extraordinario, probablemente uno de los pocos verdaderamente influyentes del
siglo pasado, Las consecuencias
económicas de la paz (1919), demostró con suficiente claridad y envidiable
inteligencia que la humillación a la que Francia (que también representaba los
intereses de Bélgica) estaba sometiendo a Alemania durante las sesiones de la
Conferencia de Paz de Versalles, ante el consentimiento y la intolerable e
injustificable impotencia de Estados Unidos y de Gran Bretaña, tendría
gravísimas repercusiones en el futuro, pues era el caldo de cultivo para que se
desencadenase una conflagración aún peor, como de hecho ocurrió, prevista por
Keynes con tan increíble exactitud que sus palabras parecen proféticas, cuando
lo único que hizo fue sopesar, valorar y analizar los hechos y las
circunstancias que tenía ante sus ojos, de igual modo que también supo hacerlo
magistralmente Edmundo Burke en 1790―en sus Reflexiones
sobre la Revolución en Francia―respecto de los acontecimientos que se
estaban sucediendo en la Francia revolucionaria, lo que le permitió predecir con increíble precisión el
inmediato futuro y los derroteros totalitarios, terroristas y sanguinarios de
la Revolución, especialmente visibles a partir de la tristemente célebre
Jornada del 10 de agosto de 1792 desde por la mañana en el Palacio de las
Tullerías. Es decir, que las causas principales de lo que ocurrió en Alemania a
partir del 30 de enero de 1933 hay que buscarlas en el Tratado de Versalles, en
la humillación de Alemania, en el desamparo a que ésta se vio sometida por las
potencias anglosajonas, en el permanente acoso de la República de Weimar, en la
política de apaciguamiento, en la conspiración que permite que Hitler acceda a
la Cancillería, en la repercusión del crack
de 1929, y en factores de esta índole. Resulta temerario, arriesgado, de poco
rigor histórico e ineficaz responsabilizar al II Reich bajo Otto von Bismarck,
esto es, entre 1871 y 1890 (otra cosa fue la responsabilidad de Guillermo II y
de las élites alemanas en el rearme y en la política imperialista que en parte
provocó la Gran Guerra), de lo que sucedería a principios del decenio de 1930;
cuánto más retrotraerse al periodo de Federico el Grande. El absolutismo monárquico, en su variante de Despotismo
ilustrado, tal como se perfiló en la Austria de José II, en la Rusia de
Catalina la Grande, en la España de
Carlos III o en la Prusia de Federico II, ni mucho menos tiene nada que ver con
un régimen político criminal, de métodos gansteriles, de aniquilamiento
sistemático de la dignidad y las libertades individuales, peor aún, de
exterminio físico del adversario por métodos terroristas, sustentados en un
nihilismo ateo disolvente de cualquier valor ético y moral.
El
internado en el que entra Manuela von Meinhardis en Potsdam en 1910 exige sometimiento,
disciplina de cuartel, pero no suprime radicalmente la capacidad de pensar, no
convierte a las colegialas en autómatas, en instrumentos de una maquinaria
terrorífica y criminal que elimina la vida interior, cualquier posibilidad de
juicio, y, lo que es más importante, cualquier posibilidad de compasión, de
piedad, de humanidad, de responsabilidad ética. La propia directora, en la
secuencia final, es innegable que ha perdido una importante batalla, y por eso
la vemos adentrarse encorvada en las profundidades del corredor en sombras,
vencida. Es posible que temporalmente
vencida, es posible que sólo haya perdido una crucial batalla y que al final
gane la guerra, pero su autoridad ha
sido gravemente tocada. En el supuesto de que ganase la guerra, las condiciones vigentes en el internado ya no volverían
a ser las mismas de antes. No comparto el pesimismo de Kracauer. El mundo
interior de las adolescentes, su juvenil vitalidad, el comportamiento y el
trato de algunas profesoras, son motivos suficientes para la esperanza. En
cualquier caso, que es lo que a mí me importa subrayar aquí, no debe extraerse
una relación mecanicista causa-efecto entre el llamado «espíritu de Potsdam» y
los terribles sucesos que arrojaron a Alemania al abismo desde 1939, cuyo siniestro
preámbulo arranca en 1933. Además, resulta muy fácil manipular la Historia y el
pasado, mixtificarlo, tergiversarlo, no sólo en lo que se refiere a los
sucesos, sino a los personajes fundamentales, bien se trate de reyes, de
políticos o de pensadores. ¿Es que porque Hitler regalase a algunos de sus
invitados extranjeros las Obras Completas
de Federico Nietzsche ricamente encuadernadas, debemos deducir de ahí, con
manifiesta estulticia, que el solitario de Sils Maria fue un precursor ideológico
del nacionalsocialismo? ¿Qué responsabilidad tiene el pensador de la doctrina
del eterno retorno que su hermana Elisabeth Förster-Nietzsche manipulase
tendenciosamente su archivo, alterase textos del filósofo [uno de los casos más ostensibles es el libro, supuestamente escrito por
Nietzsche, titulado Mi hermana y yo,
que apareció en 1951, bajo el título My
Sister and I, publicado por la editorial Boar’s Head Books de Nueva York,
con un extenso prólogo del Dr. Oscar Ludwig Levy (1867 – 1946), traductor del
alemán y editor de las Obras Completas
del gran pensador de Röcken, disponibles en internet (https://archive.org/details/completeworksoff015592mbp).
Resulta cuando menos curioso que Oscar Levy, de origen judío, convirtióse en un
antisemita, influido por las teorías relativas a la superioridad de la raza
aria del conde francés Joseph Arthur de Gobineau (1816 – 1882). El libro Mi hermana y yo, una falsificación en
toda regla, fue publicado, y es la edición que poseo, por la editorial
bonaerense Santiago Rueda en 1980 (esta misma editorial ya lo había publicado
con anterioridad), con traducción de Bella M. Albelia. El editor argentino, en
su prólogo, nos indica que el manuscrito original de este libro de Nietzsche
desapareció «en misteriosas circunstancias». Habría que añadir que desapareció un manuscrito inexistente], expurgase, tachase y eliminase otros, se convirtiera en una ferviente
defensora de Hitler y de su política antijudía, habiéndose casado ella misma en
1885 con otro fanático antisemita, el maestro de escuela Ludwig Bernhard
Förster, que se suicidaría en julio de 1889? ¿Por qué tenemos que dejar caer
una injusta, superficial y caricaturesca sombra de sospecha sobre Federico II el Grande por el hecho de que Hitler lo admirase y fuese a visitar su tumba el
21 de marzo de 1933, junto al anciano Presidente Paul von Hindenburg, en la
Garnisonkirche de Potsdam? (Ian Kershaw, Hitler 1889 – 1936, Barcelona, Península, 2002, pág. 458. La edición
original inglesa es de 1998) Entre el admirador de Voltaire y
de las ideas de la Ilustración, de un lado, y el hacedor de la doctrina del Lebensraum y de la solución final contra
los judíos, de otro, no hay puntos de contacto; ningún punto de contacto en lo
esencial, claro está. Ni Federico era un fanático, ni un indocumentado, ni un
perezoso, ni un demagogo, ni un criminal. Tuvo muchos defectos, como
correspondía a un príncipe absolutista y autoritario, pero también tuvo grandes
virtudes, y siempre deseó lo mejor para sus súbditos. Jamás los habría conducido
al abismo. Naturalmente, no los consideraba ciudadanos, como no lo eran en
ningún territorio de Europa o del mundo, ni tan siquiera en Inglaterra o en las
colonias de la costa este de Norteamérica. No está de más recordar aquí una
ilustrativa anécdota que rememoraba hace menos de dos años Don Antonio
García-Pablos, Catedrático de Derecho Penal y Director del Instituto de
Criminología de la Universidad Complutense de Madrid. Transcribo sus palabras:
«Cuenta la leyenda que una buena mañana Federico II de Prusia, molesto porque
un molino cercano a su palacio de Sans-Souci afeaba el paisaje, envió a un
edecán a que lo comprara por el doble de su valor, para luego demolerlo. Al
regresar el emisario real con la oferta rechazada, el rey Federico II de Prusia
se dirigió al molinero, duplicando la oferta anterior. Y como este volviera a
declinar la oferta de su majestad, Federico II de Prusia se retiró
advirtiéndole solemnemente que si al finalizar el día no aceptaba, por fin, lo
prometido, perdería todo, pues a la mañana siguiente firmaría un decreto
expropiando el molino sin compensación alguna. Al anochecer —continúa la
leyenda— el molinero se presentó en el palacio y el rey lo recibió,
preguntándole si comprendía ahora ya cuan justo y generoso había sido con él.
Sin embargo, el campesino se descubrió y entregó a Federico II una orden
judicial que prohibía a la Corona expropiar y demoler un molino sólo por
capricho personal. Y mientras Federico II leía en voz alta la medida cautelar,
funcionarios y cortesanos temblaban imaginando la furia que desataría contra el
terco campesino y el temerario magistrado. Pero concluida la lectura de la
resolución judicial, y ante el asombro de todos —finaliza la leyenda—, Federico
el Grande levantó la mirada y
declaró: “Me alegra comprobar que todavía hay jueces en Berlín”. Saludó al
molinero y se retiró visiblemente satisfecho por el funcionamiento
institucional de su reino, aseguran los cronistas de palacio». La lógica
conclusión de García-Pablos es: «El “juez de Berlín” representa, en el mundo
del Derecho, la independencia judicial frente a la arbitrariedad y el
despotismo; la primacía absoluta de la ley, expresión de la soberanía popular,
y la garantía de igualdad de todos los ciudadanos ante ella, exigencias ambas
inseparables del Estado de Derecho» (Antonio
García-Pablos, «El juez de Berlín», Madrid, diario El País, 1 de mayo de 2013)
¿Podríamos imaginar por un momento cuál hubiera sido la respuesta de Hitler, o
de Stalin, a un molinero en parecidas circunstancias? Desgraciadamente, ni
siquiera hubiese habido necesidad de respuesta.
*****
Una de las
claves para comprender la calidad cinematográfica de Mädchen in Uniform, está sin duda en la magnífica interpretación de
sus dos actrices principales, Dorothea Wieck y Hertha Thiele, quienes contaban menos de veinticuatro años en 1931 (tenían exactamente la misma
edad, con muy pocas semanas de diferencia). Además de las ya citadas Emilia
Unda y Hedwig Schlichter, también habría que destacar especialmente a Ellen
Schwanneke en el papel de Ilse von Westhagen, quizás la más querida compañera
de Manuela en el internado. Por mucho que Carl Froelich atemperase la platónica
relación amorosa entre Elisabeth y Manuela, la propia cadencia fílmica, el
ritmo temporal, la administración de las secuencias, y, sobre todo, la
aparición en escena de ambas mujeres, subyuga de tal manera al espectador, que
la ambigua, implícita e imprecisa relación que mantienen, provoca un irreprimible
interés en aquél, pues, de igual modo que Manuela está absolutamente fascinada
con Elisabeth, el espectador lo está con las dos mujeres, pero desde el primer
encuentro, fortuito, que tienen en la escalera de la institución. Siegfried
Kracauer, como suele ser habitual en él, caracteriza con sucintas aunque
precisas pinceladas la personalidad y la interpretación de cada una de ellas.
Respecto de Manuela afirma que es «un compendio único de dulce inocencia,
temores ilusorios y emociones confusas», y que mientras «encarna la
adolescencia con su manifiesta vulnerabilidad», Elisabeth «brilla aún con una
juventud que se desvanece irreparablemente. Cada gesto suyo dice de batallas
perdidas, esperanzas enterradas y deseos sublimados» (Siegfried Kracauer, pág. 212). Por su parte, la
historiadora alemana y crítico de cine Lotte Henriette Eisner (1896 – 1983), en
su también clásico ensayo sobre el cine alemán hasta 1936, pondera los diálogos
de la película, indicando que Leontine Sagan «resalta la inconsciente ingenuidad
de las confidencias de las pensionistas en la intimidad del dormitorio y ese
impulso amoroso que vibra en la voz de la adolescente―Hertha Thiele―haciendo
contrapunto al contralto de Dorothea Wieck» (Lotte
H. Eisner, La pantalla demoniaca. Las
influencias de Max Reinhardt y del Expresionismo, Madrid, Cátedra, 1996,
pág. 228. La edición original francesa, L’écran
démoniaque, es de 1952). Es muy significativo que ni
Kracauer ni Eisner hicieran alusión al pretendido carácter erótico del filme,
que algunos críticos y aficionados han exagerado desmedidamente, mixtificando
un contenido cuyas imágenes
Dorothea Wieck besando a Hertha Thiele en Mädchen in Uniform (1931)
lo desmienten de raíz, ya que la película se
mantiene en todo momento dentro de unos límites estéticos exquisitos, de una
elegancia natural, esto es, en absoluto artificial o forzada, incluso de una
aristocracia espiritual que tiene mucho que ver con la sutileza, respeto y
delicadeza con que Leontine Sagan nos muestra los sentimientos íntimos de la
profesora y de la alumna. Por ningún lado se detecta―y no ya Leontine Sagan o
la influencia de Carl Froelich, sino que la propia Christa Winsloe no lo
hubiese permitido por razones estéticas e incluso espirituales―una relación
lésbica explícita, grosera, prosaica o de un contenido lúbrico de mal gusto. Si
eso hubiera sido así, el producto resultante habría sido a no dudarlo mediocre,
vulgar, y no la obra admirada en que se ha convertido, acrecentada con el paso
del tiempo. Coincido plenamente con Kracauer y con Eisner cuando enfatizan los
términos «inocencia», «emociones confusas», «deseos sublimados» e «impulso
amoroso», pues de eso precisamente se trata, de una relación entre dos mujeres
sensibles, con una rica vida interior, pero que, en el caso de Manuela, ha
carecido de verdadero cariño al criarse sin madre, ser su padre un estricto
oficial prusiano y su tía, la Sra. von Ehrenhardt, una mujer despegada,
displicente y poco afectuosa para con su vulnerable sobrina, y que, en lo que
respecta a Elisabeth, ha canalizado su familiar necesidad de afecto, su
escondida bondad congénita, hacia las colegialas, único modo de liberar
positivamente su natural y sano deseo de amor, que se ve así sublimado en la
dedicación abnegada que tan desinteresadamente despliega con las adolescentes.
Es cierto que
sorprende sobremanera, produciéndonos―por supuesto que eso dependerá del tipo
de espectador que vea la película, de su sensibilidad, de sus sentimientos, de
su sexo, de su orientación sexual, de su estructura anímica, de su estado de ánimo
coyuntural, y de otros factores, imponderables o no―un efecto perturbador, una
cierta extrañeza en la que nos es dado descubrir un placer íntimo, una
complicidad secreta, el delicadísimo beso que Dorothea Wieck le da en la boca,
delante del resto de las alumnas, en el dormitorio colectivo, a Hertha Thiele,
pues tiene la costumbre de despedirse diariamente de sus pupilas deseándoles
las buenas noches y obsequiarlas con un cariñoso beso en la frente. Pero al
llegar a Manuela, en quien Elisabeth, que se supone le casi triplica la edad y
tiene una amplia experiencia acumulada, ha advertido inteligencia,
sensibilidad, fragilidad y carencia de afecto familiar como consecuencia del
fallecimiento de su madre, aunque no por eso pueda decirse que sea una muchacha
desapacible, distante y taciturna, sino todo lo contrario, ya que se ha integrado
desde el primer momento muy bien con el resto de sus compañeras, como
corresponde a un carácter dulce que desconoce el resentimiento; al detenerse
ante Manuela, decía, la sermonea cariñosamente con unas breves palabras, y,
cuando esperamos que haga lo mismo que con las demás, le coge muy despacio con
ambas manos las mejillas, atrae hacia sí su cabeza de frondosa cabellera y la
besa delicadamente en la boca. Una de las particularidades más increíbles,
fascinantes y perturbadoras de ese acto es la naturalidad y seguridad con que
Elisabeth lo hace, continuando a renglón seguido con el hermosísimo ritual
nocturno que regala cual un don inefable al resto de las discípulas. El efecto
de ese beso en Manuela podemos imaginárnoslo: en cierto modo, en su inocencia,
es como si la hubiese besado su madre, de la que apenas guarda ningún recuerdo;
de hecho, muchas madres besan a sus hijas en la boca al despedirse de ellas por
las noches. La figura de Elisabeth, y más todavía desde ese instante, se
convierte para Manuela en algo maravilloso, en un remanso de paz, un ser en el
que poder confiar, comprensivo, afectuoso, que la trata como una persona, una
persona individual a la que hay que querer, cuidar y educar. Insistamos en que
no de otro modo se conduce Elisabeth con el resto de las alumnas, sin hacer
especiales distinciones. Pero con Manuela ha tenido esta vez una singular
deferencia, un signo distintivo, que para la adolescente de catorce años y
medio―de los que nos enteramos por la propia Manuela en la primera secuencia de
la película―es toda una experiencia insólita, un mundo nuevo inexplorado y
desconocido que aviva su imaginación y satisface sus más ocultos deseos. Son
muchos los detalles, los gestos, los comportamientos, las miradas, que
justifican que tanto ella como el resto de las alumnas hayan convertido a la
Srta. Elisabeth von Bernburg en un modelo, en una adorable criatura de la que
se enamoran, pero porque les gustaría
ser como es ella, porque admiran su belleza inescrutable, sus maneras, su
pulcritud, su modo de vestir, su porte aristocrático, su dignidad, su respeto
para con ellas y para consigo misma, su casi incomprensible cercano
distanciamiento. Quiero decir que Elisabeth es, al mismo tiempo que una persona
en quien depositar confianza y seguridad, un deseo inalcanzable, distante,
lejano, más lejano aún que la más remota estrella que brilla en el firmamento.
Manuela misma se lo dice entristecida pero candorosamente en el
Hertha Thiele contemplando embelesada a Dorothea Wieck en Mädchen in Uniform (1931)
despacho de la
profesora en cuanto tiene ocasión: cómo desearía seguirla y permanecer con ella
largo tiempo después de haber recibido todos los días ese inmenso regalo de
despedida de buenas noches, aunque sabe que eso no es posible. De modo que
Leontine Sagan administra con extraordinaria inteligencia la cercanía-distancia
de la adorada y enigmática profesora, que se convierte así en un cofre de
anhelos escondidos y secretos. La misma equidad de Elisabeth para con todas las
alumnas, la manera de preguntarles la lección en clase, sin rebajarlas,
ridiculizarlas o humillarlas, el abstenerse de cualquier cotilleo, no otorgar
apenas importancia a sus inocentes chiquilladas―como cuando exige a dos alumnas
que le entreguen una nota que se muestran a hurtadillas, y, en vez de leerla, o
de entregarla a las superioras, sin mirar siquiera el billete lo rompe delante
de las incrédulas muchachas, diciéndoles que no vuelvan a comportarse así otra
vez―, dosificar, en fin, como decíamos antes, la autoridad con la tolerancia,
la convierte indiscutiblemente en la favorita de las todavía inmaduras y
soñadoras jovencitas. Evidentemente, el modelo educativo que Elisabeth
preconiza tendrá que acabar chocando con la directora del internado.
Pero, ¿por
qué ese beso? Antes que cualquier otra explicación enrevesada, porque ese beso
era un aspecto esencial del guión que no podía ser escamoteado, ni por Christa
Winsloe ni por Leontine Sagan. A pesar del interés de Carl Froelich en subrayar
la disciplina del modelo educativo prusiano, ese beso no puede ser olvidado
fácilmente; mejor aún, no es que no pueda ser olvidado, es que planea con una
aterciopelada, turbadora y misteriosa insistencia sobre cada uno de nosotros.
Una vez que ha sido dado, ya no podemos liberarnos de él, como no nos es
posible liberarnos de la enigmática y misteriosa sonrisa de la Gioconda. Pero, a diferencia de la dama «submarina»
del Louvre, en la que, como entreviera con intuición incomparable Walter Pater
en noviembre de 1869, advertimos una imperceptible mueca siniestra, en cierto
modo en el sentido que posteriormente le otorgaría Sigmund Freud al término en
su artículo sobre lo siniestro de 1919 (Das
Unheimliche―remito al lector a lo que dije sobre ese
artículo del padre del psicoanálisis en mi ensayo sobre la novela El adolescente de F. M. Dostoyevski: http://www.enriquecastanos.com/dostoyevski_adolescente.htm;
publicado también en la entrada de septiembre de 2013 de: http://enriquecastanos.blogspot.com.es/), en el beso de Dorothea Wieck sólo apreciamos un afecto limpio, un amor
sublimado, una pasión adecuadamente dirigida por sendas positivas, como sólo
sabe hacerlo una mujer. Sería hasta cierto punto inimaginable que pensáramos en
parecidos términos si hubiese sido un profesor el que le hubiese dado ese beso
a un alumno. Ese tipo de intimidades, vedadas a los hombres, sólo les están
reservadas a las mujeres, como cuando con toda naturalidad acuden juntas al
baño.
Junto a las
mencionadas brillantes interpretaciones de Dorothea Wieck y de Hertha Thiele,
no debemos olvidar la simultánea empatía entre ambas actrices, que propició el
que volviesen a actuar juntas en la película Anna und Elisabeth, dirigida por el realizador alemán Frank Wysbar
(1899 – 1967) en 1933. La temática de este filme es por completo diferente,
pues posee unas connotaciones místico-religiosas de tintes dramáticos, y aunque
está correctamente dirigida, apareciendo escasos pero espléndidos planos del
lago de Garda, la relación entre ambas actrices, en buena parte determinada por
el propio guión y el desarrollo del argumento de la película, ya no posee la
fascinación que provocó la visión de Mädchen
in Uniform, cuyo éxito fue muy amplio en Alemania y en los Estados Unidos.
En
cualquier caso, cada vez que veo Mädchen
in Uniform me convenzo más que el factor decisivo de la atracción que la
película ejerce en ciertos espectadores, viene determinada por la personalidad,
carácter, interpretación y apariencia externa de esa inteligente actriz que fue
Dorothea Wieck, aunque por desgracia se prodigó más bien poco. El aspecto
exterior de su comportamiento, de sus movimientos, gestos y actitudes, así como
la expresión de sus ojos y la entera presencia de su rostro,
Primer plano de Dorothea Wieck en Mädchen in Uniform (1931)
especialmente en
los escasos y rapidísimos primeros planos en los que podemos escrutarlo
congelando la imagen, son un reflejo de su mundo interior. A veces nos parece
como si el ethos, el autodominio de
sí, prevaleciese de manera incontestable, como cuando tiene la última
conversación con Manuela en su despacho, a pesar de la prohibición expresa de
la directora del internado de dirigirle la palabra a la joven, amonestándola
suavemente e indicándole que tiene que emprender su propio camino, ser ella
misma, olvidarse del amor que le profesa, pues eso no revela más que inmadurez
adolescente. En otras ocasiones, en cambio, el ethos y el pathos, esto
es, el desbordamiento de los propios sentimientos, por emplear las acepciones
que suelen emplearse al analizar iconológicamente la estatuaria griega, desde
el periodo severo o preclásico hasta el periodo helenístico, se equilibran en
Elisabeth von Bernburg maravillosamente, como cuando le regala a Manuela, de
nuevo en su pulcro y sobrio despacho, una prenda de vestir, un camisón de
dormir, que la adolescente, que sufre una carestía de abastecimiento impuesta
por su tía, guardará como un tesoro precioso. Es decir, podemos estar ante la
preeminencia del ethos, como en el
bronce del Auriga de Delfos (de hacia
el 480 a. C.), o ante el equilibrio entre el ethos y el pathos, como
en ciertas metopas o en determinadas partes de la procesión de las Panateneas
del friso exterior de la cella del
Partenón, en las que adivinamos la actuación directa de Fidias, pero nunca estaremos,
en lo que se refiere a la actuación de Dorothea Wieck en esta película, ante la
supremacía del pathos, como acontece
en el altísimo relieve del enorme zócalo del Altar de Zeus en Pérgamo o en el Laocoonte del taller de Hagesandros,
Athenodoros y Polydoros de Rodas (entre el 175 y el 150 a. C.) (En cuanto a la tensión entre el ethos
y el pathos en la escultura griega
desde la época de las guerras greco-persas hasta las obras realizadas en los
reinos helenísticos, debe consultarse el magnífico estudio de Jerome Jordan
Pollitt, Arte y experiencia en la Grecia
clásica, Madrid, Xarait, 1984. Pollitt nació en New Jersey en 1934,
habiéndose publicado en 1972 la primera edición en inglés de su libro).
Ya lo hemos
adelantado al principio de este artículo: el hechizo que ejerce la Srta.
Elisabeth von Bernburg entre las alumnas, aunque particularmente en Manuela von
Meinhardis, la fascinación que desprende su figura y su persona, no sólo para
las colegialas, sino también para numerosos espectadores, tiene mucho que ver
con su ambigüedad, con el carácter implícito de sus gestos y de su
comportamiento, con sus expresivos ojos y la imposibilidad de definir
satisfactoriamente una personalidad envuelta en el misterio, en la lejanía, en
una distancia que se complementa admirablemente con la cercanía, el respeto y
la humanidad en el trato, en suma con la delicadeza más exquisita. Es cierto
que su belleza comienza imperceptiblemente a marchitarse, pero eso la hace aún
más seductora, además de que no nos hallamos ante una belleza prosaica y
vulgar, sino extraña, singular, indescifrable. Junto a todo esto están sus
deseos insatisfechos, sus anhelos inalcanzables, sublimados positivamente en el
método educativo y en la estudiada confianza que dispensa a las adolescentes.
Hertha Thiele en la escena de intento de suicidio en Mädchen in Uniform (1931)
Aquella
última conversación, Manuela no la interpreta correctamente, piensa que
Elisabeth la ha dejado abandonada a su suerte, circunstancia que provocará un
desequilibrio momentáneo y un intento de suicidio por parte de la joven,
felizmente abortado por la oportuna intervención de sus compañeras, que la
agarran y sostienen en el último instante, cuando está a punto de arrojarse al
vacío desde lo alto de la escalera interior del internado. Esta escalera
constituye un elemento que juega un papel destacado en la película, aunque muy
sabiamente administrado por Leontine Sagan, quien nos lo va mostrando paulatina
y progresivamente, y cada vez que lo hace intensifica la presencia amenazadora
del inmenso hueco. La escena previa decisiva a la del intento de suicidio de
Manuela, en lo que se refiere al simbolismo fatídico de la escalera, tiene
lugar cuando un reducido grupo de colegialas arrojan desde lo más alto un
objeto, a fin de explicarse entre ellas la caída de los graves y la atracción
de la gravedad, evocando los experimentos de Galileo Galilei en el campanile
del Duomo de Pisa, la célebre torre inclinada. En esa escena vemos por vez
primera el profundo y horroroso vacío del hueco de la escalera, un plano ya
abiertamente premonitorio que no puede dejar indiferente al espectador.
Psicológicamente, pues, Leontine Sagan ha ido preparándolo para esa dramática
penúltima escena, cuando Manuela se agarra con fuerza a los hierros forjados de
la barandilla, pero situándose no en los escalones, sino en el bordillo del
propio hueco, es decir, sin barrera protectora alguna.
Cuando
Manuela ha tomado su fatídica decisión y se dispone a cumplirla, paralelamente
tiene lugar la entrevista, solicitada por la autoritaria directora del colegio,
con Elisabeth, a quien amonesta severamente por su desobediencia, ya que sus
órdenes expresas han sido que Manuela no hable con nadie. Pero cuando Elisabeth
comienza a oír los gritos de las compañeras buscando a Manuela, con
extraordinaria eficacia, cual si se tratase de una premonición, de una
intuición sin margen alguno de error (hasta tal punto conoce Elisabeth las
posibles reacciones de la joven), Leontine Sagan nos muestra superpuestos los
primeros planos del rostro de Elisabeth y de Manuela, en un maravilloso fundido,
de apenas un segundo de duración, que le permite a Franz Weihmayr ofrecernos el
mejor primer plano de Dorothea Wieck de toda la película. Merece la pena
congelar el plano, observar la iluminación del semblante, el brillo
resplandeciente de la sien derecha, afectando a una pequeña zona del pelo
recogido y a la oreja, pero sobre todo los ojos fijos, en cuyas pupilas se
refleja una luz diminuta, unos ojos sumamente expresivos que denotan la
dramática intuición que acaba de atravesar como un rayo la mente de la hermosa
profesora, con su despejada y ancha frente, su ovalado y perfecto perfil del
semblante, sus finos labios apenas entreabiertos, todo ello contra un fondo
abstracto, plano y vacío.
Resulta
extraordinariamente significativo que ese mismo año de 1931, otro gran
realizador alemán, aunque nacido en Viena, Fritz Lang (1890 – 1976), hace
también un uso prodigioso y genial de una escalera en M («M. El vampiro de Düsseldorf»), pero de un modo abrupto,
impactante, al principio mismo de la película, sin gradación ni preparación
previa ni consideración para con el espectador, pues lo que quiere mostrarle a
través de ese elemento es la angustiosa ausencia de la niña, el vacío
irracional que deja, la terrible presencia de la muerte a través de la nada y
del vacío del horrible hueco de la profunda escalera del edificio donde vive
Elsie Beckmann, tomada a través de un estremecedor plano en picado, un picado
que sólo dura uno o dos segundos, y que nos resulta visualmente insoportable.
El rapto y asesinato de la confiada niña por el psicópata asesino, un genial
Peter Lorre, no es necesario mostrarlo; Fritz Lang y cualquier gran realizador
sabe perfectamente que hubiese sido un error imperdonable. El horror y el
espanto de un crimen tan execrable hay que mostrarlos de otro modo: una
secuencia de ausencias, de vacíos, de angustiosas soledades: el plato de comida
aún vacío sobre la mesa donde debía almorzar Elsie después de salir del colegio;
el estremecedor hueco de la escalera (durante la presencia en la pantalla de
ambos planos, oímos el grito angustiado de la madre, que termina por apagarse);
la pelota solitaria de la niña rodando despacio en el césped; el globo con
forma de muñeco que el asesino le ha comprado para atraérsela y que ahora sube hacia
lo alto del cielo abandonado en el aire, momentáneamente detenido entre unos
cables del tendido eléctrico. Es muy posible que el cine no haya mostrado jamás
de un modo tan conciso, eficaz, pavoroso y estéticamente insuperable el vacío y
la nada de la muerte, el sinsentido que supone ahogar la inocencia, la angustia
desesperada de una madre que aún conserva un hilillo de esperanza.
*****
A pesar de las
opiniones vertidas en contra, tanto por determinados críticos como por los
aficionados, la nueva versión de 1958 de la obra maestra de Leontine Sagan
rodada en 1931, Mädchen in Uniform
(«Muchachas de uniforme»), que mantiene el mismo título, cubre a mi juicio el
expediente de un modo digno y notable. El realizador Géza von
Radványi (1907 – 1986), nacido en el Imperio Austro-húngaro, en lo que hoy es
Eslovaquia, no sólo se atiene en lo fundamental al espíritu de la pieza teatral
(Ritter
Nérestan, Leipzig, 1930) de la
escritora alemana Christa Winsloe que inspira la película, sino que respeta de
manera bastante escrupulosa el filme de 1931, introduciendo cambios que, en el
fondo, no alteran esencialmente el contenido, aunque haya dos significativos.
Desde algún tiempo después de su realización, han proliferado los críticos y
los espectadores que han querido a toda costa hacer una lectura grosera, en
clave lésbica, de la película de Leontine Sagan. Más aún con esta versión de
1958 que comentamos ahora. La lectura es grosera porque, como ya hemos explicado
suficientemente, en el caso de que haya una intención lésbica en la relación
entre la Srta. Elisabeth von Bernburg y la colegiala adolescente Manuela von
Meinhardis, no sólo no es explícita, sino que, como corresponde a una
realizadora inteligente, se trata de una unión sutil, implícita, elegante,
moderada, respetuosa y de una insinuación exquisita. Además, la insinuación, la
imprecisión y la ambigüedad proporcionan una mayor perturbación al relato
fílmico. Similares rasgos podemos aplicar a la película de 1958, aunque,
evidentemente, no se trate ahora de una obra maestra.
De igual
modo que fue un acierto inigualable la elección del tándem Dorothea
Wieck-Hertha Thiele para el filme de 1931, también supuso una perspicaz
decisión elegir ahora a Lilli Palmer y a Romy Schneider para interpretar los
papeles principales, la primera a Elisabeth y la segunda a Manuela. Mientras
que en 1931 las edades de las actrices principales se diferenciaban en pocas
semanas (algo menos de veinticuatro años cada una), en 1958 Lilli Palmer tiene
unos cuarenta y cuatro y Romy Schneider unos veinte. El que la lengua materna
de ambas sea el alemán es otro acierto indudable. Por supuesto que las tomas de
1931 que reflejan lo que Kracauer llamaba el «espíritu de Potsdam», es decir, las
vistas de los monumentos de la ciudad, son incomparables y no pueden superarse.
Tampoco lo pretende Géza von Radványi. Se le ha achacado frialdad a Lilli
Palmer en su interpretación; todo lo contrario: rezuma inteligencia, aunque
sólo sea por ese equilibrio perfecto entre distanciamiento y ternura, autoridad
y tolerancia. La profesora conoce perfectamente la psicología de las
adolescentes. Ella misma tiene unos deseos amorosos reprimidos, pero ha sabido
sublimarlos de manera positiva. ¿Cómo? Tratando con equidad, justicia,
humanidad, respeto y calculado cariño a sus pupilas. Está enamorada de su
profesión, a la que ha convertido en el sentido de su existencia. Manuela es
especial, sobre todo muy sensible, y Elisabeth sabe conseguir que encuentre el
afecto que no ha podido hallar en su vida familiar. Hay, como decía, dos
alteraciones importantes. La primera es que la obra de teatro que representan las
alumnas no es el Don Carlos (1787) de
Schiller, sino Romeo y Julieta de
Shakespeare. El «espíritu de Potsdam» suponía también el conocimiento de los
clásicos alemanes. Además, tanto Goethe, Heinrich Heine, muchos otros románticos
alemanes o el propio Arthur Schopenhauer, sentían verdadera admiración por los
autores españoles de los Siglos de Oro, especialmente por el Quijote, Baltasar Gracián, Tirso de
Molina y Calderón de la Barca, así como por los temas españoles, aunque en este
caso Schiller, igual que hará después con su drama María Estuardo (1801), tergiversa la historia verídica de los
acontecimientos y no se sustenta en documentación de archivo fiable. Con todo,
como reconoció en su día el eximio polígrafo Marcelino Menéndez Pelayo, el
ideal, que era lo que más caracterizaba a Federico Schiller, trocado ahora en
un «alto y sereno idealismo», por influencia sin duda de Goethe, y dejando
atrás el «idealismo turbulento y feroz» de su juventud, marcará el Don Carlos, una inmersión en el pasado histórico y no en la
realidad contemporánea, donde «el autor encuentra indulgencia para todo el
mundo, hasta para el negro Felipe II que él se había forjado en las tinieblas
de su fantasía, como si quisiera abarcar el mundo entero en aquel sueño de
cosmopolitismo y universal amor, del cual hace intérprete y apóstol
elocuentísimo al Marqués de Poza» (Marcelino
Menéndez Pelayo, Historia de las ideas
estéticas en España, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones
Científicas, 1974, volumen II, pág. 43). Naturalmente,
si Hertha Thiele era Don Carlos, ahora Romy Schneider será Romeo. La actriz
vienesa está sencillamente deliciosa y encantadora; Lilli Palmer, inteligente,
bellísima y enigmática. El célebre beso también cambia, tanto en lo que atañe
al momento y a la circunstancia que lo justifica como al lugar. En 1931 era
Elisabeth la que se lo daba en la boca a Manuela delante de todas las demás
chicas, en el momento de desearle las buenas noches; ahora es Manuela quien
toma la iniciativa, en el despacho de Elisabeth, adonde ésta se ha ofrecido
voluntariamente a corregirle algunos errores en la interpretación de su papel
de Romeo. En ese brevísimo ensayo que transcurre en la intimidad, Elisabeth es
Julieta. El beso de Romy Schneider, quien se esfuerza por seguir las
indicaciones interpretativas de su eventual directora teatral, en el sentido de
que debe poner pasión en la acción, concretamente en el beso, para que resulte
verosímil, posee sin duda una mayor carga erótica, pero sigue siendo contenido,
y, sobre todo, inocente. Su amor por su adorada profesora es perfectamente
comprensible desde el punto de vista psicológico; incluso necesario y
saludable. Que las mentes morbosas no saquen las cosas de quicio. En cuanto a
la traducción española del título original de la película, Corrupción en el internado, es penosa y lamentable. Da vergüenza
ajena. Por su grosera vulgaridad, naturalmente.
Málaga, 30 de
enero de 2015, festividad de Santa Martina, virgen, huérfana de padres, que fue
martirizada y decapitada en Roma en 228. Es la patrona de las madres en la
etapa de lactancia.
Enrique
Castaños, Doctor en Historia del Arte.
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