domingo, 22 de septiembre de 2013

Ensayo nº 4 / Sobre San Manuel Bueno Mártir de Unamuno.



‘San Manuel Bueno, mártir’: existencia, duda y fe.


© ENRIQUE  CASTAÑOS




La terminación en Salamanca, en noviembre de 1930[1], de su novelita San Manuel Bueno, mártir, hace de Don Miguel de Unamuno y Jugo, que se acercaba ya a los setenta, uno de los más penetrantes espíritus europeos contemporáneos en abordar el insondable problema de la fe cristiana, elevándolo a esa altura inmarcesible a la que han llegado muy pocos, entre ellos Kierkegaard, Dostoyevski y Carl Theodor Dreyer. La novela, que constituye un caso muy poco frecuente de encerrar en tan reducido número de páginas tantas y tan graves cuestiones  —sobre el significado de la fe y el sentido o sinsentido de la existencia, sobre el destino, acerca de la imposibilidad de engañar a la propia conciencia, sobre la autenticidad de la personalidad, la pureza, el sentido del sacrificio, la amistad—, está atravesada, desde el principio hasta el final, por un hondo simbolismo, que afecta, en primer lugar, a los topónimos y a los nombres de los personajes. El relato, que narra acontecimientos transcurridos muchos años antes, pasa por ser una especie de Memorial escrito por uno de los principales personajes, Ángela Carballino, que lo redacta con más de cincuenta años, aunque los hechos primigenios se remontan a una época en que ella era una niña de tan sólo diez años. El centro del drama es don Manuel Bueno, párroco de la imaginada aldea de Valverde de Lucerna, junto al lago de Sanabria, perteneciente a la diócesis de Renada, y que frisaba los treinta y siete años cuando Ángela tenía diez. El otro personaje central es Lázaro Carballino, el hermano de Ángela, que regresa de una prolongada estancia en América cuando Ángela ha cumplido los veinticuatro. El cómputo del tiempo, pues, está meticulosamente medido en la novela, aunque no sepamos cuántos años tenía exactamente Lázaro más que su hermana y con cuántos muere el protagonista.
Sobre toda la narración planean, fundamentalmente, en primer lugar, por supuesto, el Antiguo, y, sobre todo, el Nuevo Testamento, pero también, de modo muy especial, el Quijote y La vida es sueño. Quienes han pretendido detectar influencias diversas, como la de la novela El Santo (1905), del italiano Antonio Fogazzaro, que es el autor de la mucho más conocida Pequeño mundo antiguo (1895), deben ser precavidos, pues la novelita de Unamuno es extraordinariamente original y, en muchos aspectos, inimitable: si se me permite decirlo así, inconfundiblemente «unamuniana». Todo aficionado sabe la inmensa cultura literaria europea que poseía el eximio catedrático de Salamanca. De todos los países y de todas las latitudes. Él mismo se permite proporcionarnos algunas pistas, como cuando nombra en su sin par prólogo de 1933 (con motivo de una edición donde reunía nuestra novela y tres historias más) a Santa Lidwine de Schiedam, la ejemplar monja hemipléjica holandesa de la Baja Edad Media cuya biografía escribió Joris-Karl Huysmans[2], pero que había escrito antes Tomás de Kempis. De igual manera que nos indica, en ese ejercicio suyo tan característico de sincerarse y comunicarse con el lector, que en el momento de redactar ese prólogo ha terminado de leer Enten-Eller (O lo uno o lo otro), de Søren Kierkegaard. Y, aunque no los nombre, cualquier lector avisado sabe que ningún escritor o pensador cristiano coetáneo se le escapaba a Unamuno, desde León Bloy, Vladímir Soloviev y Jules Barbey d’Aurevilly hasta Giovanni Papini, Christopher Dawson, Roberto Hugo Benson o Gilbert Keith Chesterton. También hay una suerte de leitmotiv o motivo conductor que hilvana las escenas, vinculándolas a su núcleo más íntimo, que no es otro que la duda de la fe o la imposibilidad de creer aun queriéndolo. Ese leitmotiv son las penúltimas palabras de Jesucristo antes de morir en la cruz: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» Es importante hacer constar que estas palabras (de «mordaz juego de palabras» las califica en una nota aclaratoria la Biblia de Jerusalén en lo que se refiere a Mt 27, 46, pues corresponden a la expresión «¡Elí, Elí ¿lemá sabactani?», es decir, que el «juego» se basa en la espera de Elías como precursor del Mesías; «juego» que desaparece en Mc 15, 34: «¡Eloi, Eloi ¿lema sabactani?», que, como asimismo indica en nota la Biblia de Jerusalén, corresponde a la forma aramea, Elahí, transcrito Elŏí quizás bajo la influencia del hebreo Elohím) no aparecen ni en el evangelio de Lucas ni en el de Juan. Naturalmente, están en estrecha relación con aquellas otras pronunciadas en Getsemaní, aunque la novela no las menciona: «Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú» (Mt 26, 39); muy semejantes en Mc 14, 36 y en Lc 22, 42; Juan, en cambio, mantiene silencio. El leitmotiv, pues, tiene que ver con la fugacísima debilidad de Jesús inmediatamente antes de la Pasión, como si hubiese «dudado», lo que vendría a corroborar la verosimilitud de su naturaleza humana, junto a la divina. Bien sabido es, y este es un aspecto crucial del «protestantismo» de don Miguel, que a Unamuno le atormentaba a veces la duda ante la fe, una duda que tiene mucho que ver con otro aspecto de la fe que se menciona de modo recurrente en la novela y que no es otro que el de la resurrección de la carne, esto es, que cuando la persona resucite después de la muerte lo haga con su alma y con su espíritu, pero también con su cuerpo, con este cuerpo que le ha acompañado en su vida terrenal. Este enigma es, sin duda alguna, uno de los dramas religioso más íntimos de Unamuno[3]. Por eso no es nada casual la reproducción de las palabras de San Pablo inmediatamente antes del comienzo de la narración: «Si sólo en esta vida esperamos en Cristo, somos los más miserables de los hombres todos» (1 Co, 15, 19). La traducción de la Biblia de Jerusalén no altera el sentido: «Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los más dignos de compasión de todos los hombres!» San Pablo aborda en el capítulo 15 de esa Carta el asunto medular de toda la fe cristiana, y, sin lugar a dudas, el más decisivo para el que fuera Rector de la Universidad de Salamanca: la resurrección de los muertos. «Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe» (1 Co, 15, 13-14). Por eso, a las palabras de Pablo que hace reproducir Unamuno, comenta en breve pero jugosa nota la edición de la Biblia de Jerusalén: «Renunciar a los goces del tiempo presente es un engaño, si todo termina con la muerte. No se considera la inmortalidad del alma fuera de la perspectiva de la resurrección de la carne». Por supuesto que Pablo confesará inmediatamente, en el versículo 20, su fe en la Resurrección de Cristo, verdadera piedra angular de todo el Cristianismo. Pero esa resurrección, que no es más que el triunfo definitivo sobre la muerte, sobre el pecado y sobre el mal, es la que otorga plenitud de sentido y perspectiva liberadora a la inmortalidad del alma. Una cosa no puede disociarse de la otra. Son inseparables; mejor aún: son la misma cosa. Esta es la clave de bóveda del individualísimo edificio religioso-teológico-filosófico de Unamuno, y lo mismo da que nos acerquemos a él a través de sus ensayos, especialmente de Del sentimiento trágico de la vida, como que lo hagamos a través de algunas de sus novelas, de manera muy particular esta que ahora sucintamente comentamos. Sin resurrección de la carne, del cuerpo, todo lo otro se desvanece. Por supuesto que estamos hablando de un cuerpo «pneumático», espiritual, pero cuerpo al fin y al cabo[4].
El simbolismo de los nombres no puede tampoco escapársele al lector, incluso medianamente atento. Pero ese simbolismo es a veces polivalente, o de difícil precisión. Renada, como ha sido señalado hace tiempo por algunos comentaristas, entre otros José Antonio Serrano Segura[5], puede, como poco, hacer alusión a tres significados: «volver a nacer» (del verbo «renacer»); intensificar o redoblar el vocablo «nada» («re-nada», es decir, «más que nada»); referencia al historiador agnóstico francés Ernest Renan, autor de una muy célebre Vida de Jesús y de una también famosa Historia del pueblo de Israel. No obstante, esta tercera hipotética alusión la encuentro demasiado forzada, a pesar de la admiración de Unamuno por el erudito galo. En cuanto al nombre del protagonista, Manuel Bueno, no puede ser más revelador. No sólo era un hombre bueno, que hacía lo imposible por llevar consuelo y felicidad a las gentes sencillas del pueblo, sino que su nombre de pila es el mismo que el que le asigna el profeta Isaías al Salvador (Is 7, 14), según nos recuerda Mt 1, 23: «Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel, que traducido significa “Dios con nosotros”». En lo que se refiere a Lázaro Carballino, recordemos que se hizo muy amigo del párroco, de igual modo que Jesús era amigo de Lázaro de Betania, y que si éste último resucita a los tres días de muerto por mediación de Cristo, Lázaro Carballino «resucita», por la acción infatigable de Manuel Bueno, a una vida de entrega y servicio a los demás, una entrega absolutamente desinteresada, pues incluso emplea parte de la fortuna traída del Nuevo Mundo en socorrer a los necesitados. ¡Y qué decir de Ángela Carballino, el único personaje de la conmovedora historia cuya fe, siendo ya adulta, era la misma que cuando tenía diez años! Ángela es, en efecto, un ángel de Dios, un ser puro, inocente, en quien no tiene cabida el pecado. Por eso es tan difícil dejar de pensar en Nastasia Filíppovna, en apariencia tan diametralmente opuesta, una prostituta, una «pecadora», pero, paradójicamente, absolutamente pura de corazón, limpia e inmaculada, gracias a su infinita capacidad para amar. Que Unamuno haya hecho carne de su carne El idiota de Fiodor M. Dostoyevski, es algo que no admite la más mínima vacilación[6]. Otro último simbolismo, esencial en la novela, es el que proporcionan los elementos de la Naturaleza, en especial el lago, el lago de San Martín de Castañeda, que no es otro que el de Sanabria, pues San Martín de Castañeda es en la realidad el derruido monasterio cisterciense al que se alude, sin nombrarlo por su nombre, en el relato. Hay constantes alusiones al azul profundo del lago en relación con el azul de los ojos, al lago cual espejo en que se reflejan las montañas circundantes, y cuyo misterio  —alimentado por la leyenda de la ciudad sumergida que hay en sus profundidades, de donde procede el sonido de las campanas de la torre de la iglesia desaparecida en los abismos—   establece un paralelismo con el misterio de la personalidad de cada hombre, con sus secretos más escondidos. Porque en Valverde de Lucerna hay un oscuro y enorme secreto, sólo conocido por Ángela, que lo dejará consignado en su memorial, pero que será hurtado al conocimiento de los habitantes del pueblo, a fin de no perturbar su felicidad, su ilusión, la imagen que se han hecho del hombre que les ha ayudado tanto a sobrellevar el peso de la vida, aliviándolos, con su conducta ejemplar, con sus palabras, del duro trabajo cotidiano.
Ese misterio no será conocido por Ángela hasta el día en que su hermano, que a todas luces parece haberse convertido a la fe de Cristo por la acción de don Manuel, hizo la Primera Comunión, algún tiempo después de su regreso de América, para alegría de su hermana y de toda la aldea. Durante las páginas anteriores, se nos describe la incansable actividad del párroco, un hombre de extraordinario porte y aún más extraordinaria voz, aunque humilde, sin un ápice de soberbia, siempre dispuesto a ayudar a los demás, incluso colaborando en las tareas del campo si es necesario. Sus sermones eran verdaderamente memorables, con ese verbo fluido, grave, resolutivo, claro, que llegaba a todos los corazones, hasta al del tonto del pueblo, Blasillo, una creatura divina que trata de imitarlo y que repite una y otra vez lo que el sacerdote dice en el púlpito, especialmente eso de «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» ¿Cómo no evocar aquí a ese Francisco Lezcano, ese Niño de Vallecas, que, de manera tan penetrante, nos dice Ramón Gaya que Velázquez[7] pintó en su ser entero y verdadero, en su ser central, pleno como una luna llena? Del mismo modo que Velázquez deja estar al Niño de Vallecas, reflejando su esencia más profunda, el inescrutable misterio de su espíritu, pues posee un espíritu muy hondo ese bufón oligofrénico de la Corte de Felipe IV de España, de ese mismo modo, también Unamuno crea en Blasillo a un personaje entrañable y enternecedor, uno de esos «pobres de espíritu» de los que habla Jesús en el Sermón de la Montaña, es decir, no una persona que sea espiritualmente pobre, sino todo lo contrario, alguien cuya «pobreza de espíritu» está vinculada a la pureza, al desprendimiento de los bienes materiales, tal como lo entendía el poverello de Asís. Esto de la «pobreza» es un misterio, un misterio indescifrable. Me refiero, claro está, a esa «pobreza de espíritu» de que habla Jesús. Blasillo, en cierto modo, la encarna, como la encarnaba San Francisco de Asís. Puede servirnos de relativa ayuda para entender su significado, aunque la referencia es a Friedrich Hölderlin, lo que dijo Martin Heidegger en una conferencia sobre «la pobreza» (Die Armut), el 27 de junio de 1945, en el castillo de Wildenstein, sobre las alturas del Jura suabo, no lejos de su Messkirch natal, en realidad una paráfrasis de una sentencia de Hölderlin o atribuida al gran poeta alemán: «Entre nosotros, todo se concentra sobre lo espiritual, nos hemos vuelto pobres para llegar a ser ricos». Por supuesto que soy consciente que Hölderlin tiene relativamente poco que ver con Kierkegaard y con Unamuno, pues su modelo era la Grecia antigua, y el de nuestros dos otros pensadores existencialistas la enseñanza de Jesús, pero en ese breve texto dice Heidegger algunas cosas muy esclarecedoras, también para un cristiano (es muy difícil saber si él llegó a conservar hasta el final de su vida su inicial fe en Cristo; las opiniones al respecto son dispares y el propio filósofo mantuvo sobre este punto un impenetrable silencio)[8]. Dice que «ser verdaderamente pobre significa: ser de tal manera que no carecemos de nada, salvo de lo no-necesario» […] «La esencia de la necesidad [apremiante] es la coacción» […] «Lo no-necesario es lo que no viene de la necesidad [apremiante], es decir, de la coacción, sino de lo Libre» […] «Lo Libre, frî, es lo indemne, lo preservado, lo que se sustrae de toda utilidad» […] «’Liberar’ significa, original y propiamente: preservar, dejar a algo reposar en su propia esencia protegiéndolo. Pero proteger es: retener la esencia en el cobijo donde sólo permanece si se le permite retornar al reposo de su propia esencia» […] «Ser-pobre quiere decir: no carecer de nada, salvo de lo no necesario; no carecer de nada más que de lo Libre-liberante» […] «Por el hecho mismo de que la pobreza no nos hace carecer de nada, tenemos de entrada todo, nos mantenemos en la sobreabundancia del Ser…» […] «Así como la libertad, en su esencia liberante de todas las cosas que por anticipado trastoca la necesidad [apremiante], es la Necesidad, así el ser-pobre, en tanto no-carecer-de-nada, salvo de lo no-necesario, es en sí también ya el ser-rico» […] «Pobres, lo somos con la única condición de que, entre nosotros, todo se concentre sobre lo espiritual»[9].
Lo que quiere decir Heidegger es que «ser verdaderamente pobre», sin ningún doble sentido de las palabras y sin ironía alguna, es tenerlo todo, esto es, todo tipo de bienes materiales, pero, sin embargo, carecer de lo que de verdad importa, que son los bienes espirituales. La persona rica en bienes materiales, no se percata de que, en el fondo, es pobre, mientras que aquella que posee bienes espirituales, esto es, lo no-necesario, lo que no proviene de la coacción, sino de la libertad, es la que es verdaderamente rica, según la bella sentencia atribuida al poeta-filósofo de la región del río Neckar, puesto que se ha liberado de lo aparente, de lo «útil», de lo que únicamente es accesorio[10].
En cualquier caso, aun sin olvidar este clarificador excurso, Jesús se refería a la gente sencilla, limpia de corazón, y Blasillo, aunque bobo, todavía guardaba en lo más recóndito de su ser una pizca de inteligencia que le permite comprender la bondad de su benefactor, mejor dicho, de quien repara en él y no lo desprecia. Tampoco hace falta insistir en la preeminencia que, para Jesús de Nazaret, tienen los bienes espirituales sobre los materiales.
No obstante, no quiero dejar pasar una poco conocida y muy clarividente exégesis a las palabras de Jesús «Bienaventurados los pobres de espíritu» (Mt 5, 3). El comentario lo hace Heinrich Seuse (Enrique Suso), uno de los principales exponentes de la mística renana en el siglo XIV, discípulo, junto con Johannes Tauler, del Maestro Eckhart. El dominico alemán Heinrich Seuse, que nació en Constanza, probablemente entre 1295-1297, y murió en Ulm el 25 de enero de 1366, escribió en los años de su vejez, en alto alemán medio, un libro, titulado Vida, que forma parte, junto con otros tres más y un prólogo, de un trabajo llamado significativamente por él Ejemplar, si bien cada uno de esos volúmenes tiene un tratamiento independiente. En el capítulo 51 del texto Vida, el autonombrado Servidor, que no es otro que él mismo, le dice a una santa amiga que, una vez «que el Espíritu supraesencial [esto es, Dios] se le haya representado constantemente [a una persona espiritual y santa] sin que haya podido aprehenderlo, su espíritu creado empieza entonces a contemplar su propia impotencia y, mediante el hundimiento de su yo, a abandonarse a fondo a la eterna potencia divina, apartándose de sí mismo, en el desprecio de sí propio, para volverse hacia la inmensidad del Ser Supremo. Y en la absorción el espíritu llega a una suerte de olvido y de pérdida de sí, como dijo Pablo: “Vivo, mas ya no yo” [Gal 2, 20], y Cristo dijo: “Bienaventurados los pobres de espíritu”. Así pues, el espíritu permanece según su esencia, y se deshace de sí mismo en cuanto a la posesión propietaria de sí»[11]. Fíjese el lector que el comentario decisivo está contenido en la última frase, que viene a expresar cómo el espíritu del hombre, inundado del Espíritu de Dios, y de ahí que permanezca ese espíritu del hombre «según su esencia», renuncia a la posesión de su espíritu, es decir, a ser propietario de su espíritu, y por eso «se deshace de sí mismo», puesto que él ya está en Dios, está penetrado del Espíritu de Dios. Es sumamente interesante este comentario del místico alemán, que sin duda conocería Heidegger, puesto que si éste había considerado la «pobreza» en relación con lo no-necesario, con lo espiritual, que es lo que constituye la verdadera riqueza, Seuse relaciona la pobreza con el hecho de que el hombre no se deje llevar por la posesión, que no se aferre a nada, que se des-haga de sí mismo, a fin de que sólo le inunde el Espíritu de Dios. La pobreza de espíritu, pues, como renuncia a todo egoísmo, a toda posesión, como olvido de uno mismo, de tal modo que el Espíritu de Dios, del Hijo, lo envuelva. Ya no soy yo quien vive en mí, sino que soy yo quien vive en Cristo. Éste es, creo yo, el sentido de las palabras de San Pablo que trae a colación Seuse.
Ángela sabe que Don Manuel se ha negado a colaborar con el juez para que un bandido confiese su crimen, pues eso supondría exponerlo a la pena capital, y también sabe que, para él, la envidia la sienten «los que se empeñan en creerse envidiados»[12]. Pero rápidamente advirtió que la sobreactividad de Don Manuel debía responder a algo, que esa ausencia por completo de reposo y de ociosidad era como una huida, un evitar estar a solas consigo mismo y con sus pensamientos. Con motivo del consuelo que tan generosamente ofrece a un titiritero ambulante cuya mujer ha muerto en sus propias manos, mientras el marido debía cumplir con su obligación de hacer reír a las gentes del pueblo (aunque no sabía exactamente que su esposa estuviese agonizando), y como ponderase Don Manuel el oficio del payaso, que consiste en hacer reír y traer la alegría a los demás, Ángela comprende más tarde que esa alegría que su San Manuel esparce por doquier «era la forma temporal y terrena de una infinita y eterna tristeza». No olvidemos que Ángela es una joven inteligente e incluso culta, que ha leído a Cervantes, a Calderón y a otros autores clásicos españoles, así como el Bertoldo de Giulio Cesare Croce (1550-1609), libros todos que contenía la modesta biblioteca de su padre. Además de inteligente y culta, es perspicaz, aguda en sus observaciones y juicios, y, por supuesto, muy sincera, incapaz de mentir. Por eso se percata pronto de la soledad tremenda que acompaña como una sombra a Don Manuel, una soledad de la que quiere escapar, pero que le persigue sin tregua, aunque a veces guste de pasear solo por las orillas del lago. Él mismo termina confesándoselo pronto a la muchacha, cuando ésta le habla de la santidad de algunos ermitaños: «Yo no podría soportar las tentaciones del desierto. Yo no podría llevar solo la cruz del nacimiento». Le está diciendo que le aterra la soledad, aunque ésta última, en realidad, como puede comprobar Ángela, nunca lo abandona, aferrándose a él como la uña a la carne. Esa huida de la soledad es una huida de sí mismo, del terrible secreto que esconde en las más inaccesibles profundidades de su alma. Ya en el confesionario, ante el ejemplar cura, siente Ángela «como una callada confesión suya en el susurro sumiso de su voz», esto es, una confesión que le brota a Don Manuel sin querer, pues lleva tiempo pugnando por escaparse por entre los intersticios de su ser. Si ella le planteaba en confesión algunas dudas, dudas en cualquier caso inocentes, él las eludía, pero como una vez saliera a relucir el Demonio, y Ángela, envalentonándose, le preguntase francamente si él creía en el Tentador, una vez más Don Manuel evita responder, con lo que la joven llega a un primer convencimiento de que su queridísimo sacerdote no cree en el Maligno. Lo mismo, más adelante, con el Infierno. Y, ante las respuestas como maquinales del sacerdote, dirigidas, claro es, a no escandalizar o provocar alguna flaqueza en la fe de la ferviente muchacha, ésta leyó «no sé qué honda tristeza en sus ojos, azules como las aguas del lago». El simbolismo del lago, como se ha anunciado antes, es permanente en la novela. De un lado, los lagos suelen atraer a los humanos hacia la muerte. Puede constatarse en la tendencia hacia el suicidio, heredada de su padre, de Don Manuel, quien lucha por no desaparecer para siempre en las tranquilas aguas del lago, aparentemente calmas y serenas, pues la corriente, que no es otra que la corriente impetuosa de la vida, serpentea por entre sus profundidades. Incluso llega a confesarle a Lázaro que la tentación del suicidio es mayor aún junto a la quieta superficie del lago, que no junto a los torrentes y cascadas. Sin apartarnos todavía del simbolismo del lago, no debe pasarse por alto que aquella inclinación hacia el suicidio fue una constante en la vida del padre de Manuel Bueno, y que tuvo que luchar arduamente para vencerla, que fue lo que por fortuna ocurrió finalmente, pues murió de muerte natural con cerca de noventa años. Esto del suicidio no es, ni mucho menos, cosa baladí. El gran escritor francés Albert Camus, en las dos primeras frases de su lúcido ensayo El mito de Sísifo, dice: «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio. El suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía»[13]. Para Camus el problema del suicidio está estrechamente relacionado con su concepción del absurdo de la existencia, esto es, la pregunta que el hombre le hace al mundo y el silencio que halla por respuesta. Unamuno aborda, en cambio, el problema del suicidio como una enfermedad del espíritu, una desviación, sin olvidar en ningún momento que suicidarse contraviene la ley divina. A pesar de eso, Manuel Bueno no le niega tierra sagrada a un suicida, pues piensa que pudo arrepentirse en el último instante de su agonía. Pero sigamos con el significado del lago, uno de los cuales es el temible de ser un paraíso ilusorio, simbolizando de este modo las creaciones de la imaginación exaltada[14]. No perdamos de vista aquella leyenda de la ciudad sumergida[15] en las profundidades del lago de nuestra narración, así como la mezcolanza entre la realidad y la ficción, entre la vida y los sueños, o, más precisamente, el deseo de mantener la ilusión de vivir entre las gentes que distingue a Don Manuel. Sobre aquella confusión, tan calderoniana, volveremos un poco más adelante. En cuanto al azul, el mismo Diccionario de los símbolos citado, nos dice que «es el más profundo de los colores»; que «en él la mirada se hunde sin encontrar obstáculo y se pierde en lo indefinido» (pág. 163). De ahí la abismal profundidad que en los ojos del párroco descubre Ángela, aumentada por su tristeza y por su soledad.
Con bellísimas palabras describe Unamuno cómo se le iba despertando a Ángela en sus «entrañas el jugo de la maternidad», y cómo «empezaba yo a sentir una especie de afecto maternal hacia mi padre espiritual».
La muerte de la devota madre de Ángela y de Lázaro es la principal circunstancia que provoca el acercamiento entre éste último y Don Manuel. Ya el párroco consiguió del incrédulo Lázaro que le prometiese a su madre, antes de morir, que rezaría por ella, para contentarla, pues «el contento con que tu madre se muera será su eterna vida». Aquella aproximación, que podía verse crecer día a día, por ejemplo en los frecuentes paseos que ambos amigos daban junto a la orilla del lago, en los que el párroco conversaba y aleccionaba a su cada vez más atento confidente, terminó por dar sus frutos, primero consiguiendo que Lázaro acudiese a misa, aunque sólo fuese por escuchar al santo varón, y después decidiéndole a hacer la Primera Comunión, motivo de hondo regocijo para su hermana y de gran satisfacción para toda la aldea. Parecía que la conversión había sido completada por entero. Así, al menos, lo creía sinceramente Ángela. Pero, nada más manifestarle ésta a su hermano la alegría que a todos les ha dado, empezando por ella misma, recibe Ángela un jarro de agua fría cuando Lázaro le confiesa que por eso precisamente lo ha hecho, por darles alegría. Es decir, que no lo ha hecho por convencimiento pleno, sino por agradar a los demás, decisión en la que Don Manuel ha jugado un papel categórico. Para el párroco, le dice Lázaro a su hermana, eso no es fingir; el propio Don Manuel se lo ha dicho. Pero es en ese preciso instante cuando Lázaro Carballino le arranca al sacerdote su secreto, a saber, que él también finge creer. En vez de forjarse, a partir de esa confidencia, una imagen negativa de su amigo, Lázaro considera más aún a Don Manuel un santo, incluso un mártir, pues esa simulación no responde a un deseo de medrar, sino que responde a la íntima aspiración de que quienes le rodean encuentren la paz y la felicidad. Como Lázaro, en medio del campo, le interrogase a Don Manuel acerca de la verdad, mejor aún, que ésta debiera prevalecer ante todo, respondióle: «¿La verdad? La verdad, Lázaro, es acaso algo terrible, algo intolerable, algo mortal; la gente sencilla no podría vivir con ella». Como Lázaro le arguyese que por qué le dejaba entrever a él la verdad, Manuel Bueno le responde de nuevo con absoluta sinceridad: «Porque si no me atormentaría tanto, tanto, que acabaría gritándola en medio de la plaza, y eso jamás, jamás. Yo estoy para hacer vivir a las almas de mis feligreses, para hacerles felices, para hacerles que se sueñen inmortales y no para matarles. Lo que aquí hace falta es que vivan sanamente, que vivan en unanimidad de sentido, y con la verdad, con mi verdad, no vivirían. Que vivan. Y esto hace la Iglesia, hacerles vivir. ¿Religión verdadera? Todas las religiones son verdaderas en cuanto hacen vivir espiritualmente a los pueblos que las profesan, en cuanto les consuelan de haber tenido que nacer para morir, y para cada pueblo la religión más verdadera es la suya, la que le ha hecho. ¿Y la mía? La mía es consolarme en consolar a los demás, aunque el consuelo que les doy no sea el mío» (pág. 1215).
Es ciertamente polimórfica y muy compleja, pero también integradora y balsámica la respuesta de Don Manuel. La primera y fundamental distinción que se impone al lector es la que se deduce de esta respuesta y de la personalidad del personaje en su conjunto, respecto del enjuto nonagenario de la La leyenda del Gran Inquisidor. El inquietante individuo que le dibuja Iván Karamazov a su querido hermano menor Alioscha, extrayéndolo de los pliegues de la Historia, en concreto de la Sevilla del siglo XVII, es un alto jerarca de la Iglesia católica, el máximo representante de la Inquisición española, pero, lejos de creer en Jesús de Nazaret, a quien tiene ahora delante suya, porque ha vuelto, ha vuelto para volver a incomodar a los hombres y a perturbar el orden establecido, lejos de creer, digo, es un ateo, un nihilista  —como esos nihilistas de la novela Demonios—, cuyo principio esencial, fundamental, y al que todos los demás han de someterse, es un principio totalitario, esto es, que el hombre, para ser feliz, ha de renunciar definitivamente a la libertad, no a la libertad en abstracto, sino a la libertad individual, que es la única y auténtica libertad. Expresado de otro modo: el hombre ha de someterse a la consecución de fines estatales, que es una de las dos principales características del totalitarismo[16]. Por eso no soporta que Él haya regresado de nuevo, cuando todo estaba ya, con tanto esfuerzo, encarrilado por la institución eclesiástica, una institución temporal que ha comprendido que el hombre no desea la libertad sino el pan. «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios», le había dicho Jesús al Demonio en la primera de las tres tentaciones (Mt 4,4). Esa palabra es la Palabra, el Verbo, la Vida, la Libertad. Bien sabido es que el inoportuno visitante no despega los labios, permanece mudo, en un clamoroso y ensordecedor silencio, ante el Poder terrenal, y que, al final, se le permitirá abandonar los calabozos de la Inquisición con la condición de que no volverá más.
La diferencia, pues, entre San Manuel Bueno y el Gran Inquisidor, es radical, abismal, pues aunque el primero no tenga fe, o haya perdido, más bien, la fe, el propósito que le anima a insuflársela a sus feligreses no tiene como contrapartida el extirparles su dignidad de personas, el arrebatarles la libertad, el convertirlos en individuos de un «hormiguero», por emplear de nuevo otro término dostoyevskiano. No; Manuel Bueno, a través de su conducta ejemplar, les ofrece a los hombres la posibilidad de perseverar en la fe en Cristo, para traerles paz a sus conciencias y felicidad en sus vidas cotidianas. No trata a esos hombres como borregos, como animales de un rebaño; los trata como auténticos seres humanos, plenamente dignos y libres. Él sólo conoce una verdad, la suya; una verdad, por tanto, relativa, en la que, desgraciadamente, ha desaparecido la fe. Pero esa verdad haría infelices a los hombres, sobre todo a los sencillos y humildes, y él no tiene ningún derecho a perpetrar semejante crimen. Prefiere tragarse su verdad, aunque no pueda ceder al impetuoso deseo de comunicársela a alguien, a otro descreído como él, a su ahora amigo Lázaro Carballino, pues de lo contrario se volvería loco o acabaría pregonándola a los cuatro vientos. Su extraordinaria gesta consiste en convencer a su confidente de que esa verdad relativa ha de mantenerse oculta, desconocida de quienes les rodean. Ambos tienen una misión, y esa misión consiste en hacer soportable la vida a los humildes en este valle de lágrimas que es la existencia. Su actitud no supone ninguna diabólica permuta. Por ejemplo, cambiar nada menos que la libertad por la felicidad. Pero incluso en el caso de los Karamazov, esa felicidad es una felicidad ilusoria, es la felicidad del hormiguero: el igualitarismo. Ni siquiera la igualdad, sino la mediocre igualación por abajo. La felicidad, en cambio, de la que habla Manuel Bueno es una felicidad que se sostiene en el amor, en la cooperación, en compartir los esfuerzos, las penalidades, pero que en absoluto puede admitir el colectivismo. La justicia social no excluye la propiedad privada; lo que sí excluye es la codicia y el egoísmo desenfrenado.
Adviértase, además, que la respuesta de Manuel Bueno posee un alto sentido ecuménico; de ahí que admita un fondo común a todas las grandes creencias religiosas y muestre respeto por ellas. Cualquier misionero de hoy en África o en Asia sabe desde hace mucho tiempo que la fe cristiana puede conciliarse perfectamente con la comprensión, conocimiento y respeto de muchas de las costumbres ancestrales de los habitantes de esos continentes, y que en buena medida se trata de hallar zonas de encuentro y no de divergencia. La religión es un consuelo que tiene como finalidad otorgar un sentido a la existencia del hombre, un sentido que se impone precisamente por el hecho de que esa existencia tiene un acabamiento corporal. Lo que la religión viene a enseñarle primordialmente al hombre es que su vida, la esencia de su ser, no terminan con la muerte, sino que hay otra vida más allá de la muerte, otra vida que es la que da pleno sentido a esta otra vida terrenal. El sentido trascendente del hombre y de la vida del hombre. Esto es, en esencia, lo que viene a enseñarnos la religión. En el caso de Manuel Bueno, la concepción que tiene de la religión es la misma; lo de menos es que él, en su fuero interno, no crea en eso. Lo importante es que le transmita al hombre esa noble creencia, pues, haciendo eso, comportándose de ese modo, también está él mismo creyendo en aquello en que presumiblemente no cree. Y aquí nos enfrenta Don Miguel de Unamuno a esas difíciles paradojas a que tan dado era Kierkegaard, su hermano espiritual. Y digo esto por las preguntas que se hace Ángela cuando ya han muerto ambos, Don Manuel y Lázaro. ¿No será que Dios les hizo creerse incrédulos? ¿No será que en el tránsito de una a otra vida, de esta terrena a la otra eterna, se les cayese la venda de los ojos? Esto es lo que, después de muchos años, viene a pensar Ángela Carballino de esos dos hombres que tanto significaron en su vida. Más aún, cree que entrambos «se murieron creyendo no creer lo que más nos interesa, pero sin creer creerlo, creyéndolo en una desolación activa y resignada» (pág. 1230). Es decir, en el fondo no creían en aquello que creían creer (la des-creencia). Aún más que a Kierkegaard, se aproxima aquí Unamuno a La vida es sueño de Calderón, al príncipe Segismundo, encerrado en su prisión. La propia Ángela lo insinúa al final: «Y yo no sé lo que es verdad y lo que es mentira, ni lo que vi y lo que sólo soñé—o mejor lo que soñé y lo que sólo vi—, ni lo que supe ni lo que creí» (pág. 1230). La vida y el sueño se confunden, la vida es sueño y el sueño es vida: «¿Es que todo esto es más que un sueño soñado dentro de otro sueño?» (pág. 1231). Sí, es más que un sueño hipotéticamente soñado dentro de otro sueño, pues permanecen los que creen, los que creyeron en Manuel Bueno. Esta mutua e indestructible relación entre la realidad y el sueño, entre la vida y la ficción, también se la planteó mucho tiempo atrás Unamuno en Niebla, por ejemplo cuando Augusto Pérez se pregunta de dónde ha surgido Eugenia: «¿Es ella una creación mía o soy creación suya yo?, ¿o somos los dos creaciones mutuas, ella de mí y yo de ella?»[17]
«¿Qué es eso de creer?», continúa preguntándose Ángela. «Por lo menos viven». Vivir es creer; creer es vivir. Sin creer no se puede vivir; sin vivir no se puede creer. Los habitantes del pueblo creyeron  «en San Manuel Bueno, mártir, que sin esperar inmortalidad les mantuvo en la esperanza de ella». Quién sabe si a lo mejor esperaba la inmortalidad, pues la propia Ángela, unas líneas antes reflexionaba sobre la posible incredulidad de lo que creía creer el sacerdote; en cualquier caso, la inmortalidad la ha alcanzado en las almas de sus parroquianos, y, a través de éstas, en las de las generaciones futuras; más todavía: la inmortalidad la ha alcanzado San Manuel Bueno en el alma de sus lectores, que nunca dejará de tenerlos. Bueno, esto es, inocuo, lo contrario de nocivo, de inicuo. A esta fundamental distinción aludía Lázaro en conversación con su hermana, cuando se refería a los dos principales tipos de hombres nocivos: el fanático y el materialista. El fanático, porque, obsesionado con la vida de ultratumba, en la que cree creer firmemente, atormenta, cual inquisidor que es, a todo el que no cree en ella, obligándole a que desprecie la vida en aras de la otra, la de más allá. Jamás despreció Jesús de Nazaret la vida, esta vida que vivimos aquí en la tierra. Jamás atormentó a nadie ni se comportó como un inquisidor. Jesús no fue nunca un fanático; Juan Calvino, en cambio, sí lo fue. El fanático, además, es vengativo, como bien demostró Calvino con Miguel Servet. El fanático esparce la infelicidad a su alrededor. Lo que sí dice Jesús es que esta vida debe ser preparación para la vida eterna, que es la vida auténtica; pero Él no obliga a nadie a seguirle: sólo invita. Más aún: los que creen en Jesús no viven atormentados, sino felices y alegres. Esta es la felicidad que quiere transmitir San Manuel Bueno. De otro lado están los que sólo creen en los bienes materiales, los verdaderos ateos, los que se atan exclusivamente a esta vida terrenal, los egoístas, los codiciosos, los que son incapaces de compartir, de solidarizarse con sus hermanos; estos también son inicuos, perversos, porque destruyen la felicidad de los hombres, porque les impiden realizarse plenamente como personas libres, dignas, plenas y dichosas.
Ante el temor de Lázaro de que el pueblo sospeche su secreto, su hermana le tranquiliza, diciéndole que no lo entendería aun cuando intentase explicárselo: «El pueblo no entiende de palabras; el pueblo no ha entendido más que vuestras obras». Es decir: el pueblo comprende aquello que ve. Aunque el pueblo se quede extasiado oyendo los sermones de Don Manuel, lo que de verdad le ha llegado es su modo de comportarse, su bondad, su palabra constante de aliento, su confraternidad, su compartir los sufrimientos de los demás, su vivir codo a codo con ellos, como ese loco de Vincent con los mineros del Borinage, que tanto disgustó a sus superiores y que le obligaría a abandonar el servicio de pastor de almas por el de pintor, aunque entregándose de nuevo por entero, dándolo todo, ofreciéndolo todo, como un puro acto de amor desinteresado y espiritual.

En determinadas y contundentes ocasiones, el «protestantismo» de Don Miguel se resquebraja por completo, como cuando, en el epílogo, el supuesto narrador al que ha ido a parar el Memorial de Ángela Carballino, añade que «las palabras no sirven para apoyar las obras, sino que las obras se bastan». Lo importante es la conducta, el modo de conducirse de los hombres. «Ni sabe el pueblo qué cosa es fe, ni acaso le importa mucho». Podría añadirse: no sólo el pueblo, sino que muchos espíritus selectos tampoco ven con claridad a veces qué cosa puede ser la fe, la mayor parte de las ocasiones algo misterioso y casi impenetrable. Pero ese «protestantismo» tampoco le abandona tan fácilmente. Una buena prueba de ello es cuando el propio Manuel Bueno, después de una sincera, concisa y profunda conversación con Ángela, en la que solloza cuando ésta le pregunta si cree «que al morir no nos moriremos del todo», le pide a ésta, pues es palpable que no le ha dado respuesta, que lo absuelva. ¿De qué? De no creer con la misma fe con la que ella cree desde que era una niña. Los papeles se invierten. Ella misma se siente una sacerdotisa y él un pecador que se confiesa ante ese dechado de pureza. La referencia al protestantismo no se hace aquí por lo de la confesión, sacramento no admitido ulteriormente por Lutero, aunque en un primer momento, junto al Bautismo y la Eucaristía (lo que él llama la Cena), sí admite la Penitencia, según podemos leer en su escrito teológico La cautividad babilónica de la Iglesia (1520)[18]; la referencia se hace por el hecho de que Unamuno se adelanta notablemente a una sensibilidad extendida hoy entre muchos católicos, en el sentido de que no verían con malos ojos que las mujeres pudiesen acceder plenamente, en igualdad de condiciones que los varones, al sacerdocio, como de hecho han admitido ya algunas confesiones cristianas, por ejemplo la anglicana.
Si tuviéramos que aventurar una conclusión de la novela, pensamos que la conclusión decisiva tiene que ver con el significado de la fe, con el destino humano individual, con la extraordinariamente compleja relación del hombre con su propia conciencia y con la actitud que el individuo debe mantener con sus semejantes. Sería muy arriesgado decidir sin vacilación que Manuel Bueno es un hombre que no tiene fe, que no tiene fe en Cristo, en la inmortalidad del alma y en la resurrección de la carne, tal como encierra el más grande misterio del Cristianismo. Pero, incluso en el caso de que tales creencias se hayan agrietado por completo en lo más profundo de su ser, o que incluso le hayan abandonado, nadie puede poner en duda un hecho determinante: el comportamiento de Manuel Bueno con sus semejantes. Este comportamiento está guiado por el amor, por la actitud de servicio, por el deseo íntimo y sincero de que sus feligreses sean todo lo felices que puedan ser en medio de las tribulaciones del mundo. Y si algo define en rigor el mensaje ético de Jesús es el amor, la entrega desinteresada a los demás, la solidaridad, el perdón, la humildad, la abnegación, la sencillez, el rechazo del engreimiento, de la soberbia, del egoísmo. Todas aquellas cualidades las posee Manuel Bueno. ¿Es, pues, por ventura, un buen cristiano? Por supuesto que lo es, puesto que se esfuerza en ser mejor cada día, sin vanidad alguna, sin afán de reconocimiento público, sino en silencio, sin que apenas se note, aunque, claro está, es inevitable que sus feligreses lo adviertan y lo reconozcan. ¿No está poniendo diariamente en práctica, lo mejor que puede, la ética del Galileo? Ya sabemos de la dificultad extrema de esa ética, de esa norma de conducta, del grado de autoexigencia y de sacrificio que demanda al individuo; tanto, que a veces parece casi inhumana. Pero no lo es, sino todo lo contrario, pues supone la realización plena de uno mismo a través de la realización del otro, especialmente del más débil, del que más lo necesita, del que se encuentra en inferioridad de condiciones. ¿Cómo no iban a percibir todo esto esas personas sencillas y pobres de la aldea de nuestra novela? Por supuesto que lo perciben, y por eso para ellas Manuel Bueno es San Manuel Bueno, un mártir. ¿Importa mucho, en este contexto, lo que los teólogos y las grandes lumbreras de la Iglesia entiendan acerca de lo que la fe es? Unamuno nos está indicando, con una valentía y honestidad difíciles de encontrar en otros intelectuales cristianos, que la fe no es una creencia abstracta, fría, sino la expresión de una norma de conducta. No bastan las palabras; más importantes aún son las acciones. ¿De qué serviría que esos bellísimos y seductores sermones de Don Manuel se quedasen sólo en palabras? El contenido de sus homilías, los consejos que da a los parroquianos, los traduce en actos, los convierte en acciones reales. Esta es su verdadera enseñanza. Y, además, ¿no puede ser también que crea creer aquello que en realidad no cree? ¿No puede ser que, como el personaje de Calderón, confunda el sueño con la vida? Esa des-creencia suya que él cree real, quizá sea una mera ilusión, una ficción, un sueño, siendo su verdadera creencia la de sus actos, la de su obrar. Y su obrar es un obrar recto, honesto, desinteresado, sacrificado, santo. Es una lección que convendría no olvidar.


Málaga, 5 de julio de 2013, festividad de San Probo ( 570), más atento a las necesidades de los demás que a las suyas propias.
Enrique Castaños es Doctor en Historia del Arte.

Publicado en www.enriquecastanos.com/unamuno_manuel_bueno.htm

Publicado en monografías.com en julio de 2013

http://www.monografias.com/trabajos97/san-manuel-bueno-martir-existencia-duda-y-fe/san-manuel-bueno-martir-existencia-duda-y-fe.shtml




[1] Se publicó en marzo de 1931.
[2] Joris-Karl Huysmans. Santa Liduvina de Schiedam (biografía novelada). Madrid, Imprenta Viuda de P. Pérez, 1920. Traducción de Luis Cánovas. La imprenta es la de Ramona Velasco, viuda de Prudencio Pérez.
[3] En el prólogo de Víctor Goti, personaje metaliterario del escritor bilbaíno, a la «nivola» Niebla (1914), se dice respecto de Unamuno, quien supuestamente le ha encargado a su conocido Goti que le escriba el susodicho prólogo: «Es su idea fija, monomaníaca, de que si su alma no es inmortal y no lo son las almas de los demás hombres y aun de todas las cosas, e inmortales en el sentido mismo en que las creían ser los ingenuos católicos de la Edad Media, entonces, si no es así, nada vale nada ni hay esfuerzo que merezca la pena». Miguel de Unamuno, Obras Completas, Madrid, Afrodisio Aguado, 1951, tomo II, pág. 679.
[4] Ver la nota nº 12 de mi ensayo sobre la novela El idiota, de Dostoyevski: enriquecastanos.blogspot.com.es
[5] http://jaserrano.nom.es/unamuno/smbm.htm#_ftnref1
[6] Véase mi citado ensayo sobre El idiota.
[7] Ramón Gaya, Velázquez, pájaro solitario, Granada, Editoriales Andaluzas Unidas, 1984, pág. 58.
[8] Una excelente síntesis reciente sobre esta cuestión es el texto de Enzo Solari, Aproximación al problema de Dios en el pensamiento de Heidegger. Ponencia presentada el 26 de junio de 2005 en el II Congreso Internacional de Filosofía Xavier Zubiri, realizado en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas de San Salvador.
[9] Martin Heidegger, La pobreza, Buenos Aires, Amorrortu, 2006, especialmente las páginas 107-117.
[10] Debo a Francisco Medina Medina, Profesor de Filosofía en Málaga, una significativa aclaración adicional. Me refiero a que el «nihilismo», tal como lo entiende la tradición filosófica alemana desde Hölderlin hasta Nietzsche, es lo mismo que la negación de lo necesario, es decir, la negación de lo que procede de la coacción, en términos heideggerianos. Pero ese mismo «nihilismo», que exige una actitud ética extraordinariamente exigente de la persona para consigo misma y para con los demás, ha ido paulatinamente desvirtuándose, ha ido hundiéndose en el materialismo y en el utilitarismo propios de una sociedad de masas. Cuando Francisco Medina me hizo esta aclaración en relación con el texto de Heidegger sobre la pobreza, le comenté que el concepto de «nihilismo» al que se estaba refiriendo no tiene nada que ver con el que trata de definir Dostoyevski en su novela Demonios. El nihilismo de los quinqueviros de Demonios supone la negación de la libertad individual y la justificación embrionaria del totalitarismo del Estado, por no hablar de la de la violencia terrorista y el crimen.
[11] Heinrich Seuse, Vida, Madrid, Siruela, 2013, págs. 170-171. La edición y la traducción del alto alemán medio, corresponden a Blanca Garí de Aguilera, Catedrática del Departamento de Historia Medieval de la Universidad Autónoma de Barcelona. De otro lado, una de las mejores representaciones iconográficas del Beato Enrique Suso es la realizada por el pintor español Francisco de Zurbarán, entre 1636-1638, para el retablo del crucero de la iglesia del destruido monasterio de Santo Domingo de Portacoeli en Sevilla, un lienzo de algo más de dos metros de altura que hoy guarda el Museo de la ciudad hispalense. Véase el magnífico análisis que hace de él la estudiosa Veronique Gérard-Powell, reproducido en el catálogo de la magna exposición dedicada a Zurbarán por el Museo del Prado en 1988 (obra catalogada nº 27, págs. 204-206).
[12] La edición de San Manuel Bueno, mártir que he leído y consultado es la que se incluye en el tomo II de las Obras Completas, Madrid, Afrodisio Aguado, 1951, páginas 1179-1232. Las palabras entrecomilladas corresponden a la pág. 1202.
[13] Albert Camus, El mito de Sísifo, Madrid, Alianza, 1981, pág. 15.
[14] Jean Chevalier (dir.), Diccionario de los símbolos, Barcelona, Herder, 1988, pág. 625.
[15] Aunque la poética pictórica surrealista no era muy del agrado de Don Miguel, quien prefería a Velázquez, El Greco o Zuloaga, no está de más evocar aquí la influencia que en las «escenografías desoladas» (André Lhote, Tratado del Paisaje, Buenos Aires, Poseidón, 1948, pág. 15), quasi submarinas, de Yves Tanguy, pudo ejercer la leyenda medieval de la ciudad sumergida de Ys, supuestamente en la bahía de Douarnenez, en la Bretaña donde habían nacido sus padres, y en cuyas aguas se arrojaron sus cenizas después de morir en 1955, legendaria ciudad cuyas letras son la primera y la última del nombre propio del original pintor francés.
[16] Jacques Maritain, Humanismo integral, Madrid, Palabra, 2001, págs. 213-214 y 222.
[17] Miguel de Unamuno, Obras Completas, Madrid, Afrodisio Aguado, 1951, tomo II, pág. 723.
[18] Martín Lutero, Obras, Salamanca, Sígueme, 2006, págs. 88, 94 y 111.


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