La figura del «doble» y la «Idea Rusa» en la novela El adolescente de Dostoyevski
© ENRIQUE CASTAÑOS
Para
Paula, mi hija, que, como Arkadii Makárovich, ha transitado con inteligencia y
elegancia desde la adolescencia a la madurez.
I
Comenzada a escribir durante
el invierno de 1874-75 en la localidad de Stáraya Rusa, a orillas del lago
Ilmen, cerca de Novgorod, y publicada, mientras iba siendo redactada, durante
1875 en los Otechéstvenyi Zapiski (Anales Patrióticos o Anales Patrios) que dirigía Nikolai
Nekrasov[1], El adolescente (Padrostok;
la mayoría de las ediciones, a diferencia de Cansinos, escriben Podrostok) es una novela de honda
penetración psicológica que, aunque ningún crítico eminente niega que se
encuentra entre las cinco grandes construcciones literarias de su autor, no ha
sido, ni mucho menos, tan leída ni es tan conocida como las otras cuatro; más
precisamente, es la menos conocida de ellas y la menos estudiada. Es el propio
editor quien le propone al escritor este nuevo proyecto, a pesar de los
prolongados años de distanciamiento entre ambos, después de una fructífera
colaboración que se remonta a mayo de 1845, cuando Nekrasov, a la sazón
director de El Contemporáneo (Sovremennik), conoce, por mediación de Dmitri
Vasílievich Grigórovich, amigo de Fiodor Mijaílovich, el manuscrito de Pobres gentes (Biednie liudi), y, gracias al favorable veredicto del influyente
crítico Vissarion Grigórievich Bielinski (a veces,
Bielinskii), lo
publica en 1846 en la revista El
Almanaque petersburgués (Petersburgski sbórnik). La segunda novela de
Dostoyevski, El doble (Dvoinik), también la publica Nekrasov, en febrero de
1846, en los Anales Patrióticos. Pero
esta colaboración duraría muy poco. El todopoderoso y voluble Bielinski reprueba
ardientemente, como si se tratasen de las creaciones de un loco, tanto La patrona (Josiaika) como Niétochka
Nezvanova, comenzadas ambas a escribir en octubre de 1846. No obstante,
estas dos novelas, así como Noches
blancas (Bielia nochi), también
son publicadas por la revista de Nekrasov. La ruptura entre el escritor y el
editor sobreviene a raíz de la detención de Dostoyevski, el 23 de abril de
1849, y su posterior condena por conspirar contra la seguridad del Estado [2]. En cuanto a Bielinski, su recuerdo
no abandonó posiblemente nunca a Dostoyevski. Todavía en una fecha tan tardía
como 1875, si la ponemos en relación con el prematuro fallecimiento del famoso
crítico en 1848, surge su espectro en El
adolescente, en apariencia como de pasada, casi sin importancia, pero en el
fondo de manera muy reveladora. Ello ocurre cuando el protagonista, Arkadii, se
sienta maquinalmente en un diván en casa del príncipe Seríocha, y abre un libro
escrito por Bielinski [3] que, casualmente, ve encima de la mesa que tiene delante (2ª parte, cap.
II, III).
En 1875, la situación de
Dostoyevski ha variado extraordinariamente. Nadie duda ya de su posición
preeminente en las letras rusas, después de haber publicado, entre otras
novelas, Crimen y castigo (Prestuplenie i nakazanie), El idiota (Idiot) y Demonios (Biesi), todas ellas pertenecientes a lo
que el pensador existencialista cristiano ruso León Chestov denominó el segundo
y último periodo del escritor, cuyo inicio está señalado por las Memorias del subsuelo (Zapiski iz padpolia, 1864), una revolución
espiritual que supuso abandonar el humanitarismo filantrópico anterior y
encararse con la terrible y cruel verdad de la existencia, sin almidonados
idealismos, sino con toda la tragedia que conlleva, una tragedia que supone
ahora para el escritor enfrentarse al problema del mal, al problema de Dios y
al problema de la libertad [4]. Según Chestov, Dostoyevski
y Nietzsche están emparentados, unidos, por esta visión que es la filosofía de
la tragedia. Con Dostoyevski, la filosofía de Kant y la concepción del mundo de
Tolstoi son puestas del revés, abriéndose así la región que para Kant había
permanecido herméticamente cerrada: la «cosa en sí» (Ding an sich)[5].
Esa transferencia que hacen Kant y Tolstoi de los «problemas perturbadores de
la existencia» al «dominio de lo incognoscible»[6],
Dostoyevski los afronta sin tapujos, abriéndonos a una realidad nueva,
inaudita. Nadie antes de él se había atrevido a tanto, nadie había tenido nunca
pensamientos semejantes, tan desesperados[7];
tampoco, como hemos podido comprobar desde entonces, después de él.
Su vida conyugal se ha
estabilizado junto a la maternal Anna Grigórievna Snitkina. Es ella la que,
según algunos biógrafos, interviene para que Nekrasov abone doscientos
cincuenta rublos por folio a Dostoyevski[8]. A pesar del prestigio de
Dostoyevski, por esa misma época Tolstoi cobraba quinientos rublos por folio de
Anna Karenina y el escritor Iván
Turguéniev se cotizaba a unos cuatrocientos rublos por folio [9]. Otro dato biográfico de
interés es que, durante la redacción de El
adolescente, en agosto de 1875, Anna Grigórievna tuvo su último hijo, Alíoscha,
que heredaría la enfermedad epiléptica de su padre y moriría con tan sólo tres
años de uno de esos ataques[10].
Antes de decidirse a escribir
definitivamente El adolescente,
Dostoyevski albergó el propósito de redactar una novela cuyo tema principal
fuera el del alcoholismo, intención antigua que puede demostrarse por una carta
de 8 de julio de 1865 al publicista Krayevski (Andrei Alexandrovich Kraevsky,
1810-1889), en la que le anticipa incluso el título, Los beodos, y en la que quiere profundizar en este tema que ya
había tratado en Crimen y castigo, a
través del padre borracho empedernido de Sonia Semíonovna Marmeládov, a saber,
Semión Zajárich Marmeládov. La prueba más concluyente de lo que digo es un
episodio inédito de esa proyectada y nunca realizada novela, cuando todavía no
se había decantado el escritor por la que finalmente sería El adolescente, episodio que es un esbozo de capítulo y que
reproduce Cansinos Asséns en su Paralipómena[11] (o Paralipomena, esto es, «cosas omitidas») de El adolescente.
Las primeras vagas alusiones
de lo que con el tiempo será El
adolescente, se las comunica Fiodor a su esposa, desde la ciudad alemana de
Ems, durante los meses de junio y julio de 1874. Al célebre balneario de Ems, en
Renania-Palatinado, al oeste de Coblenza, había acudido Dostoyevski para
intentar curarse una vez más de sus ataques epilépticos, aunque allí mismo le
sobreviene otro que le dura cuatro días. Son de indudable interés las cartas
enviadas durante ese tiempo a su esposa para comprender la gestación de nuestra
novela, en especial la importancia que el novelista concedía a la elaboración
de un plan de trabajo: «Lo
principal es el plan, que luego el trabajo es fácil»[12].
En realidad, si no queremos faltar a la verdad, y aun a riesgo de contradecir
al propio novelista, nunca fue fácil el trabajo, esto es, la redacción misma
del relato, para Dostoyevski. Escribía febrilmente, pero las páginas en blanco
se rellenaban siempre con considerable esfuerzo. Algunos días más tarde, vuelve
a escribirle: «En teniendo ya el plan, todo el trabajo irá como sobre ruedas»[13].
Algunos comentaristas, empezando por Edward Hallett Carr y continuando con
Cansinos Asséns, se han referido al deslavazado nudo argumental de la novela[14],
y el caso es que el propio autor, corrigiendo las galeradas, no estaba muy
satisfecho de lo que había realizado: «He corregido en su casa [en la de Nekrasov]
parte de las galeradas, y el resto me las he traído. En las pruebas no me ha
gustado mucho la novela […] Después fui a cenar, a las siete, con Máikov… Me
recibió con gran cordialidad, al parecer, pero no tardé en advertir que algo
raro ocurría. También acudió Strájov. De mi novela, ni palabra, y seguramente
por no ofenderme… Avsieyenko ha despotricado en El Mundo Ruso sobre El
adolescente. Pero Máikov dijo que era una cosa estúpida. No he leído el
artículo de El Mundo Ruso…»[15].
Existen numerosos testimonios, sobre todo de los últimos años de su vida, de
que a Dostoyevski le afectaban mucho las opiniones de los críticos sobre sus
obras, y en este sentido la abnegada Anna hizo un papel de filtro y de dique de
contención, a fin de preservar la frágil salud de su querido esposo.
¿Cuál es el
principal argumento de Hallett Carr para afirmar lo que dice? La opinión no es
desdeñable, puesto que su estudio, publicado en Londres en 1931, maneja ya una
considerable masa documental, que, en lo verdaderamente decisivo, no ha sido
incrementada posteriormente. La opinión de Cansinos Asséns, también es muy
temprana, de 1936[16].
Hallett Carr advierte, en primer lugar, de la disonancia que él ve entre el
pensamiento político-religioso que a mediados del decenio de 1870 distinguía a
Dostoyevski, supuestamente conservador y eslavófilo, y la línea progresista y
prooccidental de la revista en la que se publica la novela. En segundo
lugar —y ya he tenido ocasión de
criticar esta apreciación, a mi juicio errónea—, el historiador británico
considera a Dostoyevski un pésimo filósofo y un excelente psicólogo. Por no
extendernos sobre esta cuestión, estimamos que, por citar sólo un estudio
fundamental, el gran ensayista ruso Nicolás Berdiaev dejó suficientemente
demostrado que Dostoyevski era un formidable pensador, una efervescente mente
creadora de nuevas y poderosas ideas[17]. Por
esas mismas fechas en que escribe Berdiaev, en septiembre de 1921, concluye
León Chestov un sugerente ensayo sobre Dostoyevski y Tolstoi en el que pondera
la inmensa profundidad filosófica de Dostoyevski, así como su inagotable y
potentísima dialéctica de las ideas[18]. Y
ello, a pesar de la supuestamente escasa formación científica y filosófica, en
sentido académico, o como simple conocedor de la historia de la filosofía, de
Dostoyevski. Por ejemplo, pensemos en Kant. El conocimiento que de él pudiese
tener Dostoyevski era quizás insuficiente;
al decir de Chestov, en realidad Dostoyevski no tenía ninguna necesidad de tal
conocimiento ni de leer directamente a Kant (aunque sabemos que lo leyó) para
saber el alcance de lo que quería decir. Reparemos en la Crítica de la razón pura y en la pregunta que se formula Kant sobre
si es posible considerar ciencia a la Metafísica. Para León Chestov, la
«experiencia humana y sus límites», tal como la entiende Kant, no es para
Dostoyevski otra cosa «que el recinto de una prisión construida para nosotros
por un desconocido». Esos «límites de la experiencia» han constituido a lo
largo del siglo XIX una auténtica muralla contra la curiosidad humana[19]. Pero
León Chestov conduce su razonamiento más lejos aún, temerariamente lejos,
aunque es posible que se aproxime a la verdad. Me refiero a cuando afirma que
la verdadera crítica de la razón pura no la escribió el filósofo de Königsberg,
sino Dostoyevski con su «hombre del subsuelo», comprendiendo perfectamente así el
escritor ruso cuál es el problema principal de la filosofía. Más que hacer una
crítica de la razón pura, lo que hace Kant, en palabras de Chestov, es su
apología: «si verdaderamente hubiera querido despertarse [del “sueño dogmático”
del que lo despertó David Hume] y criticar, habría planteado, ante todo, la
cuestión de saber si las ciencias positivas se hallan justificadas por el
éxito, es decir, por los servicios que han prestado a los hombres. No pueden,
por lo tanto, ser juzgadas; las que juzgan son ellas. Si la metafísica quiere
existir, debe ante todo requerir la sanción y la bendición de las matemáticas y
de las ciencias naturales»[20]. En
Dostoyevski, en cambio, es la metafísica la que juzga a las ciencias positivas[21].
Mientras que para Kant son las leyes las que le «son dictadas al hombre y a la
naturaleza por las leyes mismas», Dostoyevski, en cambio, se pregunta si la
metafísica es posible como ciencia[22]. ¿Cuál
es, entonces, el problema fundamental de la filosofía para Dostoyevski? ¿Cuál
es el problema decisivo del hombre? No hace falta que León Chestov nos lo diga
explícitamente, aunque lo insinúa: el problema de la libertad, es decir, el
problema del mal; dicho de otro modo: el problema de Dios. Rápidamente surgirá
una pléyade de filósofos académicos que replicarán ásperamente y con acritud:
¿pero si el problema de la libertad es el máximo problema filosófico para Kant?
Cierto, pero con una diferencia terminante: que lo que Kant entiende por
libertad no es lo mismo que entiende Dostoyevski, puesto que la libertad para
el escritor ruso está indisolublemente ligada al mensaje de Jesús, Jesús como
el Verbo encarnado, como la Palabra que da la Vida, la vida eterna. El mensaje
ético de Jesús de Nazaret, la ética cristiana, tal y como se formula en el
Evangelio, especialmente el de Juan, no puede desligarse del sentido
trascendente del hombre, de la creencia en la inmortalidad, en la resurrección
de la carne, puesto que el espíritu no muere nunca. Esta concepción estaba ya
en El idiota, a través de Mischkin, y
estará en El adolescente, a través de
ese personaje enigmático, equívoco, escurridizo, desdoblado, que es Versílov.
Pero esa concepción estará, ante todo, presente en el texto capital de
Dostoyevski, en su escrito decisivo y fundamental, que no podemos analizar
aquí: en la «Leyenda del Gran Inquisidor», que brota de las entrañas mismas de Los hermanos Karamásovi. Por eso tiene mucha razón León Chestov cuando dice, a
modo de conclusión sobre Dostoyevski en el ensayo que estamos citando: «A Dios
no se le puede demostrar. No se le puede buscar en la Historia. Dios es el
“capricho” encarnado que rehúsa todas las garantías. Está fuera de la Historia»[23].
Como se ve fácilmente, una opinión que sólo puede provenir de un entusiasta de
Kierkegaard, quien se refería a Dios como la «Paradoja absoluta». La misma
opinión la habría suscrito nuestro don Miguel de Unamuno.
A pesar de la
opinión de Chestov, en parte demasiado subjetiva, lo que sí es incuestionable
es que se interesó por leer a Kant y a Hegel. En el caso de Kant, precisamente
la Crítica de la razón pura, y en el
de Hegel sus Lecciones sobre historia de
la filosofía, que fueron publicadas después de su muerte en 1831. En la muy
célebre y extensa carta que le escribió Dostoyevski a su hermano Mijaíl nada
más abandonar el penal de Omsk donde estuvo recluido cuatro años, misiva
fechada en la citada ciudad siberiana el 22 de febrero de 1854, le pide
expresamente que le envíe esos dos libros en concreto, además de El Corán y otras obras en general de
historiadores y de economistas, de los Padres de la Iglesia, de la Historia de
la Iglesia, de Giambattista Vico, de Leopold von Ranke, de François Guizot y de
Louis Adolphe Thiers. El que se leyese finalmente la Crítica de Kant, es conjeturable, aunque sí sabemos que las ideas
de Hegel las conocía relativamente bien desde la época en que trató asiduamente
a Bielinski, esto es, por el tiempo en que publicó Pobres gentes. Sobre esa carta ha llamado especialmente la atención
el teólogo de origen ruso Pavel Evdokimov (1901-1970), quien añade, además, que
en la localidad de Semipalatinsk, en Kazajstán, que será donde conozca en marzo
de aquel año a su primera esposa, Maria Dmítrievna, concibe Dostoyevski el
proyecto de traducir textos de Hegel y del pintor y naturalista alemán Carl
Gustav Carus (1789-1869), proyecto apoyado entusiásticamente por su protector
el barón Alexander Egorovich Wrangel (1833-1915), quien le entregó dinero en
diversas ocasiones, era un incondicional admirador de su obra y mantuvo una
interesante relación epistolar con el escritor que se extiende al menos hasta
1865[24].
Con una
intención diferente, pero con un similar apasionamiento al ensayo de León
Chestov, es la virulenta crítica contra la filosofía académica que lleva a cabo
el escritor italiano Giovanni Papini (1881-1956) en El crepúsculo de los filósofos, un temprano libro con vocación
polémica y de indudables resonancias nietzscheanas que ya estaba terminado en
septiembre de 1905, mucho antes de la conversión de Papini al catolicismo. En
él dice que la filosofía se encamina «a aumentar el poder del hombre». Más que
como «reunión de ciencias particulares», la filosofía interesa «como tentativa
de una sistematización universal del mundo […] Representa en cierto modo el
“estadio absurdo” de la ciencia». El filósofo ha creído que podía imitar los
métodos de la ciencia, y que estos métodos le proporcionarían resultados
prácticos. «Pero el filósofo se ha engañado». Ha intentado sustituir el mundo
«de lo eterno, de lo único, de lo inmortal […] El filósofo, viendo cómo las
leyes particulares del científico han sido eficaces, ha creído que descubriendo
la única ley, el hombre sería omnipotente, pero no se dio cuenta que esta única
ley, precisamente por ser única, no dice nada y por lo tanto no sirve para
nada»[25].
Concluye haciendo una crítica a la filosofía por su «codicia de universalidad».
Sólo cabe la existencia de la filosofía «como género literario»[26].
Lo de excelente
psicólogo, no hace falta ponderarlo; es algo en lo que coinciden todos los
comentaristas. Pero sería un grave error quedarse en eso, en considerar a
Dostoyevski, principal y casi únicamente, como un psicólogo. Dostoyevski es
muchísimo más que eso; más aún: es un psicólogo porque, ante todo, es un
antropólogo, un «pneumatólogo», en la finísima acepción de Berdiaev. La opinión
de Berdiaev, esto es, que la preocupación central de Dostoyevski es el hombre y
su destino, lo que implica inexcusablemente una preocupación por Dios, pues el
problema de Dios está inscrito en el interior más profundo del hombre, la
corroboran, entre otros, Dimitri Merejkovski, Romano Guardini y Luigi Pareyson,
juicios que considero de extraordinaria relevancia y con los que estoy
sustancialmente de acuerdo. Para Hallett Carr, El adolescente no plantea ningún problema vital decisivo, o, si lo
plantea, lo deja sin resolver. Trataremos de demostrar que este juicio está
también equivocado en buena medida. Pero, sobre todo, según Carr, a la novela
le falta trabazón, coherencia, ilación, y, además, está condicionada por un
argumento equívoco, inconexo, frágil, inconsistente, impuesto por la premura en
entregar los folios destinados a la publicación periódica. Para nadie es un misterio
que la novela mejor estructurada de Dostoyevski es Crimen y castigo, publicada en 1866. Tampoco voy a insistir aquí
sobre la dicotomía Dostoyevski-Tolstoi, en cuanto que el segundo, para muchos críticos
solventes y bien autorizados, es mejor «artista» que el primero; tal discusión
nos apartaría de nuestro asunto. Pero de lo que sí estoy seguro es de que los
personajes de Dostoyevski, preferentemente los masculinos, si bien los
femeninos no se quedan a la zaga, ofrecen una profundidad y complejidad espirituales
que, muy probablemente, no tengan equivalente en ninguna literatura del mundo.
La supuesta inconsistencia de El
adolescente, la sostiene Carr, y después de él otros, en que su hilo
argumental es demasiado ficticio, o que incluso no presenta un verdadero hilván
respecto de su trama. Es cierto que, después de una primera lectura, se puede
extraer esa impresión, pero si se hace una segunda, incluso una tercera,
aquella impresión comienza a desdibujarse, y todos aquellos infundados
barruntos que pueden inducirnos a creer, en un principio, que el novelista se
ha valido de una trama endeble, demasiado forzada, que incluso incurre en
aparentes contradicciones, o, más exactamente, en la que presenta dos hilos
argumentales paralelos, uno de los cuales terminará desapareciendo o perdiendo
toda importancia, en realidad acabarán por diluirse cuando nos terminamos
percatando de que toda esa trama argumental no es otra cosa que una excusa, un
grandioso pretexto para poder definir, precisar y aquilatar lo que, en última
instancia, preocupa al novelista: el itinerario espiritual de los personajes
principales, la exposición de determinadas ideas, sobre el hombre, sobre Dios,
sobre Rusia; la plasmación de la tensión y el conflicto entre las almas, entre
el «ser» y el «parecer», entre la moral y la religión, de un lado, y el
temperamento o el carácter, de otro. Aunque Dostoyevski suele valerse de
ciertas argucias argumentales en algunas de sus mayores novelas —como, por ejemplo, que el criminal dilate la
confesión de su crimen, caso de Raskólnikov, a pesar de que el magistrado Porfirii
Petróvich, sin prueba inculpatoria alguna, ha adivinado quién ha sido el autor
del doble asesinato; o cuando nos mantiene en vilo sobre la sigilosa y
misteriosa actuación de algún personaje en concreto, caso de Rogochin en El idiota; o como cuando concede una
relativa importancia al modo de conducirse de sus criaturas, a los móviles de
sus actos, cual es el caso de los quinqueviros en Demonios; o cuando mantiene cierta suspensión acerca de una
determinada acción, como es el caso de la doble autoría, intelectual y
material, del parricidio en los Karamásovi—,
lo determinante no será para él este u otro hilo conductor, sino las pasiones,
las ideas, los sentimientos de sus personajes, en algunos de ellos, y no creo
exagerar al decirlo, insondables, abismales, de una negrura o de una turbiedad
que provoca auténtico pavor, o de una ternura y de una capacidad de amar tan
supremos y elevados que nos transportan hacia lo inefable. Además, por
establecer una somera comparación con otras producciones literarias que ofrecen
más de un denominador común, ¿es que existe, por poner un ejemplo
paradigmático, hilo argumental, al modo de una trama de intriga, en el Quijote, un libro que incluso puede
leerse, en muchísimas circunstancias, por cualquier capítulo, al igual que la Biblia? Lo decisivo de la inmortal
novela cervantina, amén, claro está, de su forma estilística inmarcesible, son
los diálogos entre el hidalgo manchego y su escudero, las reflexiones, los
monólogos, los discursos, es decir, el itinerario vital, existencial,
espiritual de los dos protagonistas, sin parangón en las letras del orbe.
Quiero decir, la presencia del ideal.
Tampoco hay un argumento, en el sentido normal que otorgamos a este término, en
Niebla o en San Manuel Bueno, mártir, de Don Miguel de Unamuno. Las
preocupaciones del eximio catedrático de Salamanca eran otras, naturalmente de
carácter existencial-religioso-filosófico, como también eran otras zozobras muy
distintas a lo que se entiende vulgarmente por argumento las de Azorín en La voluntad o las de Pío Baroja en Camino de perfección. Los ejemplos
podrían multiplicarse indefinidamente, desde el Joris-Karl Huysmans de Á rebours hasta el Gabriel Miró de El humo dormido y Años y leguas.
De lo que acabo
de decir en los párrafos anteriores, no debe inferirse que condesciendo con
Hallett Carr en lo que concierne a la deficiente trabazón estructural de El adolescente. La extraordinaria
importancia del perfil psicológico de los personajes no autoriza a minusvalorar
la arquitectura interna del relato. Uno de los intelectuales europeos que más
tempranamente valoraron y se dieron cuenta de la importancia que adquiere la forma
y la estructura en las novelas de Dostoyevski, fue don José Ortega y Gasset,
que, en mi opinión, quizás por querer enfatizar aquellos dos aspectos, sustrae,
injustamente, importancia a la entidad espiritual de los personajes. Pero el
lúcido comentario de Ortega, que es de 1925 y está contenido en su penetrante
ensayo Ideas sobre la novela, no
puede ser pasado por alto. En un capítulo de ese ensayo, bajo el epígrafe
«Dostoyewsky y Proust», escribe: «Así acaece que se ha hablado mucho de lo que
pasa en las novelas de Dostoyewsky, y apenas nada de su forma. Lo insólito de
la acción y de los sentimientos que este formidable escritor describe, ha
detenido la mirada del crítico y no le ha dejado penetrar en lo más hondo del
libro que, como en toda creación artística, es siempre lo que parece más
adjetivo y superficial: la estructura de la novela como tal […] Sin lograrlo
del todo, yo he intentado muchas veces convencer a Baroja de que Dostoyewsky
era, antes que otra cosa, un prodigioso técnico de la novela, uno de los más
grandes innovadores de la forma novelesca…»[27].
Ortega no menciona ninguna novela de Dostoyevski en concreto, pero no es nada
aventurado afirmar que está dirigiendo su apreciación crítica a todas las
grandes novelas del gigante ruso, incluida, naturalmente, El adolescente. Sobre esta ardua cuestión de la armonía profunda
entre forma y contenido que debe existir en toda auténtica obra artística, he
tenido oportunidad de referirme en otro lugar, al comienzo de un artículo sobre
la película Ordet de Dreyer [28].
El propio
Dostoyevski admite que lo que podríamos calificar de argumento de la novela
tiene su origen en una accidentada herencia familiar, una herencia nada
ficticia, sino muy real, vinculada a una tía materna suya, la señora Kumánima
(o Kumanin), cuyo marido, el tío Kumanin, ya le había dejado a Fiodor tres mil
rublos al morir en noviembre de 1863. Su viuda, en 1864, les entregó a Fiodor y
a su hermano mayor, Mijaíl, diez mil rublos a cada uno, a fin de que pudiesen
sacar adelante el proyecto de la revista La
Época (Epoja), autorizada por la
censura el 24 de enero de ese último año[29].
Las relaciones
de Dostoyevski con sus familiares más inmediatos, habían comenzado a
deteriorarse aceleradamente desde el 15 de febrero de 1867, que fue el día en
que se casó con su segunda y última esposa, Anna Grigórievna Snitkina. Desde
ese momento, algunas personas que se lucraban de las generosas ayudas
económicas aportadas con gran esfuerzo gracias a la benevolencia del escritor, y
que continuarían beneficiándose de ellas durante muchos años después, creyeron
ver amenazada su situación, por una supuesta e infundada intromisión de la
joven esposa, que en absoluto responde a la verdad, pero que fue odiada con
creciente sentimiento, como si de una intrusa egoísta y acaparadora del genio se
tratase. Entre esas personas deben consignarse muy especialmente Paul Isáyev[30],
el hijo que, antes de conocer a Dostoyevski en la primavera de 1854, había
tenido la que sería su primera esposa, Maria
Dmítrievna Isayevna Konstant, con su marido Aleksandr; Emilia
Fiodorovna, esposa del muy querido hermano mayor de Fiodor, Mijaíl, fallecido
el 10 de julio de 1864, a los pocos meses de iniciado el esperanzador proyecto
de Época; y Nikolai, hermano menor
del escritor, nacido en 1831. Esas tensas relaciones de algunos de los
familiares de Dostoyevski con su amada esposa Anna, que producen un gran
desasosiego en el escritor, constituyen la base principal de la valiente
decisión adoptada por Anna Grigórievna: marcharse con su marido al extranjero,
cosa que hicieron el día de Viernes Santo de 1867, cuando tomaron un tren para
Berlín. No regresarían a Petersburgo hasta después de cuatro años y tres meses[31].
Pues bien, en la
primavera de 1871 murió la tía Kumánima, poco antes del regreso de Dostoyevski
de su periplo europeo en compañía de su esposa. En agosto de 1869, creyendo que
Kumánima había muerto, le escribe Apollon Máikov a Dostoyevski, que estaba
entonces en Dresde, comunicándoselo, e informándole de paso que la extravagante
y piadosa señora había dejado una fortuna de cuarenta mil rublos a un
monasterio. Durante un tiempo el revuelo es notorio, intentando Dostoyevski, a
través de su amigo Apollon, anular tales disposiciones testamentarias. Pero la
noticia, como acabamos de consignar, era falsa; mejor dicho, se había tratado
de un malentendido. Lo cierto es que la rica viuda, que no tenía hijos, había
dejado un testamento muy complicado, sobre todo en lo referente a una extensa
propiedad de la provincia de Riazán, pues era preceptivo reunir a todos los
herederos y proceder a la partición. Esto ocurre en 1879, y es precisamente la malquista
Anna Grigórievna la que actúa, con pleno consentimiento de él, en nombre de su
marido, que se halla en Ems en una de sus periódicas curas. El más
controvertido problema que planteaba la herencia era que aquella propiedad de
Riazán, por ser de bienes raíces, sólo podía ser transmitida a los tres
hermanos Dostoyevski vivos, Fiodor, Andrei (nacido en 1825) y Nikolai, así como
a los descendientes varones del desaparecido Mijaíl. Como consecuencia de ello,
van a ser ahora las hermanas del escritor
—Varvara Mijaílovna Karenin[32],
Vera Mijaílovna Dostoevskaya[33]
y Aleksandra Mijaílovina Schaviakova[34]— las que entren en liza, por sentirse
gravemente perjudicadas. El espectro de este desagradable asunto le acompañó al
escritor hasta el final de su vida[35].
Tanto es así que el domingo 25 de enero de 1881, después de un breve altercado
con Orest Fyodorovich Miller (1833-1889), Profesor de Literatura Rusa, en
relación a una conferencia sobre Puschkin que debía pronunciar Fiodor el día
29, recibe la desagradable visita de sus hermanas Varvara y Vera, con motivo,
una vez más, de la litigiosa herencia de marras. Del encuentro no dice nada la
biografía oficial, pero lo conocemos con detalle gracias a la biografía que de
su padre escribió su hija Liubova[36], publicada
en Munich en 1920. Esa misma noche, escribe Hallett Carr, se le «rompió una
arteria del pulmón, y durante el día siguiente tuvo hemorragias de un modo
intermitente». Murió a las ocho y media de la tarde del día 28, la víspera de
la conferencia que debía haber pronunciado sobre su admirado poeta Puschkin,
cuando aún le faltaban bastantes meses para cumplir los sesenta años.
¿Cuáles serían,
entonces, aquellos dos leitmotiven de
la novela, inspirados difusamente en la azarosa historia de la herencia de la
tía Kumánima? Debemos recordar que muchos pasajes, acontecimientos y
actuaciones ocurridos en las novelas de Dostoyevski, tienen su origen en hechos
autobiográficos, transmutados, naturalmente, con genial habilidad por el
escritor, es decir, de tal modo que no dejan de beber del inagotable hontanar
de su imaginación creadora. El primero de esos leitmotiven, que, según hemos indicado, irá diluyéndose
progresivamente y perdiendo importancia a medida que avanza la novela, es el
pleito que (como consecuencia de una carta escrita por un tal Stólviev)
Versílov, padre del adolescente, mantiene con los príncipes Sokolskii, un
litigio que terminará ganando en los tribunales, pero renunciando, a su vez, a
cobrar la cuantiosa herencia de sesenta mil rublos que le correspondía,
entregándosela íntegra a los mencionados príncipes, una muestra concluyente de
su contradictoria personalidad, de las paradojas de su carácter, pero también
de su generosidad y de su desprendimiento, que terminarán por fascinar por
completo a su hijo, el adolescente, el joven Arkadii. El biógrafo londinense
insinúa una posible vinculación entre el hecho de incluir este pleito en la
novela y la complicada relación de Dostoyevski con sus hermanas Varvara y Vera,
a propósito de la cuantiosa herencia de la tía Kumánima[37].
El segundo de esos leitmotiven es mucho más relevante y bastante más accidentado,
irregular y tortuoso. Se trata de la más que probable tormenta que puede
desencadenar una carta que, en un momento de irreflexión, ha escrito Katerina
Nikoláyevna, hija del viejo príncipe Nikolai Ivánovich Sokolskii, perteneciente
a una familia distinta con la que mantiene el pleito Versílov. Esa carta se la
había escrito Katerina a Aléksieyi Nikanórovich Andrónikov, apoderado de
los asuntos de Versílov, y en ella se pone en duda la salud mental del príncipe,
con el fin de que sirva de testimonio favorable para que sea recluido en una
institución psiquiátrica, y que, de este modo, no continúe derrochando dinero
como viene haciéndolo. Naturalmente, si esa misiva cayese en manos del anciano
aristócrata, podría determinarlo a desheredar a su hija, que es, además, la
única que tiene. De ahí que Katerina, arrepentida sinceramente después de lo
que ha hecho, entre otras razones porque ella ama de verdad a su padre, busque
desesperadamente esa breve epístola para destruirla. María Ivanovna, esposa de
Nikolai Semíonovich y sobrina carnal de Andrónikov, a la muerte de éste último,
se había hecho con la susodicha carta y se la entregó a Arkadii. La explicación
de esa entrega puede entenderse si tenemos en cuenta que una parte de la vida
de Arkadii, que es hijo natural de Versílov, ha transcurrido en casa de Nikolai
Semíonovich, nombrado tutor suyo en Moscú. De manera hábil y atrevida, Hallett
Carr, en su estudio crítico-biográfico, establece una relación entre esa carta
que tan ansiosamente busca Katerina, con las cartas enviadas por Dostoyevski
desde Dresde, a partir de agosto de 1869, a su amigo Apollon Máikov, así como a
algunos otros parientes y abogados[38], con el
propósito de invalidar las disposiciones testamentarias de la tía Kumánima,
erróneamente dada por muerta por Máikov, cartas que, posteriormente, teme, como
es lógico, lleguen a manos de su tía, a quien aún le restaban casi dos años
para morir. En cuanto a la carta escrita por Katerina, que cae,
involuntariamente, en manos de Arkadii, sólo adelantaremos que éste termina
perdiéndola, creyendo así que se queda por completo indefenso ante la crudeza
de los acontecimientos. Lo que finalmente ocurra con la carta, que se dirá en
el momento oportuno, no tiene en el fondo ninguna relevancia, pues, como ya
hemos dicho, ese leitmotiv es un
maravilloso pretexto para dibujar unos inmarcesibles caracteres psicológicos.
II
Analicemos
ahora, de modo esquemático, la estructura y la concepción del tiempo de la
novela. Consta ésta de tres partes, la primera de diez capítulos, la segunda de
nueve y la tercera de trece, subdivididos, a su vez, en apartados o
subcapítulos. Pero hagamos, en primer lugar, un resumen del desarrollo de la
acción, sin entrar en detalles ni en caracterizaciones de los personajes que se
mencionen, pues sólo estamos interesados en mostrar el tempo del relato, esto es, el propio fluir del tiempo y la
presencia de las elipsis. Téngase en cuenta que en la edición de Aguilar (en
papel biblia, a dos columnas cada página y con una letra más bien pequeña) la
obra suma 395 páginas, es decir, lo que serían 700 u 800 de cualquier otra
edición normal. Pues bien, el tiempo real transcurrido, salvo el último
capítulo de la tercera parte, que desvela muchas cosas, abarca un arco
cronológico que va de un 19 de septiembre hasta mediados de diciembre. Pero
repárese en que, en tan corto periodo de tiempo, se produce, a su vez, una
elipsis de casi dos meses, con lo que el número real de días, unos veinticinco,
cuyos acontecimientos se narran, es verdaderamente reducidísimo en comparación
con el tamaño del libro. Como había hecho antes en El idiota, esta concepción del fluir temporal se adelanta notablemente
a Marcel Proust. Sobre este modo de proceder de Dostoyevski, también repara con
gran precocidad Ortega y Gasset, y ahora nos explicamos el que haya vinculado
en el mismo capitulito de Ideas sobre la
novela al gran escritor ruso con uno de los últimos gigantes de las letras
francesas: «No hay ejemplo mejor —escribe aludiendo sólo al narrador eslavo— de lo que he llamado morosidad propia a este
género. Sus libros son casi siempre de muchas páginas, y, sin embargo, la
acción presentada suele ser brevísima. A veces necesita dos tomos para
describir un acaecimiento de tres días, cuando no de unas horas. Y, sin
embargo, ¿hay caso de mayor intensidad? Es un error creer que ésta se obtiene
contando muchos sucesos. Todo lo contrario: pocos y sumamente detallados, es
decir, realizados»[39].
Los tres días que más páginas ocupan son el 19 de septiembre, el 15 de
noviembre y el primer día de la salida de Arkadii después de su convalecencia,
con 82, 53 y 47 páginas, respectivamente, de la edición de Aguilar. La
observación de Ortega, aunque incidiendo en el concepto de un espacio y un
tiempo de carácter netamente espiritual en la narrativa dostoyevskiana, la
percibió también con gran agudeza el pensador existencialista italiano Luigi
Pareyson (1918-1991), quien habla de que hay días en esas novelas que, cada uno
por separado, constituye una «época entera», por no mencionar aquella inverosímil condensación: lo
fundamental de El idiota transcurre
en nueve días, y, en el caso de los Karamásovi,
en siete[40].
En el
capítulo primero de la primera parte, el protagonista nos presenta a algunos de
los principales personajes de la historia que va a contar, así como nos informa
acerca de sus orígenes, esto es, quiénes son sus padres biológicos y quién ha
sido su tutor.
La narración autobiográfica
(o autodiegética, como ya había hecho Dostoyevski en Noches blancas) propiamente dicha de Arkadii da comienzo, como acabamos
de precisar, un 19 de septiembre (primera parte, capítulos 2, 3, 4, 5, 6 y 7),
continuando ininterrumpidamente el 20 (capítulos
8 y 9) y el 21 del mismo mes (capítulo 10). Inmediatamente después de terminar
la primera parte, se produce en el relato un salto de casi dos meses, y Arkadii
lo retoma el 15 de noviembre, aunque el primer capítulo de la segunda parte lo
aprovecha para hacer una serie de consideraciones y transcribir diálogos que
hacen comprensible lo que narra a continuación. Ese 15 de noviembre ocupa los
capítulos 2, 3, 4, 5 y 6 de la segunda parte. Prosigue el relato el día 16 de
noviembre, que transcurre durante el capítulo 7. El capítulo 8 da comienzo con
un sueño que tiene Arkadii la noche del 16 al 17 de noviembre, pero ya en el
segundo párrafo comienza el día 17, que transcurre durante todo ese capítulo y
el siguiente, hasta que se termina el sueño de Arkadii en el portalón de una
callejuela (final del apartado II de ese capítulo 9). El día siguiente, 18 de
noviembre, comienza cuando Arkadii despierta bruscamente de su sueño y se
encuentra de sopetón con su antiguo condiscípulo Lambert, y sólo ocupa el
aludido final de ese apartado y el apartado III del mismo capítulo 9. Al inicio
del apartado IV del capítulo 9 comienza el 19 de noviembre, en el mismo
instante en que de nuevo se encuentra en casa de su padre Versílov y de su
madre Sofía. El día anterior, el 18, lo había pasado en la habitación alquilada
de Lambert y de su amante francesa Alphonsine, adonde aquél le había llevado
después de encontrarlo en la calle. La segunda parte concluye el día 29 de
noviembre, pues Arkadii permaneció en casa de sus padres sin conocimiento
durante diez días.
Por lo que se refiere a la
tercera parte, el apartado I del capítulo primero (en el que, un tanto
contradictoriamente, escribe Arkadii «después de
nueve días de inconsciencia») abarca desde el momento en que recobra la
consciencia, es decir, desde el mencionado 29 de noviembre, hasta el 3 de diciembre.
Este último día ocupa, asimismo, lo que resta del primer capítulo y el primer
apartado del capítulo segundo, capítulo prácticamente dedicado a lo que
acontece durante el día 4. El apartado V de ese segundo capítulo nos relata una
recaída de Arkadii en su enfermedad y un nuevo sueño del protagonista, que
permanece en ese estado de semiinconsciencia y de delirio tres días. El
capítulo tres está por entero dedicado a la jornada del día 7 de diciembre, y
centra su atención casi exclusivamente en la caracterización del personaje de
Makar Ivánovich Dolgorukii. Los dos primeros breves apartados del capítulo
cuatro hacen referencia a un indeterminado periodo temporal que comprende desde
el día 7, en que hemos dicho que Arkadii se ha recuperado de su recaída, hasta
su primera salida a la calle, de la que no se precisa el día concreto, salida
que tiene lugar nada más iniciarse el apartado III del referido capítulo
cuatro. Desde este instante, las sucesivas salidas se enumeran por días.
Además, a partir de aquí
se precipitan los acontecimientos y la novela se desarrolla en un clima de
intensidad creciente y de extrema agitación por parte de los personajes,
especialmente Arkadii y su padre Versílov. En total son cinco días. Todo ese
primer día ocupa los apartados III y IV del capítulo cuatro y los capítulos
cinco, seis, siete y ocho. El segundo día en que Arkadii está en la calle
después de su enfermedad, ocupa el capítulo nueve. El tercer día comienza en el
apartado II del capítulo diez (el apartado I de este capítulo lo dedica Arkadii
a aclarar algunas circunstancias que hagan comprensible al lector su narración
autobiográfica), y termina hacia la mediación del apartado I del capítulo once,
que es cuando comienza el cuarto día, al despertarse Arkadii en casa de Lambert
a las diez de la mañana. Este cuarto día ocupa lo que resta del capítulo once y
el capítulo doce hasta la mediación del apartado II. Desde aquí hasta el final
del capítulo doce, transcurre el quinto día y último. El capítulo trece de la
tercera parte, que es el último de la novela, se inicia casi medio año después
de ocurrida la escena postrera. Por ese capítulo trece, en el que Arkadii
completa algunos detalles del desenlace y nos informa sobre el destino ulterior
de los personajes principales, sabemos que aquella última escena con la que se
cerraban sus Memorias había tenido
lugar a mediados de diciembre, pues ese «casi medio año después» se sitúa a
mediados del mes de mayo siguiente. En realidad, han transcurrido cinco meses
(de ahí la frase «casi medio año después»). Poco más adelante, también
averiguamos que el día de aquella primera salida de Arkadii a la calle después
de la convalecencia, tuvo lugar cinco días antes de aproximadamente mediados de diciembre, es decir sobre el día 11
(los cinco últimos días serían, pues, los días 11, 12, 13, 14 y 15 de
diciembre). El capítulo trece finaliza, y la novela toda, con la reproducción
de una carta a Arkadii de su antiguo tutor Nikolai Semíonovich, que es una
respuesta a la lectura de las Memorias,
recién concluidas, que Arkadii le ha enviado.
III
El eje
vertebrador de todo el relato son las tensas relaciones de Arkadii con su
padre, que, a medida que vaya avanzando la narración, irán paulatinamente
trocándose en admiración profunda del hijo, que no dejará de sorprenderse de
las imprevisibles, desconcertantes y paradójicas actuaciones de Versílov.
Cuando Arkadii comienza a escribir lo que él mismo llama «esta historia de mis
primeros pasos por la carrera de la vida», tiene veinte años, es decir, que
todavía es muy joven, siendo su inexperiencia la que autorice plenamente a que
el escritor le haya dado ese título a su novela. Por un momento el lector puede
confundirlo con Rodion Románovich Raskólnikov, el inmortal estudiante de Crimen y castigo, pero muy pronto
reparamos en que no, que entre el «imponente» señor Raskólnikov, como lo
calificase una vez Cansinos Asséns, y Arkadii, hay enormes distancias
intelectuales y espirituales. Arkadii no es un alma tortuosa, ni es capaz de llegar
a convertirse en un criminal. Tampoco se cree un superhombre, por encima del
bien y del mal. Lo que sí le caracteriza es su rebeldía juvenil; ese malhumor
que le persigue cual si fuese su sombra cuando está en casa de su sumisa y
abnegada madre; su pizca de vanidad y de soberbia; creerse que puede comerse el
mundo y convertirse en un nuevo Rothschild[41],
hasta el punto de hacer un meticuloso aunque fantástico plan de ahorro, que
consistirá en no gastar prácticamente nada y comenzar una lenta pero inflexible
acumulación de capital; el rencor y la hostilidad que parece mostrar contra
todo y contra todos; el que se crea un hombre hecho y derecho, con las ideas
claras y un proyecto decidido de vida. Lo que él quiere es independencia,
liberarse de la que considera ignominiosa ligadura económica con su familia,
especialmente con su madre, un hecho que le avergüenza, pero también con quien ya
barrunta que es su padre. Independizarse no sólo por ansias de libertad y de
llevar una vida autónoma, sino por no continuar viendo sufrir en silencio a su
madre, a la que adora, aunque no se lo demuestre, pues su comportamiento
distante y áspero para con ella semeja indicar lo contrario. Aunque, con quien
de verdad está enfurecido Arkadii es consigo mismo, pues ¿cómo sigue
permitiendo, a su edad, que Versílov trate de esa manera a su madre, anulándola,
minusvalorándola, empequeñeciéndola, cuando ella lo ha sacrificado todo, lo ha
entregado todo por él, hasta su
propia dignidad y su propia decencia? Pero, claro, como irá evidenciando el
lector, esta es la primeriza y precipitada impresión de Arkadii, que tendrá que
ir descubriendo poco a poco quién es él, quién es en realidad Versílov y cuáles
son sus verdaderos sentimientos para con su compañera y los hijos que con ella
ha tenido, cómo es su madre, cómo se ha conducido respecto a él, a Arkadii, en
el pasado, y qué misteriosa relación mantiene exactamente con ese hombre, cómo
son sus hermanos, es decir, su hermana de padre y madre y sus otros dos
hermanos, un joven fatuo y una hermosa muchacha, que lo son sólo de padre; en
fin, cómo es el mundo y la multiplicidad de personas que le rodean.
En más de un
sentido El adolescente es una novela
de aprendizaje, eso que los alemanes llaman Bildungsroman,
y cuyo máximo exponente sería el Wilhem
Meister de Goethe, iniciada en 1777 y finalizada en 1796. Pero los Años de aprendizaje de Guillermo Meister,
como ha sabido ver muy bien José María Valverde, es una «novela pedagógica»,
esto es, no una «novela en el sentido normal de la palabra», pues en ella se
nos revela «el mundo de ideas y las actitudes de Goethe, puesto ante la vida
para “formarse” y a su vez ordenar luego la vida con la práctica beneficente
basada en su experiencia»; de ahí que el libro del egregio olímpico alemán no
pretenda ponernos en contacto con la realidad misma de la vida, sino
diseccionar ésta como un científico, «en el sentido dieciochesco, como un
naturalista del espíritu y de la educación»[42]. Aunque en más de un aspecto El adolescente es una novela de
iniciación, puesto que nos está contando en primera persona un arduo y
accidentado itinerario espiritual y vital, aquí no asistimos a un «experimento»
científico, a una disección quirúrgica ilustrada,
de la que, por cierto, don Miguel de Unamuno ironizaría en su novela Amor y pedagogía, de 1902, sino al encuentro
consigo mismo del sujeto humano individual, al hallazgo de su verdadero ser, y
para ello no tiene que trasladarse a ningún otro lugar fuera de la ciudad donde
vive, sino que lo que tiene que hacer es ir escuchando atentamente las llamadas
de su propia conciencia, el imborrable cincelado de ese sentido ético que ha
sido puesto en el hombre desde su mismo nacimiento[43],
así como prestar atención al comportamiento de los otros, tratando de penetrar
en sus almas, en su más recóndita intimidad, especialmente en la de ese hombre
que le obsesiona, que odia y ama a un tiempo, que admira y desprecia: Versílov.
El adolescente de Dostoyevski, frente
a los intereses de Goethe, tiene, en cambio, muchos puntos de contacto con lo
que después hará don Miguel de Unamuno en sus novelas, o en sus nivolas, que, como él mismo dijo, era
una forma de referirse a las primeras en un momento de mal humor. Lo dijo en el
prólogo-epílogo a la segunda edición de Amor
y pedagogía, en 1934, menos de dos años antes de morir. Decía en ese lugar
el insustituible Rector de la Universidad de Salamanca que esas novelas suyas
eran «relatos dramáticos acezantes, de realidades íntimas, entrañadas, sin
bambalinas ni realismos en que suele faltar la verdadera, la eterna realidad,
la realidad de la personalidad. Y he seguido desarrollando con más sosiego
acaso, pero no con menos dolor, las visiones de estas “profundas cavernas del
sentido”, que dijo San Juan de la Cruz»[44].
En efecto, la realidad eterna y verdadera es la realidad personal e
intransferible de cada individuo de carne y hueso; ésa es la que le interesa
desvelar a Dostoyevski, del mismo modo que acercarse también a esas «profundas
cavernas del sentido»[45]
de las que hablaba el inefable místico abulense, «sentido» de lo trascendente y
de lo divino, claro está. Antes que Unamuno, lleva a cabo Dostoyevski una
búsqueda de Dios en sus obras, una búsqueda que le conduce directamente al
interior del hombre, que no es otro a su vez que el fondo de él mismo, del
hombre Dostoyevski, pues es en lo más escondido de todo ser humano donde se
halla Dios, como supo ver muy bien, a propósito de nuestro escritor, el
pensador ruso Nicolás Berdiaev [46].
Arkadii
Makárovich Dolgorukii, el adolescente, es hijo de Andrei Petróvich Versílov y
de Sofía Andréyevna, aunque su padre ante la ley es Makar [Macario] Ivánovich
Dolgorukii. Éste último es un siervo emancipado, que se ha dedicado a labores
de jardinero, cuyo antiguo señor era Versílov. Antes de morir el padre de
Sofía, en su lecho de muerte, «un cuarto de hora antes de exhalar el último
suspiro», hízole a Makar la solemne petición de que la criase, pues había
muerto ya la madre de la mozuela, y la tomase posteriormente por esposa. Seis
años después, cuando Sofía había cumplido los dieciocho, Makar, que era ya
cincuentón, manifestó su propósito de casarse con la hermosa joven, cumpliendo
así el deseo del padre de la muchacha. Pero Arkadii, en ese primer capítulo en
donde clarifica sus orígenes, advierte sobre la causa real de la decisión
finalmente tomada por Makar: pudo ser por «cumplir con un deber», o por tener
una «gran satisfacción», o «que lo hiciera en una disposición de ánimo del todo
indiferente». En cualquier caso, una vez casados, trató siempre a Sofía con
extrema delicadeza y cariño, cual si fuese su propia hija, siendo difícil
precisar si se consumó o no el matrimonio. Desde la muerte del padre de Sofía,
quien la había tenido siempre a su lado era Tatiana Pávlovna Prútkova, un singular personaje de la novela,
que pronto se hace querer del lector, a pesar de su ocasional carácter desabrido,
tía de Versílov (aunque este parentesco no se dilucida con certeza en ningún
momento del relato), que tenía tierras colindantes con las de Andrei Petróvich,
y que siempre defendió, antes de su instalación en Petersburgo, haciendo las
veces de administradora, los intereses de Versílov. Más adelante, Arkadii
insinuará que Tatiana está secreta e íntimamente enamorada de Andrei Petróvich,
pero que jamás lo admitiría ni ofrecería la más mínima señal de ello. Así es,
en efecto, según irá descubriendo el lector, pues esta refunfuñona y mandona Tatiana
Pávlovna quiere con locura a Sofía, consolándola solícita ante el extraño y
anticonvencional comportamiento de Versílov, y no digamos a Arkadii, al que
regaña constantemente e increpa, echándole en cara su falta de madurez, su vida
de parásito y su desidia para asumir las responsabilidades que ya le
corresponden, pero al que, sin embargo, quiere en el fondo de su corazón como
si fuese hijo suyo, quién sabe si porque lo es de Versílov.
A los seis
meses justos de celebrada la boda entre Makar y Sofía Andréyevna, presentóse el
amo en la propiedad, seduce a la muchacha y se la lleva a vivir con él en la capital
imperial. El bueno de Makar, que, como tendremos ocasión de comprobar,
representa en esta novela la bondad profunda, el amor desinteresado, la santidad rusa, recibe el duro golpe sin
rechistar. Él ama a Sonia[47],
pero no quiere violentar la voluntad de la joven; por otro lado, comprende el
atractivo que Versílov puede ejercer en ella: es más joven que él, apuesto,
culto, refinado y elegante. En el momento en que Arkadii está redactando su Memoria autobiográfica, es decir, con
veinte años, su madre tiene cuarenta y su padre cuarenta y siete. Eso significa
que Sonia se convirtió en madre de Arkadii con veinte años, mientras que su
hacendado amante tenía alrededor de veintisiete.
No es el
propósito de este ensayo extenderse injustificadamente en el perfil psicológico
y espiritual de los personajes de la novela, pues su interés, como deja patente
su título es otro; no obstante, para comprender el comportamiento y las ideas
de Versílov, resulta imprescindible proporcionar ciertos datos acerca de las
personas que le rodean. Este es el caso, en primer lugar, de Sofía[48]
Andréyevna. Sabía escribir con dificultad. Tatiana le había enseñado «a coser,
cortar un traje, emplear modales señoriles y hasta leer un poco». Una de las
principales quejas de Arkadii, el mayor reproche que le hace a su madre, es que
apenas ha estado con ella, tan sólo desde un año antes de los hechos que se
narran. Por comodidad de Versílov, estuvo siempre en manos extrañas. Arkadii
cree que su madre, por la época en que fue seducida por su padre, no era tan
guapa, pero la verdad es que había sido una mujer muy hermosa, aunque de
mejillas chupadas. Aún le desconcierta más lo que una vez le confesó Versílov,
con ese «aire de mundana indolencia» que a veces se permitía con el muchacho:
«que mi madre era una de esas criaturas tan desvalidas,
que no es que te enamores—nada de eso, todo lo contrario—, sino que de pronto,
sin saber por qué, te apiadas de
ellas, por su mansedumbre o vaya usted a saber por qué» (1ª parte, cap. I). Él
mismo reconocerá atormentar a su madre y admitirá en sus pensamientos que,
aunque la quiera, aunque siempre la quiso, «pasaba eso que suele pasar: a quien
más quieres es a quien primero ofendes» (3ª parte, cap. I, I). Pero las dudas
de Arkadii se acumulan: ¿cómo es posible que su madre, instruida en la
fidelidad marital, respetando tan sinceramente a Makar Ivánovich, haya podido
abandonarlo de esa manera, cual si fuese una corrompida cualquiera? En el
capítulo nueve de la segunda parte, cerca del bulevar petersburguense de la
Guardia Montada, se queda Arkadii dormido, acurrucado entre un portalón y un
muro de una solitaria travesía, y, mientras permanece en ese estado, tiene un
extraño sueño muy revelador respecto de sus sentimientos para con su madre. El
sueño se retrotrae a la época en que Arkadii estaba interno en la pensión
Touchard, y acude su madre a visitarlo. Ella, con todo el cariño del mundo, le
ha llevado un paquetito con comida, pero su «raído trajecito oscuro; sus manos,
bastante ordinarias, casi de obrera; sus zapatos, enteramente bastos, y su
cara, muy enflaquecida» provocan la vergüenza del hijo ante sus compañeros de
internado, acentuada por el apocamiento, por la timidez, por los balbuceos y
por el aspecto general de sometimiento, de sumisión, de Sofía. Con lágrimas en
los ojos y con una «profunda reverencia» de despedida, la madre implora a los
dueños del internado que protejan a su hijo, que no lo abandonen, pues se trata
de un «huérfano». Al irse, él la acompaña, pero siente clavados los ojos
fisgones de sus camaradas. La madre se despide con ese tipo de bendiciones tan
características de las creyentes y sencillas gentes del pueblo ruso. Cuando ya
iba a dejarlo, sin dejar de repetir la expresión «¡Palomito mío!», le entrega
«un pañuelo azul, a cuadros, con los picos muy atados», conteniendo «cuatro
monedas de dos grívenes»[49],
seguramente ahorrados con el mayor esfuerzo. Aunque Arkadii le reitera que está
bien atendido, ella insiste en que se las quede. Después, volvió a despedirse
de su hijo, lo santiguó, «balbució una como plegaria», y, algo que impresionó
extraordinariamente al muchacho, le hizo una reverencia como a los mismos
dueños del colegio. Exactamente igual. Seis meses después, todavía inmerso en
el ilógico fluir temporal de su sueño, «descubre» las monedas, y se vuelve a
acordar de su madre, deseando tenerla a su lado, a pesar de haberse avergonzado
de ella ante todos.
Si analizamos
el sueño de Arkadii, resulta evidente la ausencia de cariño del chico, de
afecto maternal, y, por supuesto, también paterno. No es que Sofía no lo
quiera, pero está muy lejos físicamente de él, y el chico se siente huérfano.
Adviértase, además, el sentimiento de culpabilidad de la madre, que sabe que no
se está portando de manera correcta con su hijo, pues no le está dando lo más
importante para él en esa edad: su cariño. Pero se conduce así tanto por no
desobedecer a Versílov como porque su hijo reciba la instrucción de la que ella
carece. Cuando Arkadii alberga dudas acerca de si su madre lo visitaba en el
pueblo donde se crió hasta los seis o siete años, ella le responde sin ambages
que sí, que claro que estuvo allí visitándolo tres veces: cuando tenía «apenas
un añito», cuando ya había «cumplido cuatro» y cuando «ya estabas en los seis»
(1ª parte, cap. VI, III). Entre las pruebas más concluyentes del amor que
siente Sofía por su hijo, un amor puro y lleno de gratuidad, está la respuesta
que le da a Arkadii al decir éste que «el amor es necesario merecerlo»: «Pues
mientras haces por merecerlo, aquí me tienes a mí, que te quiero por nada» (2ª
parte, cap. V, I). Uno de los comentaristas que con mayor hondura se han
acercado a este personaje tan vulnerable de Sofía Andréyevna es el gran teólogo
Romano Guardini, quien vislumbró con ajustada veracidad que la posición de
Sofía en el mundo está determinada «por la situación en que se encuentra con respecto»
a su esposo legítimo, Makar Dolgorukii, y con respecto a Versílov[50].
Su azoramiento, su permanente inquietud, son descritas magistralmente por el
hijo, como nos recuerda Guardini: «Se puso toda encarnada. Decididamente, su
cara resultaba muy atrayente… Tenía un semblante ingenuo, pero no simplote; un
poco pálido, exangüe […] Me placía también que en su rostro no hubiese nada de
triste ni de inquieto, pues, por el contrario, su expresión habría sido hasta
alegre de no haberle entrado con frecuencia aquellos sustos, a veces sin
motivo, azorándose y saltando de su asiento, a menudo sin razón, o escuchando
inquieta las palabras de cualquiera que sonasen a novedad, en tanto no le
aseguraban que todo iba bien, como antes. Todo bien…, eso precisamente
significaba para ella que todo iba como
antes. ¡Con tal que nada cambiase, que no sobreviniese nada nuevo, aunque
fuese para dicha!...» (1ª parte, cap. VI, I). Pero también son muy precisas las
palabras de Versílov sobre su compañera, dirigidas a su hijo: «Mansedumbre,
sumisión, timidez y, al mismo tiempo, energía, verdadera energía, ésas son las
características de tu madre. Advierte que es la mejor de cuantas mujeres conocí
en este mundo. Y de que atesora energía…, de eso puedo yo dar fe. He visto,
incluso, cómo esa energía la sustentaba. En tratándose, no diré de
convicciones…, convicciones verdaderas no puede tenerlas, pero sí de lo que por
convicciones tiene y considera hasta sagrado, es incluso capaz de soportar
tormentos» (1ª parte, cap. VII, II). Cuando Versílov hace ante su hijo uno de
sus particulares elogios del pueblo ruso sencillo, está pensando en Sofía
Andréyevna, esta mujer aparentemente sumisa, resignada, callada, asustadiza,
pero que «a veces también habla, sólo que habla de un modo que te admiras […]
te sale con las objeciones más inesperadas […] tiene, a su modo, talento, y
hasta muchísimo talento» (1ª parte, cap. VII, II). Por eso dice Romano Guardini
del personaje de Sofía Andréyevna que en él «sentimos la fuerza, la callada y
profunda energía»[51].
Siempre le guardará reverencia y hondo respeto a su legítimo esposo, que
adquirirá ante sus ojos una imagen de «dimensiones misteriosas de santidad»,
mientras que ella misma siente por lo que ha hecho, por haberlo abandonado por
Versílov, una especie de «santa culpa»[52].
Guardini insiste en la complejidad de la personalidad de este personaje
femenino, de quien no puede decirse que partan iniciativas en su vida, «sino
que padece las de las demás. Pero hay tal entrega de sí misma en esa actitud,
tanta sencillez, tanta energía y tanta profundidad de sentimiento, que Sonia se
eleva calladamente a una esfera superior […]; gracias a la limpia energía de su
carácter, reduce la totalidad de su existencia a unas pocas realidades
relacionadas con el acontecimiento fundamental de su vida»: que Versílov haya
reparado en ella. «Para ella—continúa Guardini—, destino, culpa y necesidad
parecen por modo extraño constituir una misma cosa. No parece arrepentirse de
nada, pero conoce su culpa y se condena con sinceridad». Su destino con
Versílov es como un fatum. Sabe que
su comportamiento contradice los principios morales de la religión cristiana en
la que tan lealmente cree, pero no se ve con fuerzas para actuar de otro modo.
Gracias a la conducta de su santo esposo, Sonia lo «eleva todo, y aun a ella
misma, a una esfera religiosa». Es plenamente consciente de su pecado, pero,
sin embargo, «siente cerca de sí la mano de Dios». Su fe en Cristo es muy
profunda. En cierta ocasión, después de rogarle a Arkadii que dejase la ruleta,
y como éste hiciese un verdadero propósito de enmienda, añadiendo que quería
«mucho a Cristo», le contestó sonriéndole: «Cristo, Arkascha[53],
todo lo perdona, y perdonará tu blasfemia [se refiere a unas palabras
pronunciadas por Arkadii días antes]. Cristo es… padre; Cristo no necesita
nada, e iluminará hasta la más densa tiniebla» (2ª parte, cap. V, I). Puede
resultar paradójico, y de hecho lo es, pero lo cierto es que la conciencia que Sonia
tiene del pecado no la aparta de su improcedente conducta. Pero, como observa
tan afiladamente Romano Guardini, en ello consiste su extraña y aparentemente
incomprensible «piedad religiosa», en permanecer en un «doloroso» destino del
que no puede apartarse, no puede evadirse, como si estuviese atrapada en la
inextricable maraña de un mundo que la supera y la desborda: «El padecer lo
insoluble e incomprensible de su situación parece constituir la condición
propia de la vida de Sonia». El sentido de la existencia de Sonia es el
padecimiento. Por eso, con impecable razonamiento de creyente, afirma Guardini
que «nunca se podrá elaborar sobre esto una teoría, un pensamiento conceptual».
Por fortuna para la preservación de la libertad del hombre, éste es un
territorio en el que no tienen cabida los discursos lógicos, los argumentos de
la razón discursiva. Sonia, «en su voluntad de salvarse nunca pretendería
desmentir el claro juicio: “No está bien que permanezcas con Versílov”, pues el
que esa afirmación quede intacta es la condición de su vida»[54].
Por las
indicaciones que nos proporciona de forma desperdigada el novelista, deducimos
que cuando Versílov seduce a Sonia tiene unos veinticinco años, y no hace
apenas nada que ha enviudado de la Fanariótova, de la que ha tenido dos hijos,
Andrei Andréyevich y Anna Andréyevna Versílovna. El primero es un joven altivo
y presuntuoso. Pero Anna, que tiene tres años más que su hermano de padre, es
una hermosa joven cuya presencia se acentúa y engrandece a medida que avanza la
novela. El escritor se detiene morosamente en ella en el cap. III, II de la 2ª
parte. El viejo príncipe Nicolai Ivánovich Sokolskii, en cuya casa encontrará
empleo Arkadii, es un buen hombre entre cuyas manías está la de empecinarse en
casar bien a todo el que conoce y le es simpático, no escatimando sumas
importantes de dinero para tan extravagante fin. Precisamente, entre esas
uniones con las que se complace, está la que ha concebido entre Anna, a quien
ha conocido Arkadii en casa de su riquísimo protector, y el atormentado
príncipe Serguieyi Petróvich Sokolskii (Seríocha),
perteneciente a la familia con la que pleitea Versílov. Éste le confiesa al
adolescente que su hermana tiene el suficiente talento como para prescindir de
ajenos consejos. A Arkadii, sin embargo, le desconcertaba que, aunque era Anna
(quien vivía con su abuela Fanariótova) la que mandaba buscarlo, siempre se
hacía la sorprendida con su llegada. Anna Andréyevna, tal como nos la describe
su hermano Arkadii cuando la ve por vez primera en casa de su protector el
viejo príncipe Nicolai, es «alta» y «un
poquito flaca», con «una cara
entre larga y de notable blancura», con «el
pelo negro, vistoso; ojos oscuros, grandes, mirar hondo; finos y sonrosados los
labios, fresca la boca […] La expresión de su rostro no era enteramente
bondadosa, pero sí grave», sin parecido externo con Versílov, aunque sí
presentaba, «algo raro, una extraordinaria semejanza con él en la expresión del
rostro» (1ª parte, cap. II, IV). Mujer independiente, que
vivía como «una condesa» en casa de su abuela, en
dos habitaciones separadas, a quien su padre no le entregaba ninguna
manutención, a Arkadii le gustaba mucho su «modestia», su aspecto «conventual».
Aunque «era poco locuaz […] hablaba siempre con ponderación y sabía muy bien
escuchar». Si Arkadii le insinuaba que le recordaba a Versílov, se ruborizaba
ligeramente, «particularidad de su semblante», el que se pusiese casi siempre
un «poquitín» colorada, que gustaba mucho a su sensible hermano. Ante ella,
Arkadii quedábase, como si dijéramos, un tanto desarmado. Podía haber varias
razones: una, el que ella se interesase por las noticias del príncipe Seríocha,
aunque la verdad que por nada en especial, quizá sólo por encontrarse cómoda
con la cháchara de su hermano; otra, que leyese más que él, que fuese una mujer
culta[55].
Pero lo cierto era que Anna se mostraba muy reservada; nunca hablaban los
hermanos, por ejemplo, de su estrecho parentesco; no obstante, Arkadii no podía
evitar lo confortable que le resultaba su compañía, sentimiento que era mutuo
en Anna. En cierta ocasión, en casa de la propia Anna, aunque es verdad que sin
poder evitar la agitación, se decide Arkadii a confesarle la alta estima en que
la tiene: «… No puedo menos de decírselo a usted hoy. Quiero confesarla a usted
que varias veces he elogiado la bondad y delicadeza con que me ha invitado a
visitarla… En mí, su conocimiento ha ejercido poderosa impresión… En su casa se
diría que me limpio el alma y salgo de ella mejor que cuando entré. Es verdad.
Cuando estoy al lado de usted, no sólo no puedo hablar de nada malo, sino que
ni pensamientos malos puedo tener, desaparecen ante usted, y si por un instante
me acuerdo de algo malo, en su presencia me intimido y me ruborizo en el alma.
Y, sépalo usted, me ha agradado de un modo especial encontrar hoy en su casa a
mi hermana… [se refiere a Liza, hermana de padre de ambos] Esto testimonia su
nobleza de usted… y unas relaciones excelentes… En una palabra: usted ha
mostrado algo de fraternal, si es que puedo permitirme desarrollar esa idea que
yo…» (2ª parte, cap. III, III). Casi a renglón seguido, Liza le da a entender a
Arkadii lo contrario de lo que él piensa, es decir, que si Anna tiene tanto
interés en recibirlo es porque quiere enterarse de cosas y murmurar a sus
espaldas. Pero ella misma, al autocalificarse de «mala» ante su hermano por
decirle estas cosas, revela los celos de hermana que siente, al creer que su
hermano prefiere a Anna a ella misma, quizás porque Anna es de más elevada
posición social. Aunque todo quedará con el paso del tiempo en nada, ya que
Liza, que posee un fondo bueno, comprenderá y comprobará con sus propios ojos
que no existe la más mínima doblez en la conducta de Anna Andréyevna
Versílovna, «uno de los caracteres más interesantes del libro» [56].
El viejo
príncipe Sokolskii, que en realidad no es tan anciano (aún no ha cumplido los
setenta), en cuya casa encuentra un difuso e inconcreto empleo el adolescente—naturalmente,
a través, como siempre, del omnipresente y ubicuo Versílov, habilísimo en
ocultar también su presencia cuando lo considera aconsejable u oportuno, cosa
nada inhabitual en él—, es un hombre pusilánime, hipocondriaco, asustadizo, que
tiene verdadero miedo ante determinadas situaciones, o que, sencillamente,
prefiere no enfrentarse con gallardía a la realidad. Es verdad que puede tener
arrebatos espontáneos, en los que asoma una desagradable irritabilidad, pero
son rarísimos. Confía plenamente en Arkadii, al que dispensa un trato
condescendiente y amable, cual si se tratase de su propio hijo, pero esa
confianza disminuye notablemente respecto de Anna Andréyevna, que quiere
casarse con él, y también teme de un modo casi enfermizo que su hija, a la que
adora, albergue la intención, según rumores muy vagos que le han llegado, de
deshacerse de él. Esta última circunstancia constituye el máximo ejemplo de a
qué tipo de hechos prefiere Nicolai Ivánovich no encararse con valentía y
resolución. Eso no es óbice para que el príncipe, que tiene una curiosa opinión
sobre las mujeres en general, considere a su hija una «soberbia mujer» de la
que se siente «orgulloso; pero con frecuencia, con harta frecuencia, amigo
mío—le confiesa a Arkadii—me ofende…» (cap. II, III de la 1ª parte). En esa
misma conversación, el príncipe, que intercala numerosas frases en francés,
como era habitual todavía entre los miembros de la aristocracia rusa, le dice a
Arkadii, y por eso hablábamos de curiosa opinión sobre las mujeres, lo
siguiente: «Créeme: la vida de toda mujer es… una eterna búsqueda de alguien a
quien someterse… Por así decirlo, está sedienta de someterse. Y tenlo presente:
sin excepción alguna». Es decir, que, a pesar del elogio que hará a
continuación de Katerina, su opinión parece no ofrecer dudas. Sin embargo, no
debe tomarse al príncipe Nicolai como una persona autoritaria o que sienta
menosprecio por las mujeres. Ni mucho menos. Es más; en él encarna Dostoyevski
a un personaje bastante inofensivo, desconfiado, sí, pero por falta de cariño,
aunque también es verdad que es caprichoso y voluble. Eso que acaba de decirle
tan solemnemente a Arkadii puede perfectamente desmentirlo a renglón seguido, y
hace muy bien el avispado joven en seguirle la corriente y no entrar con él en
una discusión de envergadura. Según podemos leer en el último capítulo de la
novela, un mes después aproximadamente de transcurridos los acontecimientos que
narra Arkadii en sus Memorias, es
decir, a mediados de enero, el viejo príncipe Nicolai muere de un ataque de
nervios. La famosa carta que tanto hubiese comprometido a Katerina Nikoláyevna,
finalmente no es conocida por el príncipe, heredando de este modo su hija una
inmensa fortuna.
Sobre las
intenciones de Anna Andréyevna de casarse con el viejo príncipe Nicolai, trata
de explicárselas al adolescente en una extensa conversación que tiene con su
hermano. Anna, «poniéndose encarnada y bajando los ojos», le empieza diciendo a
Arkadii que este deseo de sincerarse con él sobre un asunto tan enojoso y tan
maliciosamente enredado por otros, es porque él tiene un «corazón sumamente
puro, fresco» y porque sabe de la devoción que él siente por ella, a la que
quiere corresponder «con gratitud eterna». Anna está muy agradecida al príncipe
Nicolai, que hizo para con ella las veces de padre, pues su verdadero padre,
Versílov, la abandonó cuando todavía era una niña, hasta el punto de que
«nosotros, los Versílov…, un linaje ruso antiguo, soberbio, hemos llegado a ser
unos vagabundos». Por eso sus pretensiones no son perversas, y eso bien lo sabe
Dios, que es el único que puede ver y juzgar sus sentimientos. Ella—continúa
diciéndole a Arkadii—no tiene intención alguna de aprovecharse del príncipe,
sino que quiere romper las maquinaciones que se están urdiendo en torno al
anciano (en referencia a la carta de Katerina Nikoláyevna) y sólo desea
desposarse con el príncipe Nicolai para convertirse en su aya, en su enfermera,
para cuidarlo como una hija cuida a su padre. Pero, a pesar de tan prolijas
explicaciones, Arkadii no termina de fiarse de ella, siente en su interior que
hay una parte de Anna que está mintiéndole, aunque sea de modo inconsciente o
involuntario. Por eso, le pregunta casi de sopetón: «Anna Andréyevna, ¿qué es,
a punto fijo, lo que de mí aguarda?» Continúan hablando del príncipe, de
Versílov, de las supuestas intenciones de Katerina, y, sintiendo que lo
trataban como un chiquillo inmaturo, Arkadii decide acabar la charla,
malhumorado, enojado, harto de todo y de todos (3ª parte, cap. V, I). Pero,
naturalmente, es sólo un momento pasajero de indignación. Está decidido a
descubrir el secreto de Versílov, esto es, descifrar el enigma que se guarece
en el fondo de su alma.
Katerina
Nikoláyevna es un personaje muy complejo, a mi modo de ver el personaje
femenino más complicado de toda la obra, a pesar de su engañosa simplicidad. Jacques
Madaule (1898-1993) llega a afirmar, lo cual quizá sea excesivo para algún que
otro intérprete, aunque yo no veo la exageración, que se trata probablemente de
la más compleja encarnación femenina de Dostoyevski [57].
Es una mujer sumamente hermosa, elegante y atractiva, todavía joven, pues su
edad no llega a los treinta. Se encuentra en la plenitud de sus facultades.
Tanto Versílov como Arkadii mantienen con respecto a ella una relación de
atracción-repulsión, de amor-odio, aunque el amor terminará imponiéndose. El
amor que siente Versílov hacia ella está en buena medida dominado por el
apetito sexual, por la sensualidad [58].
Esta inclinación aproxima a Versílov a Rogochin, el asesino de Nastasia
Filíppovna en El idiota, pero su alma
no está ni tan devorada por los celos, ni por un absoluto e inexorable deseo
egoísta de posesión, ni tampoco por una maligna premeditación criminal, aunque
sí habrá en él un intento de matarla, bien es verdad que arrebatado y
primordialmente impulsivo. En el caso de
Versílov, ese amor acabará, después de la escena más tensa, violenta, caótica y
angustiosa de toda la novela, en un cariño casi paternal, pues Andrei Petróvich
ha decidido volver al regazo de la mujer que lo ama infinitamente, Sonia, y por
la que él también siente un amor sincero, aunque ese otro yo que anida dentro
de él como una hidra, haya impedido que se diese cuenta de ello con la
suficiente clarividencia. La abnegación, la fidelidad de Sonia, terminan
venciendo todos los escollos. Ella será, por fin, para Versílov, la amante, la
esposa, la madre de sus hijos, la mujer que definitivamente ha conquistado su
corazón. El que Versílov no sienta un amor sensual por Sonia tiene mucho que
ver en el hecho de que finalmente encuentre la salvación junto a ella [59].
En cuanto a
Arkadii, su inmaduro comportamiento con Katerina está en gran parte determinado
por el modo de proceder del padre. En su fuero interno lo rechaza, abomina vivamente
que Versílov pueda amar o interesarse por otra mujer que no sea su madre, que
tan desprendidamente se ha entregado, se ha inmolado, sufriendo en silencio;
pero, al mismo tiempo, es tal la fascinación que siente Arkadii por su
progenitor, por ese hombre apuesto, culto, inteligente, imprevisible,
desconcertante, generoso, egoísta, que su anhelo más íntimo es emularlo, hacer
lo que él hace, conocer a quienes él conoce. Por eso Katerina es también para
él como una obsesión, y, aunque haga verdaderos esfuerzos por presentarse ante
ella como si fuese un hombre maduro y con experiencia, lo cierto es que ella
adivina al instante su denodado esfuerzo por mostrarse como en realidad no es;
ella, Katerina, percibe muy pronto que Arkadii tiene un corazón puro y que su
mente no está poseída por ese desdoblamiento tan perturbador, incluso
demoníaco, que atenaza a Versílov, si bien éste logrará, al fin, arrancar esa tarasca
venenosa y destructiva de sus entrañas y serenar, dentro de lo razonable, su
atormentado espíritu.
Katerina
Nikoláyevna, a pesar de su juventud, está viuda, al haber muerto su esposo, el
general Ajmákov, quien, por su pasión por el juego[60],
ha perdido toda la dote de su esposa. Con anterioridad a su casamiento con
Katerina, había tenido una hija, Lidia, una muchacha de diecisiete años enferma
y desequilibrada emocionalmente con la que mantiene una relación muy afectuosa
su madrastra, pero que terminará sus días suicidándose con fósforo. Esta Lidia
Ajmákova, que pasa temporadas en la ciudad-balneario de Ems, se ha enamorado
(prueba de su inmadurez) de Versílov, aunque éste, muy juiciosamente, no le
corresponde. Por una errónea interpretación de los hechos, el príncipe Seríocha,
que ha mantenido una fugaz relación amorosa con Lidia cuyo resultado ha sido el
nacimiento de una niña, proporciona una bofetada a Versílov, que más adelante
Arkadii querrá vengar batiéndose en duelo con el dislocado príncipe. Por si
fuera poco, Seríocha se convierte también en amante de Lizaveta (Isabel)
Makárovna, llamada casi siempre Liza en la novela, que es la hermana de padre y
de madre de Arkadii. De esa relación secreta, quédase Liza embarazada, aunque
aborta como consecuencia de caer accidentalmente por unas escaleras. Pocos
meses después de ocurridos los hechos narrados por Arkadii, que, como hemos
señalado, finalizan a mediados de diciembre, muere Seríocha, a mediados del mes
de mayo siguiente. Es, sin lugar a dudas, un personaje trastornado y profundamente
desdichado.
En sus contados
encuentros con Versílov o con Arkadii, nunca pierde los nervios Katerina
Nikoláyevna, ni la dignidad, ni el aplomo, ni la entereza. Pero para poder
referirnos a ellos, hay que empezar por dibujar el carácter y los pensamientos
de Arkadii Makárovich, quien, a pesar de aquellas aparentemente firmes, aunque
en el fondo inconsistentes intenciones de convertirse en un nuevo Rothschild,
manifiesta un genuino desprendimiento por el dinero, llegando a pensar en su
fuero interno que, después de acumular millones, sería capaz de entregarlo
todo, no la mitad, sino «hasta la última copeica, porque al quedarme hecho un
mendigo me encontraría de pronto más rico que Rothschild» (1ª parte, cap. V,
III). Este pensamiento íntimo de nuestro adolescente, el de relacionar
paradójicamente la verdadera riqueza con la pobreza, es más hondo de lo que a
simple vista pudiera parecer, y no creo descabellado traer aquí a colación una
sentencia dicha o atribuida a Friedrich Hölderlin que dice así: «Entre nosotros,
todo se concentra sobre lo espiritual, nos hemos vuelto pobres para llegar a
ser ricos». La frase fue objeto de un amplio comentario llevado a cabo por
Martin Heidegger en una conferencia que pronunció sobre «la pobreza» (Die Armut), el 27 de junio de 1945, en
el castillo de Wildenstein, sobre las alturas del Jura suabo, no lejos de su
Messkirch natal[61],
y sobre la que me he detenido en otro lugar, a fin de intentar arrojar alguna
luz en torno a una de las Bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres de
espíritu» (Mt 5, 3). Decía yo, aproximadamente, que lo quiere decir Heidegger
en su exégesis es que «ser verdaderamente pobre», sin ningún doble sentido de
las palabras y sin ironía alguna, es tenerlo todo, esto es, todo tipo de bienes
materiales, pero, sin embargo, carecer de lo que de verdad importa, que son los
bienes espirituales. La persona rica en bienes materiales, no se percata de
que, en el fondo, es pobre, mientras que aquella que posee bienes espirituales,
esto es, lo no-necesario, lo que no proviene de la coacción, sino de la
libertad, es la que es verdaderamente rica, según la bella sentencia atribuida
al poeta-filósofo de la región del río Neckar, puesto que se ha liberado de lo
aparente, de lo «útil», de lo que únicamente es accesorio[62].
Asimismo, también resultan muy clarividentes los comentarios a esa misma
Bienaventuranza emitidos por el místico renano Heinrich Seuse (Constanza, ca.
1295/1297 – Ulm, 1366), uno de los principales discípulos del Maestro Eckhart,
quien en un texto compuesto en los años de su vejez, titulado Vida, en el capítulo 51, fundamentándose
en una frase de San Pablo—«Vivo, mas ya no yo» [Gal 2, 20]—, relaciona la
pobreza con el hecho de que el hombre no se deje llevar por la posesión, que no
se aferre a nada, que se des-haga de sí mismo, a fin de que sólo le inunde el
Espíritu de Dios. La pobreza de espíritu, pues, como renuncia a todo egoísmo, a
toda posesión, como olvido de uno mismo, de tal modo que el Espíritu de Dios,
del Hijo, lo envuelva. Ya no soy yo quien vive en mí, sino que soy yo quien
vive en Cristo[63].
Las ideas elevadas, piensa Arkadii,
están por encima del dinero, pues sin aquéllas la sociedad no puede
fundamentarse sobre bases sólidas. A uno de los personajes más sórdidos de la
novela, Stebélkov, especulador, prestamista usurero, ruin, miserable y hombre
sin escrúpulos morales, le espeta el adolescente: «Lo primero es una alta idea,
y luego el dinero, pero sin una idea elevada con dinero la sociedad resbala»
(1ª parte, cap. VIII, II). El tema del ideal, como veremos más adelante, está
muy presente en los razonamientos de Versílov y en muchos de los diálogos que
mantiene con su hijo, pero tampoco podemos olvidar el carácter preeminente que
el ideal, principalmente ético, tuvo pocos años antes en El idiota, una recurrente preocupación de Dostoyevski que, entre
otros grandes autores, le viene de su admirado Alejandro Puschkin y, por
supuesto, del inmortal hidalgo manchego cervantino. Pero cuando las ideas se
transforman en obsesiones, cuando se apoderan por completo de la mente del
individuo, pueden acabar originando actitudes y comportamientos patológicos,
enfermizos. El que una idea se convierta sólo en eso, en una idea, persistente, obsesiva, que te
martillea la cabeza y no te permite poder vislumbrar con nitidez cuanto te
rodea, es, sin duda, algo peligroso. Las novelas dostoyevskianas están plagadas
de personajes de este tipo, siendo su quintaesencia más elaborada, inquietante
y perturbadora la del ingeniero Aléksieyi Kirillov de Demonios. Afortunadamente, Arkadii dáse pronto cuenta de ese mortal
peligro, que puede encerrarlo en un círculo vicioso infernal y autodestructivo.
Por eso razona con buen juicio para sí mismo: «… deduje directamente que,
teniendo en la cabeza algo fijo, perenne, intenso, que nos ocupa de un modo
horrible…, parece que te alejas con eso por completo de todo el mundo en la
soledad, y todo cuanto ocurre pasa como de través ante lo principal» (1ª parte,
cap. V, IV). La idea podía consolarlo
de la «ignominia», hacerlo diferente, creerse con ella más fuerte, pero, por
encima de todo, podía cercenar su contacto con el mundo, con las personas,
convertirlo en un esclavo de ella, en un alienado.
La «idea» puede desencadenar un desenlace fatal. Por ejemplo, en un conocido de
Arkadii, llamado Kraft, quien termina suicidándose por ese motivo, por el
dominio que sobre él ejerce una determinada «idea». De forma vaga le relata
Arkadii el hecho acaecido a Olia[64],
la muchacha de destino trágico a la que se encuentra en el rellano de la
escalera donde viven Sonia y Versílov, pues la joven, según tendremos ocasión
de narrar concisamente más adelante, se dirige al piso de ambos para saber exactamente
las razones por las que Versílov les ha dejado dinero a ella y a su madre, Daria[65]
Onisímovna. Mientras suben las escaleras que conducen al departamento,
impresionado como está Arkadii por el reciente suicidio de Kraft, le dice a
Olia: «Cuando es preciso, el hombre generoso
sacrifica hasta la vida; Kraft [al que también conocía muy ligeramente Olia] se
ha pegado un tiro; Kraft, por la idea, fíjese usted, un joven, renunció a las
ilusiones […] Cuando una idea seduce…, cuando hay una idea… La idea es lo
principal; en la idea está todo…» (1ª parte, cap. IX, I).
El desconocido
paradero de la carta que compromete a Versílov en su pleito con los príncipes
Sokolskii, conduce a Arkadii a casa de un tal Dergáchov, pues allí espera
encontrar, como de hecho así ocurre, a Kraft, que es quien está, por extraños
avatares que no vienen al caso, en posesión de ella, y que, de motu proprio, se la entrega a Arkadii.
En casa de ese Dergáchov, que es ingeniero, se reúnen algunos jóvenes
nihilistas, quienes hablan y hablan sin parar de los asuntos políticos y
sociales que les preocupan, terminando Arkadii por terciar en la confusa,
incoherente y pintoresca conversación. Las ideas nihilistas que profesan no
están, ni mucho menos, puesto que no es ése el propósito del novelista, tan
perfiladas y aquilatadas como en Demonios,
aunque queda constancia de su ateísmo y se traslucen sus quiméricas
aspiraciones por transformar Rusia, librándola de la flagrante injusticia que
la oprime. Resulta más que significativo que el impulso decisivo de las ideas
nihilistas en Rusia no se haya producido bajo el reinado del zar Nicolás I, un
verdadero autócrata que ejerció el poder con energía hasta su muerte en 1855, guiándole
«la misma idea de un Estado “reglamentado” y “policial” que a Pedro el Grande»[66],
sino bajo el reinado del reformista Alejandro II, asesinado en un atentado
minuciosamente preparado por varios miembros del grupo revolucionario Narodnaya volia (Libertad o Voluntad del
pueblo) el 1 marzo de 1881[67].
Alejandro II compartía con su padre los ideales del absolutismo ilustrado,
«pero su manera de ser era mucho más suave y tolerante»; además, «había sido
educado con un espíritu mucho más humano», gracias a que su preceptor fue el
poeta prerromántico ruso Vasili Andréyevich
Zhukovsky (1783-1852)[68].
Uno de esos
jóvenes asistentes a la tertulia de Dergáchov—tertulia que ofrece ciertas
concomitancias con la que se reúne en torno al jovencísimo Ippolit Teréntiev en
El idiota—, y de los más conspicuos,
es quien se apellida Tijomírov, que lanza una larga perorata sobre la situación
presente de Rusia y su destino, que es al mismo tiempo el destino de la
Humanidad toda, pues uno y otro están irremisiblemente unidos para él. La
inminente transformación del mundo está vinculada a la fusión de toda la
Humanidad, sin distinción de razas ni de pueblos. Y esto es algo inevitable,
pues, de lo contrario, la propia «Rusia dejará de existir un día». La misión de
los pueblos, y es evidente que se está refiriendo a la de Rusia, es la de
emitir ideas a la Humanidad, un material que posteriormente pueda ser
aprovechado, porque la vida de los pueblos se extingue, termina agotándose, por
muy poderoso que un pueblo sea, cual si se tratase de una ley histórica; ahí
está, para demostrarlo, el caso de Roma: «los pueblos, aun los más dotados,
viven, por junto, mil quinientos años; a lo más, dos mil años» (1ª parte, cap.
III, III). Repárese en el hecho de que la opinión de Tijomírov, cuya naturaleza
está relacionada con la Filosofía de la Historia, tiene, en líneas generales,
su fundamento de verdad, sobre todo si sustituimos «pueblos» por
«civilizaciones». Muchas de ellas, con una suma de siglos similar o algo
superior a la señalada por Tijomírov, han desaparecido por completo de la faz
de la Tierra, asunto del que se ocupó extensamente el historiador británico
Arnold Joseph Toynbee (1889-1975) en su monumental Study of History, publicado entre 1934 y 1954, y en el que
identifica 21 civilizaciones[69].
Una de ellas es la europea, que, conviene recordar, se remonta rigurosamente al
siglo VIII, esto es, el tiempo en que los francos carolingios oriundos de
Austrasia sustituyeron en el poder a los francos merovingios, proceso
magníficamente descrito por el gran historiador belga Henri Pirenne (1862-1935)
en su clásico libro Mahoma y Carlomagno,
que dejó manuscrito a su muerte, preparando fielmente la edición póstuma[70]
su discípulo Fernand Vercauteren, auxiliado por la esposa y por el hijo del
historiador, el también historiador Jacques Pirenne. En rigor, pues, la
civilización europea cristiana occidental tiene algo más de mil doscientos
años.
Estamos
autorizados a creer que algunas de las ideas de Tijomírov son las del propio
Dostoyevski, tal como podemos leer en las páginas del Diario de un escritor, elaborado entre 1861 y 1881. En la misma
Introducción, III, podemos ya leer: «…el carácter ruso se diferencia
rotundamente del europeo […] lo que principalmente descuella en él es la
capacidad de síntesis, de conciliación de contrarios, de universalidad humana.
El ruso […] simpatiza con la Humanidad toda, sin distinción de nacionalidades,
sangre ni tierras»[71].
Las ideas de
Kraft, otro de los jóvenes que acuden a esas reuniones semiclandestinas, y al
que ya nos hemos referido, son ideas propias, originales, pesimistas, ideas que
detectan la penosa ausencia de ideas morales en Rusia, sumergida como está en
unos «tiempos de la áurea medianía e insensibilidad, pasión por la ignorancia,
pereza, incapacidad para los negocios y necesidad de tenerlo todo listo. Nadie
piensa; es raro que nadie se asimile una idea». Se desespera, como constata
Arkadii, por la suerte de Rusia, por su futuro, por la falta de sensibilidad
hacia sus riquezas naturales, sobre todo los bosques, pues, para él, Rusia
«es…, es…, la cuestión más esencial que pueda haber» (1ª parte, cap. IV, I).
Todos se dan cuenta del nerviosismo con que ha pronunciado esas palabras. Kraft
es un espíritu sensible, incapaz de hacer daño, taciturno, solitario,
obsesionado por una idea, y, según hemos señalado, esa idea acabará siendo trágica
para él, pues la vida se le ha convertido en un suplicio; de ahí su decisión
definitiva: el suicidio pegándose un tiro.
Otro miembro
esporádico del grupo es Vasin, hijastro de Stebélkov y amigo de Kraft, que, al
igual que éste, es un hombre de indudable integridad moral. Termina
enamorándose de Lizaveta Makárovna, con la que es más que probable que acabe
iniciando una relación estable y
rehaciendo su vida, según insinúa Arkadii en el último capítulo de la
novela. Son dignas de mención las palabras que Vasin pronuncia, y que lo
definen muy bien, a propósito de unos versos del poema El héroe (The Hero / en
ruso: Geroi), escrito en 1830 por
Alejandro Puschkin[72],
que «encierran un axioma sagrado» para Arkadii: «Probablemente la verdad—le
contesta Vasin a un Arkadii que se ha mostrado tan seguro de la verdad que
encierran los versos del gran poeta romántico ruso—, como siempre, estará en el
medio: es decir, que en un caso será sagrada una verdad, y en otro, una
mentira» (1ª parte, cap. X, I).
En medio del
bullicioso diálogo de los jóvenes nihilistas en casa de Dergáchov, afloran como
de improviso los sentimientos humanitarios de Arkadii, cuando narra una breve
pero conmovedora historia acerca de un general retirado que se muere,
completamente abatido y entristecido por la pena, seis meses después de
fallecer dos pequeñuelos que tenía (1ª parte, cap. III, III). Las opiniones
siguen caldeando el ambiente; uno de los presentes, por ejemplo, defiende sólo
su libertad personal, la de él solo, que es lo único que ocupa el primer plano,
evocándonos lejanamente ese egoísmo de los yoes individuales de que habla Max
Stirner en El Único y su propiedad
(1844). Finalmente, Arkadii estalla. Les expresa, todo trémulo, que,
considerando lo que acaba de oír, es muy posible que él tenga ideas mucho más
útiles acerca de la Humanidad que todos ellos juntos. Aquejado de un extraño
nerviosismo, que se acentúa ante las risitas de los circunstantes, Arkadii les
pregunta sobre qué le ofrecen para que se resuelva a seguirles. Lo que ellos
pretenden construir, en esa hipotética sociedad futura de la que tanto hablan,
es un «cuartel», una prisión: «Ustedes pondrán un cuartel, viviendas comunes, strict nécessaire, ateísmo y comunidad
de mujeres sin hijos…; he ahí adónde van a parar ustedes, porque estoy
enterado» (1ª parte, cap. III, V). Estas opiniones de Dostoyevski, muy
apresuradas ahora en boca del adolescente, pues ya podrá explayarse sobre ellas
a través de Versílov, no son en absoluto nuevas; nos las habíamos encontrado en
El idiota, y, sobre todo, en Demonios, lo que corrobora su don
profético, cómo se anticipa al Estado totalitario que anegará Rusia con una
marea gigantesca e incontenible con la Revolución bolchevique, una de cuyas
claves, si no la mayor, está precisamente en ese término, «ateísmo», que
pronuncia Arkadii, puesto que estos jóvenes nihilistas rusos, ateos y de altos
ideales morales, son los cachorros del bolchevismo, cuya pretensión es
sustituir la creencia religiosa en Dios por una religión laicista; peor aún,
aunque parezca un oxímoron, por una religión atea, según supo comprender con
una lucidez inigualable Nicolás Berdiaev en varios de sus ensayos,
especialmente en dos que ya hemos citado aquí: El espíritu de Dostoyevski y El
cristianismo y el problema del comunismo. Por eso pudo Dimitri Merejkovski
hablar con toda la razón del mundo de Dostoyevski como del auténtico profeta de
la revolución rusa, anticipándose en decenios a ella[73].
La denuncia de Arkadii no es óbice para
que a veces, muy pocas, manifieste ideas anarquistas, pero en un contexto y con
un sentido por completo diferentes de esas ideas verdaderamente inicuas que
pululan por la Rusia de la intelligentsia
nihilista. Por ejemplo, cuando se le ocurre pensar, cuando los hechos se han
precipitado de un modo vertiginoso e incontrolable, en los capítulos finales de
la novela, que «la propieté c’est le vol»,
inequívoca referencia al célebre ensayo, publicado en 1840, ¿Qué es la propiedad?, del teórico y
hombre de acción anarquista francés Pierre-Joseph Proudhon, en cuyo primer
párrafo responde con contundencia que la propiedad «es el robo»[74]
(3ª parte, cap. VI, II). ¿Y los hechos? Los hechos preocupan
extraordinariamente al adolescente, abrumándolo por entero (3ª parte, cap. IX,
III), siendo para él tan importantes como lo eran para el historiador Guizot
(1787-1874) [75].
Pero terminemos con esos personajes de
vida desordenada que pululan por la novela y con los que Arkadii mantendrá a
veces una relación incómoda, tumultuosa, aunque en otras le presten ayuda.
Además de Stebélkov, está también Lambert, que había sido compañero de Arkadii
en el internado de Touchard. Lambert es un individuo que también se dedica al
chantaje y a la extorsión, siendo una suerte de jefecillo de poca monta de un
grupo de personajes pintorescos, empezando por la joven francesa con la que
comparte habitación y que le sirve de anzuelo para sacar partido a sus sórdidos
proyectos: Alphonsine Karlovna. Cuando el adolescente ha conseguido la carta
que tanto compromete a Katerina, él mismo se la cose en el forro del bolsillo
interior de su chaqueta, a fin de no perderla (1ª parte, cap. IV, III), pues
para él también es un arma que en cualquier momento podrá utilizar contra
Katerina si es necesario, aunque en realidad no sabe muy bien por qué se le
vienen a las mientes esos malos pensamientos. La verdad es que nunca los pondrá
en práctica, y, en el fondo, nunca ha tenido tampoco el más mínimo propósito de
hacerlo. Su razonamiento tiene que ver tanto con que Versílov se interese por esa
mujer, algo que lo perturba por completo, como por el hechizo que también ella
ejerce sobre él, y de ahí se explica ese modo de razonar, como si dijéramos,
por despecho, puesto que ella lo trata como lo que todavía es: un hombre
inmaduro. Pero la fatalidad hará que Lambert se atraiga astutamente a Arkadii,
ofreciéndole su apartamento después de encontrárselo en un estado de
semiinconsciencia en plena calle, donde ha tenido el sueño del que hemos
hablado antes. Los días que Arkadii pase en casa de Lambert serán fatales, pues
la Karlovna conseguirá, aprovechando en cierta ocasión que se encuentra
profundamente dormido, sustituir la carta de marras por un trozo de papel en
blanco, a fin de que, cuando él se palpe, sienta el tacto de un papel a través
de la tela, y crea ingenuamente que la carta continúa en su poder. Lambert, que
no tiene escrúpulos, intentará chantajear a Katerina, logrando que ésta acceda
a acudir ante su inmunda presencia (en casa de Tatiana Pávlovna, que es donde
convienen en encontrarse), pero ella, sin perder nunca la calma, esa calma
aristocrática y majestuosa que la envuelve, no cede. Aunque «visiblemente
asustada», acaba escupiéndole en la cara y hace un intento de salir de la
estancia. Entonces, Lambert saca un revólver, y es en ese momento cuando
intervienen Versílov, que estaba aguardando en el corredor, pues ruinmente,
dejándose llevar por el fatídico «doble» que le persigue inmisericorde, se
había confabulado con Lambert, sólo para martirizar a esa mujer que lo tiene
embrujado, y Arkadii, ocurriendo lo que se dirá después (3ª parte, cap. XII, V).
Sólo anticipar que la carta será recuperada y por fin destruida.
Entre los restantes compinches de
Lambert está también Nikolai Semíonovich Andréyev, un individuo
larguirucho, violento, grasiento y sucio que acaba pegándose un tiro; Semión
Sidórovich, con la cara picada de viruelas, y un amigo de Andréyev, llamado
Pétia Trischátov, un joven de mediana estatura, atildado y guapo, que acabará volviendo
por el buen camino, tratando así de enmendar su dudoso comportamiento anterior;
prueba de ello es cómo hace todo lo posible por ayudar al final a Arkadii, una
vez que éste se percata de que ha perdido la epístola que llevaba cosida, auxilio
cuyo fin no es otro que evitar la inminente catástrofe. Pero lo verdaderamente
emotivo, lo que constata de manera fehaciente la sensibilidad y los buenos
sentimientos de Trischátov, es el encendido y maravilloso elogio que le hace
confidencialmente a Arkadii (pues a pesar de la barahúnda de camaradas que les
rodea, es como si estuviesen completamente solos, confesándose el uno al otro),
en un restaurante de la Mórskaya («Calle del
mar»), cerca del río Neva, de un delicadísimo pasaje de La tienda de antigüedades de Charles
Dickens[76], un
novelista, como es bien sabido, muy querido de Dostoyevski. Lo relevante es
cómo ese pasaje ha calado en el alma de Trischátov, que no acierta, piensa él,
a expresar con precisión lo que quiere transmitirle a su reciente conocido,
pero que ¡claro que acierta!, ¡y de qué modo!, con esa técnica narrativa tan
dostoyevskiana de los puntos suspensivos, de la insinuación, del hablar
entrecortado y nervioso, propio de personalidades patológicas, enfermizas,
hipersensibles. La novela de Dickens la había leído Arkadii, y por eso se
sorprende aún más del morboso interés de Trischátov en ponderarla, porque él no
recuerda haber encontrado en ella nada de particular. Es entonces cuando Pétia
le responde, haciendo un supremo esfuerzo por condensarle lo que él considera
más esencial: «… ¿Recuerda usted aquel paso, al final,
en que ellos…, aquel viejo chiflado y aquella chica encantadora de trece años,
su nieta, después de su fuga y correría fantásticas vienen a encontrarse,
finalmente, no sé dónde al cabo de Inglaterra, junto a no sé qué catedral
gótica de la Edad Media, y a la muchacha le dan allí un empleo para que enseñe
el templo a los visitantes?... Y de pronto va y se pone el sol, y la muchacha
en el pórtico de la catedral, toda bañada en sus últimos rayos, en pie,
contempla el ocaso con pensativo, manso arrobo en su alma infantil, en su alma
maravillada, cual si tuviese delante algún enigma, porque esto y lo otro viene
a ser enigmas…: el sol, como idea de Dios, y la catedral, como idea humana…,
¿no es verdad? ¡Oh, yo no acierto a expresarlo, pero Dios sólo gusta de esos
primeros pensamientos de los niños… Y de pronto, junto a ella, en la
escalinata, el vejete chiflado, su abuelo, se queda mirándola con los ojos
fijos… Mire usted: no tiene nada de particular ese cuadro de Dickens,
absolutamente nada, pero en toda la vida no lo olvida usted, y ha quedado en la
memoria de toda Europa… ¿Por qué? ¡Porque eso es sublime! ¡Ésa es la inocencia!»
(3ª parte, cap. V, III). Por mucho que uno busque, hay muy pocos ejemplos en
toda la obra de Dostoyevski en los que se asista a tan vehemente encomio de la
obra de otro escritor (sólo se me ocurren ahora los nombres de Cervantes y de
Puschkin, aunque sé que hay otros); más precisamente, de un determinado pasaje,
un trozo que demuestra la perspicacia y hondura de Dostoyevski en captar lo
esencial, lo fundamental de lo que leía, pues en esas líneas que resume
Trischátov está todo Dickens, el espíritu entero del genial escritor inglés. Ni
el propio Joris-Karl Huysmans, después de su conversión al catolicismo, hubiese
sido capaz de decir tanto del sobrenatural misterio de una catedral gótica en
tan pocas palabras, y eso que su novela La
Cathédrale, de 1898, es probablemente el epítome más acabado que se haya
hecho en la literatura del significado simbólico y espiritual[77]
de esa Jerusalén celeste que es la fábrica catedralicia de Chartres, con su luz,
no natural, sino sobrenatural[78],
gracias a ese prodigioso filtro que son las vidrieras, creando una
interpenetración de espacios entre las naves fluida, enigmática, armónica y
trascendente. Decía que ni el propio Huysmans es capaz de tan soberbia condensación,
pero ésta corresponde, en realidad, a Dostoyevski, y la clave se encuentra en
que toda esa emoción, en que todo ese «cuadro» indescriptible, todo ese
sentimiento pleno de sublimidad que experimenta la doncella ante la obra divina
y la obra humana, es sinónimo de inocencia; ésa es la inocencia para
Dostoyevski, ciertamente un misterio, otro misterio más que sólo puede desvelar
el espíritu del hombre que se convierte en un niño, porque inocencia equivale a
pureza, a limpieza de alma, a blancura de corazón, como esos blanquísimos
trapos tendidos que aparecen en la primera escena de Ordet (1955), que nos anuncian ya el limpio corazón de Johannes y
la inocencia de su pequeña sobrina, la única que cree de verdad, pero con una
fe infinitamente sencilla, que su tío, al que todos tienen por loco por creerse
Jesús de Nazaret, puede resucitar a su madre, la candorosa Inger que acaba de
morir después de un parto en el que la criatura también ha nacido muerta; y, en
efecto, precisamente porque Maren tiene fe en la Palabra (eso es lo que
significa «Ordet»: «la Palabra») de su tío, una fe que proviene, naturalmente,
de su inocencia, su tío atenderá a su ruego y resucitará a su madre, el único
milagro auténtico de toda la historia del cine, el único que no se contamina de
ridículo o de esperpento, pues hasta los no creyentes sienten que ahí ha
ocurrido algo inexplicable para la razón, pero que ha ocurrido no puede ponerse
en duda[79].
Tampoco es una casualidad que el realizador, el danés Carl Theodor Dreyer,
fuese un voraz lector de Kierkegaard, como lo es Johannes en la obra teatral de
Kaj Munk que sirve de base al film.
Esta reflexión
sobre la inocencia nos lleva directamente a uno de los soliloquios más
penetrantes del adolescente: el significado que para él tiene la risa, un
significado sobre el que piensa después de haber contemplado una sonrisa queda y
casi imperceptible en el semblante de Makar Ivánovich, a quien de improviso ha
descubierto, después de varios días sin advertirlo, compartiendo el cuarto
contiguo al suyo en casa de Sofía Andréyevna. Del modo como se ríe un hombre,
podemos deducir los más oscuros secretos de su alma. No digo aquí nada nuevo si
confieso que los dos autores de toda la historia de la literatura del mundo que
siempre me han provocado una risa más espontánea, menos artificial, más sana,
más liberadora, son Cervantes y Dostoyevski. Es una risa tan auténtica, que
basta para medir su intensidad el hecho de encontrarse uno solo, en la más
estricta intimidad, leyendo el Quijote
o alguna de las grandes novelas de Dostoyevski; de pronto, estalla uno en una
sonora carcajada, prolongada, franca, que se resiste a abandonarte, porque,
cada vez que te acuerdas del pasaje en cuestión, la risa vuelve impetuosa,
inocente, como un viento fresco y lozano que todo lo limpia, que todo lo vuelve
prístino, originario. Y lo más increíble en el caso de Dostoyevski es que esa
risa se apodera de nosotros, de manera completamente inesperada, incluso pocas
líneas o párrafos después de haber leído un suceso muy trágico, o un
pensamiento desolador; no obstante, el genio, y en pocas capacidades se
advierte más la auténtica genialidad, nos sorprende de improviso con una
situación absolutamente divertida, reparadora, como si se tratase de un bálsamo
que lubrificase la represión escondida que lleva uno dentro de sí y la dejase correr,
liberada, por los espacios infinitos de su alma; y más nos sorprende todavía
que esas situaciones que nos apremian a esa risa incontenible, esa que produce un
indefinible dolor en el vientre, son situaciones en las que el personaje objeto
de nuestra hilaridad ha sufrido una desgracia; es decir, la desgracia o torpeza
ajena nos produce un efecto cómico, como cuando alguien va a sentarse en una
silla, y, literalmente, sin apercibirse de su movimiento maquinal e
involuntario, da con su trasero en el suelo: el efecto instantáneo, si no se ha
hecho ningún daño físico, es una risa tremenda, que indigna, claro está, al
sujeto motivo de la misma, pero que no podemos evitar; a veces, hasta tenemos
que abandonar un determinado lugar o dejar de estar delante de cierto individuo
conocido o que acabamos de conocer, porque la risa que nos produce su cómico
semblante, o que nos provoca uno de esos percances ajenos sin consecuencias,
hace que se nos empañen los ojos de lágrimas y que se apodere de nosotros una
risa nerviosa, que fluye como una corriente de agua caudalosa y que no podemos
domeñar. Dostoyevski es un verdadero maestro para provocar en nosotros ese
sentimiento, circunstancia que también pone de relieve la paradoja, no ya de su
biografía existencial como hombre y como escritor, sino, asimismo, la de los
personajes que pueblan las miles de páginas de su inagotable imaginación.
El filósofo vitalista y espiritualista francés Henri
Bergson se ocupó de la risa en un breve ensayo de 1900, La rire, que agrupaba tres artículos publicados en la Revue de Paris. En él nos dice que la
risa no existe fuera del ámbito humano; que un síntoma de la risa es «la insensibilidad»; que «lo cómico sólo
puede producirse cuando recae en una superficie espiritual y tranquila» y que
«su mayor enemigo es la emoción»; que lo cómico «exige como una anestesia
momentánea del corazón», dirigiéndose «a la inteligencia pura»; y, por último,
que «no saborearíamos lo cómico si nos sintiésemos aislados», pues «la risa
necesita un eco». Más adelante, precisa: «Es cómico todo incidente que atrae
nuestra atención sobre la parte física de una persona cuando nos ocupábamos de
su aspecto moral»[80].
Bergson se detiene en numerosos ejemplos extraídos de diversas obras
literarias, siendo el autor más veces citado Molière, aunque el ejemplo máximo
es para él sin duda alguna Cervantes: «Una distracción sistemática como la de
Don Quijote es lo más cómico que se puede imaginar en el mundo: es lo cómico
mismo, tomado lo más cerca posible de su fuente»[81].
La risa,
piensa para sí el adolescente con una precisión de profundo y atento psicólogo
impropia de su edad, nos permite detectar tanto un alma ruin como otra noble y
sincera: «Pienso que cuando ríe el hombre, las más de las veces resulta
desagradable mirarlo[82].
Es lo más frecuente que en la risa de la gente se trasluzca algo ruin, algo que
rebaja al que ríe, aunque el propio riente no se percate en absoluto de la
impresión que produce […] La risa necesita, ante todo, de sinceridad, ¿y dónde
anda entre los hombres la sinceridad? La risa sincera y sin malicia es…
alegría, ¿y saben los hombres alegrarse? […] Hay caracteres que no
comprendemos; pero que se ría el hombre con sinceridad alguna vez, y todo su
carácter se nos revelará como en la palma de la mano […] Cuando el hombre ríe
bien… quiere decir que es bueno el hombre […] Pero comprendo, sí, que la risa
es la prueba más segura del alma. Mirad a un niño; sólo los niños saben reírse
absolutamente bien…, por lo que resultan tan encantadores. El niño que llora es
para mí repelente[83];
pero el que ríe y está alegre es un rayo de luz del Paraíso, es… la revelación
del futuro, en que el hombre será, finalmente, tan puro e ingenuo como los
niños [84]»
(3ª parte, cap. I, III).
Hay un
encuentro entre Arkadii y Katerina (1ª parte, cap. VIII, III) que resultó ser
muy fugaz y desafortunado, por la equivocada impresión que pudo causar en ella
su inesperada y furtiva aparición. Él había acudido, sin ningún propósito fijo,
a casa de Tatiana Pávlovna, pero, al no encontrarla, decidió esperar. Estando
en ello, oyó al rato que entraba Tatiana acompañada de otra mujer, cuya voz ya
conocía por haberla oído en casa del príncipe Nicolai; se trataba de Katerina
Nikoláyevna. Irreflexivamente, decidió esconderse, lo que motivó que escuchase
involuntariamente una conversación entre ambas mujeres en torno a la carta de
marras. De pronto, al oír que Kraft se había pegado un tiro, salió de improviso
de su escondite preguntando si era verdad lo que acababa de escuchar. Tatiana
encolerizóse por tan imprevista presencia, y Katerina no acertó a hacerse una
idea precisa de qué había originado el modo de proceder del impulsivo joven.
Todo ocurrió muy deprisa, y él no pudo tampoco, o no atinó, a explicar la razón
de por qué estaba escuchando—sin haberlo pretendido premeditadamente—escondido
detrás de unos cortinajes.
Uno de los
principales leitmotiv de la narración
es precisamente el supremo interés de Arkadii por descifrar lo que Versílov
siente por Katerina Nikoláyevna, pues intuye algo oscuro, irracional,
extremadamente pasional en esa relación tan inquietante y perturbadora. En uno
de sus encuentros con su padre, se arma de valor y tiene la osadía, además de
la franqueza, de rogarle que no hablen de ella, lo cual puede parecer
contradictorio con su íntima curiosidad y sus interminables pesquisas. Pero eso
lo dice Arkadii por pudor. La sola
idea de que Versílov pueda amar a esa mujer, es una tremenda ofensa para él,
pues supondría una infidelidad para con su madre Sofía Andréyevna. Durante toda
la conversación se advierte el nerviosismo y la agitación del joven, mientras
que Versílov mantiene la calma y la compostura, empleando diminutivos cariñosos
y enternecedores con su hijo. De hecho no está mintiéndole. Lo que ocurre es
que Versílov, que ama tiernamente y de verdad a Sonia, siente al mismo tiempo
una irreprimible atracción por Katerina, de la que él es plenamente consciente
y quisiera poder superar. Esta es una faceta más de su desdoblamiento. En un
momento del diálogo, le dice Arkadii: «…ese tema, entre nosotros, sería
indecoroso […] estos últimos días, más de una vez me dije: “¿Qué sería si usted
amase, aunque sólo fuese un poquito, a esa mujer, aunque sólo fuese un minuto?”
[…] ¡Oh! […] de su recíproca hostilidad y de su aversión, por decirlo así,
recíproca, de uno para el otro, de todo eso estoy enterado». La respuesta de
Versílov no se la espera el adolescente: «Pero esa mujer, ¿no figurará también en la lista de tus recientes
amigas?» A Arkadii le temblaba la voz,
pero estaba decidido a no amilanarse: «… esa mujer es lo que antes decía usted
en casa de ese príncipe [se refiere Arkadii a lo que había dicho Versílov en
casa del príncipe Seríocha en el cap. II de la 2ª parte] respecto a la vida viva…, ¿recuerda? Decía usted que
esa vida viva es algo hasta tal punto franco y sencillo; hasta tal punto se nos
muestra diáfana, que precisamente por esa franqueza y claridad resulta
imposible creer que sea eso, y no otra cosa, lo que toda la vida con tanto afán
vamos buscando… Bueno, pues con ese criterio se encontró usted una mujer…, el
ideal en su perfección, y en el ideal reconoció usted…, todos los vicios. Para que se vea lo que es usted». Versílov le
responde como si fuesen dos auténticos cómplices, dos confidentes que comparten
un secreto, y su respuesta está llena de suavidad, de afectuosidad, de una voz
«acariciante», resplandeciendo su rostro, como «involuntariamente» irradiaba
también el de Arkadii, que se resuelve a contestarle: «…¡Mire usted, palomito,
querido papá mío (usted me permitirá le llame papá): no sólo entre padre e
hijo, sino con nadie es posible hablar de las relaciones con una mujer,
¡incluso la más pura! ¡Es más, cuanto más honradas sean tanto más hay que
guardar el secreto! ¡Revelar eso es una villanía!» (2ª parte, cap. V, II).
Es esa
enigmática atracción de Versílov por Katerina, la que provoca que en ocasiones
diga el adolescente cosas incoherentes, que en el fondo no siente, sobre las
mujeres, como cuando le confiesa a Lambert: «Amar, amar con pasión, con toda la
generosidad de que es capaz el hombre y nunca serán capaces las mujeres…» (3ª
parte, cap. VI, I).
Un encuentro
decisivo, y anhelante para el embriagado lector, de Arkadii con Katerina
Nikoláyevna, tiene de nuevo lugar en casa de Tatiana Pávlovna Prútkova (2ª
parte, cap. IV, I-II). El estado de inseguridad del adolescente es
magistralmente descrito por Dostoyevski, permitiendo que el lector pueda
conocer el más leve gesto de su rostro, el más escondido sentimiento de su
corazón. El propio Arkadii nos informa: «No alcé en absoluto los ojos a ella;
mirarla equivalía a anegarse en luz, alegría, felicidad, y yo no quería ser
dichoso». Pero al fin se decide a hablar, aunque, como ella misma reconoce,
intimidándola, produciéndole algo de miedo, por los temblores y los balbuceos
entrecortados del adolescente. Le confiesa que ha estado todo un mes contemplado
el retrato de ella que se halla en el gabinete de su padre el príncipe. «La
expresión de su rostro—le dice Arkadii— es de infantil travesura e ingenuidad
infinita […] ¡Oh, usted sabe también mirar con altivez y anonadar con la
mirada! […] Su retrato no se le parece ni remotamente; usted no tiene los ojos
oscuros, sino claros, y sólo por las largas pestañas semejan oscuros […] Usted
tiene un alma alegre, pero sin adorno de ninguna clase… Hasta me agrada el que
nunca deje la sonrisa: es… mi paraíso. Me gustan también hasta su serenidad, su
suavidad, y eso de que pronuncie usted las palabras fluida, tranquila y casi
perezosamente […] Yo me la figuraba a usted el colmo del orgullo y la pasión, y
ya van dos meses justos que ambos conversamos como dos estudiantes… Nunca me
pude imaginar que tuviese una frente así, un poco baja, como las estatuas, pero
blanca y tierna, como mármol bajo los copiosos cabellos. Tiene usted el pecho
alto, el andar ligero; es usted una belleza extraordinaria, pero orgullo no tiene
ni pizca»[85]. El diálogo continúa y va
desarrollándose con matices exquisitos, pleno de sugerencias entre dos seres
que se atraen irresistiblemente, aunque él trate de convencerla denodadamente
que no es un espía de nadie y que no tiene la más mínima pretensión de perjudicarla
con la carta, y aunque ella no termine de fiarse de él. En realidad, Arkadii
miente a Katerina, pero su mentira es completamente inocua, incluso piadosa. Le
miente porque le dice que no posee la carta, siendo lo cierto que se la ha
dejado en su casa, aunque piensa para sí mismo, con absoluta sinceridad, que,
si la poseyese en ese preciso instante, se la entregaría de inmediato a ella;
además, no pretende hacer ningún mal uso de la misiva. Consigue retenerla y
ofrecerle todo tipo de minuciosas explicaciones sobre tan inextricable
embrollo. Siente Arkadii que le arde la frente. Katerina, por su parte, parece
impresionada, y de hecho lo está, y no tardará en ruborizarse. Ante un Arkadii
atónito, confiesa sentirse culpable respecto de él, por haberlo juzgado mal,
del mismo modo que reconoce que nunca debería haber escrito esas líneas tan
impropias de una hija para con su padre. Ante tales confesiones, entremezcladas
con rubores en el rostro de Katerina que la hacen aún más hermosa, el
adolescente se siente aturdido, fascinado, hasta el punto de que «el corazón me
dio un vuelco». Después de una prolija intervención de Katerina, en la que
muestra a todas luces sus curiosidades políticas e intelectuales, sale
inevitablemente a relucir Versílov, de quien ella se queja de que no la cree
porque «decía que en mí anidaban todos los vicios.
—¡De los
cuales no tiene usted ninguno!
—No, alguno sí
tengo.
—Versílov no
la amaba a usted; por eso no la creía—exclamé, echando fuego por los ojos.
Su rostro se
contrajo.
—Deje usted
eso, y nunca vuelva a hablarme de… ese hombre—añadió con vehemencia y firme
resolución—. Pero basta, es tarde—se levantó para irse—.Conque me perdona
usted, ¿no?—dijo, mirándome claramente.
—¡Yo… a
usted…, perdonarla!»
Aun
conociendo, inmediatamente después de lo que acabo de transcribir, por boca de
la propia Katerina, que piensa casarse con un tal barón Bioring, un personaje
fatuo y de alma vulgar, el adolescente, que cree vivir como en un sueño, le
contesta: «… sólo le diré una cosa: que Dios le dé a usted toda suerte de
dichas, toda suerte de dichas que usted anhele…, por haberme hecho ahora feliz,
en esta sola hora. Usted quedará ya grabada en mi alma para siempre. He
encontrado un tesoro: la idea de su perfección. Yo sospechaba astucia, burda
coquetería, y me sentía desdichado…, porque no puedo unirla a usted con esa
idea […] pensaba que iba a encontrarme con jesuitismo[86],
astucia, con una sierpe escrutadora, y resulta que he dado con el honor, la
franqueza, con una estudiante. ¿Se ríe usted? ¡Bueno, bueno! Pero usted es…
sagrada, usted no puede reírse de lo que es sagrado…». Ella le contesta de
manera encantadora, inexpresable; toda la atmósfera, todo el ambiente de este
diálogo central de la novela es uno de esos momentos únicos, irrepetibles, en
los que Dostoyevski maneja con una sutilidad infinita los resortes del
enamoramiento, de la atracción entre los amantes… Pero todavía tiene Arkadii escondida
una de esas enormes sorpresas dialécticas que elevan la trémula conversación a
su punto quizás más elevado, si es que puede elevarse aún más. Es cuando le
dice a Katerina, al final de un largo párrafo: «Versílov dijo una vez que Otelo
no mató a Desdémona, y luego se mató él mismo, porque tuviera celos, sino
porque le habían robado el ideal… Yo lo comprendí, porque también a mí me han
restituido hoy mi ideal». La respuesta de Katerina no es menos intensa:
«Demasiado comprendo cómo se ha formado su alma». Katerina no sólo comprende
eso, cómo se ha formado el alma del adolescente, sino que adivina sus más
secretos pensamientos. Él vuelve exultante a su casa. La conversación, según
hemos precisado anteriormente, tiene lugar el 15 de noviembre. El 4 de
diciembre siguiente, al enterarse Arkadii de que entre Katerina y Bioring se ha
producido la anhelada ruptura, entreteje para sí estos pensamientos referidos a
tan deslumbrante mujer: «Desmedida ansia de aquella vida, de su vida, apoderóse de toda mi alma, y…
también otra dulce avidez, que experimentaba hasta rayar en felicidad y
lacerante dolor» (3ª parte, cap. II, II). El último encuentro, aquel en el que
coinciden los tres, el padre, el hijo y la mujer que perturba a ambos, lo
expondré muy abreviadamente al referirme a la idea del «doble» en Versílov, una
idea, mejor dicho, un modo de configuración del alma, a la que no es ajena el
adolescente, pues observa atentamente las idas y venidas, los extraños y súbitos
entrecruzamientos de la vida de su padre con otras vidas, su permanente estado
de vértigo, su continuo caminar sobre el filo de la navaja, pudiéndose inclinar
tanto hacia el bien como hacia el mal. Por eso, el 7 de diciembre, después de
levantarse del lecho, piensa para sí: «Además, siempre hubo misterio, y yo mil
veces me admiro de esa facultad del hombre (y, según parece, del hombre ruso
principalmente) de conciliar en su alma el más sublime ideal con la suprema
villanía y todo con [la] mayor sinceridad» (3ª parte, cap. III, I). En efecto,
así es Versílov y así son algunas de las más extraordinarias y subversivas encarnaciones
dostoyevskianas; individuos que se mueven entre varios modos opuestos de
entender el mundo y el hombre, que lo mismo muestran generosidad, nobleza y
humildad, como manifiestan mezquindad, bajeza moral y soberbia, que igualmente
se sienten atraídos por el bien que por el mal, que lo mismo pueden convertirse
en asesinos, malvados, malhechores o fanáticos, que en santos, en seres llenos
de bondad, de belleza moral y de una infinita capacidad para amar.
Aún debe
mencionarse otro imprevisto encuentro entre el adolescente y Katerina, el mismo
día en que Arkadii se entera de la muerte de Makar Ivánovich, por lo que acude
a todo correr a casa de Tatiana, con quien se encontraba la Ajmákova. Tatiana,
al saber la triste noticia, se marcha inmediatamente a casa de Sonia, y este
hecho deja solos, frente a frente, al adolescente con esa mujer enigmática y
terriblemente bella, que él ama en secreto. Tenían las manos cogidas, sin darse
cuenta, y hablaban del anciano que acababa de morir (3ª parte, cap. VI, III).
Ahora, le comenta Katerina a Arkadii, tendrá las manos libres Versílov respecto
de Sofía, pues al haber fallecido el esposo legítimo de Sonia, Andrei Petróvich
podrá formalizar su relación con la que ha sido su amante. Además, se lo ha
prometido al venerable anciano antes de morir éste. Katerina está convencida
que todo esto reconducirá la situación, que Versílov terminará por serenarse,
por estabilizarse, pues él quiere mucho a Sonia, más que a nadie en el mundo.
El adolescente, sin embargo, sin reparar en la comprometida pregunta que hace,
le inquiere si ella ama a Versílov, a lo que Katerina responde que «sí, mucho,
aunque no del modo que él quisiera y en el sentido en que usted me lo
pregunta». Se disculpan mutuamente, se piden perdón mutuamente, por los
malentendidos que haya podido haber entre ambos. Ella domina claramente la
situación, mientras que Arkadii está verdaderamente deslumbrado. También ella
perdona a Versílov, por todo lo pasado, incluso por cierta carta en que se deja
caer una velada amenaza y con la que Versílov quiere proteger a su hijo.
Katerina quiere lo mejor para todos, incluido Andrei Petróvich, pero «¡que me
deje él vivir en paz!» Versílov tiene
que saber, necesariamente, que ella le ha perdonado: «Además, ¿que cómo no iba
a saber que yo le he perdonado, cuando se sabe de memoria mi alma? Porque él
sabe que yo me parezco a él un poco».
Lo que él haya podido decir de ella ha sido por despecho. La conversación, como
todas las de esta naturaleza entre seres que se aman, transcurre con medias
palabras, insinuaciones, deseos inconfesables, ambigüedades, y hasta con risas,
una risa histérica, breve pero intensa, que provoca lágrimas en Katerina.
Finalmente, se levantó y desapareció, como un ángel que aparece de improviso,
y, del mismo modo que irrumpe, desaparece sin dar ninguna explicación. El
adolescente quedóse «atónito» y sintió que «algo parecía contraerse en mi
corazón». Levantóse y se fue, pues aún tenía mucho que hacer. Es entonces
cuando se encuentra con él, e inician
la más intensa conversación entre ambos de toda la novela, en la que Versílov
expresará sus más excelsas ideas sobre el hombre, sobre Rusia y sobre Dios.
IV
Ahora quiero
decir unas palabras acerca de uno de los personajes más entrañables y
conmovedores de toda la novela, Makar Ivánovich Dolgorukii, el esposo legítimo
de Sofía Andréyevna y padre ante la ley del adolescente. Su presencia casi no
se hace notar, como corresponde a su auténtica sencillez, a su humildad, a su
absoluta falta de soberbia o de vanidad (lo que no significa que no poseyese
«cierta maliciosa sagacidad, sobre todo en los escarceos polémicos»), a su
profunda espiritualidad, que prefiere mantenerla escondida, porque ése es su
carácter, su natural temperamento, ocupar siempre un papel secundario entre los
hombres, aunque termina siendo para el lector una persona de extraordinaria
relevancia, pues refleja meridianamente la pureza y la limpieza de corazón, la
incapacidad absoluta para el resentimiento, el odio o la venganza, el sincero
amor al prójimo, la voluntad de servicio, el no querer constituir un estorbo
para los demás; pasar, en suma, desapercibido, atravesar la existencia en
silencio. Es evidente que su figura nos está anunciando ya al stárets Zósima de los Karamásovi, como el obispo Tijón de Demonios nos anticipa a Makar. Y eso que
Makar Ivánovich tiene razones sobradas para que su alma se haya enturbiado, se
haya ennegrecido, pues «el amo», Versílov, cuando sedujo a Sonia, para remediar
lo que había hecho, estando como estaba dispuesto a renunciar a ella si era preciso,
le propuso que aceptase una compensación económica, en concreto tres mil
rublos, se quedase o no Makar con su legítima esposa. Al principio, Makar
calla. Se siente profundamente ofendido. Sólo después de insistir varias veces
Versílov, acepta Makar esos tres mil rublos, aunque eso ocurrió algún tiempo
después, y esa es la razón de que Versílov se los entregase en dos tandas:
setecientos y dos mil trescientos; esta segunda con los intereses. ¿De verdad
los quería Makar para sí? ¿Los admite por codicia? ¿Es que acaso está aceptando
la venta de su esposa? El adolescente
descubre la verdad cuando Versílov, en un arranque de sinceridad, le confiesa
que la aceptación de ese dinero por parte de Makar no tenía otro fin que asegurar
el futuro de Sofía. Así es; Makar había dispuesto que los tres mil rublos, más
sus intereses, de los que no había tocado ni una copeica, pasasen íntegramente
a Sofía cuando él falleciese (1ª parte, cap. VII, II). Makar no sólo no acepta
esta suerte de mezquino soborno pensando en sus intereses, sino que no ejerce
la más mínima violencia o intimidación sobre los verdaderos sentimientos de
Sofía. Por eso ella termina marchándose con Versílov, no produciendo ese hecho
el que germinase la planta del odio o de la venganza en Makar. Por supuesto que
la quiere, que ama a su niña como si fuese su propia hija, pero puede más su
sentido de la libertad inalienable del corazón humano. Makar sufrirá en
silencio. Antes nos hemos referido al sincero e infinito agradecimiento de
Sofía, que es plenamente consciente de su culpa, pero que también sabe que su
destino es inevitable; como concluía
Romano Guardini, creía en Dios y amaba a Cristo, pero no le era posible desprenderse de su pecado. Al fin tendrá
oportunidad de demostrar el amor de hija, el profundo respeto que siente por su
esposo al que ha abandonado. Y lo hace acogiéndolo periódicamente en su casa,
pues Makar tiene la costumbre de visitarla unas tres veces al año, sin
importunarla, quedándose cada vez muy pocos días, sólo para saber cómo está
ella, si es feliz. Estas visitas ponían muy nervioso a Versílov, que, con esa
habilidad suprema que sólo él posee, desaparece durante esos días o se mantiene
completamente al margen. La presencia de Makar era como un aldabonazo en su
conciencia. A la postre, Sofía aceptará recoger a Makar amorosamente en su
casa, cuando él presiente encontrarse en la recta final de su vida, después de su
dilatado peregrinaje por la existencia, y no en sentido figurado, pues
constantemente ha ido de un lugar a otro, de una aldea o un monasterio a otro, de
tal manera que lo que Makar Ivánovich encarna de modo arquetípico en toda la
novelística dostoyevskiana es la figura del peregrino ruso, una figura
consustancial a la historia espiritual de esa gran nación y de ese gran pueblo,
uno de los dos o tres pueblos verdaderamente decisivos en la historia que
comienza con la era cristiana, y del que todavía no podemos saber con exactitud
qué papel jugará en el futuro. De lo que sí estamos convencidos es que ocupará
una posición determinante en lo que de verdad importa, que no es otra cosa que
el recinto del interior del hombre y el reino del Espíritu. El extraordinario
florecimiento de la cultura, del pensamiento, de la literatura y de la
religiosidad en Rusia durante el siglo XIX y los primeros decenios del
siguiente, indiscutiblemente un caso único en el mundo, no puede caer en saco
roto. Se produjo incluso una fractura, que duró unas siete décadas, que parecía
ahogar para siempre a Rusia en la ciénaga del materialismo ateo. Pero no ha
sido así; Rusia, como creía Dostoyevski, parece poseer un alma, y esa alma es
eterna, aunque pueda estar por mucho tiempo adormecida. Ni siquiera se
vislumbran hoy, cuando escribo estas páginas, señales, por tímidas que sean, de
recuperación, de regeneración, de reencuentro con un pasado que hay que volver
a releer, a reescribir, a criticar, a analizar, pero no a olvidar. Y, sin
embargo, a pesar de los densos nubarrones que se ciernen todavía sobre el
horizonte de Rusia, la semilla acabará dando su fruto. ¿Cuánto tardará? Eso no
lo sabemos, nadie lo sabe; probablemente, mucho tiempo; no decenios, sino
incluso siglos. Pero Rusia, como proféticamente
entrevieron Dostoyevski y Vladímir Soloviev—cada uno, claro está, de un modo
distinto—está predestinada a decir cosas, no ya importantes, sino decisivas
para el futuro de la comunidad de los hombres, para su destino espiritual, pues
nada tiene que ver con el Poder, con la conquista del Poder político y
económico, con la geopolítica. Y no se trata de una predestinación irracional,
ilógica, insensata, fanática, sino de algo que descansa sobre un magma muy denso
y profundo, en intermitente ebullición.
Pues bien,
Makar Ivánovich es un hito en ese proceloso y accidentado itinerario espiritual
de la vasta e infinita Rusia, de la santa Rusia. Una de las mejores síntesis
sobre la historia espiritual de Rusia la llevó a cabo Helen Iswolsky en El alma de Rusia, un libro fundamental
que vio la luz en los Estados Unidos en 1943, gestándose entre París y Nueva
York durante los terribles años de la última guerra mundial. Helen había nacido
en Alemania, en 1896, y murió en la
ciudad de los rascacielos en 1975, el mismo año que falleció Hannah Arendt. El
padre de Helen, Alexander Iswolsky (Moscú, 1856 – París, 1919), era político y
diplomático, y, como Ministro de Asuntos Exteriores del Gobierno zarista en el
crucial bienio de 1907-1908, llegó a ser el principal artífice de la alianza
entre Rusia y el Imperio británico en los años inmediatamente anteriores a la
Gran Guerra, los años de la Paz Armada[87].
Interesa, a nuestro propósito, detenerse en las breves pero luminosas páginas
que Helen Iswolsky dedica, en el capítulo VIII de su precioso libro, bajo el
epígrafe «La llama blanca» (una expresión recogida de Nicolás Berdiaev), a San
Serafín de Sarov (1759-1833), cuyo nombre real era el de Prokhor Moshnin, quien
con tan sólo diecinueve años entró en el monasterio de Sarov (al SE de Moscú,
en el oblast de Nizhny Novgorod). San Serafín de Sarov, una de las cimas de la
espiritualidad rusa del siglo XIX, que Helen Iswolsky compara con el santo cura
de Ars y con Santa Teresa de Lisieux, era hijo de mercaderes, de Kursk, y su
vida la conocemos por un discípulo suyo, Nikolay Motovilov (1809-1879), también
mercader. Un biógrafo reciente de San Serafín, citado por Helen Iswolsky,
llamado Ivan Aleksandrovich Il’in
(1883-1954), describe el rostro del santo como de una «blancura deslumbrante».
Esta descripción coincide con un suceso que narra Motovilov, y que no fue otro
que solicitarle al santo varón que le revelase algo del secreto de la verdad a
la que había llegado en su aislada contemplación extática. Serafín le ordenó
que lo mirase, y Motovilov «casi encegueció por la luz que se desprendía de la
cara del viejo», como si se hubiese producido una transfiguración[88].
Pues bien, San
Serafín de Sarov, que nos evoca inmediatamente al stárets Zósima (aunque sabemos que Dostoyevski inspiróse en el stárets Ambrosio Grénkov, nacido en 1812
y fallecido en 1891, del monasterio de Optyna Pustyn[89],
para crear al guía espiritual de Alíoscha Karamásov), también nos viene a las
mientes cuando conocemos el comportamiento y leemos las palabras que pronuncia Makar
Ivánovich, especialmente aquellas que dirige al adolescente[90].
Para Makar, la alegría es inseparable de la verdadera existencia, de esa que se
trasluce en aquellos que poseen un carácter alegre y sano. Se transparenta así
el profundo sentido evangélico del personaje, su aproximación a la figura de
Jesús. No importa que no exista ningún pasaje concreto en los sinópticos y en
el Evangelio de Juan en el que expresamente Jesús se ría. No hace falta. Toda
la buena nueva que nos anuncia está
íntimamente relacionada con la alegría del corazón de las personas sencillas
que oyen su Palabra y se reencuentran con el Padre. Lo que distingue sobre todo
a Makar es la íntima percepción que tiene del misterio del mundo, que, para él,
es el misterio de Dios, que todo lo impregna. Ese misterio inunda la naturaleza
entera con todas sus criaturas, de tal modo que Dios, la naturaleza y el hombre
forman una armonía unitaria[91],
pero «el misterio más grande es qué aguardará al alma del hombre en el otro
mundo» (3ª parte, cap. I, III) [92].
Todo «es tanto más hermoso cuanto que es misterio». Sofía, su esposa legítima,
lo cuida con abnegación, pues, como queda dicho, lo «había honrado mucho toda
su vida, con temor y temblor»[93].
El ateísmo es terrible para él, porque «vivir sin Dios…, ése es todo un
tormento», pero casi más perniciosos que los que son «francamente ateos» son
los idólatras, los que «van con el nombre de Dios en los labios» y no creen en
Él. Así se explica Makar ante Versílov (3ª parte, cap. II, III) en un breve
diálogo sobre el ateísmo. Escasas líneas antes, ha expresado Makar Ivánovich su
creencia de que cuanto más se ilustra el hombre más se aparta de Dios; pero
esta idea no hay que entenderla en un sentido reduccionista, simplista,
maniqueo, o, simplemente, como una fanática andanada contra la cultura. No; lo
que Makar quiere expresar es algo muy profundo, pues está refiriéndose a cómo
se aparta el hombre de Dios cuando el hombre se endiosa, cuando sólo se centra exclusivamente
en él mismo, en sus potencialidades y capacidades. Esta tendencia del hombre a
convertirse en Dios, que arranca desde los prolegómenos del Renacimiento ya en
los siglos XIII y XIV, la comprendió con particular hondura Nicolás Berdiaev en
un breve ensayo al que he tenido ocasión de referirme en otro contexto[94].
Al adolescente
le encanta escuchar las historias del viejo, pues era muy aficionado a
narrarlas. Le sorprende mucho, por ejemplo, pues de esa vida «no tenía yo hasta
entonces ninguna idea», la de Santa María Egipcíaca (344-421), quien, después
de una existencia dedicada a la prostitución y a los placeres, se convirtió en
una ferviente asceta, siendo posteriormente muy venerada por la Iglesia copta
de Egipto[95]. Al interrogarle sobre el
suicidio, le responde: «El suicidio es el pecado más grande del hombre»; hacía ya
un lustro que había concebido Dostoyevski su encarnación individual más
poderosa en este sentido, el ingeniero Kirillov de Demonios, quien pretende demostrar con su «suicidio lógico» la
inexistencia de Dios, desafiándolo y dejando clara constancia de la libertad
absoluta de decisión del hombre. Naturalmente, con ello no logra demostrar
aquello que pretendía, sino sólo que es una víctima, grandiosa, pero víctima al
fin y al cabo, de la idea, de su idea,
que terminará tragándoselo, a él, que «se mata para ser dios»[96].
El hombre, piensa Makar, no puede erigirse en juez de sí mismo; esa tarea sólo
le corresponde a Dios. Makar, un peregrino, ponía a veces la vida de los
conventos y de los monasterios por encima del peregrinaje mismo. Esto lo
desaprueba el adolescente, que ve en los monjes aislados del mundo un ejemplo
de egoísmo, pudiendo entregarse a una causa filantrópica, o a salvar vidas, o a
ser útiles a los demás. Makar, al
principio, parece no comprenderlo, pero termina contestándole: «En el convento,
el hombre se fortifica hasta toda suerte de hazañas […] ¿qué es lo que hay en
el mundo? […] ¿No es sólo un sueño?» Le
recuerda las palabras de Cristo: «Ve y reparte tus riquezas y hazte el servidor
de todos». Si las cumples «serás más rico que antes infinitas veces, porque no
con la pitanza sólo, ni con suntuosos trajes, ni con el orgullo y la envidia
serás feliz, sino con el amor que se multiplica sin cuento». Cuando eso ocurra,
cuando hagamos nuestros a los que nos rodean, hasta el último mendigo, en ese
momento no sacaremos «la sabiduría» únicamente «de los libros», sino que
veremos «a Dios cara a cara; y resplandecerá la tierra más que el sol, y no
habrá ni pena ni zozobra, sino que todo será un paraíso…». Daba esa vez la
casualidad que Versílov se hallaba delante, y como el adolescente replicase a
Makar que aquello que decía era comunismo, puro comunismo, y aquél no
entendiese el significado de tal término, Arkadii intentó explicárselo, pero
acabó haciéndose un lío. Versílov dio por zanjada la tertulia, aunque resolvió
pasarse un momento por la habitación de su hijo, ponderándole a Makar Ivánovich,
un hombre de «convicciones» «firmes», «claras» y «verdaderas». «Al lado de una
ignorancia absoluta—continúa diciéndole Versílov a Arkadii—, es capaz
inopinadamente de sorprenderle a uno con un conocimiento inesperado de ciertas
ideas, que ni siquiera le suponíamos. Pondera el yermo con entusiasmo, pero ni
al yermo ni al convento por nada del mundo se retira, porque es en alto grado
vagabundo […] con arrechuchos de esa ternura universal que tan ampliamente pone
nuestro pueblo en su sentimiento religioso» (3ª parte, cap. III, II). Makar
morirá como ha vivido: sin hacer ruido. Sólo Liza estaba en ese momento a su
lado, pero cuando el anciano cayóse de pronto a un lado con todo el peso de su
cuerpo, pues, como dijo después Versílov, le «reventó el corazón», los
desesperados gritos de Liza hicieron que al instante acudiesen los demás que se
encontraban en la casa. Al entrar en la habitación donde yacía el cadáver del
anciano, el adolescente vio a Versílov y a Sofía juntos: «Mamá estaba echada en
sus brazos, y él la estrechaba fuerte contra su corazón» (3ª parte, cap. VI,
II). Precisamente el día anterior había recordado Arkadii que Versílov «dio a
Makar Ivánovich su palabra de noble
de casarse con mamá, caso de quedarse viuda» (3ª parte, cap. IV, II).
Antes de
morir, aún tiene tiempo Makar Ivánovich de contar una larga y conmovedora
historia (un relato intercalado dentro del relato, indudable homenaje de
Dostoyevski a su admirado Don Quijote de
la Mancha), íntegramente escuchada por el adolescente, que es toda una
parábola sobre el fenómeno cultural y espiritual del peregrinaje en Rusia, esto
es, de qué modo una persona puede acabar su existencia convirtiéndose en un
peregrino de monasterio en monasterio, a modo de expiación de sus pecados
anteriores, pues su protagonista, un rico comerciante de la imaginaria ciudad
de Afimievskii, llamado Maksim Ivánovich Skotobóinikov, ha actuado cruelmente
con una pobre viuda y el único hijo que le había quedado a ésta, y si bien
intentó después reparar su crimen protegiendo al muchacho y tratando de hacerlo
un hombrecito de provecho, el infante, con sólo ocho años, tanto miedo le había
tomado a su nuevo tutor, que se lanzó desesperado al río y murió. Anonadado por
la tragedia, Maksim, que tanto había hecho sufrir a aquella viuda, y a quien,
aunque involuntariamente, habíale arrebatado ahora el único hijo que le quedaba
de los cinco que llegó a tener, propúsole, nada menos, que casarse con ella y
reparar de este modo su execrable conducta. Después de mucho insistirle los
vecinos, la viuda, que tenía sobradas razones para rechazarlo por naturales escrúpulos
de conciencia, finalmente accedió, e incluso llegaron a tener un hijito, pero a
los ocho días de nacer—es decir, el mismo número de días que de años tenía el
anterior hijo de la viuda que se había suicidado—, el niño se puso enfermo y
murió repentinamente. Fue entonces cuando el comerciante, que había consultado
algunas de sus anteriores actuaciones con un archimandrita[97]
y que incluso había encargado también un cuadro con el retrato de un arjiereo[98]
a modo de exvoto, entrególe todo lo que poseía, que era mucho, a la viuda, y, a
pesar de las súplicas de la mujer para que no lo hiciese, inició una
peregrinación hacia lejanas tierras, no volviéndose a saber nunca nada más de
él (3ª parte, cap. III, IV).
Hemos definido
a Makar Ivánovich Dolgorukii como un acabado ejemplo literario de peregrino
ruso. Alexis Marcoff se ha referido a cómo la cruel política represiva del
segundo periodo del reinado de Iván IV el
Terrible, iniciado en febrero de 1565, desatada por la temible Opríchina
(Oprichnina), una auténtica milicia policiaca que puede considerarse el embrión
del Estado totalitario que comenzará a pergeñarse en época de Pedro I el Grande, provocó no sólo el fenómeno
del «cosaquismo» y del bandidaje, sino también la
proliferación de santones y benditos que recorrían los caminos de Rusia sin un
lugar fijo al que dirigirse. Estos peregrinos pacíficos, a diferencia de los
cosacos violentos esparcidos por las tierras de Ucrania, se dirigieron a las
ignotas zonas del norte, siendo el etnógrafo Sergei Maximov (1831-1901),
que escribió un libro sobre este capítulo de la historia rusa titulado La Rusia errante (San Petersburgo,
1877), uno de sus principales estudiosos, cuyas conclusiones resume
espléndidamente Marcoff [99]. Pero
a Makar Ivánovich habría que relacionarlo sobre todo de un modo muy especial
con uno de los principales textos de la espiritualidad rusa del siglo XIX, por
fortuna muy difundido también en Occidente, los siete Relatos de un peregrino ruso, de autor anónimo, que narra las
peripecias de un peregrino también anónimo que busca de manera incesante a
alguien que le enseñe a orar. La más antigua redacción de los cuatro primeros
relatos, conservada en el monasterio de Optyna Pustyn,
corresponde a 1859, descubriéndose los tres restantes en 1911 entre los
documentos del stárets Ambrosio de
ese mismo monasterio.
Aunque la primera edición de los cuatro relatos inicialmente conocidos se llevó
a cabo en Kazán en 1881, bajo los auspicios del higúmeno Paisy Fiódorov (los otros
tres fueron publicados por vez primera en 1911 por el monasterio de la
Santísima Trinidad y San Sergio—Troitse-Sérguieva Lavra—, a 71 km al nordeste de Moscú, en la antigua
ciudad de Zagorsk, hoy Sérguiev Posad), hay que tener presente que tales breves
narraciones pudieron ser perfectamente conocidas por Dostoyevski, que, al igual
que otros escritores e intelectuales rusos, según hemos indicado anteriormente,
visitó el monasterio de Optyna Pustyn. El alimento
espiritual más importante del peregrino de la anónima narración, además de la
Biblia, es la Filocalia, es decir, una colección de textos ascéticos y místicos
de autores sagrados, que, en el caso de Rusia, fue la llamada Dobrotoliubie, cuya primera edición data
de 1793. Los textos contenidos en la Filocalia, es decir, en ese libro que
enseña a rezar, conforman una doctrina que se conoce con el nombre de «hesicasmo»
(el término «hesiquia» es una traducción literal del griego ἡσυχία, que
significa «quietud», «calma», «reposo»,
«tranquilidad»), definida por Sebastián Janeras
y Vilaró como «un sistema espiritual de orientación esencialmente
contemplativa que pone la perfección del hombre en la unión con Dios por medio
de la oración continua». Ahora bien, aunque el ideal del peregrino está
íntimamente vinculado al de los hesicastas, el peregrino ni es un monje ni es
un hesicasta. Es «un laico, hombre sencillo del pueblo», cuya aspiración máxima
es hallar el método de la oración pura, a fin de poder encontrarse con Dios[100].
Eso es lo que era exactamente nuestro Makar Ivánovich, el esposo de Sofía
Andréyevna.
También se
ocupa ampliamente en su estudio, y con evidente delectación, Romano Guardini de
Makar Ivánovich, bajo el epígrafe, que ya no puede sorprendernos, de «Makar, el
peregrino». Acierta plenamente el Profesor de Tubinga cuando afirma que el alma
de Makar, quien no confía en Versílov y en su proceder con Sonia, «es un alma
que posee medios de comprensión mucho más profundos que los de la razón, pues
posee fuera de ella, muy fuera de ella, un punto de referencia que le permite
superar todas las diferencias del mundo sensible y comprenderlo todo,
soportarlo todo, penetrarlo todo con amor, sin que, empero, ninguna de esas
diferencias [con Versílov] quede de alguna manera anulada»[101].
A fin de complementar y contextualizar la andadura emprendida por Makar,
Guardini, además del anónimo libro de los Relatos
de un peregrino ruso, que menciona con el título de Vida de los peregrinos de Rusia, en una edición berlinesa de 1925,
también se refiere al breve libro Caminantes
de Dios, que él cita según una edición muniquesa de 1927, pero que es más
conocido como El peregrino encantado
(1873), del escritor Nikolai Semiónovich Leskov (1831-1895), cuyo protagonista
ha sido comparado con una especie de Gil Blas ruso[102].
Makar, viene a concluir Romano Guardini, es una pura expresión de las fuerzas
vivas del pueblo ruso[103],
que yacen diseminadas por las vastas llanuras y bosques de ese inmenso y misterioso
país.
V
Ha llegado el
momento de dirigir nuestra atención al principal objeto de este ensayo: la
figura de Andrei Petróvich Versílov. Quiero decir, en primer lugar, que las
opiniones de Ortega y Gasset sobre algunos personajes dostoyevskianos
parecieran escritas como si hubiesen tenido por modelo a Versílov. Por ejemplo,
cuando afirma que, al principio, el lector puede llevarse la impresión de que
tales personajes están definidos de una vez y para siempre, pero lo cierto es que
su carácter, su comportamiento y su evolución espiritual son mudables,
inestables e incluso contradictorios. El perfil del personaje ha cambiado por
completo en el ánimo del lector cuando termina de leer determinadas novelas del
inabarcable escritor moscovita. Esta manera de proceder adquiere una de sus
cimas en El adolescente, tanto en lo
que se refiere a Arkadii como, sobre todo, a su padre. Es el propio lector el
que se ve obligado a perseguir con suma atención el itinerario vital de ambos,
y en esta actividad, hasta cierto punto detectivesca, lo que hace es definirlo
él, no el novelista; dicho más precisamente: es Dostoyevski quien nos impele a
que vayamos dibujando los serpenteantes contornos psicológicos de Versílov, a
fin de que podamos construir una imagen coherente de tan complejo, versátil,
resbaladizo y problemático personaje. Éste es, de hecho, uno de los principales
nexos de unión entre las novelas de Dostoyevski y la vida real, pues, como
sabemos y hemos experimentado múltiples veces, la existencia de una persona no
viene dada de una vez, como algo inmóvil y definitivo, sino que, por su propia
esencia es mudable, variable, oscilante, contradictoria, inestable. Éste sería,
sin duda, uno de los grandes descubrimientos del genial escritor ruso[104].
Como todos los
grandes personajes de Dostoyevski, puede afirmarse que Versílov es la
encarnación de una idea, pero, como muy bien supo apreciar Berdiaev y después
corroboró Pareyson, no se trata aquí de ideas rígidas, anquilosadas,
hieráticas, sino de ideas dinámicas, vivientes, imbuidas de una extraordinaria
dialéctica en continuo proceso de transformación[105],
de tal modo que puede afirmarse sin ambages que, en los personajes
dostoyevskianos, la personalidad se manifiesta a través de las ideas[106].
Las ideas, ya lo hemos dicho antes por boca del propio adolescente, absorben
por completo a estos personajes, que lo mismo pueden entregarse al bien que al
mal más bajo y abyecto. Estos personajes son absolutamente libres de elegir; la
libertad es consustancial a su propia naturaleza, como lo es a la del hombre;
de ahí que su elección pueda inclinarse hacia uno u otro lado, o se muevan a
veces en una desesperante duda y ambigüedad respecto de su destino. Versílov, ya
lo hemos apuntado, es arquetípico en este sentido: equívoco, contradictorio,
hermético, culto, astuto, inteligente, apuesto, amante de la belleza, a veces
inmoral, pero contiene en lo más profundo de su ser una pequeña llama
encendida, muy débil, sí, pero encendida al fin y al cabo, que es la que,
precisamente porque nunca termina por apagarse, acabará permitiendo su
regeneración futura, o, al menos, que podamos presumir que esa renovación positiva
de su persona, de su espíritu, es posible e incluso bastante probable, aunque
Dostoyevski deja al final de la novela una especie de interrogante que debe
resolver el lector. Hasta ese punto límite lleva Dostoyevski su concepción de
que cada hombre posee, como uno de sus bienes más valiosos, una idea; cada
hombre es portador de una idea, y esa idea constituye su secreto. Los
personajes de El adolescente se devanan
por averiguar cuál es ese secreto de Versílov[107],
que enclaustra en las más recónditas profundidades de su alma, porque, no nos
engañemos, todo lo esencial de la vida humana se resuelve a la postre en el
seno del corazón del hombre[108].
No es el dinero, ni el poder, ni el sexo, ni la lucha de clases, lo que mueven
el mundo, sino las ideas, ideas filosóficas, morales, o bien concepciones y
creencias religiosas, que, como hemos dicho ya, pueden ser nobles, inclinadas
hacia el bien, o abyectas, inclinadas hacia el mal. Eso también lo vio con
prístina claridad Berdiaev a través de la lectura de Dostoyevski: si el hombre
pretende convertirse en un super-hombre, si quiere convertirse en un dios y
sustituir a Dios, si se ensoberbece y se cree infalible y con capacidades ilimitadas,
engreído de que todo lo puede él solo, entonces el hombre acabará
convirtiéndose en un homúnculo, en un sub-hombre, en un Hombre-dios que perderá
la verdadera libertad, la dignidad y el sentido de la justicia, y, por lo
tanto, estará dispuesto, en determinadas circunstancias y en aras de la
pretendida felicidad del género humano, a construir un despiadado Estado
totalitario que destruye la libertad individual como consecuencia de negar la
trascendencia divina en el hombre; pero si el hombre, humildemente, acepta sus
limitaciones, cree en la trascendencia, se ve hecho a imagen y semejanza de
Dios, toma a Cristo como modelo y faro de su existencia, entonces, no sólo
alcanzará la libertad, la que de verdad libera, sino que se reconocerá en su
prójimo y alcanzará la vida eterna[109].
Si hay algo en
el mundo que quiera desentrañar Arkadii, es el enigma y el secreto que se
ocultan detrás de ese hombre impenetrable que es Versílov. Dostoyevski, como en
otras novelas suyas, encuéntrase aquí en su verdadero elemento: en un espacio y
un tiempo humanos, pero, asimismo, un espacio y un tiempo determinados por los
acontecimientos espirituales que sin interrupción se suceden, donde todo
transcurre en muy pocos días y en reducidos y angostos espacios, casi
claustrofóbicos, en tabucos, buhardillas, tabernuchas, habitaciones alquiladas o
mansiones, pero, si se trata de estas últimas, sin que el escritor se detenga
en mostrarnos sus magnificencia, como hace con tanta maestría Tolstoi, pues lo
suyo es mostrarnos lo que acontece en los oscuros recovecos interiores de los
seres que las habitan. Ni rastro alguno de naturaleza, sólo algunas leves
indicaciones sobre el río Neva, pero como mera orientación topográfica, al
referirse, por ejemplo, a los puentes que lo atraviesan, para que el lector
sepa hacia qué calle se dirigen estos atareados y siempre ocupados personajes,
que, como muy bien observó Pareyson, no trabajan como las personas normales, no
laboran en nada en concreto, pues están febrilmente dedicados a resolver, como
obsesos, como seres paranoicos y pacientes de una dolencia patológica, el
enigma insondable del destino del hombre[110].
A Versílov le
preocupa que sus palabras no puedan ser entendidas, que no consiga transmitir a
través de ellas lo que piensa o lo que siente. De ahí que le diga a su hijo en
una de sus frecuentes conversaciones: «¡Ah, también a ti te hace sufrir que el
pensamiento no cuaje en palabras! Es un noble sufrimiento, amigo mío, y que
sólo sienten los escogidos; el imbécil siempre está contento de lo que ha
dicho, y siempre, también, dice más de lo necesario» (1ª parte, cap. VII, I).
Repárese en su sentimiento de superioridad, en su soberbia, en su dificultad
para expresarse sin poder rebajar simultáneamente a otra persona; y eso, con
independencia de que lleve razón, de que la mayor parte de las cosas que dice
en estas u otras circunstancias parecidas sean verdad y respondan a la percepción
de la mediocridad de los seres a los que se refiere.
En este mismo
diálogo, padre e hijo hablan de Sofía Andréyevna. Versílov, como siempre,
inesperadamente, le dice una de sus enigmáticas frases: «La mujer rusa… nunca
es mujer». Es una especie de paradójica respuesta a la pregunta de Arkadii,
poco antes, sobre qué pudo Versílov amar en Sonia. Las relaciones entre ambos
amantes se han basado en veinte años de silencio. Sonia, la mujer abnegada,
callada, sufriente, enamorada; pero aquí Versílov rompe una lanza por ella, ¡y
qué lanza! Porque al expresarle confidencialmente a su hijo que «la mujer rusa…
nunca es mujer», lo que quiere decirle es que la mujer rusa no es una
prostituta; que, aun siendo aparentemente una prostituta y venda su cuerpo para
poder vivir, su alma no está envilecida, pues se mantiene limpia, como siempre
se mantuvieron puras Sonia Marmeládov o Nastasia Filíppovna. La mujer rusa,
para que no haya equívocos aquí con respecto a Sofía, no practica un amor
mercenario cuando ama. Por eso no es mujer, en el sentido prosaico y pedestre
del término, adquiriendo así caracteres espirituales de virgen y de santa, y no
olvidemos que en algunos casos, en muchos casos incluso, esas mismas vírgenes y
santas han sido las más grandes «pecadoras». Pero, sin embargo, están limpias
de pecado. Estas paradojas, como señalaría Kierkegaard, no están hechas para
que las comprenda la razón, sino para que las sienta el espíritu, que está
situada en un plano, por infinitamente más elevado, distinto.
Antes hemos
reproducido las palabras de Versílov acerca de Sofía Andréyevna, en las que
ponderaba su mansedumbre, sumisión y timidez, pero reconociendo asimismo la
extraordinaria energía que la caracterizaba.
En la frase inmediatamente anterior, sin embargo, le decía a su hijo
Arkadii que, cuando inopinadamente se iba de casa, volvía siempre, porque los
hombres vuelven siempre, siendo éste un rasgo de su magnanimidad: «Si el
matrimonio dependiese únicamente de la mujer…, ni un solo matrimonio duraría».
Son estos giros bruscos de su pensamiento, de sus sentimientos, estas contradicciones
de su personalidad, los que fascinan a Arkadii, provocándole al mismo tiempo
sentimientos de amor y de rechazo hacia su padre. En otra ocasión (2ª parte,
cap. I, III) le confiesa a su hijo que, al principio de su relación con Sofía,
solía decirle que, aun cuando le hiciese sufrir, si ella se muriese, él se
mataría luego, pues no podría soportarlo. Aquellos sentimientos se manifestaban
de modos diversos. Una vez, cogióle la mano a Versílov y púsose a besársela con
ansia repetidamente (2ª parte, cap. I, II). Algún tiempo antes de esa
demostración de cariño, miró con malos ojos Versílov a su hijo, por algo que no
viene al caso, o así creyó percibirlo él, y, sin embargo, pensó para sí
Arkadii: «Si yo no lo quisiese, no me alegraría tanto con su odio» (1ª parte,
cap. IX, III). Versílov ha hablado de la energía de Sonia. Para Dostoyevski, la
mujer rusa no sólo es valiente, sino que posee un innato sentido de la justicia
y es capaz de una inmensa capacidad de sacrificio. Así lo expresa en el
famosísimo discurso sobre Puschkin, inserto en el Diario de un escritor (año 1880, agosto, cap. I, II), que pronunció
el 8 de junio de 1880, en Moscú, con motivo de erigírsele una estatua al padre
de la literatura rusa contemporánea: «La mujer rusa es valerosa. La mujer rusa
va derecha con intrepidez a lo que cree justo, y así lo tiene demostrado». Esa
capacidad de sacrificio, es decir, sustancialmente no alcanzar la felicidad
propia a costa de hacer infeliz a otro, la ve Dostoyevski reflejada, cual en
ningún otro lugar, en el extraordinario personaje de Tatiana Larina de la
«novela inmortal» Yevguenii Onieguin [111],
una mujer llena de «pureza y delicadeza, y con el propio corazón henchido de
amargura», precisamente porque, amando con toda su alma y todo su corazón a
Onieguin, que, en cambio, la ama a ella por capricho y de manera voluble e
inconstante, no puede irse con él, tan joven y apuesto, porque le ha dado «su
palabra […] a ese viejo general, a su marido, al hombre honrado que la ama, la
estima y está de ella orgulloso». Tatiana sabe, a pesar de su juventud, y ahí
está la grandeza de su espíritu—como la Liza de Nido de nobles de Iván Turguéniev [112]
(quien no se esperaba en absoluto, sentado como estaba entre el auditorio, que,
salvo la natural referencia constante a los personajes y obras de Puschkin,
fuese ésta la única alusión a un personaje de la literatura rusa en todo el
insuperable discurso, hasta el punto que, siendo como eran adversarios y tan
distintos en todo, se fundieron en un abrazo al terminar la conferencia)—, que
«la dicha no se cifra únicamente en las delicias del amor, sino también en la
superior armonía del espíritu»[113].
La intención
de Versílov en los extensos diálogos que mantiene con Arkadii no es
explícitamente pedagógica, ni tampoco pretende ejercer una especie de
magisterio moral o intelectual sobre el adolescente, al que repetidas veces
llama algo así como «joven amigo» o «querido amigo» o «palomito mío». Versílov
habla, habla mucho cuando se decide a hacerlo, no sólo porque sea un hombre
locuaz cuando las circunstancias predisponen a ello, sino porque hablando,
dando libre curso a sus ideas, pensamientos y creencias, él mismo,
simultáneamente, se las aclara, ordena y organiza, aunque lo fundamental es la
necesidad que tiene de exteriorizarlas cuando se halla cómodo, rodeado de buena
compañía, y desde luego la de Arkadii le transmite una sensación muy positiva,
le despierta sus mejores sentimientos, que, como decíamos antes, irá su hijo
descubriendo por sí mismo de manera paulatina.
Entre las
ideas que expresa Versílov está la alabanza que hace del silencio: «Amigo mío,
ten presente que callar es bueno, inofensivo y hermoso […] El silencio es
siempre bello». La ponderación acerca del silencio—y no debemos olvidar que la
conversación está girando indistintamente sobre ideas políticas, filosóficas,
morales y religiosas—, ha sido una constante tanto de la mística occidental
como de los Padres de la Iglesia oriental. En el libro del Beato Enrique Suso
al que ya nos hemos referido, hay una explícita exhortación al silencio, «De la
útil virtud llamada silencio», que es como se titula el capítulo 14: «El
Servidor sentía en su interior el deseo de llegar a la verdadera paz de su
corazón y pensaba que el silencio le sería útil»[114].
Algunos críticos mostrencos, que se empeñan en convertir a Dostoyevski en un
eslavófilo fanático e integrista, guiados quizás por las páginas del Diario de un escritor, aunque en
absoluto sean razón suficiente para fundamentar la caricatura que pretenden hacer
del gran escritor ruso, no sólo olvidan con demasiada frecuencia el contenido
de sus novelas, lo que dicen, piensan y sienten sus personajes, sino que
también ignoran, no sé si maliciosamente, la formidable cultura respecto de la
civilización europea cristiana occidental que poseía Dostoyevski, especialmente
de España, Francia, Alemania, Inglaterra e Italia. No debe sorprendernos, pues,
su conocimiento, directo o indirecto, de la mística renana bajomedieval. A esos
críticos les ocurre un poco lo que, entre nosotros, algunos han intentado hacer
de don Miguel de Unamuno: una ridícula y esperpéntica caricatura, cuando el
verdadero esperpento son ellos mismos. Se aferran patéticamente a unas cuantas
frases tópicas, que sacan, naturalmente, de contexto, violentándolas y
tergiversándolas. Por ejemplo, las célebres de que hay que españolizar Europa o el ¡Que
inventen ellos! Se agarran a ellas como a clavos ardiendo, y, por lo que
suelen decir del Rector salmantino, se infiere que prácticamente no lo han
leído. Si lo hubiesen hecho, reconocerían que el pensador bilbaíno era, en su
tiempo, y muy posiblemente en todo el primer tercio del siglo pasado, el
español que mejor conocía la cultura y la civilización europeas, en algunos
aspectos con mayor profundidad que el propio Ortega, estando perfectamente
enterado de lo mejor que se publicaba en los ámbitos de la literatura, el
pensamiento y la teología en el viejo continente. Un libro como Del sentimiento trágico de la vida,
rezuma cultura europea, alta cultura europea, por todos sus poros. Pero los
mediocres y los mezquinos sienten envidia, una envidia atroz, del espíritu
selecto y superior. Ésa es la envidia que mejor los caracteriza, al tiempo que
los convierte en irrelevantes.
No obstante la
referencia a Seuse, es indudable que la tradición que mejor conocía Dostoyevski
en materia religiosa era la de la Iglesia ortodoxa y la de los Santos Padres
del Oriente cristiano, que es la que le inspira esas figuras de honda significación
religiosa de algunas de sus novelas, más puntos de referencia y modelos morales
que personajes entremezclados en las luchas y avatares del mundo, tales como el
obispo Tijón Sandoskii de «La confesión de Stavroguin», el capítulo suprimido
de Demonios, el stárets Zósima de Los
hermanos Karamásovi o el propio Makar Ivánovich de El adolescente. Al comentar el sentido de la plegaria espiritual o
la contemplación que lleva a la paz absoluta y al reposo, de que habla San
Isaac Siríaco, el estudioso Vladimir Lossky relaciona las palabras del santo—tales
como: «Al haber adquirido la pureza absoluta, los movimientos del alma
participan en las energías del Espíritu Santo […] La naturaleza permanece sin
movimiento, sin acción, sin memoria de las cosas terrenales»—con «“el silencio
del espíritu”, que es superior a la oración, [con el] “arrobamiento” del
espíritu en estado de “silencio”»[115].
Otra idea de
Versílov es esa en la que antepone el heroísmo a la felicidad, idea desprendida
como el fruto maduro del árbol después de haberle manifestado inmediatamente
antes a Arkadii, en la misma frase, que nunca le impondría «ninguna virtud
burguesa» a cambio de sus ideales, pues hace algún tiempo que viene advirtiendo
que Arkadii persigue un ideal. La exaltación del heroísmo, el escepticismo ante
la felicidad y la subordinación de las virtudes burguesas, esto es, europeas,
respecto de los ideales, revelan que Versílov no sólo es consecuente con esos
ideales que debieran distinguir a la clase noble a la que pertenece por nacimiento,
sino que, a pesar de su «liberalismo» y de su confianza en el desarrollo
económico y cultural de Rusia, es también un crítico de la razón ilustrada
burguesa, especialmente de esa «virtud burguesa» que se emparenta con el
utilitarismo y el grosero beneficio económico.
Pero no
olvidemos que Versílov, como analizaremos más detalladamente después, es una
víctima del desdoblamiento, y su alma y su pensamiento está aprisionados por
terribles contradicciones, por ideas enfrentadas, por juicios morales que se
contrarrestan los unos a los otros. A veces se deja llevar por un realismo que
casi nos recuerda a Maquiavelo o a Hobbes, o, si se prefiere, por un inevitable
pesimismo respecto de la condición humana, de su ruindad intrínseca y de la
imposibilidad que tienen los hombres de amar desinteresadamente a sus
semejantes. Así se lo manifiesta a un desconcertado, al tiempo que embelesado
Arkadii, en otra conversación posterior a la que acabamos de aludir, al final
del primer capítulo de la 2ª parte. Le dice: «Amigo mío…, amor a la gente, tal
y como es, resulta imposible. Y, sin embargo, es un deber. Así, que hazles bien,
contrariando tus sentimientos, tapándote la nariz y cerrando los ojos […] Sufre
el mal que te hagan; no te enojes con ellos, a ser posible, teniendo en cuenta que también tú eres
hombre […] Los hombres, por naturaleza, son ruines y gustan de amar por
miedo; no les inspires un amor así, y no dejarán de despreciarte. No sé dónde,
en el Corán, manda Alá al Profeta mirar a los tercos como a ratones, hacerles bien y pasar de largo…[116]
Es un poco arrogante, pero verdad. Aprende a despreciarlos también, aunque sean
buenos, porque es lo más frecuente que sean también antipáticos […] Amar al
prójimo y no despreciarlo… es imposible. A mi juicio, el hombre ha sido criado
con la imposibilidad física de amar a su prójimo […], y eso del amor a la Humanidad ha de entenderse sólo para aquella humanidad
que tú mismo has creado en tu alma…». Arkadii le replica: «¿Cómo después de
esto pueden llamarle a usted cristiano?» «Pero ¿quién me llama a mí eso?»,
contesta Versílov, y dio por zanjada la conversación.
Nunca podemos
perder de vista que Versílov habla como si lo estuviese haciendo en realidad
consigo mismo, y que sus profundos juicios son cambiantes,
contradictorios, no por inmadurez,
frivolidad o inconsistencia espiritual, sino, precisamente, por todo lo
contrario, por el tremendo combate que tiene lugar en su alma, por su
desgarramiento interior, por su permanente balanceo entre el bien y el mal,
entre la generosidad y el egoísmo, entre el amor y el desprecio. Las fuerzas
del bien acabarán triunfando en su seno, pero la lucha ha tenido que ser
titánica, casi sobrehumana, y no cabe duda alguna que la actitud de la
dulcísima Sofía Andréyevna y la paz interior que emana tan naturalmente de
Makar Ivánovich han sido determinantes en esa victoria.
En otra
ocasión, en presencia de Tatiana Pávlovna y de Sofía Andréyevna, en un diálogo
al que ya he hecho referencia, dícele Versílov a su hijo que «sin desdicha, no
vale la pena vivir». Arkadii lo tilda entonces de «feroz reaccionario» y le
reprocha que no les diga a los demás francamente las cosas a la cara, a lo que
Versílov le responde que ni quiere ni puede «juzgar a nadie». «¿Por qué no
quiere, por qué no puede?», le pregunta en el fondo irritado Arkadii; y
Versílov da una de esas respuestas suyas al mismo tiempo profundas,
enigmáticas, paradójicas y misteriosas: «Por pereza y por repugnancia. Una
mujer inteligente [inmediatamente después se aclara que se trata de Tatiana
Pávlovna] me dijo una vez que yo no tenía derecho a juzgar a los demás, porque no sabía sufrir, y que para erigirse en
juez del prójimo era preciso adquirir mediante el sufrimiento el derecho a
serlo» (2ª parte, cap. V, I). Evdokimov nos recuerda las palabras de ese
embarazoso católico francés que fue León Bloy: «El sufrimiento pasa; haber
sufrido no pasa jamás»[117].
El hombre del subterráneo, ese «nihilista moral» en palabras de Cansinos Asséns,
que a sí mismo, en la primera línea de sus Memorias
del subsuelo (1864) se autocalifica de «malo», escribe este par de
sobrecogedoras frases: «Sin embargo, seguro estoy de que el hombre no dejará
nunca de amar el verdadero sufrimiento, la destrucción y el caos. El
sufrimiento es la única causa de la conciencia»[118]. Versílov no se está refiriendo a ese
sufrimiento inútil de los débiles y de los indefensos que tanto laceraba a Iván
Karamásov, sino al sufrimiento como vía de expiación, autopunitiva, sin la cual
no puede alcanzarse la auténtica libertad ni la verdadera regeneración. El
referente, una vez más, por supuesto que no puede ser otro que el sufrimiento
de Cristo como hombre. Pero el hombre del subsuelo, como Stavroguin, es un
descreído absoluto. No cree en Dios, luego no puede regenerarse. En cambio, el
Servidor, en el libro Vida del Beato
Suso, oye en su interior estas palabras de Dios: «Debes traspasar mi humanidad
sufriente, si has de llegar verdaderamente a mi Deidad desnuda»[119].
VI
Junto con Iván
Karamásov, Andrei Petróvich Versílov es uno de los personajes más cultos e
intelectuales de toda la producción novelística dostoyevskiana. Además de haber
leído mucho y de haber asimilado una inmensa multitud de ideas y de
acontecimientos históricos, Versílov es un hombre que tiene una refinada
sensibilidad estética, que sabe, sin duda, apreciar la belleza, bien se encarne
ésta en una mujer o en obras plásticas y arquitectónicas. Una de las muestras
más sobresalientes de esa exquisitez es el ponderado juicio estético que le
hace a su hijo de un retrato fotográfico de Sofía Andréyevna, un retrato que
estaba colgado «encima de la mesa escritorio» de una de las habitaciones de un
piso que había alquilado Tatiana Pávlovna por orden de Versílov, y que cuando
Arkadii entró por vez primera allí llamó de inmediato su atención, no ya por el
«magnífico marco tallado» y «por sus extraordinarias dimensiones», sino, sobre
todo, por el «extraordinario parecido […] espiritual» que guardaba con la
retratada, hasta el punto de que parecía pintura y no una reproducción
mecánica. A Versílov agradóle que su hijo se fijase en esa rara, por lo
inhabitual, fotografía de su madre, y lo demostró, a pesar de su «palidez»,
inundándosele los ojos, «intensos» y «ardientes»,
de una radiante «alegría» llena de
«fuerza»; era la primera vez que Arkadii veía esa expresión en los ojos de su
padre. El entusiasmo de Arkadii se muestra de golpe: «¡No sabía que usted
quisiese tanto a mamá!», comprensible efusión del joven ante el hecho de tener
el retrato colocado en lugar tan principal y desde hacía algún tiempo, pues se
trataba de una fotografía de Sonia realizada en el extranjero, sin duda una íntima
demostración de cariño, que, además, define perfectamente el carácter de
Versílov, pues él no es hombre que exprese sus sentimientos teatralmente y con
aspavientos, ni siquiera de manera explícita, sino de manera recogida y casi secreta.
Eso lo sabe muy bien Sofía, y, desde hace algún tiempo, también está empezando
a descubrirlo Arkadii. La sonrisa beatífica de Versílov— percibe de inmediato y
piensa para sí su hijo—«traslucía algo doloroso o, mejor dicho, algo humano,
elevado…, no acierto a expresarlo; pero las personas muy cultas no pueden tener
caras triunfal y victoriosamente felices». Es entonces cuando Versílov, después
de descolgar y volver a colocar en su sitio el retrato, le dice a su hijo:
«…las fotografías rara vez salen parecidas, y se comprende: el mismo original,
es decir, cada uno de nosotros, muy raras veces se parece a sí mismo. Sólo en
raros instantes la cara del hombre expresa su rasgo principal, su idea más
característica. El artista estudia el semblante y adivina esa idea principal de
la persona, aunque en el momento en que la está pintando no la tenga en su
rostro. La fotografía coge al hombre tal y como lo encuentra […] Pero aquí, en
este retrato, el sol, cual expresamente, encontró a Sonia en su momento
principal… de su púdico, íntimo amor y su arisca, asustadiza castidad».
Bellísima y agudísima descripción, que revela que Dostoyevski, si bien no es un
escritor que se prodigue en hacer en sus novelas análisis o descripciones de
obras de arte, cuando lo hace demuestra ser un esteta consumado, y ello está
relacionado de modo muy especial con el hecho de que Dostoyevski, aun
apreciando enormemente la técnica y los valores formales de las obras
artísticas, lo que de verdad captaba en ellas era su espíritu, el componente
espiritual, misterioso, intangible, de esas creaciones, que, al fin y al cabo,
es lo que hace que una obra artística se adentre en el ignoto territorio del
Arte. Ya lo demostró en El idiota con
la sobrecogedora descripción de Ippolit Teréntiev de una copia del Cristo muerto de Hans Holbein el Joven del Museo de Basilea, que tanto
impresionó en el verano de 1867 al propio escritor. Y ahora, en esta
descripción del retrato de Sonia, es como si Versílov tuviese delante una obra
de la intensidad psicológica y espiritual de la Betsabé de Rembrandt que guarda el Louvre. Del mismo modo que en
ese lienzo único en el mundo nos muestra el genio holandés la quintaesencia de
la turbación femenina, Versílov se detiene en algo dificilísimo, prácticamente
imposible de capturar por una cámara fotográfica o por el pincel de un pintor:
el íntimo pudor de una mujer limpia de corazón, esa «asustadiza castidad», dos
palabras que en sí mismas constituyen una calificación insuperable y que consiguen
penetrar hasta en lo más escondido del ser de la mujer amada. ¡Cuánto debió
aprender Arkadii de estas palabras de su padre! Pero no por la cultura estética
que rezuman, sino por su infinita sutileza espiritual. No puede uno por menos
de acordarse de otros dos retratos, esta vez cinematográficos, del alma femenina,
verdaderamente insondables en su elevación estética y en su intensa
espiritualidad: el de Kenji Mizoguchi en La
emperatriz Yang Kwei-Fei (1955) y el de Dreyer en Gertrud (1964). No obstante, por las palabras de Versílov y la
impresión causada por el retrato a Arkadii, que para él semejaba una pintura,
podemos deducir que estamos ante uno de esos retratos fotográficos
pictorialistas en los que la fotógrafa inglesa Julia Margaret Cameron alcanzó
una maestría inigualable, llena de fascinación, misterio, indagación
psicológica, radiografía del alma a través del semblante y dominio de los
contrastes de luz y sombra. Magníficos ejemplos de lo que digo son dos
retratos, dos copias a la albúmina, realizados por ella en 1867, uno al
escritor Thomas Carlyle y el otro a la señora Herbert Duckworth (luego Leslie
Stephen), madre de la turbadora escritora inglesa Virginia Woolf, en el que
resulta evidente el gran parecido físico entre una y otra. En el de Carlyle,
que nos lo muestra de frente, con los ojos bajo la penumbra, la cámara
deliberadamente se ha movido y es como si el retrato presentase un ligerísimo y
casi imperceptible desenfoque. Es con seguridad el mejor retrato del autor de Los héroes, pero no debió agradarle
mucho cuando le escribió en una carta a la fotógrafa: «Es como si de repente
comenzara a hablar, terriblemente feo y abatido». La referencia al habla no
extraña en quien hizo de la conferencia un auténtico arte. El de Leslie Stephen
nos la muestra con el esbelto cuello ligeramente de lado, de tal modo que el
músculo esternocleidomastoideo lo divide de manera simétrica en una zona oscura
y otra intensamente iluminada, mientras que el rostro de perfil, iluminado
graduando sutilmente las oscuras sombras, nos evoca la estética prerrafaelista
de un Dante Gabriel Rossetti[120].
En cuanto a la decisiva importancia de la figura humana en el nuevo arte
fotográfico, fue certeramente señalada por Walter Benjamin en 1931: «… para la
fotografía, la renuncia al hombre es la más irrealizable de todas»[121].
De igual modo
que Versílov ha elogiado tan delicadamente la belleza de Sofía, reflexiona con
semejante profundidad sobre la ineluctable relación entre la rápida decadencia
física de la mujer rusa y su inmensa capacidad de amor y de entrega al ser
amado: «Las mujeres rusas se afean aprisa, su belleza no hace más que pasar, y,
a decir verdad, eso se debe, no sólo a las peculiaridades étnicas del tipo,
sino también a que saben amar sin reservas. La rusa lo da todo de una vez
cuando ama…, así el momento actual como su destino, el presente y el futuro; no
saben ahorrar, no guardan provisiones y su belleza no tarda en consumirse en
bien del que aman» (3ª parte, cap. VII, I).
VII
Orientemos
nuestra mirada ya sobre varias de las más caudalosas corrientes de ideas que
surcan El adolescente, que son las que tienen que ver con la actividad
política, la organización de la sociedad, otra vez el ateísmo, la «Idea Rusa» y
la Filosofía de la Historia en general, principalmente en lo que conciernen al
personaje de Versílov, que es el que ofrece, con abrumadora diferencia, una
mayor riqueza de pensamiento sobre todos estos asuntos, íntimamente vinculados
tanto a la potencia y desarrollo del intelecto como a la esencia y evolución
del espíritu en el hombre.
Siempre que
tiene oportunidad, Versílov le da buenos consejos a su hijo, por ejemplo cuando
le recomienda que lea los diez mandamientos, que sea honrado y que no mienta,
que no sea codicioso ni ambicione los bienes de su prójimo. En este mismo
diálogo (2ª parte, cap. I, IV), se traslucen algunas de las ideas más
arraigadas de Versílov, en las que no podemos por menos que deducir que es el
propio Dostoyevski el que está hablando por boca de su personaje; en realidad,
Dostoyevski habla por boca de todos sus personajes[122],
pues todos ellos manifiestan en alguna u otra ocasión sentimientos, ideas y
creencias muy enraizadas en el escritor; de ahí la imposibilidad, como han
pretendido algunos críticos con una evidente falta de rigor, de constreñir y de
reducir al gran escritor moscovita a una personalidad maniquea, simplista y
sectaria, pues de ese modo terminan por hacer de él una mezquina caricatura,
negando la extraordinaria riqueza dialéctica de su dinámico pensamiento. En ese
diálogo, decía, le hace Versílov a su hijo una sutil e inteligente crítica de
Juan Jacobo Rousseau, a quien no nombra directamente, limitándose a esclarecer,
ante la incomprensión de Arkadii por la expresión que emplea su padre, que «la
idea ginebrina es… la virtud sin Cristo, amigo mío; la idea actual, o, mejor
dicho, la idea de toda la civilización actual». La frase, como habrá captado de
inmediato el lector, es extraordinariamente profunda, por afilada y penetrante.
No sólo muestra su rechazo Versílov a la razón ilustrada deísta o simplemente
atea, a esa virtud que se manifestará
tan sangrientamente en Robespierre y en Saint-Just, sino que su dardo lo está
dirigiendo, principalmente, contra la descreída intelligentsia nihilista de su época, esa misma que nutrirá muy
pocas décadas después las filas del bolchevismo. Ahora bien, lo que Versílov
denomina «idea ginebrina», en principio, se refiere directamente a Juan Jacobo
Rousseau, esto es, a un heredero, en lo que concierne a la concepción del
Estado, de Nicolás Maquiavelo y de Thomas Hobbes. Porque esa «idea ginebrina»
alude de manera implícita al plan de cómo deben estar configurados la sociedad
y el Estado, afectándole, por tanto, de manera principalísima al individuo, al
individuo concreto con nombre y apellidos, supuesto poseedor, desde finales del
siglo XVIII, de unos derechos inalienables que nadie está autorizado a
conculcarle, pero que, de hecho, le han sido sistemáticamente conculcados desde
entonces, incluso en los Estados democráticos contemporáneos, que, no está de
más recordarlo, son palmariamente escasos. Me interesa aquí sobre todo precisar
un par de cuestiones sobre Maquiavelo, antes de centrarme, muy brevemente, en
Rousseau, por el que sentía Dostoyevski desde hacía tiempo una particular
aversión. Recordemos a este propósito las palabras del hombre del subsuelo (Memorias del subsuelo, cap. XI): «Según
[Heinrich] Heine, Rousseau, por ejemplo, mintió en sus Confesiones, y hasta lo hizo adrede, por vanidad. Seguro estoy de
que Heine acertó; comprendo que alguna vez y por vanidad únicamente será
posible acusarse de culpas, así como concibo la índole de tal vanidad. Pero
Heine juzgaba así de un hombre que se confesaba con el público»[123].
En los
capítulos VI y VII de El Príncipe, se
ocupa expresamente Maquiavelo de poner de relieve la importancia de la virtù y de la fortuna para la más eficaz conservación del poder del Estado por el
príncipe. El término virtù en
Maquiavelo, como comprendieron lúcidamente, entre otros, Friedrich Meinecke
(1862-1954), Ernst Cassirer (1874-1945) y George Holland Sabine (1880-1961), es
un vocablo extremadamente rico, variado, fluctuante, dinámico y acomodaticio,
«tomado de la tradición antigua y humanista, pero sentido y conformado por él
de una manera rigurosamente individual; un concepto que abarcaba elementos
éticos» y que se relaciona con el «heroísmo y fuerza para grandes hazañas
políticas y guerreras, y, sobre todo, para la fundación y mantenimiento de
Estados florecientes, especialmente los Estados basados en la libertad»[124].
En ese mismo párrafo, el gran profesor de Berlín subraya la importancia que en
la teoría política de Maquiavelo tiene la división entre una virtù «originaria» y otra «derivada»,
pues con ello está indicando que «lejos de creer ingenuamente en la virtud
natural e inquebrantable del republicano […] consideraba la república más desde
arriba, desde el punto de vista del gobernante, que desde abajo, desde el punto
de vista de la forma democrática». La fortuna,
de otro lado, es un concepto incómodo para Maquiavelo, pues introduce un
elemento irracional, azaroso, incontrolable, caprichoso, en la dirección del
Estado. A este ineludible factor le dedicará el curioso capítulo XXV de El Príncipe, concluyendo que «creo que
quizás es verdad que la fortuna es árbitro de la mitad de nuestras acciones,
pero que también es verdad que nos deja gobernar la otra mitad, o casi, a
nosotros»[125]. Uno de los que mejor
han sabido ver esta lucha de Maquiavelo contra el hecho de que no todo puede
explicarlo la razón, y, de ahí, la presencia de la fortuna, ha sido el eminente filósofo neokantiano Ernst Cassirer[126].
Pero aún hay otro tercer elemento, la necessità,
en la que se detiene sobre todo en los Discorsi.
Meinecke la define como «la fuerza causal, el medio para dar a la masa inerte
la forma requerida por la virtù»[127].
Sobre ella, dice Maquiavelo en el Libro I de los Discorsi: «Ya que los hombres obran por necesidad o por libre
elección, y vemos que hay mayor virtud allí donde la libertad de elección es
menor»[128], constatamos que «la
necesidad nos lleva a muchas cosas que no hubiéramos alcanzado por la razón»[129].
El Príncipe no es un tratado de ética
ni un manual de virtudes políticas, sus juicios no son morales, sino políticos,
y lo que de verdad le parece imperdonable a Maquiavelo en quien tiene la
responsabilidad de dirigir el Estado no son sus crímenes, sino sus errores; en
definitiva, como concluye Cassirer, El
Príncipe no es un libro moral ni inmoral: es simplemente un libro técnico[130].
Cualquier medio es admitido siempre que le permita al príncipe mantenerse en el
ejercicio del Poder y engrandecer el Estado: «Y aún más, que no se preocupe [el
príncipe] de caer en la infamia de aquellos vicios sin los cuales difícilmente
podría salvar el Estado; porque si consideramos todo cuidadosamente, encontraremos
algo que parecerá virtud, pero que si lo siguiese sería su ruina y algo que
parecerá vicio pero que, siguiéndolo, le proporcionará la seguridad y el
bienestar propio»[131].
¿Será El Príncipe también—lo que resultaría escalofriante—un
tratado amoral? Tanto Sabine como Cassirer han resaltado la indiferencia moral
de Maquiavelo. Mientras Marsilio de Padua—afirma Sabine—relegaba la religión
cristiana a una esfera ultramundana y defendía la autonomía de la razón,
Maquiavelo ve en la religión cristiana una muestra de la debilidad del
carácter, no siendo convenientes sus principios éticos para la dirección del
Estado, a diferencia de las religiones griega y romana de la Antigüedad, mucho
más viriles[132]. Maquiavelo lo expresa
de esta manera: «Nuestra religión ha glorificado más a los hombres contemplativos
que a los activos. A esto se añade que ha puesto el mayor bien en la humildad,
la abyección y el desprecio de las cosas humanas, mientras que la otra lo ponía
en la grandeza de ánimo, en la fortaleza corporal y en todas las cosas
adecuadas para hacer fuertes a los hombres»[133].
Sorprende sobremanera que Maquiavelo, por mucho que estuviese empeñado en la
completa secularización de la vida política, equipare la humildad cristiana con
la abyección; ¿es que la humildad en un ser humano lo lleva por ventura a la
abyección, esto es, a la ruindad y a la bajeza moral más absolutas, al
desprecio de la dignidad propia? Sin pretender hacer retórica fácil, es muy
posible que esta última cita de Maquiavelo la suscribiesen sin ambages hombres
como Hitler y Stalin. ¿Qué pensaría Dostoyevski de este furibundo desprecio
hacia el mensaje evangélico? Lo que sí que sabemos es que no aprobaba ni la
felicidad que se sustenta en la injusticia, ni la superioridad del Estado sobre
el individuo, lo que significa negar rotundamente la razón de Estado: «…¿qué felicidad es esa que se logra al precio de
la injusticia y los desollamientos? Lo que es verdad para el hombre en cuanto
individuo, verdad debe ser también para el Estado», nos dice en el Diario de un escritor (febrero 1877,
cap. I, IV)[134].
En cuanto al
ciudadano de Ginebra, él es, antes de Hegel y después de Hobbes, uno de los inventores
de la idea abstracta del Estado. Entre los primeros espíritus rusos que
advirtieron la falacia de Rousseau, su profunda concepción autoritaria y
estatalista de la sociedad, se halla Mijaíl Bakunin, que, aunque ateo,
participa con su alma romántica de parecidas contradicciones a las
dostoyevskianas y está muy preocupado, si bien con una solución claramente
errónea e innegablemente destructiva, por preservar la libertad individual, a
la que serían indiferentes o ajenos Carlos Marx y Lenin. En uno de sus textos
más importantes, dice Bakunin: «Fue una gran falacia por parte de Jean Jacques
Rousseau haber supuesto que la sociedad primitiva se constituyó por un contrato
libre pactado entre salvajes […] Las consecuencias del contrato social son de hecho desastrosas, porque llevan a una
absoluta dominación por parte del Estado, aunque el propio principio, tomado
como punto de partida, pareciese extremadamente liberal en cuanto a su
carácter»[135]. La mixtificación, la
hipocresía y la asfixia de la libertad que contiene en buena dosis el
pensamiento de Rousseau, queda patente en su obra máxima: «A fin, pues, de que
el pacto social no sea un vano formulario, implica tácitamente el compromiso,
el único que puede dar fuerza a los demás, de que quien rehúse obedecer a la
voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo: lo cual no significa
sino que se le forzará a ser libre»[136].
Ya tenemos aquí la dictadura de la libertad de Robespierre avant la lettre. En Rousseau, antes que en Hegel, advertimos un
siniestro sometimiento del individuo al Estado: «Quien quiere el fin quiere
también los medios, y estos medios son inseparables de algunos riesgos, de
algunas pérdidas incluso. Quien quiere conservar su vida a expensas de los
demás, debe darla también por ellos cuando hace falta. Ahora bien, el ciudadano
no es ya juez del peligro al que la ley quiere que se exponga, y cuando el
príncipe le ha dicho: es oportuno para el Estado que mueras, debe morir; puesto
que sólo con esta condición ha vivido seguro hasta entonces, y dado que su vida
no es sólo un beneficio de la naturaleza, sino un don condicional del Estado»[137].
Cualquiera que haya leído ciertos textos de Lenin y de Mussolini podrá
comprobar cuál era para ambos una de sus principales fuentes nutricias. Las
ideas de Rousseau, como discernió muy bien el intelectual anarquista alemán
Rudolf Rocker (Maguncia, 1873-Chicago,
1958) [138], contienen un aspecto
antihumano y dictatorial ajeno por completo al espíritu del liberalismo de John
Locke. Dice de nuevo Rousseau: «Quien se atreve con la empresa de instituir un
pueblo debe sentirse en condiciones de cambiar, por así decir, la naturaleza
humana; de transformar cada individuo, que por sí mismo es un todo perfecto y
solitario, en parte de un todo mayor, del que ese individuo recibe en cierta
forma su vida y su ser; de alterar la constitución del hombre para reforzarla;
de sustituir por una existencia parcial y moral la existencia física e
independiente que todos hemos recibido de la naturaleza. En una palabra, tiene
que quitar al hombre sus propias fuerzas para darle las que le son extrañas y
de las que no puede hacer uso sin la ayuda de los demás. Cuanto más muertas y
aniquiladas están esas fuerzas, más grandes y duraderas son las adquiridas, y
más sólida y perfecta es también la institución»[139].
El individuo, pues, como parte de un engranaje y de una maquinaria al servicio
del Estado, llevada posteriormente a la práctica por los regímenes
totalitarios. Este ciudadano de Ginebra, que tanto preconizaba la «vuelta a la
naturaleza», nos muestra la fría lógica abstracta de un deshumanizado
matemático: «El hombre de la naturaleza lo es todo para sí; él es la unidad
numérica, el entero absoluto que no tiene más relación que consigo mismo o con
su semejante. El hombre civilizado es una unidad fraccionaria que determina el
denominador y cuyo valor expresa su relación con el entero, que es el cuerpo
social»[140].
Pero quien de
veras desenmascaró la falacia hipostática roussoniana de la volonté générale, que aplasta y suplanta
a la volonté de tous, fue Hannah
Arendt en su célebre ensayo Sobre la
Revolución (1962), donde, con una lucidez crítica difícilmente comparable,
afirma que la diferencia de principio más importante,
desde el punto de vista histórico, entre la Revolución norteamericana y la
Revolución francesa, estriba en la «afirmación
únicamente compartida por la última, según la cual “la ley es expresión de la
Voluntad General” (como puede leerse en
el artículo VI de la Declaración de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano de 1789), una fórmula que no se encontrará, por más que se
busque, en la Declaración de Independencia o en la Constitución de los Estados
Unidos». La «voluntad
general» de Rousseau, que es la única que admite Robespierre, es todavía esa
«voluntad divina» de la monarquía absoluta «cuyo solo querer basta para
producir la ley». Esta argucia jurídica tiene su fundamento y su explicación en
la deificación del pueblo que se llevó a cabo en la Revolución francesa, y que,
para Hannah Arendt, «fue consecuencia inevitable del intento de hacer derivar,
a la vez, ley y poder de la misma fuente. La pretensión de la monarquía
absoluta de fundamentarse en un “derecho divino” había modelado el poder
secular a imagen de un dios que era a la vez omnipotente y legislador del
universo, es decir, a imagen del Dios cuya Voluntad es la Ley». Los Padres Fundadores no cometieron la desastrosa
equivocación posterior de los revolucionarios franceses de confundir el origen
del poder con la fuente de la ley. Para los Padres Fundadores, el origen del
poder brota desde abajo, del «arraigo espontáneo» del pueblo, pero la fuente de
la ley tiene su puesto «arriba», en alguna región más elevada y trascendente.
Es en el curso de los acontecimientos revolucionarios franceses, y, sobre todo,
después de que los jacobinos se hiciesen con el poder tras el fracaso e incapacidad
de los girondinos, cuando la volonté
générale de Rousseau sustituirá definitivamente a la volonté de tous del pensador ginebrino. La «voluntad de todos»
suponía el consentimiento individual de cada uno, y ello no se ajustaba a la
dinámica propia del proceso revolucionario. De ahí que fuese reemplazada por
esa otra abstracta «voluntad» que excluye la confrontación de opiniones y es
una e indivisible. La república es, así, sustituida por le peuple, lo que, en palabras de Arendt, «significaba que la
unidad perdurable del futuro cuerpo político iba a ser garantizada no por las
instituciones seculares que dicho pueblo tuviera en común, sino por la misma
voluntad del pueblo. La cualidad más llamativa de esta voluntad popular como volonté générale era su unanimidad, y,
así, cuando Robespierre aludía constantemente a la “opinión pública”, se
refería a la unanimidad de la voluntad general; no pensaba, al hablar de ella,
en una opinión sobre la que estuviese públicamente de acuerdo la mayoría»[141].
La ventaja inmensa de la Revolución que dio lugar a los Estados Unidos fue el
haber tenido como modelo a Montesquieu, es decir, el principio de la división
de poderes, mientras que la desgracia de la Revolución francesa fue el haber
tenido como modelo a Rousseau, es decir, la dictadura de la volonté générale, una pura abstracción
racional que oprime la libertad. De ahí el carácter mucho más violento y
sangriento de la Revolución francesa y el embrión totalitario que se incubó en
su seno. De hecho, Robespierre y la actuación del Comité de Salud Pública fueron
uno de los principales referentes para Lenin.
La apreciación
de Hannah Arendt fue ya entrevista con similar lucidez y un decenio antes por
Albert Camus en El hombre rebelde
(1951), que bautiza el epígrafe dedicado a Rousseau en su deslumbrante ensayo
con las palabras de «El nuevo evangelio», pues de eso precisamente se trata, de
una nueva religión y de una nueva mística, de la deificación del pueblo a
través de la volonté générale y de
construir los cimientos de la «tiranía de la virtud». Dice Camus: «El Contrato social es también un catecismo
con el que comparte el tono y el lenguaje dogmático […] El Contrato social da una larga extensión y una exposición dogmática
a la nueva religión cuyo dios es la razón, confundida con la naturaleza, y su
representante en la tierra, en lugar del rey, el pueblo considerado en su
voluntad general […] Es claro que con el Contrato
social asistimos al nacimiento de una mística, al postularse la voluntad
general como la divinidad misma»[142].
No debe sorprendernos que quien manifiesta este juicio demoledor sobre la
biblia del pensamiento burgués revolucionario de la razón abstracta ilustrada,
que quien comprendió perfectamente que fue Louis de Saint-Just quien puso en
práctica las ideas de Rousseau (no se trataba, al ejecutar en la guillotina a
Luis XVI, principalmente de eliminar físicamente al soberano de Francia, sino
de matar el principio mismo de la
realeza—es la teoría del regicidio: la monarquía «es el crimen», dirá Saint-Just,
no dejándole al rey otra salida que la del patíbulo[143]—,
lo que, a la postre, resulta inviable, puesto que a las ideas no puede asesinárselas, sino vencerlas con otras
ideas a través del convencimiento que ofrecen los argumentos), que quien
vislumbrase con tanta claridad el reino de la formalidad moral y la dictadura
de la virtud durante la época del Terror, fuera también de los primerísimos
intelectuales de izquierdas en Europa en no querer ser «compañero de viaje» de
los comunistas, como sí lo fue Jean-Paul Sartre, y en denunciar los horrendos
crímenes del estalinismo, él, Albert Camus, que se había jugado de verdad la
vida en la Resistencia—tan exigua en Francia—contra la ocupación de la Alemania
nazi. Pero el decurso del tiempo, tan implacable, termina siempre por poner las
cosas en su sitio. La creciente estatura moral del autor de La peste es un ejemplo de ello, de los
más incontestables.
Uno de los
escasísimos intelectuales franceses que sí acertó a percibir, dado su espíritu
tolerante y humanitario, los inmensos beneficios que necesariamente habrían de
desprenderse de lo ocurrido en la Revolución norteamericana, fue Marie Jean
Antoine Nicolas Caritat, Marqués de Condorcet, nacido en 1743, que fue diputado
durante la Asamblea Legislativa y la Convención, pero que el 8 de abril de
1794, después de haber sido encarcelado, murió en su celda como consecuencia,
quizás, de haber ingerido veneno, temiendo, muy fundadamente, el terrible fin
que podía esperarle. En 1788 publicó un breve ensayo, muy enjundioso y preñado
de amor a la libertad y a la tolerancia, titulado Influencia de la Revolución de América sobre Europa, concluido
antes de que se terminase de redactar la Constitución de los Estados Unidos,
pero que es un canto lleno de nobleza a la tarea llevada a cabo por los Padres
Fundadores y el pueblo de los Estados Unidos. Por desgracia, su voz, como
demostraría el curso de los acontecimientos, no fue escuchada en Francia[144].
En cuanto a la
primera persona en darse cuenta en toda Europa del peligroso sendero que estaba
tomando la Revolución francesa, es muy probable que fuese el genuino padre del
pensamiento conservador, el británico de origen irlandés Edmundo Burke
(1729-1797), quien, en su temprano y denostado[145],
aunque brillantísimo, ensayo de historia y filosofía política titulado Reflexiones sobre la Revolución en Francia
[146],
publicado en el país galo el 1 de noviembre de 1790, es decir nada menos que
casi ocho meses antes de producirse la huida de Luis XVI a Varennes (21 de
junio de 1791) y diez meses antes de votarse la Constitución de 1791 (3 de
septiembre), hace una serie de valiosas consideraciones acerca de lo que estaba
sucediendo en el país vecino, sin perder nunca de vista la comparación con la
propia monarquía parlamentaria inglesa.
En diversas
ocasiones de la narración, Versílov se muestra contrario al fenómeno histórico
de las revoluciones, que son siempre sangrientas, afirmándolo de un modo muy
explícito al final de su honda reflexión acerca de la Edad de Oro perdida de la
humanidad, cuando se refiere al incendio del Palacio de las Tullerías durante
los acontecimientos de la Comuna de París de 1871 (3ª parte, cap. VII, II).
En lo que atañe
al problema social en Rusia, a la superioridad de unas clases sobre otras, a
las consecuencias de la emancipación de los siervos y al papel que debiera
desempeñar todavía la aristocracia rusa, se pronuncia Versílov por primera vez
de modo explícito en una conversación en casa del príncipe Seríocha (2ª parte,
cap. II, II). Para él, el honor debe equipararse con el deber. Es necesario que
exista una clase superior que se señoree en el Estado, pues «entonces la tierra
es fuerte». Los que no pertenecen a esa clase, sufren, especialmente los
siervos, y el único modo de evitarlo es que se alcance la igualdad de derechos.
Pero esta igualdad de derechos, según ha podido comprobarse en la reciente
historia europea, trae también consigo una merma del sentimiento del honor y
del deber. «El egoísmo reemplazó a la antigua idea coherente, y todo fue a
parar a la libertad personal». Por «idea coherente» debemos entender aquí la
cohesión social que conlleva para Versílov la existencia de la aristocracia que
cumple con su deber de dirigir adecuadamente el Estado, aunque también puede
haber una alusión a la fe cristiana ortodoxa, mientras que por «libertad
personal» parece referirse a la libertad que campeó durante los sucesos
revolucionarios de la Francia de 1790, que, para Versílov, no es una auténtica
libertad, pues no emana del mensaje de Cristo. De tal manera, que, cuando los
siervos fueron liberados, «los emancipados, al quedarse sin la idea
consolidadora, hasta tal punto acabaron por perder todo vínculo noble y
elevado, que hasta dejaron de defender la libertad adquirida». Esa «idea
consolidadora», esto es, cohesiva, sólo puede traerla la aristocracia, de tal
manera que, al no tener ya los campesinos emancipados un modelo en el que
mirarse, dejan que la libertad que acaban de obtener se disgregue y se diluya.
Es evidente que Versílov posee una idea demasiado idealizada de la realidad de
la aristocracia rusa, pues esa aristocracia, en número muy mayoritario, no dio
muestras de querer dirigir el Estado, hasta el momento en que se produce la
emancipación de los siervos, orientándolo hacia un desarrollo económico y
cultural en beneficio de todos los grupos sociales, sino sólo de una minoría
privilegiada, permitiendo que los campesinos viviesen en una miseria
desconocida desde hacía ya tiempo en extensas regiones de la Europa occidental.
Y cuando se promulgó el decreto de la emancipación de los campesinos, el 19 de abril
de 1861, la situación no cambió, ni mucho menos, en lo sustancial. Pero hay que
tener en cuenta que Versílov no está hablándole al príncipe Seríocha en
términos de lo que es, sino de lo que
debería ser, o, al menos, de lo que a
él le gustaría que fuese. En cualquier caso, entre la aristocracia rusa y la
europea, existen para él diferencias profundas. «Nuestra aristocracia—continúa—,
aún hoy mismo, después de haber perdido sus derechos [se refiere a la entrada
en vigor de la ley de liberación de los siervos, en abril de 1861, bajo
Alejandro II, la cual, al menos en el terreno estrictamente jurídico, sí supuso
un avance, pues, sin ocultar el predominio de la formalidad sobre la realidad
estricta de los hechos, todos los rusos eran ya hombres libres desde entonces],
podría seguir siendo la clase superior, manteniendo su concepto del honor, la
cultura, la ciencia y las altas ideas, y, sobre todo, no encastillándose ya en
el concepto de casta aparte, lo que equivaldría a la muerte de la idea. Por el
contrario, el acceso a la clase está franco entre nosotros desde hace mucho
tiempo; ahora es el momento de abrirlo definitivamente. Que cada proeza de
honor, de cultura y bravura confiera a cada cual el derecho a ingresar en la
clase social más alta. De este modo, la clase misma se convertiría de por sí en
una simple reunión de los mejores, en un sentido literal y verdadero, y no en
el sentido rancio de casta privilegiada. Desde este punto de vista nuevo, o
cuando menos renovado, podría mantenerse la clase».
Es evidente
que quien habla, y de ahí la natural incomodidad de su interlocutor, el
príncipe Seríocha, es un miembro «liberal» de la vieja nobleza rusa, como de
hecho hubo docenas de ellos en Rusia en la segunda mitad del siglo XIX, una
persona cuyas ideas no diferían mucho de las que pudiesen mantener por entonces
algunos diputados liberales del Parlamento británico, una persona, en fin, que
creía sinceramente en la profundización de las reformas sociales, en el
mejoramiento sustancial de las condiciones de vida de los campesinos, que es un
claro partidario del avance de las ciencias, de la industria y de la cultura, y
que—lo expresa bien claro—no se niega al trasvase entre las clases; más
exactamente, que defiende la meritocracia, esto es, que sean los mejores los
que ocupen los puestos de dirección del Estado, aunque, eso sí, convencido de
que esas personas aún pueden encontrarse en el seno de la aristocracia rusa, al
menos de esa porción de ella que no ha perdido sus ideales humanitarios, su
creencia en una mayor justicia social y en la erradicación de la ignorancia. No
se olvide que Dostoyevski escribe esta novela en pleno periodo de una sincera
política de reformas emprendida por el Gobierno de Alejandro II, que intentó
que los cambios fuesen lo menos traumáticos posible, sin menoscabo de las incontrovertibles
limitaciones prácticas de tal política[147].
Pero el radicalismo ideológico de los grupos revolucionarios, así como el
asesinato del propio zar en 1881, fueron factores decisivos que truncarían
definitivamente la senda reformista emprendida, tan distinta de la despótica
autocracia del zar anterior, Nicolás I. Debo matizar, sin embargo, que, a pesar
de la innegable y real voluntad reformista de Alejandro II, aquellas limitaciones
prácticas ya se hicieron demasiado visibles cuando el propio zar «detuvo sus
actividades reformadoras y volvió a la autocracia»[148].
Aun admitiendo
las profundas divergencias del carácter de los acontecimientos, del modelo de
civilización y de la propia evolución histórica de España y de Rusia, desde que
ésta empezó a configurarse como Estado bajo los príncipes de Kiev en el último
tercio del siglo IX, no puede tampoco negarse que ha habido concomitancias
históricas entre ambos países, y una de ellas ha sido la exangüe minoría
selecta, la raquítica clase aristocrática reformista—en comparación con el
conjunto de la población en general y con la totalidad de la clase alta en
particular—que, tanto en Rusia como en España han lastrado una Ilustración y un
proyecto reformista sólido y suficiente para modernizar de verdad las viejas
estructuras sociales, económicas y culturales.
De ahí la
relevancia de las reflexiones de José Ortega y Gasset sobre el papel decisivo
que la minoría selecta debe tener en el curso de los acontecimientos históricos
y la función que, asimismo, corresponde asumir a la nobleza, en consonancia con
el origen etimológico del vocablo. El pensador madrileño dedicó luminosas
páginas dirigidas al correcto entendimiento de lo que la aristocracia y la
nobleza significaron en sus orígenes y cuáles han sido las características que
verdaderamente las han distinguido durante siglos, hasta que, por diversas y
complejas circunstancias (entre las que la molicie, la estulticia, el egoísmo y
la codicia de los hombres y de los pueblos no son ni mucho menos irrelevantes) terminaron
corrompiéndose y disolviendo esa función de minoría selecta y directora que
nunca deberían haber perdido. Ya en España
invertebrada (1921)—mucho antes de sus reflexiones sobre el imperium y el sentido exacto del «mando»
que hace en Una interpretación de la
historia universal (cuyo origen se halla en un curso de doce lecciones dictado
en 1948-1949 en el que hace un examen crítico de la obra de Arnold Toynbee, A Study of History)—, nos dice Ortega
que «mandar no es simplemente convencer ni simplemente obligar, sino una
exquisita mixtura de ambas cosas. La sugestión moral y la imposición material
van íntimamente fundidas en todo acto de imperar»[149].
En este mismo ensayo, es decir, nueve años antes de La rebelión de las masas (1930), se lamenta Ortega de que una de
las mayores desgracias de la vida pública española sea la ausencia de una
minoría selecta rectora, la retirada de los mejores, mientras que, por el
contrario, se ha impuesto el imperio de las masas: «En suma: donde no hay una
minoría que actúa sobre una masa colectiva, y una masa que sabe aceptar el
influjo de una minoría, no hay sociedad, o se está muy cerca de que no la haya»[150].
Repárese en la importancia que concede Ortega a la docilidad de la mayoría, en
el mejor sentido, sin asomo alguno de gregarismo, que es una de las mayores
virtudes del pueblo británico. La sociedad, para Ortega, no puede subsistir sin
una jerarquía de funciones. Es necesaria la ejemplaridad de los mejores, el entusiasmo
de los integrantes de la sociedad por lo óptimo, la existencia de arquetipos[151].
No debe confundirse obediencia con docilidad: «La obediencia supone, pues,
docilidad. No confundamos, por tanto, la una con la otra. Se obedece a un
mandato, se es dócil a un ejemplo, y el derecho a mandar no es sino un anejo de
la ejemplaridad» [152].
Entre las principales causas del atraso histórico de España, señala Ortega: «La
rebelión sentimental de las masas, el odio a los mejores, la escasez de
éstos—he ahí la raíz verdadera del gran fracaso hispánico»[153].
En cuanto a la burguesía española, es en buena medida mezquina, corta de miras
e indiferente a la alta cultura: «Y es que la burguesía española no admite la
posibilidad de que existan modos de pensar superiores a los suyos ni que haya
hombres de rango intelectual y moral más alto que el que ellos dan a su
estólida existencia. De este modo se ha ido estrechando y rebajando el
contenido espiritual del alma española…»[154].
Pero es en La rebelión de las masas donde Ortega aquilata
aún más su pensamiento en esa misma dirección. «El hombre selecto está
constituido por una íntima necesidad de apelar de sí mismo a una norma más allá
de él, superior a él, a cuyo servicio libremente se pone»[155].
Una vez hecha la distinción entre «hombre excelente» (el que se exige mucho a
sí mismo) y «hombre vulgar» (el que no se exige nada)[156],
Ortega subraya: «Contra lo que suele creerse, es la criatura de selección, y no
la masa, quien vive en esencial servidumbre […] Esto es la vida como
disciplina—la vida noble. La nobleza se define por las obligaciones, no por los
derechos. Noblesse oblige. “Vivir a
gusto es de plebeyo: el noble aspira a ordenación y ley” (Goethe)»[157].
Le irrita la degeneración sufrida por el vocablo «nobleza». La «nobleza» no es,
propiamente, la «nobleza de sangre» hereditaria, que es lo que cree la mayoría,
pues eso la convertiría en algo inmóvil e inerte, sino que la «nobleza» como
clase social debe ser entendida como algo esencialmente dinámico. Ser noble
estaba en su origen relacionado con esforzarse o ser excelente[158].
Y concluye: «Para mí, nobleza es sinónimo de vida esforzada, puesta siempre a
superarse a sí misma, a trascender de lo que ya es hacia lo que se propone como
deber y exigencia. De esta manera, la vida noble queda contrapuesta a la vida
vulgar o inerte, que, estáticamente, se recluye a sí misma, condenada a
perpetua inmanencia, como una fuerza exterior no la obligue a salir de sí. De
aquí que llamemos masa a este modo de ser hombre—no tanto porque sea
multitudinario, cuanto porque es inerte»[159].
Volviendo al
diálogo entre Versílov y el príncipe Seríocha, a éste le intriga qué quiere
decir exactamente Andrei Petróvich cuando, con tanta frecuencia, dice algo así
como «idea elevada», «idea consoladora», «gran idea». Pero Versílov, dado que
se trata ante todo de un sentimiento, de algo que no procede de la región del
intelecto, no acierta a definir el término o la frase como pudiera precisarse
un razonamiento puramente matemático. En su intento de hacerlo, es cuando
inserta la expresión «vida viva», sobre la que ya hemos hecho referencia por
boca de Arkadii en un diálogo entre padre e hijo posterior a este que
describimos ahora. A la pregunta del príncipe, contéstale Versílov: «Una gran
idea… suele ser, con harta frecuencia, un sentimiento que, en ocasiones, tarda
mucho en definirse. Sólo sé que fue siempre aquello de donde procede la vida
viva; es decir, no intelectual ni romanceada, sino, por el contrario,
espontánea y alegre; de suerte que la idea elevada de que se deriva es
decididamente indispensable, a despecho de todos, claro». «¿Por qué a
despecho?», le pregunta Seríocha. «Porque vivir con ideas es triste, y sin
ideas es siempre alegre», contesta Versílov. Y como el príncipe insistiese
acerca del significado de «vida viva», responde Andrei Petróvich: «Tampoco lo
sé, príncipe; sólo sé que debe ser algo enormemente sencillo, lo más vulgar, y
lo que más salta a los ojos, cosa de todos los días y todos los minutos, y
hasta tal punto sencillo, que nos resistimos a creer que sea tan sencillo, y,
naturalmente, llevamos ya miles de años de pasar junto a ello, sin advertirlo
ni reconocerlo».
Lo
verdaderamente importante en estas respuestas, que nos iluminan mucho acerca de
la concepción del hombre y del mundo de Versílov, y, por tanto, en cierta
medida, de la propia de Dostoyevski, es el hecho de que, aun proporcionándolas
un hombre extraordinariamente culto, una persona proclive al desarrollo de las
ciencias y de la industria, sin embargo, antepone la esfera del sentimiento a
la de la razón, pero no en cuanto haya que despreciar a ésta, lo cual no sería
más que una vulgaridad, una grosería y una muestra de falta de finura, de
indigencia espiritual, sino en cuanto que el sentimiento, esto es, aquello que
procede del ámbito más íntimo del ser, nos proporciona las auténticas claves de
la existencia, que, ni mucho menos, son tan complicadas, sino todo lo
contrario, naturales y sencillas, tanto, que ni siquiera, después de miles de
años, nos hemos percatado que las tenemos junto a nosotros, es decir, no las
vemos, y no las vemos porque no pueden ser percibidas con los órganos de los
sentidos que nos proporcionan la visión puramente fisiológica de las cosas, ni
tampoco pueden ser aprehendidas por el frío y perfectamente trabado discurso
racional, sino entrevistas, sentidas con los ojos del espíritu, que se hallan escondidos
en esa extraña región que es la única que puede medio intuir el misterio de lo
que en verdad somos y de cuanto nos rodea.
Sus ideas
sobre Rusia, las expresa Versílov en una de las más intensas conversaciones que
tiene con Arkadii (3ª parte, cap. VII, II-III). Le habla de cuando se fue por
última vez a Europa, a vagabundear por Europa, olvidándose incluso de dejarle
dinero a Sofía Andréyevna, no con la intención, como presupone impacientemente
Arkadii, al que le echaban chispas los ojos, de unirse a ninguna conspiración,
no con el propósito de ligar su destino a Alexander Herzen[160],
que residía exiliado en Londres y era uno de los principales teóricos del
populismo ruso, sino que se fue «de puro triste, de una pena impensada. Era la
pena del aristócrata ruso». Su hijo de nuevo se anticipa afanoso y atolondrado.
Cree que esa pena es por haberle sido concedida la emancipación a los siervos.
Pero, ¡qué va! Versílov mismo se siente miembro del grupo de los emancipadores.
Lo nombraron juez de paz y se comportó con liberalismo, aunque no lo
compensaron por ello. La verdadera razón de su marcha de Rusia es que se fue
«más bien por orgullo que por arrepentimiento», y para nada pesaba el que
pudiese caer en la miseria: «Je suis
gentilhomme avant tout et je mourrai gentilhomme!» (Ante todo soy un noble
y moriré siendo noble). Y ahora viene una observación decisiva, que es cuando
le dice a Arkadii que, como él, puede haber, como mucho, mil personas en Rusia,
pero sólo esas mil personas son suficientes «para que no perezca la idea.
Nosotros… somos los portadores de la idea, rico mío…». Recordemos las
anteriores reflexiones de Ortega y Gasset sobre la minoría selecta, sobre el
enorme poder de persuasión que puede llegar a tener. Arkadii, ingenuamente, le
pregunta si le resucitó Europa. La respuesta, asombrólo por completo: «¿Que si
me resucitó Europa? Pero si yo fui a enterrarla». Para que su hijo comprenda el
sentido y el significado de esos primeros instantes suyos en su último viaje a
Europa, la Europa de 1871, le relata un sueño, un sueño que tuvo en una fonda
de un pueblecito alemán, recién llegado de Dresde. Es el famoso sueño, capital
en esta novela, en el que Versílov habla de la Edad de Oro, que él ve reflejada
en el cuadro Acis y Galatea, de
Claudio de Lorena, que tanto le ha gustado en su visita a la Gemäldegalerie de
la capital de Sajonia, y con el que cree estar soñando, pues lo que ve en el
sueño ofrecía un extraordinario parecido con el contenido de la pintura. Aclaremos,
antes de proseguir, que se trata del mismo sueño y del mismo lienzo que
aparecen minuciosamente descritos en «La confesión
de Stavroguin», el capítulo suprimido de Demonios,
que el novelista desistió, finalmente, de incluir en la versión definitiva,
después de dárselo a leer a varios amigos y a su editor. Cansinos Asséns nos
informa que ese capítulo se lo dio a conocer Anna Grigórievna (que lo encontró
entre los papeles de Dostoyevski, pues el escritor nunca se resolvió a
destruirlo), en 1906, a Dimitri Merejkovski, quien recibió de su lectura una
vivísima impresión, «diciendo que en él el arte supera los límites de sus
posibilidades mediante la reconcentrada expresión de horror». Anna Grigórievna
no autorizó nunca su publicación íntegra, y se limitó «a dar algunos trozos
como apéndice a Demonios»[161].
Tanto la alusión a la Edad de Oro como la descripción del cuadro de Lorrain son
prácticamente idénticas en uno y otro lugar. En El adolescente, Versílov le cuenta a su hijo que siempre ha llamado
ese cuadro El Siglo de Oro. Aunque el
sueño era algo impreciso y difuso, recordaba de él algunas cosas concretas: «Un
rincón del archipiélago griego, en el que el tiempo hubiera retrocedido tres
mil años. Azules, amables nubes, islas y rocas, floridas riberas, amplio
panorama; a lo lejos, el sol poniente, invitador…: no lo puedes reproducir con
las palabras. Allí tuvo su cuna el hombre europeo, y esa idea parecía despertar
en mi alma un filial amor. Allí estuvo el paraíso terrestre de la Humanidad;
los dioses bajaron del cielo y alternaron con los hombres… ¡Oh, allí vivían
unos hombres magníficos! Se levantaban y se acostaban felices e inocentes;
praderas y bosques henchíanse de sus cantos y alegres gritos; el gran excedente
de no gastadas fuerzas cambiábase en amor y en ingenua alegría. El sol vertía
sobre ellos calor y luz, complaciéndose en sus hermosos hijos… Sueño
maravilloso, sublime ilusión del hombre. El Siglo de Oro, sueño inverosímil de
todos cuantos haya, pero por el que las gentes daban toda su vida y todas sus
fuerzas, por el que morían y eran inmolados los profetas, sin el cual los
pueblos no querrían vivir, y ni morir podrían».
Aquí, en estas
hermosísimas palabras, se nos muestra el Versílov más pagano, más mediterráneo,
más griego, más entusiasta admirador de la gigantesca e inagotable cultura
greco-latina, más reconocedor de las raíces más antiguas de Europa; no las más
decisivas, no las verdaderamente fundamentales, pues éstas son para él y lo
eran también para Dostoyevski, las raíces cristianas, pero sí las más antiguas,
las primeras, sin las que Europa no sería en absoluto comprensible, no abríase
configurado como lo que históricamente ha sido, pues su destino hubiese
recorrido otros caminos, nunca sabremos si mejores o peores, aunque sin duda
por completo distintos. Y eso que sueña Versílov, lo siente también
Dostoyevski. Pero el sueño de Versílov es también una parábola, en cuanto que
no sólo no puede ya volver, si es que alguna vez efectivamente la hubo, una
nueva Edad de Oro, sino que todos los que a lo largo de la historia de la
humanidad han intentado hacerla renacer en la tierra, han hecho de ésta un
infierno. El sueño utópico de un mundo mejor, se trastoca en su contrario. Los
totalitarismos del siglo veinte no han sido más que intentos de crear y hacer
realidad una sociedad perfecta, y para ello no se han escatimado sacrificios,
atropellos, falacias y crímenes atroces, hasta genocidios inenarrables. La
concepción utópica es muy antigua en nuestro mundo occidental, remontándose,
como mínimo a Platón[162].
Su desenvolvimiento a través de la imaginación del hombre puede ser
maravilloso, un verdadero hechizo para los hombres, pero en cuanto éstos tratan
de plasmar en la realidad concreta tales visiones, sobreviene la catástrofe, la
tiranía, la deshumanización completa, el hormiguero humano, la destrucción
sistemática de la libertad individual a fin de poder imponer el sueño o la
aspiración utópica. Por eso le dice Hiperión (trasunto de Hölderlin) a Alabanda
(que cree en el uso de la despiadada y sangrienta fuerza con tal de que la
Revolución se haga realidad desde arriba)
que el Estado «no tiene derecho a exigir lo que no puede obtener por la fuerza.
Y no se puede obtener por la fuerza lo que el amor y el espíritu dan. ¡Que no
se le ocurra tocar eso o tomaremos sus leyes y las clavaremos en la picota!
¡Por el cielo!, no sabe cuánto peca el que quiere hacer del Estado una escuela
de costumbres. Siempre que el hombre ha querido hacer del Estado su cielo, lo
ha convertido en su infierno»[163].
Ésta última frase es la decisiva e imperecedera. Dostoyevski la habría
suscrito; Vladimir Soloviev, también. De ahí, por esta seductora y tentadora
literatura utópica, la contrarréplica, tan necesaria, de las antiutopías,
siendo una de las más lúcidas, pero también de las más terribles, por su
contenido de verdad (en cuanto que la realidad supera a la ficción), la que
describiese Aldous Huxley en Un mundo
feliz (1932)[164].
La estrecha
relación entre el cuadro de Dresde y el mito de la Edad de Oro no es casual. Acis y Galatea lo pintó Claude Lorrain,
el gran representante, junto con Nicolás Poussin, del paisaje clasicista
francés del siglo XVII, en 1657, en plena madurez, con más de sesenta años. Su
tema remite directamente al más grande poeta latino, a Virgilio, al igual que
otro cuadro suyo, Las Horas del día,
que se guarda en el Hermitage. La raigambre virgiliana y bucólica del cuadro de
Dresde fue percibida desde el primer momento de su realización. Kenneth Clark
se ha referido a ambos de un modo muy exacto y penetrante:
«Son estas obras tardías las que, sea cual sea su tema ostensible, están más
llenas del espíritu virgiliano […] por encima de todo su sentido de una Edad de
Oro, de rebaños que pacen, aguas inmóviles y un cielo tranquilo, luminoso,
imágenes de una armonía perfecta entre el hombre y la naturaleza, pero teñidas,
como él las combina, de una tristeza mozartiana, como si supiera que esta
perfección no puede durar más que el preciso momento en que toma posesión de
nuestras mentes»[165].
Es digno de notar la suave melancolía, «tristeza mozartiana» la llama, que
detecta el historiador del arte inglés, pues también hay cierta nostalgia en el
recuerdo que tiene Versílov de su sueño, ya que se trata de una época que no
podrá volver nunca; es la inocencia perdida. La
conexión entre Claudio de Lorena y Virgilio también fue nítidamente establecida
por Anthony Blunt. Según este historiador inglés, profundo conocedor del Grand Siècle francés, para Lorrain «la
Antigüedad era la de los poemas bucólicos de Virgilio, el primer poeta que
cantó la belleza del paisaje italiano. Ante todo a Claudio le gustaba la vida
que llevaban Virgilio y sus contemporáneos en sus villas, y en segundo lugar le
inspiraba la época anterior descrita por el poeta, la Edad Dorada de los
tiempos en que Eneas desembarcó y fundó Roma», con lo que, en resumen, «el
contenido de los cuadros de Claudio es la representación poética del ambiente
de la campiña romana, con sus luces cambiantes y sus asociaciones complejas»,
por completo distinto de los heroicos paisajes de Poussin, construidos «en
torno a un tema estoico de acuerdo con una serie de cálculos lógicos»[166].
No obstante, acabamos de insinuar, basándonos en las investigaciones de
Panofsky, que, sin excluir ese cálculo racional, incluso profundamente
matemático y cartesiano, que hay en las composiciones de Poussin, también se tiñen
a veces, incluso en el mismo lienzo, de melancolía y de añoranza. Pero volvamos
por un instante al cuadro Acis y Galatea
de Lorrain, sólo para compararlo con la imagen del mismo que sueña Versílov. El
lienzo de Dresde, de aproximadamente 100 x 135 cm, se parece bastante a la
descripción proporcionada por Andrei Petróvich, hallándose los amantes, a punto
de fundirse en un abrazo, en la zona central inferior de la composición,
guarecidos bajo una primitiva tienda y rodeados de un paisaje idílico, dominado
por la inmensidad del mar, un país feliz donde los amantes retozan, la
naturaleza no está constreñida por el hombre, y la inocencia, representada en
el niño que hay a los pies de la joven pareja, parece presidirlo todo.
La primera vez
que se mencionan los amores de Acis y Galatea en la literatura, es en el Libro
XIII 750-895 de las Metamorfosis de
Ovidio. El gran poeta latino nos narra los trágicos amores de ambos, junto al
Etna, en Sicilia, y cómo odiaba Galatea a Polifemo con la misma intensidad con
la que amaba a Acis. Cuando el Cíclope, devorado por los celos, lo sepulta por
completo, Galatea transforma a su amante en río[167].
En los albores
del Renacimiento italiano, el gran mitógrafo Giovanni Boccaccio vuelve a
narrarnos la historia de estos trágicos amores, que para él encierran una
alegoría: «Galatea es la blancura de las olas que se
rompen; y ama a Acis, esto es, acoge al río, porque todos los ríos se vuelven
al mar. Pero Teodoncio dice que bajo esta ficción se oculta la historia real
del tirano Polifemo de Sicilia»[168].
En cuanto a la
Edad de Oro, sólo recordarle al lector algunas de las principales alusiones que
a ella se han hecho, empezando por el Libro I del célebre poema de Hesíodo, Los trabajos y los días, que nos cuenta
cómo fue esa época creada por los Inmortales, a fin de que los hombres viviesen
como dioses, dotados de un espíritu tranquilo, sin conocer ni el trabajo, ni el
dolor ni la vejez, muriéndose durmiendo, después de haber poseído todos los
abundantes bienes de la fértil tierra que habitaban; Platón, por boca del
personaje del Extranjero, también la menciona en El Político, 271e-272b; el esbozo más completo de la misma en la
literatura latina, quizá sea el de Ovidio en el Libro I 89-113 de las Metamorfosis; otra referencia
importantísima en la Antigüedad latina es la égloga cuarta, «Polión», de las Bucólicas de Virgilio, así como la
mención del poeta Tibulo, muerto el mismo año que Virgilio, en una de sus Elegías; en la Edad Moderna, nada es
comparable a la imperecedera síntesis de la Edad de Oro que don Quijote les
hace a unos cabreros en el capítulo XI de la Primera Parte de la inmortal obra
cervantina.
Pero ya que
hemos mencionado a Boccaccio y el melancólico cuadro de Poussin, convendría
recordar que también hubo otros pintores, es verdad que muy pocos, que no nos
presentan esa visión idílica y bucólica de la Edad de Oro, tal como lo hace
Lorrain, sino una interpretación más crítica, más áspera, que era sin duda una
forma de ir contra las convenciones de su tiempo. El caso más notable es el del
extraño y original pintor italiano, a caballo entre el Quattrocento y el Cinquecento,
llamado Piero di Cósimo, que no imaginó esa época primigenia de la humanidad
como una Arcadia feliz, ni como una Edad Dorada, sino como un tiempo en el que
los hombres tuvieron que sobreponerse a duras adversidades, dificultades e
infortunios, a través de su esfuerzo y de su trabajo. Es verdad que no
renuncia, como ha estudiado y demostrado incontestablemente Panofsky, a
inspirarse en Virgilio y en Ovidio, pero también tiene muy presentes a Lucrecio
Caro y al tratadista Vitrubio. Así lo plasmó en la serie de cuadros, de los que
se conservan cinco, que realizó a finales del decenio de 1480 para un excéntrico
comerciante, cuadros que describen la transición entre «una aera ante Vulcanum a una aera sub Vulcano»[169],
esto es, desde una época en la que los hombres vivían como los animales y no
poseían el control del fuego, hasta otra en que sí tienen el poder sobre tan
preciado elemento. La serie de Cósimo que continuaría la anterior, realizada
hacia 1498, y que describe el tránsito desde «la aera sub Vulcano a una aera
sub Baccho»[170],
no nos interesa ya aquí. ¿Por qué nos hemos decidido a este breve excurso al
haber nombrado a Boccaccio y su Genealogia
Deorum? Pues porque en ella el gran
mitógrafo italiano, cuya obra sobre los dioses conocía Piero di Cósimo,
considera a Vulcano «como el genuino fundador de la civilización humana»[171],
y para apoyar su tesis cita un conocido y extenso pasaje de Los diez libros de Arquitectura de
Vitrubio[172], pasaje que llegaría a
encontrar su expresión definitiva en el quinto libro de De rerum natura, de Lucrecio[173],
el cual, en consonancia con el evolucionismo epicúreo, «concebía a la humanidad
no en función de una creación y supervisión divinas, sino en función de un desarrollo
y progreso espontáneos»[174].
No hace falta insistir que la visión que arranca con Hesíodo terminaría
entroncando con una interpretación religiosa y con la doctrina del pecado
original, mientras que la de Vitrubio y la de Lucrecio nutriría una corriente
materialista e irreligiosa de pensamiento. Ahora nos explicamos por qué
Versílov, en su sueño, se inclina por la interpretación virgiliana, esto es, quasi cristiana.
«Allí tuvo su
cuna el hombre europeo, y esa idea parecía despertar en mi alma un filial
amor», dice Versílov al recordar lo que había soñado. En efecto, a Versílov le
importaba mucho Europa, tanto o casi como le afectaba Rusia, pues sabe muy bien
que una y otra se necesitan mutuamente, ya que Europa puede continuar
aportándole grandes dones culturales y científicos a Rusia, pero ésta puede
reconducir la pérdida de rumbo espiritual del viejo continente, alienado como
está por la nueva religión del cientificismo positivista, por el materialismo
ateo y por el socialismo que prescinde del misterio de la Cruz. Pero, lo más
grave de todo, es que estos males hace ya tiempo que aquejan también a Rusia. Versílov
se aviene incluso a comprender, como
algo lógico, es decir, como un
acontecimiento histórico que puede entender la razón después de analizar sus
causas, los sucesos de la Comuna de París de 1871, «pero, cual portador de la
alta idea cultural rusa, no puedo consentir eso, porque la alta idea rusa es la
conciliación universal de las ideas. ¿Y quién habría podido comprender entonces
semejante idea en todo el mundo? Yo vagaba solo. No digo esto personalmente por
mí…; hablo de la idea rusa […] Entonces en toda Europa no había un europeo»,
pero él podía decirles a los alemanes, a los franceses, que lo del incendio de
las Tullerías podía ser lógico,
aunque se trataba de un error, «y eso porque, hijo mío, sólo yo, como ruso, era
entonces en Europa el único europeo.
Y no hablo de mí…, hablo de todo el pensamiento ruso».
Sigamos oyéndole
hasta el final de la conversación, que duró toda la tarde y con la que concluye
el cap. VII de la 3ª parte. Aquí se nos vierten algunas de las ideas más
esenciales de Dostoyevski, a través de Versílov, sobre el alma de Rusia, su
destino, el sentido de la eslavofilia, el significado del ateísmo, la fe en
Cristo, y, en definitiva sobre la libertad y la Filosofía de la Historia, esto
es, sobre el hombre y su existencia trágica. Arkadii deberá emplear mucho
tiempo para recapitular, reflexionar y asimilar las profundísimas ideas de
Andrei Petróvich, su padre, al que ya admira extraordinariamente.
De nuevo, la
supremacía espiritual y cultural de ese grupo reducido y selecto de la
aristocracia rusa: «… yo no puedo menos de estimar mi aristocracia. Entre
nosotros han creado los siglos un alto tipo de cultura aún no alcanzado en
parte alguna, que en todo el mundo no existe… El tipo del universal sufrimiento
por todos. Este… es el tipo ruso; pero como se da en la alta clase cultural del
pueblo ruso y, por tanto, tengo el honor de pertenecer a él. Guarda en su seno
a la futura Rusia. Nosotros, puede que sólo seamos por junto mil hombres, más o
menos; pero Rusia toda ha vivido hasta aquí únicamente para producir ese millar».
Yéndose de Rusia, Versílov afirma servirla mejor aún, así como engrandecer su
«idea». La servía mejor que si se hubiese quedado, si sólo hubiese sido un
ruso, como les ocurre a los franceses o a los alemanes: «En Europa eso aún no
lo comprenden. Europa ha engendrado los nobles tipos del francés, el inglés, el
tudesco; pero de su hombre futuro todavía no saben nada. Y, según parece, aún
no quieren saberlo. Y se comprende: ellos no son libres, y nosotros lo somos.
Sólo yo, que andaba por Europa con mi pena rusa, era entonces libre. Fíjate en
esto, amigo mío, que es una cosa extraña: todo francés puede servir no sólo a
su Francia, sino también a la Humanidad, sólo a condición de seguir siendo lo
más francés posible, y lo mismo les ocurre… al inglés y al alemán. El ruso es
el único, incluso en nuestro tiempo, es decir, mucho antes de constituirse en
un todo general, que posee ya la propiedad de volverse más ruso precisamente
cuando más europeo se hace. Esta es la más esencial diferencia entre nosotros y
todos los demás, y entre nosotros en este sentido… como en ninguna parte». Los
europeos que Versílov visitó y conoció, estaban todavía por mucho tiempo
condenados a ser sólo franceses, alemanes o ingleses, «estaban condenados a
combatirse», pero para los rusos «es Europa tan preciada como Rusia […] Europa
fue también nuestra patria, lo mismo que Rusia». Y ello es así porque «Rusia es
la única que vive, no para sí, sino para la idea […] es un hecho significativo
el de que haga casi un siglo que Rusia vive decididamente no para sí, sino sólo
para Europa. ¿Y ellos? Ellos están condenados a pasar por terribles tormentos
antes de alcanzar el reino de Dios […] Ellos se habían declarado entonces
ateos…, una partida de ellos, porque eso es lo mismo; ésos son los primeros
batidores, ése era el primer paso dado…
He ahí lo grave. Aquí también salto su lógica; pero es que en la lógica siempre
hay tristeza […] No puedo menos de imaginarme los tiempos en que el hombre
habrá de vivir sin Dios y si será esto posible algún día. Mi corazón decidió
siempre que eso es imposible; pero en algún periodo puede que sea posible… Para
mí ni siquiera cabe duda de que ese periodo vendrá […] Me imagino […] que la
guerra ha terminado y la lucha cesó […] se hizo la paz, y los hombres se
quedaron solos, como querían; la gran idea anterior abandonólos; la gran fuente
de energías, que hasta allí los sustentara y diera calor, se fue como ese
magnífico invitante sol en el cuadro de Claudio Lorrain; pero aquel era ya el
día postrero de la Humanidad. Y los hombres, de pronto, comprendieron que se
habían quedado completamente solos, y sintieron súbitamente una gran orfandad […]
Los hombres que se habían quedado huérfanos, en seguida se pondrían a
apretujarse unos contra otros, más íntima y amorosamente; se cogerían de las
manos al comprender que de ahora en adelante ya no contaban más que con ellos
mismos. Desaparecería la gran idea de la inmortalidad y habría que sustituirla;
y todo el gran torrente del antiguo amor a Aquel que era también la
inmortalidad convertiríanlo todos a la Naturaleza, al mundo, a las gentes […]
Amarían la tierra y la vida de un modo irrefrenable y en la medida en que
gradualmente fueran reconociendo su caducidad y finitud […] Advertirían y
descubrirían en la Naturaleza tales misterios como no habrían podido suponerlos
antes, porque la mirarían con nuevos ojos, con ojos de amante para su amada. Se
despertarían y se apresurarían a
abrazarse unos a otros, ávidos de quererse, reconociendo que los días son
breves, que eso es… todo lo que les queda. Trabajarían unos para otros, y cada cual
daría todo lo suyo, y así sería dichoso. Todo niño sabría y sentiría que cada
cual en la tierra… eran su padre y su madre. “Bueno…, que mañana sea mi último
día”, pensaría cada hombre al mirar al sol poniente. “Es igual, me moriré; pero
quedan todos ellos y, después de ellos, sus hijos”. Y esta idea de quedar
ellos, amándose y temblando unos por otros, reemplazaría a la de un encuentro
de ultratumba». Continúa diciéndole a su hijo que todo lo que acaba de
expresarle es una especie de fantasía, pero de la que no puede prescindir, que
le viene una y otra vez: «No hablo de mi fe: mi fe es grande, soy… deísta,
deísta filosófico, como todo nuestro millar de marras, […] pero es notable que
yo siempre haya rematado mi cuadro con una aparición, como en Heine, el poema
de Cristo en el mar Báltico [175].
No podía prescindir de Él, no podía menos de imaginármelo, finalmente, en medio
de los hombres en orfandad. Acudía a ellos, les tendía las manos y decía:
“¿Cómo pudieron olvidarlo?” Y he aquí que de pronto caía la venda de los ojos
todos y se oía el magno, entusiástico himno de la nueva y última resurrección».
Como el adolescente le confesara que, a pesar de todas las penas y sufrimientos
que estaba contándole, lo consideraba un hombre feliz y dichoso, contesta el
padre: «No hay nadie más libre y feliz que el ruso europeo que peregrina […]
Sí; yo mi tristeza no la hubiera cambiado por la felicidad de nadie».
No voy a
reproducir aquí, naturalmente, lo que a propósito de Rusia expresé que pensaba
Dostoyevski, por boca del príncipe Mischkin, en mi ensayo sobre El idiota. Aunque no recurriré de nuevo,
en auxilio de mi comentario, pues lo estimaría repetitivo, a Dimitri
Merejkovski (me refiero, sobre todo, a su libro Dostoievsky: profeta de la revolución rusa),
sí habré de echar mano otra vez, por supuesto que completándolas, a ciertas
reflexiones de Nicolás Berdiaev. De todas maneras, las ideas sobre Rusia que se
vierten en El idiota, que no son
especialmente abundantes aunque sí muy intensas, se complementan con estas
otras de Versílov, mucho más explícitas, y ese complemento resultaría
prácticamente inviable negarlo, aun a riesgo de que puedan encontrarse
contradicciones entre lo que dice el príncipe aquejado de epilepsia y lo que
dice el padre del adolescente, ese vástago de la nobleza rusa, «liberal»,
culto y víctima del desdoblamiento, que ama tanto a Rusia como a Europa; y si
digo que «aun a riesgo», no es, ni mucho menos, porque me preocupen las
contradicciones en que puedan incurrir las ideas de Mischkin con las de
Versílov, que es tanto como admitir las contradicciones en que puede caer el
propio Dostoyevski, ya que tales discordancias las considero connaturales e
intrínsecas al espíritu de Dostoyevski, que, precisamente por esa inagotable dialéctica
de las ideas que mueve todo su pensamiento, se caracteriza por ser un hombre
contradictorio, lo que no significa que fuese voluble, frívolo o caprichoso. Aun
reconociendo que tales contradicciones las padecen principalmente sus
personajes, bien en el interior de ellos mismos o unos respecto de los otros, personajes
que ya hemos dicho que son partes o miembros inseparables del propio escritor, viéndose
impelidos a resolverlas, lo que consiguen en unos casos y no lo logran en
otros, lo prominente para nosotros son las fecundísimas y originalísimas ideas
y reflexiones que Dostoyevski manifiesta a través de algunos de estos
complejísimos e inescrutables individuos, ideas que, cuando dejan de habitar la
forma puramente artística en que con toda naturalidad viven, es decir, cuando
abandonan el misterioso ámbito estético de la novela, y se concretan, e
incluso—perdóneseme la expresión un tanto exagerada y hasta grosera—se
cosifican en opiniones periodísticas, cotidianas, temporales…, contemporáneas, entonces pierden buena
parte de esa extraordinaria refriega dialéctica que tan supremamente las
enriquece, hacen dejación del simbolismo y del misterio inaprehensible que las
acompañaba cuando revoloteaban por encima de las cabezas de los actores del drama,
y—no hay más remedio que reconocerlo—, al descender tan realísticamente a la
arena política, al debate ideológico, al análisis histórico, tal y como suelen
manifestarse en una revista o en un periódico (aunque sea del último tercio del
siglo XIX; ¿qué les ocurriría en uno de hoy en día?), entonces sí, en ese
momento Dostoyevski es mucho más vulnerable, se le puede tergiversar más
fácilmente, descontextualizar lo que escribe, y los mezquinos caza recompensas,
los filisteos de toda laya, se frotan las manos, se atusan el bigote y se
acomodan el sombrero, envaneciéndose y ensoberbeciéndose, porque han creído
pillar in fraganti al supuesto gran
hombre, lo han cogido—ellos, que se tienen, como les pasa a todos los cretinos
ignorantes, por unos críticos tan agudos e inteligentes—, como se dice
vulgarmente, con las manos en la masa, ejerciendo de reaccionario recalcitrante,
de antioccidental, de eslavófilo irredento, de fanático religioso, de flagelo
de la razón, el progreso, la ciencia, la felicidad, la igualdad, y no sé
cuántas bienhechoras aspiraciones más del bípedo implume. Es en ese mortecino
amanecer de sus mediocres intelectos, cuando esos enanos espirituales, esos
filisteos morales—como los llamaría sin morderse la lengua el abismal solitario
de Sils Maria, ese espíritu aristocrático como ninguno al que le dio un colapso
mental irreversible, nada más ver cómo un cochero golpeaba a un caballo, un
aciago 3 de enero de 1889 en la Piazza Carlo Alberto de Turín—, esas cucarachas
humanas, babean y retozan de gusto como los puercos en una charca barrosa. ¿Y
cuándo acontece esa epifanía laicista y extremadamente vulgar? Pues cuando leen
y toman como la biblia del pensamiento de Dostoyevski las voluminosas páginas
del Diario de un escritor, que, en
efecto, no alcanza las alturas siderales y los abismos insondables en que tiene lugar el
combate espantoso y sobrecogedor en que se debate el corazón del hombre, pero
que, a pesar de lo que ellos creen, sí contiene páginas plenas de luz, párrafos
y párrafos que completan, perfilan y enriquecen muchas de las ideas que, con
insuperable libertad y sentido de la trascendencia divina del ser humano,
recorren con existencial angustia los intensísimos, casi insoportables,
capítulos de sus grandes novelas.
Antes de
comentar las copiosas y torrenciales ideas de Versílov, coherentes unas veces,
deslavazadas y contradictorias otras, sumidas en una dialéctica inagotable
siempre, hay que hacer una breve pero importante parada. Es para refrescarle la
memoria al lector acerca de quién fue el primero en Rusia que reflexionó
seriamente sobre la situación presente y sobre el destino de su país. Esa
persona fue Piotr Chaadaev, que finalizó en Moscú, el 1 de diciembre de 1829,
su extraordinario texto Primera carta
filosófica a una dama, publicado por vez primera, quizá sin su
consentimiento (aunque el texto circulaba desde hacía tiempo con fluidez de
forma manuscrita), en la revista moscovita Teleskop,
en 1836, originando un enorme revuelo, que, dada la elevada posición social del
autor, quedóse en la retirada del texto y en que el régimen autocrático de
Nicolás I lo considerase una persona trastornada, que había perdido
transitoriamente el juicio, si bien el editor de la publicación, Nikolai
Ivanovich Nadezhdin, fue deportado a Siberia, la revista clausurada y el censor
oficial correspondiente cesado en el cargo[176].
Lo que dice en ese texto Chaadaev, que no gustó a muchos intelectuales rusos,
incluso presumiblemente progresistas,
no sólo fue decisivo para que Rusia comenzara a tomar conciencia espiritual de
su posición en el mundo, para que adoptase una posición autocrítica, para que
despertase, como reclamaría más tarde Alexander Herzen desde el exilio, sino
que puede también iluminarnos, indirecta y paradójicamente, sobre la hora
presente de Europa, al final de este turbulento y sangriento estío de 2013. En
cualquier caso, Dostoyevski lo leyó con suma atención, y, sin duda, influyó en
él. En una carta que le escribe Dostoyevski desde Dresde a su amigo Apollon
Nikoláyevich Máikov el 25 de marzo de 1870, relacionada con su proyecto de
escribir una novela titulada Vida de un
gran pecador, alude, nombrándolo, a Chaadaev [177].
Para Chaadaev
hay un supremo principio de unidad, Cristo, de igual modo que la creencia de la
fe en Cristo está por encima de los usos, normas y costumbres de la Iglesia (él
se refiere, claro está, a la ortodoxa griega). Rusia se ha quedado material y
culturalmente atrasada. Rusia no pertenece ni a Oriente ni a Occidente. Rusia
es la consecuencia de una cultura de importación, de imitación. No ha tenido un
desarrollo propio y su saber es superficial. Pero Rusia—y esto lo suscribiría
Dostoyevski casi letra por letra—es un destino, una nación que sólo existe para
dar al mundo una gran lección. Rusia debe aprender de los pueblos de Europa,
que tienen una fisonomía común. Hasta no hace mucho, Europa era todavía la
Cristiandad[178]. En Europa ha primado el
contacto íntimo de las inteligencias, que han hecho posible ideas como el
Deber, el Derecho, la Justicia y el orden. Las mejores ideas de las mentes rusas
han quedado paralizadas. Los rusos son demasiado individualistas, inconstantes,
fluctuantes, indiferentes al riesgo, y, por eso mismo, indiferentes al bien y
al mal. ¿Quién piensa en Rusia? ¿Qué le ha dado Rusia al mundo? Todo lo ha
tomado hasta ahora de fuera. Rusia no ha contribuido al progreso. Para hacerse
notar se ha hecho con una superficie enormemente grande. En vez de mirar hacia
el Occidente cristiano, Rusia ha mirado a Bizancio (el cesaropapismo). El
cristianismo no ha madurado en Rusia. Durante quince siglos los europeos han
tenido un solo idioma para hablar con Dios. Han caminado juntos. Es necesario
que Rusia reanime su fe y dé un nuevo impulso a su cristianismo. En Occidente,
todo lo ha hecho el cristianismo. Las ideas deben estar por encima de los
intereses. Las revoluciones deben ser, ante todo, revoluciones morales, no
políticas. Europa posee sólidos cimientos morales y religiosos cristianos. Su
futuro está asegurado en cuanto que tiene un proyecto moral. La necesidad
material debe ser sustituida por la necesidad moral. La razón cristiana está
exenta del prejuicio nacionalista[179].
En estos
pensamientos de Chaadaev hay, sin duda, ideas acertadas, otras demasiado
idealizadas y también las hay claramente equivocadas. Al menos, hay dos
circunstancias históricas que no pueden ser olvidadas para comprender y
calibrar en sus justos términos lo que dice Chaadaev. En primer lugar, por
supuesto, el atraso económico e industrial de Rusia. La verdadera modernización,
la occidentalización del país (aunque prescindiendo por completo de los
principios políticos del parlamentarismo británico), a sangre y fuego, comenzó
a partir del último cuarto del siglo XVII, con Pedro I, continuó con
accidentadas intermitencias durante el siglo siguiente, desde 1725 en que murió
el creador de San Petersburgo, y tomó otro gran impulso, muy despótico pero
menos opresor y más tolerante que con Pedro, con Catalina la Grande, en los últimos treinta años del siglo XVIII. Alejandro I
intentó una reforma de índole espiritual y religiosa, pero se quedó
prácticamente en nada. De nuevo la autocracia y el régimen policial a partir de
1825, cuyo pistoletazo de salida fue la conspiración de los Decembristas. Por
eso tenía en parte razón Herzen cuando afirmaba que la verdadera historia de
Rusia comenzaba con el reinado de Pedro, es decir, con la decidida convicción
de que había que occidentalizar el inmenso país, costase lo que costase. «Desde
Pedro el Grande el problema está planteado entre Rusia y Europa», comenta
Madaule[180]. Pero el precio que hubo
que pagar por ello fue demasiado alto, y, después del opresivo e insoportable
reinado de Iván IV el Terrible,
contemporáneo de nuestro Felipe II, el reinado de Pedro constituyó la gran
experiencia político-policial que desbrozaría el camino a la tiranía
sanguinaria de José Stalin. En segundo lugar, Chaadaev escribe todavía a
finales de la Restauración salida del Congreso de Viena de 1815, es decir, aún
un año antes de la Revolución liberal burguesa de 1830 en Francia, que supuso
la caída del ultramontano Carlos X y trajo a Luis Felipe de Orleáns, el rey burgués, o, lo que es lo mismo, el
triunfo de las altas finanzas, de la especulación y de la Bolsa, tan
maravillosamente descrito en algunas de las mejores novelas de Honoré de
Balzac. Lo más revolucionario que existía en la Europa de 1829 era el pensamiento
de los socialistas utópicos, pues el anarquismo, salvo por las ideas de William
Godwin, aún estaba en mantillas, y el comunismo, aunque no pueden despreciarse
las ideas igualitarias de François Nöel Babeuf (ejecutado, sin embargo, en 1797,
después de haber intentado materializar la idea de la «dictadura
revolucionaria» de Jean-Paul Marat) e incluso algunas del conde Claude Henri de
Saint-Simon, estaba todavía en pañales. Chaadaev, con la mejor intención del
mundo, quiere que Rusia sea ella misma, que despierte de su letargo de siglos,
de su ignorancia, de su fanatismo religioso (piénsese en los viejos creyentes
surgidos del Raskol a mediados del
siglo XVII), de sus prejuicios, que se desarrolle económicamente, que se
entregue a una fe cristiana verdadera, esto es, ni formal ni meramente ritual,
pero también, simultáneamente, que se mire en Europa, que la tome como modelo.
Éste, creo yo, es uno de sus principales errores, y eso que había certeramente
intuido que Rusia ni pertenecía a Occidente ni a Oriente, sino que se hallaba
entre ambos. El occidente de Europa, primordialmente Gran Bretaña, lo que hoy
es Bélgica y Francia, podía ser un modelo para el desarrollo económico, aunque
este primer capitalismo industrial era sumamente injusto con los trabajadores,
despreciaba sus derechos y hacía caso omiso de sus miserables condiciones
materiales de vida y de sus legítimas reivindicaciones políticas, sociales y
sindicales. Pero donde más yerra Chaadaev, y este error no va a cometerlo
Dostoyevski, es en creer, primero, que existía solidaridad entre las distintas
naciones de Europa, que el veneno del nacionalismo estaba neutralizado por el
antídoto del cristianismo, cuando lo cierto es que el nacionalismo avanza a
marchas forzadas en toda Europa bajo la cobertura filosófica e ideológica del
Romanticismo alemán, e incluso antes, pues ya se prepara desde los tiempos del Sturm und Drang en el decenio de 1770, y,
sobre todo, desde los Discursos a la
Nación alemana de Johann Gottlieb Fichte en 1807; en segundo lugar, en
creer que el cristianismo europeo era sólido, firme, con un proyecto de futuro,
cuando el cristianismo, la fe verdadera en Cristo, en la que sí que creía
Chaadaev como principalísimo acicate de regeneración de Rusia, estaba en franco
retroceso en Europa, en un alarmante proceso de disolución, que continuaría
imparable hasta que el Papado, demasiado tarde por cierto, reaccionase
enérgicamente bajo León XIII, pero para entonces la pérdida del proletariado
para la fe cristiana era un hecho casi irreversible. Chaadaev aún ve sólo un
espejismo, pensando que hay una sólida trabazón de ideas cristianas entre las
naciones de Europa, casi como en esa Edad Media cristiana tan añorada por
Novalis, que sí percibió mucho antes, en 1799, aquella disolución, comenzada,
como ha analizado con gran rigor crítico Berdiaev, desde los tiempos del
nominalismo de Guillermo de Occam y la inmediatamente siguiente época del
Humanismo y del Renacimiento, en Italia y en los Países Bajos. No; Europa no
era cristiana en 1829; todo lo más lo era formalmente, como aquella religión
mosaica denunciada por Jesús. El cristianismo de la burguesía europea del
tiempo de Chaadaev no estaba comprometido con nada auténticamente
cristiano—redentor, salvífico, escatológico. Europa caminaba hacia un
materialismo positivista, hacia un cientificismo, hacia nuevos modelos
religiosos: la Ciencia, el Estado, el Capital, el Socialismo. Estos gigantescos
y potentísimos campos de experimentación, en los que será ahogada la libertad
del hombre y su naturaleza trascendente de origen divino, serán a partir de
entonces—y no han dejado de serlo, muy perfeccionados por cierto—los nuevos
credos religiosos de Europa, del patéticamente llamado «Occidente cristiano».
Pero Chaadaev sí acierta en lo esencial; se equivoca en el diagnóstico de
Europa, pero sí ve la luz respecto de la medicina que debe tomar Rusia, y esto,
por supuesto que habrán de tenerlo en cuenta muchos escritores e intelectuales
cristianos rusos que vengan detrás, entre ellos Dostoyevski. Acierta en que
percibe con absoluta claridad que ese abandono de Rusia del atraso económico,
cultural y religioso no podrá lograrse, o que ese anquilosamiento, esa dependencia
externa, no podrá superarse con las solas fuerzas de la razón, de la ciencia,
de la tecnología, de la democracia parlamentaria, aun siendo como son poderosísimas
fuerzas, sino que habrá que salir del tremebundo agujero, necesariamente, gracias
a mecerse, a adentrarse en el seno de una fe en Cristo regenerada, auténtica, algo
en sí mismo dificilísimo por el reto que supone a la integridad y a la
realización plena del ser, y esto significa—y dense ustedes cuenta lo
profundamente que Dostoyevski asimiló esta idea—que Rusia tiene que avanzar,
progresar y desarrollarse siendo ella misma, es decir, atendiendo a algo muy
auténtico que hay, como escondido, en su útero materno más íntimo: la
fraternidad entre los hombres, la justicia social, el amor al prójimo, pero no
en abstracto, no formalmente, sino en concreto, de manera real, constatable y
verificable. Por eso el texto de Chaadaev es tan oportuno hoy, en este 2013,
ante el desconcierto, el relativismo moral y la pérdida de orientación que
atraviesa Europa, esta Europa entumecida, acomplejada, inactiva, que se resiste
a reconocer sus raíces cristianas, regenerándolas, enriqueciéndolas,
viviéndolas desde el interior de las personas, pues no hay otro modo de
encontrar una salida fructífera y digna a la encrucijada que amenaza con
llevarnos a la catástrofe moral; la superación de la prueba, que dura ya muchos
decenios, pasa por el mensaje evangélico, que es sinónimo de respeto profundo a
la dignidad del hombre, a su libertad individual irrenunciable, que es libertad
de elección y ética de la responsabilidad, y a su naturaleza trascendente,
hecha a imagen y semejanza de Dios; a su creencia en Cristo, en el Verbo hecho
carne, en Dios, pues de esa creencia, de esa Verdad, y sólo de ella, derivan y
dependen la libertad, la auténtica libertad que no impone nada, ni siquiera el
bien, y la dignidad de la criatura humana. Esta es la soberana lección, entre
líneas, que se desprende del intenso ensayo de Piotr Chaadaev, tenido muy
presente por Dostoyevski y por Vladimir Soloviev, su joven, cultivado,
deslumbrante y místico amigo, el que muy probablemente, en las interminables
conversaciones que mantenían ambos, le inspirase, o incluso le esbozase, el
máximo escrito dostoyevskiano, La Leyenda
del Gran Inquisidor, a mi modo de ver, después del Evangelio de San Juan, y
junto con el Quijote, el texto
fundamental y decisivo—ontológica, existencial y religiosamente hablando—escrito
por un ser humano. Ahí se encierra el enigma, el trágico enigma de nuestra
existencia, pero también está en él la solución a ese enigma, que nunca puede
ser definitiva, puesto que el hombre es una misteriosa e indescifrable mixtura
de fe y de duda. Si algo no he acertado en toda mi vida a comprender, es que un
espíritu tan profundo y tan insondable como Nietzsche, tanto como el propio
Dostoyevski (su hermano espiritual), no aceptase ni captase, con su
poderosísima intuición, lo que encerraba la Leyenda
que Iván Karamásov le narra a su querido hermano Alíoscha. El sentido de la tierra le impidió
comprender, pero con las razones del sentimiento, no con los silogismos de la
razón, el misterio de la Cruz, el
único verdadero misterio que hay en todo el Universo.
En las ideas
que Versílov va exponiéndole a su hijo, podemos comprobar la existencia de una
relación ambivalente, dual, equívoca, ambigua, contradictoria con Europa, en la
que la admiración se mezcla con el desprecio y el amor con el odio. El tipo del
aristócrata ruso que encarna Versílov, desea sinceramente modernizar su país,
siente pena del atraso de Rusia, y, en su impotencia, se marcha, vagabundea por
Europa, con el propósito también de aprender, de nutrirse con sus enseñanzas,
pero, al mismo tiempo, para… enterrarla,
pues sabe, en el fondo de su ser ruso, que Rusia no es Europa, que Rusia debe
levantarse de su postración con su solo esfuerzo, porque ella así lo haya
decidido, pero sin renunciar tampoco a lo que la distingue de verdad, a esa
creencia en la fe ortodoxa, que tiene que ser una fe auténtica, sincera, no
farisaica ni propia de hipócritas sepulcros blanqueados. En Rusia han ido
depositando los siglos un tipo de cultura, no sólo singular, único, sino muy
elevado, como no se ha dado en ninguna otra parte del mundo, y eso tiene que
ver con su capacidad de sufrimiento, la del pueblo ruso, la de los campesinos
rusos, cual si les fuese intrínseca una sed redentora de sufrimiento, así como
con que Rusia tiene una predisposición especial, también inencontrable en lugar
alguno de la tierra, para comprender a las otras naciones, fundirse con ellas,
reconciliarlas, y, aunque parezca paradójico y difícil de entender, con el
hecho de que Rusia se hace más Rusia, un ruso es más ruso, cuanto más acepta a
Europa, cuanto más viaja y se asimila lo europeo, porque ello le permitirá a
Rusia descubrirse a ella misma, y a un ruso ser también más él mismo. Rusia no
aspira a la hegemonía en términos geopolíticos, Rusia no quiere el dominium mundi, como lo han querido el
Papado romano o el Sacro Imperio Romano Germánico en la época medieval, sino
que desea la reconciliación universal, la fraternidad entre las naciones, que
deben sentirse hermanadas en Cristo. Con palabras parecidas, lo expresa
Dostoyevski en su Diario de un escritor
(Introducción, II y III): la ignorancia en que también viven los europeos
respecto de Rusia; su extraordinaria singularidad; el que la «fusión espiritual
universal» sea su verdadera «argamasa»; la tendencia de los rusos a la
síntesis, a la reconciliación; su innata simpatía por los demás pueblos[181].
Lo volverá a decir en el discurso en homenaje a Puschkin: ser un ruso auténtico
es conciliar las antítesis europeas, mostrar a Europa la fraternidad según la
evangélica ley de Cristo[182].
Rusia, continúa Versílov, no vive para sí, sino para
la «idea»; hace casi un siglo que vive «para Europa». Es verdaderamente difícil
interpretar a Andrei Petróvich, pues pareciera estar hablando como si estuviese
en estado de trance, poseído de un cierto delirio. La «idea» es esa idea de
reconciliación universal; el que haga casi un siglo que vive para Europa, en
cierto modo significa que, desde el reinado de Catalina, que era de origen
alemán, Rusia ha servido, demasiado indignamente quizás, a los intereses
europeos (por ejemplo, el primer reparto de Polonia, en 1788-1791, tan deseado
por Prusia, al que terminó plegándose primero Austria y después Rusia, reinando
en ésta Catalina, que también accedió a un segundo reparto, en connivencia con
Prusia, en 1794; todavía habría un tercero y definitivo, en 1795, dos años antes
de morir Catalina, que suprimiría Polonia del mapa europeo), como si fuese una
criada, una simple sirvienta, y eso que Rusia, aun pudiendo vencer, tiene como destino
el no vencer nunca en Europa (éstas últimas palabras están extraídas del Diario de un escritor, abril de 1876,
cap. I) [183].
Vivir para Europa puede también interpretarse como no atender suficientemente
la cuestión eslava, la obligación de Rusia de defender a los eslavos oprimidos,
bien fuese en el territorio del Imperio turco otomano o en cualquier otro lugar
del este de Europa. Hay una gran cantidad de páginas en el Diario de un escritor en las que Dostoyevski se pronuncia con toda
claridad y sin ambages acerca de la defensa de los eslavos, aunque en la inmensa
mayoría de esas páginas se puede observar una idea reconciliadora, una
predisposición al entendimiento, un respeto mutuo entre los pueblos y las
diferentes creencias religiosas. En otras, las menos, es verdad que se aprecia
una equivocada beligerancia, una toma de partido eslavófila intransigente,
incluso ciertos conatos de imperialismo, como cuando se empecina en diversos
artículos en que Rusia debe hacerse con Constantinopla, conquistarla, pues se
trata de un verdadero símbolo para comprender el desarrollo de la historia de
Rusia[184]. Hay un pasaje de la
novela Anna Karénina que desagradó
profundamente a Dostoyevski, y le hizo en parte cambiar de opinión sobre el
personaje de Levin, ya que ese pasaje aparece en la última parte de la inmortal
novela de Tolstoi, en la octava, concretamente en el capítulo XVI, y para
cuando se publicó, ya Dostoyevski había emitido importantes opiniones sobre ese
personaje, considerado por Thomas Mann como un alter ego del propio Tolstoi[185].
Sobre tal pasaje, que es un diálogo que mantienen Levin, su hermano de madre Serguiéi
Ivánovich Koznyshov, Fiodor Vassilyevich Katávasov (amigo intelectual de Levin de su
época universitaria), el príncipe
Alexander Dmitrievich Scherbatski (el padre de Kiti, la esposa de Lievin) y
Dolli (la hermana de Kiti), han llamado la atención diversos críticos,
mereciendo la pena recordar especialmente a León Chestov[186]. En ese diálogo, ante ciertas palabras del príncipe
que suponían una ridiculización y una mofa del papel de las tropas rusas en la
guerra balcánica de 1876, cuando Rusia acudió en ayuda de Serbia y otros
territorios frente a Turquía, Serguiéi Ivánovich le reprende, pero Levin
interviene diciendo que «yo no
veo en eso ninguna chanza». Como Serguiéi le interrumpiera y dijese, entre
otras opiniones, que «hoy, el pueblo ruso, pronto a sacrificarse y levantarse
como un solo hombre para salvar a sus hermanos, hace oír su voz unánime», Levin
le replica «tímidamente»: «Perdón. No se trata sólo de sacrificarse, sino de
matar turcos. El pueblo está dispuesto a hacer bastantes sacrificios cuando se
trata de su alma, pero no a cumplir una misión mortífera»[187]. En el Diario de un escritor (año 1877, julio –
agosto, cap. I, I), habla Dostoyevski de la publicación de esa octava parte,
que ha sido rechazada por la dirección de El
Mensajero Ruso (Ruskii
Vestnik),
precisamente por cómo se trata en ella
«la cuestión de Oriente y la guerra del año pasado»[188].
Pero es en el cap. II, I, del año y meses citados del Diario, donde Dostoyevski vierte su nueva opinión sobre Levin y sobre
el modo, inaceptable para él, en que Tolstoi se burla de los soldados rusos.
Dice que continúa creyendo, «invariablemente, en la pureza de su corazón», el
de Levin, que es lo que había expresado con anterioridad, antes de que se
publicase la octava parte de marras. Pero ya no lo considera «pueblo», ya no ve
a Levin identificado con el pueblo ruso. «No es Levin—dice ahora
Dostoyevski—una personalidad actual, viva, sino sólo una figura fantástica,
creada por el escritor; pero ese escritor, que tiene un talento enorme, un
ingenio notable y es hombre al que estima toda la Inteligencia rusa, encarga a
esa figura fantástica de exponer también sus ideas personales, las del autor,
lo que se advierte, sobre todo, en esa parte última, poniéndose en abierta contradicción
con la actual realidad rusa […] …al hablar del inexistente Levin hablamos
realmente de las ideas de uno de los principales rusos de nuestro tiempo. Y
esas ideas se refieren a la actual gesta rusa: la guerra balcánica. Lo esencial
de esas ideas se reduce, si he entendido bien al autor, a decir que nuestro
pueblo no comparte en modo alguno nuestro llamado movimiento nacional en pro de
los hermanos eslavos, y más todavía: no lo comprende. Por donde vemos que
también Levin, el hombre de corazón puro, se descuaja y aparta de la gigantesca
mayoría de los rusos»[189].
En lo que
atañe a una de las cuestiones más controvertidas de la llamada «Idea Rusa» en
Dostoyevski, que está latente en las palabras de Versílov, como en las de otros
personajes del novelista en varias de sus obras, y que es la cuestión del
«mesianismo», la concepción «mesiánica» de Rusia como pueblo elegido, ya la
abordé, como dije antes, en mi ensayo sobre El
idiota, donde resumí la valoración que hace Berdiaev de esta concepción en
su estudio El espíritu de Dostoyevski.
No cabe duda de que se trata de un asunto estrechamente vinculado a la
disciplina que llamamos Filosofía de la Historia, y en este sentido no está de
más recordar que fue precisamente Berdiaev, en el pequeño Prefacio a su libro El sentido de la Historia, el que dijo
que los pensadores rusos se habían ocupado sobre todo de Filosofía de la
Historia durante el siglo XIX, siendo su vocación «la de construir una
filosofía religiosa de la historia» [190].
Sólo quiero añadir que, como he tratado de mostrar en las frases de Dostoyevski
del discurso sobre Puschkin, no puede eludirse en él una evolución de su idea
mesiánica sobre Rusia, en cuanto que se muestra mucho más conciliador y mucho
menos integrista o nacionalista que algunos destacados eslavófilos que lo
tomaban a veces como su jefe de filas. Esta evolución, este alejamiento de la
idea reduccionista sobre Rusia en el último Dostoyevski, la admite sin reservas
Berdiaev. La había subrayado con anterioridad, en un brevísimo ensayo de 1915, El alma de Rusia, en el que afirma:
«Dostoyevski proclamó directamente que el hombre ruso es un hombre universal,
que el espíritu de Rusia es un espíritu universal, interpretando la misión de
Rusia de una manera contraria a como la entienden los nacionalistas»[191].
Aun siendo tan breve, se trata de un ensayo en el que Berdiaev hace una
formidable síntesis, muy pedagógica, de las ideas de los rusos sobre Rusia, y
como se trata de un pensador que por encima de todo persigue la búsqueda de la
verdad, esto es, la no tergiversación de las ideas, ni su manipulación
tendenciosa, no tiene ningún escrúpulo en reconocer que Rusia es, al mismo
tiempo, el país menos chovinista del mundo y el más nacionalista. Incluso se
muestra muy crítico con su admiradísimo Dostoyevski, al admitir que el gran
escritor propagó a veces un nacionalismo muy sofisticado, en el que no sólo
llamaba a la persecución de los judíos y los polacos, sino que le niega «al
Occidente cualquier derecho de pertenecer al mundo cristiano»[192].
Estas última palabras entrecomilladas, se basan, naturalmente, no sólo en lo
que afirman algunos personajes de Dostoyevski, por ejemplo el príncipe
Mischkin, sino en lo que escribió en el Diario
de un escritor (mayo-junio 1877, cap. III) el novelista acerca de que el
Papado de Roma, con sus deseos impúdicos de poder temporal, es la plasmación
viva de una de las tentaciones de Jesús en el desierto, y que la idea del Papado
y la idea religiosa son, no ya distintas, sino antagónicas[193].
El propio Berdiaev—así como antes de él Soloviev— se pronunciará en contra de
estas opiniones, diciendo que Dostoyevski fue injusto con el catolicismo
romano.
Llegados a
este punto, sí quiero hacer de nuevo un inciso que me parece importante. La
amistad entre Dostoyevski y Vladímir Soloviev se inició en 1873. Éste último
tenía tan sólo veinte años, pues había nacido en enero de 1853. Por entonces,
sus conocimientos de Historia, Filosofía, Literatura, Teología, Física y
Matemáticas eran bastante considerables. Después de Dostoyevski, y en un plano
desde luego muy distinto, probablemente haya sido el mayor pensador que ha dado
Rusia al mundo. Desde luego, el más original, junto con su inmortal amigo
Fiodor Mijaílovich. Entre las conversaciones que mantenían, Rusia debía estar
muy presente. No estamos autorizados a afirmar que las ideas sobre Rusia de
Soloviev pudiesen haber influido de manera decisiva en Dostoyevski, pues
todavía era aquél muy joven. Sí influyeron en materia religiosa; mejor dicho,
en la relación entre el problema de Dios, el del mal y el de la libertad. En
cualquier caso, las ideas de Soloviev sobre Rusia han de ser tenidas en
consideración al hablar de las ideas de Dostoyevski sobre esta delicada y
controvertida cuestión. Soloviev fue un espíritu muy abierto, que evolucionó
considerablemente durante toda su vida. El 23 de mayo de 1888 dictó una conferencia
en París, titulada La Idea Rusa [194],
que no sólo es un texto de presentación de su célebre, extenso y meditado
estudio Rusia y la Iglesia Universal [195],
sino que marca un cambio de orientación en su pensamiento, que se hace aún más
ecuménico, que ya lo era, y más escatológico, más apocalíptico, como demostrará
abiertamente en sus textos finales, en concreto Los tres diálogos y el Relato del Anticristo [196].
He citado en nota estos escritos, basándome en las ediciones que poseo y he
leído. En 1875, mientras El adolescente
iba siendo redactado, Soloviev fue invitado a Yasnaia Poliana, ejerciendo una
clara influencia en León Tolstoi, como reconoció el propio conde en una carta al
crítico literario Nikolay Strájov (1828-1896) fechada el 25 de
agosto de ese año[197]. No es
propósito de este ensayo ocuparse de Soloviev, pues nos apartaríamos por
completo de su principal objetivo. Pero no está de más recordar algunas de las
principales ideas que tenía Soloviev sobre Rusia en 1888, a pesar de que debían
haber cambiado respecto a las que pudiera haber profesado en los años en que
mantuvo su amistad con Dostoyevski, que, en realidad, sólo se rompió por la
muerte del novelista. En realidad, durante esos años de amistad con el
escritor, las ideas de Soloviev sobre Rusia no se habían aún concretado ni
tomado carta de naturaleza. A principios del decenio de 1880, muerto ya
Dostoyevski, se interesa Soloviev por la cuestión polaca y por el judaísmo, acentuándose
su pensamiento ecuménico, que, seguramente, hubiese ofrecido puntos de
discrepancia con la visión de Dostoyevski sobre estos asuntos tan espinosos.
Lo que yo quiero resaltar de
la mencionada conferencia de Soloviev de 1888, es únicamente lo siguiente (cito
textualmente o bien resumo con la mayor concisión posible): «La idea
de la nación no es lo que ella misma piensa sobre sí en el tiempo, sino lo que
Dios piensa sobre ella en la eternidad».
Soloviev se muestra contrario al nacionalismo burdo y excluyente, que es una
nueva forma de idolatría. Las naciones, como los seres humanos individuales,
son también seres morales. Para saber los verdaderos intereses de una nación y
su real misión histórica, el único medio seguro es preguntarle al pueblo de esa
nación qué opina sobre ello. Tal medio empírico es inaplicable allí donde la
opinión de la nación se fragmenta. Esta opinión, en Rusia, en 1888, es, como
mínimo, triple: a) la del presente, esto es, la oficial; b) la del pasado, es
decir, la de los «viejos creyentes»; c) la del futuro, o
sea, la de los nihilistas. «El sentido de la existencia de las naciones no está
en ellas mismas, sino en la humanidad». La verdadera idea substancial de la
humanidad «se encarnó cuando el
centro absoluto de todos los seres se abrió en Cristo». Para Cristo, todas las
naciones «existían sólo en su unión moral y orgánica, como los vivos miembros
de un solo cuerpo espiritual y real». En el pensamiento eslavófilo de Iván Aksakov
(1823-1886)[198] hay sin duda aspectos
positivos. La posición de Aksakov se dirige contra la estatalización de la
Iglesia y también se muestra claramente contrario a cualquier forma de
persecución religiosa. Soloviev está completamente a favor de la reconciliación
con Polonia y de detener la rusificación de este país de mayoría católica. La
Iglesia universal debe admitir la diversidad existente entre las naciones y los
Estados. La Idea Rusa consiste en reconstruir en la tierra la imagen de la
Santísima Trinidad. Para la realización de esta Idea, Rusia no tiene «que actuar
en contra de las otras naciones sino con
ellas y para ellas. Porque la Verdad
es solamente la forma del Bien, y el Bien no conoce la envidia».
Sobre el
supuesto antijudaísmo de Dostoyevski, en cuya valoración no podemos tampoco
entrar aquí, remito al lector a lo que el propio autor dice en su descargo
sobre tan grave acusación en el Diario de
un escritor (marzo 1877, cap. II), contestando a «una carta de un hebreo
cultísimo, que me ha interesado extraordinariamente», que le inculpa de «mi
“odio a los hebreros como pueblo”»[199].
Dostoyevski, deliberadamente, mantiene en secreto el nombre de ese judío, que
no es otro que Avraam Uri Kovner (1842-1909), identificado con el nombre de
Albert Kovner por Cansinos Asséns en una nota al pie. Por cierto, resulta muy
clarificadora otra nota al pie de Cansinos, en esa misma página del Diario, en donde llama la atención del lector
sobre el distinto significado que tiene en Dostoyevski, en un mismo texto, el
término «hebreo» (ausente de carga despectiva) y el vocablo «judío» (que sí
entraña una crítica). Sí estimo oportuno, no obstante, en relación con el
«antijudaísmo» de Dostoyevski, rememorar que, en las páginas del capítulo del Diario a las que me estoy refiriendo, el
novelista arguye que está fuera de duda el sometimiento al punto de vista judío
de la política conservadora británica del primer ministro Benjamín Disraeli
(llamado siempre por Dostoyevski, quien recuerda su ascendencia
judaico-española, lord Beaconsfield, pues tal era el título nobiliario que le
concedió su admiradora la reina Victoria)[200],
al igual que afirma que los hebreos han conseguido reducir a la población rusa
indígena de las regiones fronterizas a una situación de dependencia económica,
sin óbice de reconocer que han sabido aprovechar admirablemente las
circunstancias que se les ofrecían. Pero ocho o diez líneas antes, sí les hace
a los judíos de las fronteras una gravísima acusación, pues ya no les recrimina
sólo esa capacidad para subordinar económicamente a sus intereses a aquella
población indígena, sino que los inculpa de evitar por todos los medios la
elevación del nivel cultural de las masas campesinas rusas, evitándoles el
acceso a la ciencia y a la educación en general, pues, a diferencia de otros
pueblos, «los hebreos, dondequiera que se han afincado, han rebajado y
pervertido todavía más al pueblo, dondequiera se ha encorvado más la humanidad
y ha bajado más el nivel de la cultura, cundiendo una miseria negra, inhumana,
y con ella la desesperación»[201].
Incluso les atribuye una grave responsabilidad en la extensión desmedida del
materialismo económico por Europa durante el siglo XIX. ¿Seré yo, por ventura,
un judeófobo?, se pregunta unos párrafos más adelante Dostoyevski. Y se
contesta a sí mismo que está dispuesto a que se amplíen los derechos de los
judíos en Rusia, que los rusos no sienten ningún odio religioso específico
contra los judíos, y que son éstos, con su soberbia y engreimiento de creerse
el único pueblo de la Tierra elegido por Dios, los que están plagados de
prejuicios contra los empobrecidos mujiks
rusos. Al final del capítulo aboga por una reconciliación entre rusos y
hebreos, pues, a no ser que tras el pueblo hebreo se oculte una misteriosa
razón histórica que lo impida, la desigualdad jurídica entre rusos y judíos «no
tardará en desaparecer, y unos y otros vivirán en perfecta armonía y
fraternidad, ayudándonos mutuamente y laborando de consuno en una magna
empresa: la de servir a nuestra tierra, a nuestra nación y nuestra patria»[202].
Por supuesto que, a pesar de esta aspiración sincera, Dostoyevski está
convencido, y lo dice en el mismo párrafo, que el mayor esfuerzo para conseguir
esa armonía, lo habrán de hacer los hebreos, no los rusos, que, por su
idiosincrasia misma, están predispuestos a ello. La cuestión judía se había
planteado con cierta crudeza en Rusia desde el siglo XVIII. Tanto la división
de Polonia como la anexión de territorios en el sudeste, supusieron la
incorporación de numerosos súbditos judíos en Rusia. En 1804, bajo Alejandro I,
se promulgaron leyes que impidieron a los judíos establecerse en las regiones
centrales de Rusia. En las provincias occidentales y meridionales, un «estatuto
de residencia», fijaba con precisión el asentamiento de la población judía. No
obstante, bajo Alejandro III, muerto ya Dostoyevski, las leyes que regulaban
estos asentamientos judíos fueron aún más restrictivas[203].
Tampoco puede ser olvidado el hecho de que un número significativo de
revolucionarios y de destacados miembros de la intelligentsia rusa del siglo
XIX eran de origen judío. Por ceñirnos sólo a la época en que estuvo activo
como escritor Dostoyevski, recordemos a Nikolai Isaakovich Utin (1841-1883),
adversario de Bakunin y entusiasta de Marx, emigrado forzoso en 1863; numerosos
judíos de la segunda etapa (desde 1876) de la organización revolucionaria
clandestina Zemlia i volia («Tierra y
libertad»); Mark Andreyevich Natanson (1850-1919), a cuyo alrededor, en octubre
de 1869, surgió la llamada «comuna de la Malaya Vul’fovaya» (por el nombre de
la calle de Petersburgo donde tenía su sede), cofundador de la segunda época de
Zemlia i volia y alma del grupo
populista revolucionario de los chaikovtsy;
Leo Jogiches (Leon Tyszka, 1867-1919), marxista de origen lituano y compañero
durante algunos años de Rosa Luxemburgo; Aaron Samuel Liebermann (1845-1880),
destacado socialista de origen lituano que se mostró muy activo en torno a 1876;
Rosalia Markovana Bograd, compañera sentimental de Georgi Plejánov (1856-1918),
fundador del marxismo en Rusia; Lev Deutsch, deportado a Siberia en 1884; Pavel
Axelrod (1850-1928), primero bakuninista y después marxista que llegó a ser dirigente
menchevique; así como muchos otros[204].
Algunos
destacados pensadores y ensayistas liberales europeos han mostrado un grave
desconocimiento del pensamiento de Dostoyevski, haciendo de él una caricatura
esperpéntica, y en parte se ha debido a que, más que leer con atención sus
novelas y valorar la extraordinaria dialéctica de las ideas que contienen, se
han dejado llevar por una lectura plagada de prejuicios del Diario de un escritor, donde
Dostoyevski, si se lee entero, matiza también considerablemente algunas de sus
más polémicas, controvertidas e inaceptables ideas. El caso más representativo
de lo que digo es el del gran historiador de las ideas y ensayista liberal
inglés—nacido en Riga en el seno de una acomodada familia rusa judía—Isaiah
Berlin, cuyos más conocidos estudios acerca de los pensadores rusos del siglo
XIX fueron compilados por Henry Hardy, ayudado por la señora Aileen Kelly,
especializada en cultura rusa de la decimonona centuria, y publicados en inglés
en 1978. Este mismo volumen ha sido publicado en español bajo el título de Pensadores rusos. Pues bien, llaman al
menos la atención, amén de otras menos relevantes, dos cosas; la primera, es
que en todos los textos, conferencias y artículos recopilados, Berlin no sólo
habla poquísimo de Dostoyevski, dedicándole en total menos de una página, sino
que traza de él una suerte de caricatura, pues lo aborda muy superficialmente.
El que no lo mencione puede tener una explicación, que no comparto, pero que
respeto: el que Isaiah Berlin, como su compatriota Hallett Carr, no considere a
Dostoyevski un pensador; ya lo hemos dicho, y no vamos a insistir más en ello:
no es, por supuesto un filósofo académico, un filósofo sistemático (como
tampoco lo fueron Herzen, o Bakunin o Tolstoi, a los que sí dedica enjundiosas
páginas Isaiah Berlin en ese mismo volumen), pero muchos estamos convencidos de
que se trata del más grande pensador de toda la historia de Rusia. La segunda
observación, es que Berlin falta a la verdad, precisamente por simplificar en
exceso y hablar de oídas. En el Apéndice del libro, afirma estar de acuerdo con
la opinión de los liberales contemporáneos de Dostoyevski, quienes lo califican
de «leal partidario de la autocracia y un irremediable reaccionario»[205].
Pocas veces he asistido a un despropósito semejante, y más viniendo de una
inteligencia lúcida como la del citado ensayista británico. No tengo más
remedio que traer aquí a colación—podría traer muchas más—unas palabras de
Dostoyevski que reproduce Pareyson: «Le diré que soy un hijo del siglo, hijo de
la incredulidad y de la duda: lo soy hoy y lo seré hasta la tumba. Cuantos
atroces tormentos me ha costado y me cuesta esta sed de creer, tanto más fuerte
en mi alma cuanto más encuentro en mí argumentos contrarios. // Esos bellacos
me han echado en cara mi fe retrógrada en Dios. Aquellos imbéciles no han visto
ni siquiera en sueños una potencia de negación similar a la que he plasmado en
mi Leyenda del Gran Inquisidor y en el capítulo que la precede. Su estupidez no
podrá jamás imaginar el poder de negación que yo he conocido. Toca precisamente
a ellos darme la lección. En materia de duda ninguno me vence. No es como un
niño que yo profeso a Cristo. ¡Mi hosanna
ha pasado a través del crisol de la duda!»[206]
Esta misma lucha, este mismo debate interno, esta duda y este inexistente
maniqueísmo, también lo hallamos cuando Dostoyevski se refiere a Rusia y su
destino. Pensamientos contradictorios, sí, pero no simplistas, ni
reduccionistas, ni mucho menos fundamentalistas o nacionalistas. Calificar de
integrista o de reaccionario a un hombre como Dostoyevski, en materia
religiosa, política, estética o social, es signo evidente de una profunda
ignorancia sobre un autor tan grande, tan inabarcable e incapaz de ser reducido
a cómodas, y, por lo general, falsas taxonomías ideológicas.
Después de referirse a Rusia, es cuando Versílov le
habla a su hijo del ateísmo. «Ellos» son los europeos, que ya han comenzado a
apartarse de Dios. Aquí inserta Dostoyevski una de sus más profundas y
hermosas, al tiempo que dolorosas reflexiones sobre una Humanidad sin Dios, en
la que los hombres sentirían una inmensa orfandad, se sentirían enormemente
solos y desvalidos, y por eso se apretujarían unos contra los otros, como
buscando consuelo, un imposible consuelo aquí, en la tierra, desprovista ya de
todo sentido de la trascendencia y definitivamente olvidada del molde divino
con el que el hombre está hecho. Esos hombres, que no tienen fe ya en la vida
eterna y en la resurrección de la carne, sólo podrán contentarse, como lo más
parecido a la inmortalidad del espíritu, aunque no deje de ser una simple
caricatura, con guardar todo el tiempo que puedan el recuerdo de otros hombres
que conocieron, pero ese recuerdo terminará, indefectiblemente, también por
desvanecerse, por diluirse, y de tales hombres no quedará entonces nada. Estas
reflexiones de Versílov sobre el ateísmo se sitúan entre Demonios (1870) y Los hermanos
Karamásovi (1879), es decir, entre las dos obras capitales que abordan el
tremendo problema del ateísmo, íntimamente vinculado al problema del mal, que
ya había sido estudiado de una manera muy profunda en Crimen y castigo (1866). En Raskólnikov nos hallamos ante un
individuo que se cree un superhombre, que mata a la vieja usurera, quien
supuestamente está esquilmando a personas buenas y humildes como su madre y su
hermana, para demostrarse a sí mismo que está por encima de las leyes divinas y
humanas, pero, finalmente descubre que no es más que un hombre corriente; menos
aún: un piojo. Raskólnikov, y en ello cumple un papel muy importante el ejemplo
de Sonia Marmeládov, esa María Magdalena rusa, sólo al final reconoce su culpa,
se arrepiente sinceramente y acepta el merecido castigo de ser deportado a
Siberia. Raskólnikov ha elegido, pues, el camino del arrepentimiento y del
bien, diciéndonos el novelista, al final de la narración, que comenzaba para él
y para Sonia una nueva vida, abriéndose de par en par la puerta de la esperanza.
La creencia en Cristo es determinante para que comience a removerse la
conciencia de culpa de Rodion Románovich. En Demonios nos encontraremos con los nihilistas ateos más
arquetípicos de Dostoyevski hasta ese momento, hombres que, precisamente por su
ateísmo, son capaces de encarnar el mal en estado puro, absoluto, cual es el
caso de Piotr Verjovenski, y, sobre todo, de Nicolai Vsevolódovich Stavroguin, que terminarán por
diluirse en la nada, suicidándose. El ingeniero Aléksieyi Kirillov, a
diferencia de Verjovenski y de Stavroguin, está absolutamente obsesionado con
el problema de la existencia de Dios, pues, para él, si Dios existe el hombre no
es libre, y si Dios no existe el hombre sí es libre, y el único modo de poder demostrar
esa libertad es matándose, quitándose el hombre la vida. Esta es la «idea» de esta patética y atormentada
encarnación dostoyevskiana, pues a Kirillov se lo «tragó su idea»; su suicidio
es un suicidio «lógico», y, al mismo tiempo, absurdo: también acabará
diluyéndose en la nada. Después viene, en 1879, la gigantesca y extraordinaria
figura de Iván Karamásov, otro ateo, un intelectual, pero en su caso, lo que no
disminuye un ápice el profundo error de su increencia, un ateo que, como le
dice a su hermano Alíoscha, no puede creer en Dios por el inútil sufrimiento
que padecen los hombres, especialmente los niños, sufrimiento que sería
permitido por ese Dios en el que creen Alíoscha y el stárets Zósima. Iván, asimismo, se disolverá también en la nada, pero
no a través del suicidio, sino de la locura en la que se internará para
siempre.
Versílov, por
su parte, está convencido de que ese día llegará, el día en que la Humanidad
europea abrace el ateísmo, y ése será el día postrero, último, de la Humanidad.
¿De verdad se está refiriendo Versílov sólo a Europa? No lo creo; es más: ni
siquiera fundamentalmente. Versílov-Dostoyevski está pensando en Rusia, en el
futuro de Rusia, y por eso tenía tanta razón Dimitri Merejovski al calificar a
Dostoyevski de profeta, de profeta de la Revolución rusa, que él prevé como
nadie en Rusia y en el mundo, y la prevé porque está atento al comportamiento
de esos «demonios», esos jóvenes nihilistas que creen en la justicia social y
en la igualdad, pero no creen en Dios, y tanto la justicia social, como la
igualdad, pero, sobre todo, la libertad, no son posibles sin Dios. El ateísmo
entraña una profunda animadversión a Cristo y al Reino de Dios, como ha sabido
ver el filósofo alemán Reinhardt Lauth[207].
El adolescente no entra en las
abismales profundidades de las otras dos novelas en relación al problema del
mal, del ateísmo y de la libertad, que, en el fondo, se resumen en el problema
de Dios, que es el problema capital y decisivo para Dostoyevski. Esto lo ha
entendido muy bien, a mi juicio, Luigi Pareyson, como también lo comprendieron
antes de él León Chestov y Nicolás Berdiaev. Pero es Pareyson el que más
insiste en la decisiva importancia que tiene la libertad para Dostoyevski, pues
sin libertad no existe Dios y sin Dios no hay tampoco libertad. La libertad del
hombre, y esto se puede deducir perfectamente de las grandes novelas
dostoyevskianas—Henri Troyat decía que «como todas las grandes novelas de
Dostoyevski, El adolescente es la
historia de una lucha por la libertad»[208]—,
es ilimitada, esto es, ilimitada para elegir entre el bien y el mal, entre
creer en Dios y en Cristo, que le conducirá a la paz, a la unidad del ser y a
la salvación en el amor al prójimo, o no creer más que en el hombre, un
hombre-Dios que se cree por encima de cualquier ley, y que, por eso mismo,
acaba cayendo en la arbitrariedad, en la amoralidad, en la destrucción de la
vida, en la negación de la unidad ontológica del ser y en el abandono en la
nada y en la intrascendencia. Pero Dios prefiere que el hombre lo niegue, que
el hombre se entregue desaforadamente a hacer el mal, a que el hombre pierda su
libertad intrínseca, connatural, insustituible, su más preciado tesoro, aquello
que, en última instancia, lo distingue de cualquier otra criatura. La libertad
ilimitada es libertad de elegir, ética de la responsabilidad, pero el bien no
puede ser impuesto, porque, como muy bien argumenta Pareyson, el bien como
imposición deja de ser bien para convertirse en algo malvado y perverso. Dios
prefiere ser negado, inmolado por el hombre, con tal de que éste no pierda su
auténtica libertad[209].
Al final siempre vence el bien, e incluso un ateo auténtico es preferible a un
indiferente en relación a la creencia en Dios, pues el ateo, o la persona
malvada, aún puede arrepentirse y elegir el camino del bien. Ésta es la
pavorosa tragedia del hombre, que escrutó como nadie en el mundo Dostoyevski,
la tragedia de la libertad que permite al hombre elegir entre Cristo o el
demonio, una criatura esta última que es esencialmente parasitaria, parasitaria
del hombre y de la realidad de la unidad del ser, y que sólo puede rozar la
realidad a costa de destruir la integridad trascendente y divina que hay en el ser
humano. La tragedia de la libertad, que es al mismo tiempo la tragedia del
hombre y que presupone inexcusablemente la existencia de Dios y el infinito
sacrificio de Cristo, es lo que niega, rechaza, desprecia y trata de borrar de
la faz de la Tierra el ateísmo, el totalitarismo, el nihilismo, el comunismo,
cuya más arquetípica encarnación literaria es el anciano inquisidor español, el
nonagenario cardenal que, en la Sevilla del siglo XVII, habla y habla y habla
ante el Verbo que ha vuelto de nuevo, por una sola vez, antes de su última
venida; el Verbo, el auténtico Hijo del Hombre, que permanecerá mudo durante
horas delante de ese símbolo del Poder, de la negación de la libertad y de la
negación de la trascendencia divina que hay en el hombre. Un silencio tremendo,
que paraliza el movimiento de los astros y detiene por un instante el curso de
la vida, un silencio como no lo ha habido antes ni lo habrá nunca después, un
silencio infinitamente elocuente, ensordecedor, que desesperará a quien no
puede comprender que el Verbo hecho carne, Cristo, se haya atrevido a venir
otra vez a la Tierra, a estar entre los hombres, a incrementar aún más si cabe la
protección hacia esa libertad ilimitada que Él defiende para la criatura humana,
y no lo entiende porque esa libertad supone infelicidad, desasosiego, angustia,
ineludible necesidad de elegir, cuando los hombres, para ese anciano
aparentemente inocente e inofensivo, pero que representa el mal, no necesitan
para nada la libertad, sino estar contentos, ser felices, pues ellos son como
niños a los que hay que guiar; mejor aún, no como niños, sino como un rebaño,
como un inmenso hormiguero. Ese mismo hormiguero acabará creciendo y creciendo
con la Revolución bolchevique, vaticinada por Dostoyevski como por ningún otro
espíritu europeo, y es que el veneno de la Revolución estaba ya inoculado en el
ateísmo nihilista de muchos intelectuales de la intelligentsia rusa de la época en que escribía el genial
novelista. Varias décadas después, otro poco conocido y prematuramente
desparecido, pero gran escritor, el austriaco de origen húngaro Ödön von
Horváth (1901-1938), lo plasmó en su magnífica novela Juventud sin Dios (1937), en la que un maestro, un educador,
representante de una de las profesiones más nobles que existen, asiste al
desprecio más absoluto de los valores éticos más elementales en una sociedad en
la que crece el monstruo del nacionalsocialismo, del nazismo alemán, un
monstruo infinitamente malvado que destruye la esencia misma del hombre
convirtiéndolo en un mero instrumento, en el engranaje de una maquinaria
infernal y diabólica que será capaz, nada menos, que de convertir el crimen en
un asunto de eficacia científica y de asesinar en masa a millones de seres
humanos por el solo hecho de pertenecer a una raza considerada inferior. En su
última novela, Un hijo de nuestro tiempo
(1938), publicada ya después de su muerte, Ödön von Horváth aborda de nuevo el
odio que se apodera del ser humano en una sociedad alienada, en una sociedad
sin Dios, como la que construye la Alemania hitleriana[210].
Todo este horror ilimitado, producto de la libertad ilimitada del hombre, ya lo
previó Dostoyevski. Fue Camus, en El
hombre rebelde, quien dijo aquello de que una libertad ilimitada conduce a
un despotismo ilimitado; sin embargo, la libertad debe ser ilimitada,
necesariamente, pues, de lo contrario, no sería libertad. Es el hombre, con su
trágica capacidad de elegir, el único que puede comprometerse con el bien y con
la verdad, optando por Cristo, por el amor a Cristo, que es optar por el amor
al hombre concreto, individual y personal. Al hacer esta elección, libremente,
sin coacción ni imposición alguna, el hombre pone freno a esa libertad
ilimitada, y es entonces cuando acepta el orden divino, la unidad del ser, la
vida vivificante de la salvación en Cristo. Pero aunque la libertad ha sido
reconducida, ha sido orientada al seno del Padre, continúa siendo libertad
ilimitada, que, en cualquier momento puede producir un brusco giro en la
conducta del hombre. Por eso dice Dostoyevski que no concibe la fe sino en el
piélago proceloso de la duda, una duda que lo acompañará siempre, hasta el
momento mismo de su muerte corporal. La libertad, pues, es asumir la propia
responsabilidad. Por eso enfatiza Pareyson que Dios prefiere que el hombre lo
niegue a que el hombre pierda su libertad. La libertad del hombre es también la
libertad de Dios. En sus novelas, en sus escritos, en sus cartas, como en
aquella que le escribe en 1854 a Madame von Vizine, se diferencia
sustancialmente Dostoyevski de los eslavófilos, pues en éstos pesaban sobre
todo la tradición, las costumbres religiosas, la fe de los antepasados, la fe
ortodoxa de Rusia, y en Dostoyevski la fe se cimenta sobre la duda, como en
nuestro don Miguel de Unamuno. La fe y la duda son dos abismos inseparables.
Decía Santa Teresa de Jesús que no temía el infierno por su penas, sino porque
es un sitio donde no se ama. El amor al prójimo, el amor desinteresado,
servicial y profundo a tu prójimo, que es tu hermano, aunque sea tu enemigo.
Parece una doctrina moral inhumana, pero así lo ha dispuesto Dios, de tal modo
que el hombre elija con absoluta libertad ese sentido del amor; si no lo elige,
se estará condenando a sí mismo, se adentrará en ese infierno imaginado por la
gran mística de Occidente, nuestra santa de Ávila, un infierno seco, estéril,
sin vida, pues se halla desprovisto de amor, que es lo único que puede redimir
al hombre y hacerlo verdaderamente hombre, no un homúnculo, un malvado, un instrumento,
un robot o un alienado.
No puedo
compartir, y me parece que es fruto de una lectura superficial o de una
preocupante incomprensión, la opinión del historiador polaco Waliszewski al
afirmar que «Dostoyevski es esencialmente comunista. La libertad y el
perfeccionamiento individuales le importan poco»[211].
A no ser que emplee el término «comunista», cosa que no creo, en su sentido
originario de «comunidad de bienes», como ocurría en la Urgemeinde (Comunidad cristiana primitiva de Jerusalén, dispersada
en el año 70 de nuestra era), decir que Dostoyevski es un comunista es un
despropósito. Sus palabras contra el Socialismo ateo y contra los comunistas en
el Diario de un escritor son, a este
respecto, inequívocas. En las páginas del Diario
correspondientes a marzo de 1876, cap. I, IV, antes de arremeter contra la
burguesía francesa revolucionaria de la época de la Convención republicana,
leemos: «Por lo demás, también la República [Francesa] está abocada a una
lucha, si no con Alemania, sí con un enemigo todavía más peligroso: con el
enemigo de toda Europa: el comunismo y el socialismo»[212].
Y eso que tampoco tiene empacho en reconocer, como lo hace en ese mismo
capítulo del Diario, unas líneas más
adelante, que la República burguesa surgida en Francia después del
destronamiento de Luis XVI, fue la forma más eficaz y el más formidable dique de
contención frente al comunismo. En efecto, ni Robespierre, ni Saint-Just ni los
otros miembros del Comité de Salud Pública eran comunistas, sino defensores de
la propiedad privada. Aún más increíble, sin embargo, es tachar a Dostoyevski
de indiferente hacia la libertad y la perfectibilidad moral del ser humano.
Todas sus grandes novelas demuestran lo contrario, todos sus escritos. Junto
con Cervantes, Dostoyevski es el más ardiente defensor de la libertad que haya
existido en la literatura en todo el mundo, pero, claro está, como ya hemos
insinuado, de una libertad originaria, no vicaria ni subordinada; una libertad
radicalmente libre, no una parodia de ella. Si algo nos enseñan los torturados
personajes de Dostoyevski es que, para alcanzar el bien, es necesario, casi
siempre, pasar por la experiencia del mal (hay poderosas excepciones, entre
otras el príncipe Mischkin, el obispo Tijón o el stárets Zósima). Su deseo es que el hombre se haga mejor, más
perfecto moralmente, y, para ello, no tendrá más remedio que expiar sus pecados
a través del castigo y del sufrimiento. No es posible la libertad ni la
perfección moral sin el sufrimiento. En este caso, no el sufrimiento inútil al
que se refiere Iván Karamásov, sino el sufrimiento que nos redime de las culpas
una vez que nos hayamos sinceramente arrepentido.
En 1930,
Ortega y Gasset fue uno de los espíritus europeos que con mayor clarividencia
enjuiciaron la perversión moral y política que se escondía tras los regímenes
totalitarios entonces triunfantes, a saber, Italia y Rusia: «Bajo las especies
de sindicalismo y fascismo aparece por primera vez en Europa un tipo de hombre
que no quiere dar razones ni quiere tener
razón, sino, sencillamente, se muestra resuelto a imponer sus opiniones. He
aquí lo nuevo: el derecho a no tener razón, la razón de la sinrazón»[213].
Y, más adelante, dice lo siguiente sobre el marxismo del régimen soviético: «Así,
en Moscú hay una película de ideas europeas—el marxismo—pensadas en Europa en
vista de realidades y problemas europeos. Debajo de ella hay un pueblo, no sólo
distinto como materia étnica del europeo, sino—lo que importa mucho más—de una
edad diferente de la nuestra. Un pueblo aún en fermento; es decir, juvenil. Que
el marxismo haya triunfado en Rusia—donde no hay industria—sería la
contradicción mayor que podía sobrevenir al marxismo. Pero no hay tal
contradicción, porque no hay tal triunfo. Rusia es marxista aproximadamente
como eran romanos los tudescos del Sacro Imperio Romano» [214].
Después de caída del Muro de Berlín y de la desintegración de la URSS, parece
que el tiempo le ha dado la razón a Ortega. En cuanto a Dostoyevski, es lo más
probable que no se hubiese sorprendido, caso de haberlo conocido, del marxismo
soviético como ideología que quiere arrancar en el hombre la idea de Dios,
sustituyéndola por la nueva religión comunista, pues él prevé esa etapa de la
historia de Rusia, pero sí hubiese pensado en el carácter epidérmico de ese
mismo marxismo entre las amplias capas del campesinado y del pueblo ruso, como
de hecho así ha sido.
La íntima
conexión entre los regímenes totalitarios de la primera mitad del siglo veinte—el
bolchevismo soviético, el fascismo italiano y el nacionalsocialismo alemán—, ha
sido estudiada con rigor histórico por varios autores sobradamente conocidos,
entre los que destaca especialmente Hannah Arendt, aunque la pensadora alemana
de origen judío matiza con inusual objetividad que, a pesar de lo orgulloso que
se sentía Mussolini de la expresión «Estado totalitario» aplicada a su régimen,
«no intentó establecer un completo régimen totalitario, y se contentó con una
dictadura y un régimen unipartidistas»[215].
En apoyo de lo que dice, aduce que la «prueba de la naturaleza no totalitaria
de la dictadura fascista es el número sorprendentemente pequeño y las
sentencias relativamente suaves impuestas a los acusados de delitos políticos»[216].
Hannah Arendt tiene completa razón en su análisis, y, sin ánimo, ni mucho
menos, de corregirla, sí debe admitirse que el régimen fascista italiano es
completamente totalitario, al menos en teoría, pues se cumplen los dos
requisitos básicos para que tal régimen político sea posible y exista: que el
Partido único se identifique con el conjunto del Estado, y que el individuo
concreto sea sacrificado a la consecución de fines estatales. Pero a quien yo
quería mencionar aquí, con el fin de apuntalar aquella conexión, sobre todo
entre el totalitarismo comunista soviético y el nacionalsocialista alemán, es
al eminente sociólogo Waldemar Gurian (1902-1954), que, siguiendo los pasos
dados por Nicolás Berdiaev, demuestra rigurosamente el carácter religioso del bolchevismo y del
hitlerismo, esto es, el propósito demoniaco de sustituir la religión de Cristo
por un nuevo culto y una nueva Iglesia,
atea, laicista y amoral, sustentada en horrendos crímenes y en un inenarrable
Estado policíaco. Todo ello, como hemos reiterado, lo entrevió con prístina
claridad y lucidez extrema Dostoyevski con su Gran Inquisidor[217].
Versílov se
define a sí mismo, delante de su hijo, como un «deísta filosófico», esto es
como un hombre que cree en Dios como si Dios fuese una necesidad de la razón,
al modo de Voltaire y otros philosophes
de la Ilustración francesa; pero esta opinión que Versílov tiene de sí mismo es
inexacta y demasiado modesta. El desarrollo de la novela, las mismas palabras
que acaba de decir ante Arkadii sobre una Humanidad sin Dios, nos lo muestran,
no como un «deísta», sino como un teísta, un hombre que cree en un Dios
personal. Su hijo (3ª parte, cap. IX, I) lo consideraba como un misionero, un
hombre que «llevaba en el corazón el Siglo de Oro y conocía el porvenir del
ateísmo, […] un tipo de hombre que renunciaba a todo y se erigía en vocero de
la ciudadanía universal y del principal pensamiento ruso, de la fusión de todas las ideas».
En aquella
conversación a que hemos aludido ya en que, como muestra palpable del
desdoblamiento y del pensamiento contradictorio y equívoco frecuente en
Versílov, éste le dice a su hijo aquello de la imposibilidad del hombre de amar
a su prójimo, también le manifiesta: «… porque nuestro ateo ruso, cuando es
ateo de veras y con algún talento…, es el hombre mejor del mundo, siempre
propende a dar gusto a Dios, porque es infaliblemente bueno, y es bueno porque
se halla inconmensurablemente satisfecho de ser… ateo». El propio Arkadii se da
cuenta inmediatamente de la inmensa bruma que planeaba sobre estas frases, de
lo escurridizo que resultaba su padre en materia de religión. No lo fue, sin
embargo, o mucho menos, al evocarle ese hipotético pero factible futuro de una
Humanidad sin Dios.
VIII
Uno de los
aspectos más complejos de El adolescente
en general y del personaje de Versílov en particular, es la figura o presencia
del «doble», en alemán Doppelgänger,
que en Dostoyevski constituye uno de los recursos fundamentales, desde el punto
de vista literario, psicológico, metafísico y espiritual, de algunas de sus
novelas más importantes, si bien lo aborda desde dos perspectivas que ofrecen
distinta intensidad, o, si se prefiere, planos diferentes: el primero, como
sucede principalmente en su pequeña novela El
doble, supone una innegable manifestación de desdoblamiento del sujeto, que
incluso terminará por desembocar en la locura, pero ese desdoblamiento, esa convicción
del protagonista en la existencia de otro yo igual que él mismo, aún se mantiene
muy alejado de cualquier connotación demoníaca, malvada, perversa; el segundo,
sí entraña ya una profunda inmersión en la más inicua de las facetas del alma,
aquella que la vincula estrechamente al mal, a lo demoníaco, dirigiéndola a la
denigración, al ejercicio de la crueldad, del sufrimiento inútil, hasta que,
finalmente, termina abismándose en la locura o en el suicidio, esto es, en la
disolución en la nada, resultado y conclusión lógica del espantoso vacío
existencial en que ha transcurrido la vida de la persona. A esta segunda
constelación es a la que pertenecen individuos como Iván Karamásov o Nicolai Vsevolódovich Stavroguin, éste último, probablemente,
su más despiadada y abyecta encarnación. También Versílov ofrece una faz de su
personalidad que lo relaciona con lo demoníaco, con lo autodestructivo, con la
vaciedad, la indolencia, la pereza y la disgregación del individuo en la nada;
pero, por fortuna, terminará controlando esta terrible inclinación de su alma,
domeñándola, reduciéndola a unos cauces en los que no pueda volver a desatarse,
y ello es así, ello es posible porque, en el fondo de esa alma desdoblada, hay
todavía una llama religiosa, durante mucho tiempo extremadamente débil, pero que
se mantiene lo suficientemente luminosa para que nunca se extinga por completo
la creencia en Cristo, de igual modo que asimismo acabará por triunfar el bien
en un espíritu tan lacerado por la contienda que se libra en su seno entre el
bien y el mal como el de Dmitrii Fiodórovich Karamásov, pues en él conviven,
quizás más arquetípicamente que en cualquier otro personaje dostoyevskiano, de
modo simultáneo el bien y el mal, la generosidad y la mezquindad, la ruindad y
la nobleza, sobreponiéndose, finalmente, el bien, es decir, esa parte pura,
generosa y honesta que anida en su desdoblado carácter. El caso de Versílov,
como ya hemos tenido en parte ocasión de comprobar, es enormemente complejo por
la propia ambigüedad y el carácter y modo de proceder equívoco, sigiloso,
escurridizo, del personaje, aunque, insistimos, al terminar la novela podemos
estar seguros que su lado positivo ha vencido definitivamente a su lado
negativo, oscuro y más tenebroso. En este sentido, el final de El adolescente, como ha sabido ver Henri
Troyat, nos evoca el de Crimen y castigo.
En el último capítulo de la novela, piensa para sí Arkadii: «Ahora ya ha
transcurrido casi medio año […] muchas cosas han cambiado del todo, y para mí
hace ya mucho tiempo que empezó una nueva vida». Lo que viene después de las Memorias que acaba de escribir,
pertenece ya a otra etapa de su vida, una vida que presumimos nueva y llena de
esperanza. Es muy posible que se decida a entrar en la Universidad. ¿Y
Versílov? ¿Qué ha sido de él transcurridos esos seis meses y después de los
dramáticos hechos ocurridos entre él y Katerina Nikoláyevna, tal y como se
narran al final del capítulo XII de la última parte? Arkadii nos informa con la
suficiente precisión que su padre se ha restablecido bastante, que no se aparta
del lado de Sonia, que incluso ha guardado, después de treinta años, la vigilia
del tiempo de Cuaresma, con la consiguiente satisfacción de Sofía Andréyevna.
Es verdad que rompió pronto el ayuno—«Amigos míos, yo amo mucho a Dios, pero…
de eso soy incapaz»—; no obstante, su relación con Sonia ha cambiado por
completo. Ella le habla y le habla, mientras él escucha apaciblemente,
besándole las manos a su amada, cogiendo el retrato fotográfico de Sonia que una
vez besase y ponderase ante su hijo, y lo besa inundándosele los ojos de
lágrimas. Es decir, que también se abre una nueva vida para el cincuentón de
Versílov, una vida abierta a la esperanza, al calor de la vida hogareña; para
él, un hombre que muchas veces ha estado a punto de caer para siempre por el
precipicio. Pero es la creencia en Cristo la que lo ha salvado, así como el
inmenso amor que le profesa su querida Sonia. El amor salva. En este caso lo ha
hecho. Como lo hizo con Rodion Románovich. Dostoyevski dosifica el destino
trágico, fatal, tenebroso, de sus personajes; de lo contrario, no dejaría
entreabierta ninguna puerta hacia la redención del hombre, hacia su potencial
capacidad para ser bueno y elegir libremente el bien y la moralidad. Pero de lo
que no tiene duda Arkadii es que su padre, al que ahora quiere con toda su
alma, ha sido víctima del desdoblamiento. Lo escribe al final de sus Memorias, en ese último capítulo de la
novela: Versílov, a pesar de la escena con Katerina, no ha padecido «una locura
verdadera, tanto más cuanto que… tampoco ahora está loco. Pero lo del doble, eso sí, lo admito sin ningún
género de duda. Pero, ¿qué es eso del doble? El doble […] no es otra cosa que
el primer grado de cierto trastorno, ya grave, del espíritu, que puede conducir
a un final bastante desastroso».
La
más antigua mención del «doble» se remonta, casi con toda seguridad, a la Meteorologica de Aristóteles, en donde
habla del caso de un hombre cuya vista era débil y confusa, siendo frecuente
que creyese ver, al caminar por la calle, una imagen semejante a la de su
persona frente a él[218].
Esta experiencia de encontrarse con el «doble» de uno mismo, que se denomina
también «autoscopia», es algo similar a una aparición, adquiriendo la forma de
una imagen especular de la persona en cuestión, y de ahí que Aristóteles
mencione varias veces el espejo en el referido pasaje. En cuanto a Sigmund
Freud, la atención que prestó a este fenómeno es marginal en el conjunto de sus
investigaciones. Las precisas definiciones y rasgos distintivos del «yo», del
«super-yo» y del «ello», no se concretan en el caso del «doble». El «yo» es ese
sector de nuestra vida psíquica que garantiza la supervivencia del sujeto y
hace de mediador entre el mundo exterior y el «ello», estando determinado por
las vivencias propias del individuo; el «super-yo» es una instancia especial
del «yo» que se forma en el individuo como consecuencia del largo periodo de
convivencia con los padres, aunque también se agregan a él modelos de otra
índole (educadores, personas ejemplares), de tal manera que su función
principal es la de restringir las satisfacciones primarias o instintivas; el
«ello», cuya única similitud con el «super-yo» es que representa las
influencias del pasado (heredadas en el caso del «ello» y recibidas de los
demás en el caso del «super-yo»), lo que pretende es satisfacer las necesidades
innatas del organismo, pero no las que tienen relación con mantenerse vivo, que
es función del «yo», sino las vinculadas con los instintos, particularmente con
los dos instintos básicos: el Eros y
el instinto de destrucción (este
segundo también llamado instinto de
muerte). Freud define los instintos a los que acabamos de aludir como «las
fuerzas que suponemos tras las tensiones causadas por las necesidades del ello»[219].
El fenómeno del «doble» lo estudia principalmente Freud en un breve artículo de
1919 titulado Das Unheimliche (Lo siniestro; en inglés, The Uncanny). Las opiniones que a
nosotros nos interesan aquí las extraeré de una reconocida traducción francesa
del artículo completo [220].
Lo primero que hay que decir es que lo que Freud estudia bajo ese término de lo
«siniestro» no es ni mucho menos exactamente lo que Dostoyevski aborda en sus
novelas bajo el concepto o la figura del «doble». En síntesis, Freud viene a
decir que lo «siniestro» es un retorno de lo reprimido y supone una lucha entre
el «yo» y el «ello». Lo «siniestro» es lo que inconscientemente nos recuerda
nuestro «ello», es decir, los impulsos reprimidos, que nuestro «super-yo»
percibe como una fuerza amenazadora. Lo inquietante, lo extraño, el
desdoblamiento, tienen para Freud su origen en los fantasmas inconscientes que
se despiertan, quizás por una impresión exterior, después de haber estado mucho
tiempo reprimidos desde la infancia, o bien cuando ciertas convicciones
primitivas, relacionadas por lo tanto con el «ello» y que parecían superadas,
encuentran una nueva confirmación. Desde el primer momento Freud admite que no
dispone, por razones evidentes (las dificultades derivadas presumiblemente del
caótico periodo subsiguiente al final de la Gran Guerra), de los materiales
bibliográficos necesarios para poder llevar a cabo con todo el rigor deseable
su concisa investigación. Después de hacer una serie de precisiones de carácter
filológico y etimológico sobre el término motivo de su análisis, y aun
reconociendo sus discrepancias de fondo con el estudio del psiquiatra alemán
Ernst Jentsch sobre lo «siniestro» (On the Psychology of the Uncanny, 1906)
[221],
Freud parte de este artículo pionero, tomando también muy en consideración
algunos cuentos de Ernst Theodor Amadeus Hoffmann, al que llega a calificar,
especialmente por su narración Der
Sandmann [222] (1817), como maestro
insuperable de lo «siniestro». Otro ejemplo memorable de Hoffmann que cita
Freud es la novela Los elixires del
diablo (1815-1816) [223].
A continuación se refiere Freud a un célebre trabajo sobre el «doble» escrito
por el psicoanalista austriaco Otto Rank[224],
que, como bien indican en nota al pie Marie Bonaparte y Madame Edouard Marty,
parte del análisis del original y brillante guión cinematográfico escrito por
Hanns Heinz Ewers para la película El
estudiante de Praga, dirigida por Paul Wegener en 1913. El gran historiador
del cine expresionista alemán Siegfried Kracauer, admite sin reparos que Ewers
«poseía un auténtico sentido fílmico», pero que también llegó a ser un «aliado
natural de los nazis, para quienes escribiría, en 1933, la obra cinematográfica
oficial sobre Horst Wessel»[225],
esto es, el que fuera destacado jefe de una sección de la tristemente célebre
SA (Sturmabteilung
o «Sección de Asalto») y autor de la letra del himno del Partido
Nacional-Socialista Alemán. Kracauer, que resume muy bien el argumento de la
película, en la que el pobre estudiante Baldwin firma un pacto con el extraño
hechicero Scapinelli (el demonio, su otro «yo»), resultando «obvio que el doble
no es sino una de las dos almas que habitan en Baldwin», afirma que «Der Student von Prag introdujo en el
cine un tema que se tornaría en una obsesión de la pantalla alemana: una
preocupación temerosa y profunda por el trasfondo del “yo”»[226].
Ya
nos hemos referido a la advertencia de Freud respecto de la escasa literatura clínica
especializada de que disponía para escribir su artículo. No obstante, resulta
significativa la importancia, en absoluto inmerecida, otorgada a Hoffmann, y el
silencio que mantiene sobre la novela El
doble de Dostoyevski, que ni siquiera nombra. Sí menciona, en cambio, para
continuar poniendo ejemplos de lo «siniestro» en la literatura, un cuento del
escritor romántico alemán Wilhelm Hauff,
Die Geschichte von der abgehauenen Hand
(Historia de la mano cortada, 1826)[227],
y el poema El anillo de Polícrates,
de Friedrich Schiller[228].
Al comentar el trabajo de Otto Rank, se refiere también Freud al «doble» (ka) que acompañaba al faraón difunto en
la vida de ultratumba en el antiguo Egipto[229].
El silencio sobre El doble de
Dostoyevski tiene difícil explicación si advertimos que ya hay una versión
alemana de esta novela del escritor ruso publicada por la editorial Piper de
Munich en 1913, acompañada con sesenta ilustraciones del escritor, pintor,
dibujante y grabador simbolista y expresionista austriaco (nacido en Bohemia)
Alfred Kubin (1877-1959). Menos sorprendente, aunque también puede resultar
extraño dada su repercusión en los ambientes intelectuales centroeuropeos de la
época de los comienzos de la República de Weimar, es que Freud no mencione la
película Das Kabinett des Dr. Caligari,
realizada en 1919 por Robert Wiene, cuya génesis y extraordinario contenido
sintetiza admirablemente Kracauer en el capítulo 5 de su libro sobre el cine
expresionista alemán. La extrañeza proviene del hecho de que esta película
aborda de manera genial y revolucionaria el tema del «doble», pues al
identificar al final al siniestro empresario de barracón de feria Caligari, que
maneja a su antojo al sonámbulo Cesare a fin de poder perpetrar impunemente sus
crímenes, como el mismo director de la institución psiquiátrica donde está
internado su infeliz instrumento, los autores de la historia, el checo Hans
Janowitz y el austriaco Carl Mayer, están proponiéndole al espectador que «la
razón maneja al poder irracional, [y por tanto] la autoridad vesánica [demente]
es simbólicamente abolida»[230].
El subversivo guión es milagrosamente aceptado por Erich Pommer, un alto
responsable de la Decla-Bioscop, pero, al encargársele la dirección a Wiene, lo
altera (con el consentimiento de Fritz Lang), eliminando por completo el
elemento crítico y antiautoritario. ¿Cómo? Pues haciendo que todo sea el sueño
de un loco, Francis, el estudiante enamorado de Jane en el film. Por eso en la
primera escena vemos a Francis, en el manicomio, que va a contarle a otro loco
la historia de Jane, otra de las dementes que se hallan internadas. Lo que
viene a continuación es la historia tal como la concibieron los guionistas
originalmente, pero cuando esa historia termina, de nuevo nos encontramos con
Francis, que acaba de terminar su narración. Por el patio deambulan seres entristecidos,
entre ellos Cesare. Es entonces cuando aparece desde el fondo el director
médico, con los mismos rasgos del Caligari de la película, un hombre ahora
apacible e inofensivo: «Francis confunde al director con el personaje de
pesadilla que ha creado y acusa a ese demonio imaginado de ser un demente
peligroso. Grita y lucha enfurecido con los enfermeros. La escena se traslada a
una sala de enfermos donde se ve al director colocándose unos anteojos de
carey, que inmediatamente le cambian el aspecto: pareciera ser Caligari quien
examina al postrado Francis. Se quita los anteojos y, todo dulzura, dice a sus
colaboradores que Francis cree que él es Caligari. Ahora que entiende el caso
de su paciente, termina diciendo el director, podrá curarlo. Y el público se
retira con ese mensaje promisorio»[231].
Supongo que Freud conocería la película; en cualquier caso, lamentablemente, la
omite, a pesar del valioso material que proporciona, pues no sólo las fuerzas
del mal se encarnan en un psiquiatra, sino que éste hace uso de la hipnosis
para poder dirigir a Cesare, su eficaz, aunque no culpable, instrumento de sus pérfidas
acciones criminales.
Pero
digamos ahora unas palabras sobre la novela El
doble (Dvoinik), comenzada a
escribir por Dostoyevski en 1845. Por su argumento y la problemática
psicológica y espiritual que entraña, debería pertenecer a ese segundo periodo
«trágico» de la producción de Dostoyevski señalado por Chestov, pues El doble constituye, sin lugar a dudas,
un ejemplo singular, avant la lettre,
de lo que vendrá más tarde, aunque todavía de modo embrionario y sin la
presencia de lo demoniaco, de la ruindad moral y de la abyección. El
protagonista de la novela, el consejero titular Yakov Petróvich Goliadkin,
sufre de manía persecutoria, de una neurosis obsesiva que le hace creer, en un
claro desdoblamiento de su personalidad, que otra persona exactamente igual que
él ocupa otro puesto en la oficina, si bien Dostoyevski tiene la habilidad de
mantener una calculada ambigüedad entre realidad e imaginación, entre lo que es
objetivo y verificable y lo que pertenece al mundo de la más pura subjetividad.
Aunque, como afirma Cansinos Asséns en el Prólogo que dedicó a la novela, El doble «plantea enormes problemas
metafísicos», tales como «la realidad del mundo exterior» y «las relaciones
entre el sueño y la vida», y aunque el señor Goliadkin, finalmente, debe ser
internado en un manicomio, «donde ingresa conducido por la figura apocalíptica
del doctor Krestian Ivánovich Rutenspitz»—una razón más para haber
relacionado la novela de Dostoyevski con la película Caligari—, lo cierto es que, como se desprende de la lectura del
relato y nos anticipa Cansinos Asséns, «el señor Goliadkin es, en el fondo, un
hombre bueno, amoroso, efusivo, y de ahí le viene su desgracia»[232].
A ese «doble» del inofensivo señor
Goliadkin, podría denominársele también alter
ego (literalmente: «otro yo»), aunque es preceptivo aclarar que el término alter ego ha conseguido un amplio
desarrollo en otras dos direcciones, a saber, como personaje principal de una
obra literaria en la que no es más que un trasunto del autor de la misma
(en el caso del escritor portugués Fernando Pessoa, sus célebres heterónimos),
o como creación de lo que podría denominarse un ejercicio de «travestismo»
intencionadamente transgresor y anticonvencional en determinados artistas de la
vanguardia histórica del primer tercio del siglo pasado, siendo el caso más
relevante, sin duda, el de Marcel Duchamp, quien creó en Rrose Sélavy («el amor
es la vida»), que no era otro que él mismo travestido como una mujer, un alter ego de sí mismo, un trasunto
equívoco, sin dejar de ser una broma, de su compleja personalidad, al que supo
dar genuina expresión estética la cámara fotográfica de Man Ray[233].
De
ahí que la mejor manera de abordar e intentar comprender el significado de la
figura del «doble» en Dostoyevski, sea remitiéndose el lector, como en tantos
otros inabarcables y poliédricos aspectos de su obra, al texto de sus novelas,
para poder extraer de él las conclusiones más fidedignas de lo que realmente
quiso transmitirnos el escritor, si es que tal hazaña exegética es humanamente
posible. Versílov, como hemos adelantado ya, no posee el alma abyecta de un
Stavroguin o de un Piotr Verjovenski, que les conducirá ineluctablemente al
suicidio y a la disolución en la nada, del mismo modo que tampoco sufre ese
desdoblamiento torturado y sufriente de Iván Karamásov, quien, asimismo,
terminará internándose en el reino de las sombras, es decir, en la locura. Yerra,
a nuestro parecer, Cansinos Asséns, cuando califica—en el Prólogo a nuestra
novela—de maniqueo a Dostoyevski, pues esa lucha entre el bien y el mal que,
cual una tempestad apocalíptica, se desata con tanto ímpetu en el alma y en el
corazón de algunos de sus personajes, no significa que Dostoyevski reduzca ese
combate a una mera dualidad simplificadora del bien por un lado y del mal por
otro, ya que en todo hombre anida de manera simultánea lo angelical y lo
demoniaco, que se entremezclan y debaten en una tensión dialéctica en la que
jamás se anula la libertad humana, esto es, la responsabilidad de elegir de un
modo absolutamente libre e intransferible que sólo compete al ser humano. En
todo el Universo, sólo el hombre es libre, sólo él puede elegir con plenitud de
conciencia y de voluntad. Cansinos Asséns, que es un finísimo analista de la
cosmovisión dostoyevskiana, a veces yerra, es verdad que en escasísimas
ocasiones, y eso suele sucederle cuando hace demasiado caso a ciertas
observaciones de Edward Hallett Carr, un buen biógrafo y un excelente
historiador de la Rusia soviética, y que también está muy acertado en numerosas
páginas de su entusiasta libro Los
exiliados románticos, pero que no supo comprender el fondo último de las
grandes novelas de Dostoyevski, precisamente porque antepone el psicólogo al
antropólogo o al pneumatólogo, y, también, como hemos dicho ya, porque
minusvalora extraordinariamente la capacidad filosófica y metafísica de
Dostoyevski, que, aun cuando no era un filósofo académico, es, a no dudarlo, el
más grande pensador ruso que haya existido, y porque—tampoco debo callarlo—mantiene
una inconfesada resistencia a admitir la profunda religiosidad cristiana de
algunos de los personajes dostoyevskianos, que Hallett Carr prefiere calificar
de seres imbuidos casi exclusivamente de una escueta dimensión «ética». En
principio no tengo nada que objetar a esa acepción, pero lo que no puede
ocultarse es la íntima conciencia religiosa cristiana, con todo el sentido de
creencia en la trascendencia espiritual del hombre y de fe en Jesús, de esos
personajes, que, o bien encarnan primordialmente el bien, cosa muy rara en
Dostoyevski, o bien terminan orientándose hacia él, como es el caso de Dmitrii
Karamásov. El triunfo del bien en Dostoyevski se produce precisamente a través
de la omnipresencia del pecado y del mal; puede parecernos una paradoja, pero
es que toda la obra de Dostoyevski está llena de paradojas, de contradicciones,
de tensión dinámica y dialéctica de las ideas, que es llevada hasta el límite
de lo soportable, no como si esas ideas fuesen tratadas cual frías y lógicas abstracciones,
ya lo decíamos antes, sino como concreciones encarnadas en individuos que
sufren, sienten, aman y odian. Por eso tiene profunda razón Luigi Pareyson al
subrayar que Dostoyevski no es ni un maniqueo, ni un optimista, ni un pesimista[234],
sino un alma «trágica», esto es, que, como bien supo apreciar León Chestov, en
la novelística dostoyevskiana se encarna una inconmensurable «filosofía de la
tragedia». También se equivoca, a nuestro entender, aun reconociéndole algunas
penetrantes observaciones, Juan Manuel Almarza Meñica, cuando afirma: «Cristo y
el Gran Inquisidor son dos visiones del mundo, dos propuestas de humanidad, dos
modos de superar lo trágico de la existencia. Representan los polos extremos
del profundo maniqueísmo que domina
toda la narración»[235].
Cuando
la personalidad se desdobla y hay una parte de ella que se orienta
decididamente hacia el mal y hacia la abyección, cayendo así en la amoralidad,
sí puede afirmarse que esa parte está de uno u otro modo relacionada con el
mundo de los instintos primarios, con el «ello», como comprendió Thomas Mann al
vincular estrechamente el «ello» con la amoralidad: «Pues el inconsciente, el
“ello”, es primitivo e irracional, es puramente dinámico. No conoce valoración
alguna, no conoce ni el bien ni el mal, no conoce moral»[236].
El desdoblamiento de los personajes de Dostoyevski es una compleja
consecuencia, pues no se trata de una mera o mecánica relación causa-efecto,
del propio desdoblamiento del escritor, que tanto esfuerzo y tanto sufrimiento
le costó, si es que alguna vez lo logró por completo, domesticar, pues parece
constatado que ese «doble» lo acompañó hasta el
final de sus días, no teniendo más remedio que convivir con él. En su retrato espiritual
del escritor, llevado a cabo en un breve capítulo de su magno libro Juicio Universal, lo percibe con gran
agudeza Giovanni Papini. El escritor italiano simula que son los propios
grandes hombres de la Historia, los que, cuando ya no existe el Tiempo, hablan sobre
ellos mismos, ante los Ángeles, decidiendo únicamente Dios el veredicto final:
la salvación o la condenación. Ante el Ángel que le llama, dice, entre otras
cosas, Dostoyevski, sin asomo alguno de doblez o de mentira, incluso de un modo
excesivamente severo para con él mismo: «Habitaban, en suma, dentro de mí un
criminal y un santo: un criminal mal domado y un santo fallido […] Si yo no
hubiese llegado a ser un escritor habría sido uno de los más desgraciados
delincuentes de mi tiempo […] Volqué en los personajes de mi imaginación la
turbia espuma de mi maldad, la obsesión de mis deseos homicidas, el refluir de
mi libídine, el delirio de mi orgullo reprimido, la hez de mi vileza y de mi
hipocresía […] Hoy aquí soy también un pordiosero que pide caridad, pero la
espera sólo de Aquel que conoció, lo mismo que yo, la Transfiguración y la
Flagelación»[237].
El desdoblamiento que atenaza a Andrei Petróvich
Versílov es intermitente y transitorio, pero real y efectivo. En determinados
momentos llega incluso a rozar la demencia. El «doble» que persigue a Versílov
como si se tratase de su sombra, es el mundo de lo irracional, de los bajos
instintos, de lo demoniaco, de lo perverso, de lo autodestructivo que hay en el
interior del hombre, aunque, como hemos aclarado suficientemente, el «doble» no
adquiere en Versílov, ni remotamente, las connotaciones absolutamente amorales
y abyectas que asume en Verjovenski o en Stavroguin, o la inclinación hacia el
mal y la potencia autodestructiva que observamos en Iván Karamásov. En
Versílov, el fenómeno del «doble» toma ciertas intransferibles particularidades
fantásticas, pasionales, pues buena parte de la expresión de su desdoblamiento
está motivada por la incontrolada pasión que siente por Katerina Nikoláyevna. Esta
compleja creación femenina dostoyevskiana, quizás no suficientemente acabada,
y, por eso mismo, aún más sugerente, misteriosa y equívoca, despertará el amor
del adolescente, dejando la novela, como decíamos, abierta la posibilidad de un
futuro reencuentro entre ambos. Arkadii, que pronto se olvida de su «idea», a
saber, la de convertirse en un nuevo Rothschild, tiene dos grandes leitmotiven: uno es descubrir el enigma
de su padre, desentrañar su secreto; lo conseguirá, es decir, alcanzará a
descifrar la personalidad tan evasiva de su padre, comprobará que su fondo es
bueno, y esto lo reconciliará completamente con él, amándolo sinceramente como
hijo; la otra motivación que le impulsa es Katerina, que le atrae no sólo por
ella misma, por su extraordinaria hermosura y su personalidad elegantemente
aristocrática, distante, aunque a veces también inexplicablemente vulnerable,
sino porque su padre siente una irrefrenable pasión por ella, finalmente, por
fortuna para todos, superada.
El desdoblamiento de Versílov se muestra de diversas
maneras: en sus misteriosas e imprevisibles huidas, en las que vagabundea y
deambula como alguien necesitado de una soledad y una libertad absolutas; en
los efectos negativos que a veces acompañan sus acciones, incluso cuando éstas
tiene un sincero propósito loable; en los cambios asimismo imprevisibles e
incontrolados de su carácter, en los que puede dar pruebas de una gran
irascibilidad; en la sensualidad de su temperamento.
El mejor ejemplo que ofrece la novela de aquellos
efectos negativos y contrarios a unas buenas intenciones, es la desgraciada y
trágica historia en torno a Olia, quien, junto con su madre, Daria Onisímovna,
había llegado de Moscú a Petersburgo para resolver cierto enojoso asunto
económico con un comerciante con el que había tratado el difunto marido de
Daria Onisímovna. El negocio, lejos de resolverse, se embrolla aún más,
haciéndose crecientemente difícil, hasta límites casi insoportables, la
situación económica de madre e hija, que
viven en un pequeño departamento alquilado. Olia, por diversos avatares, entra
en conocimiento de la familia de Arkadii, intenta ganarse la vida dando clases,
y es en este momento preciso cuando interviene Versílov, quien se presenta de
improviso en el departamento de la joven y le entrega una sustanciosa suma de
dinero a cambio de nada. La madre no está, y ella, confundida y desconcertada,
acepta el ofrecimiento. Las intenciones de Versílov son inequívocamente buenas,
sin doblez alguna. Pero la joven, después de pensarlo mejor a solas, interpreta
negativamente el gesto de Andrei Petróvich, uno de cuyos rasgos de carácter era
precisamente el desprendimiento y la generosidad, pues no le daba ninguna
importancia al dinero, y decide presentarse en casa de Sofía Andréyevna, donde
hace una escena, llevada sin duda del histerismo, mezclado con el orgullo, un
cierto desequilibrio nervioso y acompañado todo ello del malentendido que
obnubila su entendimiento. Arroja violentamente el dinero dado, insinúa graves
acusaciones, completamente infundadas, contra Versílov, regresa a su
departamento, y, al poco tiempo, tratando de que su madre no sospeche nada,
como efectivamente así ocurre, le escribe una patética carta de despedida,
pidiéndole perdón por lo que va a hacer, implorando que Dios la perdone, y que
también la perdone ella, su queridísima madre, y se ahorca. Es la madre la que
descubre el cuerpo inerte de su hija. Se trata de una escena sobrecogedora, que
sólo podía ser descrita así por un espíritu como el de Dostoyevski. Esta
dramática historia pone de relieve cómo la fatalidad parece acompañar a
Versílov en muchas de las cosas que emprende. En cuanto a Daria Onisímovna, que
casi enloquece de dolor por la pérdida de su joven hija, se convertirá desde
ese instante en una mujer protegida por el entorno familiar de Versílov,
especialmente por Tatiana Pávlovna
Prútkova.
El segundo gran episodio en el que se muestra con
escrupulosa meticulosidad clínica el desdoblamiento de la personalidad de
Versílov, es el que transcurre en casa de Sofía Andréyevna, en cierta ocasión
en que él estaba especialmente alterado, agitado, irritado y desesperado,
aunque externamente, al principio, no se le notaba, pues toda esa lava incandescente
recorría de manera arrolladora pero silenciosa las interioridades de su ser. Se
describe muy al final de la novela (3ª parte, cap. X, II), el tercer día en que
Arkadii sale a la calle después de su convalecencia (es decir, menos de
cuarenta y ocho horas después de haber tenido padre e hijo aquella
extraordinaria conversación sobre el destino de Rusia y una Humanidad sin Dios,
que siguió a la reflexión estética de Versílov acerca del retrato fotográfico
de Sofía Andréyevna que estaba colgado en la pared de su despacho), ocurriendo
todo a partir de las cinco de la tarde, que es cuando Versílov irrumpe en casa
de Sonia. El adolescente describirá la escena, como he dicho, con la
minuciosidad de un especialista en psiquiatría clínica. La atmósfera resulta
cada vez más densa, más impenetrable, más cortante, palpándose con las manos la
tensión que ensombrece tenebrosamente todo el ambiente. Al comienzo, nadie parece
notar nada; por supuesto, el que menos, el propio Arkadii. Es Sofía la única
que siente los pasos de Versílov al llegar. Entra con un ramillete de flores,
pues es el día del cumpleaños de Sonia, y ésta es la razón que aduce Andrei
Petróvich para excusarse por no haber estado en el cementerio, ya que es
también el día en que ha sido enterrado Makar Ivánovich, con la sola asistencia
de Sonia, sus hijos Liza y Arkadii, y Tatiana Pávlovna. El primer
estremecimiento lo tiene Sonia cuando Versílov dice, sin que nadie atine a
comprender en un primer momento el alcance o el significado de sus palabras,
que ha estado a punto de arrojar el ramillete de flores sobre la nieve y
pisotearlo con fuerza ante de presentarse en casa de su compañera. A partir de
ahí, las incoherencias de Versílov se acrecientan. La situación estalla con
motivo de tomarle una inquina extraña, irracional y dañina a un antiguo icono
que representaba dos cabezas de santos con sendas coronas, que el difunto Makar
había tenido por una imagen milagrosa. Versílov recuerda en voz alta que el
viejo en toda su vida se había separado del icono, heredado de su abuela. Lo
coge entre las manos, y, maquinalmente, lo deja de nuevo sobre la mesita.
Arkadii comienza a sentir escalofríos al contemplar el semblante de su padre;
Sonia fue pasando por varios estados, desde el miedo a la perplejidad y la
compasión; Liza púsose pálida. Versílov continúa su perorata incoherente, casi
delirante: «Yo, sin embargo, vine sólo por un minuto; habría querido decirle a
Sonia algo bueno, y ando buscando la frase, y eso que tengo el corazón
rebosando palabras que no acierto a decir; verdaderamente, son todas palabras
muy extrañas. Miren ustedes: a mí me parece que estoy todo como partido en dos
[…] De veras que me imagino estar partido en dos, y le tengo a eso un miedo
horrible. Parece como si al lado tuviera uno a su doble […] Mira Sonia: vuelvo
a coger la imagen—la había cogido y la revolvía en su mano—, y escucha: me dan
ahora unas ganas tremendas de ir y arrojarla ahora mismo, en este mismo
instante, a la estufa, desde aquí mismo. Estoy seguro de que del golpe que
recibiera se partiría en dos mitades…, ni más ni menos». Tatiana le insta con
energía a que deje la imagen. Él continúa: «Sonia, yo no vine ni remotamente a
hablarte de esto; vine a decirte algo; pero otra cosa muy distinta. Adiós,
Sonia; vuelvo a dejarte para irme por ahí vagabundo, como ya otras veces te
dejé por la misma razón… Bueno, desde luego que alguna vez vendré a verte… En
este sentido eres inevitable. ¿Adónde habré de ir cuando todo se acabe? Creo,
Sonia, que vine a verte ahora como a un ángel y no como a un enemigo. ¡Qué
enemigo puedes ser tú para mí, qué enemigo! No pienses que vine para romper
esta imagen, porque ¿sabes una cosa, Sonia?: que, a pesar de todo, siento unas
ganas enormes de hacerla pedazos». Y lo hizo, ¡vaya si lo hizo! Con todas sus
fuerzas estrelló el icono contra el pico de la estufa, partiéndolo en dos, al
tiempo que todas sus facciones temblaron: «No lo toméis por una alegoría,
Sonia, yo no he destrozado la herencia de Makar, sino que lo he hecho por que
sí… ¡Y, sin embargo, a ti me vuelvo, al último ángel! ¡Aunque, después de todo,
tomadlo, tomadlo por una alegoría, porque, irremisiblemente, ha sido así!...»
Sonia, presa de espanto, púsose en pie y aún tuvo valor para decirle sin
recriminación alguna: «¡Andrei Petróvich, vuelve, aunque sea para despedirte,
rico!»
Aquí tenemos, en esta pormenorizada descripción
hecha por Arkadii de lo sucedido, un soberbio ejemplo del desdoblamiento que
aprisiona a Versílov, dividido entre su amor a Sofía y su pasión irrefrenable
por Katerina. Hemos podido comprobar cómo dice una cosa y la contraria, cómo
afirma algo que, inmediatamente después, desdice con los hechos; en definitiva,
cómo no puede controlar sus actos, hasta el punto de arrojar con violencia
lejos de sí una imagen sagrada, una imagen muy querida por el peregrino Makar,
y, por tanto, venerada también por Sofía Andréyevna. Pero Versílov no es dueño
en absoluto de sus acciones. Sólo lo contiene de llegar aún más lejos aquella
llama débil, pero todavía encendida, esa creencia en Cristo que alumbra su espíritu
enfermo y desdoblado. La presencia del «doble», nada más terminar la escena y
marcharse Arkadii a la calle, no dejará éste de admitirla: «¡Oh!, a mí habíame
parecido que aquello era una alegoría
y que él quería a todo trance acabar definitivamente con algo como con aquel
icono, y dárnoslo a entender así a nosotros, a mamá, a todos. Pero también
tenía el doble a su lado; sin duda
alguna, eso era incuestionable».
Aún hay un tercer episodio en el que el efecto del
«doble» en Versílov aparece algo atenuado, pero en estado latente. Me refiero a
la entrevista que mantiene con Katerina Nikoláyevna casi al final de la novela
(3ª parte, cap. X, IV). Con Katerina había tenido Versílov un desagradable
encuentro en Europa, a orillas del Rin, cuando el marido de Katerina estaba ya
desahuciado por los médicos. Por lo que su padre le cuenta, incoherente y
deslavazadamente, Arkadii deduce que «desde el primer instante ella le
impresionó, cual si lo hubiese hechizado. Era el fatum. Es de notar que al escribir y recordar ahora no recuerdo que
él emplease ni una vez siquiera en su relato la palabra amor ni dijese que estuviese enamorado.
La palabra fatum, ésa sí la recuerdo»
(3ª parte, cap. VIII, II). La fatalidad consistía, precisamente, en que «no la quería, no quería amar». Así, al
menos, lo piensa el adolescente, aunque no está muy seguro de si está
recogiendo con fidelidad lo que sentía su padre por esa mujer. El haber
conocido Versílov a Katerina, piensa Arkadii, ha disminuido la libertad de su
padre. Es una mujer de mundo que no le conviene, precisamente por esa sencillez
y franqueza que la caracterizan, tan extrañas en el gran mundo, pero al mismo
tiempo tan irresistibles. En ese primer encuentro Versílov no ve la franqueza
de Katerina, sino que la estima «falsa y jesuítica». Esto lo pensaba de ella
por ser él «un idealista que se da de cabezadas con la realidad», que era la
opinión que Versílov tenía de él mismo y que considera justa Arkadii. Éste
también cree que Versílov quería a Sofía Andréyevna «con un amor, por así
decirlo, humano y filantrópico […] y en cuanto dio con una mujer que amaba con
ese amor sencillo, ya no quería él ese amor…». Tal mujer era Katerina, pero
tampoco estaba seguro de estos pensamientos el adolescente, ni se los manifestó
a su padre por «delicadeza». Parece ser que Katerina caló en su secreto y que
hasta coqueteó con Versílov, pero todo terminó en una brutal ruptura, en un
irreprimible deseo de matarla, en odio. A este periodo siguióle otro en el que
Versílov torturóse, como los monjes, con disciplinas. Se autoconvenció de ese
odio hacia ella, y fue entonces cuando resolvió casarse con la hijastra de
Katerina, la enfermiza Lidia Ajmákova que termina suicidándose con fósforo. Es
verdad que hizo feliz a Lidia, pero mientras tanto Sofía Andréyevna lo esperaba
ansiosa en Königsberg. La osadía, el desdoblamiento de Versílov, llegan hasta
el punto de pedirle permiso a Sonia para casarse con Lidia, lo cual resulta
inconcebible, con toda la razón del mundo, para el adolescente, quien dice para
sí: «¡Oh! Es posible que todo esto… fuese tan sólo el retrato de un hombre libresco, según dijera después de
él Katerina Nikoláyevna; pero ¿por qué, sin embargo, esos hombres de libros, suponiendo que sean… de libros[238],
son capaces de modo tan positivo de atormentarse y llegar hasta la tragedia?»
El adolescente está recordando lo que su padre le ha
contado que sucedió en Alemania, junto al Rin, y ahora, dos años después,
Versílov recibe una carta de ella, «una carta de ella a él», en la que le dice que va a casarse
con Bioring.
¿Qué ocurre en ese penúltimo encuentro entre
Versílov y Katerina que ya he mencionado? Tiene lugar el mismo día del entierro
de Makar Ivánovich, después del incidente con el icono en casa de Sofía
Andréyevna. Andrei Petróvich y Katerina se han citado a las siete en punto en un
departamento propiedad de Versílov que ocupa Daria Onisímovna. La cita tiene
lugar en la misma habitación donde, dos días antes, habían conversado Arkadii y
la Ajmákova. Sin que ambos lo supieran, Arkadii asiste, escondido en «un cuarto
oscuro, contiguo a aquel donde ellos estaban», gracias al consentimiento de
Daria Onisímovna (3ª parte, cap. X, IV). El adolescente siente un inexplicable
e incontrolado deseo, después de que Versílov haya hecho trizas la imagen
santa, por conocer más exactamente el «doble» que anida en su padre, por saber
qué cosas le dirá a Katerina Nikoláyevna. Ella «estaba bellísima y, por lo
visto, tranquila, como siempre». Versílov comienza por echarse la culpa de
todo, aunque también a ella la considera culpable: «¿No sabe usted que hay
culpables sin culpa?» De nuevo el juego de las ambigüedades, de las
insinuaciones. De la infinita tortura interior por no poder manifestar el
hombre lo que siente, sea amor, sea odio, compasión o piedad. Por instantes,
Versílov es presa de una extraña risa, una risa que, piensa para sí Arkadii,
«de haber estado yo en el lugar de su interlocutora, me habría dado miedo
aquella risa». ¿Es que ella ha acudido por miedo?, le inquiere Versílov. Éste
trata de dominarse, le recuerda que hace dos años que no se ven, pero que, ya
que ella ha accedido voluntariamente a esta cita, debe responderle a una pregunta:
«¿Me ha querido usted alguna vez o… estoy equivocado?» Poniéndose toda
«encarnada», le responde sin titubear: «Lo he amado». Pero cuando, a renglón
seguido, él vuelve a preguntarle si aún le ama, ella le contesta que no: «Ahora
no le amo». La contestación va acompañada de una risa inofensiva, indicadora de
que ella sabía que él iba a
preguntarle eso, motivo de más para
que Versílov se la estuviese, literalmente, comiendo con los ojos. Ahora no le
ama, pero lo amó brevemente durante un tiempo.
«Ya lo sé, ya lo sé; usted vio que no era yo el
hombre que necesitaba, pero… ¿qué es lo que usted necesita? Explíquemelo usted
una vez más...
—¿Es que ya se lo he explicado alguna vez? ¿Qué es
lo que yo necesito? ¡Pero si yo soy la mujer más vulgar…, la mujer… más tranquila;
a mí me gustan…, a mí me gustan las personas alegres!...
—¿Alegres?
—Vea usted cómo ni siquiera sé hablarle. A mí me
parece que si usted pudiera amarme menos, le amaría yo—tornó a sonreír,
tímidamente».
Como él volviese a insistir, a demandarle claridad, ella,
poniéndose de nuevo encarnada al decirlo, le contestó «francamente,
ya que le tengo por un alma grande: yo siempre creí observar en usted algo
ridículo». Pero de pronto corrigió su «grave imprudencia»: «La ridícula soy
yo…, tanto más cuanto que estoy aquí hablando con usted como
una tonta». Entonces él, poniéndose pálido, le
dice la verdadera razón por la que ella ha acudido: recuperar la carta que la
compromete ante su padre el príncipe. La respuesta de Katerina, coge
desprevenido a Versílov, pues le contesta que «yo he venido no tanto para
tratar de convencerle a usted de que no me persiga, como para verle […] Pero me
lo he encontrado a usted lo mismito que antes». Como él no creyese que había
acudido a su presencia sin miedo, ella rogóle que no la amenazase, que, si
quería, podía matarla allí mismo, pero que, por favor, no la amenazase. A ello,
«él volvió a levantarse del asiento, y, mirándola con ardientes ojos, dijo, con
entereza: —Usted saldrá de aquí sin haber sufrido la menor ofensa». Él
pareciera como desarmado; le contesta que va a pensar en ella durante toda la
noche —«¿Atormentarse?», responde Katerina a estas palabras—, que siempre que
acude a tugurios y tabernuchas se la representa ante sus ojos, aunque en esas
apariciones ella semejase reírse de él. Katerina le responde que no, que nunca
se ha reído de él, y que si ha acudido a esta cita es porque «vine para decirle
a usted que casi le amo… Perdóneme usted, puede que no haya dicho así—añadió
aturrullada». Versílov echóse inocentemente a reír.
El diálogo, como puede suponer el lector, y para
ello hay que conocer todo lo que ha ocurrido interiormente en el alma de estos
seres que se aman con un amor imposible e irrealizable, es de una sutileza, de
una penetración psicológica, de una belleza literaria, indescriptibles. Los
formalistas dirán que un poco desmañado, que deslavazado, que falto de
construcción sintáctica. ¡Pobres críticos, incapaces de adentrarse en los
recovecos misteriosos del corazón de unos amantes que están marcados por el
destino a ver separarse sus vidas! Ese tipo de críticos, de comentaristas,
subordinan el contenido, el misterio del arte, lo inaprensible del amor y del
espíritu, a la perfección de la forma, aunque sea gélida, estéril y aburrida.
Por eso tales críticos no me interesan; es más, me aburren soberanamente. No
dedicaría una hora de mi vida a leer sus académicos y sesudos, pero fríos e
inertes, comentarios.
Ella intentó excusarse, remediar sus maravillosas
palabras. Versílov estaba ya casi fuera de sí, oyéndola «sin apartar de ella la
ardiente mirada». Le manifiesta que, delante de ella, es un «hombre acabado»;
pero da igual que ella esté o no delante, porque ha sentido por ella una gran
pasión, la ama y la odia, no puede apartarla de su presencia, aunque, al fin y
al cabo «todo me es igual. Lo único que siento es haber amado a una mujer como
usted». Arkadii puede comprobar cómo el «doble» hace su labor subterránea,
heredero como es del hombre del subsuelo cuya desolada y pervertida conciencia
describiera una vez tan incomparablemente el novelista. Desde luego, Versílov
no es, ni por asomo, ese hombre del subsuelo que se arrastra como una larva
inmunda y se regodea en su propia abyección moral. Pero tiene que liberarse del
«doble», de ese otro yo que lo está carcomiendo y destruyendo por dentro.
Versílov está empezando a transformarse. Se auto inculpa delante de ella, se
compara con un mendigo, le implora, se humilla, piensa que ella siente lástima
de él, y que, si pudiera, lo amaría, pero no puede. Katerina acercósele:
«¡Amigo mío!—dijo, poniéndole la mano en el hombro y con inexpresable
sentimiento—.No puedo escuchar esas palabras. Yo pensaré en usted toda mi vida
como en el más inapreciable, como en el corazón más generoso, como en lo más
sagrado de cuanto yo pueda respetar y amar […] Separémonos como amigos, y usted
será el pensamiento mío más serio y más grato en toda mi vida». Pero el
«doble», que estaba al acecho, en estado latente y un poco somnoliento, comenzó
a despertarse por completo. Él ya sólo tiene una idea fija. Lo único que
acierta decirle es que, si así lo desea, que no lo vea más, «yo seré su
esclavo…, si usted lo permite, y en seguida desapareceré…, si no quiere usted
ni verme ni oírme. Sólo…, ¡sólo que no se
case usted con nadie!» (está refiriéndose, naturalmente, a Bioring). El
adolescente asistía escondido a este diálogo sin poder creer en lo que estaba
escuchando, viendo cómo Versílov se arrastraba como un gusano, imploraba,
suplicaba, se degradaba espiritualmente. Pero, de pronto, sucedió lo que tenía
que suceder. Andrei Petróvich pareció hasta mudar la voz, y, en un arrebato, en
uno de esos aguijonazos del «doble», díjole: «¡Yo a usted la mato!» Pero Katerina mantuvo la entereza de ánimo,
contestándole: «¡Yo a usted la mato!
[…] y usted se vengará luego de mí todavía mejor de como ahora me amenaza con
hacerlo, porque jamás olvidará que hizo conmigo de pordiosero». Él trato de
disculparse, de pedirle perdón, temblándole «todas las facciones de su
semblante». Al pedirle él que se fuera, no sin antes insinuarle que cuando
volvieran a encontrarse rememorarían esta escena entre risotadas, le dice de
nuevo a su manera que la ama: «Yo le escribí una carta de loco y usted accedió
a venir a decirme que “casi me ama” […] Sea usted siempre tan loca, no cambie,
y nos encontraremos como amigos…, se lo pronostico, se lo juro». Y, ya en el
umbral, antes de salir como una ráfaga, aún le lanzó a Versílov estas palabras:
«¡Y entonces, irremisiblemente, le amaré, porque ya ahora lo siento!» Son las
palabras de una gran mujer, que sabe que este amor es una quimera, que él debe
estar con Sonia, pero que, en el fondo de su corazón, sabe que siempre sentirá
un amor difícil de expresar hacia ese hombre, un hombre que una vez la hizo
inmensamente feliz. Pero a Katerina, como he indicado ya, se le abrirá un
horizonte de futuro con el adolescente, aunque el novelista no nos proporciona
ninguna prueba fehaciente de que esa unión sea ni siquiera posible.
El capítulo XII de la 3ª parte se desarrolla con una
velocidad frenética, sucediéndose las idas y venidas de una casa a otra, las
simulaciones y engaños de Lambert y Alphonsine, el intento de Arkadii por
deshacer el entuerto una vez que ha descubierto que le han robado la carta y ha
sido burlado por Alphonsine, la extraordinaria preocupación de Tatiana
Pávlovna, la congoja mayor aún del adolescente por que su padre sea víctima
definitiva del «doble» que se resiste a abandonar su alma, el peligro en que se
halla Katerina Nikoláyevna. Al fin, Trischátov acude en ayuda de Arkadii y
ambos tratan de llegar a tiempo para que no ocurra la catástrofe. Lo increíble
y cierto es que Versílov, ahogado por el «doble», habíase puesto de acuerdo con
el canalla de Lambert, que era quien había conseguido, por medio de su secuaz
Alphonsine, sustraerle al adolescente la preciada carta que llevaba cosida en
el forro de la chaqueta. Lambert había, a su vez, sobornado a la criada de
Tatiana, manteniendo a ésta constantemente vigilada, por si acaso. Estamos ya
en el quinto día posterior a la salida de Arkadii de su convalecencia, es
decir, el 15 de diciembre. Para ese día, a las once y media en punto, había
quedado Katerina en acudir a casa de Tatiana Pávlovna. Pero Versílov,
inesperadamente, como por una maligna iluminación de su cerebro provocada por
el «doble», urde un astuto plan, de tal modo que consigue que su hijo y
Tatiana, abandonen la casa de ésta, con trucos y engaños, a fin de verse a
solas con Katerina, en presencia de Lambert, y resolver de una vez para siempre
el asunto del comprometedor documento. Gracias, como he dicho, a Trischátov,
que a su vez ha sido informado por el picado de viruelas, Semión Sidórovich,
que ha traicionado a su jefecillo Lambert, es por lo que se presentan de nuevo
Arkadii y Tatiana en casa de ésta última. Pero la criada, María, les abre la
puerta a Versílov y a Lambert, quien, como hemos apuntado, había sobornado a la
sirvienta desde hacía pocos días, y dado que Katerina había acudido puntual a
su cita con Tatiana, pues… se encuentra inevitablemente con los otros dos que
habían entrado justo un minuto antes que ella. Cuando Tatiana y el adolescente
llegan, ya se oyen voces desde la misma entrada. Se nota que hay una acalorada
discusión. El que gritaba era Lambert. En ese preciso instante, Versílov no
estaba presente. Katerina se hallaba sentada en un diván, y Lambert, de pie
delante de ella, vociferaba blandiendo el documento en la mano. La pretensión
de Lambert no era otra que chantajearla, obtener de ella treinta mil rublos a
cambio de la carta, y, «aunque visiblemente asustada, lo miraba con cierto
despectivo asombro». ¡Cómo consigue Dostoyevski hacer prevalecer la
aristocracia del espíritu incluso en los trances más mezquinos e inoportunos!
El inmoral y repugnante de Lambert continúa amenazándola aún más, pero ella
«levantóse impetuosamente del asiento, púsose toda encarnada y… escupióle a la
cara». El pudor de la virtud, aun en estos momentos tan humillantes, aflora de
manera espontánea, y por eso ella se pone colorada, aunque no le ha faltado un
ápice de valentía para escupirle a quien tan gravemente está ofendiéndola.
Lambert, que es un ser despreciable, se revuelve ante el escupitajo, la coge
por el hombro y enseña el revólver que traía consigo. Es en ese momento, cuando
Katerina lanza un grito y se deja caer en el diván, cuando irrumpen al unísono
padre e hijo. Versílov golpea en la cabeza con fuerza a Lambert, haciéndole
sangrar. Katerina, al ver a Versílov, espantóse y púsose pálida, desmayándose.
Entonces, Versílov abalanzóse sobre ella, con los «ojos inyectados en sangre».
El adolescente anota que es muy posible que su padre ni siquiera se percatase
de su presencia (de la de Arkadii). El «doble» se manifiesta entonces con toda
su fuerza. La coge en vilo, como si fuera una pluma, y comienza a pasearla por
la habitación, de un extremo al otro, desquiciado, fuera de sí. El revólver de
Lambert lo tenía ahora Versílov, y apuntaba con él al rostro de Katerina. El
adolescente intenta arrebatárselo, pero Versílov lo rechaza con un codazo y un
puntapié. Estaba como loco, como poseído. Arkadii lo convenció de que la
acostase en la cama, pero él se quedó mirándola, fijamente, durante un minuto,
«y de pronto inclinóse y la besó por dos veces en sus labios descoloridos. ¡Oh,
entonces comprendí, finalmente, que aquel hombre estaba fuera de sí! De pronto
la amagó con el revólver, pero como adivinando volviólo luego y le apuntó a la
cara. En el acto, con todas mis fuerzas, lo cogí del brazo y le di un grito a
Trischátov. Recuerdo que ambos nos lanzamos sobre él, pero él logró zafar su
brazo y se disparó el tiro. Quería matarla a ella y luego matarse él. Pero no
habiéndole dejado nosotros matarla a ella, apuntóse el revólver al mismo
corazón; pero yo acerté a tirarle del brazo hacia arriba, y la bala le dio en
el hombro. En aquel momento entró gritando Tatiana Pávlovna; pero ya él yacía
en la alfombra, sin sentido, al lado de Lambert».
Así termina este vertiginoso y enloquecido capítulo
XII. Ya he dicho que el último es una suerte de Epílogo. Sabemos el final de la
historia, mejor dicho, el arranque de una historia que está por escribirse,
como en Crimen y castigo, pero ésa es
una tarea que deja Dostoyevski al lector. Versílov ha podido domeñar al
«doble»; el adolescente ha madurado y quizás inicie una nueva vida al lado de
Katerina; Sofía Andréyevna ha recuperado al hombre que ama y que también la ama
a ella.
Comenta con bastante agudeza Jacques Madaule que El adolescente es una novela llena de
ambigüedades y de equívocos, donde el bien y el mal oscilan y fluctúan de modo
extraño, como si la frontera entre ambos se difuminase en ciertos supremos
momentos. Versílov, como he apuntado ya, es para Madaule un personaje equívoco,
el más equívoco quizás de todos los de Dostoyevski, pero, al final, a pesar de
que «continuamente» está «al borde de la infamia, jamás cae en ella del todo» [239].
El problema de Versílov, nos dice Madaule, es el problema de fondo que siempre
hay en Dostoyevski: el problema de Dios: «Versilov es un hombre que nunca
consiguió arreglar sus cuentas con Dios» [240].
Continúa Madaule, y hemos podido comprobar, leyendo la novela y sintetizando su
contenido, que así ha sido: «Casi todo está a medias tintas en El adolescente y hasta las violencias
ahí son violencias frustradas, lo cual da a esta obra difícil y compleja una
extraordinaria poesía […] Versilov es el dueño secreto de esta poesía […] Nunca
sabremos quién es Versilov y el misterio permanecerá íntegro hasta el final del
libro […] Su mismo amor por Ajmakova tiene un carácter accidental, pues Versilov
no es un sensual aunque lo parezca. Lo que ha habido entre Ajmakova y él es un
encuentro de almas […] … lo que Versilov quisiera alcanzar es el lugar donde
está el alma [la de Ajmákova] tal vez para probarla, tal vez para destruirla.
Él la admira y, sin embargo, la declara llena de todos los vicios. También ella
[…] es un enigma. Esto ata a Versilov mucho más que la deslumbrante hermosura
de su rostro. Penetrar este enigma es para él, quizá, el medio de resolver su
propio problema […] Lo repito: todo es interrogante para Versilov porque él
mismo es una interrogación […] Si Catalina Nikolaievna se niega a casarse con
Versilov, y aun a amarlo, es porque él le exige demasiado; le exige lo que su
hermosura parece prometer; pero lo que ella es incapaz de dar: la solución de
todos los problemas […] Versilov es un Stavroguin frustrado, es decir, salvado
[…] la Providencia salva a Versilov de sí mismo» [241].
Y concluye: «… queda entonces la perspectiva de una nueva vida y de una lenta
cura física y moral al lado de Sonia Andreevna […] Nada prueba que Versilov, ya
que erró su propio suicidio, hubiese vuelto efectivamente a la casa del Padre.
Este hijo pródigo continúa hasta el fin inquieto y equívoco». Aunque es cierto
que la novela deja un cierto regusto «agridulce», de lo que no estoy tan seguro
es de que «la síntesis armoniosa no pudo hacerse y Versílov continuará doble y
desafinado» [242]. Mejor dicho, es posible
que así sea, pero el «doble» está conjurado, creo que para siempre, en el
regazo de Sofía, en el cariño inmenso a sus hijos y en la creencia en Cristo.
En esta novela, Dostoyevski no cierra de modo definitivo la puerta a la
esperanza. Es una puerta que deja abierta. El lector tiene la última palabra.
Málaga, 7 de septiembre de 2013, festividad de
Santa Regina, virgen y mártir, nacida en Alesia (Autun), en la antigua Galia,
en el siglo V.
Enrique Castaños es Doctor en Historia del
Arte.
[1] Los nombres y topónimos rusos, siempre que sea
posible, serán escritos con la grafía con que aparecen en las Obras Completas de Dostoyevski de la madrileña
editorial Aguilar, traducidas por Rafael Cansinos Asséns. Todas las citas
reproducidas de cualquier obra del escritor ruso, empezando por El adolescente, procederán de esa
edición. La edición manejada por mí, en cuanto al año de publicación, es: tomo
I, 1961; tomo II, 1964; tomo III, 1961. La novela El adolescente es la última incluida en el tomo II. En determinadas
ocasiones, se darán a conocer otras grafías muy extendidas, a fin de facilitar
las consultas pertinentes. Si se cita el título de la obra de un autor, sea
artículo o libro, o bien se reproduce una cita de cualquier estudioso, crítico
o comentarista, se respetará la grafía que haya empleado ese autor para todos
los nombres, sean reales o de personajes literarios. Por poner dos ejemplos muy
sencillos: a) el apellido Dostoyevski lo escriben de forma distinta los
numerosos estudiosos que se han ocupado de él; si un estudioso lo nombra como
Dostoievski, así será reproducido; b) en cuanto a los personajes literarios,
ocurre lo mismo: donde unos traducen Katerina Nikoláyevna, otros escriben
Catalina Nikolaievna. Si esta segunda grafía es así citada por un determinado crítico,
se respetará la susodicha grafía. Por lo que atañe a Nikolai Aleksiéyevich
Nekrasov (1821-1877), cuyo apellido lo escribe a veces Cansinos Asséns con
tilde (Nekrásov), fue un poeta, escritor, crítico, traductor y editor ruso que editó
y dirigió la revista Otechestvennye Zapiski desde 1867.
[2] Acerca de los pormenores de esta detención,
juicio, simulacro de fusilamiento y deportación a Siberia de Dostoyevski, puede
consultarse mi ensayo sobre la novela El
idiota en enriquecastanos.com/dostoyevski_idiota.htm
[3] Acerca del pensamiento nihilista de Bielinski,
que había nacido en 1811, así como de su papel como pater de la intelligentsia
rusa, léanse las reflexiones de Nicolás Berdiaev, El cristianismo y el problema del comunismo, Madrid, Espasa-Calpe,
1961, págs. 89-90. Bielinski, dice Berdiaev, se vuelve ateo y nihilista por
buscar la verdad y la justicia, pero, y quizás ello explique la deferencia que
para con él tuvo siempre Dostoyevski, frente a otros que continuaron por esa
senda que desembocará en el bolchevismo, «Bielinsky
conserva aún el culto de Cristo, el de los pobres y pecadores, que enseña la
religión de la piedad». Sus continuadores no sabrán nada ya de esa piedad,
puesto que reniegan del hombre de carne y hueso y tratan sólo de llevar a cabo
una «ideología». De Bielinski (cuyo apellido Cansinos Asséns a veces lo escribe
Bielinskii), se ocupa especialmente Dostoyevski en un artículo, «Gente vieja»,
publicado en el nº 1 de la revista El
Ciudadano (Grachdanin
o Grazhdanin),
en 1873, inserto posteriormente en el Diario
de un escritor (VI, II). Obras
Completas, tomo III, págs. 705-708. Sobre este mismo artículo de El Ciudadano volveré más adelante.
[4] León Chestov, La filosofía de la tragedia. Dostoievsky y Nietzsche, Buenos Aires,
Emecé, 1949, págs. 33, 59 y 60. La traducción es de D. J. Vogelman (debe
tratarse de una errata, pues el nombre correcto es David J. Vogelmann, conocido
traductor de Franz Kafka). Lev Isaakovich Shestov nació en Kiev en 1866 y murió
en París en 1938.
[5] Ibídem,
pág. 87.
[6] Ibídem,
pág. 101.
[7] Ibídem,
pág. 66.
[8] Así lo relata el crítico ruso-francés André
Levinson en su biografía Dostoyevski
(vida dolorosa), Buenos Aires, Santiago Rueda, 1943, pág. 224. Sobre esta
biografía, véase la nota 86 de mi citado ensayo sobre El idiota. Por el contrario, para otros la propuesta económica
parte del propio Nekrasov, no haciendo Dostoyevski más que consultarlo con su
esposa. Esta es la opinión de Henri Troyat, Dostoyevski,
Barcelona, Destino, 1946, pág. 347. Henri Troyat es el pseudónimo de Levón
Aslani Thorosian (Moscú, 1911 – París, 2007). La edición original francesa es
de 1940.
[9] Dostoyevski
(vida dolorosa), pág. 223.
[10] Véase el prólogo de Rafael Cansinos Asséns a
la mencionada edición de El adolescente,
pág. 1527.
[11] Véase, Obras
Completas, tomo
III, págs. 1597-1600, donde Cansinos transcribe un notorio fragmento de la
carta a Krayevski.
[12] Carta del domingo 5 de julio (23 de junio) de
1874. Obras Completas, Madrid,
Aguilar, 1961, tomo III, pág. 1668. La primera fecha, que es más tardía, corresponde
al calendario gregoriano, mientras que su equivalente en el calendario juliano
aparece entre paréntesis. El calendario gregoriano, vigente en las naciones
occidentales, no fue implantado en Rusia hasta el 1 de febrero de 1918. Con
anterioridad, la reforma del antiguo calendario bizantino, la llevó a cabo
Pedro I el Grande (zar entre 1682 y
1725), que «dispuso que se introdujese el cálculo del
calendario juliano coincidiendo con el 1 de enero de 1700». Erdmann Hanisch, Historia
de Rusia, Madrid, Espasa-Calpe, 1944, tomo I, pág. 159. La traducción es de
Guillermo Sans Huelin. El Dr. Erdmann Hanisch (1876-1953), alemán, fue Profesor
de la Universidad de Breslau (hoy Wroclaw, en Polonia). La redacción de todo el
libro estaba completada a finales de 1935.
[13] Carta del domingo 26 (14) de julio de 1874. Obras Completas, tomo III, pág. 1668.
[14] Edward Hallett Carr, Dostoievski, 1821-1881: lectura crítico-biográfica, Barcelona,
Laia, 1972, págs. 229-231. En cuanto a Cansinos Asséns, véase su prólogo a la
novela, edición citada, pág. 1525.
[15] De una carta a su esposa Anna Grigórievna,
fechada en Petersburgo el 6 de febrero de 1875. Obras Completas, tomo III, pág. 1670. Apollon Nikolaevich Máikov
(1821-1897), hermano de Valerian, crítico literario, era un poeta clasicista
ruso que fue íntimo amigo de Dostoyevski. En cuanto a Nikolai Nikoláievich
Strájov (1828-1896), fue un científico, pensador y crítico literario ruso que
escribió la primera biografía de Dostoyevski. Por último, Vasily Grigorievich
Avsieyenko (o Avseenko) (1842-1913), fue también otro crítico literario ruso.
[16] Véase la nota 21 de mi ensayo sobre El idiota.
[17] Nikolay Berdiaev, El espíritu de Dostoyevski, Granada, Nuevo Inicio, 2008, págs. 5-6.
La traducción es de Olga Trankova Tabatadze. En realidad, su tesis atraviesa de
principio a fin todo el enjundioso estudio, redactado durante el invierno de
1920-21.
[18] León Chestov, Las revelaciones de la muerte (Dostoiewski-Tolstoi), Buenos Aires,
Sur, 1938, pág. 42. No especifica el nombre del traductor. Esta edición en
español es una traducción de la edición francesa (París, Plon, 1923).
[19] Ibídem,
pág. 31.
[20] Ibídem,
pág. 35.
[21] Ibídem,
pág. 36.
[22] Ibídem,
págs. 38-39.
[23] Ibídem,
pág. 121.
[24] Pablo
Evdokimov, Introducción a Dostoyevski (en
torno a su ideología), Cartagena (Murcia), Athenas Ediciones, 1959, pág.
86. La traducción es de Alberto Colao. También hace una valiosa referencia a la
mencionada carta, insistiendo en el interés que muestra en ella Dostoyevski por
la Filosofía de la Historia, Bruce Kinsey Ward, Dostoyevsky’s critique of the West. The Quest for the
Earthly Paradise, Ontario, Wilfrid Laurier University Press, 1986, pág. 165. Esta famosa
carta ha sido publicada en diversas ediciones de la correspondencia
de Dostoyevski. La consultada por mí es una de las ediciones clásicas, que me
ha resultado de gran utilidad; se trata de las Letters of Fyodor
Michailovitch Dostoevsky to his Family
and Friends, New York, The Macmillan Company, 1914. La traductora al inglés
de esta selección de cartas es Ethel Colburn Mayne, que las acompaña de
documentadas y muy pertinentes notas al pie aclaratorias. La carta a Mijaíl es
la nº XXI del volumen, págs. 53-69.
La misiva, traducida al francés por Ely Halpérine-Kaminsky y
Charles Morice, está disponible en: http://fr.wikisource.org/wiki/Lettre_de_Dosto%C3%AFevski_%C3%A0_son_fr%C3%A8re_Mikha%C3%AFl,_22_f%C3%A9vrier_1854
Una extraordinaria edición de la correspondencia completa de Dostoyevski,
traducida directamente del ruso al francés, es la llevada a cabo por Éditions
Bartillat de París. La referencia es: Dostoïevski.
Correspondance intégrale. Tome 1,
1832-1864. Tome 2, 1865-1873. Tome 3, 1874-1881. La traducción es de Anne
Coldefy-Faucard, mientras que la dirección de la ardua empresa y la anotación
de los tres volúmenes es de Jacques Catteau.
[25] Giovanni Papini, El crepúsculo de los filósofos, Buenos Aires, Tor, 1936, págs.
199-200. La traducción es del escritor argentino Héctor Fuad Miri, nacido en
1906, que fue amigo personal de Papini.
[26] Ibídem,
pág. 201.
[27] José Ortega y Gasset, «Ideas sobre la novela», en Obras Completas, Madrid, Revista de
Occidente, 1947, tomo III, pág. 400.
[28] «Lenguaje, significado y heterodoxia. Consideraciones
sobre ‘Ordet’», Boletín
de Arte de la Universidad de Málaga, nº 18, 1997, pág. 399. El mismo
artículo en
http://www.enriquecastanos.com/ordet.htm
[29] Edward Hallett Carr, pág. 225. Ver también la
Introducción de Cansinos Asséns a las Obras
Completas, Madrid, Aguilar, 1961, tomo I, pág. 91.
[30] Pavel (Pasha) Aleksandrovich Isaev (1848 –
1900). Sobre este hijastro del escritor, así como sobre sus familiares y
amigos, debe consultarse el documentado libro de Kenneth A. Lantz, The Dostoevsky Encyclopedia, Westport,
Conneticut, Greenwood Press, 2004. La referencia a Paul Isáyev está en la pág.
209. Kenneth A. Lantz es actualmente Profesor de Literatura Eslava en la
Universidad de Toronto.
[31] Hallett Carr, pág. 143.
[32] Varvara Mijaílovna Karepina (1822 – 20 de
enero de 1893), que murió asesinada por unos malhechores en su propia casa.
[33] Vera Mijaílovna Dostoevskaya, de casada Vera
Ivanova, por haberse casado con el físico A. P. Ivanov, había nacido en 1829,
falleciendo en 1896, y una hija suya, Sofía (Sonia) Aleksándrovna Ivanova,
nacida en 1846, era la sobrina favorita de Dostoyevski. Kenneth A. Lantz, págs.
210-211.
[34] Nacida en 1835 y fallecida el 31 de octubre de
1889. Kenneth A. Lantz, pág. 165.
[35] Sobre todo este asunto de la herencia de la
tía Kumánima y los tres días finales del escritor, he seguido especialmente a
Hallett Carr, págs. 225-227 y 281-282. André Levinson, págs. 264-266, no dice
nada de la inoportuna visita de las hermanas. En cuanto a Henri Troyat, págs.
395-396, afirma que la única hermana que acude a la casa del escritor es Vera,
situando la visita el lunes 26, a la hora de la comida. Sí insiste en el asunto
de la herencia y cómo desagradó profundamente a Dostoyevski.
[36] Liubova Fiodorovna
Dostoyevski, nacida el 14 de septiembre de 1869, falleció en Grise, en el
Tirol, el 10 de noviembre de 1926. Dostoyevski no tuvo ningún hijo con su
primera esposa, María Dmítrievna, fallecida el 15 de abril de 1864. Todos sus
hijos los tuvo con Anna Grigórievna.
[37] Hallett Carr, págs. 226-227.
[38] Hallett Carr, pág. 227.
[39] Ideas
sobre la novela, obra citada, pág. 400.
[40] Luigi Pareyson, Dostoyevski: filosofía, novela y experiencia religiosa, Madrid,
Encuentro, 2008, págs. 38-39. La muerte de Pareyson, en septiembre de 1991,
dejó el manuscrito de su profundo estudio sin publicar. En 1993, esa tarea,
respetando escrupulosamente lo que había escrito Pareyson, que en realidad
estaba ya casi definitivamente terminado, la llevaron a cabo sus discípulos
Giuseppe Riconda y Gianni Vattimo, según explican en el Prefacio del libro. La
traducción del italiano es de Constanza Giménez Salinas.
[41] Arkadii
se refiere al barón James Mayer de Rothschild (Francfort del Meno, 1792 –
París, 1868), banquero y fundador de la rama de París de la familia Rothschild.
Financió ampliamente a Luis Felipe de Orleáns, el llamado «rey
burgués» entre 1830 y 1848. Contribuyó muy notablemente a la
industrialización de Francia. Patrocinador de escritores, músicos y artistas plásticos. Al morir dejó un legado
de 150 millones de francos oro.
[42] Martín de Riquer y José María Valverde, Historia de la literatura universal,
Barcelona, Planeta, 1971, tomo II, págs. 448-449.
[43] Dice Kant: «La ley moral es dada como un factum de la razón pura del cual somos conscientes a priori y que resulta cierto
apodícticamente, aunque no quepa hallar en la experiencia ningún ejemplo de que
haya sido cumplida escrupulosamente. Por lo tanto, la realidad objetiva de la
ley moral no puede verse probada por una deducción, ni tampoco por un empeño de
la razón teórica subvenida especulativa o empíricamente y, por consiguiente, aun
cuando se quisiera renunciar a la certeza apodíctica, tampoco podría verse
confirmada por la experiencia y quedar así demostrada a posteriori, pese a todo lo cual se mantiene firme por sí misma».
Immanuel Kant, Crítica de la razón
práctica, Madrid, Alianza, 2007, Parte I, Libro I, cap. 1, § 8 [A 81 – A
82] [˂Ak. V, 47˃], págs. 122-123. La edición es de Roberto Rodríguez Aramayo.
En el famoso Colofón de la misma obra, escribe Kant su frase quizás más
célebre: «Dos cosas colman el ánimo con una admiración y una veneración siempre
renovadas y crecientes, cuanto más frecuente y continuadamente reflexionamos
sobre ellas: el cielo estrellado sobre
mí y la ley moral dentro de mí. Ambas cosas no debo buscarlas ni limitarme
a conjeturarlas, como si estuvieran ocultas entre tinieblas, o tan en
lontananza que se hallaran fuera de mi horizonte; yo las veo ante mí y las
relaciono inmediatamente con la consciencia de mi existir». Ibídem [A 289] [˂Ak. V, 162˃], pág. 293.
[44] Miguel de Unamuno, Obras Completas, Madrid, Afrodisio Aguado, 1951, tomo II, pág. 340.
En cuanto al significado de «nivola»,
uno de los personajes de Niebla,
Víctor Goti, lo explica con relativa precisión, pues el término tiene mucho que
ver con el irremediable afán de Unamuno de llevar la contraria, en este caso a
los críticos y a los filólogos. Ibídem,
pág. 777.
[45] San Juan de la Cruz, «Llama de amor viva», en Obras, Valladolid, Miñón, sin fecha,
pág. 278. El verso citado por Unamuno corresponde a la canción III. El propio
poeta, en su célebre comentario a las canciones por él mismo compuestas, hecho
en 1584 a requerimiento de doña Ana de Peñalosa, dice lo siguiente: «Estas cavernas son las potencias del alma,
memoria, entendimiento y voluntad, las cuales son tan profundas cuanto de grandes bienes son capaces, pues no se llenan
con menos que infinito. Las cuales, por lo que padecen cuando están vacías,
echaremos en alguna manera de ver lo que se gozan y deleitan cuando de Dios
están llenas; pues que por un contrario se da luz del otro». Ibídem, pág. 337.
[46] El
espíritu de Dostoyevski, págs. 19-20.
[47] Sonia, en ruso, es el apelativo cariñoso de
Sofía. El más célebre personaje de Dostoyevski con ese nombre es Sonia Marmeládov,
la prostituta de corazón puro que ama a Raskólnikov, y que conseguirá convertirlo, acompañándolo al presidio a
Siberia.
[48] El nombre de Sofía, en el Imperio bizantino,
primero, y en el mundo eslavo de religión cristiana ortodoxa después, hace
referencia a la Sabiduría Divina. De ahí el verdadero nombre de la Catedral de
Santa Sofía de Constantinopla, mandada construir por Justiniano I en el siglo
VI: Hagia Sophia. Igual significado
tiene el nombre de la capital de Bulgaria.
[49] La grivna era una moneda rusa de plata mandada
acuñar por Pedro I el Grande. La
grivna equivalía a diez kopeks. Cada rublo se dividía en cien kopeks
(copeicas). La grivna hunde sus raíces en la moneda denominada grivna kunaresan durante el periodo de
la Rus de Kiev, conservándose hasta avanzado el siglo XIV, y no es hasta 1317
que se menciona el rublo como moneda de plata. Erdmann Hanisch, Historia de Rusia, tomo I, pág. 53.
[50] Romano Guardini, El universo religioso de Dostoyevski, Buenos Aires, Emecé, 1954,
pág. 38. La traducción del alemán es de Alberto Luis Bixio. Sobre Guardini,
véase lo que digo en mi ensayo sobre El
idiota, poco antes de la nota nº 9.
[51] Ibídem,
pág. 42.
[52] Ibídem,
pág. 43.
[53] Diminutivo cariñoso de Arkadii. Otras veces le
llama Arkáschenka.
[54] El
universo religioso de Dostoyevski, págs. 44-48. En relación al «padecimiento» de Sonia como el
verdadero sentido de su existencia, ya
veremos más adelante la relación que establecerá Versílov entre la libertad y
el sufrimiento.
[55] Dostoyevski, que tuvo relaciones en su vida
privada con mujeres instruidas, incluso muy instruidas, desde Pólina Súslova y
las hermanas Anna Korvin-Krukovskaya y Sofía Vasíliyevna Kovalévskaya, hasta su
propia esposa Anna Grigórievna, no es un escritor que escatime la presencia en
sus novelas de mujeres cultas, ni mucho menos meras comparsas, sino auténticos
personajes fundamentales. El caso supremo es el que representan Nastasia
Filíppovna y Aglaya Ivánovna en El idiota.
[56] Jacques Madaule, El cristianismo de Dostoievsky, Buenos Aires, Losada, 1952, pág.
136. La traducción es de Juan Paredes.
[57] El
cristianismo de Dostoievsky, pág. 128.
[58] Ibídem,
pág. 129.
[59] Ibídem.
[60] Adviértanse aquí algunos rasgos autobiográficos
del escritor. Sobre ello digo algo, al hablar de Pólina Súslova y de la
estancia de Dostoyevski, en agosto de 1865, en Wiesbaden para calmar su pasión
por la ruleta, en mi ensayo sobre El
idiota.
[61] Martin Heidegger, La pobreza, Buenos Aires, Amorrortu, 2006, especialmente las
páginas 107-117. La traducción del alemán es de Irene Agoff. El pequeño volumen
incluye una extensa y rigurosa presentación de Philippe Lacoue-Labarthe.
[62] ‘San
Manuel Bueno, mártir’: existencia, duda y fe, breve ensayo terminado el 5
de julio de 2013 y publicado en http://www.enriquecastanos.com/unamuno_manuel_bueno.htm
[63] Heinrich Seuse, Vida, Madrid, Siruela, 2013, págs. 170-171. La edición y la
traducción del alto alemán medio, corresponden a Blanca Garí de Aguilera,
Catedrática del Departamento de Historia Medieval de la Universidad Autónoma de
Barcelona. Ver también mi citado ensayo sobre la novela San Manuel Bueno, mártir, de don Miguel de Unamuno.
[64] Forma afectuosa de Olga.
[65] Dorotea.
[66] George Vernadsky, Historia de Rusia, Buenos Aires, Losada, 1947, pág. 156. La
traducción es de Luis Echávarri. La edición original es de 1929, basándose esta
traducción en la segunda edición, revisada y ampliada por el autor, de 1944.
Georgii Vladimirovich Vernadsky (San Petersburgo, 1887 – New Haven,
Connecticut, 1973) era hijo del científico y naturalista ruso Vladimir I.
Vernadsky (1863-1945). Georgii, que participó en la guerra civil junto al
Ejército blanco, abandonó Rusia en 1920. Fue Profesor en las universidades de
Praga y de Yale. Su concepción histórica está influida por el pensador
neokantiano alemán Heinrich Rickert.
[67] Todas las circunstancias del atentado están
muy bien reconstruidas en el último capítulo del extenso estudio de Franco
Venturi, El populismo ruso, Madrid,
Alianza, 1981, págs. 1043-1057. La traducción es de Esther Benítez. El
historiador Franco Venturi (Roma, 1914 – Turín, 1994) era hijo del historiador
del arte Lionello Venturi y nieto del también eminente historiador del arte
Adolfo Venturi.
[68] George Vernadsky, Historia de Rusia, pág. 165.
[69] Un amplio compendio de David Churchill
Somerwell (1885-1965), en cuatro volúmenes, supervisado directamente por el
autor, ha sido publicado en español por la editorial Alianza, con varias
ediciones desde 1970.
[70] Henri Pirenne, Mahoma y Carlomagno, Madrid, Alianza, 1989, especialmente las páginas
164-170, en las que se detiene en la creciente influencia de los mayordomos de
palacio carolingios en la corte merovingia, el primero de los cuales con
auténtico poder fue Carlos Martel, padre de Pipino el Breve y abuelo de Carlomagno. La traducción es de Esther
Benítez.
[72] Los versos, traducidos por Cansinos Asséns,
dicen: «Más preciada es la sombra de las viles verdades
que el engaño que nos asalta». Sobre este poema debe consultarse el
magnífico estudio de Andrew Kahn, Pushkin’s
Lyric Intelligence, Oxford University Press, 2008, especialmente las págs.
246-258 del cap. 7, que se ocupan expresamente del poema.
[73] Para toda esta cuestión, véase mi aludido
ensayo sobre El idiota, en el que me
detengo pormenorizadamente en el pequeño libro de Dimitri Merejkowsky, Dostoievsky: profeta de la revolución rusa,
Buenos Aires, Argonauta, 1946, cuya traducción se debe a René Astiz y Teba
Bronstein.
[74] Pierre-Joseph Proudhon, ¿Qué es la propiedad?, Barcelona, Tusquets, 1977, págs. 31-32. La
traducción es la de Rafael García Ormaechea de 1903. Sobre este conocidísimo
texto del padre del federalismo autogestionario, me extendí ampliamente en mi
Memoria de Licenciatura, inédita, dirigida por el Profesor Antoni Jutglar
Bernaus, y titulada Proudhon y el
utopismo posrevolucionario: aproximación al estudio del socialismo anterior a
Marx, Universidad de Málaga, octubre de 1981, especialmente las págs.
178-182. Quiero manifestar aquí una vez más, pues ya se lo expresé en vida, mi
agradecimiento, por su inestimable enseñanza y orientación metodológica, al
desaparecido catedrático Antoni Jutglar (Barcelona, 1933-2007), persona de gran
calidad humana y uno de los mayores expertos mundiales en Francisco Pi y
Margall y el federalismo español de la segunda mitad del siglo XIX, que era por
entonces, a pesar de su enfermedad, profesor a tiempo parcial del Departamento
de Historia Contemporánea de la todavía lozana Universidad malacitana.
[75] François Guizot, Historia de la civilización en Europa, Madrid, Alianza, 1990, pág.
20. La traducción es de Fernando Vela, fiel colaborador y discípulo de don José
Ortega y Gasset. La importancia decisiva de los hechos (primero, «el estudio de los hechos»;
después, «el imperio de las ideas» y «ante todo la civilización») en Guizot, ha
sido bien analizada por Georges Lefebvre, El
nacimiento de la historiografía moderna, Barcelona, Martínez Roca, 1974,
sobre todo las págs. 180-182. Traducción de Alberto Méndez.
[76] Charles Dickens, La tienda de antigüedades, Madrid, Nocturna, 2011. La traducción es de Bernardo Moreno Castillo. El episodio descrito por Trischátov corresponde
al final del capítulo cincuenta y tres, pág. 562. En su apasionada disertación,
casi en estado de trance, cree que es una catedral lo que sólo es una pequeña
iglesia de pueblo.
[77] Joris-Karl Huysmans, La Catedral, Madrid, Escelicer, 1961. La traducción es de José
García Mercadal, hermano del notable arquitecto español Fernando García
Mercadal. Al comienzo del capítulo XII (pág. 307) de esta excepcional novela,
preñada de erudición humanística, religiosa y artística en el más alto sentido,
Huysmans critica la casi nula atención prestada por muchos arqueólogos e historiadores
de la arquitectura a los aspectos simbólicos, teológicos y espirituales del
templo gótico medieval. Naturalmente, está formulando una crítica al más
estrecho positivismo.
[78] Hans Jantzen, La arquitectura gótica, Buenos Aires, Nueva Visión, 1982, págs.
78-79. La traducción es de José María Coco Ferraris. Jantzen nació en Hamburgo
en 1881 y murió en Friburgo de Brisgovia en 1967. La edición original alemana
de su libro es de 1957.
[79] Véase mi artículo «Lenguaje, significado y heterodoxia. Consideraciones sobre ‘Ordet’
(‘La Palabra’), de Carl Th. Dreyer», publicado originalmente en el Boletín
de Arte de la Universidad de Málaga, nº 18, 1997, págs. 399-417. Publicado
también en http://www.enriquecastanos.com/ordet.htm
[80] Henri Bergson, La risa, Madrid, Sarpe, 1985, capítulo 1. La traducción, cedida por
Plaza & Janés, es de Amalia Aydée Raggio. Otras ediciones, como la de
Losada de Buenos Aires de 1939, escriben Haydée el primer apellido de la
traductora.
[81] Ibídem,
capítulo 3.
[82] No
debiera caerse en la tentación de confundir la apreciación de Arkadii con lo
grotesco. Uno de los artistas que más exploró este factor fue el escultor
alemán Franz Xaver Messerschmidt (1736-1783), un caso ejemplar de los problemas
relacionados con los artistas y la locura desde el estudio que le dedicó el
psicoanalista e historiador del arte Ernst Kris. El escritor Christoph
Friedrich Nicolai, que visitó a Messerschmidt algunas veces, cuenta cómo
trataba de convencerlo de que veía fantasmas, y que ciertos espíritus lo
perseguían, siendo el de la proporción el más amenazador de todos ellos. Ideó
una complicadísima teoría sobre las proporciones humanas, que decía le había
inspirado el egipcio Hermes Trismegisto, pero aquel espíritu de la proporción,
celoso, le infligía dolores físicos, por lo que tenía que pellizcarse
continuamente; de ahí que decidiese elaborar sus célebres estudios de carácter
y rostros con todo tipo de muecas. Nicolai dice que cada treinta segundos se
miraba al espejo y ponía la cara conveniente a lo que estaba haciendo. En total
hizo doce más cincuenta y siete cabezas, entre 1770 y 1783. Se han conservado
cuarenta y nueve, la mayoría en plomo, unas pocas en piedra y otra en madera.
Las hay muy expresivas, raras y extravagantes, o incluso vacías. La monografía
de Kris no está traducida al español, pero el caso es ampliamente estudiado, y
de ahí he hecho el anterior extracto, por Margit y Rudolf Wittkower, Nacidos bajo el signo de Saturno. Genio y
temperamento de los artistas desde la Antigüedad hasta la Revolución francesa,
Madrid, Cátedra, 1982, págs. 123-130. La traducción es de Deborah Dietrick.
[83] Exagera aquí demasiado su opinión el
adolescente, o, al menos, puede resultar excesivamente radical si la
contrastamos con la realidad o la comparamos con ciertas obras artísticas. Una
de las más notables es una pieza de cera del escultor italiano Medardo Rosso, La edad de oro (1886), en la que
precisamente investiga el paso, sin solución de continuidad, de la risa al
llanto de un rorro en brazos de su madre, esto es, el carácter inestable y fugaz
de los sentimientos, su permanente mutabilidad. Por eso es legítimo considerar
a Rosso, en más de un sentido, como un escultor impresionista. La mencionada
escultura, de medio metro de altura aproximadamente, es propiedad de la Raymond
and Patsy Nasher Collection, Dallas, Texas, en los Estados Unidos. Una versión
anterior, de 1885 y de 60 cm de altura, guarda el Petit Palais de París.
[84] Recuérdese lo dicho anteriormente sobre Maren,
la niña de la película Ordet. También
lo que Jesús dice sobre los niños (Mc 10, 14), más aplicable aún al príncipe
Mischkin, al que tanto gustaba en Suiza de rodearse de niños.
[85] A Thomas Mann debieron causarle una gran
impresión estas palabras de Arkadii, que aquí sólo extractamos, como se
desprende de la inmarcesible declaración fisiológica
de amor que Hans Castorp le hace en francés a la rusa Clawdia Chauchat en La montaña mágica, justo en la mitad
central de la obra cumbre del inmenso escritor alemán. A mi modo de ver, la
traducción española de Mario Verdaguer, en la legendaria edición barcelonesa de
José Janés, es difícilmente superable. La edición de mi biblioteca es la de
1947. De otra parte, no creo que Dostoyevski conociese en absoluto los escritos
del refinado crítico británico Walter Pater, pero, en la descripción anatómica
del semblante de Katerina que hace el adolescente, no podemos por menos de
acordarnos de la insuperable descripción del retrato de Mona Lisa que hizo
Pater en un celebérrimo texto sobre la Gioconda publicado en noviembre de 1869.
Walter Pater, El Renacimiento,
Barcelona, Icaria, 1982, págs. 100-102. La traducción es de Antonio Desmonts.
[86] Dostoyevski, que es un implacable crítico del
catolicismo romano y del Papado de Occidente, establecerá en varios pasajes de
sus novelas una equivalencia entre astucia e intriga y jesuitismo, una
explícita referencia a la Compañía de Jesús, cuyo cuarto voto, como todo el
mundo sabe, es el de obediencia expresa de cada miembro de la Orden al sucesor
de Pedro. El pasaje más memorable en este sentido corresponde a la novela El idiota, en concreto unas palabras del
príncipe Mischkin pronunciadas en el transcurso de una velada en casa de su
prometida Aglaya Ivanovna, en que arremete contra la Iglesia católica casi como
un poseído, siendo la única vez que altera su estado natural de mansedumbre.
[87] Erdmann Hanisch, Historia de Rusia, tomo II, págs. 155, 174, 175, 176 y 180. Véase
también, Wolfgang Justin Mommsen, La
época del imperialismo, Madrid, Siglo XXI, 1971, págs. 213, 214 y 216. La
traducción es de los esposos Genoveva y Antón Dieterich (por error, la edición
escribe Dietrich; el nombre de soltera de ella era Genoveva Arenas Carabantes,
que no sé por qué no conservó al casarse con un alemán, viviendo como vivían
desde muy jóvenes en Madrid). Por su parte, George Vernadsky, que en su citada Historia de Rusia se refiere al ministro
Iswolsky en la pág. 200, nos informa con gran precisión, en la pág. 199, del
elevado número de asesinatos políticos cometidos por los grupos revolucionarios
rusos clandestinos en la época en que Piotr Stolypin era Primer Ministro, quien
llevó a cabo una brutal represión (en 1908 fueron ejecutados 789
revolucionarios acusados de crímenes políticos, si bien el número fue
decreciendo hasta dictarse 73 condenas en 1911, precisamente el año, en
septiembre, en que el propio Stolypin cayó también asesinado). Stolypin trataba
de hacer compatible algo imposible: la autocracia con una política enérgica de
reformas a favor de la modernización económica.
[88] Helen Iswolsky, El alma de Rusia, Buenos Aires, Emecé, 1954, págs. 104-107. La
traducción es de Teresa Reyles.
[89] En la ciudad de Kozelsk, en la región de
Kaluga, al oeste de Moscú. El atormentado y pesimista escritor Konstantin
Nikolaevich Leontiev (1831-1891), conoció también en Optyna Pustyn a ese mismo stárets Grénkov, criticando después con
dureza la recreación dostoyevskiana. En
el verano de 1891 aceptó Leontiev definitivamente ser monje en Optyna Pustyn.
Murió en el monasterio Serguiev Posad, cerca de Moscú, en noviembre de ese año.
Sobre el pensamiento de Leontiev, puede consultarse el libro de Mijaíl
Malishev, Boris Emelianov y Manola Sepúlveda Garza, Ensayos sobre filosofía de la historia rusa, Ciudad de México,
Editorial Plaza y Valdés, 2002, págs. 61-84, que es de donde he extraído esta
información.
[90] Al inicio de una de las más extensas
intervenciones de Makar (3ª parte, cap. I, III), se desliza un topónimo que
resulta confuso. La traducción de Cansinos Asséns, dice: «Hay, amigo—prosiguió—, en el
Convento de Guedáviev…». La traducción inglesa de Richard Pevear y Larissa
Volokhonsky, dice: «Gennadiev desert». Esta segunda parece más exacta, pues es
muy probable que Makar haga alusión a San Gennadiev o San Gennade de Kostroma
(† 1565), higúmeno del monasterio Lioubemov (Liubimograd), situado en una
foresta cerca de la ciudad de Kostroma (al NE de Yaroslavl), cuya vida escribió
Alexis, otro higúmeno del mismo monasterio. Cuando nació, San Gennadiev se
llamaba Gregorio (Gregorii). El citado monasterio se denomina también Gennadiev
Spaso-Preobrazhensky Monastery (es decir, monasterio de la Transfiguración del
Señor, que es lo que significa «Spaso-Preobrazhensky»).
[91] Luigi Pareyson califica de «panenteísmo» la armonía de la
que habla Makar, pero sería una equivocación relacionarla con el panteísmo tipo
spinozista, pues sólo es comprensible si la entendemos presidida por Cristo, es
decir, por una unión entre Dios, el hombre y la naturaleza con todas sus
criaturas. Dostoyevski: filosofía, novela y experiencia religiosa, págs. 139 y 141.
[92] Véase, http://www.enriquecastanos.com/unamuno_manuel_bueno.htm
[93] Aunque es bastante probable que el título de
la célebre obra Temor y temblor, de Søren Kierkegaard, publicada el 16 de octubre de 1843, proceda de un
versículo de la Epístola a los Filipenses
de San Pablo (2, 12)—«…trabajad
con temor y temblor por vuestra salvación»—,
versículo que sin duda conocía muy bien Dostoyevski, resulta curiosa la
coincidencia del uso de la expresión paulina en el autor danés y en el ruso.
[94] Nicolás Berdiaeff, Una nueva Edad Media, Barcelona, Apolo, 1938, especialmente las
págs. 9-50. Traducción de José Renom. En la pág. 12, afirma: «A través de su autoafirmación,
el hombre se ha perdido, en lugar de encontrarse». En la 13: «Su alejamiento
del centro espiritual le ha hecho cada vez más superficial». Y en la 18, por no
extenderme más: «El triunfo del hombre natural sobre el hombre espiritual en la
historia moderna, debía conducirnos a la esterilidad creadora, es decir, al fin
del Renacimiento, a la autodestrucción del humanismo».
[95] Algunas de las mejores representaciones
iconográficas de esta santa se las debemos a los iconos de la Iglesia ortodoxa
griega, al Tintoretto y a José de Ribera.
[96] Albert Camus, El hombre rebelde, Madrid, Alianza, 1982, pág. 200. La traducción
es de Luis Echávarri.
[97] En la Iglesia ortodoxa, un eclesiástico de
rango superior, que incluso podía ser obispo, arzobispo, superior de un
convento o abad de un monasterio importante. Posteriormente, se convirtió en un
cargo honorífico.
[98] Arjiereo
o argiereo. El término aparece en un libro de Félix de Latassa y Ortin titulado
Biblioteca nueva de los escritores
aragoneses que florecieron desde el año de 1600 hasta 1640, tomo II
(Pamplona, en la Oficina de Joaquín de Domingo, 1799). En la página 487, dice:
«…sui Illustrissimi Argiereos in suum Archiepiscopalem…». Por la ya mencionada
traducción inglesa de la novela, que dice «chief priest’s», se deduce que se trata de un alto
cargo eclesiástico de la Iglesia ortodoxa. El término «chief priest’s» aparece en algunas traducciones
inglesas del Evangelio de San Mateo (27, 62 y 28, 11), que en la Biblia de
Jerusalén aparece como «sumo sacerdote». Pero está claro que no puede tratarse
de un sumo sacerdote de la jerarquía religiosa judaica de tiempos de Jesús. De
ahí que nos limitemos a calificarlo como alto cargo eclesiástico de la Iglesia
ortodoxa rusa, equivalente quizás a lo que en las diócesis católicas se
entiende por arcipreste. En algunas traducciones españolas, en vez del término
empleado por Cansinos Asséns, se traduce del ruso directamente como «obispo»,
lo cual tampoco parece muy exacto, si bien sería excesivo calificarlo de falso.
En cualquier caso, el vocablo «arjiereo» no aparece en ningún diccionario de la
lengua castellana, ni en el de Covarrubias, ni en el de la Real Academia
Española, Autoridades, José Alemany, Corominas, Julio Casares, María Moliner, Manuel
Seco o cualquiera que sea.
[99] Alexis Marcoff, El alma del pueblo ruso y su evolución histórica, Barcelona,
E.L.R., Tipografía «La
Educación», 1945,
págs. 113-117.
[100] Relatos
de un peregrino ruso, Madrid, Alianza, 2010. Los datos
histórico-filológicos los he extraído de la documentada Introducción que
acompaña al volumen, escrita por Sebastián Janeras y Vilaró (págs. 9-24 de la
citada edición). La traducción de los Relatos
es de Victoria Izquierdo Brichs.
[101] El
universo religioso de Dostoyevski, pág. 69.
[102] Kasimir
Klemens Waliszewski, Historia de la
literatura rusa, Buenos Aires, Argonauta, 1946, pág. 286. No se especifica
el nombre del traductor. Waliszewski (1849-1935) fue un
escritor e historiador polaco formado en Varsovia y en París. La edición
original francesa de su libro es de 1900. En cuanto a El peregrino encantado, hay una reciente edición en español en Alba
(2009).
[103] El
universo religioso de Dostoyevski, pág. 71.
[104] Ideas
sobre la novela, págs. 401-402.
[105] El
espíritu de Dostoyevski, pág. 6.
[106] Dostoyevski:
filosofía, novela y experiencia religiosa, pág. 46.
[107] Ibídem,
pág. 43.
[108] Aunque ajeno por completo a la cosmovisión
dostoyevskiana, el gran psicoanalista Erich Fromm pensaba que por mucho que se
endureciese, el corazón del hombre no dejaba nunca de ser un corazón humano. Lo
que distingue al hombre, piensa Fromm, es su capacidad de elección; el hombre
se ve impelido a elegir constantemente, y esta elección debe realizarse con
completa libertad. El conocimiento, la educación, la rectitud moral, es muy
probable que nos inclinen hacia el bien; pero si el hombre pierde el sentido de
la piedad y de la compasión, si no se conmueve por el sufrimiento de otro
hombre, es también muy posible que las vías de acceso al bien le sean cerradas
para siempre. Erich Fromm, El corazón del
hombre. Su potencia para el bien y para el mal, México D. F., Fondo de
Cultura Económica, 1974, pág. 179. La traducción es de Florentino Martínez
Torner, que fue diputado socialista durante la II República española, desempeñó
una tarea relevante en las Misiones Pedagógicas, y se marchó al exilio en
Méjico en 1939, donde falleció en 1969.
[109] El
espíritu de Dostoyevski, pág. 54.
[110] Dostoyevski:
filosofía, novela y experiencia religiosa, págs. 36-37.
[111] La edición española que poseo y mejor conozco,
en la que María Teresa Suero Roca traduce en prosa los versos del autor, es:
Aleksandr Pushkin, Eugenio Onieguin,
Barcelona, Bruguera, 1969.
[112] La edición conocida por mí es: Iván S.
Turgueniev, Nido de nobles, Madrid,
Aguilar, 1988, traducida por Rafael Cansinos Asséns.
[113] Obras
Completas, tomo III, pág. 1440.
[114] Heinrich Seuse, Vida, Madrid, Siruela, 2013, pág. 65.
[115]
Vladimir Lossky, Teología mística de la
Iglesia de Oriente, Barcelona, Herder, 2009, págs. 154-155. La traducción
de Francisco Gutiérrez es de la edición original francesa de 1944. Isaac de
Nínive o Isaac el Sirio (Isaac de Sirine, 640-700), fue un monje, asceta,
místico y teólogo nestoriano (las dos personas de Cristo, la divina y la
humana, eran completas pero independientes), proclamado santo por la Iglesia
ortodoxa. El repulsivo personaje de Smerdiákov, de la novela Los hermanos Karamásovi, es un asiduo
lector de este teólogo. Los nestorianos defendían que María fuese considerada Christotokos (madre de Cristo), mientras
que los partidarios de San Cirilo (siglo V), que terminaron imponiéndose en el
Concilio de Éfeso de 431, defendían que María fuese Theotokos, es decir, madre de Dios. La edición de las obras de
Isaac el Sirio que maneja Lossky es, principalmente, la inglesa del holandés
Arent Jan Wensinck, en realidad una traducción del texto siríaco de la edición
de Paul Bedjan (París, 1909), y otras veces la de Nikephoros Theotoki (Leipzig,
1770), con el texto en griego. Vladimir Nikolayevich Lossky (1903-1958),
Profesor de Filosofía de origen ruso y teólogo de la religión cristiana
ortodoxa griega, se estableció en París en 1924.
[116] En el Corán
(73, 10-11), en unas palabras que le dirige el arcángel Gabriel a Mahoma, se
lee: «¡Ten paciencia
con lo que dicen [los infieles] y apártate de ellos discretamente! / ¡Déjame
con los desmentidores, que gozan de las comodidades de la vida [alusión a los
comerciantes acomodados de La Meca]! ¡Concédeles aún una breve prórroga!» Las
citas proceden de la edición del Corán
preparada por Julio Cortés (Barcelona, Herder, 2002), quien es el autor de las
notas aclaratorias que he puesto entre corchetes. Ambas aleyas o versículos de
la sura 73, es lo más parecido que he podido encontrar en el texto sagrado
musulmán a las vagas palabras de Versílov.
[117] Introducción
a Dostoyevsky, pág. 44.
[118] Obras
Completas, tomo I, pág. 1472.
[119] Heinrich Seuse, Vida, pág. 62.
[120] Ambos retratos están reproducidos en el clásico
libro de Beaumont Newhall, Historia de la
Fotografía, Barcelona, Gustavo Gili, 1983, págs. 78-79, que incluye también
la cita de Thomas Carlyle. La traducción es de Homero Alsina Thevenet.
[121] Walter Benjamin, «Pequeña historia de la
Fotografía», en Discursos interrumpidos I,
Madrid, Taurus, 1982, pág. 76. La edición es de Jesús Aguirre. El breve ensayo
de Benjamin se publicó en Die Literarische
Welt en 1931.
[122] Dostoyevski se escondía tras los personajes de
sus novelas, dice León Chestov en La
filosofía de la tragedia, pág. 28. En otro lugar, en Las revelaciones de la muerte (pág. 75), insiste Chestov sobre la
misma convicción: que bajo las diferentes máscaras de los personajes de
Dostoyevski está siempre el propio escritor.
[123] Obras
Completas, tomo I, pág. 1474.
[124] Friedrich Meinecke, La idea de la razón de Estado en la Edad Moderna, Madrid, Centro de
Estudios Políticos y Constitucionales, 1997, pág. 34. Traducido por Felipe
González Vicén, incluye un espléndido estudio preliminar de Luis Díez del
Corral. La edición original alemana es de 1924.
[125] Nicolás Maquiavelo, El Príncipe, Madrid, Cátedra, 1989, pág. 171. La edición es de
Helena Puigdoménech.
[126] Ernst Cassirer, El mito del Estado, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1993,
págs. 185-193. La traducción es del pensador mejicano de origen catalán Eduardo
José Gregorio Nicol y Franciscá. Se trata del último libro de Cassirer, redactado
en 1944 y publicado póstumamente en 1946. En la pág. 189 de su libro reproduce
Cassirer, más ampliamente, la cita de El
Príncipe sobre la fortuna, en la
que lo relevante es ese «o
casi», pues, como indica Helena Puigdoménech, pudiera sugerirnos con ello
Maquiavelo «que también el control del hombre sobre la mitad de sus acciones
parece peligrar» (nota 5, pág. 171, de la edición citada de El Príncipe).
[127] La idea
de la razón de Estado en la Edad Moderna, pág. 39.
[128] Nicolás Maquiavelo, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Madrid, Alianza,
2008, Libro I, 1, pág. 31. La edición es de Ana Martínez Arancón.
[129] Ibídem,
Libro I, 6, pág. 51.
[130] El mito
del Estado, págs. 169, 173 y 181.
[131] El
Príncipe, cap. XV, pág. 131.
[132] George
H. Sabine, Historia de la teoría
política, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 2006, pág. 271.
Traducción de Vicente Herrero. La edición original en inglés es de 1937.
[133] Discursos
sobre la primera década de Tito Livio, Libro II, 2, págs. 198-199.
[134] Obras
Completas, tomo III, pág. 1186.
[135] Mijaíl Bakunin, «Federalismo, Socialismo y Antiteologismo», en
Mijaíl Bakunin, Escritos de Filosofía
Política, 1, Madrid, Alianza, 1978, págs. 197-198. La compilación es de
Grigori Petrovich Maximoff (1893-1950), anarco-sindicalista ruso que falleció
en Chicago. La cita escogida procede del volumen I de la edición francesa del
libro de Bakunin. La traducción española es de Antonio Escohotado.
[136] Jean-Jacques Rousseau, Del contrato social, Madrid, Alianza, 2005, Libro I, cap. VII, pág.
42. La edición es de Mauro Armiño.
[137] Ibídem,
Libro II, cap. V, pág. 58.
[138] Rudolf Rocker, Nacionalismo y Cultura, Madrid, La Piqueta, 1977, págs. 199-210. La
traducción es de Diego Abad de Santillán.
[139] Del
contrato social, Libro II, cap. VII, pág. 64.
[140] Jean-Jacques Rousseau, Emilio o la educación, Barcelona, Bruguera, 1979, Libro primero,
págs. 68-69. La edición es de Ángeles Cardona de Gibert y Agustín González
Gallego.
[141] Hannah Arendt, Sobre la revolución, Madrid, Alianza, 2009, págs. 100-101 y 251-252. Traducción de Pedro Bravo Gala, fallecido en junio de 2005 y que fue letrado
del Tribunal Constitucional de España.
[142] El
hombre rebelde, págs. 135-136.
[143] Ibídem,
pág. 139.
[144] Condorcet, Influencia
de la Revolución de América sobre Europa, Buenos Aires, Elevación, 1945.
Traducción de Tomás Ruiz Ibarlucea. El volumen incluye otros cinco escritos de
Condorcet. El ensayo aquí mencionado ocupa las páginas 21-62, siguiéndole un
Suplemento imprescindible que abarca las páginas 63-125.
[145] Especialmente por el estadounidense de origen
inglés Thomas Paine, quien contraatacó con la publicación, en 1791, de la
primera parte de sus Derechos del hombre
(la segunda parte se publicaría al año siguiente). Debe advertirse, no
obstante, que Paine se opuso a la ejecución de Luis XVI y fue detenido durante
el Terror, el 28 de diciembre de 1793, cuando ya era miembro de la Convención
Nacional francesa por Calais. Hay una buena edición española, de Fernando
Santos Fontenla, en Alianza.
[146] Edmund Burke, Reflexiones sobre la Revolución en Francia, Madrid, Alianza, 2003.
La edición es de Carlos Mellizo. Véanse, sobre todo, las páginas 79, 94, 103,
141, 146, 170, 193, 229 y 234.
[147] A pesar de sus innegables y profundas
limitaciones, la sinceridad y alcance de las reformas emprendidas bajo
Alejandro II ha sido reconocida por el historiador Peter Scheibert (1915-1995).
Véase, Manfred Hellamnn, Carsten Goehrke, Peter Schibert y Richard Lorenz, Rusia, Madrid, Siglo XXI, 2010, págs.
207 y ss. La traducción es de María Nolla. La edición original alemana es de
1972. En el capítulo 4 del volumen, que es el redactado por Peter Scheibert, se
afirma también que «tras
la ejecución de los cinco decembristas ninguna otra persona perdió la vida [por
razones políticas, evidentemente] durante el reinado de Nicolás I» (pág. 205).
[148] Bohdan Chudoba, Rusia y el Oriente de Europa, Madrid, Rialp, 1980, pág. 231. No
especifica el nombre del traductor.
[150] Ibídem,
pág. 95.
[151] Ibídem,
pág. 104.
[152] Ibídem,
pág. 106.
[153] Ibídem,
pág. 125.
[154] Ibídem,
pág. 127.
[156] Ibídem,
pág. 146.
[157] Ibídem,
pág. 181-182.
[158] Ibídem,
pág. 182.
[159] Ibídem,
pág. 183.
[160] Dostoyevski visitó a Herzen en Londres en
julio de 1862.
[161] Rafael Cansinos Asséns, Prólogo a «La confesión de Stavroguin», Obras Completas, tomo III, pág. 1572.
[162] Una estupenda síntesis del recorrido de las
diferentes concepciones utópicas a lo largo del pensamiento occidental, es el
libro de María Luisa Berneri, Viaje a
través de Utopía, Buenos Aires, Proyección, 1975. Traducido por Elbia
Leite, incluye un Prólogo para la edición española de Lewis Mumford y el
Prólogo de la edición inglesa de George Woodcock, estudiosos y ensayistas ambos
muy relevantes. Este libro, que leí con avidez en 1981, todavía me parece
difícilmente superable. Por desgracia, María Luisa Berneri, mujer muy culta de
ideas libertarias, que era italiana y discípula intelectual de Rudolf Rocker,
murió muy joven, con tan sólo 31 años, en 1949, en Londres.
[163] Friedrich Hölderlin, Hiperión o el eremita en Grecia, Pamplona, Peralta, 1978, págs.
53-54. Edición de Jesús Munárriz.
[164] Una buena traducción es la de Luis Gutiérrez
Santamarina (Luis Narciso Gregorio Gutiérrez Santa Marina) en el volumen de las
Obras Completas de Aldous Huxley
publicado en Barcelona por el editor José Janés en 1952. La menciono por ser la
que poseo y he leído.
[165] Kenneth Clark, El arte del paisaje, Barcelona, Seix Barral, 1971, pág. 97.
Traducción de Laura Diamond. La edición original es de 1949. Sobre esa
melancolía y esa nostalgia, no cabe menos de recordar el cuadro, fechado por
Panofsky hacia 1635-1636, Et in Arcadia
ego, de Nicolás Poussin, palabras inscritas en un sarcófago de piedra («Yo estuve en Arcadia») alrededor del cual se agrupan cuatro figuras
y que nos revelan la inevitable vinculación entre Arcadia, esto es, la Edad de
Oro, y la muerte, pues no sólo esa persona que yace en la tumba murió en esa
región paradisiaca, sino que tampoco nos será posible volver a esa época
perdida de la infancia de la humanidad. Erwin Panofsky, «”Et in Arcadia ego”: Poussin y
la tradición elegíaca», en El significado
de las artes visuales, Madrid, Alianza, 1980, págs. 323-348. Traducción de
Nicanor Ancochea.
[166] Anthony Blunt, Arte y arquitectura en Francia, 1500-1700, Madrid, Cátedra, 1992,
pág. 311. Traducción de Fernando Toda. La edición original es de 1953.
[167] Ovidio, Metamorfosis,
Madrid, Cátedra, 2009, Libro XIII 750-895, págs. 695-701. La edición es de
María Consuelo Álvarez y Rosa María Iglesias.
[168] Giovanni Boccaccio, Genealogía de los dioses paganos, Madrid, Editora Nacional, 1983,
Libro VII, capítulo XVII, págs. 441-442. Esta magnífica e insuperada edición
también se debe a María Consuelo Álvarez y Rosa María Iglesias.
[169] Erwin Panofsky, Renacimiento y renacimientos en el arte occidental, Madrid,
Alianza, 1975, pág. 259. Traducción de María Luisa Balseiro.
[170] Ibídem,
pág. 260.
[171] Erwin Panofsky, «La historia primitiva del hombre en dos ciclos de
pinturas de Piero di Cósimo», en Estudios
sobre iconología, Madrid, Alianza, 1980, pág. 50. Traducción de Bernardo
Fernández.
[172] Marco Lucio Vitruvio Polión, Los diez libros de Arquitectura, Madrid,
Alianza, 2009, Libro II, cap. 1, págs. 95-96. Traducción de José Luis Oliver
Domingo.
[173] Tito Lucrecio Caro, De la naturaleza de las cosas, Madrid, Espasa Calpe, 1969, Libro V
187-189 y 257-277, págs. 195 y 197. La traducción es de José Marchena y Ruiz de
Cueto (el abate Marchena), que fechó el manuscrito de su traducción en 1791.
[174] Estudios
sobre iconología, pág. 51.
[175] Se
refiere Versílov al célebre poema del escritor alemán Heinrich Heine titulado «La
Paz» (en alemán, «Frieden»), que
forma parte del primer ciclo del poemario El
Mar del Norte (en alemán, Die Nordsee),
escrito entre 1825-1826. Enrique Heine, Poemas y
Fantasías, Madrid, Librería de Hernando y
Cª, 1900, págs. 99-101. La traducción del alemán en verso castellano es de José
Joaquín Herrero y contiene un excelente prólogo de Marcelino Menéndez Pelayo de
junio de 1883. La verosimilitud que imprime Dostoyevski a las encendidas
palabras de Versílov se acentúa por el hecho de que, en el apasionamiento de
sus palabras, confunde Mar Báltico con Mar del Norte, pero esta equivocación es
perfectamente normal en alguien que está recordando, probablemente algo leído
mucho tiempo atrás. Pero lo fundamental es nombrar a Cristo y mencionar el
término «aparición», pues de
eso se trata, de una aparición: «De Jesucristo la imagen / Aparece ante mi
vista», dicen dos de los versos del poema de Heine.
El
poema, en alemán y en francés, se encuentra en la web: http://www.heinrich-heine.net/haupt.htm
Hay una
buena traducción inglesa, The North Sea,
en la web: http://www.archive.org/stream/poemsofheinrichh00heinuoft/poemsofheinrichh00heinuoft_djvu.txt
[176] Artur Mrówczynski – Van Allen, «La idea rusa y su
interpretación», en La Idea Rusa,
Granada, Nuevo Inicio, 2009, pág. 247.
[177] Obras
Completas,
tomo III, págs. 1679-1680. La sección donde se reproduce la misiva es el
Epistolario que hay al final del volumen, en este caso el epistolario sobre la Vida de un gran pecador. Cansinos Asséns
escribe el nombre de Chaadaev como Piotr Yakolevich Schaadáyev.
[178] Es evidente que aquí está pensando Chaadaev en
el famoso opúsculo del escritor romántico alemán Novalis, La Cristiandad o Europa, Madrid, Instituto de Estudios Políticos,
1977, págs. 69-106. Traducido por María Magdalena Truyol Wintrich, incluye un
documentado estudio preliminar de Antonio Poch Gutiérrez. No obstante, el texto
de Novalis es de una profunda añoranza por esa Cristiandad perdida.
[179] He sintetizado al máximo las ideas de
Chaadaev, pensando sobre todo en nuestra novela y en Dostoyevski. La lectura
completa del texto no deja indiferente a nadie, en uno u otro sentido. Piotr
Chaadaev, «Primera
carta filosófica a una dama», en La Idea
Rusa, Granada, Nuevo Inicio, 2009, págs. 105-136. La traducción es de
Marcelo López Cambronero.
[180] El
cristianismo de Dostoievsky, pág. 135.
[182] Ibídem,
pág. 1445.
[183] Ibídem,
pág. 968.
[184] En Las
revelaciones de la muerte (pág. 119),
León Chestov dice, en referencia a la creencia de Dostoyevski de que
Constantinopla pertenecería, más temprano o más tarde, a Rusia; de que ésta «no conocería la lucha de clases» y de «que la Europa occidental perecería sangrientamente e imploraría la
ayuda de Rusia», lo siguiente: «Hoy [septiembre de 1921] vemos qué cruelmente se
equivocó Dostoiewski. Rusia se ahoga hoy en su propia sangre, Rusia es el
teatro de horrores tales como jamás conoció Europa». La apreciación de Chestov
es cierta especialmente para lo que Dostoyevski afirmó en el Diario de un escritor, pero es en sus
novelas donde la visión dostoyevskiana es profética, pues prevé con
extraordinaria anticipación tales «horrores» con una exactitud que sobrecoge y
da escalofríos.
[185] La opinión del gran escritor alemán aparece en
Thomas Mann, Freud, Goethe, Wagner,
Tolstoi, Buenos Aires, Poseidón, 1944, página 151 (traducción de Pablo
Simón). Tomo la referencia de la Introducción de Josefina Pérez Sacristán a la
edición de Anna Karénina de la madrileña
editorial Cátedra (1991, pág. 40), donde reproduce las frases más
significativas de Tomas Mann sobre tal parecer.
[186] La
filosofía de la tragedia, pág. 76.
[187] Lev Tolstoi, Anna Karénina, Madrid, Cátedra, 1991, octava parte, cap. XVI, págs.
983-984. La traducción es de Alfredo Santiago Shaw y de Leoncio Sureda,
revisada y corregida por Manuel Gisbert. El nombre de Levin lo traducen Lievin.
[188] Obras
Completas, tomo III, pág. 1287.
[189] Ibídem,
págs. 1303-1304.
[190] Nicolás Berdiaeff, El sentido de la Historia (ensayo filosófico sobre los destinos de la
Humanidad), Barcelona, Araluce, 1936. No se especifica el traductor. El origen
del libro, publicado por vez primera en 1931, se encuentra en unas lecciones
impartidas por Berdiaev, durante el invierno de 1919-20, en la Academia Libre
de Cultura Espiritual de Moscú, dos años antes de haber sido obligado a
abandonar Rusia, en septiembre de 1922. Para que el Gobierno de los Comisarios
del Pueblo tomase la decisión de expulsarlo, fue determinante la entrevista,
después de su arresto, que mantuvo Berdiaev con Feliks Edmúndovich Dzerzhynski
(1877-1926), a petición expresa de este último, un revolucionario polaco que
fue el fundador de la Policía secreta bolchevique, la temible Cheka (Comisión
Extraordinaria), a las seis semanas del triunfo de la Revolución. Sobre esta
minuciosa entrevista y sobre la decisión final de respetarle la vida a
Berdiaev, se demora Artur Mrówczynski – Van Allen en el estupendo Prólogo a la
edición española del libro de Berdiaev, El
espíritu de Dostoyevski. Por desgracia, la edición española de Araluce, que
es la que poseo, no incluye el mencionado Prefacio, que, sin embargo, está
disponible en la web: http://www.laeditorialvirtual.com.ar/pages/Berdiaev_Nicolas/SentidoHistoria_01.html
[191] Nikolai Berdiáyev, El alma de Rusia, México, D. F., Universidad Iberoamericana, 1995,
pág. 20. La edición es de Svetlana Vasílieva.
[192] Ibídem,
pág. 21.
[193] Obras
Completas, tomo III, pág. 1274.
[194] Vladimir Soloviev, «La Idea Rusa», en La Idea Rusa, Granada, Nuevo Inicio,
2009, págs. 137-182. La traducción del ruso es de Olga Tabatadze.
[195] Vladimiro Solovief, Rusia y la Iglesia universal, Madrid, Ediciones y Publicaciones
Españolas, 1946. La traducción es del Instituto «Santo Tomás de Aquino» de Córdoba (Argentina).
Incluye un interesante Prólogo de Osvaldo Lira. La edición original francesa es
de 1889.
[196] Vladimir Soloviev, Los tres diálogos y el Relato del Anticristo, Barcelona, Scire,
1999. La traducción es de Jorge Soley Climent. Estos dos textos fueron
publicados el mismo año de la muerte de Soloviev, en 1900. La primera lectura
pública del Relato del Anticristo la
hizo el propio autor en marzo de ese año.
[197] Artur Mrówczynski – Van Allen, «La Idea Rusa y su
interpretación», en La Idea Rusa, op.
cit., págs. 286-287.
[198] Iván
Sergeyevich Aksakov participó como orador en los discursos que tuvieron lugar
durante el homenaje a Puschkin celebrado en Moscú en junio de 1880. Estaba
considerado uno de los líderes eslavófilos más importantes. Dostoyevski se refiere
a él, principalmente en diversas cartas que escribe en la primavera de 1880,
con motivo de la preparación del discurso sobre Puschkin. Su hermano,
Konstantin Sergueevich Aksakov, también era otro destacado eslavófilo. Acerca
de éste último, es interesante leer lo que de él escribió Dostoyevski en
noviembre de 1861 en la revista Vremia
(donde aludía a ciertos artículos de Konstantin publicados en el periódico El Día), posteriormente reproducido en
el Diario de un escritor,
Introducción, V (Obras Completas, tomo III, págs. 693-701).
[199] Obras
Completas, tomo III, pág. 1206.
[200] Ibídem,
pág. 1208.
[201] Ibídem,
pág. 1213.
[202] Ibídem,
pág. 1216.
[203] George Vernadsky, Historia de Rusia, pág. 181.
[204] La lista sería interminable. Tomo la
información, fundamentalmente, de Johannes Rogalla von Bieberstein, Jüdischer Bolschewismus. Mythos und Realität,
Dresden, Antaios, 2002. También del citado El
populismo ruso, de Franco Venturi, así como, en mucha menor medida, de
Sergei Vasilievich Utechin, Historia del
pensamiento político ruso, Madrid, Revista de Occidente, 1968. La
traducción de este último libro es de Benito Seoane Sanjuán.
[205] Isaiah Berlin, Pensadores rusos, México, D. F., Fondo de Cultura Económica, 2008,
pág. 515. Traducción de Juan José Utrilla.
[206] Dostoyevski: filosofía, novela y experiencia
religiosa, págs. 178-179. Estas frases han sido extraídas de dos lugares
distintos, aunque Pareyson no lo consigna. Las dos primeras frases proceden de
la carta que le escribe Dostoyevski, poco después de salir del penal de Omsk, a
Madame Von Vizine (Mme. N. D. Fonvisin), a principios de marzo de 1854. Esta
carta ha sido publicada en la ya mencionada edición de las Letters
of Fyodor Michailovitch Dostoevsky to
his Family and Friends, New York, The Macmillan Company, 1914 (la
traductora al inglés de esta selección de cartas, como recordará el lector, es
Ethel Colburn Mayne). La carta a Madame Fonvisin es la nº XXII del volumen,
págs. 69-73. En el Índice del libro, aparece mencionada así: «To Mme. N. D.
Fonvisin: Beginning of March, 1854». En el encabezamiento, Dostoyevski
especifica que la escribe desde Omsk. Otra importante referencia a esta carta,
reproduciendo parte esencial de su contenido, es la que hace el crítico ruso
Konstantin Mochulsky (1892-1948) en su importante estudio Dostoevsky: His Life and Work, Princeton University Press, 1973,
págs. 151-152. La traducción al inglés es de Michael A. Minihan. La edición
original en ruso del libro de Mochulsky es la de YMCA Press, París, 1947 (YMCA
son las siglas de Young Men’s Christian Association, fundada en Inglaterra en
1844, una de cuyas principales tareas ha sido la publicación de libros de la
cultura y civilización rusas). Natalia Dmitrievna
Fonvisin fue la mujer que, en enero de 1850, en Tobolsk, le entregó a
Dostoyevski el Evangelio que leyó asiduamente en el penal. La señora Fonvisin
era la esposa del general de división y posterior conspirador decembrista
Mikhail Aleksandrovich Fonvisin (1788-1854), deportado a Siberia, al ser
descubierta y reprimida la revuelta, durante los largos años de 1826 a 1853,
lugar adonde lo acompañó su valiente y abnegada mujer. En un artículo de
Dostoyevski publicado en el primer número de la revista El Ciudadano, en
1873, y posteriormente incluido en el Diario de un escritor (VI, II)
bajo el título «Gente vieja» (Obras Completas, tomo III, pág. 708), se
puede leer lo siguiente: «… en Tobolsk, cuando, en espera de ulterior destino,
nos encontrábamos en presidio aguardando ser trasladados a otra parte, las
mujeres de los decembristas rogáronle al director de la prisión les concediese
una entrevista con nosotros en su mismo cuarto. Allí vimos a aquellas grandes
mártires que voluntariamente habían seguido a sus maridos a Siberia. Lo habían
dejado todo: nombre, riqueza, amistades y familia; todo lo habían sacrificado
en aras del más sublime deber moral, del más libre deber que imaginar se puede.
Inocentes de todo, por espacio de veinticinco años largos sufrieron sus
esposos. Nuestra entrevista duró una hora. Ellas nos echaron la bendición para
el nuevo camino, nos santiguaron, y a cada uno nos dieron un Evangelio: el
único libro consentido en el presidio. Allí tuve yo el mío cuatro años bajo la
almohada».
Las frases que completan la cita de Pareyson, desde
«Esos bellacos» hasta «duda», proceden de las anotaciones privadas realizadas
entre 1880-1881 por Dostoyevski, a raíz de las críticas que los sectores
llamados «progresistas» y «occidentalistas» hicieron de los Karamásov y
del discurso sobre Puschkin. Ese fragmento de las anotaciones, sin indicar el
nombre del traductor al español, lo reprodujo la notable revista madrileña Carta
del Este (que tenía en España los derechos exclusivos de la revista Kontinent: Alternative Voice
of Russia and Eastern Europe, en la que escribían
Alexander Solzhenitsyn,
Andrei D. Sakharov, Andrei Sinyavsky y Joseph Brodsky), fundada y dirigida por el periodista
Gabriel Amiama (la noticia de su fallecimiento fue publicada en el diario
madrileño ABC el 19 de junio de 1982), en el número triple de abril-junio
de 1981 (Año IV, Segunda época, nos 61, 62 y 63), donde, en la pág.
40, bajo el epígrafe «Hosanna», reproducía el fragmento de Dostoyevski. Ese
número triple es particularmente denso, con textos, entre otros, de Nicolás
Berdiaev y Vladimir Lossky. La revista española aclara que la traducción se ha
hecho de la siguiente fuente: F. M.
Dostoievski. Obras Completas en
treinta volúmenes (Moscú, 1976, volumen XV, pág. 484). El texto reproducido por
la revista madrileña es el siguiente: «Miserables, me censuran de que mi fe en
Dios es una fe subdesarrollada y retrógrada. Estos imbéciles no podían ni soñar
una negación de Dios de tal fuerza como la del Gran Inquisidor, ni la del
capítulo anterior, cuya respuesta es toda la novela, en su totalidad. Yo creo
en Dios no como un idiota, ni como un fanático. Y ellos quieren enseñarme y se
mofan de mi subdesarrollo. Sus imbéciles naturalezas jamás pudieron ni siquiera
imaginar una negación de tal fuerza como el paso dado por mí… Yo no soy como
los nihilistas de nuestros días, que pretenden demostrar su incredulidad sólo
con el estrecho concepto que tienen del universo y con la estupidez de sus
obtusas facultades mentales… El nihilismo ha florecido entre nosotros porque
todos nosotros somos nihilistas. Nos ha asustado sólo la nueva y original forma
en que este nihilismo se ha manifestado… La conciencia sin Dios es ya un horror
por sí mismo, pero esta conciencia puede extraviarse más todavía hasta
desembocar en la mayor de las inmoralidades. El Gran Inquisidor es precisamente
inmoral, porque en su corazón y en su conciencia ha madurado la idea de que es
necesario quemar a los hombres vivos… El Inquisidor y el capítulo dedicado a
los niños. Partiendo de estos capítulos podían, al menos, referirse desde el
punto de vista científico, pero no de forma tan altiva y en lo que concierne a
la filosofía, sabiendo que la filosofía no es mi especialidad. Tampoco en
Europa hay ni hubo manifestaciones ateas de tal fuerza. Y de ello precisamente
se deduce que yo creo en Cristo y me confieso ante Él no como un niño, sino que
mi hosanna ha pasado por el gran crisol de la duda, como en esta novela mía
exclama el mismo diablo». Las últimas palabras hacen alusión a la
conversación que mantienen Iván Karamásov y el diablo (4ª parte, libro XI, cap.
IX).
[207] Esta
certera opinión la manifiesta Lauth en el texto de su conferencia ¿Qué nos dice Dostoievski hoy?, leída el
15 de marzo de 1989 en el Instituto de Filosofía de la Academia de las Ciencias
de la Unión Soviética. Junto con Pareyson, Lauth es uno de los más penetrantes
analistas del pensamiento de Dostoyevski de los últimos decenios. El texto
completo, absolutamente recomendable, así como otros más, puede verse en la
web:
http://www.reinhardlauth.net/Instituto/Dostoievski/Home.html
[208] Henri Troyat, Dostoyevski, pág. 349.
[209] Dostoyevski:
filosofía, novela y experiencia religiosa, págs. 202-204.
[210] La edición que conozco de ambas novelas es la
de Espasa Calpe, traducidas por Berta Vias Mahou.
[211] Kasimir Klemens Waliszewski, Historia de la literatura rusa, pág.
258.
[212] Obras
Completas, tomo III, págs. 936-937.
[213] La
rebelión de las masas, pág. 189.
[214] Ibídem,
pág. 240. Sobre la todavía insuficiente industrialización de Rusia en el
momento de terminar su ensayo Ortega, recuérdese el enconado debate, suscitado
a raíz de la aplicación de la Nueva Política Económica (NEP) impuesta por Lenin
en marzo de 1921 para paliar las consecuencias desastrosas de la guerra civil,
entre los partidarios de continuar con la NEP y el apoyo que suponía para los
campesinos todavía en 1924 y en 1925, y los detractores de ella, favorables en
cambio a otorgar prioridad a la industrialización de Rusia, pues el aliado
natural del nuevo Estado comunista no era el campesinado, sino el proletariado
urbano. León Trotski fue desde el principio sincero en su apoyo a la industria,
resumiendo el conflicto en lo que él llamó, con su brillantez habitual, «crisis de las tijeras» (una hoja
simbolizaba la agricultura y la otra la industria). José Stalin, en cambio,
mantuvo una calculada ambigüedad hasta marzo de 1926, en que se decidió a
criticar abiertamente la NEP y abogar por la prioridad de la industria (ya
controlaba por entonces con bastante eficacia y seguridad los resortes
esenciales del Poder), a la que deberán someterse los campesinos a través de
los brutales planes quinquenales. Todo esto lo explica pormenorizadamente
Edward Hallett Carr en su monumental Historia
de la Rusia soviética, en varios volúmenes. El lector que quiera una rápida
y rigurosa comprensión de este profundo debate en el seno de la cúpula
dirigente de la Revolución bolchevique, deberá acudir al librito de Edward
Hallett Carr, La Revolución rusa: de
Lenin a Stalin (1917-1929), Madrid, Alianza, 2009, especialmente los
capítulos 6, 13 y 14.
[215] Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Alianza, 2006, pág. 435.
Traducción de Guillermo Solana.
[216] Ibídem,
nota 11. Entre otras cifras, Arendt, que toma los datos del libro del historiador
Ernst Kohn-Bramstedt, Dictatorships and
Political Police: The Technique of Control by Fear (Londres, 1945),
recuerda que, entre 1926 y 1932, se impusieron en Italia siete penas capitales
por motivos políticos, 257 sentencias a diez o más años de cárcel, 1360 de
menos de diez años y muchas más sentencias de condenados al exilio. Hannah
Arendt se encarga de subrayar en esa nota al pie que esas cifran serían
inimaginables, por infinitamente más abultadas, en la Rusia bolchevique o en la
Alemania nazi.
[217] Waldemar Gurian, Bolchevismo. Introducción al comunismo soviético, Madrid, Rialp,
1956, especialmente el apartado del cap. III titulado «Bolchevismo, Fascismo, Nazismo»,
págs. 150-155. La edición original en inglés es de 1952. Gurian fue un pensador
cristiano ruso, de origen judío, teórico y estudioso del totalitarismo, que
emigró a los Estados Unidos en 1937. Sobre el traductor de su libro, Gonzalo
Puente Ojea, léase el comentario que le dedico en el resumen del contenido del
célebre ensayo de Jacques Maritain, Humanismo
integral (http://enriquecastanos.com/maritain_humanismo.htm).
[218]
Aristotle, The Works, volume III, «Meteorologica»,
Oxford University Press, 1931, Book III, Chap. IV, 373 b. La traducción al inglés es de Erwin
Wentworth Webster, fallecido en 1917 en la Gran Guerra. La traducción española
de la editorial Gredos, bajo el título de Meteorológicos,
se debe a Miguel Candel Sanmartín.
[219] Sigmund Freud, «Compendio del psicoanálisis», en Obras Completas, Barcelona, RBA, 2006,
tomo V, págs. 3380-3382. La traducción es la de Luis López-Ballesteros y de
Torres para la editorial Biblioteca Nueva, ponderada por el propio médico
vienés. El didáctico y lúcido «Compendio», a pesar de contar el autor con 82
años, dejólo Freud inconcluso, por motivo de su dolorosa enfermedad, en julio
de 1938, siendo publicado en la revista Internationale Zeitschrift für Psychoanalyse und Imago en 1940 (la revista
Internationale Zeitschrift für
Psychoanalyse y la revista Imago se habían fusionado en Londres
en 1939, desapareciendo la nueva publicación muy pronto, en 1941).
[220] Sigmund
Freud, L’inquiétante
étrangeté. Traducción del alemán al francés llevada a
cabo por Marie Bonaparte y Mme. Edouard Marty para la editorial Gallimard en
1933 (disponible en la siguiente dirección web: http://classiques.uqac.ca/classiques/freud_sigmund/essais_psychanalyse_appliquee/10_inquietante_etrangete/inquietante_etrangete.html). Marie
Bonaparte, discípula y amiga de Freud, vio ese mismo año de 1933 publicado en
París su estudio psicoanalítico acerca de Edgar Allan Poe, un «gran
poeta patológicamente afectado», según le escribe Freud en el Prólogo, que
también se interesó por el fenómeno del «doble» en
algunas de sus originalísimas narraciones. Sigmund Freud, Obras Completas, tomo V, pág. 3223.
[221] El artículo de Ernst Jentsch está disponible
en inglés en http://art3idea.psu.edu/locus/Jentsch_uncanny.pdf
[222] Der
Sandmann ha sido traducido al español como El hombre de la arena. El cuento está publicado por la editorial
José J. Olañeta y la editorial Valdemar. La de Olañeta, que es la más conocida,
gracias a la labor difusora de ese tipo de literatura fantástica que hizo
Carmen Bravo Villasante en la casa mallorquina, viene precedida del artículo de
Freud sobre lo «siniestro».
[223] E. T. A. Hoffmann, Los elixires del diablo, Barcelona, Taifa, 1985. Traducción de
Sigisfredo Krebs. En esta extensa novela, en la que también aparece la figura
del «doble», dice
Hoffmann en el Prólogo: «… incluso me pareció que lo que generalmente llamamos
sueño e imaginación podría ser el conocimiento simbólico del hilo misterioso
que pasa por nuestra vida, vinculándola en todas sus condiciones, pero que se
ha de dar por perdido quien cree haber cobrado con aquel conocimiento la fuerza
para romper violentamente el hilo y para hacer frente a los poderes tenebrosos
que tienen dominio sobre nosotros» (págs. 10-11).
[225] Siegfried
Kracauer, De Caligari a Hitler.
Una historia psicológica del cine alemán, Barcelona, Paidós, 1985, págs. 34-35.
Traducción de Héctor Grossi.
[226] Ibídem,
págs. 35-36.
[227] Guillermo Hauff, Cuentos, Madrid, Calpe, 1920. Traducción de Carmen Gallardo de
Mesa. El volumen recoge ocho cuentos, entre ellos el que cita Freud.
[228] Friedrich Schiller, L’Anneau de Polycrate, Paris, Charpentier, 1854, págs. 72-74.
Traducción de Xavier Marmier. Disponible en: fr.wikisource.org/wiki/L’Anneau_de_Polycrate_(tr._Marmier)
Acerca de Polícrates, hijo de Éaces y tirano de Samos en la segunda
mitad del siglo VI a. C., véase, Heródoto, Historia,
Madrid, Gredos, 1986, Libro III 39-43, págs. 90-97. El autor de la edición,
Carlos Schrader, en la nota 222 (pág. 96), al indicar al lector el comienzo de
la narración por Heródoto de la accidentada historia del anillo de Polícrates,
menciona la inmortal balada de Schiller, Der
Ring des Polykrates, escrita en junio de 1797 y publicada en el Musenalmanach de 1798, probablemente la
adaptación de un cuento popular. La edición española que he manejado es:
Schiller, Poesías líricas, Madrid,
Librería de los sucesores de Hernando, 1907, tomo I, págs. 236-239. Cada poesía
lleva en el Índice el nombre del traductor, siendo Juan Luis Estelrich el de la
mayoría del volumen, además del colector; sin embargo, El anillo de Polícrates lo traduce Teodoro Llorente. La edición va
acompañada de un Prólogo de Juan Fastenrath.
[229] Acerca de la noción de ka o «doble» del faraón difunto en Egipto, emanación del
dios Ra, véase la nota 65 de mi ensayo sobre El idiota.
[230] De
Caligari a Hitler, pág. 66.
[231] Ibídem,
pág. 68. Para quien no conozca la película, cuando el director médico les dice
a sus colaboradores que Francis cree que él es Caligari, debe aclararse que ese
tal Caligari es un personaje malvado supuestamente real que existió unos siglos
antes en Alemania, que inducía a un sonámbulo a cometer crímenes. En el
despacho del director del manicomio identificado por Francis con Caligari, es
donde se encuentra el grueso volumen que habla de tan siniestro individuo del
pasado.
[232] Obras
Completas, tomo I, págs. 203-204.
[233] Juan Antonio Ramírez, Duchamp. El amor y la muerte, incluso, Madrid, Siruela, 1993, págs.
191-192.
[234] Dostoyevski:
filosofía, novela y experiencia religiosa, págs. 95-96.
[235] Juan Manuel Almarza Meñica, «El sufrimiento del inocente en
“La leyenda de El Gran Inquisidor” de F. Dostoievski», en la obra
colectiva La religión, ¿cuestiona o consuela? En torno a La leyenda de El Gran
Inquisidor de F. Dostoievski, Barcelona, Anthropos, 2006, pág. 41. La
cursiva que aparece en la cita es mía.
[236] Thomas Mann, «Freud y el porvenir», en Schopenhauer, Nietzsche, Freud, Barcelona, Bruguera, 1984, pág.
225. La traducción y la nota preliminar corresponden a Andrés Sánchez Pascual,
quien nos informa que «Freud y el porvenir» fue en su origen una conferencia
pronunciada por vez primera en Viena el 8 de mayo de 1936, para celebrar los 80
años del padre del psicoanálisis.
[237] Giovanni Papini, Juicio Universal, Barcelona, Planeta, 1959, págs. 634-635. La
traducción es de Isidoro Martín. La primera idea del vasto y controvertido libro
la tuvo Papini en 1904, aunque dejólo inacabado en 1952.
[238] Aun sin compartirlo enteramente, siempre me ha
impresionado vivamente, desde que lo leyera en la salida de la adolescencia,
cómo despacha don Miguel de Unamuno, en su extraordinario libro Vida de don Quijote y Sancho, el
capítulo VI del Quijote, el del escrutinio de la biblioteca del hidalgo
manchego: «Aquí
inserta Cervantes aquel capítulo 6 en que nos cuenta “el donoso y grande
escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro
ingenioso hidalgo”, todo lo cual es crítica literaria que debe importarnos muy
poco. Trata de libros y no de vida. Pasémoslo por alto». Obras Completas, Madrid, Afrodisio Aguado, 1950, tomo IV, pág. 138.
[239] El
cristianismo de Dostoievski, pág. 122.
[240] Ibídem,
pág. 126.
[241] Ibídem,
págs. 138, 140, 141, 145, 148 y 149.
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