jueves, 27 de junio de 2013

ARTÍCULO 42


Notas sobre La venganza de Crimilda de Fritz Lang

ENRIQUE  CASTAÑOS




El arte mudo del primer tercio de siglo, periodo proteico de la imagen en movimiento, logró de una manera insuperable sustituir la ausencia de la palabra hablada por una tan riquísima diversidad de expresiones, gestos y registros dramáticos y humorísticos, que no resulta difícil reconocer en muchos de sus personajes individuales y colectivos síntesis perfectas de las aspiraciones artísticas y espirituales de nuestro tiempo, sublimes encarnaciones dotadas de una fuerza y hondura de sentimientos sólo comparables a las creaciones de la tragedia y comedia clásicas. Con las excepciones de David Wark Griffith y Charles Chaplin, serían casi exclusivamente realizadores alemanes, nórdicos y soviéticos quienes conquistasen las cimas de la belleza desnuda en el tratamiento de la moderna épica cinematográfica.

En esa apretada nómina, sin cuyo conocimiento se proyectaría una sombra enorme para el correcto diagnóstico de la vigésima centuria, ocupa un lugar destacado e indiscutido la producción del realizador alemán Fritz Lang (Viena, 1890 - Hollywood, 1976), atravesada por tres características primordiales: en primer término, la filmografía completa de Lang es una sólida construcción arquitectónica, vasta y completa, que desde los iniciales hasta el postrer título dibuja y cierra con extraordinaria precisión un ciclo coherente sometido a las leyes matemáticas y exactas del lenguaje cinematográfico; sus películas, sobre todo durante la etapa muda alemana hasta 1928, poseen profundas innovaciones formales y estilísticas en evidente conexión con la vanguardia expresionista del periodo de entreguerras y la tradición de las literaturas germánicas; los personajes de Lang bullen (aspecto que se acentúa en su producción estadounidense) en el territorio fronterizo y conflictivo de la dualidad moral, son seres atormentados y esquinados, héroes trágicos a los que sería inútil aplicar la tabla de valores sobre la que una moral convencional y esclerotizada sitúa los conceptos del bien y del mal. 



 Un fotograma de La venganza de Crimilda, de Fritz Lang

Como ilustración de este último aspecto, hay un personaje arquetípico de Lang, nobilísimo epítome de aquel conflicto, que se concreta en imagen visual pura, heroína altiva y desgarrada, sin sitio en el espacio y el tiempo de la historia, habitante del mito y la leyenda, también de honda interioridad moral y estética: la reina Crimilda de la segunda parte de Los Nibelungos (Die Nibelungen), monumental epopeya fílmica concluida por Lang en 1924 y dividida en dos partes: La muerte de Sigfrido (Siegfrieds Tod) y La venganza de Crimilda (Kriemhilds Rache). Las fuentes literarias en que se basa el director vienés para la realización de la película son las fases más recientes del ciclo nibelúngico (las más antiguas, los Edda, pertenecientes a la época vikinga de los siglos VIII-XI, estaban sumidas en una oscuridad que no interesó a Lang), concretamente el Fin de los nibelungos (Der Nibelungen Not), casi con toda seguridad redactado entre 1160 y 1170 por un juglar austriaco, y el Poema de los Nibelungos (Nibelungenlied), quizás compuesto entre 1200 y 1210 por un poeta caballero también austriaco. También hay que tener en cuenta la importante trilogía dramática del escritor alemán Friedrich Hebbel (1813-1863), Los Nibelungos.

El argumento de la segunda parte del film es muy sencillo. Crimilda, que había jurado venganza al final de la primera parte delante del cadáver de su esposo asesinado, consiente en casarse con Atila, rey de los hunos, para poder ejecutar sin error el plan trazado. En efecto, persuade al caudillo bárbaro a que invite a su hermano Gunther, rey de los burgundios, en la seguridad de que vendrá acompañado de Hagen Tronje, fiel vasallo y asesino de Sigfrido. Pero Atila, amparándose en el sagrado derecho a la vida de todo huésped, se niega cumplir la promesa hecha a Crimilda, por lo que ésta decide actuar por su cuenta, incitando a los hunos atacar a los burgundios. La catástrofe se desata y la película finaliza en una espeluznante orgía de destrucción y muerte.

Lang personifica en Crimilda una víctima del destino, idea central de Die Nibelungen cuyo ritmo, como bien señaló el historiador Sigfried Kracauer en De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán (1947), viene marcado por la siniestra presencia de Hagen Tronje, al que sólo mueve en verdad un «nihilista apetito de poder». La idea de destino, nos recuerda Kracauer, ya había sido abordada por Lang en otra obra maestra de 1921, Der müde tod (literalmente «La muerte cansada», aunque traducida en los países de habla española con el título de Las tres luces), con la diferencia de que mientras en esta última el destino se manifiesta a través de acciones de tiranos, en Die Nibelungen es por arranque de pasiones e instintos ingobernables. El tesoro (hort) de los nibelungos, sepultado por Hagen en el fondo de las aguas, simboliza el poder y dominio que todos ansían, incluso Crimilda, pero que igualmente a todos es negado. No obstante, la reina subordina la posesión del tesoro a un incontenible sentimiento de odio y deseo de venganza hacia el homicida del esposo amado, hasta el extremo de sacrificar a su propio hijo, mero instrumento para ganarse la complicidad de Atila, y permitir el exterminio de su clan. La imagen de Crimilda, en pie sobre los últimos peldaños de la escalera que da acceso a la fortaleza de los hunos, contemplando impertérrita la matanza, causa una impresión sobrecogedora. Marmórea, fría y distante, esculpida por la cámara de Karl Hoffmann y ataviada cual emperatriz bizantina o gran dama merovingia, sólo los ojos, vivísimos y chispeantes, parecen descubrir una molécula de humanidad, ya que no desean la muerte de Gunther y Gieselher, sus hermanos de sangre. Aunque también leemos en esos ojos, bellísimos e insondables, el resto de vida que de ella exhala, fatalmente necesaria hasta ver cumplido el desquite. En estos instantes supremos el estado anímico de la nueva Némesis cinematográfica es un arcano que nadie podría descifrar   —«Has conseguido que nos una el odio», le dice Atila en el fragor de la carnicería, a lo que Crimilda responde con estas palabras: «Mi corazón nunca estuvo tan lleno de amor como ahora».

La escenografía wagneriana y operística de La muerte de Sigfrido, en la que «el hombre estuvo enteramente subordinado a la plástica de las formas» (Georges Sadoul) y sirvió de inspiración a más de una ceremonia nazi gracias al celo propagandístico del ministro Joseph Goebbels, se atenúa en la segunda parte, donde la atención se concentra en la arquitectura ecléctica de la gran sala del banquete fatídico y en el diseño del vestuario y maquillaje de los sujetos protagonistas de la acción. Los juegos geométricos del vestido de Crimilda, el peinado y los adornos, muestran meridianamente el conocimiento que tenía Thea von Harbou   —simpatizante del nacionalsocialismo, esposa de Lang y principal colaboradora de sus películas hasta que el director huye a París en 1934— de las vanguardias históricas y de las expresiones artísticas de la Antigüedad y del Medievo. El agudo contraste, asimismo, entre aquellos dibujos geométricos, que resaltan el hieratismo y monumentalidad de los personajes, y la alternancia de luces y sombras, potencia la ambigüedad moral del drama. Por estas y otras razones La venganza de Crimilda será siempre considerada una creación inmortal.

Publicado en el diario SUR de Málaga el 28 de diciembre de 1990


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