miércoles, 26 de junio de 2013

ARTÍCULO 36


Pintura abstracta y romanticismo: Kandinsky, Malévich, Mondrian

ENRIQUE  CASTAÑOS





Uno de los historiadores y sociólogos del arte más injustamente olvidados e incomprendidos por las efímeras y, a su vez, versátiles y persistentes modas que parecen impregnar todas las corrientes metodológicas en cuanto a la interpretación de los fenómenos histórico-artísticos durante los últimos años, Arnold Hauser, tenía probablemente razón cuando escribía hace más de tres decenios que el siglo veinte había dado comienzo en 1914, con el desmoronamiento de todo un orden social y político largo tiempo mantenido sin contestación exitosa de ningún género.

Ahora que con cada vez mayor insistencia se saborea casi con enfermiza morbosidad el final de esta centuria, de la que se espera llegue pronto su muerte cronológica, somos más a medida que ésta se acerca quienes sentimos que quizás estemos asistiendo al cumplimiento de un ciclo histórico que, iniciado desde el punto de vista cultural y, por tanto, también socio-histórico, con las vanguardias artísticas de principios de siglo, encuentra en el decenio que atravesamos, una vez producidos los últimos coletazos de las vanguardias de los sesenta y setenta, su natural conclusión, sin que ello signifique que el nuevo y, todavía por mucho tiempo, nebuloso período que se avecina pueda prescindir sin más del inmenso e inagotable legado transmitido por las experiencias de la vanguardia histórica. En efecto, aun cuando resulta muy difícil entrever en la actualidad el momento del parto, los ochenta   —sinónimo de confusión y eclecticismo—   constituyen un lapso transitorio, de gestación de la nueva y enigmática criatura.

Precisamente en este instante, cuando nos es dada una serena visión retrospectiva sobre los logros y carencias de las realizaciones artísticas de nuestro más inmediato pasado, confirmamos y verificamos un viejo presentimiento: las más radicales conquistas en el seno de las vanguardias plásticas del siglo veinte se deben en gran parte, como si de una poderosa corriente subterránea se tratase, a la perfecta asimilación por sus protagonistas de los presupuestos teóricos, tanto estéticos como filosóficos, que configuran el movimiento romántico, nacido de la crisis en que casi desde sus mismos orígenes va a verse sumido el precedente movimiento neoclásico.

No podemos en las líneas que siguen constatar en cada uno de los casos el sentimiento más arriba indicado; baste con remitir al lector al magnífico ensayo de Robert Rosenblum La pintura moderna y la tradición del Romanticismo nórdico (1975), en el que se analiza detenidamente tan sugestiva hipótesis interpretativa sobre el arte moderno.

Sí, en cambio, defenderemos esta impresión sobre la filiación romántica que corre por los surcos de la pintura de vanguardia, aportando las pruebas que nos suministran tres nombres clave de la producción plástica en la primera mitad del siglo: Kandinsky, Malévich y Mondrian. Al señalar a estas tres figuras emblemáticas de la abstracción pictórica, mediante las que el lenguaje de las formas alcanza posiblemente las más altas cotas de conjunción armónica con la materia y el espíritu del universo, implícitamente negamos la arbitraria y académica división entre un arte sujeto al rigor frío de la pura geometría y otro adscrito a las oscilaciones violentas del temperamento personal, por lo menos en lo que esa dicotomía contiene   —cuando se utiliza sin ahondar en la problemática de los estilos artísticos—   de reduccionismo simplificador y vacío.




Kasimir Malévich. Sin título. Ca. 1916. Peggy Guggenheim Collection, Venecia.

Arriesgarse a contemplar y reflexionar sin prejuicios sobre el Cuadrado negro sobre fondo blanco (expuesto por primera vez en 1915) y el Cuadrado blanco sobre fondo blanco (1918), ambos pintados por Malévich, es siempre un acto de valentía estética, en el que seguramente acabarán desvelándose secretos que permanecían escondidos en nosotros mismos. Según nos cuenta el artista en su obra teórica más importante, El suprematismo como modelo de la no representación (1920), no lo entendieron así sus contemporáneos: «Por suprematismo entiendo la supremacía de la pura sensibilidad en el arte (...) Cuando, en 1913, en mi tentativa desesperada de librar al arte del peso inútil del objeto, buscaba refugio en la forma del cuadrado y exponía un cuadro que no representaba sino un cuadrado negro sobre fondo blanco, la crítica se lamentó y con ella el público diciendo : “Todo cuanto amábamos se ha perdido; estamos en un desierto; ante nosotros se alza un cuadrado negro sobre fondo blanco” (...) El ascenso a la cima del arte no figurativo es penoso y lleno de tormento (...) pero también satisfactorio. Las cosas habituales retroceden cada vez más; a cada paso que se da, los objetos se alejan hasta que, finalmente, el mundo de las nociones habituales, en el que sin embargo vivimos, se deshace completamente. Basta de imágenes de la realidad, basta de representaciones ideales; sólo el desierto. Pero este desierto está penetrado del espíritu de la sensibilidad inobjetiva que lo llena todo». ¿No era también doloroso el itinerario seguido por el alma romántica? Pero, ¿no acababa, a su vez, encontrando la luz y el conocimiento que se desprenden de la comunión del yo interior con la naturaleza? Quizás ese «espíritu de la sensibilidad inobjetiva» no sea más que el sentimiento del puro «desierto», una vez se ha penetrado el misterio de lo real.

Kandinsky, también ruso como Malévich, poseía un sentido tan equilibradamente emotivo de los colores, una tal predisposición a la lírica geometría de la línea (ambos vehículos de comunicación con el mundo), que sus cuadros se traducen en una perfecta y pura expresión simbólica. Toda su concepción estética puede resumirse en una sola frase: el artista debe atender a la llamada de la «necesidad interior». Desde el momento en que su búsqueda se presenta ligada a ese «sonido interno», el artista vincula su obra al universo de la subjetividad, en la tradición de la espiritualidad romántica. Pero Kandinsky, en cierto sentido el más abstracto de los pintores contemporáneos   —por lo menos si hacemos caso de la elaborada fundamentación que aduce en sus escritos teóricos, sobre todo en su breve y legendario libro De lo espiritual en el arte (1912)—, se aleja de los románticos en un punto decisivo: el que los convertía en guardianes del fuego sagrado de la imaginación, haciendo de la naturaleza uno de los mayores veneros de su capacidad creadora. Kandinsky se erige en defensor de la abstracción pura, absolutamente incontaminada, a partir de la cual el cuadro deviene sujeto. A pesar de ello, tampoco el mencionado libro explica suficientemente (quizás porque sea imposible desde el punto de vista racional) la discontinuidad que ve Kandinsky en el universo, la falta de contacto entre lo nouménico y lo fenoménico. La pretendida meta de buscar «lo interior en lo exterior», hacer uso del «valor interior de lo externo», fundamento de la separación radical entre arte y naturaleza, es expresada así por Kandinsky: «La armonía de los colores debe basarse únicamente en el principio del contacto adecuado con el alma humana». Pienso, no obstante, que no sólo no desatiende Kandinsky a la naturaleza, ya que como todo auténtico artista está ligado a un sentimiento de lo cósmico sin que su concepción reafirme una de las claves del Romanticismo: el valor de lo subjetivo.

El caso del holandés Piet Mondrian es, sin duda, más complicado que el de Malévich y Kandinsky; aquí nos limitaremos, como en los anteriores, a esbozarlo. Por un lado, el fundador, junto a Van Doesburg, del neoplasticismo, únicamente parece concebir el arte desde el punto de vista de lo abstracto absoluto. Líneas rectas que se entrecruzan en el plano, con ausencia de diagonales, según un ritmo horizontal-vertical que, en el llamado período clásico de su producción (1928-1932), sólo hace uso de los colores puros (rojo, amarillo, azul) y de los no colores (blanco, negro, gris), sujeta toda la composición a relaciones de posición y proporción.

Mondrian rechaza en sus escritos cualquier concesión de la pintura a lo que él llama tratamiento romántico del objeto, incapaz de expresar lo «concreto» cual lo hace el arte abstracto: «La creencia errónea de que es posible expresar la esencia más profunda de una cosa existente a través de su plasmación, redujo la pintura al simbolismo y al romanticismo, a la manía de “describir”. Un arte semejante es, en mayor o menor medida, una ilusión, una fantasía, y, por no ser verdaderamente real   —en el sentido que damos nosotros a esta palabra—, permanece fuera de la vida». Romanticismo significa para Mondrian claro-oscuro, sentimiento de lo trágico, de la miseria o de la debilidad humana. La tela neoplasticista sustituye toda forma de naturalismo por la claridad y la simplicidad, por la pura creación del espíritu. Mientras Malévich, ha dicho Juan Eduardo Cirlot, insiste en el logro de un determinado tipo de relaciones que hagan sensible la búsqueda interior del artista, Mondrian busca el sentimiento del orden, como compensación a la destrucción del mundo; mientras aquél buscaba el peligro por la indefinida probabilidad de las relaciones inestables, éste lo buscaba por el lado de la infinita variedad de situaciones estables.

Pero este mismo Piet Mondrian dejó escrito que «lejos de ignorar la naturaleza individual del hombre o de perder la “nota humana”, el arte puramente plástico es conciliación de lo individual con lo universal». El iniciado en teosofía y en el conocimiento de las filosofías extremo orientales, el ascético, que «profetiza el fin del arte mediante su reabsorción en la vida misma» (Michel Seuphor), era, como todo auténtico hombre y artista, una permanente paradoja. Escuchemos las palabras de su amigo Seuphor, que lo trató intensamente, asombrándose de su misteriosa personalidad: «Mondrian, anunciando el fin del arte, demostró mediante su vida y su obra que creía con fuerza en el valor moral del arte y que no pretendía hacer ninguna concesión en ese punto. Tenía un sentimiento tan vivo de su vocación de artista y de la dignidad del arte que creía que todo debía estarle subordinado. Además, asimilaba el arte a la religión y sabía perfectamente que lo que es arte en el arte jamás ha podido ser definido ni explicado. El más racional de los hombres no era del todo racionalista».

 
Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 16 de julio de 1988



 

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