miércoles, 26 de junio de 2013

ARTÍCULO 32


La pintura de Esteban Vicente: la creación de un ambiente y de un estado mental

© ENRIQUE  CASTAÑOS






La posición de Esteban Vicente (Turégano, Segovia, 1903 – Bridgehampton, Long Island, Nueva York, 2001) en el panorama de la pintura española de la segunda mitad de la pasada centuria, está condicionada, sin duda, por su temprana marcha a los Estados Unidos, en 1936, pocos meses después del estallido de la Guerra Civil española, país del que adoptaría la nacionalidad en 1940 y que acabaría influyendo de manera decisiva, a través del expresionismo abstracto de la Escuela de Nueva York, en el desarrollo de su pintura. Pero sería muy arriesgado incluir a Esteban Vicente en el expresionismo abstracto estadounidense, a pesar de su amistad con muchos de sus principales representantes y de la vinculación formal de su obra con más de un presupuesto estético del informalismo norteamericano. Cuando se celebró en Madrid, en 1987, en la Fundación Banco Exterior de España, la primera gran muestra retrospectiva de Esteban Vicente en nuestro país, Elizabeth Frank escribió un texto, citado por Valeriano Bozal en su Arte del siglo XX en España, en el que, entre otras cosas, afirmaba: «Vicente, que lleva en la sangre la tradición española, nunca es más español que cuando se identifica plenamente con la Escuela de Nueva York, y nunca es más tradicional que cuando abraza de nuevo el modernismo. La pureza de su abstracción, que se remonta a su propia interpretación del cubismo analítico y del collage, es un corolario de la pureza del arte español. A pesar de la indudable influencia de Matisse y Cézanne en la obra de Vicente, sobre todo en su sentido de la relación de planos y su magnífica composición cromática, nuestro pintor incorpora siempre los elementos de la pintura francesa a la tradición española y no al contrario. El diseño preciso, casi brusco, rectilíneo de sus cuadros, collages y dibujos de principios de los cincuenta  —diseño que sigue presente en su obra a pesar de su posterior evolución hacia formas suaves y curvas—  nos recuerda sobre todo a la geometría de Zurbarán y a la tierna claridad de Gris. El espacio luminoso y sosegado de sus cuadros y collages evoca la gran espiritualidad de El Greco y de Ribera, las transparencias de Velázquez, el amor puro por la pintura presente en Goya». Es decir, que Esteban Vicente, según la percepción crítica estadounidense en general, no por haber vivido toda su vida como pintor en América, ha dejado de ser un artista marcado e influido por la tradición española, y aunque, como observa Bozal, pueda haber algo de tópico en la apreciación de Frank, no cabe duda que muchas de sus afirmaciones son exactas. Pero también cabe otra afirmación complementaria a la anterior, a saber, que Esteban Vicente, si se le analiza en el contexto de una historia del arte español del siglo XX, es un creador atípico, profundamente marcado por la evolución de la gran pintura norteamericana, más incluso que José Guerrero, que en una fecha relativamente temprana, 1965, alternó su residencia entre España y Estados Unidos.
Esta exposición, que es la primera que se celebra de Esteban Vicente en Andalucía, y que está formada por cincuenta obras, entre óleos y dibujos, provenientes del Museo de Arte Contemporáneo Esteban Vicente de Segovia, arranca con un magnífico lienzo de 1925, precisamente el año en que Ortega y Gasset publica La deshumanización del arte, un breve y decisivo ensayo en donde traza las líneas esenciales de lo que él llama «arte nuevo» en España, cuyo rasgo más notable es que se trata de un «arte artístico», esto es, «plástico», y el año también en que se celebra en el Retiro madrileño la exposición de la Sociedad de Artistas Ibéricos, tradicionalmente considerada como el punto de partida de la renovación artística en nuestro país. El cuadro en cuestión es Bodegón con “Le Crapouillot”, una obra que, por la preocupación por la estructura y la construcción de las formas, remite indudablemente a Cézanne, pero que por su delicadeza y suavidad en la aplicación de los pigmentos, participa de la atmósfera del Joaquín Sunyer de 1919-1920. Una rápida comparación  con una obra representativa del pintor de Aix, Naturaleza muerta con cráneo, de 1895-1900 (Barnes Foundation, Merion, Pennsylvania) servirá para establecer las diferencias. En el lienzo de Cézanne los volúmenes no están suavemente degradados, es decir, no se advierte una declinación de la luz en las frutas, ni tampoco una moderación en el colorido, sino que hay una cierta uniformidad tonal, especialmente en el melocotón aislado. Aquí de lo que se trata es de modelar el objeto mediante sólo el color, sin recurrir a la delimitación del contorno o la distribución de las formas. Quería pintar la pieza de fruta como él la veía, es decir, como un conglomerado de distintas tonalidades. El cuadro de Esteban Vicente, que es una obra de formación, tiene también vocación de solidez, pero se advierte una inclinación poética, lírica, una suavidad tonal casi transparente que lo aproxima al Sunyer un poco anterior.
Por entonces ya hacía más de un año que había dejado la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, donde había ingresado en 1921 para estudiar escultura. Otro cuadro espléndido de ese mismo 1925 es el Retrato de su hermana Sagrario, magníficamente compuesto, atendiendo a la volumetría general de la figura, y con una maravillosa entonación verde botella que contrasta suavemente con el gris del fondo. La cabeza, sólida y monumental, escultórica, ofrece un rostro de mirada soñadora que dialoga inevitablemente con esa mano caída, de dedos gruesos, que es el otro foco de atención visual. No puede uno por menos de acordarse de Dalí, de su Muchacha en la ventana, de ese mismo año, pero para subrayar el alejamiento de Vicente del ideario estético surrealista, a pesar de que en ese tiempo cultiva íntimas amistades entre los poetas del 27.
Del decenio de los años treinta, la muestra de Málaga exhibe varios dibujos y un óleo. Éste es de 1931. Para entonces ya había vivido Vicente durante algún tiempo en París, adonde se marchó por primera vez en 1929, después de haber hecho su primera exposición, el año anterior, en el Ateneo de Madrid, con Juan Bonafé. En París conoció a Picasso en su estudio de la rue de La Boétie y trabajó como escenógrafo. Buena parte de 1929, seis meses, los pasó en Londres. De nuevo en París, entre 1930-31, gracias a una beca de la Junta de Ampliación de Estudios, donde ahora conoce a Max Ernst. El cuadro al que hacíamos referencia, Paisaje con sombrilla roja, presenta una deliciosa entonación verdosa, que hace resaltar el negro de una de las figuras del primer término, y, sobre todo, la breve pero intensa pincelada de rojo que conforma la sombrilla, un toque encendido y vibrante de color que anima por sí solo toda la composición. Los arabescos en que parecen curvarse algunos setos y plantas a ambos lados del camino, podría recordarnos a Dufy, cuya obra seguro que conoció en París, aunque incluso se aprecian lejanos ecos formales de Van Gogh, por supuesto sin la recurrente carga subjetiva expresionista. Vicente está todavía tanteando, definiendo su lenguaje.
De los dibujos de los años treinta presentes en la exposición, el más antiguo es un dibujo a tinta en el que se ve parte de un edificio con soportales, un grupo de palmeras y unas cuantas figuras, destacando el carácter de sombreado de las formas y el equilibrio entre los espacios llenos y los vacíos, que ocupan sobre todo la zona izquierda del papel. Otro dibujo de 1933, con una figura de mujer tumbada sobre la hierba, se distingue por los trazos cortos y nerviosos de la pluma sobre el papel modelando la figura. Las acuarelas con motivos de paisaje de esos años, se caracterizan por las transparencias, la densidad de elementos y el empleo de verdes, pardos y negros, signos formales que integran las aguadas y dibujos a tinta con el mismo asunto de 1938. Hay en estos estudios de la naturaleza una observación atenta del paisaje, tratando de sintetizar y plasmar a través de un dibujo rápido pero al mismo tiempo elaborado, lo esencial de aquél. Este realismo y naturalismo en el tratamiento de las formas del paisaje, que se remonta a la Escuela de Barbizon, hunde sus raíces en el paisaje francés de mediados del siglo XIX, aunque estas aproximaciones van a ser transitorias en la poética de Esteban Vicente.
Para cuando realiza los dibujos de Martha’s Vineyard, al sur de Falmouth, en Massachusetts, hace ya casi dos años que vive en los Estados Unidos. El estallido de la guerra civil española le cogió en Madrid, pero al cabo de unos meses embarca para Norteamérica. Gracias a Fernando de los Ríos, embajador del Gobierno de la República en Washington, consigue un trabajo en el consulado español en Filadelfia, donde permanecerá hasta el fin de la contienda. En 1939 vuelve a Nueva York, donde había residido un tiempo durante el primer semestre de 1936, y en 1940 adopta la nacionalidad estadounidense. De 1941 son unos magníficos dibujos a tinta y carboncillo de desnudos femeninos, en los que, o bien inserta el volumen de la figura en el espacio con una rotundidad y construcción admirables, o bien bosqueja la figura con unos cuantos trazos y manchas, insinuando las formas del cuerpo a través de unas cuantas líneas esenciales. Este último dibujo es de una frescura y espontaneidad llenas de vida.
Los detalles biográficos pueden ser seguidos por el lector en la cronología incluida en este mismo catálogo. El dibujo a tinta y lápiz de una naturaleza muerta de 1944, supone un giro importante respecto a lo que había estado haciendo hasta entonces. Las formas se han simplificado, mejor dicho, se han reducido a sus líneas geométricas básicas, quedando el espacio de la habitación estructurado en áreas fragmentadas, unas blancas y otras sombreadas, como si se hubiese contemplado desde diversos ángulos o puntos de vista. Por un instante percibimos una clara influencia del cubismo, y en las curvas sinuosas de la mesa advertimos la huella de Picasso. Pero esta incursión será también efímera.
Las transformaciones definitivas tienen lugar hacia 1950, poco tiempo después de conocer y hacer amistad con algunas de las figuras más representativas de la pintura expresionista norteamericana, como De Kooning, Pollock, Kline, Barnett Newman, Rothko y los críticos Harold Rosenberg y Thomas B. Hess. De ese año es un óleo sobre papel completamente abstracto. Manchas grises, naranjas, amarillas, verdes y negras sobre un fondo blanco, dotadas de indudable unidad cromática y equilibrio, como si todas ellas bailasen o estuvieran suspendidas en un espacio que las acoge impidiendo que abandonen su lugar. Hay algo ya aquí del concepto de pintura all-over, es decir, aquella que se extiende más allá de los bordes de la tela, eliminando en parte el concepto de campo espacial, como hará sobre todo Pollock. El efecto general evoca lejanamente algunas composiciones de Arshile Gorky, como The Betrothal II, de 1947, del Whitney Museum, pero en Vicente no hay rastro alguno de ese automatismo pictórico de Masson reinterpretado por el emocionalmente frágil pintor armenio.
Después de un breve periodo, hacia 1956, no presente en esta exposición, en el que formas geométricas de contornos imprecisos, cuadrados y rectángulos, intensamente coloreados de rojo, naranja, negro o amarillo, destacan sobre un fondo grisáceo, obras  de un vivo cromatismo que, en nuestros días, parecen haber inspirado, o al menos guardan un incontestable parecido, con ciertos óleos del pintor «abstracto estricto» sevillano Manuel Salinas, Esteban Vicente realiza en 1958 unas estupendas composiciones, densas, empastadas, que son puros ejercicios cromáticos, aunque el color parece atemperarse, mezclando los colores, los azules, marrones, verdes y amarillos, dejando constancia de la vinculación con la pintura europea, por ejemplo con Serge Poliakoff. Pero Esteban Vicente es más gestual, su trazo es más decidido, las manchas casi se encabalgan unas sobre otras, se invaden mutuamente, produciendo una armonía tonal, un equilibrio cromático exquisito.
A pesar de ello, Esteban Vicente mantiene su independencia de criterio respecto a la gran pintura norteamericana. Piénsese en Willem de Kooning y en Jackson Pollock. De Kooning, uno de los abstractos americanos de la primera hora, había emigrado desde su Holanda natal en 1926. Su herencia es la del expresionismo, el lenguaje más áspero y violento de la vanguardia, cuyo indiscutible pater en la modernidad fue su compatriota Van Gogh. Es decir, un arte subjetivista, de raíz romántica, que exalta el color y traduce los sentimientos íntimos del artista. Hacia 1950-52 el lenguaje exasperado de Willem de Kooning está ya plenamente definido, según puede comprobarse en sus cuadros de mujeres, como Woman I, del MoMA. El crítico Thomas B. Hess, anteriormente mencionado, amigo de Esteban Vicente, escribe lo siguiente sobre De Kooning en 1967 (tomo la cita de Edward Lucie-Smith, El arte hoy, Madrid, Cátedra, 1983, págs. 72-74): «Para De Kooning es esencial incluir todo, no dejar de lado nada, aunque esto signifique trabajar en un torbellino de contradicciones, y, como se ha sugerido, un torbellino de contradicciones resulta su ambiente preferido». Ese mundo de cruda sexualidad y de violenta agitación no era ni mucho menos el de Esteban Vicente, quien compartiría estudio precisamente en Nueva York con De Kooning en 1950. De todos modos, tampoco aclaró mucho De Kooning en sus declaraciones el significado que para él tenía la abstracción, ni en 1950, en su conferencia Renacimiento y orden, donde viene a concluir afirmando que la naturaleza es caótica y que lo que tiene que hacer el pintor es empezar por poner orden en sí mismo, ni en el simposio celebrado en el MoMA el 5 de febrero de 1951, donde dijo no comprender la pregunta «¿qué significa abstracto para mí?» (ambos textos están parcialmente reproducidos en Herschel B. Chipp, Teorías del arte contemporáneo, Madrid, Akal, 1995, págs. 591-597).
Tampoco están presentes las principales aportaciones de Pollock en la obra de Esteban Vicente, el concepto de action painting y el dripping. Pollock representa, más que ningún otro artista, probablemente la vertiente más dramática y con mayor carga existencial de toda la pintura norteamericana. Su arte es un arte de crisis, una búsqueda atormentada de un lenguaje propio, que toma como una de sus principales referencias la pintura automática de los surrealistas, especialmente de Masson. El propio Pollock, en un conocido y muchas veces citado texto («My Painting», Possibilities I, Nueva York, invierno de 1947-48), reproducido fragmentariamente en la antología de Chipp, afirma que su pintura «no es de caballete» y que trabaja «más a gusto en el suelo […] pues de este modo puedo andar a su alrededor [de la obra], trabajar por los cuatro lados, y, literalmente, estar en el cuadro». También es muy interesante la narración hecha por el artista para la película Jackson Pollock, de 1951, de Hans Namuth y Paul Falkenberg, en la que, entre otras cosas, dice: «No trabajo a base de dibujos o bosquejos en color. Mi pintura es directa […] El método es el del desarrollo natural de una necesidad. Quiero expresar mis sentimientos antes que explicarlos. La técnica no es sino un medio para llegar a una afirmación. Al pintar, tengo una idea general de lo que estoy haciendo. Puedo controlar el ritmo del pintar: no es un accidente, de igual modo que no hay un principio ni un final» (Chipp, op. cit., pág. 582).
A partir de 1967 la obra pictórica de Esteban Vicente comienza a adquirir los nítidos perfiles plásticos que la singularizan en el panorama norteamericano y español. Con un empleo casi aterciopelado del color, las composiciones abstractas de sus lienzos se nos muestran como intensamente decorativas, pero al mismo tiempo de una espiritualidad profunda. Obras de ese año y de 1972 justifican la mención de Rothko, un autor clave de la Escuela de Nueva York, como ha señalado Dore Ashton en su clásico estudio (La Escuela de Nueva York, Madrid, Cátedra, 1988), precisamente por esa misteriosa dimensión religiosa o contemplativa que parece desprenderse de sus cuadros. Si comparamos las manchas de color de aquellas obras con las de los óleos de 1959, se han agrandado, desaparece cualquier trazo gestual, la superficie adquiere como una sutil y delicadísima neblina, haciendo aún más imprecisos los contornos de las formas, que se superponen o se sitúan unas a cierta distancia de otras como en estado de ingravidez, suspendidas en un espacio difuso, plenamente poético. El colorido es ahora maravilloso, lleno de matices casi imperceptibles, aunque incidiendo en el concepto de planos de color.
Pero volvamos por un instante a Rothko. Nos lo evoca inevitablemente un espléndido lienzo de 1967, en donde a medida que lo contemplamos cada vez con mayor recogimiento y atención, es como si unas formas provenientes del fondo, de unos espacios muy profundos y escondidos, emergieran, pero casi en silencio, sin hacerse apenas notar, a modo de una luz débil, apagada, que nos habla de regiones muy lejanas, íntimas, interiores, porque todo esto ocurre no en la naturaleza exterior, sino en el mundo interior del artista, aunque, a veces, Esteban Vicente, hable del mar, del cielo, del paisaje cercano.
A Rothko le preocupaba lo trascendental, o por lo menos eso parece desprenderse de su texto «Los románticos sintieron la necesidad», publicado en Possibilities I en 1947 (Chipp, op. cit., págs. 584-585). Rothko, de origen letón  —había nacido en Dvinsk, entonces bajo dominio ruso, en 1903—, trae también a Estados Unidos la herencia europea, sobre todo Matisse. A él no le interesa ya la dimensión naturalista del impresionismo, ni la pura sensación óptica, ni la traducción del color en términos puramente visuales, retinianos. La calma serenidad de los cuadros de Rothko, donde el espacio, como ha dicho Giulio Carlo Argan, es «un espacio sin personas ni cosas: un espacio no teórico, sino empírico que se percibe como sustancia extensa y vibrante del color y la luz» (El arte moderno, Valencia, Fernando Torres, 1984, pág. 624), provoca en realidad la creación de un ambiente, que incide en el alma del espectador. Una de las claves para comprender su arte es lo que le dijo a Seldon Rodman. «No me interesan las relaciones entre colores, ni las formas, ni nada; sólo me interesa expresar las emociones humanas elementales… La gente que llora ante mis cuadros tiene la misma experiencia religiosa que tuve yo al pintarlos. Y si usted, como dice, solamente se conmueve con las relaciones entre colores, entonces no comprende absolutamente nada» (citado por Anne Seymour, Beuys, Klein, Rothko. Profecía y transformación, Fundación Caja de Pensiones, 1987, pág. 11).
Antes he mencionado el término «decorativo». Hay que emplearlo con prudencia. La pintura más representativa de Esteban Vicente puede tener, y no hay nada negativo en ello, efectos agradables y decorativos, pero, ante todo, es una pintura que produce una emoción intensa, que va dirigida esencialmente al espíritu. El óleo Afternoon, de 1971, que no viene a Málaga, está resuelto en turquesas, verdes, violetas y azules, y el efecto de calma y de profundidad que provoca es de un orden distinto al puramente visual; parece tratarse de un estado mental. Incluso la sensación de profundidad no es espacial, sino espiritual. Otro lienzo extraordinario, que sí está en la exposición, es del año siguiente, una gran composición de casi dos metros de longitud dominada por un rojo apagado, un violeta rojizo que parece atrapar la luz. En Alison Series: Harmony, de 1976, la sobriedad cromática, sólo el gris de fondo y las manchas azules que flotan en el magma, no impide, sino todo lo contrario, el sentido de homenaje, el recuerdo a Alison Peters, hija de la que era su esposa desde 1961, Harriet Godfrey Peters.  Un poco más adelante, entre 1980 y 1983, aparecen unas bandas horizontales de color, atravesando el cuadro de un extremo al otro, como a modo de estratos, naranjas, violetas apagados, pero manteniendo el mismo concepto que en los lienzos anteriores, idéntica técnica en la aplicación de la pintura.

Esteban Vicente. Harriet. 1984. Lienzo. 172 x 142 cm. Museo de Arte Contemporáneo Esteban Vicente de Segovia


Harriet, de 1984, es una pintura excepcional, de una intensa y luminosa belleza. En cierto modo es una obra de síntesis, pues en ella se funden las grandes zonas cromáticas que relacionaban a Vicente con Rothko, con las bandas horizontales de color de las que acabamos de hablar, y de nuevo aparecen las áreas delimitadas y aisladas que encontrábamos en los años cincuenta, pero todo ello tratado con una suavidad exquisita, otorgándole un aspecto algodonoso a los bordes de las áreas de color.
Desde principios de los ochenta en adelante, el color se multiplica, se hace más variado, mientras que las áreas o zonas en que las formas fragmentan la superficie se interpenetran, fluyen, se invaden mutuamente, al tiempo que se acentúa el desenfoque, como si se agrandase todo con una lente de aumento y lo estuviésemos viendo desde muy cerca. Las tonalidades esenciales de Esteban Vicente se mantienen, aunque se enriquecen con otras que terminarán convirtiendo estos lienzos en una verdadera sinfonía de malvas, verdes, amarillos, naranjas y azules. Sería prácticamente imposible decidirse por uno u otro de estos lienzos de un pintor que desde los años setenta, como afirma Valeriano Bozal en su texto introductorio a la colección permanente del Museo Esteban Vicente, es un clásico. Su extraordinario conocimiento de la historia de la pintura, su asimilación del color y de la luz, su sensibilidad poética en la disposición y tratamiento de las formas, han ido haciendo de Vicente un pintor clásico de la segunda mitad del siglo pasado, elevándose a unas alturas a las que muy pocos llegan. Bastaría para confirmarlo cualquiera de las obras que realiza hasta su muerte en 2001, pero yo quisiera llamar la atención sobre Soledad, de 1991, tan misterioso, con esas cuatro manchas rojas resaltando sobre el verde del fondo, con esa imprecisa atmósfera acuosa, neblinosa, en definitiva, un espacio pictórico que ciertamente crea un ambiente, predispone a la contemplación y la meditación. Gemela de la anterior, en lo que se refiere a su naturaleza espiritual, es Aquí, de 1993, con toda una gama riquísima en la mitad inferior, mientras que en la mitad superior sólo es necesaria una pequeña forma roja para encender y animar la inmensidad grisácea que hay tras ella.
  
Publicado en el catálogo de la exposición Esteban Vicente. Pinturas, dibujos y collages. 1925-1999, celebrada en el Museo Municipal de Málaga en julio de 2007.

No hay comentarios:

Publicar un comentario