martes, 25 de junio de 2013

ARTÍCULO 24



Juan Antonio Ramírez in memoriam
Una inagotable curiosidad intelectual

© ENRIQUE  CASTAÑOS




 Juan Antonio Ramírez Domínguez


La inesperada muerte de Juan Antonio Ramírez el pasado 12 de septiembre de 2009, ha supuesto una auténtica conmoción en el reducido mundillo de los historiadores y estudiantes de arte. Con su fallecimiento desaparece una de las mentes más lúcidas, más inquietas y también más arriesgadas intelectualmente en el campo de la historiografía del arte, pues siempre tuvo la bizarría de establecer correspondencias y proponer interpretaciones, que, aun siendo respetuosas con la tradición, ofrecían nuevas y sorprendentes lecturas que, en ocasiones, también suponían una demolición de visiones estereotipadas. Su tesis doctoral sobre el cómic femenino en España, en la primera mitad de los setenta, fue un trabajo de investigación atrevido para el que tuvo que tomar decisiones en solitario frente al estamento académico. Algunos pensaron que esa tarea suponía un desaprovechamiento intelectual. No sólo no fue así, sino que Juan Antonio hizo de los medios de masas uno de los ejes cardinales de su investigación como historiador. Su libro Medios de masas e historia del arte, de 1975, sigue siendo imprescindible, pero aquella orientación le abrió sobre todo el campo del cine, en concreto el de la arquitectura en el séptimo arte, tema del que escribió un libro que sin duda es el mejor sobre esa materia tan atractiva. Porque a Juan Antonio, curiosamente, siempre le interesó lo efímero, lo ilusorio, las arquitecturas descritas y las arquitecturas pintadas, como él decía, la arquitectura y la utopía, o la arquitectura y los sueños. De ahí su inmersión en la apasionante tarea, probablemente la más maravillosa para un historiador de la arquitectura, de sumergirse en el proceloso mar del Templo de Salomón y sus gigantescas influencias a través del Santo Sepulcro de Jerusalén; o el estudio acerca de las siete maravillosas del mundo antiguo; o la investigación sobre las construcciones religiosas de los templarios o sobre la ciudad surrealista. Porque Juan Antonio, además, era un extraordinario conocedor de las fuentes, de los textos originales, que solía leer en sus idiomas de origen; los entrelazamientos entre los textos y los edificios, es decir, entre la literatura artística y los documentos arquitectónicos visibles, fue lo que le permitió establecer unas correspondencias y unas interpretaciones muy novedosas, pero en absoluto descabelladas, sino llenas de sentido común y de conocimiento de la materia estudiada. Ahí están, si no, para demostrarlo sus libros de principios de los ochenta, Cinco lecciones sobre arquitectura y utopía, Edificios y sueños y Construcciones ilusorias. Los dos primeros fueron el resultado de un maravilloso curso de doctorado que impartió por entonces  en Málaga, la Universidad a la que fue destinado a comienzos de ese decenio y en la que ha sido sin duda su magisterio un auténtico punto de inflexión. En Málaga, la ciudad en la que nació en 1948, se le quería y respetaba mucho. El último contacto que tuvimos con él fue el pasado agosto, en el marco de los cursos de verano de la Universidad en Marbella, de los que dirigía uno. En nuestra Universidad fue un verdadero dinamizador cultural. Se interesó por múltiples asuntos: por la arquitectura del relax en la Costa del Sol, por la expresión artística de las nuevas generaciones de malagueños, por el urbanismo y la arquitectura de Málaga. Como tenía también veleidades artísticas creativas y, en cierto modo, era un artesano, un carpintero en el mejor sentido de la palabra, construyó aquí, en su casa de los Baños del Carmen, el conocido Templicón, un mueble-armario con el que homenajeaba al Padre Caramuel y su Arquitectura recta y oblicua, y de camino alentaba a los pintores figurativos posmodernos de Málaga, que fueron los que decoraron el singular mueble con un complejo programa iconográfico ideado por él. Se expuso en la Galería del Colegio de Arquitectos y dio entonces mucho que hablar. En el año 2000 mostró en la Sala de arte del Ayuntamiento sus habilidades en la latoflexia, un ejemplo más de su carácter divertido y ocurrente. Su curso de doctorado en Málaga sobre la arquitectura en el cine también fue memorable, dando lugar más tarde al volumen arriba citado. Era un profesor que se preparaba concienzudamente las clases, que exigía a sus alumnos, pero que aún se exigía más a sí mismo. Cuando impartió aquí la asignatura de Arte y arquitectura en el siglo XIX, dejó un verdadero interés por esa centuria tan maltratada. Hoy, que tan difícil resulta ya poner libros de lectura obligatoria a los alumnos, puede quizá sorprender que aquel año en que impartió Siglo XIX puso como libros que había que leer y recensionar los de Hugh Honour, John Rewald y Timothy Clark sobre el Romanticismo, el Postimpresionismo y Courbet y la Revolución de 1848, respectivamente. Es decir, tres enjundiosas lecturas en un mismo curso y para una sola asignatura. Eran otros tiempos, ya definitivamente perdidos. Su vinculación con Málaga siempre la mantuvo; incluso fue progresivamente intensificada. Siempre estuvo dispuesto a cualquier solicitud que se le hiciese, bien para formar parte de un tribunal de tesis doctoral o para impartir una conferencia. En mayo de 2008, a requerimiento mío, dio una brillantísima sobre la arquitectura del Expresionismo alemán en el marco de unas Jornadas organizadas en Málaga por una Fundación privada. Una y otra vez afirmaba que lo suyo era descubrir continentes nuevos e iniciar una exploración que debían continuar otros. Pero en realidad quien exploraba intensamente esas desconocidas tierras del arte y del espíritu era él. Por ejemplo sus monografías sobre Antonio Gaudí, Marcel Duchamp y Salvador Dalí, o su extraordinario ensayo Corpus solus, sobre el arte, el sufrimiento y el cuerpo en el siglo veinte. En California y en Nueva York estudió a fondo la arquitectura del Postmodernismo, en Londres, en el Warburg Institute, se empapó de iconografía, y en Roma investigó con gran seriedad científica sobre las iglesias de planta central. Son sólo tres botones de muestra de su cosmopolitismo intelectual. Era muy europeo, un acendrado defensor de la libertad y de los derechos humanos, que demostraba con su espíritu tolerante y su disposición al debate e intercambio de las ideas. Estaba atento a múltiples intereses, y no descuidaba sus otras pasiones, como la literatura. Siempre recordaré, en un viaje con los alumnos al Museo de Arte Abstracto de Cuenca, en el 83 o en el 84, el libro que estaba leyendo en el autobús, el desgarrador Viaje al fin de la noche de Céline. Bajo su aspecto divertido, bajo su ironía, nunca ácida, escondía una cierta melancolía, un poso que era el fruto de sus preocupaciones intelectuales, pero también morales y humanas. Aunque catedrático de Universidad (desde hacía muchos años lo era de la Autónoma de Madrid), prestó siempre mucha atención a la enseñanza media, hoy desmantelada e irrisoriamente llamada educación secundaria. Del mismo modo grotesco y analfabeto que se dice Ciencias Sociales para referirse a un Departamento de Geografía e Historia. Escribió y coordinó la realización de varios libros de texto para el alumnado de bachillerato y universitario. La parte escrita por él en un libro de Arte de 2º de bachillerato, desde Manet hasta la actualidad, es sencillamente magnífica, preñada de intuiciones.

Escribo estas líneas a vuela pluma, en la habitación de un hotel en Madrid, donde acabo de enterarme el mismo día 12, impresionado, de tan irremediable pérdida. Sirvan de cariñoso homenaje al maestro y al amigo.  


Publicado en el diario SUR de Málaga el 18 de septiembre de 2009

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