Dostoyevski y el nihilismo
© ENRIQUE CASTAÑOS
«La finalidad de todo movimiento de un pueblo, en toda nación y en todo
periodo de su vida, es únicamente la búsqueda de su dios, irremisiblemente
suyo, y la fe en él como en el único verdadero. Dios es la personalidad
sintética de todo el pueblo, tomado desde el principio hasta el fin».
Fiodor M. Dostoyevski, Demonios, II parte, capítulo I.
En el más lacerante de los escritos de
nuestra época, El hombre rebelde, de Albert Camus, se nos recuerdan las
palabras de uno de los revolucionarios de 1905, Vaniarovsky: «Subiré al
patíbulo sin que se estremezca un solo músculo en mi cara, sin hablar... y no
será una violencia ejercida sobre mí mismo, sino el resultado natural de todo
lo que he vivido».
Posiblemente
nadie como Dostoyevski haya acometido con tanta pasión, fuerza y hondura
psicológica la problemática que subyace y se respira en torno al movimiento nihilista
ruso del decenio de 1860, lo cual es tanto como decir el nihilismo en su estado
de máxima pureza y expresión teórica. Si en Crimen y castigo nos
encontramos ante un análisis minucioso, tomado desde el lado estrictamente
individual, del alma humana poseída en un grado extremo de la conciencia de su
superioridad sobre el resto de los hombres y, por ello mismo, solitaria; si en Los
hermanos Karamazov domina el hecho religioso, viéndose todo reducido a una
mera cuestión de fe, la obra que el artista intercala entre ambas, Demonios
(1870), aborda el problema —Dios, la
existencia, el pueblo ruso, el destino de Rusia— desde su vertiente «colectiva y universal».
Cuatro serán las respuestas que, en esta ocasión, nos proporcione el novelista,
cuatro puntos de vista sobre la vida, cada uno de ellos con su carga de suprema
tensión y límite. He aquí sus nombres propios: Verjovenski, Schàtov, Kirillov y
Stavroguin.
Sin ser, ni
mucho menos, el más profundo de aquellos cuatro personajes, Verjovenski sí es,
en cambio, el eje alrededor del cual gira toda la densa construcción narrativa
que es Demonios. Él es la verdadera alma del «quinquevirato» inicial, a
partir del cual pretende que este tipo de organizaciones, minúsculas sociedades
secretas minadoras de toda la estructura social, se extiendan por el vasto
territorio de Rusia, multiplicándose sin fin como una plaga. Individuo dotado
de un verbo excepcional, capaz de la máxima confusión y engaño (diabolos =
engañador), Verjovenski aparece como absolutamente carente de sensibilidad y de
humanidad, considerando al instante justificado cualquier medio, por brutal que
sea, con tal de que el último objetivo de hacer realidad la futura sociedad sea
cumplido. Esta sociedad, anunciadora de los no lejanos totalitarismos que iban
a cernirse sobre el siglo XX, hállase regida por una doctrina nueva: el
schigalevismo. Mediante ella nos encontraríamos ante una «división de la
Humanidad en dos partes iguales». Una décima parte de la misma recibirá la
libertad personal y un derecho ilimitado sobre las otras nueve partes
restantes. Éstas vendrán obligadas a perder la personalidad y convertirse en
algo así como un rebaño, y, mediante una obediencia sin límites, alcanzar la
primitiva inocencia, por el estilo del primitivo paraíso, aunque, de otra
parte, tendrán que trabajar. El mismo Schigalev, formulador teórico del nuevo
ordenamiento social, no es en modo alguno ajeno a su sentido último: «Partiendo
de la libertad ilimitada, he ido a parar al despotismo ilimitado». Por eso
Camus, cuando lleve a cabo el análisis de este tipo de hombres, los cuales
cargan deliberadamente sobre sus espaldas los sufrimientos y las ansiedades de
la inmensa mayoría, a condición de que esta se mantenga alejada de un pensar
radicalmente el problema de la libertad real, los conceptuará certeramente como
adoptando de forma simultánea el papel de víctimas y de verdugos. La presencia
de muchos de los más recientes Estados modernos, no se encuentra de hecho
alejada de las estatalistas palabras de Verjovenski, saturadas del olor de la
muerte: «Todos esclavos, y en la esclavitud, iguales»... «Obediencia completa,
impersonalidad absoluta»... «El deseo y el dolor para nosotros, y para los
esclavos, el schigalevismo».
Frente a los
«quinqueviros», Schàtov aparece, a pesar de sus antiguos escarceos con aquéllos
durante los tiempos en que era estudiante en San Petersburgo, a pesar de su
duda angustiosa —«Yo... creeré en
Dios»—, como la víctima propiciatoria
—«Yo soy un hombre sin talento, y sólo puedo dar mi sangre, y nada más,
como todos los hombres sin talento»—
necesaria a Verjovenski para sellar, con algo tan solidario como el
crimen, la alianza de los demonios, de esos demonios, nos recuerda
Cansinos-Assens, que pretenden apoderarse del cuerpo místico de la santa Rusia,
el mismo pueblo ruso confundido ya con Dios en el corazón del novelista. Su
pensamiento, sobre este punto, llega hasta el extremo de declararse «incluso,
enemigo del Estado, porque sólo concibe las relaciones humanas en el sentido de
una Iglesia». La representación que hace de Schàtov es la de un nuevo «Cristo
ruso», henchido, en una verdadera apoteosis de delirio místico, de un amor y de
una bondad que son los únicos capaces de redimir a los hombres, restaurándolos
en su naturaleza perdida. En Schàtov se concentra quizás la más grande de las
obsesiones dostoyevskianas: la «búsqueda de Dios», muy por encima de cuestiones
secundarias como la razón y la ciencia
—«Los pueblos se desplazan y mueven por otra fuerza, imperiosa y
dominadora, cuya procedencia nos es desconocida e inexplicada. Esa fuerza es la
fuerza de la insaciable ansia de llegar hasta el final, y al mismo tiempo niega
el final. Es la fuerza de la continua e incansable afirmación de su existir y
la negación de la muerte».
Pero
Dostoyevski necesitaba de la figura del nihilista que lo es inmaculadamente,
sin mancha posible, y para ello da vida a una de sus invenciones más
definitivas, Kirillov, puro individuo. Una sola idea le absorbía por completo
todo su ser —a él, que «siempre estaba
dando paseos por la habitación (según su costumbre, toda la noche se la pasaba
así, de un pico al otro)»—, la idea de vencer el miedo y el dolor a la muerte
y, de este modo, poder ser Dios: «Dios es el dolor del miedo a la muerte. Quien
venza el dolor y el miedo, ese será Dios. Entonces empezará una nueva vida,
entonces existirá el hombre nuevo, todo será nuevo...». La única consecuencia
de todo ello es el suicidio, el suicidio como lógica. Kirillov se pega un tiro
«porque en eso radica la plenitud de mi libre albedrío..., en matarse uno
mismo». Todos los demás hombres se matan por una causa, «pero sin causa
ninguna, sino simplemente por su voluntad..., sólo yo». Desde lo más íntimo de
su alma ha visto con claridad: «Hay segundos, sólo se dan cinco o seis seguidos,
en que de pronto siente usted la presencia de la eterna armonía, completamente
lograda. No es cosa terrenal, no quiero decir que sea celestial, sino que el
hombre en su forma terrenal no puede soportarla. Necesita transformarse
físicamente o morir... Si durase más de cinco segundos, el alma no lo aguantaría
y tendría que desaparecer. En esos cinco segundos he vivido yo una vida, y por
ellos daría mi vida toda, porque lo valen». En otro momento también dirá,
rozando la plenitud: «Para mí no hay idea más elevada que la que Dios no
existe. De mi parte tengo la historia humana. El hombre sólo inventó a Dios
para vivir sin suicidarse: en eso consiste toda la historia universal hasta
hoy. Yo solo, en toda la historia universal, no he querido por primera vez inventar
a Dios». Kirillov, el hombre al que se lo tragó «su» idea, se mata para que los
demás comprendan (su posición nihilista es tan radical que, incluso, no opondrá
resistencia cuando la conspiración de Verjovenski vea en él una hábil coartada
al crimen cometido con Schàtov, aunque, paradójicamente, se dejan traslucir de
sus palabras de desaprobación ante aquella muerte, un sentimiento de
repugnancia y de diluida vergüenza: matar a otro no es más que el punto más
bajo del libre albedrío).
Stavroguin, por
último, por muchas razones inaprensible encarnación dostoyevskiana, viene a
caracterizarse por su completa incapacidad para amar. Este «nihilista de los
sentidos», observa Cansinos-Assens, tiene algo de Fausto frente a ese
Mefistófeles que es Verjovenski, aborrecido y huyendo siempre de quien, como ha
entrevisto, quiere apoderarse de su alma. Pero para Stavroguin, que está dotado
de una extraordinaria energía y que lo mismo puede inclinarse hacia el bien que
hacia el mal, no hay fines sociales, la humanidad no existe, reduciéndose todo
a su propio yo encerrado en sí mismo. Su falta de generosidad es tan grande que
hasta la idea del suicidio le resulta extraña. Recordemos sus palabras escritas
a Daría Paulovna: «Sé que debería matarme, barrerme de sobre el haz de la
Tierra como a un vil gusano; pero le temo al suicidio, porque le temo a
demostrar generosidad». Ahora bien, no pudiendo, a la postre, soportar el peso
de la vida, «como todos los héroes románticos de su categoría, ha de terminar
suicidándose, que es terminar en sí mismo». Dostoyevski apuntará más finos
perfiles de la biografía moral de su héroe, en el famoso y polémico capítulo
suprimido de Demonios, aquel en que Stavroguin va a confesarse al obispo
Tijón de un crimen abyecto: la violación de una niña de doce años, la cual, al
parecerle lo ocurrido «el colmo de la indecencia», sintiendo una angustia de
muerte y creyendo que «había matado a Dios», acaba ahorcándose. Lo que le
deleitaba, explica él mismo con claridad meridiana, era la conciencia de su abyección,
no la abyección en sí: «No es que me haya gustado la abyección, sino que ese
estado de embriaguez derivado de la penosa conciencia de mi ruindad, me
gustaba». Tan sugestiva, como ejercicio de introspección psicológica, le parecía
a Dostoyevski esta figura espiritual, que concibe, agigantándola, basándose en
ella, la que podría haber sido su más excelsa novela, Vida de un gran
pecador. Pero hablar de esta nueva creación literaria, sería ya contenido
de otro artículo.
Publicado en el diario SUR de Málaga el 30 de octubre de 1984
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