La pintura de Esteban Vicente: la creación de un ambiente y de un estado mental
© ENRIQUE CASTAÑOS
La
posición de Esteban Vicente (Turégano, Segovia, 1903 – Bridgehampton, Long
Island, Nueva York, 2001) en el panorama de la pintura española de la segunda
mitad de la pasada centuria, está condicionada, sin duda, por su temprana
marcha a los Estados Unidos, en 1936, pocos meses después del estallido de la
Guerra Civil española, país del que adoptaría la nacionalidad en 1940 y que
acabaría influyendo de manera decisiva, a través del expresionismo abstracto de
la Escuela de Nueva York, en el desarrollo de su pintura. Pero sería muy
arriesgado incluir a Esteban Vicente en el expresionismo abstracto
estadounidense, a pesar de su amistad con muchos de sus principales
representantes y de la vinculación formal de su obra con más de un presupuesto
estético del informalismo norteamericano. Cuando se celebró en Madrid, en 1987,
en la Fundación Banco Exterior de España, la primera gran muestra retrospectiva
de Esteban Vicente en nuestro país, Elizabeth Frank escribió un texto, citado
por Valeriano Bozal en su Arte del siglo XX en España, en el que, entre
otras cosas, afirmaba: «Vicente, que lleva en la sangre la tradición española,
nunca es más español que cuando se identifica plenamente con la Escuela de
Nueva York, y nunca es más tradicional que cuando abraza de nuevo el
modernismo. La pureza de su abstracción, que se remonta a su propia
interpretación del cubismo analítico y del collage, es un corolario de
la pureza del arte español. A pesar de la indudable influencia de Matisse y
Cézanne en la obra de Vicente, sobre todo en su sentido de la relación de
planos y su magnífica composición cromática, nuestro pintor incorpora siempre
los elementos de la pintura francesa a la tradición española y no al contrario.
El diseño preciso, casi brusco, rectilíneo de sus cuadros, collages y
dibujos de principios de los cincuenta
—diseño que sigue presente en su obra a pesar de su posterior evolución
hacia formas suaves y curvas— nos
recuerda sobre todo a la geometría de Zurbarán y a la tierna claridad de Gris.
El espacio luminoso y sosegado de sus cuadros y collages evoca la gran
espiritualidad de El Greco y de Ribera, las transparencias de Velázquez, el
amor puro por la pintura presente en Goya». Es decir, que Esteban Vicente,
según la percepción crítica estadounidense en general, no por haber vivido toda
su vida como pintor en América, ha dejado de ser un artista marcado e influido
por la tradición española, y aunque, como observa Bozal, pueda haber algo de
tópico en la apreciación de Frank, no cabe duda que muchas de sus afirmaciones
son exactas. Pero también cabe otra afirmación complementaria a la anterior, a
saber, que Esteban Vicente, si se le analiza en el contexto de una historia del
arte español del siglo XX, es un creador atípico, profundamente marcado por la
evolución de la gran pintura norteamericana, más incluso que José Guerrero, que
en una fecha relativamente temprana, 1965, alternó su residencia entre España y
Estados Unidos.
Esta exposición, que es la
primera que se celebra de Esteban Vicente en Andalucía, y que está formada por
cincuenta obras, entre óleos y dibujos, provenientes del Museo de Arte
Contemporáneo Esteban Vicente de Segovia, arranca con un magnífico lienzo de
1925, precisamente el año en que Ortega y Gasset publica La deshumanización
del arte, un breve y decisivo ensayo en donde traza las líneas esenciales
de lo que él llama «arte nuevo» en España, cuyo rasgo más notable es que se
trata de un «arte artístico», esto es, «plástico», y el año también en que se
celebra en el Retiro madrileño la exposición de la Sociedad de Artistas
Ibéricos, tradicionalmente considerada como el punto de partida de la
renovación artística en nuestro país. El cuadro en cuestión es Bodegón con
“Le Crapouillot”, una obra que, por la preocupación por la estructura y la
construcción de las formas, remite indudablemente a Cézanne, pero que por su
delicadeza y suavidad en la aplicación de los pigmentos, participa de la
atmósfera del Joaquín Sunyer de 1919-1920. Una rápida comparación con una obra representativa del pintor de
Aix, Naturaleza muerta con cráneo, de 1895-1900 (Barnes Foundation, Merion,
Pennsylvania) servirá para establecer las diferencias. En el lienzo de Cézanne
los volúmenes no están suavemente degradados, es decir, no se advierte una
declinación de la luz en las frutas, ni tampoco una moderación en el colorido,
sino que hay una cierta uniformidad tonal, especialmente en el melocotón
aislado. Aquí de lo que se trata es de modelar el objeto mediante sólo el
color, sin recurrir a la delimitación del contorno o la distribución de las
formas. Quería pintar la pieza de fruta como él la veía, es decir, como un
conglomerado de distintas tonalidades. El cuadro de Esteban Vicente, que es una
obra de formación, tiene también vocación de solidez, pero se advierte una
inclinación poética, lírica, una suavidad tonal casi transparente que lo
aproxima al Sunyer un poco anterior.
Por entonces ya hacía más de
un año que había dejado la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, donde había
ingresado en 1921 para estudiar escultura. Otro cuadro espléndido de ese mismo
1925 es el Retrato de su hermana Sagrario, magníficamente compuesto,
atendiendo a la volumetría general de la figura, y con una maravillosa entonación
verde botella que contrasta suavemente con el gris del fondo. La cabeza, sólida
y monumental, escultórica, ofrece un rostro de mirada soñadora que dialoga
inevitablemente con esa mano caída, de dedos gruesos, que es el otro foco de
atención visual. No puede uno por menos de acordarse de Dalí, de su Muchacha
en la ventana, de ese mismo año, pero para subrayar el alejamiento de
Vicente del ideario estético surrealista, a pesar de que en ese tiempo cultiva
íntimas amistades entre los poetas del 27.
Del decenio de los años
treinta, la muestra de Málaga exhibe varios dibujos y un óleo. Éste es de 1931.
Para entonces ya había vivido Vicente durante algún tiempo en París, adonde se
marchó por primera vez en 1929, después de haber hecho su primera exposición,
el año anterior, en el Ateneo de Madrid, con Juan Bonafé. En París conoció a
Picasso en su estudio de la rue de La Boétie y trabajó como escenógrafo. Buena
parte de 1929, seis meses, los pasó en Londres. De nuevo en París, entre
1930-31, gracias a una beca de la Junta de Ampliación de Estudios, donde ahora
conoce a Max Ernst. El cuadro al que hacíamos referencia, Paisaje con
sombrilla roja, presenta una deliciosa entonación verdosa, que hace
resaltar el negro de una de las figuras del primer término, y, sobre todo, la
breve pero intensa pincelada de rojo que conforma la sombrilla, un toque
encendido y vibrante de color que anima por sí solo toda la composición. Los
arabescos en que parecen curvarse algunos setos y plantas a ambos lados del
camino, podría recordarnos a Dufy, cuya obra seguro que conoció en París,
aunque incluso se aprecian lejanos ecos formales de Van Gogh, por supuesto sin
la recurrente carga subjetiva expresionista. Vicente está todavía tanteando,
definiendo su lenguaje.
De los dibujos de los años
treinta presentes en la exposición, el más antiguo es un dibujo a tinta en el
que se ve parte de un edificio con soportales, un grupo de palmeras y unas
cuantas figuras, destacando el carácter de sombreado de las formas y el
equilibrio entre los espacios llenos y los vacíos, que ocupan sobre todo la
zona izquierda del papel. Otro dibujo de 1933, con una figura de mujer tumbada
sobre la hierba, se distingue por los trazos cortos y nerviosos de la pluma
sobre el papel modelando la figura. Las acuarelas con motivos de paisaje de
esos años, se caracterizan por las transparencias, la densidad de elementos y
el empleo de verdes, pardos y negros, signos formales que integran las aguadas
y dibujos a tinta con el mismo asunto de 1938. Hay en estos estudios de la
naturaleza una observación atenta del paisaje, tratando de sintetizar y plasmar
a través de un dibujo rápido pero al mismo tiempo elaborado, lo esencial de
aquél. Este realismo y naturalismo en el tratamiento de las formas del paisaje,
que se remonta a la Escuela de Barbizon, hunde sus raíces en el paisaje francés
de mediados del siglo XIX, aunque estas aproximaciones van a ser transitorias
en la poética de Esteban Vicente.
Para cuando realiza los
dibujos de Martha’s Vineyard, al sur de Falmouth, en Massachusetts, hace ya
casi dos años que vive en los Estados Unidos. El estallido de la guerra civil
española le cogió en Madrid, pero al cabo de unos meses embarca para
Norteamérica. Gracias a Fernando de los Ríos, embajador del Gobierno de la República
en Washington, consigue un trabajo en el consulado español en Filadelfia, donde
permanecerá hasta el fin de la contienda. En 1939 vuelve a Nueva York, donde
había residido un tiempo durante el primer semestre de 1936, y en 1940 adopta
la nacionalidad estadounidense. De 1941 son unos magníficos dibujos a tinta y
carboncillo de desnudos femeninos, en los que, o bien inserta el volumen de la
figura en el espacio con una rotundidad y construcción admirables, o bien
bosqueja la figura con unos cuantos trazos y manchas, insinuando las formas del
cuerpo a través de unas cuantas líneas esenciales. Este último dibujo es de una
frescura y espontaneidad llenas de vida.
Los detalles biográficos
pueden ser seguidos por el lector en la cronología incluida en este mismo
catálogo. El dibujo a tinta y lápiz de una naturaleza muerta de 1944, supone un
giro importante respecto a lo que había estado haciendo hasta entonces. Las
formas se han simplificado, mejor dicho, se han reducido a sus líneas geométricas
básicas, quedando el espacio de la habitación estructurado en áreas
fragmentadas, unas blancas y otras sombreadas, como si se hubiese contemplado
desde diversos ángulos o puntos de vista. Por un instante percibimos una clara
influencia del cubismo, y en las curvas sinuosas de la mesa advertimos la
huella de Picasso. Pero esta incursión será también efímera.
Las transformaciones
definitivas tienen lugar hacia 1950, poco tiempo después de conocer y hacer
amistad con algunas de las figuras más representativas de la pintura
expresionista norteamericana, como De Kooning, Pollock, Kline, Barnett Newman,
Rothko y los críticos Harold Rosenberg y Thomas B. Hess. De ese año es un óleo
sobre papel completamente abstracto. Manchas grises, naranjas, amarillas, verdes
y negras sobre un fondo blanco, dotadas de indudable unidad cromática y
equilibrio, como si todas ellas bailasen o estuvieran suspendidas en un espacio
que las acoge impidiendo que abandonen su lugar. Hay algo ya aquí del concepto de
pintura all-over, es decir, aquella que se extiende más allá de los
bordes de la tela, eliminando en parte el concepto de campo espacial, como hará
sobre todo Pollock. El efecto general evoca lejanamente algunas composiciones
de Arshile Gorky, como The Betrothal II, de 1947, del Whitney Museum, pero
en Vicente no hay rastro alguno de ese automatismo pictórico de Masson
reinterpretado por el emocionalmente frágil pintor armenio.
Después de un breve periodo,
hacia 1956, no presente en esta exposición, en el que formas geométricas de
contornos imprecisos, cuadrados y rectángulos, intensamente coloreados de rojo,
naranja, negro o amarillo, destacan sobre un fondo grisáceo, obras de un vivo cromatismo que, en nuestros días,
parecen haber inspirado, o al menos guardan un incontestable parecido, con ciertos
óleos del pintor «abstracto estricto» sevillano Manuel Salinas, Esteban Vicente
realiza en 1958 unas estupendas composiciones, densas, empastadas, que son
puros ejercicios cromáticos, aunque el color parece atemperarse, mezclando los
colores, los azules, marrones, verdes y amarillos, dejando constancia de la
vinculación con la pintura europea, por ejemplo con Serge Poliakoff. Pero
Esteban Vicente es más gestual, su trazo es más decidido, las manchas casi se
encabalgan unas sobre otras, se invaden mutuamente, produciendo una armonía
tonal, un equilibrio cromático exquisito.
A pesar de ello, Esteban
Vicente mantiene su independencia de criterio respecto a la gran pintura
norteamericana. Piénsese en Willem de Kooning y en Jackson Pollock. De Kooning,
uno de los abstractos americanos de la primera hora, había emigrado desde su
Holanda natal en 1926. Su herencia es la del expresionismo, el lenguaje más
áspero y violento de la vanguardia, cuyo indiscutible pater en la
modernidad fue su compatriota Van Gogh. Es decir, un arte subjetivista, de raíz
romántica, que exalta el color y traduce los sentimientos íntimos del artista.
Hacia 1950-52 el lenguaje exasperado de Willem de Kooning está ya plenamente
definido, según puede comprobarse en sus cuadros de mujeres, como Woman I,
del MoMA. El crítico Thomas B. Hess, anteriormente mencionado, amigo de Esteban
Vicente, escribe lo siguiente sobre De Kooning en 1967 (tomo la cita de Edward
Lucie-Smith, El arte hoy, Madrid, Cátedra, 1983, págs. 72-74): «Para De
Kooning es esencial incluir todo, no dejar de lado nada, aunque esto signifique
trabajar en un torbellino de contradicciones, y, como se ha sugerido, un
torbellino de contradicciones resulta su ambiente preferido». Ese mundo de
cruda sexualidad y de violenta agitación no era ni mucho menos el de Esteban
Vicente, quien compartiría estudio precisamente en Nueva York con De Kooning en
1950. De todos modos, tampoco aclaró mucho De Kooning en sus declaraciones el
significado que para él tenía la abstracción, ni en 1950, en su conferencia Renacimiento
y orden, donde viene a concluir afirmando que la naturaleza es caótica y
que lo que tiene que hacer el pintor es empezar por poner orden en sí mismo, ni
en el simposio celebrado en el MoMA el 5 de febrero de 1951, donde dijo no
comprender la pregunta «¿qué significa abstracto para mí?» (ambos textos
están parcialmente reproducidos en Herschel B. Chipp, Teorías del arte
contemporáneo, Madrid, Akal, 1995, págs. 591-597).
Tampoco están presentes las
principales aportaciones de Pollock en la obra de Esteban Vicente, el concepto
de action painting y el dripping. Pollock representa, más que
ningún otro artista, probablemente la vertiente más dramática y con mayor carga
existencial de toda la pintura norteamericana. Su arte es un arte de crisis,
una búsqueda atormentada de un lenguaje propio, que toma como una de sus
principales referencias la pintura automática de los surrealistas,
especialmente de Masson. El propio Pollock, en un conocido y muchas veces
citado texto («My Painting», Possibilities I, Nueva York, invierno de
1947-48), reproducido fragmentariamente en la antología de Chipp, afirma que su
pintura «no es de caballete» y que trabaja «más a gusto en el suelo […] pues de
este modo puedo andar a su alrededor [de la obra], trabajar por los cuatro
lados, y, literalmente, estar en el cuadro». También es muy interesante
la narración hecha por el artista para la película Jackson Pollock, de
1951, de Hans Namuth y Paul Falkenberg, en la que, entre otras cosas, dice: «No
trabajo a base de dibujos o bosquejos en color. Mi pintura es directa […] El
método es el del desarrollo natural de una necesidad. Quiero expresar mis
sentimientos antes que explicarlos. La técnica no es sino un medio para llegar
a una afirmación. Al pintar, tengo una idea general de lo que estoy haciendo.
Puedo controlar el ritmo del pintar: no es un accidente, de igual modo que no
hay un principio ni un final» (Chipp, op. cit., pág. 582).
A partir de 1967 la obra
pictórica de Esteban Vicente comienza a adquirir los nítidos perfiles plásticos
que la singularizan en el panorama norteamericano y español. Con un empleo casi
aterciopelado del color, las composiciones abstractas de sus lienzos se nos
muestran como intensamente decorativas, pero al mismo tiempo de una
espiritualidad profunda. Obras de ese año y de 1972 justifican la mención de
Rothko, un autor clave de la Escuela de Nueva York, como ha señalado Dore Ashton
en su clásico estudio (La Escuela de Nueva York, Madrid, Cátedra, 1988),
precisamente por esa misteriosa dimensión religiosa o contemplativa que parece
desprenderse de sus cuadros. Si comparamos las manchas de color de aquellas
obras con las de los óleos de 1959, se han agrandado, desaparece cualquier
trazo gestual, la superficie adquiere como una sutil y delicadísima neblina,
haciendo aún más imprecisos los contornos de las formas, que se superponen o se
sitúan unas a cierta distancia de otras como en estado de ingravidez, suspendidas
en un espacio difuso, plenamente poético. El colorido es ahora maravilloso,
lleno de matices casi imperceptibles, aunque incidiendo en el concepto de
planos de color.
Pero volvamos por un
instante a Rothko. Nos lo evoca inevitablemente un espléndido lienzo de 1967, en
donde a medida que lo contemplamos cada vez con mayor recogimiento y atención,
es como si unas formas provenientes del fondo, de unos espacios muy profundos y
escondidos, emergieran, pero casi en silencio, sin hacerse apenas notar, a modo
de una luz débil, apagada, que nos habla de regiones muy lejanas, íntimas,
interiores, porque todo esto ocurre no en la naturaleza exterior, sino en el
mundo interior del artista, aunque, a veces, Esteban Vicente, hable del mar,
del cielo, del paisaje cercano.
A Rothko le preocupaba lo
trascendental, o por lo menos eso parece desprenderse de su texto «Los
románticos sintieron la necesidad», publicado en Possibilities I en 1947
(Chipp, op. cit., págs. 584-585). Rothko, de origen letón —había nacido en Dvinsk, entonces bajo
dominio ruso, en 1903—, trae también a Estados Unidos la herencia europea,
sobre todo Matisse. A él no le interesa ya la dimensión naturalista del
impresionismo, ni la pura sensación óptica, ni la traducción del color en términos
puramente visuales, retinianos. La calma serenidad de los cuadros de Rothko,
donde el espacio, como ha dicho Giulio Carlo Argan, es «un espacio sin personas
ni cosas: un espacio no teórico, sino empírico que se percibe como sustancia
extensa y vibrante del color y la luz» (El arte moderno, Valencia,
Fernando Torres, 1984, pág. 624), provoca en realidad la creación de un
ambiente, que incide en el alma del espectador. Una de las claves para
comprender su arte es lo que le dijo a Seldon Rodman. «No me interesan las
relaciones entre colores, ni las formas, ni nada; sólo me interesa expresar las
emociones humanas elementales… La gente que llora ante mis cuadros tiene la
misma experiencia religiosa que tuve yo al pintarlos. Y si usted, como dice,
solamente se conmueve con las relaciones entre colores, entonces no comprende
absolutamente nada» (citado por Anne Seymour, Beuys, Klein, Rothko. Profecía
y transformación, Fundación Caja de Pensiones, 1987, pág. 11).
Antes he mencionado el
término «decorativo». Hay que emplearlo con prudencia. La pintura más
representativa de Esteban Vicente puede tener, y no hay nada negativo en ello,
efectos agradables y decorativos, pero, ante todo, es una pintura que produce
una emoción intensa, que va dirigida esencialmente al espíritu. El óleo Afternoon,
de 1971, que no viene a Málaga, está resuelto en turquesas, verdes, violetas y
azules, y el efecto de calma y de profundidad que provoca es de un orden
distinto al puramente visual; parece tratarse de un estado mental. Incluso la
sensación de profundidad no es espacial, sino espiritual. Otro lienzo
extraordinario, que sí está en la exposición, es del año siguiente, una gran
composición de casi dos metros de longitud dominada por un rojo apagado, un
violeta rojizo que parece atrapar la luz. En Alison Series: Harmony, de
1976, la sobriedad cromática, sólo el gris de fondo y las manchas azules que
flotan en el magma, no impide, sino todo lo contrario, el sentido de homenaje,
el recuerdo a Alison Peters, hija de la que era su esposa desde 1961, Harriet
Godfrey Peters. Un poco más adelante,
entre 1980 y 1983, aparecen unas bandas horizontales de color, atravesando el
cuadro de un extremo al otro, como a modo de estratos, naranjas, violetas
apagados, pero manteniendo el mismo concepto que en los lienzos anteriores,
idéntica técnica en la aplicación de la pintura.
Esteban Vicente. Harriet. 1984. Lienzo. 172 x 142 cm. Museo de Arte Contemporáneo Esteban Vicente de Segovia
Harriet, de 1984, es una pintura
excepcional, de una intensa y luminosa belleza. En cierto modo es una obra de
síntesis, pues en ella se funden las grandes zonas cromáticas que relacionaban
a Vicente con Rothko, con las bandas horizontales de color de las que acabamos
de hablar, y de nuevo aparecen las áreas delimitadas y aisladas que
encontrábamos en los años cincuenta, pero todo ello tratado con una suavidad
exquisita, otorgándole un aspecto algodonoso a los bordes de las áreas de
color.
Desde principios de los
ochenta en adelante, el color se multiplica, se hace más variado, mientras que
las áreas o zonas en que las formas fragmentan la superficie se interpenetran,
fluyen, se invaden mutuamente, al tiempo que se acentúa el desenfoque, como si
se agrandase todo con una lente de aumento y lo estuviésemos viendo desde muy
cerca. Las tonalidades esenciales de Esteban Vicente se mantienen, aunque se
enriquecen con otras que terminarán convirtiendo estos lienzos en una verdadera
sinfonía de malvas, verdes, amarillos, naranjas y azules. Sería prácticamente
imposible decidirse por uno u otro de estos lienzos de un pintor que desde los
años setenta, como afirma Valeriano Bozal en su texto introductorio a la
colección permanente del Museo Esteban Vicente, es un clásico. Su
extraordinario conocimiento de la historia de la pintura, su asimilación del
color y de la luz, su sensibilidad poética en la disposición y tratamiento de
las formas, han ido haciendo de Vicente un pintor clásico de la segunda mitad
del siglo pasado, elevándose a unas alturas a las que muy pocos llegan. Bastaría
para confirmarlo cualquiera de las obras que realiza hasta su muerte en 2001,
pero yo quisiera llamar la atención sobre Soledad, de 1991, tan
misterioso, con esas cuatro manchas rojas resaltando sobre el verde del fondo,
con esa imprecisa atmósfera acuosa, neblinosa, en definitiva, un espacio
pictórico que ciertamente crea un ambiente, predispone a la contemplación y la
meditación. Gemela de la anterior, en lo que se refiere a su naturaleza
espiritual, es Aquí, de 1993, con toda una gama riquísima en la mitad
inferior, mientras que en la mitad superior sólo es necesaria una pequeña forma
roja para encender y animar la inmensidad grisácea que hay tras ella.
Publicado en el catálogo de la exposición Esteban Vicente. Pinturas, dibujos y collages. 1925-1999, celebrada en el Museo Municipal de Málaga en julio de 2007.
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