En la muerte de André Masson
ENRIQUE CASTAÑOS
Con la reciente desaparición
de André Masson, se reduce prácticamente hasta el límite la lista de los
supervivientes de la vanguardia histórica de nuestro siglo.
A comienzos de los años
veinte, este pintor de nacionalidad francesa, nacido en Balagny en 1896,
constituye, junto con Jean Arp, Joan Miró y Max Ernst, uno de los artistas
pioneros en el surgimiento del revulsivo movimiento surrealista. Su naturaleza
rebelde y contraria al orden establecido, fuese social o estético, lo llevó
desde muy joven, antes incluso de la Primera Guerra Mundial, a investigar en
una línea apartada de las formas académicas y convencionales. Él fue el único,
junto con Max Ernst, que supo traducir inmediatamente a nivel práctico la
programática declaración contenida en el famoso Primer Manifiesto del
surrealismo (1924): «Surrealismo es automatismo psíquico puro...». Resultaba
mucho menos complicado, como reconocieron los integrantes del movimiento,
traducir fielmente este principio básico del credo surrealista al campo de la
escritura que al de la pintura, por la resistencia misma de los materiales que
se emplean. Masson, no obstante —al
igual que Ernst, con sus frottages—, elabora unas imágenes según el
método automático que sorprenden por su espontaneidad y frescura.
André Masson. Las tierras rojas y la montaña Santa-Victoria. 1948. Londres, Tate Gallery.
Pero más que nada, quisiera
desde estas pocas líneas rendir un homenaje, además de al artista que
contribuyó a la definición de la poética surrealista, a quien inspiró de una
forma decisiva, a través de su enseñanza, el nacimiento del expresionismo
abstracto de la Escuela de Nueva York. A este respecto, resulta reveladora la
íntima interrelación que entre Hsieh Ho, André Masson y Jackson Pollock ha sugerido
el crítico británico Herbert Read. Masson, en efecto, transmitió a Pollock y a
los demás integrantes de la mítica escuela, una concepción de la práctica
pictórica que se remonta, por vía indirecta, hasta el siglo V antes de Cristo,
cuando el crítico y teórico de arte chino Hsieh Ho formuló el primer canon o
criterio para juzgar la pintura, lo que llama el ch’i, y que puede
definirse así: en todas las cosas alienta una energía o resonancia espiritual
que las une en armonía, alma de todos los principios y métodos de la pintura.
Por tanto, argumenta Read, «si las formas vivas de la naturaleza son la
manifestación visible del obrar del ch’i, el artista debe representarlas
fielmente para poder expresar su conciencia de la acción de este principio
cósmico».
Para Masson, en
correspondencia con el calígrafo chino, son «los secretos más profundos de la
naturaleza» —en expresión de Goethe,
citada por él mismo— los que el alma
pone al descubierto en el acto de dibujar, haciendo con ello explícita
referencia al mundo sumergido de los instintos insatisfechos de los que habló
Nietzsche, autor, de otra parte, que Masson descubrió con dieciséis años y que
le influiría también de una manera decisiva.
Cuando Georges Limbour
relata la experiencia sentida por Masson en sus largos paseos descalzo por el
campo durante su infancia en Suiza —en
la que «buscaba, más allá del conocimiento y la contemplación estética, la
compleja comunión con el universo»—, nos está describiendo un estado espiritual
idéntico al de la iluminación o satori de los monjes budistas zen, un
estado en el cual se tiene conciencia del ser de las cosas sin la traba de los
sentidos y el intelecto. En una conocida conversación de Masson con Georges
Charbonier, aquél considera el aludido estado como una excitación preliminar
que presenta en el artista el carácter de preparación para el estado final de
arrobamiento, en el cual la mente adquiere terrible lucidez, manteniendo un
cierto grado de autodominio.
Ahí están sus cuadros, con
su cromatismo exaltado, poderoso simbolismo, violenta gestualidad y automática
espontaneidad para confirmarlo.
Publicado en el Suplemento Cultural del
diario Sur de Málaga el 7 de noviembre de 1987
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