Sobre Drácula, de Bram Stoker
ENRIQUE CASTAÑOS
De todas las ediciones publicadas en castellano de
la novela Drácula del escritor irlandés Bram (Abraham) Stoker, aparecida
por primera vez en Londres en 1897, probablemente las mejores sean las de
Francisco Torres Oliver en Bruguera (1981) y la de Juan Antonio Molina Foix en
Cátedra (1993)[1].
Me refiero, claro está, a la calidad de la traducción del original inglés,
aunque en el caso de Molina Foix está también excelentemente anotada, o, al
menos, es la que contiene las aclaraciones más extensas y precisas de todas las
ediciones en español. No obstante, ofrece algunos puntos oscuros, quizás porque
sea prácticamente imposible resolverlos, ya que Molina Foix ha manejado no sólo
las mejores ediciones en lengua inglesa, sino que conoce perfectamente las más
solventes biografías sobre el escritor, las más verosímiles fuentes que éste
utilizó y los estudios y análisis interpretativos más variados. Pero este
exhaustivo conocimiento, con ser tan necesario y estimable, tiene a veces el
riesgo de apartarse momentáneamente, de manera involuntaria e incluso
inconsciente, del texto original definitivo del autor, que es lo que de verdad interesa,
y quedar el crítico en parte atrapado por esa ingente masa de artículos,
estudios, referencias eruditas, biografías, repercusiones literarias, películas,
musicales y hasta historietas sobre la novela. En la Introducción de Molina
Foix, de unas cincuenta páginas, se lleva a cabo una notable síntesis de las
más importantes, significativas e influyentes de tales interpretaciones
críticas, que en muchas ocasiones están también estrechamente vinculadas a las
reconstrucciones críticas sobre la génesis de la novela y la mayor o menor
influencia de sus precedentes literarios, quedando, no obstante, meridianamente
claro que la originalidad del relato de Stoker es innegable e incluso
extraordinario, habiendo sabido combinar y fusionar materiales de muy diversa
procedencia, unos de naturaleza verídica e histórica, y otros de su mera
invención, hasta el punto de que a veces resulta extremadamente difícil saber
dónde se halla la realidad y dónde la pura imaginación. Materiales históricos,
etnográficos, antropológicos, geográficos, del folclore y de las costumbres
populares, son hábilmente utilizados por Stoker para dar forma a su inmortal
novela, aunque, por regla general, suele ser muy cuidadoso con los mismos y no
distorsionarlos, al menos los que se refieren a la historia, la geografía y la
etnografía histórica, siendo, en cambio, sagazmente reutilizados los que tienen
que ver con las tradiciones, mitos y leyendas populares. Es decir, que en la
novela el lector culto, a pesar de lo que acabamos de afirmar sobre la
permeabilidad fronteriza que ofrecen algunos pasajes entre realidad e
imaginación, puede prácticamente en todo momento distinguir entre los
materiales que proceden de la realidad, y que, por lo tanto, son verificables y
constatables, y aquellos otros de extracción legendaria, con la consiguiente
manipulación de símbolos, leyendas o mitos. Sólo en muy contadas ocasiones,
como digo, la frontera entre unos y otros se diluye, porque el autor así lo ha
querido. Lo verdaderamente destacable, pues, es la portentosa imaginación de
Stoker, su capacidad para crear un arquetipo de vampiro que en múltiples
ocasiones contradice los estereotipos sobre esa figura de la imaginación
popular, o las características que la tradición literaria y el folclore habían
asociado hasta entonces a la demoníaca criatura. Por eso es tan importante
ceñirse a lo que dice exactamente Stoker en la versión definitiva de la novela,
evitando, siempre que sea posible, las conjeturas o lo que podría haber sido el
personaje a partir de los materiales que el escritor irlandés reunió y consultó.
Lo que nos interesa no es lo que pudiera haber sido, sino lo que es, lo
que está escrito con carácter definitivo, porque esa fue la intención del autor
y no otra. Hay críticos, y a ellos alude muy severamente Vicente Gaos en su extraordinaria
anotación del Quijote en la editorial Gredos, que pretenden enmendarle
la plana constantemente al autor, como si anduviesen a la busca y captura de
cualquier fallo o de cualquier lapsus, o incluso llegando a
insistir, como hacen no pocos comentaristas del Quijote desde Diego
Clemencín, en que el autor no era verdaderamente consciente de su genio. Esos
supuestos errores o lapsus, y por eso están escritos aquí ambos
términos en cursiva, no son tales para el autor, sino para el crítico, que
parece calmar así, con esos hallazgos fruto de su perspicacia, sus
frustradas ansias de creador. Por supuesto que Cervantes, como tiene que
recordarnos una y otra vez Vicente Gaos, era consciente de su genio y sabía en
todo momento lo que llevaba escrito, del mismo modo que también era plenamente consciente
Stoker de la criatura que estaba creando. ¿Qué nos autoriza a dudarlo? La quiso
crear con esas precisas características físicas y psicológicas y no con otras,
con ese modo de proceder y con ese método de actuación y no con otro,
importándole muy poco si tales rasgos, métodos y actuaciones contradecían o no la
figura del vampiro dominante hasta entonces, entre otras razones porque es
precisamente él quien crea de manera perdurable ese arquetipo, hasta el punto
de que todos los vampiros posteriores a él no pueden eludir por completo su
originalísima creación (aunque sólo sea para enfrentarse a ella o crear su
contrarréplica). A eso nos referimos cuando hablamos de que hay que ser fieles
al texto, atenerse a lo que éste dice, lo que no es óbice, por supuesto, a que
ese texto, en numerosos pasajes, pueda estar sujeto a interpretación, sobre
todo de naturaleza simbólica, aunque convendría, en principio, saber con
exactitud lo que ocurre, qué dicen los personajes, cómo se desarrollan los
sucesos o cómo se describen las visiones y los sueños. Aunque a muchos pueda
parecerles difícil admitirlo, la novela Drácula de Bram Stoker, salvo en
el mundo de lengua inglesa, principalmente Irlanda, el Reino Unido, los Estados
Unidos, Canadá y Australia, no ha sido ni mucho menos leída de manera directa
en proporción a la inmensa fama del protagonista, sino que se habla muchísimas
veces de ella, y me estoy refiriendo sobre todo ahora a los países
castellanohablantes, por referencias, de modo indirecto, basándose en la
ingente cantidad de alusiones a esa figura que ha ido nutriendo el imaginario
popular a lo largo de todo el siglo veinte.
En lo que se refiere a la superabundancia de
interpretaciones de la novela, estoy aludiendo de manera muy especial a las
interpretaciones de los críticos pertenecientes o simpatizantes con la escuela
psicoanalítica, que no dudamos que en muchos casos sean verosímiles o dignas de
ser tenidas en cuenta, pero que en otros muchos también son exégesis sencillamente
disparatadas, extravagantes o estrafalarias, y, lo que es más grave desde la
perspectiva del rigor crítico, fruto de la alteración, tergiversación o
manipulación del texto, o consecuencia, simplemente, de la delirante
imaginación del crítico de turno.
El ejemplo clásico de este tipo de interpretaciones,
ya que ha servido de fuente de inspiración a prácticamente todas las
posteriores, es el que llevó a cabo el propio Sigmund Freud con Leonardo da
Vinci en el conocido ensayo de 1910, Un recuerdo infantil de Leonardo de
Vinci [2].
Pero, como es obvio, es en extremo infrecuente poseer las dotes de agudeza
psicológica, originalidad interpretativa, convicción, persuasión y sugerencia
del padre del psicoanálisis, que envuelve literalmente al lector con su
maravillosa y exquisita prosa llena de seducción y de convencimiento. Cualquier
monografía seria y rigurosa sobre Leonardo desde entonces, está obligada a
mencionar el estudio del médico vienés, siendo un buen ejemplo de ello la de
Kenneth Clark de 1939 y revisada en 1952 [3],
pero esas mismas monografías deberían asimismo advertirnos, lo que sólo hace
Clark de manera sutilísima, de las profundas pero quizás forzadas conclusiones
a las que llega Freud, sobre todo si tenemos en cuenta que, de la gigantesca
masa de manuscritos, códices, notas y cuadernos que se conservan de Leonardo,
vino Freud a sustentar su hipótesis sólo en un diminuto recuerdo infantil del
genio florentino, de apenas dos o tres líneas de extensión, literalmente
perdido en ese océano documental, y en un dibujo, que constituye la única
representación del coito que Leonardo hizo en toda su vida. Insisto en que el
ensayo de Freud es fascinante, pero establecer una correspondencia entre la
supuesta fellatio que contendría oculta aquel recuerdo y la forma de
cisne del manto de la Virgen en el cuadro de Santa Ana, la Virgen y el Niño
del Louvre, vincular ambas cosas con la inexplicable equivocación en la
representación del coito en el mencionado dibujo[4],
precisamente en un artista que era el mejor conocedor de la anatomía humana de
su tiempo, y deducir de todo ello la más que probable homosexualidad de
Leonardo, es, cuando menos, algo extraordinariamente atrevido desde el punto de
vista del método histórico-crítico. Pero a Freud, claro está, no le interesa en
primer lugar este método, ni su interés se dirige hacia los aspectos plásticos
o formales de la imagen, sino averiguar, en la medida de lo posible, la
psicología profunda y desvelar el subconsciente de Leonardo a través de esas
imágenes y de esos materiales de estudio. Ya digo que es sumamente difícil
equipararse a Freud, pues su talento y su capacidad de análisis eran inmensos,
y es muy probable, como acabo de señalar, que Leonardo fuese homosexual (ya
sería más discutible saber si activo o pasivo), pero de lo que se trata aquí es
de subrayar el peligro que entrañan este tipo de estudios, que tan fácilmente
se pueden dejar llevar, si no se poseen la inteligencia y la agudeza de Freud,
por los derroteros más peregrinos.
Sin ir más lejos, el propio Freud erró gravemente, y
esto es algo universalmente admitido por los estudiosos y críticos más
rigurosos, en su interpretación de la epilepsia en Dostoyevski, en otro célebre
ensayo posterior, de 1928, titulado Dostoievski y el parricidio [5].
El error no sólo tenía que ver con la causa real de la epilepsia, que para él
estaba vinculada al asesinato del padre de Dostoyevski, y que, por lo tanto,
hacía remontar la enfermedad a cuando el escritor tenía diecisiete años, cosa
que ha podido demostrarse que no es cierta, sino que tenía que ver sobre todo
con la hipótesis de que los ataques disminuyeron o se extinguieron cuando el
escritor fue deportado a Siberia, cuando de hecho ocurrió lo contrario, esto
es, que la epilepsia comenzó a aparecer a partir de la aplicación de ese
castigo [6].
Muchísimo más brillante está Freud en su magistral
análisis del relato Gradiva de Jensen[7],
publicado en 1907 con el título El delirio y los sueños en la «Gradiva», de
W. Jensen [8].
Aquí sí parece ser que acierta de manera plena en su interpretación, pero en
buena medida se debe a que el propio escritor de Holstein proporciona al lector
las claves interpretativas de su fascinante y onírica narración, que tanto
sedujo a Salvador Dalí y a algunos otros surrealistas.
Un último ejemplo, para no extenderme sobre esta
cuestión, de correcta aplicación del método psicoanalítico a una excelsa obra
artística, es la que lleva a cabo Ernest Jones con Hamlet de
Shakespeare. El historiador húngaro Arnold Hauser supo verlo en 1957 con gran
agudeza[9].
******
Vayamos, pues, a aquellos aspectos de la novela de
Stoker que me interesa resaltar aquí. En primer lugar, la precisión de las
localizaciones geográficas a lo largo de toda la obra, bien se trate de
poblaciones o accidentes geográficos, lo que revela un concienzudo estudio de
excelentes fuentes cartográficas, de las que pudo disponer sin dificultad en la
extraordinaria biblioteca del Museo Británico, aunque, como bien indica Molina
Foix, y como se desprende de las Notes and Data for his Dracula que
conserva desde 1973 la Fundación Rosenbach de Filadelfia, recurrió a
descripciones topográficas y relatos de viajes muy diversos. No hace falta
reproducirlos, pues Molina Foix da cumplida cuenta de los principales de ellos.
Pero sí me parece oportuno hacer algunas observaciones.
No creo que Fundu, como sugiere Molina Foix en la
nota 242, sea una invención de Bram Stoker. Fundu es una pequeña localidad del
distrito de Bacǎu, que a su vez es una ciudad de mediana importancia de la
Rumanía actual. Cuando en el capítulo XXVI de la novela, en las «Notas de Mina
Harker (incluidas en su Diario)», se habla de que los ríos Sereth y Bistritza[10]
se unen a la altura de Fundu, efectivamente, si se consultan los mapas, esa
unión está situada un poco al sur de la mencionada ciudad de Bacǎu. En rumano,
el río Sereth se escribe Siretul, mientras que el río Bistritza es Bistrita[11].
En la nota 238 supone Molina Foix que el río Bistrita que menciona Stoker debe
ser el Bistrita Auria, pues según él no hay ningún río Bistrita que desemboque
en el río Sereth ni que tampoco lleve al desfiladero del Borgo, que es el que
conduce al castillo del conde. Si se consulta el mencionado Gran Atlas
de la editorial Aguilar, en las páginas 54-55, podrá comprobarse que Stoker
estaba en lo cierto, pues ese río, llamado solamente Bistrita, existe, es
afluente del Sereth y conduce, internándose a través de Transilvania, a ese
desfiladero. Este desfiladero o paso del Borgo, tampoco resulta fácil de
identificar, aunque Molina Foix sí lo ha hecho. Se trata de un desfiladero que
conduce a la región de la Bukovina, que está situada al norte de Transilvania,
y puede observarse muy bien en un mapa alemán correspondiente a la región de
Siebenbürgen (que es como se dice Transilvania en alemán) de August Heinrich
Petermann de 1857, extraído de la revista Petermanns Geographische
Mitteilungen, fundada por este geógrafo y cartógrafo alemán en Gotha en
1855.
En cuanto a la ciudad de Bistrita, mencionada ya en
el tercer párrafo de la novela por Jonathan Harker en su Diario, es, en efecto,
la capital del actual distrito rumano de Bistrita-Nǎsǎud, como indica Molina
Foix en la nota 6, pero es conveniente saber que esa ciudad está escrita en los
mapas alemanes, por ejemplo el de Petermann, con el nombre de Bistricz (o
Bistritz). Está situada ligeramente al norte del paralelo 47º. Hay que ser
precavido para no confundirse, pues otra ciudad con el mismo nombre, Bistrita,
aunque más pequeña y mucho menos importante, existe también en Rumanía, en esta
ocasión ligeramente al sur del paralelo 47º y también ligeramente al este del
meridiano 26º (Gran Atlas Aguilar, pág. 54, I11).
Es probablemente cierto, como afirma Molina Foix en
la nota 242, que sea ficticia la localidad de Strasba a la que alude Jonathan
Harker en la anotación del 2 de noviembre de su diario (capítulo XXVI), pues no
aparece con claridad en los mapas (a pesar de que hay que ser cautos con los
topónimos, que varían enormemente según se escriban en inglés, alemán, francés,
rumano, polaco, húngaro o ruso, que son los idiomas principales en lo que se
refiere a la cartografía que es necesario consultar para localizar los lugares
geográficos mencionados en la novela); ahora bien, si consultamos un mapa de
Siebenbürgen de 1862 publicado en la ciudad de Hermannstadt (que era como se
llamaba entonces la actual ciudad rumana de Sibiu, pues había sido fundada por
los sajones en el siglo XII) por la editorial Druck von Theodor Steinhaussen,
observaremos que, siguiendo el curso del río Bistrita, y a muy poca distancia
al suroeste de la mencionada pequeña localidad de Bistrita (que en este mapa se
escribe Bistritza), justo en el punto más bajo de un recodo del río, hay una población
llamada Strascha, que muy verosímilmente podría ser la Strasba de Stoker,
puesto que está junto al río que constituye la ruta seguida por los distintos
grupos expedicionarios que se dirigen al desfiladero del Borgo. En el mapa
publicado en 1862, Strascha está situada entre las localidades de Bikasul (al
oeste) y Pengerazy (al nordeste), localidades que en el Gran Atlas Aguilar
se denominan Bicaz y Pîngaraƫi, aunque no aparece en este Atlas ninguna
aldea en el susodicho recodo, lo que quizás pueda significar que o esa Strascha
es muy diminuta o que haya desaparecido por despoblamiento o cualquier otra
causa. No obstante este contratiempo (profeso una gran estima al Gran Atlas
Aguilar), sigo considerando creíble mi propuesta.
Asimismo, en la nota 239 dice Molina Foix que,
cuando en el capítulo XXVI, de nuevo en el «Diario de Mina Harker
(continuación)», se hace referencia a una localidad llamada Beresti, debe en
realidad de tratarse de Dornesti, pues esa tal Beresti estaría muy lejos del
centro de operaciones de los expedicionarios. Yo no lo veo así, y no creo que
Stoker tampoco se equivocase. Cuando Mina está redactando ese pasaje de su
Diario, todo el grupo está todavía en Galatz (Galati); así al menos se deduce de
los párrafos anteriores del libro. Es decir, que van a iniciar el viaje desde
el lugar al que los ha llevado el engaño del siniestro conde. Beresti o Veresti
es, si se consultan de nuevo los mapas adecuados, Bereşti Bistriƫa (Gran
Atlas Aguilar, pág. 54, K13), y como está unos 18 o 20 km al norte de Bacǎu
y muy cerca del río Bistrita, se encuentra perfectamente en la ruta correcta
que conduce al desfiladero; ligerísimamente desviada, es cierto, pero de manera
insignificante si tenemos en cuenta que Mina está escribiendo desde la distante
Galati.
En la nota 178, no aclara Molina Foix la referencia
de Mina Harker al lago Hermannstadt, aunque sí precisa, como hemos dicho antes,
que ese mismo nombre es el que designa en alemán la ciudad rumana de Sibiu. El
lago de igual nombre es muy pequeño y profundo, está situado al sur de la ciudad
y hay una antigua fotografía de hacia 1916 que lo identifica perfectamente. Más
que un lago es en realidad una laguna.
Aunque es geográficamente muy conocido, recordar que
el cabo Matapán (capítulo VII, Diario de navegación de la Deméter, a
saber, la goleta que hace la fatídica travesía entre Varna y Whitby) está
situado al sur de la península del Peloponeso.
Las eruditas anotaciones de Molina Foix aclaran
suficientemente todas las restantes localizaciones geográficas mencionadas en
la novela, así como las distintas calles, barrios o distritos de Londres. Sólo
precisar que Purfleet (referida por primera vez en el capítulo II), donde se
encuentra la siniestra propiedad de Carfax adquirida por Drácula, paredaña con
la institución psiquiátrica que dirige el doctor Seward, es una pequeña
localidad del distrito de Thurrock, en el condado de Essex, al este de Londres,
un condado que a su vez limita con el Gran Londres. En cuanto al cementerio de
Kingstead, señalado en el capítulo XV en la entrada del Diario del doctor
Seward correspondiente al 29 de septiembre por la mañana, parece que se trata
de una referencia literaria al conocidísimo cementerio londinense de Highgate. Sobre
el manicomio o asilo de Eversfield, citado al comienzo del capítulo XXI, y del
que no precisa nada Molina Foix, indicar que se encontraba en el hoy municipio
de Barnet, al norte de Londres, exactamente en el Gran Londres, entre Mill Hill
Park y Watling Park.
Me parece también importante hacer algunas aclaraciones
sobre la abadía de Whitby, ya que este lugar se convierte en uno de los
principales escenarios de la novela, pues es muy cerca de las ruinas de la
abadía donde Lucy, en estado de sonambulismo, va a ser atacada por vez primera
por Drácula, al poco tiempo de llegar la fantasmal goleta Deméter, con
su carga siniestra, a esa localidad costera del Yorkshire. Cualquiera que haya
visitado el lugar o que haya visto buenas fotografías del sitio desde
diferentes ángulos, podrá comprobar la exactitud de la descripción topográfica
de Stoker, especialmente en algo tan significativo como la situación de las
ruinas de la abadía un poco más adentrada en tierra firme que la inmediata
iglesia de Santa María (St. Marys), muy cerca del mar y de los espigones de
entrada al puerto de la ciudad, así como el cementerio de esta pequeña iglesia,
con su bosque de lápidas de piedra hundidas e inclinadas por el paso del
tiempo. Aunque los orígenes de la abadía se remontan a mediados del siglo VII, fue
refundada después de la conquista de Inglaterra por los normandos,
perteneciendo las ruinas actuales al siglo XIII, a partir de 1220, siendo
todavía bien visible el magnífico gótico inglés en que fue construida. La
abadía, que, algunos decenios después de su refundación en el siglo XI en época
de Guillermo I el Conquistador, se rigió ininterrumpidamente por la
regla monástica de San Benito de Nursia, fue clausurada y abandonada como
consecuencia de la orden de disolución de los monasterios dictada en dos
oleadas principales bajo el reinado de Enrique VIII de Inglaterra entre 1536 y
1540, después de la ruptura definitiva del soberano con el Papado a finales de
septiembre de 1533 con motivo de su casamiento secreto en enero de ese año con
Ana Bolena. El 4 de abril de 1536, dispuso el rey, con la aprobación del dócil
Parlamento, la supresión de 291 monasterios menores, con ingresos anuales
inferiores a 200 libras, incautándose la Corona de sus bienes muebles e
inmuebles. En cuanto a los monasterios mayores, fueron disueltos entre 1537 y
1540, simultáneamente a los conventos de las órdenes mendicantes. La suma total
obtenida por la venta de los bienes de la Iglesia católica en Inglaterra
ascendió al final del reinado de Enrique VIII a unas 13 millones de libras,
considerable para la época[12].
Pero aquí me interesa destacar sobre todo la destrucción del patrimonio
artístico inglés llevada a cabo como consecuencia del enfrentamiento de Enrique
VIII con la Santa Sede. Thomas Cromwell, canciller del Exchequer en 1533,
secretario del rey en 1534, y, sin duda, el más celoso ejecutor de la política
real cual aventajado discípulo del principio de la «razón de Estado» de
Maquiavelo, aunque cayera posteriormente en desgracia y fuese decapitado a
finales de julio de 1540, ya en 1538 provocó un ataque a las imágenes
religiosas (muchas de ellas de enorme valor artístico), ante la impasible
mirada y el consentimiento de Enrique, pues con ello afluía dinero a las arcas
del Tesoro[13].
Es muy relevante el autorizado testimonio del gran historiador de la
arquitectura Nikolaus Pevsner, nacido en Leipzig pero nacionalizado británico:
«En Inglaterra, los agentes de Enrique VIII y de [Thomas] Cromwell destruyeron
la mayor parte de la escultura religiosa. Las pocas piezas que quedan, como,
por ejemplo, una figura sin cabeza en Winchester, poseen el mismo carácter y la
misma calidad que las esculturas francesas del siglo XIII»[14].
Si la abadía de Whitby no fue demolida por completo, la causa tiene mucho que
ver con que era un útil punto de referencia para las embarcaciones, evitando
así que se aproximaran peligrosamente a los riscos costeros.
*****
Todas las referencias históricas, artísticas,
científicas, etnográficas y etnográfico-históricas de la novela están
debidamente documentadas y contrastadas por Bram Stoker, que, aunque de manera
concisa, para no distraer de la narración principal, alude a datos rigurosos y
perfectamente contrastables por la más avanzada historiografía de su tiempo.
Esto puede verificarse especialmente en el capítulo III, cuando el conde le
sintetiza a Jonathan Harker la historia de su raza, salpicada de alusiones y
hechos históricos reales. Juan Antonio Molina Foix se ocupa en la nota 61 de la
Introducción de aclarar las características y avatares históricos del grupo
étnico de los szekler (o székélys), al que dice pertenecer el conde, uno de los
más importantes que poblaban Transilvania en el siglo XV, en la época de Vlad
IV el Empalador. Sólo dos precisiones, que complementan la erudita nota
de Molina Foix. La primera, que aunque el origen étnico de ese grupo es dudoso,
a pesar de la leyenda de su descendencia de Atila y de los hunos, sí parece
cierto que el referido grupo étnico surge de los guerreros instalados en el
siglo XI en Transilvania para guardar las fronteras del río Olt, afluente del
Danubio. La segunda, que, erróneamente, su denominación ha sido romanizada por
algunos autores en la forma «sículo». En rumano, «szekler» se dice «Secui»,
tanto en singular como en plural. Pero, al mismo tiempo, parece cierto que el
término «szekler» aparece por primera vez en las fuentes históricas hacia 1116
como «Siculi» (que sería la forma de decirlo en latín). De ahí puede provenir
la confusión. Los sículos, como es bien sabido, fueron un pueblo primitivo que
se estableció en Sicilia hacia el año 1000 a. C., principalmente en el este de
la isla. También parece ser exacto que procedían de la península itálica, donde
se encontraban en el segundo milenio a. C. Una de las principales fuentes acerca
de los sículos es Tucídides[15].
En cuanto a los szekler, creo oportuno indicar una mínima bibliografía[16].
En la nota 7 aclara brevemente Molina Foix la
situación político-administrativa de Transilvania cuando Stoker escribió la
novela. La accidentada historia de esta región continuó durante el reinado de
Francisco José, el longevo miembro de la familia de los Habsburgo que ocupó el
trono del Imperio austro-húngaro (la llamada «monarquía dual», puesto que el
único vínculo entre Austria y Hungría era la figura de Francisco José) durante
largas décadas y que facilitó la magiarización de la histórica región,
permitiendo así la unión de la provincia de Transilvania al reino de Hungría en
1867, una unión que destruiría la autonomía territorial de la que gozaban los
székélys y los sajones de la provincia, destrucción que se completó entre
1870-1876. En mayo de 1877, Rumanía se convierte en Estado independiente.
Muerto ya Stoker, durante la Primera Guerra Mundial, los habitantes rumanos de
Transilvania se volvieron hacia el reino de Rumanía, reino que precisamente
entró en la contienda junto a los aliados franco-británicos gracias a la
promesa que se le hizo, el 17 de agosto de 1916, de recibir la Transilvania una
vez terminada la guerra y alcanzada la victoria frente a los Imperios centrales
y a Turquía. Como consecuencia de esa solemne promesa, Transilvania quedaría
unida al reino de Rumanía el 1 de diciembre de 1918, poco después de la firma
del armisticio por Alemania, decisión que fue confirmada por el Tratado de
Trianon (uno de los cinco tratados que se firmaron en el marco de la
Conferencia de Paz de París, que inició sus sesiones en enero de 1919) de 4 de
junio de 1920.
En lo que atañe a Vlad IV el Empalador, de
cuyos datos históricos principales da cumplida cuenta Molina Foix en la Introducción
y en la nota 42, aun siendo incuestionable que Stoker se inspiró en su aspecto
físico y en sus hazañas para trazar el retrato fisiológico y el sangriento modo
de actuar de Drácula, tampoco debería exagerarse, pues el vampiro de la novela
es una creación literaria que muy poco tiene en común con ningún personaje
histórico real, por muy cruel que hubiese sido Vlad Tepes con sus enemigos
otomanos. En definitiva, que ningún personaje histórico ha sido, naturalmente,
un vampiro como es Drácula, circunstancia que no está de más recordar, habida
cuenta de que algunas personas poco documentadas creen efectivamente que el
conocido voivoda de Transilvania llevaba a cabo prácticas como las de un
vampiro del tipo de Drácula. Esta es una de las consecuencias de desconocer los
hechos históricos y de confundir la ficción con la realidad.
Para otros críticos, otra supuesta fuente de
inspiración podría muy bien haber sido la condesa húngara Erzsébet [Isabel] Báthory (1560-1614), extremadamente
cruel con sus víctimas, inocentes doncellas, a las que asesinó con las más
sofisticadas torturas a centenares, y de las que parece seguro y comprobado
que, además de bañarse en su sangre, la bebía, aunque, por supuesto, no la
succionaba al modo de un vampiro[17].
Aunque no se ha insistido tanto en esta condesa como en Vlad Tepes como
inspiración para Stoker, resulta indudable que las actuaciones nada
legendarias, sino por desgracia completamente verídicas, de la sangrienta
condesa, tienen mucho más sentido como fuente de inspiración de la novela del
escritor irlandés. En cualquier caso, me reafirmo en lo dicho antes: estas
fuentes, de las que nunca podremos calibrar con exactitud qué peso tuvieron en
la creación de Stoker, no deben de ningún modo mermar la extraordinaria
originalidad de su maléfico personaje. Tampoco, claro está, la condesa húngara
era una mujer vampiro. A ella se refiere Georges Bataille en su célebre ensayo Las
lágrimas de Eros, en el que también habla del extremadamente sádico y cruel
Gilles de Rais, del que se conservan los documentos concernientes a su proceso
judicial[18].
Al comienzo del capítulo VI, escribe Mina en su
Diario que, en Whitby, «las casas de la ciudad antigua […] son todas de tejados
rojos, y además parecen amontonadas unas encima de otras, como los dibujos de
Nuremberg». En vez de «dibujos», que es como traduce Flora Casas, la traducción
de Molina Foix dice «grabados». En la
edición de 1897 Stoker escribe «pictures», cuya traducción habitual es
«cuadros», ya que los términos corrientes para designar «dibujo» y «grabado»
son «drawing» y «engraving», respectivamente, empleándose también el término
«etching» para designar el grabado al
aguafuerte. En cualquier caso, el vocablo usado por Stoker es impreciso y se
presta a varias traducciones, pero sí queda claro que está refiriéndose a
vistas antiguas de la ciudad alemana de Nuremberg. Existen múltiples ejemplos
que podrían aducirse de la observación hecha por Mina. Uno de ellos es la vista
de Nuremberg del artista victoriano Samuel Prout, de 1833, originalmente una
acuarela reproducida también como litografía. Puede verse en Sketches by Samuel Prout, in France,
Belgium, Germany, Italy and Switzerland (Londres, The Studio, 1915). Otro
buen ejemplo sería la Vista de Nuremberg desde el oeste, un dibujo de
Alberto Durero de 1495-1497, desaparecido desde 1945, y que se conservaba en la
Kunsthalle de Bremen[19]. Un
tercer ejemplo, que además deja nítida constancia del tono rojizo de los
tejados del que habla Mina, es El puente seco junto a la Hallertor de
Nuremberg, un dibujo también de Alberto Durero hecho con tinta negra a
pluma y aguada de colores, de hacia 1496, que conserva la Albertina de Viena[20].
*****
Hay un vocablo en la novela del que quiero hacer una
precisión. En la nota 131, refiriéndose al término empleado en la crónica
periodística sobre el lobo fugado del Parque Zoológico de Londres inserta en el
capítulo XI, dice Molina Foix que, en vez de «vulpino», el anónimo periodista
debería haber escrito «lupino», ya que está hablando de un lobo. El texto se
refiere a la vuelta del lobo al zoo: «… y fue recibido y acariciado como una
especie de hijo pródigo vulpino». Es verdad que como «lobo» procede del latín
«lupus-i», el periodista debería haber demostrado un mayor conocimiento
filológico. Pero quizás esté escribiendo con alguna prisa, además que tampoco
hay que exigirle a un periodista tales precisiones. En todo caso, el error no
lo veo yo tampoco tan abultado, pues ha demostrado conocer no tan burdamente el
latín, ya que «zorra» procede del latín «vulpes-is» y «zorro» es «vulpes masculus».
Como mucho ha confundido por un momento el lobo con un zorro. Estoy convencido
de que la errata es completamente intencionada por parte de Stoker.
*****
En cuanto al año en que transcurre la acción y la
técnica narrativa empleada, quisiera hacer algunas breves puntualizaciones. Es
cierto, como dice Molina Foix en la nota 32 de su Introducción, que el año más
reciente sugerido en la novela es 1893, al que alude indirectamente Abraham van
Helsing en el capítulo XIV cuando exclama que es una lástima que el neurólogo
francés Jean-Martin Charcot ya no esté entre ellos, pues, en efecto, había
fallecido en 1893. Pero de ese dato no tiene por qué deducirse necesariamente
que la acción, como defiende Molina Foix, transcurra en ese año de 1893, pues
si la novela se publicó finalmente en mayo de 1897, también podrían aducirse
con igual convicción 1894, 1895 o 1896. En todo caso, creo más prudente afirmar
que los hechos narrados transcurren entre el 3 de mayo y el 6 de noviembre de
uno de esos años, aunque me parece imposible precisar con total exactitud cuál
de ellos podría ser. Una vez más deja la puerta abierta el escritor. De lo que
sí que no cabe duda es de la obsesión que Bram Stoker tenía por el tiempo, por
el paso del tiempo. La novela es casi patológicamente obsesiva en este punto
fundamental, indicándose a menudo, además del día exacto, esto es, si es por la
mañana, al mediodía, por la tarde, por la noche o de madrugada, hasta incluso si
el personaje de turno está redactando sus notas «más tarde» respecto de la
última anotación, pues es frecuente que se sucedan varias anotaciones
consecutivas redactadas por un mismo personaje a diferentes horas del día y de
la noche de una misma jornada.
Aún quisiera añadir una observación que no es del
todo irrelevante en relación al momento temporal en que transcurren los hechos,
ya que acrecienta la ambigüedad sobre la exactitud del mismo. Son las palabras del Diario de Mina en el capítulo
XVIII, en la anotación correspondiente al 30 de septiembre: «A year ago which of us would
have received such a possibility, in the midst of our scientific, sceptical,
matter-of-fact nineteenth century?» Repárese en el hecho de que al referirse al siglo
diecinueve dice «in the midst», que Molina Foix traduce como «en pleno siglo
diecinueve», mientras que Flora Casas opta por «a mediados de nuestro siglo».
También podría haberse traducido por «en medio de». Si la acción transcurriese
en 1893 con toda certeza, según propone Molina Foix, es como mínimo un poco
forzado decir «en pleno siglo diecinueve», cuando de hecho la centuria está
acabándose; más bien «en pleno», que es una traducción legítima, tendría el
sentido, en el contexto en que se dice, de hacer referencia a unos decenios más
centrales, o, por lo menos, no a un año tan próximo a la terminación del siglo.
El metro de Londres, que se menciona en alguna ocasión en la novela, se
inauguró en 1863, y el escritor danés Hans Christian Andersen, del que Van
Helsing dice en el capítulo XXV ser su amigo (y no parece decirlo como si ya
hubiese muerto), falleció en 1875. Podrían ser otras dos referencias tan
válidas como la propuesta por Molina Foix, y en ese caso sí tendría más sentido
hablar de «en pleno siglo diecinueve» o «en medio de», pues son expresiones que
denotarían que la centuria aún queda cierto tiempo para que finalice. Con esta
observación sólo pretendo subrayar la indefinición premeditada sobre este
particular de Bram Stoker.
Sobre la técnica narrativa empleada por Stoker en la
novela, hay diversas opiniones críticas, algunas claramente enfrentadas y muy
distintas en lo que se refiere a su valoración literaria en términos
cualitativos. Las dos posiciones dominantes son, en primer lugar, aquella que
defiende que el escritor debería haberse valido de un narrador que hablase en
tercera persona, que, o bien podría haber sido un narrador anónimo, del tipo de
esos que se encuentran un manuscrito, o bien un narrador que podría haber sido
alguno de los personajes que combaten a Drácula, o Abraham van Helsing o
Wilhelmina Murray, pues ambos encarnan prototipos humanos muy positivos, tanto
en lo que atañe a sus cualidades intelectuales y virtudes éticas y morales,
tales como honestidad, valentía y resolución. Es una opción de técnica
narrativa perfectamente defendible, que ha dado siempre muy buenos resultados,
y que ni mucho menos hubiese dificultado o rebajado la tensión en la
descripción de los acontecimientos. La segunda posición es aquella que defiende
la técnica por la que finalmente se inclina Stoker, esto es, el recurso de
intercalar diarios, cartas, notas de prensa, misivas de carácter comercial, y
algunos más por el estilo, que, redactados en su práctica totalidad por el
grupo que terminará persiguiendo a la bestia hasta su recóndito refugio
montañoso, tendría la ventaja de ofrecer puntos de vista personales e
individuales que se complementarían unos con otros, dinamizando supuestamente
de paso la acción y acrecentando el misterio y la tensión propiamente narrativa
de los hechos. Quizá sea cierto que esta última técnica puede ser algo
repetitiva, especialmente a partir del punto de inflexión de la novela, que
viene señalado por la afirmación de Van Helsing de que los diminutos agujeros
en el cuello de los niños pequeños han sido hechos por la no-muerta Lucy,
palabras con las que termina el capítulo XIV, pero cuya conclusión lógica es la
liberación definitiva que habrá de producirse del alma de Lucy, mediante el
procedimiento indicado por Van Helsing de clavarle una gruesa y larga estaca en
el corazón y seccionarle la cabeza del cuerpo, que es como se da fin al
capítulo XVI, iniciándose a partir de ahí la persecución infatigable del
demonio principal. A mi modo de ver, la técnica empleada finalmente por Stoker
funciona muy bien, cumple el propósito para el que ha sido decidida por el
escritor, y, además de mantener con notable habilidad la tensión, que crece
claramente en determinadas circunstancias a medida que avanza la acción,
clarifica también todos los datos que necesita el lector para poder hacer en
cualquier momento una exacta valoración del discurrir de los acontecimientos.
De esta manera, pues, el lector está asimismo convenientemente informado de lo
que necesita saber para no perder el hilo de la narración, una narración que,
naturalmente, es progresiva, esto es, que avanza cronológicamente de modo
paulatino, aunque se den respiros o las entradas de las anotaciones de los
diversos personajes coincidan en la fecha, si bien, lógicamente, una anotación
tenga que seguir a otra; pero así es como se consigue el efecto de que el
lector pueda vislumbrar diferentes perspectivas de la acción simultáneamente en
el tiempo y en el espacio, porque en los capítulos finales los personajes se
encuentran en lugares distintos y nunca solos, sino en pareja.
Esa progresión no impide que la narración complete
un círculo espacio-temporal, pues la novela comienza un 3 de mayo en Bistritz,
de camino Jonathan Harker hacia el castillo de Drácula, y finaliza durante el
crepúsculo del 6 de noviembre siguiente en el castillo del conde. Esa
concepción circular del tiempo no es ni mucho menos caprichosa y está sin duda
relacionada con las interpretaciones sobre el tiempo que empiezan a contestar
la idea de progreso impuesta por el optimismo de la razón ilustrada, unas
interpretaciones de carácter irracional, subjetivista, que apelan al mundo de
los sentimientos, y que, por tanto, nacen en la época prerromántica del Sturm
und Drang, aunque alcanzarán su máximo desarrollo con Schopenhauer, con
Kierkegaard y con Nietzsche, si bien en el caso de Stoker las referencias
literarias principales son James Malcolm Rymer, Sheridan Le Fanu, Ernst Theodor
Amadeus Hoffmann, Poe, Baudelaire y los simbolistas, que conforman parte de la
atmósfera espiritual que se opone frontalmente al positivismo cientificista de
la segunda mitad del siglo XIX.
En este punto, pueden hacerse algunas
consideraciones que no han sido suficientemente subrayadas hasta la fecha.
Suele insistirse en que el principal modelo literario de la novela Drácula
de Bram Stoker es Varney el Vampiro, de James Malcolm Rymer (1814-1884), que se publica en 1847, el
mismo año de nacimiento de nuestro escritor, novela que algunos críticos han
atribuido o continúan atribuyendo a Thomas Peckett Prest (1810-1859), amigo y
colega de Rymer, quienes llegaron a escribir juntos, según la opinión también
de algunos críticos, la novela The String of Pearls, asimismo de 1846-1847.
Juan Antonio Molina Foix es un decidido defensor de la influencia de Varney
el Vampiro en Drácula, aduciendo para ello una serie de analogías,
que son sin duda muy difíciles de cuestionar. También es un firme partidario,
como otros críticos, de la influencia de Carmilla (1872), del escritor
irlandés Joseph Thomas Sheridan Le Fanu. Tampoco esta opinión puede discutirse
ni ponerse en duda, por las múltiples evidencias que hay de esa aseveración.
Pero yo quisiera aquí llamar la atención sobre dos pequeños relatos, que, aun
cuando sí se ha reconocido desde hace tiempo que eran sobradamente conocidos de
Stoker y pudieron influir en determinados aspectos de su novela, no se ha
insistido en cambio lo suficiente en el valor que poseen como narraciones que
se hallan en la génesis misma del vampirismo como subgénero de ficción
literaria. Me estoy refiriendo al cuento Vampirismo de E. T. A.
Hoffmann, escrito en 1821, y al cuento Berenice de Edgar Allan Poe,
publicado por vez primera en marzo de 1835 en el Southern Literary Messenger,
una revista de Richmond, en el Estado de Virginia. El propio Hoffmann tenía
conocimiento de un libro extraño escrito por el pastor luterano alemán Michael
Ranfft (o Ranft), que vivió entre 1700 y 1774 y era un especialista en
vampiros. El libro en cuestión tiene un largo título, Tractat von dem Kauen
und Schmatzen der Todten in Gräbern, Worin die wahre Beschaffenheit derer
Hungarischen Vampyrs und Blut-Sauger gezeigt, Auch alle von dieser Materie bißher zum Vorschein gekommene Schrifften recensiret
werden, y fue publicado en Leipzig
en 1734. Lo que a nosotros nos interesa saber, en este contexto, es que de ese
libro —como nos informa Carmen
Bravo-Villasante en el prólogo que escribe para la edición de tres dispares
narraciones de Hoffmann— se extrae «la conclusión de que un vampiro es
un ser maldito que se deja enterrar como si estuviera muerto, y para luego
surgir de su tumba y chuparle la sangre a las gentes mientras duermen, que a su
vez, se convierten en vampiros […] Para inutilizarles hay que desenterrarles,
darles con una pala en el corazón y quemar sus cuerpos y convertirles en
cenizas»[21].
Esta sorprendente, por lo temprana, información extraída por Ranfft en sus
investigaciones y averiguaciones, coincide más, sin embargo, con el perfil y
las características del vampiro de Stoker que con lo que sucede en el relato
fantástico y de terror de Hoffmann, aunque pueda parecer paradójico. Pero, en
realidad, lo que debemos deducir de ello es que Hoffmann, al igual que
posteriormente Bram Stoker, es un escritor sumamente original, y el hecho de
que él conociera la existencia de ese raro tratado no va a condicionar la
singularidad de su creación. De hecho, como acabo de sugerir, la conclusión a
la que llega el más que curioso pastor luterano alemán es una conclusión que
encaja con extraordinaria aproximación, si tenemos en cuenta la considerable
distancia temporal, con algunos de los rasgos más peculiares de la criatura
surgida de la imaginación del escritor irlandés. Las coincidencias dan desde
luego que pensar. Sin embargo, en el cuento de Hoffmann no hallamos exactamente
«vampirismo» en esos términos, sino que la escondida actividad de la bella pero
perversa joven protagonista de la historia es nada menos que la antropofagia,
lo cual supone un punto de conexión con el «discípulo» loco del conde Drácula
que está encerrado en la institución psiquiátrica que dirige John Seward, es
decir, con R. M. Renfield, aunque con la notable diferencia que la actividad a
la que se dedica Renfield en su celda no es la antropofagia, sino la zoofagia.
A pesar de su reducida extensión, la maestría de Berenice
es inigualable[22].
Es, sencillamente, la creación de un verdadero genio de la literatura, de un
espíritu atormentado y de poderosísima y singularísima imaginación. Pero
también de un espíritu extraordinariamente preciso, exacto, conciso, que al
tiempo que deja volar libremente su imaginación sabe también concebir el
desarrollo de su relato con la precisión con la que actúa el bisturí del más
templado cirujano. En Berenice todo está sugerido, terroríficamente
sugerido, pero, quizás por vez primera en la literatura mundial, ocupan los
treinta y dos dientes de una persona una presencia siniestra, amenazadora,
inquietante, completamente perturbadora. No creo que Stoker necesitase más, que
ya es en realidad mucho; es decir, es mucho lo que sugiere el maravilloso relato
de Poe, muchas sus potencialidades ocultas, que hay que desentrañar, y que, a
su vez, pueden alimentar, como de hecho nutren, otras narraciones producidas
por la imaginación creadora de un escritor original.
Asimismo, quisiera destacar un aspecto que
generalmente ha sido marginado en las numerosas interpretaciones críticas de la
novela de Stoker. Concretamente, la profunda desconfianza hacia el
cientificismo positivista, hacia esa actitud decimonónica de convertir la
ciencia en una nueva religión, doctrina que tuvo, como todo el mundo sabe, su
máximo exponente ideológico en Augusto Comte. Pero Stoker no se interna tanto
por la senda de formular una severa crítica a los intentos del hombre de
traspasar ciertos límites y tratar de emular a Dios o convertirse en un dios o
en un ser al que todo le está permitido, siempre y cuando que, a su vez, se lo posibiliten
la investigación científica y los avances tecnológicos, importándole ya
entonces muy poco a ese tipo de hombre si la transgresión de esos límites
vulnera o no los principios éticos y morales básicos en los que debe
sustentarse la actuación del ser humano en el mundo, a saber, aquellos
principios que impiden la deshumanización del hombre, la conversión del hombre
en un medio, en un instrumento, y no en un fin; si la ciencia puede conseguirlo —razonaría ese tipo de individuo—, si la
investigación científico-tecnológica puede obtener determinados resultados,
sean cuales fueren, nada debe impedirlo, ni la religión, ni la ética ni la
moral. Como digo, la crítica a esta peligrosa concepción, aunque en cierto modo
está implícita en toda la novela, no es la que primordialmente preocupa a
Stoker. Sobre la necesidad moral de poner freno a las soberbias y exorbitantes
aspiraciones del hombre de ser como Dios (creando una criatura inteligente y
sentiente, parafraseando a Xavier Zubiri), así como sobre la crítica moral a no
poner coto a la indagación científica, tenga las consecuencias que tenga, Bram
Stoker, como tantos otros lectores de su tiempo, conocía perfectamente los dos
más ilustres precedentes en esa materia en cualquier literatura del mundo: los
relatos Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley (Mary
Wollstonecraft Godwin), publicado por primera vez en Londres en 1818, aunque
manteniendo la autora el anonimato, y El extraño caso del doctor Jekyll y el
señor Hyde, de Robert Louis Stevenson, publicado también por vez primera en
Londres en 1886.
Lo que a Bram Stoker le interesa sobre todo es
constatar los límites de la ciencia, esto es, no tanto que haya que ponerle límites
éticos a la ciencia —opinión que, por
lo demás, compartía—, cuanto que la ciencia no posee en realidad ese poder
ilimitado del que tan vanamente presume. La ciencia, viene a decirnos Stoker,
no es «Ciencia», esto es, no es absoluta, ni nunca podrá serlo. La ciencia
nunca podrá poseer un poder infinito, por su propia naturaleza intrínseca, que
es indisociable de la naturaleza misma del hombre. La infinitud pertenece al
Bien, a la Verdad, al Amor, que son absolutos en sí mismos, puesto que son
atributos de Dios. Pero la ciencia, al ser una conquista del hombre, es
limitada, porque el hombre es limitado. El hombre sólo puede elevarse de su
condición humana, o, más precisamente, sólo será verdaderamente hombre, ser
humano, si se asemeja a Dios, si opta por la defensa del Bien y de la Justicia,
si cree en el Amor. Por eso, los dos eminentes científicos que aparecen en la
novela, pero muy especialmente Abraham von Helsing, combinan en su lucha contra
Drácula los recursos que pone a su disposición la ciencia con los poderes
sobrenaturales de la religión y de la fe. Porque, aunque haya querido
minusvalorarse por generaciones de críticos, el fondo esencial de la novela de
Bram Stoker es la sempiterna lucha del Bien contra el Mal.
Una de las precisiones semánticas más importantes de
toda la novela es la que lleva a cabo Van Helsing respecto a la expresión
«no-muerto». El conde Drácula, las tres mujeres vampiro que habitan su castillo
y también Lucy Westenra son seres a los que el médico holandés aplica ese
vocablo, que en rumano se dice nosferatu. La explicación de Van Helsing
está dada en el capítulo XVI. El no-muerto está sometido a la «maldición de la
inmortalidad». La misión primordial del no-muerto es multiplicar el número de
esas demoníacas criaturas, para, de este modo, acrecentar los males en el
mundo. Todos los que mueren, como le ocurre a Lucy, a manos de un no-muerto, se
convierten a su vez en miembros de ese círculo siniestro. Los niños pequeños
que Lucy rapta por la noche, y a los que succiona la sangre, irán sintiendo
cada vez más necesidad de este malvado ritual, acabando por acudir ellos mismos
a Lucy, y, cuando mueran, se convertirán también en no-muertos. Esta diabólica
espiral sólo cesará, en este caso concreto, si Lucy, que es una no-muerta, muere
de verdad. Entonces, las huellas diminutas de sus dientes en los cuellos de
esos niños desaparecerán, y esos niños volverán a ser seres normales. La muerte
verdadera de la no-muerta, de Lucy en este caso, es una auténtica bendición
para ella misma, puesto que en ese momento su alma queda definitivamente
liberada. Al morir de verdad la no-muerta, cosa que sólo puede realizarse, como
se ha dicho antes, mediante el procedimiento de separarle la cabeza del tronco
y de clavarle una estaca en el corazón, su alma descansará para siempre y
acompañará a los coros celestiales.
Esto es lo que dice Abraham van Helsing antes de que
el amado de Lucy, Arthur Holmwood, sea el encargado de clavarle la estaca a su
prometida «difunta», que se encuentra en el ataúd. La operación transcurre de
día, poco después de la una y media de la tarde, como se indica en ese capítulo
XVI. Otro dato fundamental es el extraordinario contraste que habrá de
producirse entre el aspecto físico de Lucy como no-muerta y Lucy cuando haya
muerto de verdad. ¿Qué aspecto ofrece Lucy en ese estado de no-muerta una vez
que abren el ataúd? Los dientes eran «puntiagudos», la boca «voluptuosa,
manchada de sangre; el aspecto cruel y carente de espíritu». La traducción de
Molina Foix difiere ligeramente de la de Flora Casas: en vez de «aspecto cruel
y carente de espíritu», dice «aspecto carnal y sin alma». Pero el sentido de la
descripción no varía. ¿Qué aspecto físico presenta Lucy una vez que Arthur ha
dado fin a su amarga pero necesaria tarea? Otra vez su rostro vuelve a estar
inundado de «una pureza y una dulzura inigualables». Quedaban las huellas de la
enfermedad que había padecido, pero esas huellas eran la demostración palpable
de que ante sus amigos estaba de nuevo la verdadera Lucy, liberada ya para
siempre su alma.
Por si todo esto no fuese suficiente, Van Helsing,
además de su instrumental quirúrgico propio de un médico, de un científico
eminente y riguroso, se vale especialmente para derrotar a estos seres
demoníacos del crucifijo y de la Sagrada Forma, de la Hostia consagrada, que ha
adquirido en Amsterdam gracias a sus contactos eclesiásticos. No creo tan grave
el error cometido por Stoker al llamar «Indulgence» a ese permiso obtenido en
Amsterdam para hacerse con una provisión de Hostias consagradas, error del que,
como hace constar Molina Foix en la nota 162, se lamentaba el escritor Hugh
Benson[23].
Efectivamente, una indulgencia es una remisión total o parcial de la pena
temporal, debida a los pecados perdonados. Naturalmente, para el catolicismo.
En ningún momento de la novela se nos aclara si Van Helsing es católico o
protestante. De lo que no cabe duda es de que es cristiano (aunque podría
pertenecer, como revela su nombre de pila, a una familia judía, cosa tampoco
nada rara en la capital de los Países Bajos, de donde era oriundo Baruch
Spinoza, el más ilustre holandés de origen judío, de judíos marranos portugueses),
creyente en Cristo Jesús, y hay sobradas muestras de ello a lo largo de la
narración por sus invocaciones a Dios, al Dios de los cristianos. En el
supuesto de que no fuese católico romano, cosa muy probable siendo como es
holandés, tampoco tenemos ninguna pista sobre cuál podría ser su confesión
cristiana protestante. Dudo mucho que calvinista, por la rigidez que entraña la
doctrina de la predestinación; podría ser luterana o cualquier otra. En
cualquier caso, lo más relevante es el hecho de que es creyente en Dios, en la
trascendencia del hombre, en la inmortalidad del alma. Los protestantes, en
términos generales, admiten sólo dos sacramentos, el Bautismo y la Eucaristía.
Al menos los protestantes de la primera hora, vinculados a la Reforma de Lutero[24].
No es de extrañar, pues, que Van Helsing se haya hecho con Sagradas Formas en
una ciudad de aplastante mayoría protestante calvinista y luterana a finales
del siglo XIX. La traductora Flora Casas se escurre en cierto modo por la calle
de en medio y traduce «Indulgence» como «bula», lo que tampoco es ciertamente correcto.
Si Van Helsing fuese católico, sí podría haber obtenido una bula, es decir un
privilegio en alguna determinada cuestión, que sólo puede conceder el Papa de
Roma. En el caso que estamos analizando nos referimos a una dispensa, un
permiso o autorización pontificia, que le permitiría a Van Helsing proveerse de
aquellos objetos tan sagrados. Lo lógico, lo natural, lo que dicta el sentido
común es que Van Helsing ha debido conseguir su preciada posesión, como he
insinuado antes, gracias a alguna amistad con el estamento eclesiástico
protestante, porque en el caso del catolicismo se requiere la autorización
pontificia. Por eso digo que tampoco se trata de un error tan abultado como se
quejan algunos, aunque el reproche de Benson, por proceder de quien procede, sí
hay que tenerlo en cuenta y tomarlo en consideración. Lo importante, sin
embargo, es que Van Helsing posee nada menos que fragmentos de Sagradas Formas,
esto es, del mismísimo Cuerpo de Cristo, en virtud del milagro de la
Transubstanciación[25]
de las especies, del pan y del vino, que se convierten en el Cuerpo y en la Sangre
de Cristo gracias al rito de la Consagración durante el sacrificio de la misa. Para
ser más precisos, añadiremos que los anglicanos sí creen plenamente en la
Transubstanciación, mientras que los luteranos creen en la Consubstanciación,
es decir, que el pan y el vino se han convertido en el Cuerpo y en la Sangre de
Cristo, pero no dejan de ser al mismo tiempo pan ázimo y vino plenamente reales[26]. Van
Helsing no es un hombre supersticioso; al revés, trata de dar respuestas
racionales a fenómenos irracionales, incomprensibles, ilógicos. Pero como es un
creyente auténtico en Dios y en la Verdad revelada, su esencial formación de
hombre de ciencia no le impide explorar otros caminos para combatir el Mal.
Porque no debemos olvidar que Van Helsing es plenamente consciente de lo que en
el fondo se está dirimiendo. En ese combate, él sabe que la ciencia sola no
puede vencer; de ahí que recurra al auxilio de lo sobrenatural. Lo hace sin
aspavientos, sin retórica, sin grandiosas exhortaciones, sino de una manera
sencilla, sobria, recurriendo a lo que puede resultar plenamente eficaz, y dejando
traslucir de paso que la ciencia y la fe pueden convivir y coexistir sin
conflicto, siempre que se respeten mutuamente y que cada una sepa cuál es su
ámbito de influencia. Sólo en determinadas situaciones, y esta es una de ellas,
la ciencia y la fe deben prestarse un apoyo mutuo a fin de vencer un fenómeno
de extraordinario poder: el Mal. En Abraham van Helsing conviven juntos el
platonismo, el agustinismo, el tomismo de raíz aristotélica y el espíritu
científico, esto es, el de la ciencia empírica de la época clásica del siglo
XVII. Además, no olvidemos cuáles son sus títulos: es doctor en Medicina, pero
también es doctor en Literatura y doctor en Filosofía. Doctor, naturalmente,
significa que tiene hecho el doctorado, esto es, que se le ha concedido el
máximo grado académico posible en una materia. Resulta extraordinariamente
significativo: Medicina, Filosofía y Literatura. Es decir, que Van Helsing se
mueve por igual entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias del
espíritu, como diría Wilhelm Dilthey, que precisamente en 1883 había publicado
su famosa Introducción a las ciencias del espíritu, donde afirma, entre
otras aseveraciones, que «en una amplia medida, las ciencias del espíritu
incluyen hechos naturales; tienen como base el conocimiento de la naturaleza
[…] Los conocimientos de las ciencias de la naturaleza se mezclan con los de
las ciencias del espíritu»[27].
Es evidente que Van Helsing no es monista, como lo
es de manera tan explícita Baruch Spinoza, sino que es dualista, esto es, que
cree en la dualidad alma-cuerpo, o, si se prefiere, espíritu-materia. Ya Platón
creía en la dualidad alma-cuerpo en el hombre. El alma es para Platón el
auténtico hombre, mientras que el cuerpo es su prisión, además de ser una mera
sombra de aquélla. Eso es lo que le responde Sócrates a Simmias en el Fedón,
o del alma: «… porque mientras tengamos el cuerpo y esté nuestra alma
mezclada con semejante mal, jamás alcanzaremos de manera suficiente lo que
deseamos […] nos queda verdaderamente demostrado que, si alguna vez, hemos de
saber algo en puridad, tenemos que desembarazarnos de él y contemplar tan sólo
con el alma las cosas en sí mismas […] Y mientras estemos en vida, más cerca
estaremos del conocer, según parece, si en todo lo posible no tenemos ningún
trato ni comercio con el cuerpo, salvo en lo que sea de toda necesidad, ni nos
contaminamos de su naturaleza, manteniéndonos puros de su contacto, hasta que
la divinidad nos libre de él. De esta manera, purificados y desembarazados de
la insensatez del cuerpo, estaremos, como es natural, entre gentes semejantes a
nosotros y conoceremos por nosotros mismos todo lo que es puro» (66a/67a)[28].
Más adelante, también se pronuncia Sócrates en el mismo diálogo a favor de la
inmortalidad del alma: «En efecto, si el alma existe previamente y es necesario
que, cuando llegue a la vida y nazca, no nazca de otra cosa que de la muerte y
del estado de muerte, ¿cómo no va a ser también necesario que exista una vez
que muera, puesto que tiene que nacer de nuevo?» (77c/77d)[29].
Para Agustín de Hipona, también el hombre está
compuesto de alma y cuerpo, pero fundamentalmente es una unidad, pues es el
alma la que posee al cuerpo, la que lo gobierna. En su escrito De quantitate
animae (XIII, 22), dice: «El alma es cierta substancia dotada de razón que
está allí para dominar y regir el cuerpo». Como comenta a este pasaje Johannes
Hirschberger, el hombre, hablando en propiedad, es sólo alma para San Agustín.
El cuerpo no tiene el mismo rango[30].
En otro escrito, De moribus Ecclesiae Catholicae et de moribus Manichaeorum
(XXVII, 52), escribe: «Es el hombre un alma racional que tiene un cuerpo mortal
y terreno para su uso». A diferencia de Platón, y a diferencia de Orígenes, para
San Agustín el alma no vive encerrada en una prisión. En cualquier caso, el
hombre es concebido por San Agustín esencialmente como alma, pero en el sentido
de que el cuerpo está supeditado a ella[31].
Tampoco es baladí la expresión «alma racional», ya que deja abierta la puerta a
que la filosofía pueda iluminar las verdades de la fe, del mismo modo que la fe
habrá de ser guía de la razón. La fe, en San Agustín, se convierte en una
ciencia de la fe. De ahí su famosa respuesta: «Intellige ut credas; crede ut
intelligas» (Comprende para creer; cree para comprender)[32].
Es decir, que San Agustín está buscando un equilibrio entre la fe y la razón;
dicho de otro modo: quiere comprender el contenido de la fe. Esta postura
supone nada menos que desbrozar el camino de Santo Tomás de Aquino.
Étienne Gilson sintetiza de este modo la posición de
Tomás de Aquino en lo que se refiere a las relaciones entre la fe y la razón:
Santo Tomás distingue entre fe y razón, pero ve también la necesidad de su
concordancia. El ámbito de la filosofía proviene de la razón; el de la
teología, de la revelación. Ambos dominios están perfectamente delimitados,
pero puede constatarse que ocupan en común un determinado número de posiciones.
Ni la razón, usada correctamente, ni la revelación, ya que procede de Dios,
pueden engañarnos. Pero resulta necesaria una concordancia entre ambas. Debemos
llevar lo más lejos posible la interpretación racional de las verdades de la
fe, esto es, tenemos el deber de ascender por la razón hacia la revelación y de
volver a descender desde la revelación hacia la razón. Las equivocaciones de la
filosofía suelen darse cuando quiere probar en una materia en que la prueba
racional es imposible, y la decisión, por tanto, debe pertenecer a la fe. Para
Santo Tomás es siempre mejor entender que creer. Las dos teologías que él
distingue, la teología revelada, que parte del dogma, y la teología natural,
que es elaborada por la razón, deben concordar y complementarse. La teología que
sobre todo desarrolló el Doctor Angélico, y en la que se mostró
verdaderamente original, es la teología natural. Gracias a la fe sabe hacia
dónde se dirige, pero los recursos que emplea son los de la razón[33].
Todas estas posiciones intelectuales las conoce
perfectamente Van Helsing, ya que no en balde posee el doctorado en Filosofía.
Por eso hemos afirmado antes que en él convergen pensamientos muy profundos
provenientes de los tres grandes autores citados, a los que hay que añadir,
insistimos, toda la tradición científica desde Copérnico y Galileo hasta
Charcot, que sería el último científico, en este caso médico de profesión, en
cuanto a proximidad temporal con los acontecimientos narrados que se menciona
en la novela. En el capítulo XIV, ante el temor que le confiesa Mina a Van
Helsing de que éste pudiera reírse del contenido del Diario de su marido, en el
que se describen los extraños sucesos acaecidos en el castillo de Drácula, le
responde el médico: «He aprendido a no menospreciar las creencias de nadie, por
muy raras que sean. He tratado de mantener una mente abierta». Este gran representante del espíritu
científico, del verdadero espíritu científico, que por su propia naturaleza es
abierto y tolerante, también pondera en varias ocasiones la inteligencia de
Mina, su fina intuición, su valentía y determinación, así como su ternura y su
bondad. Pero ello no le impide ver en Mina una criatura de Dios. Lo dice en ese
mismo capítulo: «Ella es una de las mujeres de Dios, modelada por Su propia
mano para mostrarnos a nosotros, los hombres, y a otras mujeres, que existe un
cielo en el que podemos entrar, y que su luz puede llegar aquí, a la tierra». Estas
palabras sólo puede decirlas un cristiano, y, muy probablemente también un
creyente judío, ya que Maimónides dejó bien sentada la creencia en la
resurrección de los muertos y en la vida eterna[34].
Pero, simultáneamente, se multiplican las manifestaciones de reconocimiento de
Van Helsing hacia la inteligencia de Mina, como la que se produce en el
capítulo XXV, inmediatamente después de hacer ella un impecable razonamiento
lógico sobre el previsible modo de actuar del conde. Esta proliferación de
alusiones sobre las capacidades intelectivas de la heroína de la narración, no
dejan lugar a dudas de que Bram Stoker en absoluto puede ser tildado de
misógino, o de favorecer la condición masculina frente a la femenina, como
malintencionadamente han querido insinuar algunos críticos. Mina no tiene, eso
sí es cierto, la honda formación académica y la vasta cultura de Van Helsing,
pero sus capacidades intelectuales son semejantes, su curiosidad, su penetrante
análisis de los hechos, su valía para el razonamiento deductivo, son
equiparables, equivalentes a las del médico de Amsterdam. En esta novela no
puede sostenerse desde ningún punto de vista que la mujer sea inferior
intelectualmente al hombre. El ejemplo de Mina es la prueba concluyente. Lucy
es más frívola, más indolente, pero del mismo modo que eso también ocurre entre
los varones; unos son más superficiales y otros más profundos. Así ha sido
siempre y continuará siéndolo[35]. Ahora
bien, Bram Stoker demuestra también sus excelentes dotes como creador al evitar
la construcción de personajes planos o simplistas, al menos en lo que se
refiere a los personajes principales, que, como ya se ha indicado, son Mina y
Abraham van Helsing. Esto significa, naturalmente, que uno es un hombre y la
otra es una mujer, y que, por lo tanto, son diferentes, diversos en su
constitución biológica, pero distintos también en su constitución anímica,
porque el mundo de los sentimientos de una mujer es, por fortuna, distinto al
mundo de los sentimientos de un hombre. Aunque Van Helsing sea precisamente
también una persona bondadosa, capaz de mostrar una inusual ternura en
circunstancias delicadas y complejas, no por eso su perfil como varón queda
desdibujado, sino todo lo contrario. Lo que ocurre es que es ya de edad
avanzada, y la pulsión sexual se ha aminorado en él notablemente. Además de que
tampoco es desdeñable en él su corrección, su exquisitez, su innata educación
en el trato, su respeto profundo hacia los demás, sean hombres o mujeres.
Pero me interesa insistir en la dimensión
trascendente que se desprende de las palabras de Van Helsing al referirse a
Mina, a la que ve como una mujer inteligente, perspicaz, resolutiva, valiente,
noble, pero también hermosa, muy hermosa, sensible, plena de sentimientos
saludables y positivos, entre los que destaca su capacidad para amar. Los
críticos agnósticos o ateos no pueden borrar lo que Stoker escribió, y eso que
escribió es muy nítido y preciso: Mina es «una de las mujeres de Dios, modelada
por Su propia mano», que está guiando con entereza, sabiduría y amor al grupo
que persigue al espíritu maligno. Mina y Van Helsing son, en este sentido,
personajes complementarios; sus cualidades, todas buenas y positivas, no sólo
sirven de guía, sino que mantienen la cohesión del grupo y la firme decisión de
combatir con todas sus fuerzas el Mal.
El malvado conde logra llegar hasta Mina, de igual
modo que había entrado anteriormente en contacto físico con Lucy, y clavarle
sus afilados dientes en el cuello, a fin de succionar su preciada sangre y
poder atraerla a su ámbito demoníaco, transmutarla en una criatura maléfica
semejante a él, en una no-muerta. Pero hay críticos y hay lectores que se
empecinan en no querer ver la realidad de los hechos, en no reconocer la
descripción exacta que hace de los mismos el novelista. Porque cuando esos
críticos insisten tanto en el trasfondo sexual de la narración, que por
supuesto que lo hay, están también sugiriendo o admitiendo abiertamente que
tanto Lucy como Mina se «entregan» a Drácula, experimentan un cierto placer
oculto en que el conde las haga suyas y las posea para siempre,
arrebatándoselas a Dios. Insisten en que esa «entrega» es una entrega
complaciente, más o menos aceptada; en cualquier caso, no negada por ellas hacia
el que quiere ser su señor y dueño absoluto. Pero olvidan esos críticos, o
prefieren olvidar, que la pretendida «entrega» en ningún caso es voluntaria,
que ambas mujeres ni por un segundo son conscientes de lo que les está
sucediendo, sino que están siendo violentadas, forzadas, «violadas». Lucy
porque es sonámbula, circunstancia que aprovecha Drácula para elegirla como
fácil víctima propiciatoria. El primer ataque junto a la ruinosa abadía de
Whitby y las posteriores agresiones, se producen siempre que Lucy se halla dormida
o en ese estado, un estado en el que no tiene decisión alguna sobre su
voluntad. Los persistentes ataques la van debilitando, van operando en ella una
terrorífica transformación de su aspecto físico y de la disposición de su alma,
a pesar de los esfuerzos de ambos médicos por salvarle la vida mediante
transfusiones de sangre[36],
o tratando de impedir que el vampiro se le acerque más físicamente. La persona
sonámbula puede, afirma Derek Russell Davis, «moverse intencionadamente o
levantarse y andar», aunque «parece aturdido, absorto y sin respuesta a mucho
de lo que sucede a su alrededor […] Algunas veces, aunque no típicamente, una
persona que camina dormida parece estar actuando, como Lady Macbeth,
representando sueños irracionales y fragmentarios […] Tiende a ocurrir en el
comienzo de la noche, durante el sueño “ortodoxo”, cuando se observan en el
electroencefalograma ondas largas y lentas»[37].
Lo importante aquí es constatar la carencia volitiva de la persona sonámbula,
su imposibilidad de controlar sus acciones. Por eso decimos que Lucy es
forzada, «violada» en sentido figurativo, pero son los sucesivos y reiterados
ataques los que operan la metamorfosis en ella. Al «morir» en realidad no ha
muerto, sino que se ha transmutado en una no-muerta, según hemos aclarado
antes. El «placer» que haya podido sentir es involuntario, aunque es cierto que
las continuadas actuaciones exitosas del vampiro van ejerciendo una lenta pero
implacable atracción de ella hacia él, mejor dicho, un «abandono», una no
resistencia; pero no debemos olvidar ni por un instante que esa no resistencia
se produce siempre cuando no está despierta; jamás la ataca el vampiro estando en
vigilia, lúcida, consciente, sino estando sonámbula, dormida o en estado de
delirio. Me parece importante subrayarlo para desenmascarar manipulaciones
interpretativas del texto. Por muy crítico que pueda ser Bram Stoker con la
hipócrita moral victoriana, no hay aquí el más ligero asomo de amor, de
enamoramiento de la víctima hacia su despiadado verdugo. La «atracción», la
«seducción» es plenamente inconsciente —repito,
involuntaria—. Los que se empeñan en hacer una lectura unilateral, una lectura
fundamentalista, en el sentido de que hay un placer oculto, una aceptación
escondida por parte de Bram Stoker hacia la transgresión moral, están llevando
a cabo una lectura sesgada del contenido de la narración. Creo sinceramente que
esta es una cuestión que no se presta a equívocos. No mezclemos ni confundamos
el texto del escritor irlandés con algunas películas o posteriores tratamientos
literarios del mismo tema. Stoker dice lo que dice, y me parece que está muy
claro. Hay una lucha, un rechazo de la víctima hacia el Mal. Si el Mal vence en
el caso de Lucy, ello también tiene que ver con la estructura de la
personalidad de la víctima, con su constitución espiritual, con su menor
entereza, con su mayor debilidad, pero asimismo con su sonambulismo. Este
hecho, este factor es decisivo. Sin embargo, cuando falta ya muy poco para que
muera, y después de que Van Helsing haya impedido enérgicamente que Arthur
corresponda a la solicitud de Lucy de darle un beso de despedida, puesto que ya
está enteramente poseída por el espíritu demoníaco, la muchacha, en las que
serán sus últimas palabras, todavía tiene el suficiente resto de bondad en su
corazón como para decirle al profesor: «¡Es usted mi verdadero amigo! —dijo con voz débil, pero con un patetismo
indecible—. ¡Mi verdadero amigo, y también suyo! ¡Oh, protéjalo, y déme a mí la
paz!» (párrafos finales del capítulo XII). No sólo le agradece que haya salvado
a Arthur del contacto con sus labios malditos, sino que le ruega que haga con
ella, con su cuerpo, lo que tenga que hacer, a fin de liberarla y salvar su
alma. La misma decisión, aunque mucho más firme, tomará Mina más adelante
cuando contemple la hipótesis de haber sido atrapada para siempre por Drácula.
Pero la actitud filosófica, moral e incluso
religiosa de Bram Stoker en relación al comportamiento de la víctima elegida
por el conde respecto de éste, la expresa con total contundencia Stoker en el
caso concreto de Mina Harker. La ambigüedad desaparece aquí por completo.
Asistimos a un verdadero combate del Bien contra el Mal, de las fuerzas de la
Luz contra las de las Tinieblas, y aunque Mina no muestre esa respuesta
inmediata y definitiva de Jesús de Nazaret cuando fue tentado tres veces por
Satanás, rechazándolo sin dubitación alguna, nuestra heroína está muy cerca de
esa firme resolución, aunque, claro está, el mal inoculado está también
ejerciendo sus efectos, sus letales y terribles efectos, tan paulatinos y eficientes,
pero ahora el Mal tiene que vérselas nada menos que con una naturaleza humana extraordinariamente
pura, casi sin asomo de pecado, que posee la capacidad de amar en un grado muy
alto, y que, además, es una criatura inteligente, muy inteligente, dueña de sí
misma, que se resiste a que su razón sea sometida, esclavizada, y mucho más a
que lo sean su corazón, el íntimo mundo de sus sentimientos y su espíritu, que
sólo pertenece a Dios. El combate es terrible, a veces agónico, de dimensiones
casi cósmicas, porque se están enfrentando los dos polos eternamente opuestos,
el Bien y el Mal. A pesar de sus enormes cualidades positivas, a pesar de su
inteligencia, de su templado razonamiento lógico, a Mina la salva, en última
instancia, su profunda fe en Cristo, su pureza de corazón, su natural
inclinación hacia el bien y hacia la justicia. Es verdad que va a contar con la
inestimable ayuda y la colaboración constante de Van Helsing, que no se aparta
de ella, que la protege sin descanso, trazando incluso, muy cerca ya del
desenlace, un círculo alrededor de ella con trozos de Hostias consagradas, además
de proporcionarle un crucifijo, del que Mina no se separa, y, de paso, como científico
informado de los últimos avances en su disciplina médica, empleando con ella el
método de la hipnosis desarrollado por Charcot, a fin de que Mina pueda
proporcionar información sobre los movimientos y los propósitos de Drácula,
evitando que pueda escapar de sus perseguidores. Hay que tener en cuenta que
Jean-Martin Charcot empezó a trabajar en el hospital parisino de la Salpêtrière
en 1853. Después de un breve paréntesis en que ejerce la medicina privada,
vuelve al mismo hospital en 1862, del que es nombrado director médico en 1866.
Su empleo del método hipnótico[38]
parece que tiene lugar en la Salpêtrière a partir de 1878, publicándose en 1882
su primera obra importante sobre los resultados de la aplicación de la hipnosis
a la histeria: Sur les divers états nerveux déterminés par l'hypnotisation
chez les hystériques. Estimo conveniente recordar aquí que fue James Braid
(1795-1860) quien inventó el término «hipnotismo», aunque las primeras
prácticas hipnóticas casi con toda seguridad fueron llevadas a cabo por el
médico vienés Franz Anton Mesmer (1734-1815), si bien él hablaba todavía de
«magnetismo animal» (Le Magnétisme animal, París, 1779). Un miembro de
la Sociedad Teosófica, Jules Dupotet, conocido magnetizador, inició en el
mesmerismo a John Elliotson (1791-1868), catedrático de práctica médica en el
University College de Londres. Elliotson empleó el mesmerismo como método en
ciertos trastornos nerviosos funcionales[39].
A partir de él la historia del mesmerismo se funde con la del hipnotismo, y es
entonces cuando entra en escena Charcot. En definitiva, que prácticas muy
similares al hipnotismo, si no hipnóticas, eran ya empleadas en Viena en el
último cuarto del siglo XVIII. La importancia de Charcot radica en el
extraordinario desarrollo del método, conocido por Sigmund Freud a partir de
octubre de 1885, cuando era su alumno en la Salpêtrière.
Hagamos aquí un inciso para aclarar una cuestión que
no puede demorarse por más tiempo. Hemos dicho que Mina Harker está muy dotada
para el razonamiento discursivo, para la deducción a partir de ciertos datos y
de ciertas premisas. Pero también hemos insistido en el hecho de que su
formación no es científica, sino que su actuación está guiada por su
inteligencia y su poderosa intuición. En cuanto a Abraham van Helsing, pues en
relación a él hago esta breve aclaración, su formación, su espíritu y su método
científicos se ponen de manifiesto constantemente desde que aparece en la novela.
Pero hay una expresión suya que se presta a todo tipo de confusiones, en lo que
al método científico se refiere, que es cuando, en el capítulo XXV, en la
entrada del Diario del Dr. Seward correspondiente al 28 de octubre, le dice a
Mina que su mente (la de la joven) funciona bien y no como la de un criminal,
como es el caso de Drácula, que «razona a particulari ad universale», es
decir, literalmente, «de lo particular a lo universal». Éste sí sería para mí
la vez en que Stoker no expresa con claridad su pensamiento, cometiendo probablemente
un grave error filosófico y semántico, que me resulta inexplicable en un
escritor como él. He revisado una y otra vez la edición original, y las
traducciones son correctas. Quizás quiso simplificar en exceso, o decir algo
correcto, que, sin embargo escribió de un modo incorrecto. Ya en el capítulo
XIX, en el Diario de Jonathan Harker del 1 de octubre, nos encontramos con una
expresión parecida pronunciada por Van Helsing: «También hemos aprendido una
lección, si se me permite argumentar a particulari», es decir, algo así
como «partiendo de este caso particular», como indica en nota Flora Casas. Pero
lo cierto es que esa expresión, como oportunamente recuerda Molina Foix en la
nota 188, no existe. Son dos extraños errores, aunque el del capítulo XXV es
más misterioso. Porque el caso es que la expresión «a particulari ad
universale», sí es correcta y existen ejemplos de su uso. Un ejemplo
sobresaliente es el que está contenido en un libro de filosofía del jesuita Andrés
de Guevara y Basoazábal (Guanajuato, 1748-Piacenza, 1801), en donde dice: «…
quae à particulari ad universale deducit»[40]. Esta
expresión, que, insisto, incomprensiblemente se la adjudica Bram Stoker, a
través de Van Helsing, al modo de razonar de un criminal, de Drácula en este
caso, está en realidad aludiendo al método científico inductivo, que es el que
en buena medida está aplicando nuestro doctor holandés a lo largo de toda la
novela. La ciencia no puede basarse exclusivamente en el método inductivo, como
tampoco únicamente en el deductivo, pero la inducción, tal como la entendió en
primer lugar Aristóteles, es fundamental para el desarrollo del espíritu
científico y para el ejercicio de la ciencia. En el libro primero, capítulo
segundo, de los Tópicos, que es el quinto de los tratados que componen
el Organon de la Lógica aristotélica, dice el Estagirita: «la inducción
es un tránsito de las cosas individuales a los conceptos universales»[41].
En el libro octavo, capítulo primero, asimismo de los Tópicos, agrega:
«la inducción debe marchar desde los casos individuales a lo universal, y desde
lo conocido a lo desconocido»[42]. La
importancia del pensamiento analítico de Aristóteles y de su pensamiento lógico
para el nacimiento de la «ciencia en sentido moderno» y para la verdadera
fundación de la «filosofía científica», ha sido reconocida por sus más
eminentes estudiosos [43]. Sobre
el concepto de «inducción» en Aristóteles, ha escrito con gran claridad William
Keith Chambers Guthrie en su justamente célebre Historia de la filosofía
griega [44].
La aportación del pensador empirista inglés Francis Bacon (1561-1626) al
proceso inductivo científico y la de los pensadores racionalistas,
especialmente el alemán Gottfried
Wilhelm Leibniz (1646-1716), quien hablaba del ascenso de la mente desde los
particulares a los principios, también han de ser tenidas muy en cuenta.
Antes de referirnos a las sesiones hipnóticas a las
que somete periódicamente Van Helsing a Mina, digamos algo sobre cómo ataca a
ésta por vez primera el vampiro. Pero completemos previamente la descripción
del vampiro y el conocimiento sobre su poder al que ha llegado Van Helsing,
que, además, ha contado con la inestimable ayuda de su amigo Arminius, de la
Universidad de Budapest, para obtener información histórica sobre los
antecedentes familiares y la existencia pasada, cuando era una persona viva y
real, de Drácula. Tanto la descripción de los poderes del vampiro como la
escueta biografía y la genealogía familiar del conde las escribe Mina Harker en
las páginas de su Diario reproducidas en el capítulo XVIII. El poder del nosferatu
se acrecienta a medida que multiplica sus ataques y succiona más sangre de sus
víctimas. Además de astuto, cuenta con la ayuda de la necromancia, es decir, el
poder de la adivinación mediante la invocación a los muertos, estando éstos, si
el vampiro se acerca a ellos, a sus órdenes. Es cruel y no tiene corazón. Puede
estar en cualquier sitio con suma diligencia, según su voluntad, cuando y donde
desee, aunque con ciertas condiciones, así como metamorfosearse (en lobo, en
murciélago, en bruma, en polvo) y gobernar los elementos, como la tormenta, el
viento, la niebla y el trueno (recordemos aquí la siniestra travesía de la
goleta Deméter que transporta a Drácula desde el puerto de Varna y su
extraña e inexplicable llegada a Whitby, teniendo en cuenta que toda la
tripulación había muerto, así como la transformación del conde en perro y
alcanzar de ese modo la orilla de la localidad costera inglesa). Puede dar
órdenes a ciertos animales, crecer y hacerse pequeño. Es un ser sin conciencia.
No sólo no muere con el paso del tiempo, sino que sus energías y sus facultades
vitales se rejuvenecen cuando puede engordar a costa de la sangre de los vivos.
No come ni bebe, no produce sombra ni se refleja en un espejo. Cuando aparece
en la bruma que él crea, la distancia que puede alcanzar esa bruma es limitada.
Puede ver en la oscuridad. Pero también tiene sus limitaciones; por ejemplo, no
es libre, ni puede ir donde quiera, salvo que se cumplan determinadas
condiciones. Por eso viaja en la goleta metido en una caja con tierra de
Transilvania. Necesita la ayuda de peones, de seres humanos a los que engaña y
le sirven de meros instrumentos para sus propósitos. No puede entrar en un
sitio a no ser que se le franquee la entrada una primera vez. Durante el día
cesa su poder, y sólo en ocasiones, de día, tiene una limitada libertad. Sus
cambios de lugar sólo pueden efectuarse al mediodía, a la salida del sol o en
el crepúsculo. El ajo reduce su poder, una rama de rosa silvestre sobre su
féretro le impide salir de él y una bala consagrada disparada contra el ataúd donde
reposa lo mata verdaderamente.
Todos estos son los preciosos datos que Van Helsing
ha ido averiguando, tanto a través de las informaciones proporcionadas por el
Diario de Jonathan Harker, por la experiencia acumulada en el caso de Lucy y
por las investigaciones y consultas en las bibliotecas.
Drácula ataca por primera vez a Mina cuando está
sola en las habitaciones en que se halla alojada provisionalmente, junto con su
marido, en el interior del manicomio que dirige el Dr. Seward, ya que ambos
esposos no han tenido más remedio que dejar su residencia en Exeter y
permanecer durante un tiempo en Londres, hasta que el vampiro haya sido destruido.
Lo ocurrido, es decir, aquello que puede recordar, lo describe minuciosamente
Mina en la entrada de su Diario del 1 de octubre, en el capítulo XIX. El día
anterior se había quedado sola en su habitación, pues el grupo (todos son
hombres), con la mejor de las intenciones, ha decidido por ahora mantenerla
lejos de las pesquisas y de la localización de los cajones de tierra
diseminados por Drácula en diversos lugares de Londres, a fin de alejarla del
peligro. Pero el efecto es el contrario. Es el conde el que acude al lado de su
nueva víctima. El vampiro se aproxima hacia el edificio transformado en niebla
blanca, deslizándose muy sigilosamente, lenta y casi imperceptiblemente. Esta
niebla la ve la propia Mina, pero no le concede la importancia debida, aunque
le llamó la atención la vitalidad propia que parecía poseer. En la cama la
invadió una especie de letargo, pero, al no poder conciliar el sueño, se
levantó, se acercó a la ventana y vio que la bruma era ahora más espesa y que
se deslizaba como queriendo adherirse a las paredes y llegar a las ventanas. Volvió
a la cama, se tapó todo su cuerpo, incluida la cabeza, con las mantas, asustada
como estaba, en parte por los ensordecedores gritos de Renfield, y debió
quedarse dormida, pues no recordaba a la mañana siguiente nada de lo sucedido
durante la noche, excepto extraños sueños; extraños porque era como si se
mezclasen los pensamientos propios del estado de vigilia con la fase onírica.
Repárese en la precisa descripción de lo que Mina cree que ha ocurrido, un don
que poseen muy pocas personas. En ese estado como de duermevela, entre la
vigilia y el sueño, dióse cuenta de la creciente pesadez de su cerebro y de sus
miembros, así como de la pesadez, de la humedad y de la frialdad del aire. Todo
estaba muy oscuro, pero la diminuta llama de la lámpara de gas le permitió
percibir que la bruma, a pesar de su densidad, se colaba por las rendijas de
las ventanas, que estaban cerradas (ella recordaba muy bien haberlas cerrado). Rememoremos
una vez más aquí cómo se introduce Lucy por entre las rendijas del panteón,
adelgazándose hasta extremos inverosímiles. Mina va siendo invadida de nuevo
por el letargo; de ahí que no pudiese levantarse para comprobar si
efectivamente, a pesar de saberlo, estaban bien cerradas las ventanas. Los ojos
se le cerraban de sueño, pero, inexplicablemente, podía ver a través de los
párpados. La niebla, cada vez más espesa, se introdujo por las rendijas de la
puerta, y empezó a adoptar la forma de una columna, que le evocó las palabras
del Éxodo: «Porque durante el día la Nube de Yahveh estaba sobre la Morada y
durante la noche había fuego a la vista de toda la casa de Israel» (40, 38)[45].
La fijación de la mirada de Mina, a pesar de tener los ojos cerrados, en la
llama encendida, le hizo entrever, entre la espesa bruma, dos ojos brillantes y
como de fuego, dos ojos rojos como los que creyó haber visto Lucy en Whitby. Se
acordó entonces Mina de las palabras del Diario de Jonathan cuando describe a
las mujeres vampiro que había visto en el castillo de Drácula. Desde este
instante, Mina debió desvanecerse por completo, siendo lo último que recordaba
un rostro blanco, lívido, que se inclinaba sobre ella en medio de la bruma. Al
despertar por la mañana, como hemos indicado antes, cree que todo ha sido una
pesadilla, un espantoso sueño que, si llegara a repetirse —lo escribe ella misma—, podría perturbarle
la razón.
Esto es exactamente lo que dice el texto. ¿Es
posible deducir de esta descripción que Mina se «entregase» a Drácula, que
hubiese un escondido placer, un voluntario abandono hacia ese ser maligno que
quiere apoderarse de su alma? Porque Drácula quizás pretenda apoderarse del
cuerpo de Mina, poseerla, circunstancia que en todo caso no se menciona, pero
de lo que no cabe duda es que anhela arrebatarle para siempre su alma,
arrojándola a una condenación maldita. A la pregunta anterior, mi respuesta es
no. Mina se encontraba en un estado de semiinconsciencia, primero, y de
inconsciencia profunda, después. No es en absoluto responsable de lo que ha
sucedido. El vampiro ha visto la posibilidad de atacar a su víctima, de iniciar
la diabólica espiral que irá conduciéndole paulatinamente a apoderarse de ella,
a tener poder sobre ella, y la ha aprovechado inmediatamente. Se ha
metamorfoseado en una sustancia verdaderamente sutil, ambigua, indeterminada,
como es la bruma, la niebla, y, cuando Mina ha sido vencida por esa atmósfera
enrarecida, malsana, envenenada, cuando Mina no ha podido resistirse al sueño, es
cuando Drácula, adoptando ahora su forma característica, le ha clavado los
dientes en el cuello y le ha sorbido parte de su sangre. Habrá quien deduzca
todo tipo de mensajes ocultos, de alusiones sugeridas por el novelista, como,
por ejemplo, que lo que en realidad ha sucedido es, también, que Mina ha sido
poseída sexualmente por el conde. Admitámoslo. Concedamos a tales intérpretes
esa posibilidad. Sigo considerando ese hecho irrelevante desde el punto de
vista en que me he situado desde el principio de mi argumentación, esto es, que
no puede demostrarse el más ligero atisbo de abandono voluntario, de entrega
consciente de la hermosa joven hacia el malvado demonio. Esto es para mí lo
relevante y lo significativo: que Mina no se siente atraída por el Mal.
Todavía se va a producir un segundo asalto del conde
hacia Mina, aún más violento y espeluznante que el primero, que, además,
transcurre en presencia de Jonathan y que también tendrá varios testigos, entre
ellos ambos médicos, que pudieron ver con sus propios ojos la horripilante
escena, aún inconclusa, pues estaba desarrollándose cuando irrumpieron de
improviso en la estancia, teniendo por eso que suspender su terrible acción
Drácula, lleno de cólera y de ira, retrocediendo ante la presencia de la Hostia
consagrada y de los crucifijos. Toda la escena es descrita pormenorizadamente
por John Seward en su Diario del 3 de octubre, en el capítulo XXI. Entre el
anterior y primer ataque a Mina y este segundo, han transcurrido, pues, apenas
setenta y dos horas. ¿Qué es lo que vieron Van Helsing y John Seward al entrar
violentamente en la habitación? A Jonathan yaciendo en la cama, en estado de shock,
estupefacto. A Mina arrodillada junto al borde izquierdo de la cama, y a su
lado, de pie, Drácula. Con la mano izquierda le sujetaba las manos y con la derecha
le agarraba la nuca «para obligarla a bajar la cabeza hacia su pecho. El
camisón blanco de la mujer estaba cubierto de manchas de sangre, y por el
desnudo pecho del hombre, que asomaba por la camisa desgarrada, discurría un
fino reguero. La actitud de ambos guardaba una terrible semejanza con un niño
que obligase a un gatito a meter el hocico en un plato de leche para forzarlo a
beber». Una cólera diabólica se apoderó del conde, que arrojó a su víctima
sobre la cama, tratando de atacar al grupo, que, como hemos adelantado, se
defendió vigorosamente con los objetos sagrados, hasta que el conde de nuevo se
transformó de manera repentina en vapor y volvió a deslizarse por debajo de la
ventana, escapando. Mina pronunció entonces un grito agudo y aterrador,
hallándose su rostro «cadavérico, con una palidez acentuada por la sangre que
manchaba sus labios, mejilla y barbilla; de su cuello manaba un fino reguero de
sangre. Tenía los ojos desorbitados por el terror. Se tapó el rostro con sus
pobres manos magulladas, que mostraban en su blancura las señales rojas del
terrible apretón del conde, y se oyó un gemido sofocado y desolado, en
comparación con el cual el grito que había lanzado antes no parecía más que la
expresión rápida de una aflicción infinita».
¿Es esa la actitud de una mujer complaciente, de una
mujer entregada, por levemente que sea? Nadie puede sostener esa forzada,
sesgada, distorsionada e irreal interpretación, sencillamente porque no fue eso
lo que ocurrió. Es más, un poco más adelante, en la misma entrada del Diario
del Dr. Seward, nos enteramos, por la detallada descripción que hace Mina de lo
sucedido a sus amigos, que cuando Drácula, por esta segunda vez, accede al
dormitorio de Mina de nuevo transformado en niebla, con la inaudita osadía,
además, de entrar estando Jonathan dormido, es decir, con el marido de la joven
en la misma habitación, y después de adoptar de manera inesperada su forma
«humana» de hombre alto y delgado, amenaza con un «susurro penetrante» a Mina
que como haga el más mínimo ruido, le destroza allí mismo la cabeza a su
marido. La sujetó entonces con fuerza, le desnudó el cuello, y, antes de hincarle
los dientes le espetó: «¡No es la primera vez, ni la segunda, que tus venas han
calmado mi sed!» Nos enteramos en ese momento de la narración que ha habido
otras veces, de las que Mina no recuerda absolutamente nada. Pero en esta
ocasión sí admite Mina ante sus oyentes que «por extraño que parezca, no
deseaba entorpecerle». Aunque ella misma proporciona en la siguiente frase la
respuesta que únicamente puede justificar su actitud: «¡Supongo que forma parte
de la terrible maldición que cae sobre la víctima cuando el conde la toca!» Es
decir, el efecto perverso y demoníaco de los varios ataques de Drácula han
comenzado ya a actuar, pero obsérvese que de nuevo el conde procede con la
máxima intimidación posible, nada menos que amenazando con despedazar a
Jonathan delante de los propios ojos de su atribulada y horrorizada esposa, y
que Mina aún continúa calificando de nauseabundos los labios del conde posados
sobre su garganta. Cuando la terrible acción hubo terminado, habiéndose sumido
Mina mientras duró «en una especie de desmayo», Drácula le hace saber que ya es
suya, que ya es carne de su carne y sangre de su sangre, que no sólo no podrá
entorpecer sus pérfidos propósitos, sino que se convertirá en su ayudante, en su
compañera, como lo son ya las tres mujeres vampiro que habitan en el castillo
de Transilvania. A partir de este momento es cuando se nos revela la auténtica
estatura moral, espiritual e intelectual de Mina, pues luchará con todas sus
fuerzas para que ese designio no tenga lugar, a pesar de que a veces le entran
dudas y cree que, por lo que respecta a ella, todo está perdido, de que Drácula
ha ganado la partida, y por eso les pide a sus amigos que si se producen
indicios irreversibles de que eso es así, de que su transformación en una
no-muerta es sólo cuestión de tiempo, pues entonces deben matarla y hacer con
ella lo que hicieron con su queridísima Lucy, a fin de que su alma sea de Dios
y no del espíritu del Mal. Hasta ese punto se resiste Mina a formar parte
definitivamente de las fuerzas de la oscuridad, a perder su alma; está resuelta
a sacrificar su propia vida; es más, lo considera absolutamente imprescindible
en caso de necesidad. El Dr. Van Helsing toma buena nota de ello, aunque
alberga fundadas esperanzas de que ese desenlace fatal no se producirá, de que
esta vez no cometerá o permitirá que se cometan los errores que tuvieron lugar
durante la enfermedad de Lucy. A la propia Mina le surgirá en la frente una
marca, un horrible distintivo, aparentemente imborrable, de que está
ineluctablemente destinada a convertirse en compañera de Drácula. La marca
aparece en el preciso momento en que Van Helsing (capítulo XXII), con el
laudable propósito de proteger a Mina del vampiro que ya la ha atacado, y debido
a que el grupo tiene de nuevo intención de entrar en la mansión de Carfax,
dejando a la esposa de Jonathan en sus habitaciones privadas del manicomio, le
coloca la Hostia consagrada a Mina en la frente, con el sobrecogedor efecto de
que la Sagrada Forma chamusca y quema la carne de la hermosa joven. Ella misma
no puede por menos que exclamar, gimiendo: «¡Impura! ¡Impura! ¡Incluso el
Todopoderoso rehúye mi carne contaminada! Habré de llevar esta marca
vergonzante hasta el día del Juicio Final». La respuesta consoladora, entera,
convincente, de Van Helsing no tiene desperdicio; son las palabras de un hombre
con fe: «Es posible que tenga que llevar esa marca hasta que Dios mismo lo crea
conveniente, como sin duda hará, en el día del Juicio Final, para redimir todos
los males de la tierra y de Sus hijos, a quienes Él ha colocado aquí. Y, ah,
señora Mina, querida mía, querida mía, ojalá que los que la queremos estemos
allí para verlo, cuando esa marca roja, la señal de que Dios sabe lo que ha
ocurrido, desaparezca y deje su frente tan pura como el corazón que conocemos.
Porque tan seguro como que vivimos, esa señal desaparecerá cuando Dios quiera
librarnos de la pesada carga que sobre nosotros ha caído. Hasta entonces
llevaremos nuestra cruz, como la llevó Su Hijo por obedecer Su voluntad. Tal
vez seamos los instrumentos elegidos de Sus designios, y ascenderemos a su
presencia como otros ascienden a través de vergüenza y sufrimientos; a través
de sangre y lágrimas; a través de dudas y temores, y todo lo que constituye la
diferencia entre Dios y el hombre». ¿Es que se expresaba normalmente así un
científico, un médico eminente, en la segunda mitad del siglo XIX, en el
agnóstico, descreído y positivista periodo que ya ha visto la publicación de El
origen de las especies de Charles Darwin en 1859? Por supuesto que no. ¿Se
expresa de este modo Van Helsing porque Bram Stoker está dirigiéndose
especialmente a un público lector mayoritariamente cristiano? No lo creo en
absoluto; se dirige a todo tipo de lectores, sin distinción de sexo ni de
religión ni de pensamiento. ¿Lo hace por un afán de lucro, por un supuesto
incremento de las ventas de la novela? Lo creo menos aún. Stoker lo hace porque
esa es su convicción profunda, porque tiene fe y porque, aunque a algunos no les
guste escucharlo, está imbuido de una religiosidad y de una moralidad
cristianas. Stoker no es un novelista al que podamos incluir en el apartado de
escritores cristianos en el sentido en que lo fueron antes de él Anne Brontë
con La inquilina de Wildfell Hall (1848), o el cardenal Nicholas Patrick
Stephen Wiseman con Fabiola (1854), o poco después Robert Hugh Benson
con El amo del mundo (1907), o el caso del gran escritor Gilbert Keith
Chesterton, que se convirtió al catolicismo en 1922. Anne Brontë era anglicana,
pero los otros tres se convirtieron al catolicismo romano. Bram Stoker no es un
escritor de esa clase, es decir, no escribe bajo una nítida cosmovisión
cristiana que pretenda ser explícita, muy explícita, en algunos casos incluso
proselitista, en el mejor sentido del término. No es esta su manera de
proceder. Sería también arriesgado intentar encontrar similitudes con la
literatura francesa simbolista y decadentista, del tipo de Un cura casado
(1864), de Jules Barbey d’Aurevilly, o la producción de Joris-Karl Huysmans
posterior a su novela À rebours (1884), es decir, hasta 1907, periodo en
que se afianzó la temática religiosa de su obra literaria como consecuencia de
su crisis espiritual de hacia 1892, que derivaría en una inmersión en el
catolicismo y en el misticismo, hasta el punto de retirarse a una pequeña
localidad junto a un monasterio benedictino. Abraham Stoker es un escritor
dotado de una poderosa imaginación, posee los datos necesarios para construir
una historia no contada nunca antes, para crear un personaje, Drácula, no
concebido jamás por nadie en esos términos tan particulares y originales, y se
decide a hacerlo. Pero Stoker no es un escritor que se contente con entretener
al lector; lo entretiene, y mucho, lo captura con la aventura increíble que
viven los protagonistas. Pero también quiere ir más allá, es decir, dibujar
personalidades espirituales, convicciones religiosas, perfiles psicológicos,
sentimientos profundos, y resulta evidente que lo consigue de un modo muy
notable. Pero al mismo tiempo, y de manera complementaria con lo anterior,
quiere abordar un tema muy presente en la literatura desde la época medieval,
pues lo encontramos ya en los relatos del ciclo artúrico: el tema de la lucha
del bien contra el mal. Y es aquí donde Bram Stoker se define, sin
ambigüedades, sin medias tintas, sino optando claramente por una línea de
conducta ante la vida, por una actitud moral, por unas convicciones religiosas
determinadas, que, inequívocamente, son de raigambre cristiana, evangélica. No
pretende convencer a nadie; él no es un hagiógrafo, pero de su libro se
desprende una concreta posición moral, por la que el escritor toma partido, no
de un modo intransigente y fundamentalista, sino, como corresponde a una
persona inteligente y no sectaria, con múltiples aristas, con reflexiones
críticas de carácter intelectual, incluso con avances y retrocesos en las
creencias de algunos personajes, lo que no necesariamente implique entrar en
contradicción con lo afirmado antes respecto de la ambigüedad, puesto que lo
importante es el itinerario de los personajes, de Mina y de Van Helsing
especialmente, y ese itinerario nos revela una apuesta que no da lugar a dudas,
aunque, como es natural, haya momentos de profundo desánimo, de desaliento, de
desconcierto, de abatimiento; pero al final se termina imponiendo siempre la
verdad, que está indisolublemente ligada al bien, a la honestidad, a la
rectitud moral, que en este caso, insisto, es una verdad y una rectitud moral
cristianas. Rebajar la importancia de este dato es demostrar una ideología
sectaria.
Muy pronto van a comenzar las sesiones hipnóticas de
Van Helsing, sobre todo cuando el conde logra zafarse del grupo de amigos en su
solitaria propiedad de Picadilly, en el corazón de Londres, a donde han llegado
sus perseguidores para inutilizar todas las cajas y destruirlo. El conde logra
burlarlos y zarpar en otra goleta, la Zarina Catalina, rumbo a Varna,
desde donde se supone que regresará inmediatamente a su castillo. También conseguirá
momentáneamente despistarlos, pues en vez de presentarse en la mencionada
ciudad portuaria del Mar Negro lo hará en Galatz (Galati), en tierra firme,
varias decenas de kilómetros antes de llegar al delta del Danubio (que ha sido
esta vez su vía de acceso), iniciándose desde ese momento una frenética carrera
contra el tiempo a fin de darle alcance antes de que recobre sus poderes y sea
ya imposible matarlo de manera definitiva. No hace falta relatar esas
peripecias, trepidantes y llenas de accidentadas aventuras, aunque sí hay que
subrayar lo que Van Helsing ha podido corroborar: que el conde se siente
acosado, perseguido de manera implacable, cada vez más acorralado, desesperado
por llegar a su guarida. Este dato es muy importante. Se han invertido los papeles.
Ahora es Drácula quien huye. En este contexto la colaboración y la ayuda de
Mina es valiosísima, indispensable. Gracias a las sesiones de hipnosis puede
dar cuenta de los movimientos del conde, de sus intenciones, pues entre ella y
Drácula hay un vínculo provocado por el bautismo de sangre derramado por el
vampiro sobre su víctima, aunque estas sesiones, que Van Helsing debe sólo
realizar en ciertos momentos de cada jornada para que sean efectivas, cuando
sale el sol y cuando llega el crepúsculo, cada vez son menos eficientes, cada
vez es más difícil conseguir de Mina el trance hipnótico, además de que su
duración va contrayéndose progresivamente.
A una semana de que todo concluya, al final del
capítulo XXV, Mina continúa dando muestras de su capacidad de razonamiento, de
su fino análisis, del conocimiento de las oscuras intenciones de Drácula. En
una conversación a la que ya hemos aludido, cuando está todo el grupo reunido
en Varna, en la que el doctor pondera la inteligencia de su interlocutora, dice
Mina: «Pues bien, como es criminal, es egoísta; y como su intelecto es pequeño
y sus acciones están basadas en el egoísmo, se limita a un solo designio. Ese
designio es implacable. Al igual que huyó por el Danubio, dejando que
despedazaran a sus tropas [referencia a Vlad el Empalador], ahora toda
su obsesión consiste en ponerse a salvo a cualquier precio. Por eso, su propio
egoísmo libera en cierta medida mi alma del poder que adquirió sobre mí aquella
noche espantosa. Lo sentí, sentí su poder. ¡Gracias a Dios por Su gran
misericordia! Mi alma está más libre que nunca desde aquel terrible momento; y
lo único que me preocupa es el temor de que, en trance o en sueños, haya podido
utilizar mis conocimientos para sus fines». Fíjese el lector de qué modo tan
agudo penetra Mina en la mente del que quiere ser su dueño, cómo comprende el
funcionamiento de su cerebro, y cómo se alegra de la aparición de esos indicios
de liberación de su alma respecto del señorío del conde, cómo invoca a Dios y
le da las gracias. El itinerario espiritual de Mina es extraordinario, pues lo
que de verdad la sostiene, lo que, como decíamos antes, hará posible que no
caiga vencida ante el dominio del Mal, es su fe, su profunda fe en Dios, una fe
que tiene un íntimo contacto con la pureza de su corazón, y por eso el
novelista menciona varias veces el color blanco del vestido de Mina cuando el
conde la ha atacado en diversas ocasiones en el manicomio de Purfleet.
A aquellas palabras, el profesor le responde a Mina
no sólo dándole la razón, sino redoblando sus esperanzas de liberarse del
vampiro, pues ahora es la propia Mina la que, a voluntad, gracias a la
hipnosis, puede acudir en espíritu al conde: «Pero su mente de niño sólo ha
llegado hasta ahí [despistarlos por un momento y presentarse en Galatz en vez
de en Varna]; y es posible que, como siempre ocurre con la Providencia de Dios,
la misma cosa en que el malvado confía para su bien egoísta resulte ser su
mayor perjuicio. El cazador es atrapado en su propia trampa, como dice el gran
salmista[46].
Porque ahora que cree haberse librado de cualquier vestigio de nuestra
persecución, y haber escapado de nosotros con tantas horas de ventaja a su
favor, su cerebro infantil le susurrará que duerma. También piensa que, como se
ha aislado del conocimiento de su mente [de la mente de Mina], usted no puede
tener conocimiento de él; ¡ahí es donde se equivoca! Ese terrible bautismo de
sangre que le ha dado [que le ha dado el vampiro a Mina en el manicomio de
Purfleet], la hace libre de acudir a él en espíritu, como ha hecho hasta ahora
en sus momentos de libertad, cuando sale el sol y cuando se pone. En tales
momentos, usted acude por mi voluntad, y no por la de él; y este poder, que
beneficia a usted y a otros, lo ha ganado por el sufrimiento que usted ha
padecido a manos del conde. Esto es importante porque él no lo sabe y, para
protegerse, incluso se inhibe de conocer nuestra posición. Pero nosotros no
somos todo egoísmo y creemos que Dios nos guía a través de esta negrura, y
estas múltiples horas oscuras».
Cuando el grupo, una vez llegado a Galatz, se separa
el 30 de octubre por la noche en tres parejas en persecución de Drácula, la
pareja formada por Van Helsing y por Mina es, naturalmente, la que más capta la
atención del lector. De las palabras del médico holandés anteriormente
reproducidas, que corresponden al 28 de octubre en Varna, se desprende
meridianamente de qué modo se están invirtiendo las tornas, cómo pasan ellos,
los perseguidores del demonio, a tener el control de la situación, cómo puede
todavía Mina proporcionar valiosísimos servicios, que, no obstante, se debilitan
ya de una manera alarmante el 4 de noviembre, cuando Van Helsing, que escruta
sin descanso el comportamiento de su adorable compañera, observa cómo no tiene
apetito, cómo llega a resultar prácticamente imposible que pueda quedar sumida
en el trance hipnótico, por breve que pretenda que sea. Pero reparemos de nuevo
en las invocaciones nítidas a Dios, en la clara separación de qué lado se halla
la causa del Bien y de qué lado la del Mal. Hay críticos que han pretendido
marginar, menospreciar, minusvalorar, tergiversar o incluso burlarse de las
numerosas referencias bíblicas diseminadas por toda la novela. En primer lugar,
es de todo punto evidente que esas invocaciones a Dios, a Cristo, o las
alusiones directas o indirectas al texto bíblico por parte de Van Helsing[47],
de Mina y del resto de los personajes que representan el lado positivo de la
existencia humana, poseen un carácter muy serio, firme, propio de personas
creyentes que ven necesaria la intercesión divina, es decir, que comprenden que
la ciencia por sí sola no es suficiente para combatir y vencer a Drácula,
puesto que el combate tiene un significado mucho más profundo, y, como hemos
reiterado, se dirime entre las dos grandes fuerzas que dividen al hombre, al
espíritu humano, la que lo inclina hacia el Bien y la que lo conduce hacia el
Mal, o sea, en este segundo caso, a generar el sufrimiento de sus propios
semejantes, hacia el egoísmo, hacia la mentira, hacia los pecados capitales,
que no son más que la expresión de la ausencia de humanidad en el hombre, de la
carencia de vida espiritual, del sentido de la trascendencia y de la fe en la vida
eterna. No puede haber en esto asomo posible de duda. Abraham Stoker, a través
de estos personajes llenos de virtudes y de cualidades positivas, morales e
intelectuales, está dejando traslucir su concepción del hombre y del mundo, y
es muy difícil no reconocer que esa concepción es de raíz cristiana, de confianza
en las posibilidades humanas siempre que éstas se sustenten en el Amor de
Cristo, en la fe en Cristo Jesús, en la solidaridad del corazón humano y en los
sentimientos nobles y hermosos.
Por otro lado están las referencias religiosas del
conde, que, éstas sí, deben ser consideradas irónicas, blasfemas, paródicas,
irreverentes. Pero esto no debe extrañarnos. Drácula representa la amoralidad,
la ausencia de humanidad, el egoísmo y la lujuria más desenfrenados, el deseo
de causar daño, de secuestrar la propia voluntad de la víctima elegida, de
doblegarla y hacerla suya. En definitiva, mientras Van Helsing y Mina, en buena
medida como consecuencia de su fe religiosa, creen en la libertad del ser
humano, una libertad que es inalienable y que constituye la esencia misma de su
naturaleza, una libertad real que se cimenta en la libre voluntad de ser el
hombre semejante a Dios, a Cristo, de imitar su actuación real en la vida, que
no fue más que aliviar el sufrimiento de sus semejantes, orientarlos a que
encontrasen en lo más recóndito de su ser su verdadero espíritu, el que los une
con Dios, sin servilismo de ningún tipo, sino como una religación, un vínculo
sagrado en el que la criatura humana nunca pierde su capacidad de decidir su
propio destino; mientras que esta es la postura existencial de Mina y de Van
Helsing, la posición adoptada por Drácula es la diametralmente opuesta, porque
él se ha rebelado, como lo hizo Luzbel, contra Dios, porque él representa la
negación de la libertad, de la auténtica libertad, que es aquella que procede
del reconocimiento del infinito Amor de Cristo a todos los hombres. Drácula, lo
que él encarna y simboliza, es el espíritu de servidumbre, de esclavitud, la
alienación de la criatura humana, el odio, la venganza, la mentira, la ausencia
de compasión. Éste último punto es fundamental. No hay compasión alguna en el
siniestro habitante de las profundidades de Transilvania; lo que ordena hacer a
los lobos con aquella madre desesperada que llega hasta el patio del castillo
implorando que le devuelva al hijito que le ha arrebatado, una orden que no es
otra que la despedacen viva y se la coman, lo confirma sobradamente y de manera
espantosa (capítulo IV, entrada del Diario de Jonathan Harker correspondiente
al 24 de junio). Abraham Stoker es, sin duda, un crítico agudo de la hipócrita
moral victoriana, pero también es un decidido defensor de los valores morales
cristianos auténticos, del carácter beneficioso de la ciencia siempre que esté
al servicio del hombre, esto es, que no olvide que el hombre es un fin y la
ciencia es un medio.
El 5 de noviembre por la tarde (capítulo XXVII),
podemos certificar por el Diario del Dr. Van Helsing, que las tres mujeres
vampiro que habitaban el castillo de Drácula han muerto definitivamente, pues
nuestros amigos han hecho con ellas lo mismo que hicieron con Lucy, a fin de
concederles el descanso eterno y permitir la liberación de sus almas. Son
significativas las palabras del doctor en este sentido, cuando escribe «… ahora
puedo apiadarme de esas pobres almas y llorar, al pensar en ellas, plácidamente
sumidas en el sueño de la muerte, un segundo antes de desaparecer», pues al
poco de ser seccionada la cabeza se convirtieron en polvo. Es muy interesante
la expresión «plácidamente sumidas en el sueño de la muerte», pues ese mismo
era el anhelo del gran escultor neoclásico italiano Antonio Canova al realizar
sus monumentos funerarios, en los que no debía vislumbrarse ningún atisbo de dolor,
de sufrimiento o de amargura, sino que debían estar presididos por un
sentimiento impersonal, por «la noble simplicidad y la callada grandeza de las
estatuas griegas»[48] [Die
edle Einfalt und stille Größe der griechischen Statuen] a que se refería Johann
Joachim Winckelmann para caracterizar las esculturas griegas clásicas, que él
conoció fundamentalmente a través de copias romanas; el mejor ejemplo de lo que
decimos en el caso de Canova es el Monumento de María Cristina de Austria
en la iglesia de los Agustinos en Viena (1798-1805), donde el artista, con
maestría insuperable, concilia el sentimiento cristiano y el sentimiento pagano
ante la muerte, y consigue separar, mediante el diafragma de la entrada a la
tumba-pirámide, el ámbito oscuro de la muerte del espacio luminoso de la vida[49].
En ese mismo capítulo final, también se alegra Mina
en su Diario de la expresión del conde cuando todo hubo terminado: «Me alegrará
mientras viva el hecho de que en el momento de la disolución final hubiera en
el rostro del conde una expresión tal de paz como nunca había imaginado en
semejante ser». Una vez más afloran de modo natural los buenos sentimientos de
este ser puro que es Mina Murray. En ese preciso instante desaparece de su frente
la marca maldita, el estigma que la había colocado, involuntariamente, a un
paso de la condenación y de la perdición.
*****
No es el propósito de este breve ensayo hacer
consideraciones críticas sobre las secuelas de la novela Drácula de
Abraham Stoker en la literatura y el cine. Sólo haré dos referencias
cinematográficas, sobre todo para corregir mínimamente aquellas confusiones que
se producen en el público cuando un personaje deviene en mito, como es el caso
que analizamos, especialmente porque muchas veces se habla de oídas, no se ha
leído en realidad la novela del escritor irlandés y se tiende a confundir, o, mejor
dicho, fundir en la mente pasajes de la novela de Stoker, de otras secuelas
literarias y, no digamos, de las más variopintas producciones cinematográficas,
ocurriendo en ocasiones, incluso de buena fe, que se citan hechos o
circunstancias, o se delinean y perfilan personajes, como si correspondiesen a
la novela de Stoker, cuando lo cierto es que esas referencias más parecen casi
un palimpsesto, en el que se hubiesen superpuesto inconscientemente imágenes de
las más diversas procedencias, confundiendo unas con otras y dando como
resultado, de ese modo, un residuo imaginario que puede ser muy interesante,
pero que desfigura la naturaleza y el contenido de la novela que aquí nos
interesa, que es la de Stoker.
En primer lugar, Nosferatu, el vampiro
(1922), del director de cine alemán Friedrich Wilhelm Murnau. El título
original en alemán es Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, haciendo en
él ya una alusión directa a lo horrible y a lo siniestro (Grauens). Es bien
conocida la amplia formación humanística de Murnau, especialmente en filosofía,
historia del arte y literatura. La película, muda, en blanco y negro y con una
duración de unos noventa minutos, es una adaptación libre de la novela de Bram
Stoker, siendo Henrik Galeen (1881-1949) el autor del guión cinematográfico. El
resultado, como es ampliamente reconocido, opinión que comparto, es una obra
maestra absoluta, una obra incomparable, de un singularísimo sentido estético,
de un intensísimo lirismo y de una extraordinaria capacidad para sugerir la
encarnación misma de lo diabólico, del mal, de lo siniestro y de lo calamitoso.
Hay quien la ha calificado de «obra desconcertante», en la que «los artificios
más calculados se alternan con la exaltación más candente del espíritu»[50].
La fotografía es magnífica y la caracterización del vampiro una de las
creaciones más originales y turbadoras que pueden hacerse de un personaje, sea
literario o cinematográfico, en cualquier país y en cualquier época. En este
aspecto, el vampiro de Murnau probablemente no tenga rival ni lo llegará a
tener nunca. Participa, además, de ese romanticismo poético de los orígenes de
la gestación de cualquier arte, en este caso el cine, que aún no había definido
por completo sus recursos y su lenguaje, ni siquiera en el arte mudo, pues
faltan aportaciones decisivas todavía de Fritz Lang (las dos partes de Die
Nibelungen son de 1924), de Erich von Stroheim (Avaricia es de
1924), de Abel Gance (Napoleón es de 1927), de Sergei M. Eisenstein (El
acorazado Potemkin es de 1925) o del propio Murnau en El último (Der Letzte Mann, 1924), por sólo
referirme a algunos de los más grandes. El título en alemán es sumamente revelador,
pues recupera ese vocablo rumano que significa «no-muerto». El título en
español es una repetición del mismo ser maldito, dicho de dos modos distintos.
No hace falta subrayar que, como creador de inmensa altura, Murnau hace una
obra autónoma, independiente, cuyas referencias a la novela de Stoker terminan
por carecer de importancia determinante. La acción transcurre en 1838. Es cierto que conserva esa atmósfera
irreal, fantasmagórica, en «blanco y negro», que nos transmite la novela, sobre
todo el blanco y el negro como contraste de dos polos opuestos. El guionista se
toma la licencia, perfectamente admisible en una obra de arte (puesto que
Murnau en ningún momento dice o expresa que esté llevando la novela de Stoker
al cine, sino que se inspira en ella), de que Nosferatu se acerque al empleado (cuyo
nombre aquí es Thomas Hutter) recién casado (en la novela aún no lo está), cuando éste
hace poco que ha llegado a la siniestra residencia de los Cárpatos,
aprovechando que está dormido, para chuparle la sangre. Pero entonces aparece
un elemento que está ligerísimamente insinuado en la novela de Stoker, y en
todo caso de manera indirecta, que será después bien aprovechado en varias
direcciones por Francis Ford Coppola, y es que se produce una como comunicación
telepática entre el joven empleado y su esposa (Ellen Hutter), de tal modo que
ella se despierta de pronto en su casa de Wisborg (localidad imaginaria que equivaldría a la ciudad hanseática de Bremen), llamando a su esposo, y en
ese instante el vampiro abandona a su víctima. Además, nada más llegar Hutter
al castillo, antes de la escena anterior, una de las primeras cosas que ve es a
Nosferatu en su féretro durmiendo de día. Otra novedad es que el barco
fantasmal (la goleta Empusa) que transporta a Nosferatu, condensando su travesía algunas de las
imágenes más espectrales del arte mudo cinematográfico de todos los tiempos, no
llega a Whitby, en la costa inglesa, sino a Wisborg (Bremen), en el noroeste de Alemania,
para lo que ha tenido que hacer un recorrido marítimo más largo (la goleta ha partido también de Varna), atravesar todo
el Mar del Norte, llegar al golfo de Helgoland, e internarse por el estuario
del río Weser, hasta llegar a la antigua ciudad hanseática, que está unos setenta
kilómetros tierra adentro, con un puerto importante, pues el río se ensancha en
ese lugar notablemente. La llegada del barco al puerto con Nosferatu de pie
sobre la cubierta es una escena imborrable, sobrecogedora, definitiva. Pero, ¿qué
trae el vampiro a la ciudad, qué terrible carga lo acompaña? Trae la peste,
pues el barco está lleno de ratas. También aparecen las ratas, incontables
ratas en ebullición, en la lúgubre mansión de Carfax de la novela de Stoker,
aunque huyen despavoridas ante la presencia de los perros que lleva el grupo
intruso encabezado por Van Helsing. En la película de Murnau el mal se
identifica con la epidemia de peste bubónica, de innegables resonancias bajomedievales,
una evocación temporal que está en la propia estética, en la puesta en escena y
en los decorados del filme, algo que ni mucho menos es ajeno al expresionismo
cinematográfico alemán, poderosa corriente artística del periodo de la
República de Weimar a la que pertenece la obra. Pero el guionista, con aquella
imprevista comunicación telepática, no sólo está indicando el «poder
sobrenatural del amor», sino que quien vence al vampiro, quien lo destruye
definitivamente, es la joven esposa, Ellen Hutter, pues lo espera y permite que
se introduzca en su habitación, reteniéndolo hasta que se hace de día y
Nosferatu se desvanece. La pureza, la inocencia, han vencido al mal. El
desvanecimiento del vampiro, su desaparición física y su destrucción completa (alegóricamente indicada por el escaso rastro de humo que emana del suelo),
intentando agarrarse patéticamente con la mano el pecho, contrayéndose de
desesperación y de dolor, es otra imagen imperecedera. Según Sigfried Kracauer,
de quien tomo la interpretación principal, la intención de Galeen es demostrar
«que los males de la muerte representados por Nosferatu no afectan a quienes
los enfrentan sin temor»[51].
Pero más que sin temor, habría que subrayar el inmenso poder de la pureza, de
la limpieza de alma. En este punto sí hay una efímera evocación a la novela de
Bram Stoker. No obstante, en la interpretación de Murnau, la joven esposa, libre de pecado, muere. Es el sacrificio de la inocencia para que el mal perezca.
La segunda versión cinematográfica a la que quiero
dedicar unas líneas es la dirigida por Francis Ford Coppola en 1992. El título
no puede ser más explícito: Drácula de Bram Stoker. Hay numerosos
críticos y espectadores que no la toleran ni la valoran, pero, a mi juicio, es
también una obra maestra. De distinto signo, de muy diferente magma artístico,
claro está, a la película de Murnau, como no podía ser de otro modo tratándose
de épocas históricas tan desiguales, de concepciones tan divergentes del arte
cinematográfico y de directores tan sumamente personales. La película de
Coppola sí es mucho más fiel al texto de Stoker, pero, al tratarse de nuevo de
una obra autónoma, con vida propia, no adopta ninguna posición servil, sino que
se independiza de su fuente de inspiración casi por completo, adoptando numerosas
licencias, aunque aparentemente puedan quedar desdibujadas o enmascaradas si
las comparamos con las evidentísimas del filme de Murnau. El principal acierto
de Coppola, y su más memorable aportación a la recreación o reinterpretación
del mito, es haber convertido la historia de Drácula en una hermosísima y
trágica historia de amor[52],
un amor que traspasa las edades, que va más allá del tiempo, un amor tan
grande, tan inmenso, de Drácula hacia Mina, que este solo hecho hace que el
personaje del conde quede en cierto modo redimido, que el espectador no lo vea
como un ser pérfido y malvado, como un demonio, sino como un desolado amante
que busca desesperadamente reencontrarse con su amada, en realidad con la
persona que se la recuerda tan exactamente, y vivir juntos por los siglos de
los siglos, aunque sea en la condenación eterna. Hay algo aquí del amor salvaje
y primitivo, turbulento y apasionado, irracional y transgresor que se profesan
Catherine y Heathcliff en Cumbres
borrascosas, de Emily Brontë, un amor romántico embriagador, obsesivo, que
se rebela contra todas las leyes divinas y humanas. Un amor en el que los
amantes, como diría Albert Camus (véase el comienzo de El hombre rebelde), parecen no necesitar a nadie; les basta con
estar ellos solos en el mundo, en el universo entero, hasta el punto de
sacrificar al mundo y a los seres que lo habitan por tener y estar junto al
amado. Es cierto que en la película de Coppola esto resulta mucho más evidente
en la actitud del conde para con Mina; sin embargo, sin poderlo evitar, como si
se tratase de un fátum, Mina va siendo progresivamente seducida,
embriagada, hasta que termina por no ofrecer resistencia a quien con tan
infinito anhelo la ha perseguido desde las oscuras profundidades de los siglos.
Es verdaderamente increíble y maravilloso cómo la trata, con qué exquisito
tacto, con qué finísima delicadeza, cuando, por ejemplo, provoca el encuentro
con ella por vez primera en las calles de Londres y se la lleva a un reservado
de un café. ¡Qué voz seductora de amante, qué ojos refulgentes de amor! De un
amor prohibido, de un amor que transgrede la ley divina, pero amor al fin y al
cabo, un amor que perturba, que seduce sin remedio, que embriaga el cuerpo y el
alma. Porque este conde Drácula parece poseer alma, al menos con Mina. Es
verdad que desea su cuerpo, pero más aún desea fundirse con su alma, ser uno
solo los dos.
Para que la historia de amor sea verosímil, Coppola
ha tenido la extraordinaria habilidad de construir un soberbio prólogo, una
especie de introito, que se refiere al personaje histórico, a ese cruel y
despiadado Vlad o Dracul que empala a sus enemigos, a los infieles, y lucha
denodadamente en favor de la Cruz. Pero, por un malentendido, su esposa
Elizabetha cree que ha muerto en la batalla y se suicida. Al regresar a su
castillo y enterarse de lo sucedido, su dolor no tiene medida. A la pérdida de
su queridísima esposa se une la consciencia de la condenación eterna de su
alma, pues se ha suicidado, un pecado imperdonable entonces, en el siglo XV,
para un cristiano. Pero el amor de Dracul por su esposa es tan inabarcable, que
prefiere correr la misma suerte de su amada y condenarse él también, perder
para siempre su alma, vagar por el tiempo hasta reencontrarse con ella. De ahí
que atraviese con su espada la cruz, de la que brota un hontanar de sangre que
no se detiene, inundándolo todo en una orgía sangrienta, señal ineluctable del
pacto que ha sellado con las fuerzas del mal. Mina se parece extraordinariamente
a Elizabetha. Ésta es la razón de que la persiga sin descanso. Es como si
hubiese hallado a su amadísima esposa reencarnada en otra mujer. El mal y el
bien, que en la novela están nítidamente separados, aquí se confunden y
mezclan, pues al desear a Mina, al amarla, al querer poseerla para siempre,
está Drácula propiciando su condenación eterna, la condenación de una joven
pura e inocente. Pero no le importa. Ha visto en Mina a su antiguo amor, y eso
le basta. El sacrificio al que está decidido someter a la muchacha es para él
una liberación, el fin de sus tormentos, aunque sería difícil admitir que
actuase guiado por un egoísmo mezquino, banal y prosaico. Es el amor el que lo
impulsa. Esto es lo verdaderamente increíble y perturbador de la narración
fílmica de Coppola. Ha imaginado una transgresión de la misma especie a que
pertenecieron las transgresiones ideadas por Isidoro Ducasse y Georges
Bataille. Es posible que la identificación del público con este Drácula
de Coppola sea más factible en un espectador católico que en uno protestante. Y
no sólo por la seducción que la idea de pecado tiene para un católico. También
aquí es determinante la estética, una estética que no tiene nada que ver con
los fondos blanquinegros de la novela de Stoker. La película de Coppola ofrece
una estética emparentada con el Barroco de las Cortes católicas, esto es, opuesta
a la del Barroco protestante y burgués del norte de Europa. Salvando,
lógicamente, las distancias, estaríamos ante unas divergencias estéticas
comparables a las de un Rubens, el Rubens de los grandes cuadros de altar que
se conservan en Amberes o de Las tres Gracias del Prado, respecto del
último Rembrandt. La película de Coppola presenta una estética rubeniana, plena
de voluptuosa suntuosidad cromática, de un colorido lujurioso, exuberante,
dirigido por entero al placer de los sentidos, a estimular todos los órganos
sensitivos, como en la alegórica serie pictórica dedicada a los sentidos de Jan
Brueghel de Velours del Museo del Prado. Cuando el espectador ve a Drácula por
vez primera en su residencia de Transilvania, queda literalmente deslumbrado.
Si la metamorfosis operada por Murnau en su personaje se dirige al intelecto, a
la mente, la de Coppola incide directamente sobre nuestros sentidos,
poniéndolos en ebullición, pero especialmente el de la vista, que adquiere
propiedades táctiles y gustativas, que se derrama por una atmósfera
aterciopelada, increíblemente seductora. Repárese en los rapidísimos
fotogramas, escasísimos segundos, en que el conde lame con su lengua la sangre
adherida a la cuchilla de afeitar de Jonathan Harker, que se ha hecho un
pequeño corte al rasurarse la barba. ¡Qué manera de restregar la lengua sin
sufrir ninguna herida, dándole la vuelta a la cuchilla en un segundo para poder
aprovechar cualquier resto de las dos caras de la hoja! Es la muestra visual,
pero también intensamente pictórica, de esa enfermiza sed, del ansia patológica
por entrar en contacto fisiológico con la sangre, que es lo único que le
rejuvenece y otorga nuevas energías. El contraste agudo entre la blandura fofa
de la carne maquillada de las mejillas y de los labios, una carne carente de
vida, con la dureza metálica de la cuchilla de afeitar es particularmente
repulsivo y atractivo a un tiempo. Pero, sobre todo, con qué destreza, con qué
inaudita rapidez se desliza la lengua por las hojas, aprovechando la última
molécula del preciado plasma. No quiero extenderme más. Sólo una postrera
referencia pictórica, que corresponde a cuando descubren Van Helsing y sus
amigos al conde en la habitación de Mina en el manicomio, transformándose de
inmediato en una horrible criatura monstruosa que se adhiere al techo, iracundo
y lleno de odio, por haber interrumpido los intrusos su contacto sexual con la
joven. Hay aquí evocaciones muy claras a ciertos cuadros del pintor, dibujante
y teórico suizo Johann Heinrich Füssli, especialmente a obras en las que
aparecen súcubos e íncubos, como Pesadilla (1781), del Institute of Arts
de Detroit, o El íncubo [53](1790-91),
del Goethe-Museum de Frankfurt del Meno[54],
que es una variación del anterior. El primero pertenece cronológicamente a esa
época fascinante del Sturm und Drang y puede relacionarse indirectamente
con la obra de visionarios prerrománticos como Piranesi, con su serie de las Carceri,
o William Blake.
Málaga, 31 de enero de
2013, festividad de San Francisco Javier María Bianchi, nacido en Arpino en
1743, que se distinguió en el estudio de la literatura y de las ciencias.
*****
[1] Mis referencias a la de Cátedra
corresponderán a la edición de 2010.
[2] Sigmund Freud, Psicoanálisis
del arte, Madrid, Alianza, 1991, págs. 7-74.
[3] Kenneth Clark, Leonardo da
Vinci, Madrid, Alianza, 1986, pág. 116.
[4] Los
errores del dibujo que representa el coito, fueron detectados por primera vez,
como indica Freud en la nota nº 14 de su ensayo, por el médico y psicoanalista
austriaco Rudolf Reitler (1865-1917), en un artículo publicado en 1916-17.
[5] En Psicoanálisis del arte,
págs. 213-231.
[6] Sobre esta cuestión ver mi
ensayo El príncipe Mischkin de «El idiota» como arquetipo moral
(noviembre de 2012), en http://enriquecastanos.com/dostoyevski_idiota.htm
[7] Wilhelm Jensen, Gradiva. Una
fantasía pompeyana, Barcelona, La Tempestad, 2005.
[8] En Psicoanálisis del arte,
págs. 105-199.
[9] Arnold Hauser, Introducción a
la Historia del Arte, Madrid, Guadarrama, 1973, págs. 74-78.
[10] De este modo los escribe la
traducción de Flora Casas en la edición de Anaya (Madrid, 1999), mientras que
Molina Foix emplea en su traducción los topónimos Seret y Bistrita.
[11] Véase el primer tomo del
legendario Gran Atlas Aguilar, de la editorial Aguilar, Madrid, 1969,
págs. 54-55.
[12] Sobre estas cuestiones puede
consultarse Erwin Iserloh, «La Reforma protestante» , en Hubert Jedin (dir.), Manual
de Historia de la Iglesia, Barcelona, Herder, 1986, tomo V, págs. 465-469.
[13] Maximilian Liebmann, «La Reforma
en Inglaterra», en Josef Lenzenweger, Peter Stockmeier, Karl Amon y Rudolf
Zinnhobler (directores), Historia de la Iglesia católica, Barcelona,
Herder, 1989, pág. 442.
[14] Nikolaus Pevsner, Esquema de
la arquitectura europea, Buenos Aires, Infinito, 1977, pág. 132.
[15] Tucídides, Guerra del
Peloponeso, Barcelona, RBA, 2007, Libro VI, 2, 4-5, págs. 165-166 (la
edición de RBA es una reproducción de la de la madrileña editorial Gredos,
cuando ésta aún no había sido comprada ni absorbida por el grupo catalán, hecho
que se produjo en marzo de 2006).
[16] En primer lugar, la Meyers
Conversationslexikon, una extraordinaria enciclopedia alemana que empezó a
publicarse en 1839 gracias a los desvelos de Joseph Meyer (1796-1856), y cuya
cuarta edición, publicada en dieciséis volúmenes en Leipzig entre 1885-1892,
puede consultarse íntegramente en internet. En segundo lugar, el libro de Pál Hunfalvy,
Ethnographie Ungarns [«Etnografía de Hungría»], Leipzig, 1877 (la
edición húngara, publicada en Budapest, es de 1876). Por último, el libro de
Ferencz [Franz] Herbich, Székelyföld földtani és őslénytani leirása [«Descripción geológica de la tierra de los szekler»],
Budapest, Editorial Légrády Testvérek, 1878 [el título en alemán es Das
Széklerland, geologisch beschrieben].
[17] Sobre Erzsébet Báthory,
pueden consultarse dos estudios muy conocidos: Alejandra Pizarnik, La
condesa sangrienta, Buenos Aires, Aquarius, 1971; Valentine Penrose, La
condesa sangrienta, Madrid, Siruela, 1996.
[18] Georges Bataille, Las
lágrimas de Eros, Barcelona, Tusquets, 1981, págs. 173-174.
[19] Erwin Panofsky, Vida y arte
de Alberto Durero, Madrid, Alianza, 1982, ilustración nº 62.
[20] José Manuel Matilla, Durero.
Obras maestras de la Albertina, Madrid, Museo del Prado, 2005, págs.
112-113. El mencionado dibujo es la obra catalogada nº 14.
[21] E. T. A. Hoffmann, Vampirismo.
El magnetizador. La aventura de la noche de San Silvestre, Palma de
Mallorca, José J. de Olañeta, 1985, pág. 10.
[22] Edgar Allan Poe, Cuentos, 1,
Madrid, Alianza, 1999, págs. 294-302. Aunque no tenga mucho que ver con nuestro
tema, el narrador del relato de Poe, llamado Egaeus, que es primo hermano de la
espectral Berenice, afirma en el primer párrafo un pensamiento —«Pero así como en la ética el mal es una
consecuencia del bien…»— que puede ser
puesto en relación con las absolutamente involuntarias pero catastróficas
consecuencias del inocente y bendito modo de actuar del príncipe Mischkin de la
novela El idiota de Dostoyevski, especialmente en lo que se refiere a su
proceder con Nastasia Filíppovna.
[23] Robert Hugh Benson (1871-1914),
sacerdote de la Iglesia anglicana desde 1895, se convirtió al catolicismo en
1903. Es autor, entre otros libros, de una novela fascinante y apocalíptica,
una verdadera distopía, es decir, una utopía negativa. Se trata de El amo
del mundo, Barcelona, Gustavo Gili, 1909 (publicada originalmente en inglés
en 1907).
[24] En un primer momento, Lutero
admite tres sacramentos, el Bautismo, la Penitencia y la Cena (es decir, la
Eucaristía), pero pronto suprimirá la Penitencia, que, en realidad, queda ya
definida como una actualización del Bautismo en el mismo escrito en el que
comienza defendiendo la existencia de los tres mencionados sacramentos. Ese
escrito teológico de Martín Lutero, quizás el más conocido de todos los suyos,
es «La cautividad babilónica de la Iglesia», redactado en 1520, cuyo texto está
incluido íntegramente en la edición de las Obras de Lutero preparada por
Teófanes Egido (Salamanca, Sígueme, 2006, págs. 88-154, de las que deben
consultarse para nuestro asunto especialmente las págs. 88, 94 y 111).
[25] La base metafísica de la
doctrina medieval de la Transubstanciación, definida como doctrina de fe por el
Concilio de Letrán de 1215, es la distinción entre la «sustancia» (la
naturaleza esencial) y los «accidentes» (o modos exteriores y variables de su
manifestación). Según esta doctrina, la «sustancia» del pan y del vino se
convierten en Cuerpo y Sangre de Cristo, mientras que los «accidentes»
conservan su apariencia de pan y de vino. He recogido estas aclaraciones del
artículo dedicado a la «Transubstanciación» redactado por Samuel George
Frederick Brandon para el Diccionario
de religiones comparadas, Madrid, Cristiandad, 1975, tomo II, pág. 1414.
Brandon (1907-1971), que fue Profesor en la Universidad de Manchester, es
también el director de la magna publicación, llevada a cabo por un amplio y
prestigioso elenco de especialistas.
[26] En su mencionado escrito
teológico «La cautividad babilónica de la Iglesia», escribe Lutero: «Al
comentar [Pierre d’Ailly, cardenal de Cambrai (1350-1420)] con gran agudeza el
libro IV de las Sentencias [se refiere al libro dedicado a los sacramentos en los
Libri quattuor sententiarum, del teólogo escolástico del siglo XII Pedro
Lombardo], sostiene ser mucho más probable, y exigir menos milagros superfluos,
la afirmación de que en el sacramento del altar persistiese el pan y el vino
verdaderos y no sólo sus especies, a no ser que la Iglesia determinase lo
contrario. Después de que me di cuenta de que la Iglesia que en realidad había
determinado eso había sido la tomista (es decir, la aristotélica), mi audacia
tomó aliento, y, viéndome entre Scila y Caribdis, mi conciencia se afirmó en la
primera sentencia: que subsistían el pan y el vino verdaderos, sin que por ello
disminuyesen ni se alterasen la carne y la sangre más que en esos accidentes
que ellos aducen» (pág. 94 de la edición citada). En este pasaje está
contenido, en efecto, el esbozo de la célebre doctrina de la Consubstanciación,
que, como recuerda Teófanes Egido, lleva a Lutero a su violenta ruptura con
Ulrich Zwinglio.
[27] Wilhelm Dilthey. Introducción
a las ciencias del espíritu. Ensayo de una fundamentación del estudio de
la sociedad y de la historia, Madrid, Alianza, 1986, págs. 52 y 57.
[28] Platón, «Fedón, o del alma», en Obras
Completas, Madrid, Aguilar, 1979, págs. 616-617. La traducción es de Luis
Gil Fernández, filólogo y helenista español nacido en Madrid en 1927.
[29] Ibídem, pág. 625.
[30] Johannes Hirschberger, Historia
de la Filosofía, Barcelona, Herder, 1974, tomo I, pág. 305.
[31] Ibídem.
[32] San Agustín de Hipona, Obras
(Sermones, 1º), Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1981, tomo VII,
Sermón XLIII, pág. 591.
[33] Étienne Gilson, La filosofía
en la Edad Media, Madrid, Gredos, 2007, págs. 508-509.
[34] Maimónides,
Guía de Perplejos, Madrid, Trotta,
2008, pág. 533.
[35] Puedo dar testimonio, pues he
tenido oportunidad de corroborarlo a lo largo de muchos años, que hay personas
adultas, estudiantes de bachillerato o de Universidad, incluso entradas en
años, que permanecen impasibles, a las que nos les dicen absolutamente nada,
por mucho que uno se esfuerce en explicarles su sentido estético y espiritual,
obras como la Betsabé del Louvre de Rembrandt, o el Políptico de
Isenheim de Matías Grünewald, o el simbolismo de la catedral gótica, o una
composición abstracta de Kandinsky de 1911 o de 1912. Lo mismo puede decirse
de las grandes creaciones literarias o filosóficas. Sencillamente, esas
personas no disponen en la constitución de su alma de elementos que les
permitan alcanzar las realidades espirituales. Estas realidades les aburren,
les son indiferentes o no les comunican nada. La experiencia también me ha
demostrado que es inútil intentar cambiar este hecho. La constitución
intrínseca del alma puede cultivarse, perfeccionarse, elevarse, pero no puede
modificarse.
[36] No es significativo en el
contexto del relato que una transfusión sanguínea hecha como se lleva a cabo
varias veces en la novela, es decir, sin tener en cuenta el grupo sanguíneo del
donante, puede matar al paciente. Véase la nota 120 de Molina Foix.
[37] El que fuera Profesor Emérito de
Salud Mental de la Universidad de Bristol, en Inglaterra, el eminente
psiquiatra británico Derek Russell Davis (1914-1993), es el autor del artículo
dedicado al sonambulismo del que he extraído esas frases, artículo inserto en
Richard Langton Gregory (ed.), Diccionario Oxford de la mente, Madrid,
Alianza, 1995, pág. 1082. Sobre el tema específico del sonambulismo, puede
consultarse el libro del también
psiquiatra británico Ian Oswald, Sleep, Harmondsworth, 1980 (la
edición original, impresa en la misma localidad del Gran Londres y en la
editorial Penguin Books, es de 1966).
[38] Véase en el citado Diccionario
Oxford de la mente el artículo «Historia del hipnotismo» (págs. 523-526),
redactado por el neuropsicólogo británico Oliver Louis Zangwill (1913-1987),
Profesor de Psicología Experimental de la Universidad de Cambridge. También
Zangwill, en el mismo Diccionario, redacta otro brillante artículo sobre
«Mesmerismo» (págs. 740-741). Ambos artículos están acompañados de una sucinta
pero rigurosa bibliografía.
[39] En su notable
síntesis «El psicoanálisis y el inconsciente» (incluida en el volumen La
psicología moderna, Bilbao, Mensajero, 1971, págs. 304-343), Raymond de
Becker informa al lector de que en 1842 el Dr. W. Squire Ward amputó a una
paciente una pierna empleando únicamente la hipnosis como anestesia. El texto
completo en el que se describe esta experiencia, Account of a case of
successful amputation of the thigh, during the mesmeric state, without the
knowledge of the patient (Londres, H. Baillière, 1842), escrito por el Dr.
Ward junto con el Dr. William Topham, ambos del St. Bartholomew’s Hospital de
Londres, está disponible en internet (se trata de la reproducción digital del
volumen propiedad de la Biblioteca de la Universidad de Yale).
[40] Andrea de Guevara et Basoazabal,
Institutionum elementarium philosophiae ad usum studiosae juventutis,
Matriti, Ex Typographia Regia, 1832, tomus secundus, Logicam, ac Metaphysicam, pág.
131. Como puede apreciarse, está íntegramente escrito en latín y publicado en
Madrid tres decenios después del fallecimiento del autor.
[41] Aristóteles, «Tópicos», en Obras,
Madrid, Aguilar, 1977, pág. 425, 105a13. La traducción y la edición completa es
del eximio Profesor de Filosofía, fallecido
el 23 de febrero de 2000, Francisco de Paula Samaranch Kirner.
[42] Ibídem, pág. 511, 156a5.
[43]
Werner Jeager, Aristóteles. Bases
para la historia de su desarrollo intelectual, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1983, pág.
425.
[44] W. K. C. Guthrie, Historia de
la filosofía griega, Barcelona, RBA, 2010, tomo VI, págs. 199-215. También
en este caso, la edición de RBA es una reproducción de la de la madrileña
editorial Gredos.
[45] Cito por la Biblia de Jerusalén,
Bilbao, Desclée de Brouwer, 1988. Las citas del texto bíblico serán siempre las
de esta edición.
[46] «Cavó una fosa, recavó bien
hondo, mas cae en el hoyo que él abrió; revierte su obra en su cabeza, su
violencia en su cerviz recae» (Sal 7, 16-17). «Se hundieron los gentiles en la
fosa que hicieron, en la red que ocultaron, su pie quedó prendido. Yahveh se ha
dado a conocer, ha hecho justicia, el impío se ha enredado en la obra de sus
manos» (Sal 9, 16-17). «Tendían ellos una red bajo mis pasos, mi alma se
doblaba; una fosa cavaron ante mí, ¡cayeron ellos dentro!» (Sal 57, 7). «Caigan
los impíos, cada uno en su red, mientras yo paso indemne» (Sal 141, 10). Las
referencias a los posibles salmos a que alude Van Helsing son indicación de
Flora Casas.
[47] Al comienzo del capítulo XIX,
donde Jonathan Harker cuenta en su Diario cómo penetra el grupo por vez primera
en la siniestra mansión de Carfax, el profesor Van Helsing, al cruzar el
umbral, exclama santiguándose: «In manus tuas, Domine!», que son las mismas palabras
de Cristo en la cruz antes de expirar: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu»
(Lc, 23, 46).
[48] Johann Joachim Winckelmann, Reflexiones
sobre la imitación de las obras griegas en la pintura y la escultura,
Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2008, pág. 94. La primera edición del texto
es de 1755. En diversas traducciones españolas de este conocido pasaje, el
término alemán «stille», en vez de «callada» se traduce «serena», que quizá sea
más acertado. Con todo, la traducción de Salvador Mas es impecable.
[49] Giulio Carlo Argan, El arte
moderno, 1770-1970, Valencia, Fernando Torres, 1984, pág. 44.
[50] Roberto
Paolella, Historia del cine mudo, Buenos
Aires, Eudeba, 1967, pág. 322.
[51] Siegfried Kracauer. De
Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán, Barcelona,
Paidós, 1985, págs. 78-79.
[52] Es
cierto que en la novela de Stoker hay una rapidísima aunque incontestable
referencia a la capacidad de amar de Drácula, aseverada por el propio vampiro.
Se trata de la contestación que da el conde, al final del capítulo IV, a las
tres mujeres jóvenes que habitan el castillo y que quieren precipitarse antes
de tiempo sobre Jonathan Harker, impidiéndoselo en ese momento Drácula, que simultáneamente
les comunica que podrán disponer de su preciada víctima muy pronto. Ante la
prohibición de que lo toquen todavía, una de las muchachas le replica a
Drácula: «¡Tú nunca
has amado! ¡Tú nunca amas!». La contestación del conde, «en un suave susurro»,
pudo oírla Jonathan: «Sí, yo también sé amar. Vosotras mismas lo sabéis por el
pasado». Esta brevísima alusión ha sabido aprovecharla extraordinariamente bien
el gran realizador estadounidense.
[53] Un íncubo es un
demonio masculino en la creencia popular europea de la Edad Media. Al igual que
su versión femenina, súcubo, busca tener relaciones sexuales con los humanos,
en su caso con las mujeres. Las víctimas viven la experiencia como en un sueño,
sin poder despertar de éste. El término significa «me acuesto sobre ti»; íncubo,
del latín incubare, «yacer», «acostarse». De íncubos y de súcubos habla
con gran autoridad Thomas Mann en su excelsa novela —quizás, junto con la diez años posterior Vida
y destino de Vasili Grossman (1959), la última verdaderamente grande que se
haya escrito en el mundo occidental— Doktor
Faustus (Barcelona, Edhasa, 1978).
[54] Frederick Antal, Estudios
sobre Fuseli, Madrid, Visor, 1989, págs. 135-138. Antal propone para el
cuadro de Frankfurt también una fecha muy próxima a 1781.
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