Santiago Mayo: la intensidad del pequeño formato
ENRIQUE CASTAÑOS
Aun sin ser
probablemente la primordial, no cabe duda que la característica más visible que
ofrece la primera contemplación de los objetos de Santiago Mayo (Tal, La Coruña, 1965) es su reducido
tamaño. Esta notable pequeñez de la escala, en absoluto desconocida pero sí
poco habitual en las propuestas artísticas contemporáneas, sobre todo entre las
más recientes, apareció en la producción de Mayo a partir de 1993, después de
un período en el que trabajó con grandes formatos. La mejor explicación a tan
insólita y sorprendente decisión, determinante en más de un sentido de toda su
labor plástica desde ese momento, nos la ha proporcionado el propio artista
cuando declara que la reducción de tamaño está determinada «por el campo de
visión abarcado por la mirada, de manera que las obras solicitan una distancia
de contemplación medida en pasos»[1].
Colocados en las paredes de la galería, los objetos de Mayo nos recuerdan la visión
que tenemos de los objetos y cosas del paisaje cuando los observamos desde
lejos, diminutas formas volumétricas más o menos cercanas a la línea del
horizonte que se van sucediendo ante nuestros ojos. En este caso nuestra percepción
del objeto está determinada por la distancia, y sólo si podemos distinguir sus
rasgos esenciales podremos reconocerlo y reconstituirlo en nuestro cerebro,
aunque nos resultará imposible percibir sus detalles concretos. El artista
gallego, por el contrario, nos obliga a acercarnos al objeto y observarlo a muy
corta distancia, dejando así resbalar y detenerse la mirada en la cálida y
palpitante textura de las superficies.
La disminución
de la escala en estas obras, de otro lado, se halla íntimamente vinculada, lo
cual quizás pueda parecer paradójico, a otros dos atributos esenciales: la
intensidad expresiva y la monumentalidad. No por ser pequeños estos objetos
carecen de expresividad, sino que más bien la destilan concentrada en una dosis
muy alta. Esta condensación de valores de que es susceptible lo pequeño, ya
había sido advertida por Gaston Bachelard en su maravillosa La poética del
espacio: «Poseo el mundo tanto más cuanta mayor habilidad tenga para
miniaturizarlo. Pero de paso hay que comprender que en la miniatura los valores
se condensan y se enriquecen. No basta una dialéctica platónica de lo grande y
de lo pequeño para conocer las virtudes dinámicas de la miniatura. Hay que
rebasar la lógica para vivir lo grande que existe dentro de lo pequeño». Ahora
bien, la pequeñez por sí misma no asegura, sino que contiene potencialmente,
aquella energía propia de la concentración de los sentimientos, manifestándose
éstos en realidad a base de gestos, de huellas de la mano y de la acción
concreta del hombre, como cuando Santiago Mayo deja rastros visibles del paso
del pincel por la superficie de sus lienzos, o como cuando pinta también con
óleo sus diminutas esculturas. Esta última acción, precisamente, el pintar con
óleo tanto sus cuadros como sus esculturas, es, a mi juicio, el principal punto
de conexión entre ambas manifestaciones, caminos complementarios de un único
proyecto artístico. Cuando en aquél mismo libro Bachelard escribe que «el
geómetra ve exactamente la misma cosa en dos figuras semejantes
dibujadas a escalas distintas» y que «lo lejano fabrica miniaturas en todos los
puntos del horizonte», que «las aldeas perdidas en el horizonte son entonces
patrias de la mirada», no sólo nos está indicando que «los planos de casas a
escalas reducidas no implican ninguno de los problemas que proceden de una
filosofía de la imaginación»[2],
sino que está haciendo un canto al territorio de la imaginación del poeta, que
no es otro que el de la geografía de la ensoñación, circunstancia que en
Santiago Mayo se nos ofrece, como si dijéramos, invertida, pues él nos aproxima
a lo que percibimos en la distancia, sin alterar la escala, y una vez que lo
tenemos delante ya no podemos resistir la tentación de escrutarlo, de
analizarlo en todos sus pormenores, y es entonces cuando nos damos cuenta de
aquella cálida presencia antropológica, de los vestigios accidentados de la
intervención del artista.
El carácter
monumental de algunos de los objetos escultóricos de Santiago Mayo, por el
contrario, deriva tanto de las referencias arquitectónicas que contienen como
de la especie de silencio metafísico que las envuelve. En este sentido, hay una
filiación espiritual con las naturalezas muertas de Morandi y con las
arquitecturas metafísicas de Giorgio de Chirico. Resultan ejemplares a este
respecto piezas como Gea (Terrón), de 1999, y El pozo del clavo,
de 1998. La primera es un minúsculo cubo rematado por una cupulilla, alusión
clara a la arquitectura popular islámica y también mediterránea, mientras que
la segunda contiene elementos volumétricos recurrentes en su producción, desde
el paralelepípedo que sirve de base hasta el depósito hueco y el prisma
rectangular en forma de torre situados encima.
Las obras que
acabamos de comentar, junto con los cuadritos en los que pinta la superficie de
un solo color o bien divide el plano en dos partes coloreadas con tonos
distintos, proporcionan datos suficientes para poder deducir otras de sus
principales fuentes nutricias, el constructivismo y el expresionismo abstracto.
Tiene razón Javier Barón cuando afirma que los cuadros realizados en 1997, 1998
y 1999, invariablemente de 30 x 30 centímetros, recuerdan en su esquema
compositivo algunas obras de Rothko, aunque se distancian de la meditación
trascendente del destacado miembro de la Escuela de Nueva York[3].
En realidad, como es fácil observar en los cuadros monocromos, la relación más
directa de Santiago Mayo con el expresionismo abstracto es con el nuevo
concepto creado por Pollock de all-over painting, esto es, un tipo de
pintura abstracta que en lugar de crear diferencias estructurales entre las
secciones separadas de la obra, procedía a cubrir de pintura el lienzo entero,
sin división en partes y de manera bastante uniforme, introduciendo así un tipo
de extensiones no jerárquicas y suprimiendo los límites del cuadro, que podría
prolongarse por sus cuatro lados hasta el infinito. Aquí se termina la
semejanza, pues no hay en el pintor gallego signos de violencia gestual o empleo
de la técnica del dripping (goteo o chorreado de la pintura). En los cuadros
divididos en zonas, generalmente dos mitades iguales, aunque también hay otros
en los que las franjas de color tienen diferentes tamaños, la estructura compositiva
de orden geométrico se ve atemperada por el ritmo y movimiento de la pincelada,
el empaste de la materia pictórica, casi de cualidades topográficas, la
imprecisión de la línea divisoria entre las zonas y la presencia del color, que
les da a los cuadros un aspecto de paisajes o de naturaleza muerta
subjetivizada. Comentando el titulado Bodegón, un cuadro en negro y gris
de 1997 en el que resulta evidente la referencia a Zurbarán, pero en donde también
podrían percibirse sorprendentes analogías con Acero y chatarra de
Gustavo Torner (1962), Javier Barón reproduce en el catálogo citado estas palabras
de Mayo: «La naturaleza muerta es un paisaje interior. El paisaje visto en
detalle entra en la escala de la naturaleza muerta. Es un paisaje entendido
como espacio reducido a conceptos matemáticos: horizontales, verticales y
proporciones dimensionales»[4].
Reducidos a sus mínimos elementos, estos paisajes de Santiago Mayo son puras
abstracciones del espíritu, sutiles referencias a la naturaleza y a los
recuerdos almacenados en la memoria. En cuanto a la vinculación con la tradición
del constructivismo, perceptible sobre todo en algunas esculturas, se establece
en Mayo a partir de la recepción de una idea, la del valor conceptual del
elemento y la de la sublimación del fragmento, cuya primera formulación
corresponde a los dadaístas y a los cubo-futuristas rusos. Estos autores,
además de ser los primeros en tomar conciencia de la fuerza virginal de la
materia, otorgarán a la forma parcial, al fragmento, una existencia autónoma
similar a la de las formas completas. Desde ese momento, que enlaza filosóficamente
con el enfoque ontológico de Heidegger, «el elemento en su estado mínimo de existencia
(formal y material) bastará para llenar el contenido de una obra de arte»[5].
Del mismo modo, continúa diciendo más adelante Nakov, «que el fragmento de una
materia podía significar todo un mundo, asimismo una cantidad mínima de forma
elemental (el Cuadrado negro de Malévich) significaba la pintura (el
plano pictórico)». La comparación de algunas obras de Santiago Mayo con la
serie de 12 cubos del Alfabeto espacial (1915-17) de Petr Miturich y con
algunos elementos aislados de el ensamblaje de Kurt Schwitters titulado El
cuadro de los bolos, Merzbild 46a
(1921), resulta a estos efectos bastante ilustrativa.
Todavía hay un
tercer aspecto de la producción plástica de Mayo que, si bien ha sido ya
insinuado, creo necesario comentar con cierto detalle. Me refiero al juego de
sutiles alusiones metafóricas que sobre determinados pasajes de la memoria
cultural de occidente ofrecen sus objetos. En la serie de cuadros de 1999
denominados Églogas, los tonos nos remiten al tema de la naturaleza y de
la vida en el campo cantado por Virgilio en las Bucólicas, un paisaje
poético que, en el caso de las églogas V y X, donde el genio del autor latino
crea la Arcadia, constituye un patrimonio estético de toda Europa. Al igual que
ocurre con la poesía pastoril de Virgilio, esa serie de cuadros de Santiago
Mayo está por completo exenta de ironía. En El brazo de Jacob, un cuadro
pintado enteramente de blanco, además de las referencias espaciales y
conceptuales que pudieran hacerse a Malévich, late desde una perspectiva
simbólica una posible alusión al conocido pasaje bíblico de la lucha de Jacob
contra Dios, en el que expresamente se dice que se prolongó «hasta rayar el
alba»[6],
o a aquel otro donde se narra el sueño que tuvo ese mismo personaje, en el que
vio una escalera apoyada en tierra «cuya cima tocaba los cielos»[7].
En el terreno de las piezas escultóricas, de otro lado, también resulta extraordinaria
la sutileza metafórica con que Mayo reinterpreta conocidos pasajes de la
mitología clásica. Por sólo mencionar algunas de las más conseguidas, repárese
en Atlas, un frágil objeto hecho con óleo sobre madera, un trozo de tela,
una diminuta bombilla y cable en el que la lamparita encendida sugiere la
condición de astrónomo que ciertas especulaciones tardías atribuyen a Atlante,
y donde la forma abovedada del trozo de tela puede aludir tanto a la bóveda
celeste que, por orden de Zeus, el desgraciado hijo de Urano tuvo que soportar
sobre sus hombros, o a la montaña emplazada en el África Septentrional con la
que Heródoto identifica al gigante. O la titulada Eos, construida con
idénticos materiales, cuya luz entrevista en el horizonte sintetiza prodigiosamente
la naturaleza de la diosa como personificación de la Aurora. O, por último, Venus,
quizás la más explícita de todas, pero asimismo poseída de una quebradiza y
finísima elegancia.
Publicado en el catálogo de la exposición individual de Santiago Mayo celebrada en la Sala de Arte de la Universidad de Málaga en junio de 1998.
[1] Declaración
recogida por Fernando Huici en el texto que escribió para el catálogo de la
exposición individual de Santiago Mayo en el Centro Gallego de Arte
Contemporáneo (mayo-julio de 1999).
[2] Cfr. Gaston
Bachelard, La poética del espacio, Madrid, Fondo de Cultura Económica,
1998, págs. 184-219.
[3] En el catálogo
de la exposición colectiva Figuraciones del norte, celebrada en el
Centro de Arte Joven de Madrid en diciembre de 1999.
[4] Recogidas de
unas declaraciones de Santiago Mayo a Elena Vozmediano, Diario 16, Madrid,
9 de diciembre de 1996.
[5] Cfr. Andrei Nakov:
«La revelación elemental», en Dada y constructivismo, Madrid, Centro de
Arte Reina Sofía, 1989, páginas 13-24.
[6] Génesis, 32,
25.
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