Entre la subversión y el silencio
(En la
muerte de Antoni Tàpies)
ENRIQUE CASTAÑOS
Con la muerte de Antoni Tàpies el pasado 6 de
febrero, desaparece uno de los artistas plásticos de mayor relevancia e
influencia en la cultura occidental durante la segunda mitad del siglo veinte.
Nacido en Barcelona en 1923 en el seno de una familia burguesa, su vocación
artística se despertó con motivo del largo periodo de convalecencia al que le
obligó una enfermedad pulmonar, de tal modo que en 1946 abandona los estudios
de Derecho iniciados tres años antes. En 1948, cuando su lenguaje es todavía
surrealista y está muy influenciado por Miró, participa en la fundación de la
revista Dau al Set, que aglutinó a
algunos de los más destacados miembros de la neovanguardia catalana del
momento, como Brossa, Tharrats, Ponç y Cuixart, así como a los críticos Arnau
Puig y Juan-Eduardo Cirlot. Estupendo dibujante, como revelan sus grafitos de
1944 a 1946, ya en este último año comienza a realizar obras claramente
abstractas, a investigar con la materia y a producir sus primeros collages y emplear el grattage, esto es, la técnica del
raspado o de los desgarrones en la tela inventada por Max Ernst. Pero no será
hasta principios de los cincuenta que Tàpies no se sumerja definitivamente en
el caos informalista, explorando las inmensas posibilidades de la pintura
matérica y que acabaría desembocando en posiciones muy próximas al arte povera italiano. En realidad, este
empleo de los materiales pobres y esta reivindicación de los objetos humildes y
de desecho es una constante en Tàpies, cuyas raíces están en Picasso y en
dadaístas como Kurt Schwitters. La exposición monográfica dedicada a esta
temática titulada Extensiones de la
realidad, celebrada en el Reina Sofía a finales de 1990, daba buena cuenta
de este apasionado interés de Tàpies por los objetos insignificantes y por los
materiales más humildes y diversos, y que, como indicaba Gloria Moure, suponía
la asunción del concepto heideggeriano de la autenticidad soterrada en lo
cotidiano, así como el rechazo de la idea estática de lo bello como norma
absoluta. Posiblemente sea en esta dimensión de su arte donde Tàpies revele
mejor esa característica suya de vincular lo particular y subjetivo con la
objetividad universal de todos los fenómenos.
Tápies ha sido uno de los creadores plásticos más
cultos del siglo pasado, perfectamente comparable en este aspecto a artistas
como Kandinsky o Paul Klee. Sus intereses no se han limitado a la teoría
estética y a la historia del arte y de las civilizaciones, sino que han
abarcado el campo inagotable del pensamiento de Asia, abundantísimo caudal
nutricio para el espíritu en el que ha bebido insaciablemente, convirtiéndolo
en uno de los más lúcidos artistas occidentales en tender puentes con la
espiritualidad de Oriente, desde los bellos signos de la caligrafía hasta el
sentido de la existencia, en una búsqueda de la unidad y armonía cósmicas que
supere la dualidad de fuerzas contrarias. Por eso no puede extrañarnos tampoco,
además de su formidable biblioteca de libros de pensamiento oriental, su
profundo estudio de la mística española y alemana, desde Raimundo Lulio y el
Maestro Eckhart hasta Santa Teresa y San Juan de la Cruz, así como la
explicación del mundo a partir de la dimensión de lo sagrado, la cual alienta
desde el fondo más íntimo del ser de las cosas, pero no entendida en su
acepción trascendente cristiana, sino atenida al sentido de la tierra y a la
unión indisoluble entre el espíritu y la materia, según recordaba José Ángel
Valente, penetrante y sutil intérprete de la obra tapiana. Otro aspecto
fundamental de su estética es la creencia en un hilo de lectura universal que
atraviesa todas las obras de arte importantes, de cualquier tiempo y lugar.
Aunque perteneciente plenamente a la neovanguardia, estaba convencido de la
capacidad del arte para transformar el mundo; de ahí su compromiso con la
libertad, la utopía, la ética, la justicia y la dignidad del ser humano sobre
la tierra.
La gran muestra retrospectiva que le dedicó el Reina
Sofía en la primavera del año 2000, en cuyo catálogo se recogían algunos
fragmentos estelares de su incomparable producción ensayística, demostraba sin
ambages que nadie ha sido capaz de lograr con la arena, polvo de mármol,
aglutinantes y otros materiales que él nunca desveló, unas posibilidades
expresivas más altas, dotando a sus composiciones, a pesar de su innegable
carácter físico y matérico, de un misterio y una imposibilidad de explicación
racional que se remonta a Leonardo. El gran florentino dejó dicho que la
pintura es «cosa mentale», y aunque Tàpies en ningún momento ha negado que el
arte sea un medio de conocimiento y de explicación de la realidad, también ha
afirmado que probablemente ningún gran artista haya actuado por un mecanismo
únicamente racional. La prueba más sólida sería, una vez más, el autor de la
dama submarina del Louvre, que a su condición de científico unía la rarísima
capacidad de penetrar en inescrutables secretos y misterios del Universo.
Tàpies estaba también convencido de que la profundización en la realidad
requiere un estado de angustia psíquica y de tensión espiritual. El carácter —por experimental e innovador— subversivo de su obra se alía
paradójicamente con el silencio, ofreciéndonos ese «fruto de la nada» del que
hablaba el Maestro Eckhart.
Publicado por el diario SUR de Málaga el 13 de febrero de 2012.
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