Del encuentro de Andreu Alfaro con Goethe, su tiempo y el nuestro
© ENRIQUE CASTAÑOS
Cuando Andreu Alfaro
(Valencia, 1929) presentó por primera vez el ciclo completo de sus esculturas
sobre Goethe, José Martín le hizo una extensa entrevista publicada en el
catálogo de la muestra que tuvo lugar en la Fundación Cultural Mapfre Vida en 1989,
en la que, nada más comenzar, le preguntaba: ¿Por qué Goethe? Aunque tendremos
oportunidad de detenernos pormenorizadamente en las razones aducidas por
Alfaro, la respuesta se dirigía desde el principio a subrayar las ideas y la
pasión de vivir del gran poeta alemán como motivos principales. Pero aquí
podríamos también preguntarnos, como se preguntaba Georg Lukács en 1947, acerca
de la actualidad de Goethe, de la cultura de la corte de Weimar y de aquel
tiempo en este tiempo nuestro, recién entrados en el siglo XXI, o a finales del
decenio de los ochenta, en el momento de caer el Muro de Berlín. Una inmediata
contestación nos llevaría a decir que porque Goethe es un clásico, y, como todo
clásico, su obra no pierde nunca vigencia y puede iluminar el presente. Pero
sería aún más interesante recordar las especiales circunstancias de la historia
de Alemania, tal como lo hace el pensador húngaro, su «desajuste» histórico si
la comparamos con Francia o con Inglaterra. El punto de inflexión, para
Alemania, y en esta cuestión coincide también Ernst Bloch[1], estaría en la guerra y en
la derrota de los campesinos, en 1525, una derrota que cabría interpretar como
una ruptura de la línea de progresión histórica. La victoria de los príncipes
alemanes consolidó su posición, y, con ella, aseguró por mucho tiempo, dice
Lukács, «la eternización y la cristalización del desgarramiento feudal de la
nación alemana»[2].
Una fragmentación que sería fatal para alcanzar la unificación de Alemania. De
ahí su retraso modernizador, esto es, la tardanza en iniciar la senda de
transformaciones burguesas necesarias para constituirse en un Estado moderno.
Asimismo, podría hablarse de su «retraso político», el déficit democrático que
va a caracterizar al II Reich alemán desde 1870 hasta 1918. De esos usos
autoritarios no se desprendió Alemania hasta después de la Segunda Guerra
Mundial. En lo que se refiere a la cultura, afirma Lukács, «la ideología de
pequeña nobleza rural de los Junker impondrá su sello a las capas
decisivas de la intelectualidad burguesa». En la misma época de Bismarck
observamos una «falta de valor cívico», el temor a asumir la propia
responsabilidad, la brutalidad en el trato con los subordinados, la incapacidad
política de la burguesía alemana, una burguesía que sólo parece demandar orden.
Y después está la sublimación ideológica de una Alemania bismarckiana que cree
poder superar las contradicciones de la democracia moderna en una «unidad
superior». Basándose en el célebre estudio de Franz Mehring sobre Lessing,
contempla Lukács la literatura alemana de finales del XVIII y de principios del
XIX como «el trabajo ideológico preparatorio de la revolución
democrático-burguesa alemana». Y aquí tiene el crítico húngaro que emplearse a
fondo contra aquellos que pretenden interpretar la literatura alemana de finales
del XVIII como una «ideología oscurantista anti-ilustrada», o bien oponer
tajantemente el Sturm und Drang con el espíritu de la Ilustración. Tiene
razón Lukács cuando considera a Montesquieu, Diderot y Rousseau como los
verdaderos padres del Sturm und Drang. La radical contraposición entre
la concepción histórica del mundo propia del Sturm und Drang y el
supuesto antihistoricismo de la Ilustración ya fue convenientemente
desarticulada por Friedrich Meinecke. En El historicismo y su génesis,
el gran profesor de Berlín demuestra cómo influye la concepción histórica de la
Ilustración en los iniciadores del nuevo sentido histórico en el siglo XVIII:
Möser, Herder y Goethe[3]. También denuncia Lukács
la contraposición mecánica entre razón y sentimiento, como si la primera
perteneciese en exclusiva a los franceses y el segundo a la literatura alemana
de la época. El clasicismo de Herder, Goethe y Schiller, afirma Arnold Hauser,
«representa una síntesis de tendencias clasicistas y románticas»[4]. Además, esos mismos
clásicos alemanes, que en su juventud pertenecieron casi todos al Sturm und
Drang, y que son para Hauser inconcebibles sin «el evangelio naturalista de
Rousseau», representan al mismo tiempo «una renuncia a la hostilidad romántica
contra la cultura y al nihilismo de Rousseau». No de otra manera puede
explicarse la eclosión de inmensos espíritus en la Alemania de la época,
comparable únicamente a la de la época del Humanismo. Pero, aun reconociendo lo
anterior, también hay que admitir, y en esto coinciden los dos sociólogos
húngaros que nos están guiando en este resumen, que los representantes del Sturm
und Drang invocaban las fuerzas irracionales como un modo de huir de una
realidad que les desencantaba y hacia la que no se sentían vinculados. En este
sentido, tales intelectuales no hacían más que responder a los intereses de las
clases dominantes, huir de la realidad y evadirse ante los problemas acuciantes
del presente. Esta espiritualización de los problemas, esta pérdida del sentido
racional y positivo, se traduce en una entrega a la intuición y en una visión
metafísica. Repárese en la prevención de Lessing hacia el Werther y el Goetz
de Goethe. Los intelectuales alemanes, dice Hauser, fueron incapaces de
comprender que el racionalismo y el empirismo eran los aliados naturales de una
clase media progresista y la mejor preparación para un orden social que vendría
más pronto o más tarde. También estaba el hecho, como recuerda Lukács, de que
en Alemania la vida nacional no ofrecía temas tan directamente asibles para los
poetas como en Francia. «Por eso, dice Lukács, los grandes poetas alemanes
tuvieron que conquistar y purificar el tema actual en el sentido grande
histórico-social mediante una elaboración complicada y profunda de sus
vivencias, mediante mediaciones intelectuales; por eso tuvieron que sublimar su
experiencia vital y poética hasta lo conscientemente estético: para conseguir
las formas adecuadas a esa actualidad y a los aspectos nacionales y humanos
implícitos en ella». En cuanto a la evasión ante los problemas y el
apartamiento de la vida pública, Mehring demostró que la «huida» a Italia de
Goethe no se produce por motivos sentimentales como consecuencia de su relación
con Charlotte von Stein, sino porque fracasa en su intento de reformar el
principado de Weimar según los principios de la Ilustración, unos principios
hacia los que se resiste el funcionariado y el propio príncipe Carlos Augusto.
También el apartamiento posterior de Goethe de la vida pública que acabamos de
señalar es una muestra de descontento y de decepción político-social,
pudiéndose interpretar como una crítica del atraso social de la Alemania de
entonces. En cuanto a la Revolución Francesa, coincidimos asimismo con Lukács
cuando comenta que Goethe aceptaba los objetivos sociales de la Revolución,
pero, con igual resolución, rechazaba los métodos plebeyos de su realización.
La grandeza de Goethe radica básicamente, dice Meinecke,
en la «intuitiva fusión del más dilatado saber y de la propia experiencia
interna». Como él mismo reconoció, las mayores influencias espirituales que
recibió fueron la antigüedad griega, la Ilustración, el neoplatonismo y el
pietismo. De entre los espíritus del pasado, su sentido histórico fue
conformándose gracias a las influencias recibidas de la Biblia, Homero y
Shakespeare; de entre las personalidades de su siglo, Leibniz, Shaftesbury,
Voltaire, Rousseau, Hamann, Herder y Möser. Los tres grandes temas que se
señaló a sí mismo fueron la naturaleza, el arte y la vida, del mismo modo que
la conjunción entre intuición, sensibilidad y pensamiento posibilitó en él la
adquisición de un sentido histórico. Hay algo como de «maravillosamente
natural» en todo su pensamiento, afirma el gran historiador alemán. Goethe está
en permanente contacto con todo lo que existe, con todos los seres que habitan
el mundo, y, si pudiera, se fundiría con todos ellos y trataría de vivir sus
mismas experiencias, a fin de conocer y penetrar en todos los secretos del
hombre y del cosmos[5].
Todo le interesa y todo quiere conocerlo, y lo mismo se muestra como un gran
empirista intelectual que como un hilozoísta, esto es, que piensa que la
materia está animada. Desdeña la pura especulación y la metafísica de las
escuelas, no adhiriéndose a ningún sistema filosófico. Mientras que Schiller,
dice Menéndez Pelayo, es «el gran poeta de la voluntad libre y de la exaltación
generosa del alma», Goethe es «el gran poeta panteísta y realista… que aspira a
convertir toda naturaleza en arte, toda realidad en ideal». Nada más fructífero
que la relación epistolar entre ambos poetas, aunque es justo reconocer que
Schiller era más generoso y explícito en sus cartas que Goethe. De esa célebre
discusión sobre el Hermann y Dorotea de Goethe, surgió un tratadito de
éste sobre la poesía épica y dramática que analiza con cierto detalle el gran
polígrafo español. Es bien conocida su aversión al caos, al desorden y a lo que
no está bien hecho, del mismo modo que huye en su arte y en su conducta de lo
extravagante. Incapaz de envidiar a sus contemporáneos, hacia sus años
postreros aumenta su benevolencia y su tolerancia, hablándonos de su
eclecticismo sus célebres Conversaciones con Eckermann. En esos años de
vejez se distancia de las opiniones personales de su juventud y de su madurez y
se acerca a una concepción del arte supraindividual y supranacional,
debiéndosele a él en gran medida el término Die Weltliteratur, es decir,
«literatura universal» o «literatura del mundo».
Mientras que Hermann y Dorotea, dice Menéndez
Pelayo, es una obra de suave perfume, estando considerada como la epopeya del
pueblo medio alemán, símbolo de sus sentimientos más puros en medio del caos
político, el Wilhelm Meister cabría interpretarlo como el itinerario que
conduce del arte a la sociedad, de una concepción subjetivista-individual a la
experiencia de la comunidad espiritual, de la actitud contemplativa a la vida
activa. Por su parte, Ifigenia en Tauride, obra de una belleza formal
insuperable, es de una gran pureza ética, mientras que «espesas sombras» se
ciernen sobre las Afinidades electivas. En cuanto al Fausto,
nuestro Francisco Ayala ha ponderado su excelsa universalidad, calificando de
titánico su esfuerzo, un esfuerzo en el que se plasma en grandiosa parábola la
tragedia y el destino trágico del hombre moderno, ese hombre que contempla el
universo situándose en su centro. «La tragedia radica, dice Ayala, en el hecho
de que todas las formas de la acción, que son irrenunciables y tenidas por
valiosas en sí mismas, contienen, sin embargo, un destino de error, y están
cargadas con las terribles consecuencias de ese error, a las que no es posible
escapar. La constante recaída en el yerro, y la siempre renovada afirmación del
valor de la vida, pese a esos sus ineludibles yerros y al séquito de dolor que
comportan, puede ofrecer el mejor indicio de la concepción goethiana del mundo»[6].
Pero cualquier aproximación a Goethe desde una
perspectiva española, aunque sea un simple esbozo como aquí se hace, requiere
decir algo de la original interpretación orteguiana de abril de 1932. Para
empezar, Ortega y Gasset recusa la pertinencia de los clásicos que hemos hecho
aquí al principio, pues la crisis europea, y ahora esa crisis está más viva que
nunca, «puede diagnosticarse como una crisis de todo clasicismo»[7]. Aunque esa falta de
actualidad de los clásicos quizás derive de la manera en que hasta ahora se han
abordado, sin tener en cuenta su circunstancia, la vida en torno a sí en que
están inmersos. El «dentro» de Goethe no es su mundo íntimo y subjetivo, esto
es, no es acercarse a Goethe tratando de ver su vida como él la veía, «sino
entrando como biógrafo» a fin de «asistir al tremendo acontecimiento
objetivo que fue esa vida». Pero la vida, para Ortega, no es un mero objeto, es
un acontecimiento siempre inconcluso, que requiere que nos traslademos a su centro
mismo. Además, Goethe es un hombre en el que «alborea la conciencia de que la
vida humana es la lucha del hombre con su íntimo e individual destino», es
decir, que la vida no es cosa sino tarea. Si Goethe se preocupa
sin cesar de su vida, eso ocurre porque «la vida es preocupación de sí
misma». Para Ortega hay una contradicción evidente entre sus ideas sobre
el mundo y su vida propia, incluyendo en ella su obra. «Este hombre, dice
Ortega de Goethe, se ha pasado la vida buscándose a sí mismo o evitándose–que
es todo lo contrario–que cuidando la exacta realización de sí mismo». Esa es la
tragedia de Fausto y la historia de Meister: en ambas obras un hombre sale en
busca de su destino, andando perdido por el mundo sin dar con su propia vida.
Tanto uno como otro «no saben quién ser». El mal humor de Goethe, su
distancia del propio entorno, su amargo gesto, lo explica Ortega diciendo que
fue un hombre infiel a su destino. A pesar de sus maravillosas dotes, «¿estuvo
el hombre Goethe al servicio de su vocación, o fue más bien un perpetuo
desertor de su destino íntimo?» La multiplicidad de dotes puede desorientar y
perturbar la vocación. Para Ortega, en definitiva, Goethe es el hombre que se
niega a vivir su propio destino, el hombre que en vez de constituirse en un ser
efectivo se contenta con estar en el mundo como un ser en potencia, el hombre
que rehúye encajarse en un destino, el hombre que «quiere quedarse en… disponibilidad».
Weimar le acercó a la mesura, le alejó del ya suficientemente desarrollado Sturm
(tormenta, fuerza, tempestad), pero desalojó «la substancia de su destino»,
Weimar «le separó cómodamente del mundo, pero, como consecuencia, le separó de
sí mismo».
Andreu Alfaro. Hegel. Decenio de 1980.
A Andreu Alfaro, no obstante, como hemos dicho al
principio, le interesaban sobre todo las ideas de Goethe, unas ideas que no
sólo fue descubriendo en sus libros sino de manera muy especial en las Conversaciones
con Eckermann. Este entretenido y profundo libro le hace, además,
interesarse por el personaje, pues a través de su lectura va descubriendo
perfiles y matices que quedan ocultos en los libros del gran escritor[8]. Para Alfaro, el hombre
Goethe es todavía un humanista, uno de los últimos humanistas, y, además, es un
hombre que hace de la razón y de la curiosidad un instrumento del progreso
humano. La curiosidad de Goethe se extendía a todas las cosas, incluidas, claro
está, las propias de la ciencia. Es más, a Alfaro le entusiasma particularmente
la curiosidad científica del escritor alemán. La fascinación de Goethe por la
naturaleza se explica para Alfaro en que él mismo formaba también parte de la
naturaleza. Otro aspecto que le interesa es el antimesianismo de Goethe, su
indiferencia por la mística, su antitrascendentalismo y su antiheroísmo, su
ignorar el sacrificio y el sufrimiento. Asimismo, su forma atípica de ser
alemán, esto es, su pasión por vivir, que, para Alfaro, junto a su voluntad y a
su sentido de la disciplina, es como si se uniesen el norte y el sur, el
espíritu del norte y el espíritu clásico, mediterráneo. Esto recuerda ese
conocido cuadro titulado Italia y Alemania, realizado por el más célebre
de los pintores nazarenos alemanes, Friedrich Overbeck, un cuadro que es
de 1828, es decir, de un tiempo en que todavía vive Goethe, y que en esas dos
figuras femeninas, cada una de ellas una alegoría de sus respectivos países, encierra
mucho de esa especial fascinación que Alemania ha sentido siempre por el sur, o
al menos una cierta intelectualidad alemana, una admiración que, por ejemplo,
llevó a esos pintores alemanes a constituir una hermandad en Roma en 1810. O
también recuerda las palabras de Julius von Schlosser cuando se tradujo al
italiano su magna obra La literatura artística: «Vuelve a su lengua
materna» –no sólo porque su madre fuese
italiana, sino porque la literatura artística era para él algo fundamentalmente
italiano. Por último, a Alfaro le interesan la sinceridad y el pragmatismo de
Goethe, que van unidas, porque no sólo aprovechaba sus experiencias más íntimas
para elaborar sus obras, sino también los libros que leía, no ocultando nunca
sus fuentes. En realidad, lo singular era el modo en que reinterpretaba esos
libros y esos autores, cómo los asimilaba y servían a su potente espíritu.
En lo que se refiere a la crítica que algunos han
hecho de Goethe como de un egoísta, o de que no le gustara la Revolución francesa,
Alfaro recuerda que el compromiso de Goethe iba dirigido a la liberación del
individuo. La lucha de Goethe es por la dignidad del individuo. Goethe, dice
Alfaro, es el camino de la cultura a través de la historia.
Pero la simpatía de Alfaro por Goethe radica sobre
todo en algo que ya se ha apuntado, en la afinidad metodológica. Alfaro también
aprovecha cualquier circunstancia, cualquier experiencia, para convertirla en
escultura. Respecto a los que han criticado la «vuelta a la figuración» de esta
serie de Alfaro, si la comparamos con obra suya anterior en quince o veinte
años, como si fuese menos abstracta, menos conceptual, el propio Alfaro ha
respondido diciendo que desde los años cincuenta le ha interesado la dialéctica
entre la forma simple y la comunicación, esto es, comunicar con éxito al
espectador un concepto, una idea, o la percepción por parte del escultor de un
personaje. Por mi parte pienso que, sin negar la correspondencia entre la mayor
parte de estas esculturas y los grabados en los que el artista se ha inspirado,
hay en ellas, no obstante, una extraordinaria labor de síntesis, un reducir el personaje
a lo esencial, a los rasgos más característicos de su rostro o de su fisonomía.
Alfaro, como Goethe, no oculta sus fuentes. De hecho, el catálogo mencionado
incluye reproducciones de casi todos los grabados en los que se ha inspirado.
Pero percibimos una inteligencia artística, un saber elegir el rasgo
definitorio, un saber reducir la figura a sus líneas esenciales. Alfaro no es
un constructivista, no es un escultor normativo, pero tampoco es un artista
figurativo. Su obra, a medio camino entre la percepción sensible y la
abstracción, está siempre vinculada a la vida, a la experiencia, aunque en esta
serie concreta también hay que admitir que se trata del homenaje a una época
concreta de la historia de la cultura en la que vivieron personas reales de
carne y hueso, personas del círculo íntimo de Goethe, sus amigos, su familia,
sus amantes, personas que engrandecieron la vida cultural e intelectual de
Alemania y de Europa, como Herder, Hegel, Byron, Mozart, Beethoven y Schiller,
o bien personajes de sus dramas y de sus novelas, como Fausto, Hermann y
Dorotea, Margarita, lo cual explica que el escultor haya querido hacérnoslos
reconocibles, pero sin caer en juegos literarios estériles, sin retórica, sino
empleando un lenguaje preciso y esencial. Obra basada en el dibujo, que es el
medio idóneo para que se concrete la primera idea; de ahí, desde el dibujo,
surge el volumen y el contorno, para, por último, aparecer en algunos casos la
silueta.
La primera figura de toda la serie, comenzada en 1981,
es la de Charlotte von Stein, una obra que primero realizó en plástico de
embalaje y en un tamaño pequeño, haciendo después unos dibujos mayores y una
obra en yeso, que será el prototipo de la obra que finalmente se haga en
piedra, concretamente en mármol blanco, en 1987, no sin antes haber rectificado
varias veces aquel prototipo inicial. Pero cuando Alfaro está gestando esta
obra inicial, aunque terminará poniéndole por nombre el de Charlotte von Stein,
en realidad a la persona que tiene en su mente y en la que se inspira es en
Cornelia, la hermana de Goethe, pues, como se sabe, a Goethe pareció
interesarle durante toda su vida un tipo de mujer, de heroína, con alguna
relación con la figura de su hermana. Las mujeres de Goethe, nos recuerda
Alfaro, son mujeres que luchan contra la adversidad, puras, melancólicas, que
se abandonan y se entregan en los brazos del amante, mientras que éste las
redime en el amor. Charlotte es quizás la mujer más importante en la vida de
Goethe, haciendo el papel de madre, de consejera, de amiga y, quién sabe,
también de amante. A Charlotte la representa Alfaro con una cabeza elegantísima
y abstracta, divida en dos planos por la línea de su perfil, que sin duda ha
debido inspirarse en trabajos de Modigliani y de Brancusi. Otro gran amor de
juventud fue Lilí Schönemann, a la que representa de modo muy grácil y aéreo,
muy estilizado, con sus cabellos ondulantes al viento. En algunos casos, se ha
inspirado en siluetas negras, traducidas por él en un trozo de mármol
recortado. Es lo que ocurre en ese perfil de Goethe en el que destaca sobre
todo su nariz, aunque uno de sus grandes logros, que posiblemente no podamos
contemplar en Málaga debido a su tamaño, es la interpretación que hace del
famoso Retrato de Goethe en la campiña romana, de Johann Heinrich
Wilhelm Tischbein (1786-87), una monumental escultura de acero inoxidable de
casi ocho metros de altura y once de longitud que traduce de manera
incomparable la arquitectura interna del cuadro de Tischbein, así como la
posición del brazo izquierdo y las piernas del reclinado escritor.
Publicado en el catálogo de la exposición Goethe y nuestro tiempo, celebrada en la Sala Alameda de la Diputación Provincial de Málaga en julio de 2005.
[1]
De Ernst Bloch, véase Thomas Münzer, teólogo de la revolución. Madrid,
Ciencia Nueva, 1968.
[2]
Acerca de las opiniones de Lukács, véase su libro Goethe y su época.
Barcelona, Grijalbo, 1968.
[3]
Friedrich Meinecke, El historicismo y su génesis. Madrid, Fondo de Cultura
Económica, 1983.
[4]
Arnold Hauser, «Alemania y la Ilustración», en Historia social de la
literatura y el arte. Madrid, Guadarrama, 1972.
[5]
Así lo estima Marcelino Menéndez Pelayo en el espléndido capítulo que dedica a
Schiller, Goethe, Herder, Juan Pablo Richter y los hermanos Guillermo y
Alejandro Humboldt en su Historia de las ideas estéticas en España.
Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1974.
[6]
Véase el Estudio Preliminar de Francisco Ayala a la edición de la editorial
Éxito del Fausto de Goethe. Barcelona-México, 1968.
[7]
Para lo que sigue, véase, José Ortega y Gasset, «Pidiendo un Goethe desde
dentro», en Obras Completas. Madrid, Revista de Occidente, 1947, tomo
IV, páginas 395-419.
[8]
Acerca de las opiniones de Alfaro sobre Goethe, véase la conversación con José
Martín en el catálogo de la exposición Alfaro. De Goethe y nuestro tiempo.
Madrid, Fundación Cultural Mapfre Vida, 1989.
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