Javier Roz y la naturaleza interrogadora del hombre
© ENRIQUE CASTAÑOS
El tema principal de esta
exposición de Javier Roz (Plasencia, Cáceres, 1975), atisbado ya en su propio
título, Lo difícil es hacer las preguntas, es la naturaleza
interrogadora del hombre, la importancia del preguntar, independientemente de
la respuesta obtenida o, incluso, de que haya o no una contestación. Estas
preguntas, en primer lugar, las puede hacer el hombre o hacérselas a sí mismo,
esto es, pueden ser preguntas que el hombre formule en su afán de comprender la
realidad, o bien puede tratarse de preguntas que inquieran acerca de la propia
condición y de la íntima naturaleza subjetiva de lo humano. En segundo lugar,
estas preguntas a las que se refiere la reflexión de Javier Roz no son de
índole banal o frívola, sino que se supone están relacionadas con aquellas cuestiones
más o menos trascendentales que afectan al hombre, cuestiones de naturaleza
estética, metafísica, científica o espiritual, es decir, cuestiones tales como
la naturaleza del arte y la esencia del acto creador, preguntas acerca del sentido
de la vida, de la posibilidad del conocimiento o de la existencia del más allá.
Como se ve, en todo este discurso laten las cuatro
preguntas que Kant consideraba como necesarias para delimitar a la filosofía in
sensu cosmico, esto es, en el sentido cósmico: ¿Qué puedo saber? ¿Qué debo
hacer? ¿Qué me cabe esperar? ¿Qué es el hombre? A la primera responde la
metafísica, a la segunda la moral, a la tercera la religión y a la cuarta la
antropología. El propio Kant se encarga de decirnos que todas estas disciplinas
podrían refundirse en la antropología, ya que las tres primeras cuestiones terminan
revirtiendo en la última. Ahora bien, el hecho de que el contenido de la antropología
kantiana no entre en la totalidad del hombre, es decir, que no se ocupe
de ninguno de los problemas que la condición humana trae consigo, desde su
lugar en el cosmos y su relación con el destino hasta su existencia como ser
que sabe que ha de morir, pone de manifiesto, según Heidegger, el carácter
indeterminado de la cuestión o pregunta «qué sea el hombre». Es decir, que
según Heidegger el modo mismo de preguntar por el hombre es lo que se habría
hecho problemático[1].
Por lo tanto, no sólo el contenido de las preguntas, sino el modo en que están formuladas, debe tenerse en cuenta por parte del espectador de la muestra y de todo aquel que pretenda seguir el hilo del discurso del artista placentino instalado en Málaga desde 1985. Un discurso, además, que más que tener una clara vocación romántica en el sentido de Gesamtkunstwerk u «obra de arte total» wagneriana, en la que las potencialidades expresivas de cada arte se combinarían y fundirían, sentido que ya está contenido en la teoría de Novalis según la cual, en su naturaleza esencial, la música, las artes visuales y la poesía forman una unidad[2], ofrece un trabajado intento, ampliamente logrado, de expresar mediante técnicas y lenguajes en principio distintos, una idea común. El mismo pensamiento, el mismo razonamiento, se expresa en la exposición mediante el dibujo, la obra gráfica, la fotografía, la impresión digital, la pintura, la escultura, el vídeo e incluso la instalación.
El mayor acierto, sin embargo, está en partir de una
idea matriz, una idea-base que se despliega fragmentada por todo el conjunto de
la muestra, sin perder nunca su sentido unitario, esto es, la articulación de
cada pieza con las restantes, como si la misma idea pudiera decirse de muchas
maneras distintas y todas entre sí fuesen complementarias. La idea matriz es en
este caso una escultura-instalación de unos 145 cm de altura, compuesta
únicamente por un personaje masculino del que sólo se ven las abreviadas manos
y la aún más esquemática cabeza, hecho con armazón de madera, papel y pasta de
papel que, elegantemente vestido con un traje negro, está sentado en una silla
de anea vuelto hacia una pared desnuda, a la que mira fijamente como si el muro
fuese un espejo donde se refleja el propio rostro, es decir, como si la pared
fuese al mismo tiempo la receptora-emisora de respuestas, en este último caso
emisora de respuestas vacías y sin contenido, pues no resulta posible responder
a las interrogaciones que el personaje hace.
Javier Roz. El personaje H sentado y vuelto de espaldas a la pared.
En perfecta simbiosis con esta instalación se
encuentra el vídeo que se visiona en la muestra, que no es más que un
desarrollo animado de la misma idea. El personaje vestido de negro entra desde
fuera en el campo de visión, un espacio angosto donde sólo se percibe la
esquina angular de una pared vacía. El individuo entra en la habitación llevando
una silla, en la que se sienta acercando el oído a la pared. En un momento de
la corta filmación, parece vislumbrar signos, respuestas a sus interrogaciones,
pero resulta que no tienen sentido o son indescifrables. En otro momento, se
tapa el rostro con las manos o los oídos. El ambiente es de calma, con un
sonido de fondo monótono y gris, aunque advertimos inquietos que una leve
sombra, correspondiente al cuerpo del hombre, se proyecta en el muro, con lo
que también surgen lejanas similitudes con la alegoría de la caverna platónica.
La serie de dibujos hechos con lápiz y acuarela nos
aclara algunas cuestiones, como por ejemplo que H se levanta y escribe sin
vacilación sobre la pared las preguntas, aunque finalmente comprobamos que la
escritura no parece muy legible. En cualquier caso, la firme resolución con la
que se incorpora y garabatea en el muro no excluye un estado de angustia y ansiedad.
El gesto de agachar la cabeza, observable también en el vídeo, quizás responda
a la decepción de no obtener respuestas, desoladora respuesta que H no quiere
ver ni oír. Cuando H, con un gesto de negación, da la vuelta a la silla, es
como si abandonase su arduo camino de preguntar, emprendiendo otro, no sabemos
si acertado. Lo mejor, con todo, es la fusión de H con la pared, un fundido
perceptible asimismo en el vídeo que parece indicar la simbiosis entre el orden
de las preguntas y el de las respuestas. Es una imagen espectral, casi una leve
aparición, que relaciona estilísticamente el trabajo de Javier Roz con las
fotografías de la artista griega Christina Dimitriadis correspondientes a la
serie Private Spaces, de mediados los noventa.
La serigrafía a seis tintas sobre lienzo titulada Memoria-palabra-presencia, ofrece una secuencia de imágenes que lo mismo puede leerse en un sentido que en su contrario. Desde la presencia física del cuerpo visible hasta la disolución de la imagen en su puro vacío, con un estado intermedio que es un espectro invertido de la presencia corporal. Tanto en esta como en otras piezas, las palabras tachadas parecen sugerir que con el lenguaje no es posible llegar a ciertos lugares, o bien podría ser asimismo una alusión al carácter fragmentado del discurso sobre la realidad o sobre la existencia que quiere iniciarse.
Las restantes obras, que en cierto modo culminan en
la serie Tres lecciones de tinieblas, se inspiran en algunos elementos
del budismo zen, en concreto en la estructura de los koans y en el sistema de
preguntas y respuestas conocido como «mondo». «Mondo» es un término compuesto
formado por «mon», preguntas, y «do», respuestas, refiriéndose, por tanto, a
las preguntas y respuestas entre discípulo y maestro, que se desarrollan en una
atmósfera que es a la vez de gozo y profundidad, de seriedad y libertad. Por su
parte, «koan», originalmente, significaba «principio de gobierno», de «Ko»,
gobierno, y «an», ley, regla. En la práctica del zen designa un problema
contradictorio de la existencia y se erige como un principio de verdad eterna
transmitido por un maestro. «El koan, dice Taisen Deshimaru, es un medio de
educar al discípulo, de hacerle adquirir el principio absoluto, de incitar a su
conciencia a abrirse a una nueva dimensión. Un koan puede parecer absurdo al
sentido común, pero con la experiencia profunda se comprende y se alcanza la
esencia universal»[3].
De los muchos koans que Deshimaru aprendió de su maestro, basta sólo con
reproducir dos:
El bambú existe por encima y por debajo de su nudo.
El
Zen es una vía sin barreras.
La luz no tiene reverso.
Lo
esencial de uno está más allá de la sombra.
La
estructura compositiva de las piezas de Javier Roz a las que hacía referencia,
reproducen en cierto modo, pues, aquella estructura de los koans, esto es, algo
así como el conflicto, el choque entre una cosa y su contraria. Si en uno de
los lados de la obra hay un dibujo, una fotografía o una pintura, donde se
perciben cosas y objetos, en el otro lado es como si se quitasen esos objetos y
cosas, como si se recurriese a la sugerencia, como si hubiese una presencia
intangible de «lo que queda», de lo que permanece después de haber disuelto la
materia y la entidad corpórea de las cosas de la realidad. Además de valerse de
serigrafías e impresiones digitales sobre lienzo, Roz hace uso también del
fotograbado, el aguafuerte y la punta seca, aunque en la zona más vacía, más
deshabitada y henchida de ausencia, el artista recurre a procedimientos muy
sutiles, tales como delgadas y frágiles líneas, manchas diminutas, arañazos,
rasgaduras y chorreones de tinta. En Veil II reutiliza pruebas
desechadas de la serigrafía a seis tintas comentada antes, ocultando las
imágenes, como el propio título indica, por un velo nuboso de pintura, que
aprovecha para remarcar de pigmento rojo el remate de la silla y uno de los
zapatos de la figura sentada. En La fuerza enriquecedora de lo pequeño,
la insinuación, inconsistencia e interrupción de las líneas del dibujo, evocan
ciertas obras del artista portugués Julião Sarmento, en las que asistimos a una
especie de fragmentación de la acción, como si sólo se percibiesen señales o
indicios de los objetos. En Lo inacabado, por el contrario, aunque
resulte paradójico, el dibujo es más firme y resuelto, recordándonos aquellos
extraordinarios dibujos hechos con lápiz plomo por Picasso entre 1916-1920,
como el Retrato de Canudo y el Retrato de Apollinaire, ambos de
1916, y el Retrato de Stravinsky, de 1920. En Doblez la
contraposición entre una y otra parte de la obra se hace aún más evidente, si
bien las evocaciones iconográficas nos trasladan al comienzo de la escultura
barroca, ya que ese rostro de frente ocultado por una mano, quizás por la
diagonal que trazan los dedos, quizás por el tono entre poético y dramático,
recuerda la cabeza de la fascinante Santa Cecilia de Stefano Maderno que
hay en la iglesia del mismo nombre en el Transtévere de Roma. En El retorno,
en cambio, el contraste se establece entre la zona superior, que parecen las
extremidades inferiores de una Crucifixión, y la zona inferior, donde el par de
zapatos posados levemente sobre el suelo expresan la tensión entre el mundo terrenal
y el mundo espiritual. Una estructura compositiva similar es la que hay en Nostalgia,
pero aquí también asistimos a una contradicción o un contraste dentro de la
tensión que ya existe entre las dos partes de la obra, pues el personaje
aparece completamente vestido en la zona superior, que se supone es el
territorio de la ascensión espiritual y la ingravidez, mientras que sólo se
insinúa su silueta con algunas líneas en la zona inferior, aunque bien es
cierto que en esta última las manos y la cabeza están mucho más acabadas que en
el rectángulo superior del cuadro. La posición tendida del personaje, de otro
lado, remite claramente a El torero muerto de Manet.
La coronación de toda la serie anterior de obras está, a mi juicio, como decía antes, en Tres lecciones de tinieblas, conjunto compuesto a su vez por tres piezas independientes a modo de dípticos. El título merece ser aclarado. Las lamentaciones o lecciones de tinieblas constituyen un género de composición musical desarrollado por los maestros de capilla españoles del siglo XVII para la celebración litúrgica y ceremonial de la Semana Santa. Las lecciones de tinieblas, precisa Luis Antonio González, «se cantaban en el primer nocturno de los maitines de Jueves, Viernes y Sábado Santos, oficio que se iniciaba a la luz de candelas y bujías, que se iban apagando, una tras otra, después de cada salmo, por lo que la ceremonia concluía in tenebris »[4]. Tomados de las Lamentaciones del profeta Jeremías, que aluden al miserable estado de Jerusalén después de la devastación llevada a cabo por Nabucodonosor II, los textos de estos cánticos sacros, donde cada verso se abre con una letra del alfabeto hebreo, se interpretan como metáfora de los pecados de la humanidad redimidos por la Pasión de Cristo. Además de las espléndidas piezas españolas, son también dignas de mencionarse las lecciones de tinieblas de Marc Antoine Charpentier, escritas para los jesuitas de París en el siglo XVII, las de Michel Richard Delalande, el más talentoso e influyente compositor de música sacra para la corte de Versalles en tiempos de Luis XIV, y las del gran compositor barroco François Couperin, a las que se refiere el poético comentario de José Ángel Valente recordado por Stefano Russomanno: «El eje vertical es el de las letras que permiten leer, como un acróstico, todo el lenguaje y en él toda la infinita posibilidad de la materia del mundo. El eje horizontal es el de la historia, el eje de la destrucción, de la soledad, del exilio, del dolor...»[5].
En Tres lecciones de tinieblas I, el autor
reaprovecha una antigua fotografía velada, que precisamente por eso le sirve a
su propósito, ya que, contradiciendo en cierto modo el título de la obra, se le
ve de frente y con los ojos tapados por una cinta adhesiva negra llevando una
lámpara encendida de la que irradia una potente luz. Aquí la luz sirve para
iluminar las cosas y hacer que éstas existan y sean visibles; sin embargo, el
personaje no ve: ilumina las cosas, pero sin verlas. Probablemente, su ceguera
sea involuntaria, lo que la convierte en más dramática. Es muy interesante
observar con detalle la técnica. Téngase en cuenta que aquella fotografía
velada y, por lo tanto, supuestamente inservible de la que se parte, se
reproduce en papel con una ampliadora; esta reproducción en papel se escanea y,
mediante un plotter (trazador de gráficos), se reproduce posteriormente sobre
un soporte de lienzo, casi siempre de trama fina, que es el tipo de tela con la
que suele trabajar Javier Roz. Últimamente, el empleo de la cámara digital le
ahorra el uso del escáner. Repárese en que en el lado de la izquierda, donde
está la fotografía, no puede el autor hacer lo que quiera desde el punto de
vista técnico, por ejemplo emplear una pintura demasiado diluida en agua y muy
poco espesa, pues acabaría afectando, borrándola parcialmente, a la imagen
reproducida con el plotter. Por lo demás, no se le ofrecen límites en el uso de
sus técnicas habituales: tiza, lápiz, pastel, acuarela, tinta, esmalte en
spray, lacre y acrílico. La zona de la derecha, que es un lienzo normal, está
resuelta con muchas capas transparentes que se van fundiendo para poder obtener
los delicados matices que se persiguen. En estos fondos con acrílico, Javier
Roz no usa pinceles, sino que se sirve de sus propias manos, de trapos,
esponjas y brochas.
En la siguiente obra de la serie, Tres lecciones
de tinieblas II, la luz es señal de noticia, de aviso, pero también de
conocimiento, aunque esta última palabra aparece totalmente borrada en el
lienzo, como sugiriendo la imposibilidad de acceder a él, o su rechazo, que es
lo que quizás nos está indicando el personaje que se tapa los oídos. La fotografía
del prolongado corredor que se ve a través de los cristales de la puerta cerrada
del primer término, parece evocar los angustiosos pasillos de una lóbrega y
desvencijada institución psiquiátrica, donde los sujetos deambulan sin rumbo conducidos
sólo por su locura. En el lienzo gris-azulado de la izquierda, que semeja un
cielo nuboso y encapotado, un seguro trazo rojo, como una caligrafía oriental,
atraviesa la superficie, mientras que en la zona superior una herida luminosa,
un rayo, parece abrir momentáneamente el cielo, como en La tempestad de
Giorgione. La pieza postrera, Tres lecciones de tinieblas III, es la más
desconcertante. Aquí la luz es un resplandor, un fulgor, un trasunto de la
inteligencia. La desenfocada y fantasmagórica estancia de la izquierda se
clarifica y racionaliza en las esquemáticas líneas de la visión en perspectiva
de la imagen de la derecha. Pero lo que más nos inquieta es comprobar cómo se
derriten las manos del individuo que se tapa la cara, manos delicuescentes cuya
materia corpórea fundida chorrea sin control hacia abajo, en lo que sin duda
constituye un encendido homenaje al expresionismo abstracto y a la técnica del dripping.
La pieza final de toda la muestra, Traslación,
nos remite al principio, esto es, como si todo el discurso no fuese más que un
círculo del que no podemos escapar y que se cierra sobre sí mismo. La silla
vacía, vuelta hacia la pared, sostiene el grave y enlutado traje de H, de igual
modo que sus zapatos están colocados en el suelo, esperando que de nuevo el
ciclo se inicie y el personaje se introduzca en el campo de visión y comience a
vestirse y garabatear sobre la pared signos indescifrables. La fotografía que
hay colgada enfrente de la silla subraya aquella inquietud, pues se trata del
mismo corredor angustioso e interminable. Sin embargo, al fondo hay una puerta
entreabierta, quién sabe si apuntando una salida, una liberación del discurso
circular, o, dicho de otro modo, la obtención de alguna respuesta.
Publicado en el catálogo de la exposición individual de Javier Roz que, bajo el título Lo difícil es hacer las preguntas, se celebró en el Centro Cultural Provincial de Málaga en abril de 2004.
[1] Véase, BUBER, M.: ¿Qué es el hombre? Madrid, Fondo de
Cultura Económica, 1981, páginas 12-14.
[2] Véase, HONOUR, H.: El Romanticismo. Madrid, Alianza, 1981,
página 123.
[3] DESHIMARU, T.: La práctica del zen. Madrid, Editorial
América Ibérica, S. A., 1994, páginas 83-89 y 41.
[4] La cita está sacada del comentario que Luis Antonio González hace
de la grabación musical titulada Terra tremuit. Música española del siglo
XVII para la Semana Santa, realizada por el conjunto vocal e instrumental
LOS MVSICOS DE SV ALTEZA, fundado en 1992 por el propio L. A. González con el
objetivo de recuperar y difundir el patrimonio musical del Barroco español. El
comentario completo puede leerse en
http://www.arsis.es/discos/Terra%20tremuit.pdf
[5] RUSSOMANNO, Stefano: «La materia de las tinieblas». Madrid, Suplemento
Cultural del diario Abc del 22 de junio de 2002.
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