La verdad pictórica de Bartolomé Esteban Murillo
© ENRIQUE CASTAÑOS
Sobre la exposición Murillo & Justino de Neve. El arte de la
amistad, que finalizó el pasado 30 de septiembre de 2012 en el Museo del
Prado, y que ha sido rigurosamente comisariada por Gabriele Finaldi, podrían
comentarse, a pesar de la reducida cantidad de las dieciocho obras exhibidas,
numerosas cuestiones, como, por ejemplo, la noble y sincera amistad entre el
pintor y el patrono, la concepción del arte de la pintura en la Sevilla del
siglo XVII, la elaboración y el contenido iconográfico de los ciclos pictóricos
de Murillo para las iglesias sevillanas de Santa María la Blanca y del Hospital
de Venerables Sacerdotes, o los avatares del coleccionismo y la dispersión de
la producción pictórica de Murillo durante los siglos XVIII y XIX,
especialmente la dispersión provocada por el expolio de la invasión
napoleónica, aunque en estas pocas líneas sólo vamos a hacer unas brevísimas
reflexiones acerca de la técnica pictórica y del alto contenido espiritual del
genial artista sevillano, amparándonos, precisamente, en la excepcional calidad
de los cuadros expuestos, procedentes de España, Francia, Gran Bretaña, Hungría
y Estados Unidos.
Bartolomé Esteban Murillo. SAN JUANITO CON UN CORDERO, 1660-65 (pormenor)
La técnica pictórica de
Murillo posee una calidad tan alta como la de los más grandes pintores del
siglo XVII europeo, entre los que se encuentran Velázquez, Rembrandt, Rubens,
Van Dyck, Vermeer, Ribera o Frans Hals. Murillo, a pesar de los nutridos
encargos que recibe, ejecuta todas sus obras maestras él solo, sin colaboración
de nadie, y, además, denota un supremo conocimiento en el diseño, en la
composición y el equilibrio de las masas, en la aplicación del color, con
matices de una finura y sensibilidad prodigiosas, en la concepción del espacio
y en el tratamiento de la luz y de la sombra, esto es, en todos aquellos
aspectos que constituyen el supremo arte de la pintura. A diferencia de otros
eximios pintores, como es el caso de Zurbarán, el artista sevillano nunca se
equivoca, nunca comete errores, y esto no sólo se refiere a la portentosa
perfección compositiva, sino al extraordinario dibujo interno que lo soporta
todo, no tan perceptible como el inigualable de Ribera, sino como escondido y
oculto como en el caso insuperable de Velázquez. Una capacidad dibujística
superior, un absoluto dominio y control del acto de pintar, una coordinación
fuera de lo corriente entre la mano y el cerebro, es lo que constituye la
secreta arquitectura interna que sostiene sus maravillosas pinturas.
Pero esta capacidad técnica
prodigiosa, por sí sola, con ser algo tan grande y elevado para alcanzar la
categoría de excelente artista, no es suficiente para explicar el lugar
privilegiado de Murillo en la historia de la pintura europea, al lado de los
más insignes. No es suficiente porque hay algo más, ese algo del que habla
Ramón Gaya al referirse a Velázquez, y que, sin ningún complejo ni temor,
podemos atrevernos a afirmar que también lo roza Murillo. Ese algo más no
pertenece ya al trajinar con los materiales, no pertenece ya a esa cosa humana
que es la pintura, la auténtica pintura, sino que se acerca al Arte, a la
sacrosanta verdad del Arte, a ese otro lado en el que les está dado estar a muy
pocos, y, además, están de una manera completamente natural, sin aspavientos,
alharacas ni excentricidades, sino de manera sencilla, humilde, pero
infinitamente grande, porque se trata del instante en que la pintura, que ya no
es pintura sino Arte, se emparenta y confunde con la vida, con la verdad de la
vida. Es entonces cuando el lienzo, que es sólo Arte, esto es, Vida, nos
conmueve, nos embarga, nos produce no sólo placer estético, esa «finalidad sin fin» de la que hablaba Kant, sino
emoción espiritual, profunda, muy profunda, porque llega a lo más íntimo de
nuestra alma y a lo más escondido de nuestro ser esencial. Eso es lo que
produce la cabeza del cordero en San
Juanito con un cordero, de 1660-65, una cabeza que, con independencia de su
portentosa técnica, es la quintaesencia de la inocencia, de la ausencia de
maldad, de la bondad, con esa patita encima del brazo del encantador niño, y no
puede ser de otro modo porque se trata del Cordero de Dios, de Cristo, que es
lo que representa. Esa cabeza es la de la víctima que va al sacrificio, sin
rechistar, porque ese sacrificio redimirá a la humanidad entera. Esto lo
expresa Murillo de un modo cálido, emotivo, espiritual, vivo, con una vida
auténtica, ya que ese cordero, como el Niño
de Vallecas, está ahí tal y como él es; es decir, no posa, sino que «está».
Como de nuevo afirmaba de manera inmarcesible Ramón Gaya refiriéndose al Niño de Vallecas velazqueño, ya no se
trata de una belleza estética, sino ética.
Lo mismo podemos afirmar de ese cordero pintado por Murillo. Es algo muy
parecido a lo que, en 1603, ya expresaba Shakespeare por boca de Ofelia en Hamlet (acto III): «Could beauty, mi
lord, have better commerce tan with honesty?» («Nunca, mi señor, la belleza
podría tener trato mejor, sino con la honestidad»).
Lo mismo ocurre, y es
el segundo y último ejemplo que aducimos, con la mujer dormida en El sueño del patricio Juan, de 1664-65,
que no es otra que la esposa del patricio romano de la historia de la fundación
de la basílica romana de Santa María la Mayor. Al igual que el perrito apoyado
en el brazo forrado de terciopelo rojo de la silla del retrato del infante
Felipe Próspero que hay en Viena, pintado por Velázquez al final de su vida, que
reposa absolutamente relajado en su más auténtica y prístina «mismidad», esta
mujer del mencionado cuadro de Murillo está «verdaderamente» dormida,
plácidamente dormida, en un sueño sereno y tranquilo, con una relajación
completa de sus miembros, esto es, tampoco está posando, tampoco está pintada,
sino que «es», «está», y este supremo naturalismo pictórico, que no tiene
relación alguna con el de Manet, aunque era un enamorado de ambos pintores
españoles, está relacionado con la Verdad, la Verdad del Arte, que no es otra
que la redención del ser, que la verdad del reino del espíritu, de un espíritu
henchido de bondad, de sencillez, de amor a las criaturas, de sentido religioso
y de vinculación con la verdad revelada, que es el más grande misterio de la
historia del hombre sobre la tierra.
Publicado por el diario SUR de Málaga el 2 de octubre de 2012.
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