Charles Fourier: el deseo y la utopía recuperados
© ENRIQUE CASTAÑOS
La incidencia del maquinismo, si bien por una parte impulsó extraordinariamente
el desarrollo de la técnica y de las fuerzas productivas, por otra originó el
mayor desdoblamiento individual y colectivo del que se tiene noticia en
occidente, lo que no sería más que la caída en un complejísimo proceso
alienatorio que aún no ha concluido. Este fenómeno de la alineación, aparecido
en el proceso mismo del trabajo en la industria, fue perfectamente entrevisto
por autores como Fourier y Proudhon, por el Marx de los Manuscritos y
por Kropotkin y otros autores anarquistas, y supuso una ruptura definitiva y
compleja sobre aquel tipo de trabajo que realizaría el artesano medieval. Los
operarios de los pequeños talleres medievales reconocíanse por entero en los
productos que elaboraban, considerándose el acabado del objeto, no solamente
como algo perfecto, sino también como algo enteramente creado por un solo
individuo. Esta armónica relación entre sujeto y objeto comenzaría ya a
descomponerse durante los tiempos bajomedievales, pudiéndose seguir todo este
proceso a lo largo de los siglos XVI, XVII y XVIII, hasta que, por fin,
adquirirá carta de naturaleza en los primeros decenios del siglo XIX.
En los tiempos modernos,
cuando tiene lugar la transformación de la industria por medio de la
cooperación simple y de la manufactura, y, más señaladamente, una vez que
triunfe en toda regla la revolución en la industria y se consolide el régimen
capitalista, entonces, el productor no se reconocerá ya en su producto, el
obrero no se encontrará en el trabajo que realiza, tendrá lugar un
extrañamiento, un distanciamiento total y absoluto entre el trabajo y quien lo
ejerce: los objetos ya no son elaborados por entero por un solo individuo, sino
que pasan por muchos de ellos antes de su acabado final, teniendo lugar una
división técnica y social del trabajo altamente desarrollada, con el
consiguiente extrañamiento que ello produce en el obrero, limitándose éste ya,
solamente, a la fabricación de una sola de las partes del objeto a producir,
esto es, interviniendo tan sólo en una fase de la producción, siendo necesarias
muchas fases y la concurrencia de un elevado número de individuos en cada una
de ellas para que tenga lugar, después de un largo proceso, el acabado del
objeto. En este objeto final no se reconoce el obrero, habiendo él tan sólo
intervenido en una sola de las fases de su elaboración técnica, muy al
contrario de lo que ocurría durante la Edad Media.
Paralelo a este fenómeno de
la alineación se situaría el de la apropiación capitalista de los medios de
producción, es decir, que éstos, de manos del obrero o artesano, como ocurría
en los siglos medievales, van a pasar a manos del capitalista, incurriéndose de
esta manera en una contradicción tan crasa entre la producción social y la
apropiación capitalista, que dará origen a un fuerte antagonismo social,
antagonismo que se expresa en la lucha entre el proletariado y la burguesía.
También este fenómeno encontraría una exposición clara en otro de los
fundadores del materialismo histórico, Federico Engels, sobre todo en algunas
de las páginas de su obra Del socialismo utópico al socialismo científico.
Pues bien, una vez que el
industrialismo mostró su verdadero rostro, una vez que sus desastrosas
consecuencias y secuelas quedaron al descubierto, no faltaron espíritus atentos,
observadores de la realidad, que se lanzasen a la tarea de indagar las causas
de tales males e intentaran ponerles remedio. Es así que la utopía socialista
aparece como consecuencia directa de la industrialización.
Entre estos autores se
situará Charles Fourier (1772-1837), auténtico profeta del dolor que nuestro
tiempo viene deparándonos.
Yo no sé si Engels exageró
al decir de Fourier que «maneja la dialéctica con la misma maestría que su
contemporáneo Hegel», pero de lo que sí que estoy seguro es que en Fourier
encontramos al crítico más mordaz, más penetrante e incisivo, más riguroso y
exacto del mundo recién salido de la Revolución Francesa.
Partiendo de una valoración
crítica de la sociedad francesa posrevolucionaria, a través de un detenido
análisis crítico de la opresión en la historia, como se explicita en su Teoría
de los cuatro movimientos, Fourier acomete la parte negativa de sus
escritos, la crítica a la civilización (período en el que, según él, nos encontramos
y que se caracteriza por practicar un tipo de industria «fragmentaria y
grosera») y al trabajo en la era industrial. Ahora bien, el concepto de
civilización es un concepto ilustrado, y la crítica que de él hace Fourier se
inserta plenamente en su ruptura con el espíritu de las luces. Es el espíritu
de la Ilustración, con su exaltación de la razón, del progreso y de la historia,
el marco adecuado para que la noción de «deseo», clave en el universo
fourieriano, y la consiguiente crítica a la civilización y al trabajo en la
industria, hallen su cumplida expresión en la obra de Fourier. Esta posición de
rechazo, comparada por un autor de nuestros días al «destino propio de los
navegantes modernos», trae consigo el «olvido absoluto», desdén total por todo
lo que rezume civilización.
Es la noción de trabajo
derivada del concepto ilustrado de civilización, sobre la que descargará
Fourier su acerba crítica. Frente a un trabajo considerado en su aspecto estrictamente
económico, como actividad humana productora de lo real, en el que el espíritu
de la Ilustración distingue tanto su función objetiva, transformadora de lo
real, como su función espiritual, es decir, como principio de la
autorrealización del hombre; frente a una noción de trabajo como lo que articula
la diferenciación y la confrontación de un sujeto y un objeto, Fourier propone
un modelo económico en el que la actividad productiva del hombre se despliega
en un contexto transubjetivo y pasional. Más aún, es contra la filosofía de la
cultura y la historia implícita en la determinación ilustrada de la función
espiritual del trabajo, contra la que se rebela Fourier. Aquélla consideraba en
la función subjetiva del trabajo dos momentos determinantes: de una parte, el
principio de individuación yoica (el yo kantiano, como ha sido puesto de
manifiesto por Eduardo Subirats, no es más que un yo lógico, aquel que mediante
su función sintética determina al sujeto empírico como un objeto: no es más que
pura actividad cognitiva y trabajadora que no reconoce otra realidad que la
lógicamente constituida. Este sujeto trascendental kantiano, que no es otro que
el sujeto burgués de la dominación, se define como un puro fantasma lógico); de
otra, aquel que se refiere al destino de las pasiones (Hegel). Por lo que al
segundo principio se refiere, el trabajo, aparte de actividad formadora y
reproductora de lo real, aparece también como una manifestación libidinal,
pasional. El deseo que con él coexiste, se presenta, sin embargo, reprimido,
canalizado, dirigido. Es este orden fisiológico que impone sobre el cuerpo el
que resume en definitiva la función espiritual del trabajo. Hegel descubrirá
estos mecanismos, sobre todo el concerniente a la carga libidinal propia del
proceso de trabajo, haciendo constar que la esencia de nuestra cultura no es
otra cosa que la negación del deseo, su constreñimiento, la asfixia de lo
económico-libidinal por lo económico-político. Pero la constatación de Hegel se
opera en función de los vuelos de la razón, mientras que la constatación
fourieriana remite exclusivamente al amordazamiento del deseo. En Hegel, el
deseo y la pasión son simplemente medios; en Fourier son un fin. Hay que
liberar al deseo por el deseo mismo: hay que liberar las pasiones y dejarlas
fluir en su infinita multiplicidad, por lo que ellas mismas significan.
En Utopía y subversión,
libro no suficientemente conocido de Eduardo Subirats —de algunas de cuyas páginas he tratado
de hacer una apretada síntesis, en lo que respecta a la relación entre el
pensamiento de Fourier y el de Kant y Hegel—, podemos ver muy claramente que el
deseo al que Fourier hace referencia
—que a primera vista no parece representar más que la alteridad de las
instituciones, de la economía política, de la historia— parece presagiar un mundo pasional en el que
el despliegue de las pasiones y los gustos sólo podría realizarse en un espacio
y un tiempo históricos. Pero el hecho de que el deseo sea oprimido no significa
que sea suprimido. La armonía pasional, la posibilidad del deseo, sólo pueden encontrar
su marco de realización en un espacio y en un tiempo históricos. Este deseo,
social, político, económico, se constituirá en fuerza capaz de trastocar el
orden moral del trabajo, de la civilización, amenazando y subvirtiendo todo el
estado de cosas existentes. De esta manera, el destino de las pulsiones sufrirá
la misma suerte que los mecanismos de producción y reproducción.
Son las pasiones
productivas, nos dice Fourier, las únicas permitidas en civilización, mientras
que existen otras pasiones, tan legítimas como aquéllas, que se encuentran reprimidas,
reducidas a un estado de aprisionamiento que sólo les permite un desarrollo
vicioso. La tarea de liberar estas últimas constituye una empresa fundamental
para acceder a fases superiores de la evolución social. Así, de la misma manera
que las pulsiones parciales de la sexualidad infantil amenazan con desarticular
y descomponer la organización centralizada de la sexualidad madura, como
descubriera Freud a raíz de la polimorfia del cuerpo infantil, también las pasiones
reprimidas amenazan, con su libre desarrollo, el estado general del sistema,
pudiendo constituir su liberación el despedazamiento del actual sistema de
producción, del trabajo, la razón y el progreso.
El contenido subversivo del
deseo en Fourier permite poner en relación su pensamiento con el de Sade, como
de hecho lo ha puesto de manifiesto Pierre Klossowski, pero teniendo en cuenta
que, aun cuando tanto Sade como Fourier ejerzan su virulenta crítica contra el
constreñimiento y la uniformidad del deseo en nuestra sociedad, denunciando un
comercio sexual corrompido, un placer al que no se le reconoce ningún derecho
por sí mismo, constituyendo, en el caso de Sade, la sodomía el acto
antigregario por excelencia y la forma más patente de rebelión contra lo
existente, orden dado este último que convierte las relaciones sexuales entre
los individuos en meros actos de procreación, lo cierto es que el autor de La
philosophie dans le boudoir manifiesta una actitud trágica y pesimista al
no reconocer ninguna salida al estado actual de cosas, mientras que en el caso
de Fourier despréndese de sus escritos una visible esperanza, cuando nos habla
de la inminente regeneración de los seres humanos mediante el infinito despliegue
y multiforme variedad de todas nuestras pasiones. Las novelas de Sade constituyen
un continuo fracaso en lo que a posibilidad de realización de la virtud se
refiere, explicitan un endémico mal congénito a nuestra naturaleza, como si la
brutalidad, la ferocidad, la violencia y el crimen fueran nuestro único estado
natural. Fourier, por el contrario, no vio a la naturaleza humana como
intrínsecamente inclinada hacia el mal, ya que, en un medio adecuado, podría
desarrollarse libremente.
Más, mucho más que destellos
o atisbos geniales, al decir también de Engels, es lo que hallamos al leer los
escritos de Fourier. Él sabía del carácter ilusorio de un progreso que iba
dirigido contra el cuerpo del hombre. Él sabía, al igual que poco después Proudhon,
del engaño que se escondía tras la voluntad general de Rousseau y su ideal de democracia
burguesa. Tampoco desconocía la despersonalización que trae aparejado el
trabajo en la industria, hasta el punto de erigirse en esencial a la misma,
incapaz de sustraerse de ella (nos referimos, por supuesto, a algo que tan sólo
en nuestra época aparece en toda su desnudez, aun cuando ya pudo ser atisbado
por Fourier en su tiempo, es decir, al desmoronamiento del equilibrio psíquico
del hombre contemporáneo, al reiterado asalto que sobre su vida afectiva e
íntima emprende un poder abstracto que, ayudado de la estandarización del
trabajo en la gran industria, convierte a los sujetos en grotescas sombras de
lo que verdaderamente representan. La nadidad del momento presente, por tanto,
como la más acabada expresión de la armoniosa relación entre el Estado y el Capital).
De ahí su crítica a la civilización, de ahí su crítica al trabajo en este
régimen de desigualdad material y miseria espiritual. Su rebelión contra el
espíritu de la Ilustración fue completa. En el desarrollo de una razón poderosa
y omnipotente no veía más que vaciedad y despotismo. Esa razón no poseía más
que una lógica, y ella es la de la dominación. Esa razón no sabe de
indecisiones ni de esperanzas. Es poder y sólo poder, poder que es dominio y
gobierno. Y de los gobernantes ya dijo Sófocles, por boca de Creonte, que no
tienen tiempo de ocuparse de problemas personales. Hay una razón, no obstante,
que impera sobre todas las demás, y ella es la razón de Estado, tanto si nos referimos
al Estado liberal burgués como si nos referimos al estatalismo comunista de una
sociedad planificada. Ambos tipos de organización social descansan sobre una
moral del trabajo que estará de acuerdo, en lo sustancial, en el ahogamiento y
asfixia de la autonomía de los sujetos.
La utopía de Fourier, que,
por encima de disquisiciones y razonamientos sobre el significado de lo
utópico, no es más que un situarse más allá de la realidad que nos constriñe,
pero sin dejar de tener bien puestos los pies sobre la tierra, no es que no sea
científica, es que no pretende serlo. Sin embargo, la sociedad armónica que nos
describe, nos resulta más valiosa, más aprovechable, que esas utopías
comunistas con visos de cientificidad que lo subordinan todo a la colectividad
soberana. Fourier no necesita imaginar una sociedad futura matemáticamente
calculada para que tuviera todas las probabilidades de verificarse en la
historia. No era su intención dar una detallada relación de los pasos a
efectuar, de las condiciones objetivas o subjetivas necesarias a la acción
revolucionaria. Fourier sabe que estas directrices, esta normativa apaga la
capacidad de decisión de los individuos, únicos dueños de su propio destino. A
él le importa más erigirse en conciencia crítica, advertir de los peligros que
encierra la racionalización económica y la uniformidad colectiva. Es utópico en
la medida en que no cree en la ciencia, en la medida en que no cree en un
progreso que comporta la deshumanización, en la medida en que piensa que
técnicas y máquinas acarrean opresión y servidumbre. A Fourier le gusta
descorrer la máscara de que se cubren las, aparentemente, grandes empresas.
Fourier es uno de los grandes destructores de mitos de la historia del pensamiento.
En Fourier hay un no rotundo
a la autoridad, al Estado, a las instituciones, trátese de la familia, del
matrimonio o de la propiedad. En sus escritos se afirma lo individual frente a
todo aquello que lo reduce a la nada. Por eso no es partidario del igualamiento
propio del rebaño. ¿Podría conservarse la riqueza de las diversidades
particulares, la pluriformidad de esos átomos que son los individuos, según
Bakunin, en una sociedad reductoramente igualitaria? No vaya a derivarse de
ello que Fourier concede al individuo una libertad de actuación (= apropiación)
ilimitada, ya que, si algo se propone Armonía es la coexistencia del interés
colectivo y del interés individual.
Fourier es un visionario y,
como todo visionario, es un hombre que sueña. Pero su ensoñación utópica no se
queda ahí, infinitamente alejada de nosotros, como un modelo o meta
inalcanzable; a él, mejor que a nadie, podría aplicársele la frase de Joseph Déjacque:
«¿Qué es la utopía? Una realidad no realizada pero realizable». Fourier quiere
saber de alegrías sin fin, de placeres sensuales y culinarios, de atracciones
apasionadas, de cuerpos que contengan vida y no sean prisiones, de seres libres
que sepan lo que es el amor y la crítica. Fourier, en definitiva, añora un
mundo donde sea posible la armonía.
Publicado en
el diario SUR de Málaga los días 10 y 11 de julio de 1984
No hay comentarios:
Publicar un comentario