Lenguaje, significado y heterodoxia. Consideraciones sobre Ordet de Carl Theodor Dreyer.
© ENRIQUE CASTAÑOS
La inconmensurable grandeza artística de Ordet (La palabra,
1955), de Carl Theodor Dreyer, una de las más altas cimas de la espiritualidad
contemporánea y, casi con toda seguridad, la película más profundamente religiosa
de la historia del cine, proviene, como casi siempre ocurre en las verdaderas
obras maestras, de la armónica conjunción entre la forma y el contenido, entre
el perfecto dominio de la técnica, esto es, la rigurosa utilización de un
lenguaje personalísimo, en este caso el propio del lenguaje cinematográfico,
entre el estilo en definitiva, y, de otro lado, su dimensión semántica, repleta
por todos sus intersticios de una honda significación metafísica. Técnica,
forma y estilo constituyen una unidad indisoluble en cualquier producto
estético auténtico, y en gran medida condicionan y determinan el contenido, es
decir, aquello que el artista pretende comunicarnos (bien sea su particular
visión del mundo y del hombre, bien se trate de su personal interpretación del
momento histórico que le ha tocado vivir) depende en modo no despreciable del
repertorio material específico (vocabulario) y de la concreta dimensión
sintáctica del objeto (modelo de orden entre sus elementos). Incluso Hegel, a
pesar de su idealismo, cuando se detiene en la región de la belleza artística,
considerará en primer lugar el ideal en sí mismo, es decir, la realidad
emancipada del dominio de lo particular y de lo accidental, pero inmediatamente
después se referirá a la determinación del ideal como obra de arte, pues
lo ideal, como añade Menéndez Pelayo en su magnífica síntesis de la Estética
hegeliana, «no puede permanecer siempre en el estado de pura concepción
abstracta»[i], le es inherente, añadimos
nosotros, su manifestación sensible, material. Es esta materialidad de
la obra de arte la que se hace explícita a través del lenguaje artístico.
De lo que acabamos de decir no debiera colegirse, al
menos en lo que respecta al tipo de obra orgánica característica de la época
clásica, que el contenido ocupa una posición secundaria y subordinada a la
forma, menos aún que haya de ser percibido como subsumido y disuelto en ella.
Lo que sí sostenemos es que la dimensión semántica (correspondiente a
las significaciones y valores de toda obra artística) y, en otro orden que no
es nuestro propósito analizar aquí, la dimensión pragmática (influencia
en un contexto social determinado) constituyen sendas fases analíticas del
objeto que no pueden ser plenamente efectuadas sin el previo conocimiento de la
dimensión sintáctica; y, en el caso del creador, que lo que dice,
aquello que comunica, está en gran parte determinado por cómo lo dice
(ya veremos de qué manera es esto especialmente cierto cuando, como en el filme
de Dreyer, lo que se pretende es transmitir al espectador una particularísima
idea de la fe y de la trascendencia). En ciertas obras abstractas radicales de
nuestra modernidad artística, sin embargo, el contenido y la forma se confunden
de modo absoluto, son una y la misma cosa. Como dice Max Bense, a propósito de
algunas obras de Mondrian y de Kandinsky, «en la pintura abstracta y sin
objetos los medios se convierten en portadores de signos y los signos, en el
fondo, sólo designan los medios, pero no significan nada. [...] Trátase pues
aquí de un auténtico mundo correal, estético, de signos»[ii]. También Adorno parece
referirse a objetos abstractos de la vanguardia cuando sostiene de manera
bastante enigmática que «la clave de todo contenido del arte reside en su
técnica»[iii], concepto éste, el de
técnica, que habríamos de traducir aquí por el de forma. En efecto, en las
obras abstractas, inorgánicas, de la vanguardia histórica la forma deviene
contenido y viceversa, atrapados ambos conceptos por una relación tautológica.
Pero lo que puede resultar válido para caracterizar
determinadas piezas de la plástica vanguardista, no tiene por qué serlo en el
caso del realizador danés, a pesar de que, como veremos, existen importantes
elementos abstractos en la obra que ahora comentamos. Antes hemos hablado de la
unidad existente entre la técnica, la forma y el estilo en toda obra artística.
Dreyer, en un artículo publicado en 1943 sobre Dies Irae, es verdad que
distingue con suficiente precisión entre cada uno de estos conceptos, pero ello
no significa que posean vida independiente, que puedan darse por separado; los
tres se necesitan mutuamente, no puede ser cada uno de ellos sin el otro. Dice
así Dreyer: «El alma [de la obra de arte] se manifiesta a través del estilo
que, siendo el catalizador de la inspiración poética del artista, refleja la
manera con que éste expresa la materia que trata. El estilo es indispensable
para fijar la inspiración en una forma artística. Por medio del estilo el
artista fusiona y armoniza los diversos elementos, dándoles una unidad, al
mismo tiempo que logra que los demás veamos el argumento como lo ven sus
propios ojos. El estilo es inseparable de la obra de arte acabada. La penetra,
la invade y, sin embargo, permanece en cada momento invisible como algo que no
se deja comprobar. [...] Admito haber hablado mucho de la técnica, pero mi
preocupación ha sido siempre aprender a fondo mi profesión y no me avergüenzo
de ello. El artista sabe que la primera condición para llegar a ser artista es
que conozca y domine su oficio. Y todos los que han visto mis obras
reconocerán, por otra parte, que para mí la técnica es un medio y no un fin y
que mi fin ha sido siempre hacer vivir al espectador una experiencia que lo enriquezca
en su interior»[iv].
No deja de resultar curioso el tono como casi de disculpa con el que Dreyer
reconoce «haber hablado mucho de la técnica» en un texto dedicado al estilo
cinematográfico, influido quizás por el papel preponderante que la idea y la
forma habían ocupado en la teoría clásica sobre el arte. Y, sin embargo, el
hecho mismo de detenerse tan extensamente sobre el lenguaje y la técnica en un
escrito sobre el estilo, corrobora una vez más la importancia de la sintaxis y
de la gramática en la elaboración de la obra artística.
En cuanto a la técnica y a la complicada sintaxis
expresiva de Ordet[v], quizá sea oportuno
empezar refiriéndose a la puesta en escena de la película, a nuestro juicio muy
abstracta de principio a fin, sobre todo en la larga y extraordinaria secuencia
última del milagro, de una economía de medios y de una estilización extrema.
Los elementos y objetos materiales que componen las diferentes escenas, a pesar
del realismo del mobiliario y de los vestidos de los personajes, que son los
auténticos de los campesinos de esa región de Dinamarca, poseen siempre una
significación precisa y en absoluto han sido escogidos arbitrariamente, esto
es, la selección de su número, la disposición del encuadre y la sobriedad
ornamental están en perfecta concordancia con el contenido religioso del filme.
La heterodoxia lingüística de Dreyer (tan distante de cualquier concesión a la
perniciosa y huera utilización literaria del lenguaje fílmico), que
conoce perfectamente las reglas pero tiene la valentía de transgredirlas y de
romper con ellas, sabiendo además cómo hacerlo, es muy evidente en los
movimientos de cámara y en el uso de los planos, en el empleo del tiempo y en
la dirección de los actores. La cámara se desplaza en función del punto de
vista del alma del espectador, a cuyo interior únicamente se dirige el autor,
es decir, como si la cámara fuese nuestra propia mirada, pero la que Dreyer
desea y nos obliga que adoptemos. Hay veces en que el espectador parece anticiparse
a los movimientos de los personajes, cual si estuviese en el escenario con
ellos. En la secuencia en que Inger y Morten se encuentran junto a la mesa de
la estancia principal tomando café, inesperadamente vuelve la mujer la cabeza
hacia su espalda, en dirección a la puerta que hay detrás suya, a la derecha
del campo visual. La cámara se desplaza entonces, con suavidad, también a la
derecha, recorriendo la distancia hasta la puerta mediante un plano vacío de
presencia humana pero cargado de tensión, y constatamos que el ruido que
provoca el giro de la cabeza y de parte del cuerpo de Inger lo acaba de
producir Johannes, que entra en la habitación. La cámara se detiene en este
último personaje mientras pronuncia unas extrañas palabras: «Un cadáver en el
salón»—, para volver de nuevo en recorrido inverso hacia la mesa y podamos así
comprobar la inquietud que la frase de Johannes origina en sus oyentes, sobre
todo en la candorosa Inger. Cualquier película de la época hubiera hecho uso,
en una escena con una situación similar, del plano-contraplano; Dreyer, en
cambio, lo suprime radicalmente. No hay un solo plano-contraplano en Ordet.
La utilización del plano circular también es revolucionaria. En la prodigiosa
escena en que Johannes y Maren mantienen esa conversación maravillosa y tan
llena de naturalidad en la que la niña le pide a su tío que si su madre (Inger)
se muere, la despierte, el prodigio en verdad consiste, de un lado, en el extraordinario
movimiento circular que la cámara describe alrededor de ambos personajes,
quienes cambian ligeramente de posición a medida que la cámara se desplaza, y,
de otro, en el tiempo interior del plano mismo, tan rítmicamente pausado y acorde
con el tono y el contenido de lo que hablan Johannes y su sobrina[vi]. Nadie como Dreyer, por
otra parte, si exceptuamos quizás a Kenji Mizoguchi, ha sabido hacer un uso tan
adecuado de un concepto tan difícil como es el del plano-secuencia, cuya
prolongada duración se sostiene gracias a la tensión dramática y a ese tiempo
interior de los planos a que nos hemos referido. El generoso empleo del
plano-secuencia en Ordet contrasta con el limitado uso de los primeros
planos, de los que sólo hay tres en toda la película. Pero el auténtico
contraste se establece, por lo que al empleo de los primeros planos se refiere,
entre Ordet y La pasión de Juana de Arco, esta última tan
abundante de primeros planos, sobre todo en las escenas del juicio. La razón de
ello consiste en que en Juana de Arco lleva Dreyer hasta el límite las posibilidades
expresivas del cine mudo, como si intuyese o se adelantase al sonoro, mientras
que en Ordet el ritmo y el tempo son otros. Los movimientos y los
gestos de los personajes no sólo no se sustraen a esta singular concepción del
tiempo cinematográfico, sino que forman una unidad con él. Más que actuar al
modo normal, los actores simulan interpretar para sí mismos, reflexionan cuando
hablan, parecen estar suspendidos, como gravitando, sobre todo Johannes.
También está cuidada hasta en sus más mínimos detalles la composición de estos
personajes y de los objetos en el espacio. La panorámica sobre las cabezas de
los asistentes a la ceremonia religiosa en casa de Peter el sastre, es un
prodigio de composición de cuerpos en el espacio, y nos recuerda algunos
cuadros de la pintura holandesa del siglo XVII, sobre todo de Rembrandt, cuya
densa atmósfera parece impregnar el ambiente de la escena de Dreyer, tamizada
por una luz difusa y mortecina. En otras ocasiones, el encuadre escogido, los
objetos y pequeños enseres domésticos que hay dentro de él, el empleo de la luz
y la profundidad de campo, nos sugieren ciertos lienzos de Vermeer. En último
lugar, Ordet, que en cierto modo es una película intemporal (las únicas
referencias al presente en el que se rodó la cinta vienen dadas por un teléfono
y por un automóvil del que tan sólo se ve el reflejo de sus faros en la pared
de una habitación) y una película contemplativa, en la que casi no hay acción,
sí que está, sin embargo, transida de conflicto, atravesada, como si dijéramos,
por una tensión dialéctica entre la calma y la tempestad; este conflicto
paradójico e insondable está en íntima relación con la fe. A él vamos a dedicar
las líneas siguientes.
Estamos en lo sustancial de acuerdo con Max Bense
cuando afirma que la obra de arte, desde el instante preciso en que ha sido
concluida por el autor, «pasa del estado de puro ser al estado de pura teoría.
El objeto estético es percibido estéticamente y a ello sigue el juicio
estético». El juicio estético, así como la determinación de los rasgos estéticos
de la obra de arte, «son cosas
—continúa diciendo Max Bense—
que corresponden al proceso del análisis estético». Ahora bien, «el
análisis estético se refiere a elementos estéticos, a signos estéticos». Para
que el análisis estético sea posible, esto es, el «análisis semiótico en un
sentido estético», necesariamente habrá de descomponerse el objeto estético en
sus elementos estéticos, es decir, no en elementos considerados desde el punto
de vista de las categorías, que sería la perspectiva propia de un análisis
óntico, sino, como hemos dicho, en elementos percibidos como signos estéticos,
que sería la perspectiva propia de un análisis ontológico[vii]. El análisis de Ordet
que hemos esbozado en las líneas precedentes no es, por tanto, en rigor, un
análisis estético, sino un análisis técnico, de los medios empleados por
Dreyer, y, en menor medida, un análisis formal. El análisis que pretendemos
delimitar a continuación lo será, en cambio, acerca del contenido y del
significado del filme. Qué duda cabe que en ambos niveles de análisis se
deslizan de vez en cuando observaciones relacionadas con el nivel de análisis y
el juicio estéticos. La mayoría de los juicios de las obras de arte que pretenden
e incluso pasan por ser reconocidos como pertenecientes al ámbito del análisis
estético, no son sino análisis técnicos, formales, históricos, sociológicos y
de contenido.
Realizada esta aclaración, es necesario hacer otra
no menos imprescindible. A nuestro juicio, cualquier análisis acerca del
contenido y del significado de Ordet debe partir de un dato
incontestable: se trata de una obra profunda y esencialmente religiosa, realizada
además por un artista que cree en Dios y para el que el hecho religioso, junto
al estético, constituía el asunto y la preocupación básica de su existencia.
Este dato fundamental no puede ser olvidado ni minusvalorado si de verdad
queremos penetrar, siquiera sea un poco, en los entresijos filosóficos y
teológicos de la película. De ahí que el milagro de la resurrección de Inger
por Johannes estemos obligados a tomarlo como lo que es, un milagro auténtico y
real, bien es cierto que en el plano de una realidad artística. Sabemos
que la realidad del arte trasciende la del mundo real en el que nos
desenvolvemos y transcurre nuestra vida, el mundo de la realidad tangible y
contingente; se trata, queremos decir también, de una realidad distinta,
autónoma, independiente, cerrada en sí (por eso no tiene ningún sentido hablar
de mímesis, de imitación de la naturaleza, cuando nos referimos al producto
estético. Ninguna obra de arte verdadera es o ha pretendido nunca reproducir el
mundo de la realidad natural)[viii]. Ahora bien, el milagro
que hay en Ordet no debe ni puede ser sustraído del seno de esa realidad
fílmica (con sus coordenadas de espacio y de tiempo) que, desde el punto de
vista estético, también posee su particular modo de realidad, la que hemos
llamado, siguiendo a Bense, correalidad. Este milagro puede parecernos
un suceso inexplicable desde la óptica de la razón y de las leyes de la ciencia
física, pero es perfectamente asumible, incluso meridianamente comprensible
desde la perspectiva de la fe, de esa fe sencilla e inocente, evangélica, que
sin saberlo posee Maren como un tesoro preciosísimo. El hecho cierto de que
estamos ante una resurrección con todas sus consecuencias —y para que no quede ninguna duda acerca de
la muerte de Inger, Dreyer se encarga de ofrecernos, en dos de los tres únicos
primeros planos de la película, sendos certificados de defunción—, es
percibido, una vez finalizada la secuencia, como la parte más real de toda la
obra[ix], a la que se une de tal
modo que resulta vano cualquier intento de separarla de ella o de descontextualizarla.
De ahí que nos parezca una errónea apreciación crítica considerar este milagro
como la simple irrupción de lo fantástico en el filme, cual si éste pudiera
clasificarse en parte como perteneciente a ese género cinematográfico.
Es característico del estilo de Dreyer en esta
película tratar el tema de la fe y de la trascendencia dentro de la mayor
cotidianidad y sin ningún énfasis, esto es, sin retórica ni grandilocuencia
alguna. Pero esto no significa que el problema religioso no sea abordado de
manera hondísima y conflictiva, tensándolo hasta el límite, sin escamotear las
dudas y los interrogantes, las contradicciones y las paradojas que suelen
acompañar a la fe. Porque, ¿de qué fe nos habla aquí el realizador danés? Como
diría Unamuno, una fe abstracta, formal, una fe que fuese una idea de la
fe, no es fe, sino puro concepto, una entelequia. La fe es un sentimiento del
hombre, pero tampoco de la idea de hombre, sino del «hombre de carne y
hueso, el que nace, sufre y muere
—sobre todo muere—; el que come, y bebe, y juega, y duerme, y piensa, y
quiere; el hombre que se ve y a quien se oye, el hermano, el verdadero hermano»[x]. Antes de continuar
convendría tal vez subrayar que Ordet no es ni mucho menos una obra
exclusivamente sobre la fe; también lo es sobre el amor y la vida, aspectos
que, por otro lado, no pueden disociarse de aquélla. Todos los miembros de la
acomodada familia de granjeros que vive en Borgensgaard, epicentro de la
acción, se quieren y se respetan[xi] mutuamente entre sí[xii]. Quizá sea, sin embargo,
el personaje de Inger, tan lleno de bondad y dulzura, el que muestre una mayor
capacidad para amar y ser amado. Entre Morten Borgen, el anciano patriarca de
la familia, y su nuera Inger, por ejemplo, se establece una relación peculiar,
rebosante de ternura y de sentimientos paterno-filiales: tan atenta y solícita
se muestra Inger con su suegro
—preocupada de que no vaya a coger frío, dispuesta a prepararle su plato
preferido, contrariada cuando Mikkel se dirige a su padre en tono de reproche—,
como paternal y respetuosa es la actitud de Morten para con ella. También ama
Inger al benjamín de la familia, su cuñado Anders, por cuyo deseo de unirse en
matrimonio a Anne, la hija de Peter el sastre, intercede en una entrañable
conversación a solas con Morten, animada como está a que ambos jóvenes encuentren
así la felicidad que libremente han decidido. Cuando Inger muera, Anders la
llorará como si hubiera perdido a una hermana mayor o a su propia madre. ¿Y qué
decir del amor que comparten, con toda su alma, pero también con todo su
cuerpo, los dos esposos? Porque, como ha señalado Giménez Rico, Dreyer trata
asimismo en esta película del amor físico entre ambos esposos, de manera sutil
unas veces —repárese en el beso que da
Mikkel a su mujer casi al término de la segunda secuencia del filme, después de
la alegre charla que han mantenido en la cocina con Anders sobre el noviazgo de
éste con Anne—, explícita otras —¿no se
arroja Mikkel desesperadamente al cadáver de su mujer, cuando deben llevársela
para enterrarla, diciendo entre sollozos: «También deseo su cuerpo»? ¿No son
ardientes y apasionados los besos y, literalmente hablando, los mordiscos con
que recibe Inger, en el instante de ser devuelta a la vida por Johannes, la
mejilla de su marido, que la abraza sobre el féretro, en la magnífica escena
última de la película?[xiii]—, sin mojigatería ni
represión alguna, con abierta aunque exquisita naturalidad; caso distinto es el
que ofrecen Peter el sastre y su mujer, quienes parecen no haberse entregado
desde hace mucho tiempo, debido quizás al rigorismo de sus creencias religiosas,
a un contacto sexual[xiv].
Dreyer es un cristiano protestante, esto es, la
religión en la cual cree, más que un conjunto de normas vinculadas a una
liturgia y a un determinado culto externo, consiste en la praxis de una íntima
comunicación con Dios. Como cualquier protestante, comparte un respeto sagrado
hacia el individuo y el libre albedrío, concede una gran importancia al estudio
continuado y a la meditación de las Escrituras, le obsesionan el pecado y el
problema del Mal en el hombre y en el mundo, así como ciertas cuestiones de naturaleza
escatológica y otras relativas al sentido último de nuestra existencia. Pero,
de manera especial, le obsesiona la fe, el misterio sobrenatural que la
envuelve, separada como está por completo de las leyes que rigen la materia, la
lógica y la razón. Sin embargo, Dreyer es, de otro lado, un protestante
bastante heterodoxo, con una visión muy personal (incómoda y difícil de aceptar
por la jerarquía) sobre el cristianismo y la figura de Jesús. La atenta lectura
de la Biblia y, muy expresamente, de las desgarradoras obras de su compatriota
el filósofo Søren Kierkegaard[xv], le llevan a intensas y
periódicas crisis que, en ocasiones, aconsejan cuidados médicos y el
internamiento. Esto no significa que Dreyer acometa el arduo problema de la fe
en Ordet siguiendo al pie de la letra los pensamientos del polémico
antihegeliano, aunque dejan notarse algunas influencias. Donde quizás más éstas
se aprecian es en la crítica corrosiva a la institución eclesiástica, a la
religión oficial[xvi],
ejemplificada en la figura del pastor. Hombre equilibrado, seguro de sí mismo y
consciente de su autoridad, el pastor no tolera que la religión y la personal
experiencia que se tenga de la fe comporten una sinceridad ilimitada y un grado
de compromiso radical con la propia conciencia, menos aún que perturben el
orden establecido y el actual estado de cosas. Aunque desde el primer encuentro
que tiene con Johannes advierte en éste profundos síntomas de desequilibrio
mental, también ve en él a un rebelde peligroso. En su arrogancia, le resultan
insoportables las palabras de un loco que, no satisfecho en proclamarse Jesús de
Nazaret, le recrimina con severidad la mentira e hipocresía de su fe[xvii]. En la escena, una vez
concluido el parto, en que el pastor y el médico que ha asistido a Inger toman
relajadamente el café que les ofrece Morten, Dreyer pulsa de nuevo, con
particular agudeza, la opinión del ministro protestante acerca de los milagros
de Jesús, curiosamente próxima a la del representante de la ciencia[xviii]: «Los milagros de
Jesús fueron posibles en circunstancias extraordinarias. [...] Los milagros son
posibles porque Dios es el dueño de todo lo creado, pero, de otra parte, aunque
Dios tiene poder de hacer milagros, no los hace, porque el hacer milagros sería
menoscabar las leyes naturales y Dios eso no lo hace». Cuando Johannes comience
a pronunciar las imperativas palabras que conseguirán despertar a Inger,
el pastor, en consecuencia con el credo que defiende, tratará de impedirlo.
Según Kierkegaard, sólo quien ha experimentado la
angustia y la desesperación puede tener relación con Dios y alcanzar la fe. El
contenido de la fe es paradójico, y cuanto más lo sea tanto más la fe es fe, ya
que Dios es lo enteramente otro, lo plenamente inaccesible mediante el
conocimiento, la paradoja absoluta. Dreyer, en Ordet, nos proporciona
unas claves sobre la fe que, sin contradecir necesariamente al solitario de
Copenhague, resultan menos tortuosas, más directas, más... cercanas. La fe,
viene a decirnos Dreyer, sólo es posible cuando se es bueno y se tiene
capacidad de amar, pero no de amar en abstracto, sino de amar a quienes te
rodean y te son más próximos. Así lo cree Inger, que con asombrosa claridad
intuye desde el principio que la fe acabará concediéndosele al incrédulo
Mikkel, precisamente porque «tienes corazón, bondad. [...] Que no basta con
creer si no se es también un hombre bueno»[xix]. Este don de la fe, que
se derrama en las personas sencillas, en los pobres de espíritu, lo
poseen sobre todo los niños, serena morada de la pureza y de la inocencia. En
esta cuestión se atiene Dreyer, sin sombra alguna de duda, al espíritu y la
letra del Evangelio. Maren, una de las dos hijas pequeñas de Inger, es la única
que deposita una confianza plena en Johannes, hasta el punto de responderle a
su tío, cuando éste le pregunta —al
comienzo de la impresionante y conmovedora escena en la que Dreyer hace un uso
prodigioso del movimiento circular de la cámara, el de mayor belleza quizás de
toda la historia del cine— si le
gustaría que muriese su madre, que sí que le gustaría que se muriese, «porque
entonces la resucitarías, ¿verdad?»[xx]. Ni siquiera está
convencida Maren de que Inger vaya a morir o, cuando se produzca el fatal
instante, esté muerta; para ella sólo se encuentra dormida. En la secuencia del
milagro, intranquila porque se disponen a cerrar y llevarse el féretro, la
oímos meter prisa a Johannes, que se demora demasiado: «¿A qué esperas, tío?».
Ordet, como alguien ha sugerido,
es una película antimaniquea y contra la intolerancia. Es cierto que en las
escenas que transcurren en casa de Peter el sastre, observamos una luz más
tenue, más apagada, indicándose así quizás que la religión y la fe en la que
creen sus moradores es menos verdadera que la que resplandece en Borgensgaard[xxi]. También lo es que el
temple de Peter, a pesar de la voz sosegada y la moderación en los gestos, es
más autoritario que el de Morten —o al
menos ejerce un dominio más eficaz sobre su familia, debido a que todavía no es
un viejo—, y que su actitud religiosa es más intransigente, más formal, incluso
algo teatral[xxii].
Sin embargo, Dreyer dignificará sobremanera la persona de Peter, quien finalmente
accede a las pretensiones casamenteras de Anders con Anne y termina
reconciliándose con su rival de «allá arriba»[xxiii].
¿Y qué decir, para terminar, del extraño y
enigmático Johannes? Hasta ahora hemos hablado constantemente de él, pero,
¿quién es en realidad, qué simboliza? Permítasenos reconocer nuestra impotencia
para definirlo, para bosquejar siquiera una interpretación verosímil. Su presencia
física, sus palabras, unas veces dulces, otras increpadoras, sus gestos y sus
actos nos absorben por entero, se apoderan con enorme fuerza de todo nuestro
espíritu y todos nuestros sentidos, y, sin embargo, se muestra irreductible, inasible,
incapaces como somos de precisar su yo y su personalidad más oculta. Si en
cierto modo Ordet es una película que plantea más interrogantes que
certezas, ello se debe en gran medida a este personaje misterioso. Hemos
defendido la tesis de que la resurrección de Inger no es una fantasía, una
alucinación o una ilusión de los sentidos, sino un milagro auténtico en el
plano de la realidad estética. De igual modo deberíamos admitir que Johannes es
lo que es, o, al menos, lo que aparenta ser, es decir, un desequilibrado mental,
un loco[xxiv], pero al mismo tiempo
pensamos también, quizás contradictoriamente, que en cierto sentido es un poco
el propio Dreyer[xxv],
y, de otra parte, quien dice él ser quien es, Jesús de Nazaret, «Cristo
resucitado que ha venido a vosotros por mandato de Aquel que creó el cielo»,
según afirma el propio Johannes al comienzo de la primera secuencia. Todo el
mundo entiende que la referencia a Jesús de Nazaret es a Cristo-Hombre, el que
todavía habrá de sufrir la Pasión y encontrarse con la muerte, mientras que
Cristo resucitado es el Hijo que se sienta a la derecha del Padre. ¿Cómo, pues,
dice Johannes ser uno y otro simultáneamente? ¿No será que Dreyer utiliza cinematográficamente
dos conceptos y dos dimensiones distintas del tiempo, uno eterno, intemporal, y
otro finito, histórico? ¿De qué manera, si no, interpretar la enigmática nota
que deja Johannes junto a la ventana, cuando se escapa aprovechando que el
vigilante —su hermano Anders— duerme, y que reproduce un versículo de
Juan? (13, 33): «Me marcho y tendréis que buscarme, pero allá donde voy no
podréis entrar». ¿No les dice Jesús esto a sus discípulos en el momento de las
despedidas durante la Última Cena, dando a entender que deben buscarlo en el
interior de ellos mismos y en el amor a los otros, y que adonde va —la diestra del Padre— no podrán ir si no es por la muerte?[xxvi] ¿Cómo, si no,
comprender la extraña aparición de Johannes —vestido con normalidad, aseado,
resplandeciente, con pleno dominio de sus facultades mentales: resucitado,
purificado después de haber conocido la muerte y contemplado al Padre— en la habitación donde yace muerta Inger,
para, una vez realizado el milagro, desaparecer, literalmente evaporarse?
¿No será, aunque una vez más pueda resultar paradójico, que Cristo resucitado y
Cristo-Hombre se han encarnado en Johannes, mejor dicho, que ambos, en el fondo
Uno, viven en él, están en él?
APÉNDICE 1
[El texto reproducido en este y el siguiente
apéndice, al igual que todas las citas de los personajes incluidas en el
artículo, corresponden a la versión doblada en español de Ordet]
Diálogo entre Johannes y el pastor:
—El Señor esté contigo.
—¿Cómo dice?
—El Señor esté contigo.
—Gracias. ¿Es usted, por casualidad…?
—¿No me conoces?
—¿Es usted el hijo de la casa?
—Soy albañil…
—¡Ah!, sí.
—Construyo casas, pero los hombres se niegan a vivir en ellas…
—No me diga.
—Quieren construirlas ellos mismos; lo quieren a pesar de que no pueden.
Por eso algunos viven en tugurios a medio acabar, otros en ruinas, pero la
mayoría vagan sin casas ni hogar. ¿Eres tú uno de esos que necesitan hogar?
—Soy el nuevo pastor. Me llamo…
—¡Yo me llamo Jesús de Nazaret!
—Jesús…, ¿cómo piensa probarlo?
—Tú, hombre de fe que en realidad no la tiene! Los hombres creen en
Cristo muerto pero no en el vivo, creen en mis milagros de hace dos mil años,
pero ya no creen en Mí. He vuelto para demostrar que mi Padre está en el cielo
y para hacer milagros.
—Hum…, en nuestros días ya no hay milagros.
—Así es como habla mi Iglesia terrestre, la Iglesia que me traiciona,
que me ha asesinado en mi nombre. Aquí estoy y nuevamente renegáis de Mí, pero
si volvéis a crucificarme, malditos seáis. [Sale Johannes de la habitación].
—Esto es absolutamente abominable.
APÉNDICE 2
Diálogo entre Johannes y
Maren, instantes antes de que Mikkel anuncie la muerte de Inger:
—Tío, ¿se va a morir pronto mamá?
—¿A ti te gustaría, Maren?
—Sí, porque entonces la resucitarías, ¿verdad?
—No creo que eso ocurra.
—¿Por qué no?
—Porque los demás no me lo permitirán.
—¿Y qué pasará con mamá?
—Pues que tu madre irá al cielo, mi pequeña.
—Sí, pero eso no me apetece.
—Niña mía, tú no sabes lo que es tener una madre en el cielo; es una
bendición.
—¿Acaso es mejor que tenerla en la tierra?
—Contéstate a ti misma.
—¡Oh! ¿Por qué dudas tanto? Si alguien nos hace daño no tendremos una
mamá que nos cuide.
—Nadie puede hacer daño a una niña tan pequeña que tiene a su mamá en
el cielo, junto a Dios. Cuando la madre de alguien se muere, siempre está en
casa.
—Pero también la tenemos cuando está viva.
—Sí, pero tiene que ocuparse de muchas otras cosas.
—Sí, claro, tiene que limpiar el suelo y fregar los platos, y todo eso
no tiene que hacerlo una muerta.
—Sí, sí.
—De todas formas, prefiero que la despiertes, tío.
—Es eso lo que quieres…
—Sí; así podrá quedarse en casa.
—Vete, niña.
—¿No quieres despertarla?
—Si los otros me lo permiten, lo haré.
—No te preocupes de los demás. ¡Ah, qué contenta estoy!
—¿De verdad?
—Sí. ¿Quieres venir conmigo a taparme?
—Sí, y haré que esta noche te guarde un ángel de mi Padre.
—¿No vas a bendecirme como
siempre?
—Sí, de acuerdo. [Se levanta y coge a la niña en brazos]. Y tomó a
los niños en su seno, posó las manos sobre ellos y los bendijo.
[i] MENÉNDEZ PELAYO, Marcelino (1883-1891): Historia de las ideas
estéticas en España. Madrid, Consejo Superior de Investigaciones
Científicas, 1974, volumen II, página 194.
[ii] BENSE, Max (1954): Estética. Consideraciones metafísicas sobre
lo bello. Buenos Aires, Nueva Visión, 1973, página 53. Sobre el término
«correalidad», acuñado por este mismo teórico alemán, afirma lo siguiente
(páginas 22-23): «Cuando se trata sólo de cuadros realmente pintados y que
pueden contemplarse, o cuando se trata sólo de poemas realmente compuestos, pero
cuadros y poemas que superan las realidades en virtud de las cuales ellos son,
es decir, que son algo más que ellas, hablamos de la correalidad de las obras
de arte y de la correalidad de los objetos estéticos. Designaremos al modo del
ser de las obras de arte, y por lo tanto al modo del ser de los objetos
estéticos, con la expresión correalidad. [...] Es propio de la esencia de las
obras de arte el que el objeto estético tenga necesidad del objeto real para
ser y para ser percibido. El ser estético es ser correal».
[iii] Citado en BÜRGER, Peter (1974): Teoría de la vanguardia.
Barcelona, Península, 1987, página 59.
[iv] DREYER, Carl Theodor: Juana de Arco. Dies Irae. Algunos
apuntes sobre el estilo cinematográfico. Madrid, Alianza, 1970, páginas 237
y 251.
[v] No es nuestro propósito realizar aquí un estudio pormenorizado de
los innumerables aspectos lingüísticos y de la compleja e inagotable polisemia
de Ordet, en realidad un filme que puede y de hecho ha sido abordado
desde múltiples perspectivas, dando lugar casi siempre a posiciones muy encontradas.
Como se desprende del título, este artículo sólo pretende esbozar algunas
consideraciones de carácter general sobre la sintaxis y la dimensión semántica
de la película, aunque incidiendo principalmente en su significación religiosa
y metafísica, sobre la que trataremos de ofrecer una interpretación personal,
deliberadamente alejada de las opiniones de la crítica especializada, a la que,
de otro lado, no pertenecemos. En el apartado específico del lenguaje empleado
por Dreyer en Ordet, sin embargo, sí quisiéramos mostrar nuestro
reconocido agradecimiento a José Luis Garci, Antonio Giménez Rico, Juan Miguel
Lamet y Juan Tébar por las sugerencias ofrecidas en la enjundiosa tertulia que
siguió a su proyección en la pequeña pantalla el día 10 de abril de 1995, en
TVE2. El lector interesado en la figura y en la filmografía de Dreyer, puede
consultar los siguientes libros y publicaciones, que contienen a su vez una
abundante bibliografía: Escritos de Dreyer: Oeuvres Cinématographiques
1926-1934, recopiladas por M. Drouzy y Ch. Tesson. París, 1983; Dreyer
in Double Reflection. Nueva York, 1973 (también Copenhague, 1959); Cahiers
du Cinéma, números 61, 124, 127, 133, 148 y 159. Sobre Dreyer: MILNE, Tom: The Cinema of Carl
Theodor Dreyer. Nueva York, 1971; SCHRADER, Paul: Trascendental Style in
Film: Ozu, Bresson, Dreyer. Los Angeles, 1972; BORDWELL, D.: The Films
of Carl Dreyer. Berkeley, California, 1981; AA.VV.: Carl Theodor Dreyer.
Nueva York, The Museum of Modern Art, 1988; revista Nosferatu
(San Sebastián, Patronato Municipal de Cultura), nº 5, enero 1991, dedicado
íntegramente a Dreyer. [Entre la fecha de publicación original de este artículo
y su inclusión en esta página web, han aparecido, entre otros, los siguientes
tres títulos sobre Dreyer en castellano: GÓMEZ GARCÍA, Juan Antonio: Carl
Theodor Dreyer. Madrid, Fundamentos, 1997; VIDAL ESTÉVEZ, Manuel: Carl
Theodor Dreyer. Madrid, Cátedra, 1997; DULCE, José Ángel: Dreyer.
Nickel Odeon, 2000].
[vi] La belleza de esta escena es infinita, si bien está sometida al
progreso general de la acción. Respecto a esta cuestión, lo que Dreyer afirma
sobre Dies Irae también puede aplicarse a Ordet (Algunos
apuntes sobre el estilo cinematográfico, op. cit., página 239): «En mi obra
no he admitido ni una sola imagen únicamente en función de su belleza.
Cualquier imagen, incluso la más hermosa, que no hace progresar la acción,
perjudica a la película».
[vii] Sobre esta importante cuestión acerca de la determinación
ontológica de lo estético y de las precisas coordenadas en que debe enmarcarse
el juicio estético, véase Max Bense, Estética, op. cit., páginas 19-25 y
34-46.
[viii] Dice Max Bense (Estética, op. cit., página 63): «La
imitación y la abstracción son medios técnicos con cuya ayuda puede producirse
el arte. Imitación y abstracción tienen significación instrumental, no
estética. Por la imitación y la abstracción no se clasifica el arte, sino tan
sólo por los medios técnicos de éste. [...] La demostración contenida en el
Laocoonte de Lessing de que en la antigüedad el principio del arte no estribaba
en una reproducción de la realidad natural, sino en la producción de la
belleza, expresa el hecho de que el arte clásico, aun limitándose a la
realidad, la trasciende —atado como
estaba al carácter recognoscible de los objetos, a su física— mediante la belleza, que se sirve de la
imitación únicamente como de un medio».
Dreyer, por su parte, dirá también (Algunos
apuntes... op. cit., página 244): «Lo que vale es la verdad artística, es
decir la verdad tal como la encontramos en la misma vida, pero liberada de todo
elemento innecesario, la verdad filtrada de la mente de un artista. Lo que
sucede en la pantalla no es ciertamente realidad, ni debe serlo. Si lo fuese no
sería arte».
[ix] La realidad de este milagro la entenderemos mucho mejor si
comparamos lo que sucede en Ordet con lo que le ocurre a don Quijote en
la aventura de los molinos de viento. Cuando el héroe cervantino confunde los molinos
con gigantes, sólo él los ve así, trasmutados de esa guisa por efecto de
su locura y de su exacerbada fantasía. El cuerdo de Sancho, como sabemos, no
sólo advierte a su amo del despropósito de la empresa de arremeter contra
ellos, sino que es la referencia que tiene el lector para confirmar que los
molinos son molinos y no gigantes. Por el contrario, las personas que asisten a
la resurrección de Inger, todas ellas cuerdas y entre las que hay nada menos
que un agnóstico hombre de ciencia, verifican con sus propios ojos —y en el caso de Mikkel con su boca y sus
manos— que la muerta ha sido devuelta a
la vida, esto es, que no se trata de la fantasía de un loco y una niña. De otro
lado, es cuando menos sorprendente que en la película que Dreyer tenía
proyectado realizar sobre la vida de Jesús, de la que llegó a escribir casi
todos los diálogos, no pensó incluir ningún milagro. A nuestro juicio, aunque
parezca paradójico, el milagro de Ordet, precisamente porque lo hace un hombre
que tiene fe, resulta más verosímil y creíble.
[x] UNAMUNO, Miguel de: Del sentimiento trágico de la vida en los
hombres y en los pueblos. Madrid, Afrodisio Aguado, 1950, Obras Completas,
tomo IV, página 461.
[xi] Adviértase que tampoco se mienten. La sinceridad y confianza que
existe entre ellos, no obstante, en ningún momento suponen pérdida alguna de
respeto.
[xii] Aunque el personaje de Johannes es lo bastante complejo y
misterioso como para merecer un tratamiento diferenciado, estimamos conveniente
señalar aquí que, si bien parece sustraerse a lo que es habitual en la familia,
hay en ésta, sin embargo, algo más que paciencia y tolerancia hacia sus
inoportunas apariciones e intempestivas palabras; Inger, por ejemplo, siente
lástima y compasión por él, una compasión misericordiosa de raigambre evangélica,
mientras que Morten, el padre, se niega rotundamente a separarse de su hijo y a
que le recluyan en un manicomio, quizás por creerse en parte responsable de su
locura —él fue quien, para poder presentarse
con mayores méritos ante Dios, no duda en sacrificar a su hijo,
estimulando en Johannes los estudios teológicos con la ambición de que se
hiciese pastor.
[xiii] «¡La vida! ¡La vida!...», palabras que dice Inger mientras su
boca besa con arrebatado frenesí a su marido, son también, significativamente,
las últimas de la película, que acaba, como subraya José Luis Garci, con un
impresionante fundido en negro de varios segundos de duración.
[xiv] En la tertulia aludida, Giménez Rico recordaba también esta frase
que Dreyer hace pronunciar al personaje de Gertrud, protagonista de la película
homónima, y que es característica de su nada convencional concepción del ser
humano: «Yo creo en la voluptuosidad de la carne y en la irremediable soledad
del alma».
[xv] Kaj Munk, el autor de la obra de teatro en que se basa Ordet,
también había sido un consumado lector de Kierkegaard.
[xvi] Bien conocidas son las penosas relaciones y el violento
enfrentamiento dialéctico que mantuvo Kierkegaard con la iglesia luterana
oficial de Dinamarca, hasta el punto de producirse una ruptura definitiva. Aún
hoy, para muchos daneses creyentes y bienpensantes, el autor de El concepto
de la angustia continúa siendo un maldito, y sus ideas heréticas y
perniciosas para cualquier práctica saludable de la religión.
[xvii] Ver Apéndice 1.
[xviii] «Creo en los milagros que me ha enseñado la ciencia», dice el
médico como quien estuviese en posesión de una verdad absoluta. La crítica de
Dreyer, aunque velada, se extiende a esa concepción positivista de la ciencia
que, según teorizó Comte, hace de ella un sustituto del dogmatismo religioso.
[xix] Estas palabras de Inger a su marido, al final de la primera
secuencia del filme, contravienen la estereotipada doctrina protestante de que
la fe sola, sin obras, basta. En la tercera secuencia oímos a Inger dirigirse
así a Morten: «Abuelo, yo creo que lo único importante es amarse».
[xx] Ver Apéndice 2.
[xxi] Sobre las diversas iglesias y concepciones religiosas en el seno
del protestantismo, véase el fundamental estudio de TROELTSCH, Ernst: El
protestantismo y el mundo moderno. México, Fondo de Cultura Económica,
1967. Las diferencias religiosas entre Morten y Peter, no obstante, esconden,
además de un tozudo orgullo aldeano, la rivalidad entre dos familias de
distinta posición económica.
[xxii] Compárese esta actitud con la de la familia de Morten. El único
acto religioso al que involuntariamente asisten dos de sus miembros —el propio Morten acompañado de su hijo
Anders— tiene lugar en casa de Peter y
en realidad no participan en él.
[xxiii] En el más puro espíritu evangélico, Peter pospondrá la asistencia
al templo hasta que no se haya reconciliado con Morten. De otro lado, según ha
señalado Juan Tébar, la cruz de piedra que se erige en mitad del camino que
separa las casas de ambas familias, es signo premonitorio y símbolo de la
postrera reconciliación.
[xxiv] Estimamos muy acertada la observación de Juan Miguel Lamet que,
de la misma manera que don Quijote pierde el juicio leyendo libros de
caballerías, Johannes se vuelve loco leyendo a Kierkegaard y las Escrituras,
esto es, en ambos casos por un acto intelectual.
[xxv] Debemos esta sugerencia a Antonio Giménez Rico.
[xxvi] Véase, para interpretar el pasaje del evangelio de Juan, la
edición española de la Biblia de Jerusalén, Bilbao, Desclée de Brouwer,
1988, página 1530.
Publicado en el Boletín de Arte de la Universidad de Málaga, nº 18, 1997.
Publicado también en http://enriquecastanos.com/ordet.htm
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