La "muerte del arte" y el problema de la poética en Umberto Eco y Dino Formaggio
ENRIQUE CASTAÑOS
Desde los inicios de las
experiencias de la vanguardia histórica al despuntar el presente siglo, resulta
habitual oír multitud de voces
—apocalípticas, unas; carentes de sensibilidad y conocimiento, las
más— pronosticando incansablemente la
decadencia, el agotamiento y la muerte del arte, curioso juicio no sólo
revelador del grado de reduccionismo y simplificación al que se ha visto
sometido tan complejo concepto, sino
—lo que es más dramático—
exponente de la estrecha visión sobre lo artístico que no se comprende o
que —para ser más precisos— conduce a nociones esquemáticas y estereotipadas
sobre la creación plástica, alejadas de toda inteligencia sobre los presupuestos
y el significado de lo artístico, incluyendo las producciones que aparentemente
más se cree entender, por ejemplo la figuración de los períodos clásicos. Las
líneas que siguen constituyen un intento por situar tan ardua cuestión en el
lugar que le corresponde, a partir de una de las posibles vías de investigación
del problema, iniciada hace más de cinco lustros.
Siendo
todavía muy joven, en 1963, escribió Umberto Eco un pequeño pero clarividente
artículo titulado «Dos hipótesis sobre la muerte del arte», complementario de
otro anterior publicado ese mismo año, «El problema de la definición general
del arte», en el que se planteaban ya conclusiones fundamentales después de un
intenso diálogo mantenido con las tesis de Dino Formaggio contenidas en el
volumen La idea de la artisticidad (1962). Umberto Eco, que, como todos
los intelectuales italianos de su generación, se hallaba entonces fuertemente
influenciado por la Estética de Luigi Pareyson —quien, frente a la solución
idealista del arte como «visión» y «expresión», tal y como se encuentra
definida en Benedetto Croce, opone un concepto de arte como «forma», en el que
el término «forma» significa «organismo», formación del carácter físico, que
vive una vida autónoma, regida por leyes propias..., y como «producción»,
acción formante—, coincide con Formaggio en asumir el término «muerte» no en el
significado común de «fin», «término último», sino en el significado dialéctico
de Auflösung (disolución-resolución).
Tradicionalmente
se ha querido ver en la concepción hegeliana de la «muerte del arte» un sentido
de conclusión definitiva, a partir del momento en que surge la verdadera filosofía
en la realidad temporal e histórica, es decir, el sistema idealista en el que
se hace realidad el Espíritu Absoluto. El arte, pensaba Hegel, es la
manifestación sensible de la idea absoluta a través de un medio material
(piedra, pigmento). La tarea del artista es la de expresar la idea, que se
identifica con la verdad. El arte —cuyo
desarrollo no sigue el modelo de la naturaleza, sino la representación de lo
ideal— recorre un camino que no es otro
que el proceso de los conceptos estéticos
—el simbólico, en el que la representación se realiza mediante signos
abstractos, correspondiente al lenguaje arquitectónico; el clásico, o del
equilibrio entre materia e idea, al que corresponde el lenguaje escultórico; el
romántico, o del predominio de la idea sobre la materia, ejemplarizado en el
lenguaje de la pintura—, trayectoria que se detiene cuando la única y
definitiva verdad, la filosófica, se encarna y materializa en su prístina
contingencia histórica. De ahí precisamente que Hegel califique el arte como
«error filosófico» o «filosofía ilusoria»: «Bajo todas sus formas el arte queda
para nosotros, en cuanto a su suprema destinación, una cosa del pasado».
Dino
Formaggio, por su parte, entiende
—contrariamente a la interpretación más generalizada— el término hegeliano «muerte del arte», en
su más plena acepción dialéctica; se trataría, pues, de una «muerte dialéctica
de ciertas figuras de la consciencia dentro del actuar artístico y
estético y por consiguiente su perenne transmutarse y regenerarse en la
autoconsciencia progresiva». Más que del «fin histórico del arte» nos
encontraríamos ante el fin de una determinada forma del arte, cuyo
máximo ejemplo en el caso del arte moderno es el dominio del problema de la
poética sobre el problema de la obra en cuanto a cosa realizada y concreta,
generadora de delectación y ante su mera contemplación.
Incluso
en pleno siglo XIX idealista, nos recuerda Formaggio, ya Francesco de Sanctis presiente
los gérmenes de la nueva situación, no como gérmenes de muerte, sino como gérmenes
surgidos de una negación dialéctica, la de la muerte como «muerte de la muerte»
y la de la negación como «negación de la negación», movimiento por tanto
positivo y afirmativo: «La ciencia se ha infiltrado en la poesía y no podemos
apartarla de ella, porque esto responde a las actuales condiciones del espíritu
humano... Queremos no sólo gozar sino ser conscientes de nuestro gozo, no sólo
sentir, sino entender».
No
se le oculta a Umberto Eco la dimensión histórica de la propuesta de Formaggio,
únicamente explicable si atendemos a la situación del arte después de 1945,
cuando determinadas experiencias de las poéticas contemporáneas conducen
forzosamente a una vía interpretativa que quizás no resulte válida dentro de
unos cuantos decenios, ya que es cuando menos difícil saber con exactitud la
idea de arte que regirá en el futuro. La historicidad de la tesis defendida por
el crítico italiano es la propia de cualquier otro discurso teorético.
Hasta
aquí coinciden las posiciones de uno y otro estudioso, pero llegados a este punto
aparece una honda divergencia. En efecto, si bien es verdad que el término
«muerte» debe ser asumido atendiendo a su dimensión dialéctica, y que en el
arte contemporáneo el modelo formal, el problema de la poética se ha convertido
en el problema central, debiendo ser considerada básicamente la obra artística
como la explicitación de una poética, también lo es que «la obra realiza este
fin sólo si el modelo de poética puede ser objeto de placer en cuanto formado».
Es precisamente aquí, en esta consideración capital, donde puede observarse la
íntima conexión entre la propuesta de Eco y la teoría de la formatividad de
Pareyson. El carácter autónomo conferido a la «forma» como «organismo» por
Pareyson, es el que le permite a Eco afirmar que «la obra vive y vale sólo como
realización de su propia poética, expresión concreta de un universo de
problemas culturales planteados como problemas constructivos: pero el universo
de los problemas constructivos adquiere su sentido más lleno sólo en contacto directo
con la forma formada, única capaz de conferir significado y valor al modelo
formal propuesto y realizado».
Permítaseme
terminar con las concluyentes palabras de Umberto Eco: «...incluso en el caso
de que un modelo estructural surja en nuestra relación de disfrute de la obra y
se presente como el valor primario realizado y comunicado por la forma, la obra
realiza su pleno valor estético en la medida en que la cosa formada, disfrutada
en cuanto tal, añade algo al modelo formal (y, por consiguiente, la obra se
presenta como formación concreta de una poética). La obra es algo más que la
propia poética, en la medida en que el contacto con la materia física, en el
que la poética se concreta, añade algo a nuestra comprensión y a nuestro
placer».
Publicado en el Suplemento Cultural del
diario Sur de Málaga el 10 de septiembre de 1988.
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