La pintura de Godofredo Ortega Muñoz
© ENRIQUE CASTAÑOS
El conocimiento de la vida y de la obra del pintor extremeño
Godofredo Ortega Muñoz (San Vicente de Alcántara, Badajoz, 1899 – Madrid, 1982)
provocan tanto en el aficionado como en el estudioso una doble y creciente
admiración, derivada ante todo de la singularidad que distingue a ambas: a la
vida, por el raro e infrecuente cosmopolitismo en la España de los años veinte
y treinta del siglo pasado que fue impregnando el espíritu de Ortega Muñoz como
consecuencia de sus numerosos viajes por Europa y el Mediterráneo y de la
prolongada ausencia de su patria, y a la obra por la originalidad indiscutible
de su estilo, a pesar de que puedan señalarse en determinados casos influencias
concretas, principalmente italianas.
Entre fines de 1920, en que llega a París
por primera vez, y junio de 1939, en que regresa definitivamente a España,
Ortega Muñoz, según se desprende de la documentación disponible, recorrió
Francia, Bélgica, Holanda, Suiza, Alemania, Italia, Austria, Hungría, Egipto,
Grecia, Turquía, Palestina, Portugal, Dinamarca, Noruega, Suecia y Finlandia,
en sucesivas e intermitentes estancias, volviendo sólo por periodos cortos a
España, como en 1926, cuando participó junto al escultor Alberto Sánchez, el
pintor Benjamín Palencia y el poeta aragonés Gil Bel en una de las experiencias
fundacionales de la posteriormente llamada «Escuela de Vallecas», o en marzo de
1927, cuando realiza su primera exposición individual en el Círculo Mercantil
de Zaragoza, o a mediados de 1935, en que vuelve a su país con intención de
quedarse y hace su segunda individual en el Círculo de Bellas Artes de Madrid
en abril de 1936, pero del que terminará por salir de nuevo antes de que
estalle la Guerra Civil.
Tienen completa razón algunos estudiosos cuando
denominan esos años como de «iniciación», en el sentido de viaje iniciático en
el que va gradual y firmemente moldeándose la concepción artística de Ortega
Muñoz, un proceso que también podría calificarse como de progresiva
interiorización y espiritualización del objeto representado. Sin embargo, desde
el punto de vista del lenguaje plástico empleado, podrían distinguirse al menos
tres periodos claramente diferenciados en la producción entera de Ortega Muñoz.
El primero correspondería a esos años de formación interior y de conocimiento
de la realidad artística europea, esto es, hasta 1939, un periodo en el que se
consolida su dominio de la figura humana a través del retrato, que fue
precisamente uno de los géneros que mayores éxitos le depararon durante sus
espaciosas estancias en el extranjero, pero en el que también ocupan un lugar
muy importante los paisajes, bien sean naturales, rurales o urbanos. El segundo
gran periodo abarcaría desde 1939 hasta 1959, es decir, desde su regreso
definitivo a España y el momento de su primera exposición de la posguerra en
octubre de 1940 en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, hasta su consagración
nacional y reconocimiento internacional, coincidente casi de manera paralela a
su desplazamiento de la escena artística por las nuevas generaciones de
artistas, el ímpetu arrollador del informalismo desde mediados de los cincuenta
en España y la apuesta de la política cultural exterior del régimen franquista por
lenguajes cada vez menos figurativos. Durante esta segunda fase, quizás la más
arquetípica de toda su producción, Ortega Muñoz pinta paisajes urbanos,
bodegones, figuras humanas y paisajes, inclinándose paulatinamente por estos
últimos, que constituyen su casi única atención a partir de 1955. Aunque desde
1959 hay quien ha querido ver otros dos periodos hasta su muerte, divididos en
1970, en realidad su exclusivo tema pictórico, el paisaje, así como la
depuración y esencialidad de su lenguaje, en el que se elimina todo lo
accesorio y las composiciones están dominadas por una estructuración básica y
un cromatismo muy austero, autorizan a hablar de una sola y prolongada etapa
artística que coincide además con el creciente olvido de su contribución
estética, hasta acabar siendo casi un completo desconocido para las
generaciones que irrumpen en el panorama español a partir de mediados los
setenta.
De entre las influencias que pueden
percibirse en su pintura, señaladas algunas por él mismo en sus escasas
declaraciones, las fundamentales a mi juicio son las de Cézanne, Juan Gris, Carlo
Carrà, Mario Sironi, Mario Tozzi, Giorgio Morandi, Giotto, Cimabue, Zurbarán y
algunos miembros del grupo de Worpswede, especialmente Paula Modersohn-Becker,
cuyo alejamiento voluntario de las corrientes artísticas internacionales, su
búsqueda de lo universal en lo individual, su anticonvencionalismo y su rara
apreciación de una estética como la de los retratos de momias egipcias de
principios de nuestra era que formaban parte de los accesorios de las tumbas, se
pueden apreciar en su inclasificable Autorretrato con rama de camelia,
de 1906-1907. No obstante, conviene subrayar dos aspectos: en primer término,
que Ortega Muñoz conoce perfectamente la evolución de toda la historia de la
pintura occidental, además de amplísimas incursiones en la escultura y en la
arquitectura, un saber que posee de primera mano, de manera directa, a través
de la contemplación de las obras en los museos europeos. Ortega Muñoz es,
asimismo, un hombre culto, que lee con asiduidad y está plenamente informado de
las grandes corrientes espirituales e intelectuales de su época, pero, al ser
una persona relativamente reservada, a la que le gusta más escuchar que hablar,
nada presuntuoso ni vanidoso, no va por ahí dejando constancia explícita de su
saber, lo que tampoco significa que lo oculte, sino que sencillamente se
muestra como quien es, de manera auténtica y cabal. En segundo lugar, la
asimilación tan personal que se produce en Ortega Muñoz de esas ascendencias,
esto es, cómo, lejos de imitaciones coyunturales, van educando su mirada,
haciendo madurar su concepción general acerca de la construcción de la forma,
decantando su paleta, que ya de por sí tiende de modo natural hacia la
sobriedad y los colores ocres y terrosos, eliminando cualquier estridencia,
orientándolo en definitiva hacia la interioridad y el silencio, hacia la
dignidad de lo humilde y de lo sencillo, hacia una economía de medios que en
realidad está íntimamente emparentada con su preocupación estética y espiritual
en captar lo esencial de cada cosa, de cada objeto y de cada criatura, hasta el
punto, como observó agudamente Gerardo Diego, de humanizar las cosas,
convirtiendo en vivas y animadas las cosas inanimadas que pintaba en sus
cuadros, sobre todo muebles, cacharros de cocina y juguetes. Este modo personal
e intransferible de asimilación, esto es, la mirada atenta y analítica hacia la
pintura de las distintas épocas y escuelas, la observación crítica y selectiva,
junto a un sólido conocimiento del oficio, es otro importante punto de contacto
de Ortega Muñoz con los grandes maestros, sean antiguos o modernos, porque,
remitiéndonos a dos de los más grandes artistas contemporáneos, Cézanne y Picasso,
¿no se debe en gran medida lo que hicieron a que supieron ver las obras
de ciertos creadores del pasado que colgaban en los museos, o a que supieron
ver con otros ojos la naturaleza o las manifestaciones hasta entonces
consideradas como no artísticas de los pueblos primitivos actuales, elaborando
de ese modo una obra que está en deuda con toda la historia del arte anterior,
pero sin imitar nunca, olvidando incluso lo aprendido y observado, esto es,
siendo ellos mismos y no otros? Aquellas influencias enumeradas antes están,
como si dijéramos, diluidas en la obra de Ortega Muñoz, contaminan sutilmente
sus composiciones, pero resultaría muy difícil señalar paralelismos concretos,
tangibles, y en el supuesto de que sea posible hacerlo siempre brilla el vocabulario
y la sintaxis del extremeño con luz propia, sin que pueda jamás acusársele de
apropiaciones oportunistas o de imitaciones fáciles, tentación que ni siquiera
se le pasa por la cabeza porque a él lo que le interesa es construir, como a
Cézanne, una obra, una obra propia, auténtica y verdadera, y para ello aquellas
influencias constituyen los depósitos formales y espirituales que la tradición
deja en su conciencia, como le ocurre a todo hombre histórico que vive inmerso
en los acontecimientos culturales de su tiempo, pues, como he dicho antes, y en
contra de lo que pudiera parecer por su natural reserva e incluso digna
modestia de carácter, a Ortega Muñoz no se le escapa el pulso espiritual y
estético de su época.
Los cuadros que pinta durante ese primer
periodo que transcurre casi enteramente fuera de España, sobre todo los
realizados entre 1924 y 1934-35, son principalmente paisajes naturales y
urbanos, montañas, valles y veredas en el primer caso, y perspectivas de
calles, plazas, puentes y puertos en el segundo. En este conjunto de lienzos,
sin embargo, las influencias que se detectan, aunque siempre de manera difusa e
inconcreta, corresponden a los impresionistas, especialmente Monet, Pissarro y
Sisley, muy vagamente a Van Gogh y también a los fauves, aunque en el
caso de estos últimos se impone una notable reserva, ya que no sólo Ortega
Muñoz usa el color de manera muy atemperada, sino que nunca es el protagonista
de su pintura, prefiriendo convivir en igualdad de condiciones con la forma. Es
en algunos de estos cuadros que pinta en Chioggia entre 1928-29 donde
advertimos las primeras influencias nítidas de la pintura italiana del periodo
de entreguerras, por ejemplo en las dos casas con ventanas rectangulares de la
zona de la izquierda de Calle de Chioggia, cuya austeridad conceptual
contrasta con otros elementos del mismo cuadro. Sin embargo, es un periodo de
definición lingüística, de búsqueda y de aprendizaje, aunque hacia el final de
esa etapa aparecen ya obras, como Estación, de 1934, muy logradas desde
el punto de vista compositivo y, sobre todo, anunciadoras de dos constantes que
van a darse con posterioridad en los paisajes de Ortega Muñoz: la ausencia de
figuras humanas y los tonos terrosos.
Los óleos que pinta en 1939, inmediatamente
después de su regreso a España, Calle de pueblo, Calle Ventosa, Pozo
de los Corrucos, están sin duda entre los más característicos de su
producción, pero llama la atención el interés por resaltar el color, sobre todo
azules, ocres y rosas, en contraste con el silencio y la soledad que se
desprenden de esas humildes casas, calles y plazuelas de pueblo, aunque si nos
fijamos bien las ventanas y las puertas otorgan una especie de rostro humano a
esas sencillas viviendas, que parece como si tuvieran vida propia, como si
palpitasen y vibrasen por efecto de las notas cromáticas. Aquí no hay contacto
teórico ni conceptual con la metafísica de Giorgio De Chirico, pues,
como ha señalado justamente Argan, la obra del italiano no tiene relaciones con
la realidad, es intemporal, metahistórica, resultando a la postre sus calles y
plazas inquietantes, perturbadoras y contradictorias, precisamente por colocar
«formas sin sustancia vital en un espacio vacío e inhabitable y en un tiempo
que no es eterno sino inmóvil». La pintura metafísica de De Chirico es «pura
especulación», esto es, pura imaginación plástica sin función histórica alguna.
Las solitarias calles y plazoletas de aquellos lienzos de Ortega Muñoz, en
cambio, sí que están vinculadas a la realidad temporal, mejor dicho, al tiempo
vivido por sus ocultos habitantes, pues, a pesar de su enorme plasticidad, de
esos contornos de las casas fileteados de trazos negros, planea en ellas la
presencia humana, en cualquier momento podría surgir de una bocacalle una vieja
campesina de carne y hueso, siendo inconcebible situar ni siquiera con la
imaginación una estatua o un maniquí, ni siquiera esa niña con un aro que como
un espectro o un fantasma atraviesa corriendo una de las composiciones más
célebres del gran pintor metafísico. Es verdad que frente a éste último la
irrupción de Carlo Carrà en la Metafísica supone una mayor concreción y
construcción plástica de la forma, pero si comparamos dos obras que alguna vez
han sido relacionadas, Pino junto al mar, pintada por Carrà en 1921, y Calle
y casas, realizada por Ortega Muñoz hacia 1939, observaremos en la primera
el empleo de colores planos, la delimitación de zonas espaciales y la
unificación de los objetos por la luz, además del hecho de que la concreción
plástica de ese tronco de pino supone un acercamiento decidido a los primitivos
italianos y a Masaccio, mientras que en el cuadro de Ortega Muñoz, sin negar la
relación, se advierte también una lejana filiación con la primera oleada del
expresionismo nórdico, incluso con algunas composiciones urbanas del Kandinsky
de 1908, aunque, es conveniente subrayarlo, ni Ortega Muñoz es un pintor
metafísico ni es un pintor expresionista.
Campesino extremeño, de 1939, y La
cancilla, de 1940, son obras espiritualmente semejantes, aunque en una la
presencia dominante sea la de una figura humana y en la otra una simple cancela
de madera que cierra una propiedad rural. Resulta curioso que algunos críticos
hablen de claras influencias italianas, de la Metafísica de Carrà o del Sironi
de Novecento, en esos años de la producción de Ortega Muñoz y, sin embargo,
estos dos cuadros muy difícilmente podrían relacionarse con aquellas tendencias
artísticas europeas. Si se me permite expresarlo de esta manera, yo no veo
diferencia plástica ni espiritual alguna entre Calle Ventosa y Campesino
extremeño: repárese en los azules, en la aplicación de la pincelada en el
tronco seco del árbol y en la camisa del campesino y en la que cubre las
desnudas paredes de las casas; pero repárese sobre todo en la dignísima
presencia de ese campesino maduro, enjuto, grave, consumido por el trabajo
diario, sin una pizca de rencor contra la vida o el destino, sin resignación
tampoco, sino con sencilla dignidad, con autenticidad absolutamente
antirretórica, dirigiéndose o volviendo de su trabajo, una vuelta que le
conducirá hasta aquellas casas ligadas a la tierra y a los seres que habitan en
ellas, porque el que las calles estén solitarias no significa que ese pueblo
esté deshabitado, que sea un fragmento intemporal, espectral, de un casco
urbano en el que la Historia se ha congelado, como en los cuadros de De Chirico,
sino que es un trozo cálido de un pueblo pobre extremeño de la España de la
inmediata posguerra, en el que no hay motivos para la alegría pero tampoco para
la desesperación: de lo que se trata es de sobrevivir con dignidad.
Es entonces cuando Ortega Muñoz descubre la
esencia escondida de los objetos cotidianos y de las cosas sencillas, de las
mesas de madera y las sillas de anea, de los cacharros de cocina y de los
juguetes pobres de los niños pobres de Extremadura. Bodegón del pan y el
queso y La jaula, ambos de 1940, y Juguetes y Bodegón con
aceitera y almirez, de 1941, son significativos ejemplos de esta poética
donde los objetos son trasuntos simbólicos de los seres humanos que los usan. La
atmósfera espiritual podría relacionarse con Morandi, aunque la construcción
plástica de la forma con Zurbarán y Cézanne. Pero si Morandi recibe sobre todo
la lección cézanniana de identificación entre pintura y conciencia, haciendo
que en las botellas y recipientes vacíos que pinta se deposite el fluir mismo
de su existencia, una existencia individual que, sin embargo, se hace universal
porque los intereses de su conciencia se comunican con los del mundo, Ortega
Muñoz redime a los objetos de su anonimato, los rescata de una hipotética
existencia inerte, los humaniza, los equipara espiritualmente con esos mismos
seres que van a servirse de ellos. Yo no creo que deba hablarse aquí de una
mística del objeto, o de una pintura religiosa, en la que la cosa adquiere una
dimensión sagrada, pero sí de una pintura que persigue la esencia, esto es, que
en una sillita de juguete, en una pequeña jaula de madera vacía o en un cuenco
de barro el pintor descubre la nobleza del material trabajado por el hombre, la
grandeza de la naturaleza que se manifiesta en lo más humilde, la autenticidad
de lo sencillo y de lo que carece de artificio. La singularidad de Ortega Muñoz
podemos constatarla una vez más si comparamos dos cuadros en cierto modo
semejantes por la coincidencia de algunos elementos, aunque diferentes en
aspectos fundamentales. Se trata del célebre cuadro de Van Gogh de diciembre de
1888 titulado La silla de Gauguin y del Bodegón de la silla,
pintado por el extremeño en 1947. El cuadro de Van Gogh es un retrato ausente:
como no ha podido o no se ha atrevido a retratar directamente a su amigo, ha
representado la silla en que habitualmente se sienta y sobre la cual están los
libros que lee Gauguin, al lado de una vela encendida. La silla está en un
primerísimo plano y ocupa casi toda la superficie de la tela: es el sustituto
de la figura ausente de Gauguin; además, la obra posee seguramente un marcado
simbolismo: Gauguin es un hombre curioso e inquieto intelectualmente, ávido de
saber, así como solitario y de trato difícil. En el óleo de Ortega Muñoz la
silla está en un rincón, junto a una puerta y a un marco vacío que hay en el
suelo, es decir, está ligeramente desplazada hacia la derecha, ocultando el
vano y equilibrando con su respaldo de madera la pared desnuda de la izquierda.
Sobre la silla hay un par de manzanas, circunstancia que por sí sola sirve para
comunicar al espectador la presencia humana que hay en esa humilde casa, como
si en cualquier momento pudiese aparecer un niño y sentarse en ella disponiéndose
a comerse las manzanas, o bien se inclinase una mujer a cogerlas y colocarlas
en otro lugar. Es la poética de lo sencillo y humilde, la humanización del
objeto, la plena autonomía del bodegón, rescatado por Ortega Muñoz de su
presunta condición de género secundario. De ahí que no nos sorprenda que sobre
una silla prácticamente idéntica esté sentada una niña en el cuadro del mismo
año titulado Niña con cantarito, un lienzo que no necesariamente hay que
verlo como un retrato, sino como un hermoso trozo de pintura en el que un ser
pleno de inocencia y de vida, a pesar de la tristeza que se refleja en su
rostro, posa para el pintor. No se trata de una tristeza común, como la
producida por la pérdida de un familiar querido, sino la tristeza que asoma
plena de dignidad por las duras condiciones del vivir cotidiano, por la pobreza
económica que sin duda debe haber en esa casa. El cuadro está maravillosamente
compuesto, aunque lo mejor de todo es la luz que ilumina el rostro, los
sonrosados mofletes de la chiquilla, la correlación entre las luminosas
pinceladas de amarillo de la cara y el purísimo amarillo de las mangas de los
brazos, con esas manos abocetadas asiendo el cántaro que hay sobre su regazo,
un ejercicio extraordinario de simetría no geométrica, sino muy natural, por no
hablar de la concordancia entre los tonos marrones y oscuros del pelo, la silla
y el cántaro en contraste con la blanca luminosidad resplandeciente del
vestido, un blanco cuyo último fleco es ese lazo que adorna la cabeza de la
niña. Otra obra maestra gemela espiritual y estética de la anterior es Niño
con membrillo de 1950, un trozo de pintura incomparable, ante el que se
derrumban esas artificiales construcciones que tanto gustan a historiadores y
críticos acerca de la evolución histórica y el progreso de la pintura, porque
¿quién se atrevería a decir que este lienzo extraordinario está desfasado
respecto de la pintura de su tiempo? Por supuesto que por entonces reinaba en
el occidente de Europa y en Estados Unidos el informalismo, el abstracto-expresionismo,
para decirlo a la manera de los americanos, pero ese hermosísimo lienzo de
Ortega Muñoz nos enfrenta también con la verdad de la pintura, una verdad que
está en Tàpies y en Pollock, pero que no por eso debemos desecharla de esta
corriente figurativa que predomina en algunos de los mejores pintores españoles
de la posguerra, aunque este grado de verdad pictórica sólo se me ocurre
compararlo éticamente con Van Gogh, con independencia de sus distintos
lenguajes artísticos. Hay aquí un caudaloso río subterráneo que atraviesa el
cuadro poniendo de manifiesto el enorme conocimiento que Ortega Muñoz había
adquirido de la historia de la pintura en sus viajes por Europa, pero más que señalar
influencias concretas, hay un estilo personalísimo, una ética pictórica, un
dominio absoluto de los recursos, una demostración de algo también que algunas
veces se le ha sustraído: su sabio empleo del color. ¿O es que no hay una
inmensa sabiduría cromática en esas asombrosas concordancias de verde entre el
rostro del niño, sus manos y el membrillo? Pero quizás lo más extraordinario de
todo, y esto sí que es algo que muy pocos consiguen, es que este cuadro refleja
con increíble exactitud un periodo de la historia contemporánea de España, el
de la tristeza y las penurias de la posguerra, capacidad que, en otro ámbito de
la creación artística, sólo quizás le fue concedido en un grado tan alto a la
novela. La postura tímida de ese niño, su mirada perdida, es un fiel retrato de
la España de ese tiempo, y en esto también hay una conexión de Ortega Muñoz con
la escuela de pintura española, desde El Greco y Zurbarán hasta Picasso y Juan
Gris, una escuela que naturalmente ofrece unos rasgos distintivos de adustez y
sobriedad muy marcados respecto a otras escuelas europeas.
Godofredo Ortega Muñoz. El postigo. 1950. Colección del MEIAC de Badajoz.
Quisiera terminar haciendo una breve referencia a dos cuadros de 1951, La visita y El espejo, y otro de 1952, La escalera. Más que a Sironi o a Tozzi, aquí sí que están patentes la admiración y la lección aprendida en los primitivos italianos, especialmente en Giotto: la sobria claridad compositiva y la austeridad cromática, la solidez constructiva de la forma y el carácter abstracto de las masas, el simbolismo trascendente de las figuras. En La visita, por ejemplo, el esquema compositivo es el de un triángulo invertido inscrito en un rectángulo; hay, asimismo, una complementariedad en las dos figuras femeninas situadas a derecha e izquierda, una con un velo y la otra con la cabeza descubierta, mientras que la niña de espaldas del primer término acentúa la simetría y hace de elemento equidistante entre las dos figuras de frente. El semblante de la mujer cubierta con un trozo de tela blanca a modo de velo es muy similar al que se refleja en El espejo, un cuadro pleno de intimidad y de espiritualidad, pero también muy plástico, con un equilibrio perfecto de las masas y un colorido que no estorba en absoluto el volumen y firmeza de la figura. Como ha señalado Pierre Grison a propósito de qué refleja el espejo, aquí puede decirse que el espejo refleja la verdad, la sinceridad, el contenido del corazón y de la conciencia. En La escalera, en cambio, asombra la delicadeza con la que Ortega Muñoz irrumpe en el trajín cotidiano de esa mujer, la leve insinuación del giro del cuerpo al llegar al rellano de la escalera, la increíble correspondencia entre la dirección de las pinceladas del vestido y la casi imperceptible inclinación de los labios. El canto de cisne de esta etapa figurativa es el extraordinario Muchacha de la margarita, de 1955, pues a partir de ese año irá depurando cada vez más esa gran obra maestra del paisaje que es El camino o La carretera, de 1954, con la consigue precisamente su reconocimiento internacional.
ISBN: 84 – 609 – 0943 – 3
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