Recordando a un gran arquitecto
© ENRIQUE CASTAÑOS
El próximo día 2
de agosto se cumplirán exactamente 317 años del suicidio, después de una vida
apasionada y por completo entregada al noble arte de la arquitectura, de Francesco
Borromini, sin duda alguna, junto con Gian Lorenzo Bernini, el más grande creador
de las formas y de los espacios arquitectónicos que han venido en denominarse,
junto a las contribuciones de las otras artes, Barroco.
Borromini, cuyo verdadero apellido era Castello, había
nacido en Bissone, Italia, en 1599. Siendo todavía un adolescente, trasladóse a
Milán, donde tuvo oportunidad de conocer directamente la obra de autores que,
como Pellegrino Pellegrini y Francesco Maria Ricchino, anunciaban ya, en cierta
medida, algunas de las posteriores realizaciones barrocas. Su llegada a
Roma (donde llevó a cabo prácticamente
toda su producción) en 1619, le pone en contacto con una ciudad que, aun siendo
todavía la capital artística del mundo occidental, viene atravesando un largo
paréntesis de relativa mediocridad creadora, situación que se pone de
manifiesto desde la muerte de Miguel Ángel en 1564. Tanto Giacomo della Porta
como Domenico Fontana, quizás los dos más sobresalientes arquitectos romanos a
finales del siglo XVI, recibirían la poderosa influencia de Vignola, discípulo
académico de Buonarroti que, con su iglesia del Gesú de 1568, proporcionaría
el modelo a seguir en los edificios religiosos de la Contrarreforma.
Nunca olvidaría Borromini la relación
que, durante diez años, lo mantuvo ligado a su tío, el arquitecto Carlo
Maderno, continuador prudente de Miguel Ángel y por entonces director de las
obras que se llevaban a cabo para terminar San Pedro. Borromini, que procedía
de una familia de canteros, siendo también cantero él mismo en su mocedad, con
lo que de conocimiento de las propiedades y resistencia de los materiales esto
conlleva, va a encontrar en Maderno no sólo un protector, sino también un
hombre dispuesto a aclararle múltiples interrogantes relacionados con el arte
de construir, dándole una libertad de movimientos inusual por entonces en las
relaciones de un maestro y su discípulo, hasta el punto de que, con una abierta
confianza en las posibilidades del joven, permitiríale la ejecución de
proyectos relativamente importantes, una vez se hubo destacado, asimismo, como
un escultor notable en algunas obras menores efectuadas para embellecer San
Pedro.
La muerte de Maderno, en 1629, pone
a Borromini por primera vez en contacto con Bernini, quien va a hacerse ahora
cargo, durante el pontificado de Urbano VIII, de la dirección de los trabajos
que se vienen realizando en el más ambicioso proyecto del mundo católico. Las
relaciones que ambos mantendrían durante toda su existencia, pueden ser
consideradas como de las más controvertidas de la historia del arte. Una
desconfianza mutua surgiría entre ellos al poco tiempo de conocerse, la cual
desembocaría, con el paso de los años, en abierta enemistad y rivalidad.
Borromini, dotado de una inteligencia natural y de un talento creador
extraordinarios, era un ser independiente y rebelde que se asfixiaba en una
atmósfera que le impedía actuar por cuenta propia, sin tener que someterse a
las órdenes y caprichos de quien se había convertido en dictador artístico de
Roma (tan sólo los primeros años del pontificado de Inocencio X iban a
significar un momentáneo eclipse del reinado artístico de Bernini,
coincidentes, por lo demás, con el encargo a Borromini del que sería su más
importante proyecto oficial: la reconstrucción y decoración interior, a partir
de 1646, de la basílica de San Juan de Letrán). Para comprender aquel
enfrentamiento, no debemos olvidar, como ha indicado la crítica más exigente,
el posible aprovechamiento en beneficio propio, por parte de Bernini, de
algunas de las ideas más originales de nuestro arquitecto, constituyendo el
famoso baldaquino de la basílica vaticana el caso más sobresaliente —la sola posibilidad de que alguien llegara
a plagiar sus ideas era algo que exasperaba hasta tal punto a Borromini que,
poco antes de morir, llegó a quemar todos los manuscritos suyos que poseía
conteniendo proyectos no realizados—. Además, frente al gusto por el aparato, no
sólo en su arte (como lo indican sus efectos dramáticos y escénicos) sino
también en su vida, de Bernini, individuo poseído de una gran ambición, para el
que honores, suntuosidad y adulación constituían objetivos de primera
importancia, Borromini, en cambio, iba a mantener una severidad, austeridad y
rigorismo en sus hábitos y costumbres, que lo mantendrían alejado, por decisión
propia, de todo medro social, marcando una nítida separación entre su arte, al
que amaba, y la consiguiente compensación económica, cosa que, como su existencia
demuestra, le tenía sin cuidado. Su honestidad le condujo a mantener una consecuencia
extrema para con sus propios principios estéticos, que no abandonaría nunca.
Sintetizando la contribución de ambos, el estudioso británico Anthony Blunt ha
dicho en una frase penetrante que «los edificios de Bernini se ven con los
ojos; los de Borromini se sienten con el cuerpo entero».
Los edificios
construidos por Borromini, una vez independizado de la tutela de su rival (el
mismo Bernini tuvo mucho que ver en esto, ya que deseaba desembarazarse de un
discípulo que, por su genio, pudiera hacerle sombra), iban a configurar un
lenguaje artístico tan revolucionario como no se tenía noticia en occidente
desde los tiempos de Brunelleschi. Su primera obra como arquitecto
independiente (aunque tenía que sujetarse, como es lógico, a las necesidades y
posibilidades económicas de sus clientes, mayoritariamente, eso sí escogidos
entre las órdenes monásticas menores, de no muy altos vuelos, para poder preservar
así la mayor parcela posible de libertad) es la iglesia de San Carlo alle
Quattro Fontane, junto con su claustro, a partir de 1634, aunque la fachada,
quizás el más fiel ejemplo de la idea de movimiento en el barroco, no fue
concluida hasta después de muerto el maestro, con una parte superior en la que
se adivinan añadidos que a lo mejor no le pertenecen.
Su auténtica
obra maestra, junto con la anterior es la iglesia de Sant'Ivo della Sapienza,
también en Roma, empezada a construir en 1643, aunque los proyectos datan de
1632. La complicada planta y estructura de esta construcción inigualable ha
motivado que de ella se hagan múltiples lecturas e interpretaciones, siendo una
de las más recientes la que propone el profesor Juan Antonio Ramírez, para quien
Sant'Ivo debe ser entendida como un «palimpsesto semántico», en el sentido de
que la historia de su edificación, durante los pontificados de tres papas
sucesivos (Urbano VIII Barberini, Inocencio X Pamphili y Alejandro VII Chigi),
motivaría la presencia superpuesta de una riquísima decoración simbólica, la
cual, junto al complejo significado de la planta, de la cúpula y, sobre todo,
de la extraña linterna que termina en un remate espiraliforme, hacen de todo el
programa borrominesco para Sant'Ivo una auténtica «utopía semántica» del
barroco romano.
También debemos mencionar, entre sus otras obras principales, el Oratorio de San Felipe Neri, de fachada levemente curvada, en el más exacto ajustamiento a los principios del arquitecto; el altar Filomarino, única de sus obras importantes que se halla fuera de Roma, concretamente en Nápoles; Santa Maria dei Sette Dolori; Sant'Agnese en la Piazza Navona, triste y doloroso ejemplo de la incomprensión y rechazo que sufriría Borromini por gran parte de sus contemporáneos; el Colegio de Propaganda Fide, con la singular traza de la bóveda de la capilla; Sant'Andrea delle Fratte; San Giovanni in Oleo, además de algunos proyectos, en parte realizados y en parte no, para villas y palacios.
Nadie como
Borromini (si exceptuamos la efímera y frustrada aportación de Giacomo del
Duca) iba a comprender tan clarividentemente las imprevisibles consecuencias
que se hallaban latentes en los revolucionarios
hallazgos de Miguel Ángel, contenidos sobre todo en sus últimos
trabajos: la capilla Sforza de Santa María la Mayor y la Porta Pia. Frente a
quienes han querido ver en Borromini un creador desordenado, desprovisto de
reglas y ajeno a las aportaciones de la antigüedad, lo cierto es que su arte se
sustenta en tres pilares básicos, que funcionan como líneas directrices, debido
a su alta autoridad: de una parte, la ya expresada devoción, derivada de un
detallado análisis y estudio, por las creaciones de Buonarroti, adquiriendo de
él sobre todo los principios fundamentales del trazado, los cuales, una vez
asimilados, eran empleados con absoluta libertad a los propios fines de nuestro
artista; de otra parte, su respeto y admiración por el arte de construir de los
antiguos, como lo demuestra su celoso interés por aquellos elementos tradicionalmente
considerados como marginales respecto a los que eran, sin sombra de duda,
conceptuados como clásicos; por último, la autoridad de la Naturaleza misma, en
el buen entendimiento de que para su
justa comprensión ha de ser identificada con el reino de la matemática, como
indicaba Galileo y como lo manifiestan las elaboradas plantas de sus creaciones
más sublimes, las cuales fueron concebidas a partir, rigurosamente, de figuras
geométricas como círculos y triángulos.
Paradójicamente,
su influencia fue muy escasa y, a excepción de las alucinantes estructuras de
Guarino Guarini (el cual, con todo, patentiza en su arte una «potencia imaginativa
controlada», al decir de Blunt), los arquitectos del último tercio del siglo
XVII y durante el siglo XVIII desconfiaron de él, por heterodoxo de las formas,
aun cuando muchos no tuvieron ningún reparo en plagiar algunas de sus
invenciones, tanto estructurales como decorativas. En la actualidad, en cambio,
se le estudia con insistencia y con pasión, recordándonos su maravillosa obra,
en palabras de Anthony Blunt, «la lucha que hay entre la energía de la
imaginación y el control de la razón», conscientes como somos de que de «la
lucha entre estos polos contrarios habrá de lograrse una enriquecedora
síntesis».
Publicado en el diario SUR de Málaga el 24 de julio de 1984
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