Arquitectura,
matemáticas, música
© ENRIQUE CASTAÑOS
Porque del cuerpo humano derivan todas las medidas y sus
denominaciones, y en él han de encontrarse todos y cada uno de los cocientes y
proporciones a través de los cuales Dios revela los secretos más íntimos de la
naturaleza.
Luca Pacioli, De Divina
Proportione
En su ya clásica obra Architectural
principles in the Age of Humanism (Londres, 1949), Rudolf Wittkower nos advierte que para alcanzar una
profunda comprensión del significado y de las intenciones de la arquitectura
del Renacimiento, habríamos de mantener una cierta reserva frente a quienes
como, por ejemplo, John Ruskin, Jacobo Burckhardt, Paul Frankl, Dagobert Frey y
Nikolaus Pevsner, conciben aquélla como una arquitectura meramente formal,
orientada hacia el placer, de un marcado carácter pagano y mundanal, ajeno a
cualquier tipo de religiosidad. Wittkower, por el contrario, considera, y creo
que lo demuestra suficientemente, que tal forma de arte «se basó en una
jerarquía de valores que culminaban en los valores absolutos de la arquitectura
sagrada», es decir, «que las formas de la iglesia renacentista poseen valor
simbólico o, por lo menos, que encierran ese significado particular que no
contienen las formas puras como tales».
En efecto; el
hecho de que durante el período comprendido entre la publicación del De re
aedificatoria (1450), de Leone Battista Alberti, y el tratado de Andrea
Palladio, I quattro libri dell’architettura (1570), no sólo los más
importantes teóricos de la disciplina arquitectónica, sino también los
principales círculos humanistas de Italia se mostrasen ardientes partidarios de
las estructuras de planta central para los templos, o, como en el caso de
Palladio, también para las «villas» y palacios, viene a corroborar, aparte la exactitud de las
palabras del mencionado estudioso, también la estrecha dependencia y relación
entre la tratadística renacentista y las propuestas teóricas aportadas por los
antiguos, principalmente Platón y Vitrubio.
Los hombres del
Renacimiento no solamente fueron muy conscientes de la identificación contenida
en la geometría mística platónica, expresada en el Timeo, entre el
círculo y la divinidad (en palabras de Nicolás de Cusa: «Dios es una esfera
infinita, cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna»),
sino también de la afirmación de Vitrubio de que la base de toda proporción y
medida en la naturaleza se encuentra en la figura humana, a partir de la cual
podemos deducir la de los templos, afirmación que vino a satisfacer ampliamente
las dudas e interrogantes renacentistas sobre la armonía y proporciones de los
edificios sagrados (recordemos, en este sentido, la excepcional difusión que
alcanzó entonces el dibujo vitruviano de un hombre bien constituido, que
encuadra exactamente, con manos y pies extendidos, dentro de las figuras
geométricas más perfectas: el círculo y el cuadrado).
Pues bien,
teniendo muy presentes estas opiniones, y una vez que la arquitectura se
fusionó con la ciencia matemática y con las leyes de la perspectiva (para lo
cual la contribución de Alberti y de Leonardo fue esencial), aquellos hombres,
que creían en una maravillosa correspondencia armónica entre Dios, el hombre y
la naturaleza, vieron en la figura vitruviana del hombre inscrito en un círculo
el «símbolo de la simpatía matemática entre el macrocosmos y el microcosmos»,
además de entender los templos como los lugares «donde mejor se expresa la
relación del hombre con Dios, de conformidad con la geometría fundamental del
cuadrado y del círculo».
La adhesión,
por tanto, de los artistas del Renacimiento hacia las iglesias centralizadas no
puede ser más total, como de hecho lo prueban las realizaciones, aparte los
autores mencionados, de Leonardo (que nunca llegaron a materializarse), de
Giuliano da Sangallo (Santa Maria delle Carceri), de Bramante (Tempietto de San
Pietro in Montorio) y de Rafael (Sant’Eligio degli Orefici), por no citar sino
las más destacadas de entre ellas.
Ahora bien, el
objetivo de este artículo, con ser importante lo anteriormente expuesto,
pretende centrarse en algo que, a su vez, se presenta íntimamente ligado con
aquella visión del mundo, esto es, la profunda relación existente entre la
arquitectura del Renacimiento y la música, fundamentalmente la teorizada a
partir de las consonancias musicales pitagóricas, punto este en el que el
trabajo de Wittkower ahonda más.
Pitágoras,
primero, y Platón, después, elaboraron una compleja filosofía en la que los
números ocupaban una posición central, es decir, en la que el universo en su
conjunto respondía a una estructura matemática y armónica. Los experimentos
llevados a cabo por los pitagóricos acerca de la mayor o menor intensidad de
vibración en cuerdas de diferente tamaño, pero que guardan una exacta
proporción entre sí (lo cual dará origen, entre otras, a la octava, la quinta y
la cuarta musical, o lo que es lo mismo, al diapasón, 1:2, diapente, 2:3 y
diatesarón, 3:4), así como la idea de que las notas musicales pueden
interpretarse espacialmente y de que las consonancias musicales se hallan
determinadas por los cocientes de números enteros menores, viéndose
perfectamente reflejados en el microcosmos los llamados «cocientes cósmicos»,
hallaron su continuación en la concepción platónica de que el orden y la
armonía del cosmos obedecían a ciertos números, más precisamente, que la
armonía del mundo se encierra en los siete números —1, 2, 3, 4, 8, 9, 27— que «contienen la eurytmia secreta de
macrocosmos y microcosmos por igual», es decir, que en estos números y en sus
proporciones (cocientes armónicos) se hallaba condensada toda la perfección del
alma y del mundo entero (observemos, no obstante, que para Pitágoras los números
perfectos son el 3, el único que tiene comienzo, medio y fin, y el 10, que
comprende todos los números).
Esta riquísima
tradición teórica matemático-musical vendría a ser desarrollada, a partir de la
segunda mitad del siglo XV, por individuos como Franchino Gafurio, Francesco
Giorgi, Ludovico Fogliano y Zarlino, todos ellos teóricos clave en este campo.
Tales conocimientos pasarían de una manera natural a formar parte de los
círculos humanistas, entre los que aquéllos se desenvolvían (no creo sea necesario
insistir aquí sobre la relación entre, por ejemplo, Gafurio y Leonardo, o
Giorgi y los ambientes arquitectónicos venecianos). Pues bien, sería a través
de dos de los máximos representantes de tales círculos, ambos verdaderos
arquetipos de lo que Burckhardt llamó «uomo universale», Giangorgio Trissino y
Daniele Barbaro, como encontrose en medio de todo este complicado juego de
interrelaciones e intercambios culturales el, quizás, mayor heredero y continuador,
entre los arquitectos profesionales, de la íntima correspondencia entre la
música y el arte de la edificación: Andrea Palladio (1508-1580). Nunca, como lo
demostró en sus construcciones, olvidaría Palladio las palabras de su amigo
Barbaro, elaborando el pensamiento de Vitrubio: «Las reglas de la aritmética
son aquellas que unen la música con la astrología, porque la proporción es
general y universal en todas las cosas sujetas a medida, peso y número».
Una de las
mayores preocupaciones de los pensadores renacentistas, y la búsqueda
albertiana es una prueba de ello, es hallar las «medias proporcionales», pues
sin ellas sería imposible establecer las consonancias musicales tan importantes
para la construcción arquitectónica, medias que, según demostraba el Timeo,
constituyen todos los intervalos de la escala musical. Iba a ser Francesco
Giorgi quien, reinterpretando el Timeo, encuentre las medias aludidas
(geométricas, aritméticas y armónicas) como números enteros entre los términos
de la serie original de Platón. Basándose en ellas, Palladio establece las
suyas propias —para construir una
habitación o espacio cualquiera según la proporción adecuada, Palladio indica
que, por ejemplo, en la relación 6 (ancho), 9 (alto), 12 (largo), la media
aritmética es 9; en la relación 4, 6, 9, la media geométrica es 6, y en la
relación 6, 8 12, la media armónica es 8—.
Tanto la
concepción de Palladio de la arquitectura, como la de todos los arquitectos del
Renacimiento, está basada en la validez universal y en la conmensurabilidad de
los cocientes. Cuando Palladio nos dice que las iglesias deben construirse «en
forma tal y con tales proporciones que todas las partes inspiren en conjunto
una suave armonía a quienes las contemplen», en realidad no está pensando «en
una vaga e indefinible atracción de la vista, sino en las consonancias
espaciales obtenidas mediante la interrelación de cocientes universalmente
válidos». Si bien otros arquitectos habían empleado relaciones proporcionales
armónicas para las fachadas o para las habitaciones interiores, Palladio las
emplea por vez primera para integrar una estructura total (sea, las plantas de
sus «villas»): «Pero las habitaciones mayores deben guardar tal relación con
las medianas y estas con las menores que, como dije en otro punto, una parte
del edificio posea de suyo cierta armonía de los miembros que lo torne
perfectamente bello y grácil».
Las leyes de la proporción
armónica en arquitectura tuvieron una larga vida durante los siglos XVI, XVII y
XVIII. Ahora bien, «con el advenimiento de la nueva ciencia, la síntesis que había
mantenido unidos microcosmos y macrocosmos, ese orden que todo lo abarca y esa
armonía en que habían creído todos los pensadores desde los días de Pitágoras
hasta los siglos XVI y XVII, comenzó a desintegrarse. Este proceso de descomposición,
llevó, naturalmente, a una nueva orientación en el campo de la estética, e
implícitamente en el de la proporción». No obstante la virulenta crítica de que
fue objeto la doctrina de un universo matemático sujeto a cocientes armónicos
por parte de pensadores franceses e italianos, sería en Inglaterra «donde se
derribó de cuajo toda la estructura de la estética». En este proceso, los
ensayos de Hogarth, Hume y Burke fueron determinantes. No sólo, entienden
ellos, no es ya posible trasladar las consonancias musicales a las proporciones
visuales, no sólo las matemáticas no tienen nada que ver con la belleza, sino
que la posibilidad de una verdad objetiva, independiente del ojo del
espectador, en la cual se basa toda la estética renacentista (que la belleza es
algo intrínseco en el objeto y depende de que este se halle o no a tono con la
gran armonía universal), pierde su razón de ser, apareciendo una estética
basada ya en el sujeto, es decir, una sensibilidad por completo subjetiva.
Wittkower lo expresó muy bien con estas palabras: «Sobre la base de una nueva
concepción del mundo, se fue demoliendo sistemáticamente toda la visión humana
de las cosas. La proporción se convirtió en una cuestión de sensibilidad
individual y, en este sentido, el arquitecto se independizó por completo de los
cocientes matemáticos».
Publicado originalmente en el
diario Sur de Málaga el 6 de enero de 1985
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