Pintura abstracta y romanticismo: Kandinsky, Malévich, Mondrian
ENRIQUE CASTAÑOS
Uno de los historiadores y sociólogos del arte más injustamente
olvidados e incomprendidos por las efímeras y, a su vez, versátiles y
persistentes modas que parecen impregnar todas las corrientes metodológicas en
cuanto a la interpretación de los fenómenos histórico-artísticos durante los
últimos años, Arnold Hauser, tenía probablemente razón cuando escribía hace más
de tres decenios que el siglo veinte había dado comienzo en 1914, con el desmoronamiento
de todo un orden social y político largo tiempo mantenido sin contestación
exitosa de ningún género.
Ahora que con cada vez mayor insistencia se saborea casi con enfermiza
morbosidad el final de esta centuria, de la que se espera llegue pronto su
muerte cronológica, somos más a medida que ésta se acerca quienes sentimos que
quizás estemos asistiendo al cumplimiento de un ciclo histórico que, iniciado
desde el punto de vista cultural y, por tanto, también socio-histórico, con las
vanguardias artísticas de principios de siglo, encuentra en el decenio que
atravesamos, una vez producidos los últimos coletazos de las vanguardias de los
sesenta y setenta, su natural conclusión, sin que ello signifique que el nuevo
y, todavía por mucho tiempo, nebuloso período que se avecina pueda prescindir
sin más del inmenso e inagotable legado transmitido por las experiencias de la
vanguardia histórica. En efecto, aun cuando resulta muy difícil entrever en la
actualidad el momento del parto, los ochenta
—sinónimo de confusión y eclecticismo—
constituyen un lapso transitorio, de gestación de la nueva y enigmática
criatura.
Precisamente en este instante, cuando nos es dada una serena visión retrospectiva
sobre los logros y carencias de las realizaciones artísticas de nuestro más
inmediato pasado, confirmamos y verificamos un viejo presentimiento: las más
radicales conquistas en el seno de las vanguardias plásticas del siglo veinte
se deben en gran parte, como si de una poderosa corriente subterránea se
tratase, a la perfecta asimilación por sus protagonistas de los presupuestos
teóricos, tanto estéticos como filosóficos, que configuran el movimiento
romántico, nacido de la crisis en que casi desde sus mismos orígenes va a verse
sumido el precedente movimiento neoclásico.
No podemos en las líneas que siguen constatar en cada uno de los casos
el sentimiento más arriba indicado; baste con remitir al lector al magnífico
ensayo de Robert Rosenblum La pintura moderna
y la tradición del Romanticismo nórdico (1975), en el que se analiza
detenidamente tan sugestiva hipótesis interpretativa sobre el arte moderno.
Sí, en cambio, defenderemos esta impresión sobre la filiación romántica
que corre por los surcos de la pintura de vanguardia, aportando las pruebas que
nos suministran tres nombres clave de la producción plástica en la primera
mitad del siglo: Kandinsky, Malévich y Mondrian. Al señalar a estas tres
figuras emblemáticas de la abstracción pictórica, mediante las que el lenguaje
de las formas alcanza posiblemente las más altas cotas de conjunción armónica
con la materia y el espíritu del universo, implícitamente negamos la arbitraria
y académica división entre un arte sujeto al rigor frío de la pura geometría y otro
adscrito a las oscilaciones violentas del temperamento personal, por lo menos
en lo que esa dicotomía contiene
—cuando se utiliza sin ahondar en la problemática de los estilos
artísticos— de reduccionismo
simplificador y vacío.
Kasimir Malévich. Sin título. Ca. 1916. Peggy Guggenheim Collection, Venecia.
Arriesgarse a contemplar y reflexionar sin prejuicios sobre el Cuadrado
negro sobre fondo blanco (expuesto por primera vez en 1915) y el Cuadrado
blanco sobre fondo blanco (1918), ambos pintados por Malévich, es siempre
un acto de valentía estética, en el que seguramente acabarán desvelándose
secretos que permanecían escondidos en nosotros mismos. Según nos cuenta el
artista en su obra teórica más importante, El suprematismo como modelo de la
no representación (1920), no lo entendieron así sus contemporáneos: «Por
suprematismo entiendo la supremacía de la pura sensibilidad en el arte (...)
Cuando, en 1913, en mi tentativa desesperada de librar al arte del peso inútil
del objeto, buscaba refugio en la forma del cuadrado y exponía un cuadro que no
representaba sino un cuadrado negro sobre fondo blanco, la crítica se lamentó y
con ella el público diciendo : “Todo cuanto amábamos se ha perdido; estamos en
un desierto; ante nosotros se alza un cuadrado negro sobre fondo blanco” (...)
El ascenso a la cima del arte no figurativo es penoso y lleno de tormento (...)
pero también satisfactorio. Las cosas habituales retroceden cada vez más; a
cada paso que se da, los objetos se alejan hasta que, finalmente, el mundo de
las nociones habituales, en el que sin embargo vivimos, se deshace completamente.
Basta de imágenes de la realidad, basta de representaciones ideales; sólo el
desierto. Pero este desierto está penetrado del espíritu de la sensibilidad
inobjetiva que lo llena todo». ¿No era también doloroso el itinerario seguido
por el alma romántica? Pero, ¿no acababa, a su vez, encontrando la luz y el conocimiento
que se desprenden de la comunión del yo interior con la naturaleza? Quizás ese
«espíritu de la sensibilidad inobjetiva» no sea más que el sentimiento del puro
«desierto», una vez se ha penetrado el misterio de lo real.
Kandinsky, también ruso como Malévich, poseía un sentido tan equilibradamente
emotivo de los colores, una tal predisposición a la lírica geometría de la
línea (ambos vehículos de comunicación con el mundo), que sus cuadros se
traducen en una perfecta y pura expresión simbólica. Toda su concepción
estética puede resumirse en una sola frase: el artista debe atender a la
llamada de la «necesidad interior». Desde el momento en que su búsqueda se
presenta ligada a ese «sonido interno», el artista vincula su obra al universo
de la subjetividad, en la tradición de la espiritualidad romántica. Pero
Kandinsky, en cierto sentido el más abstracto de los pintores
contemporáneos —por lo menos si hacemos
caso de la elaborada fundamentación que aduce en sus escritos teóricos, sobre
todo en su breve y legendario libro De lo espiritual en el arte (1912)—,
se aleja de los románticos en un punto decisivo: el que los convertía en guardianes
del fuego sagrado de la imaginación, haciendo de la naturaleza uno de los
mayores veneros de su capacidad creadora. Kandinsky se erige en defensor de la
abstracción pura, absolutamente incontaminada, a partir de la cual el cuadro
deviene sujeto. A pesar de ello, tampoco el mencionado libro explica suficientemente
(quizás porque sea imposible desde el punto de vista racional) la
discontinuidad que ve Kandinsky en el universo, la falta de contacto entre lo
nouménico y lo fenoménico. La pretendida meta de buscar «lo interior en lo
exterior», hacer uso del «valor interior de lo externo», fundamento de la
separación radical entre arte y naturaleza, es expresada así por Kandinsky: «La
armonía de los colores debe basarse únicamente en el principio del contacto
adecuado con el alma humana». Pienso, no obstante, que no sólo no desatiende
Kandinsky a la naturaleza, ya que como todo auténtico artista está ligado a un
sentimiento de lo cósmico sin que su concepción reafirme una de las claves del
Romanticismo: el valor de lo subjetivo.
El caso del holandés Piet Mondrian es, sin duda, más complicado que el
de Malévich y Kandinsky; aquí nos limitaremos, como en los anteriores, a
esbozarlo. Por un lado, el fundador, junto a Van Doesburg, del neoplasticismo,
únicamente parece concebir el arte desde el punto de vista de lo abstracto absoluto.
Líneas rectas que se entrecruzan en el plano, con ausencia de diagonales, según
un ritmo horizontal-vertical que, en el llamado período clásico de su
producción (1928-1932), sólo hace uso de los colores puros (rojo, amarillo,
azul) y de los no colores (blanco, negro, gris), sujeta toda la composición a
relaciones de posición y proporción.
Mondrian rechaza en sus escritos cualquier concesión de la pintura a lo
que él llama tratamiento romántico del objeto, incapaz de expresar lo «concreto»
cual lo hace el arte abstracto: «La creencia errónea de que es posible expresar
la esencia más profunda de una cosa existente a través de su plasmación, redujo
la pintura al simbolismo y al romanticismo, a la manía de “describir”. Un arte
semejante es, en mayor o menor medida, una ilusión, una fantasía, y, por no ser
verdaderamente real —en el sentido que
damos nosotros a esta palabra—, permanece fuera de la vida». Romanticismo significa
para Mondrian claro-oscuro, sentimiento de lo trágico, de la miseria o de la
debilidad humana. La tela neoplasticista sustituye toda forma de naturalismo
por la claridad y la simplicidad, por la pura creación del espíritu. Mientras
Malévich, ha dicho Juan Eduardo Cirlot, insiste en el logro de un determinado
tipo de relaciones que hagan sensible la búsqueda interior del artista,
Mondrian busca el sentimiento del orden, como compensación a la destrucción del
mundo; mientras aquél buscaba el peligro por la indefinida probabilidad de las
relaciones inestables, éste lo buscaba por el lado de la infinita variedad de
situaciones estables.
Pero este mismo Piet Mondrian dejó escrito que «lejos de ignorar la naturaleza
individual del hombre o de perder la “nota humana”, el arte puramente plástico
es conciliación de lo individual con lo universal». El iniciado en teosofía y
en el conocimiento de las filosofías extremo orientales, el ascético, que
«profetiza el fin del arte mediante su reabsorción en la vida misma» (Michel
Seuphor), era, como todo auténtico hombre y artista, una permanente paradoja.
Escuchemos las palabras de su amigo Seuphor, que lo trató intensamente,
asombrándose de su misteriosa personalidad: «Mondrian, anunciando el fin del arte,
demostró mediante su vida y su obra que creía con fuerza en el valor moral del
arte y que no pretendía hacer ninguna concesión en ese punto. Tenía un
sentimiento tan vivo de su vocación de artista y de la dignidad del arte que
creía que todo debía estarle subordinado. Además, asimilaba el arte a la
religión y sabía perfectamente que lo que es arte en el arte jamás ha podido
ser definido ni explicado. El más racional de los hombres no era del todo
racionalista».
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