La serie negra de Jordi Teixidor
Ausencia, interioridad y silencio
Ausencia, interioridad y silencio
© ENRIQUE CASTAÑOS
Los más de cuarenta cuadros de la llamada «serie
negra» que Jordi Teixidor lleva realizados desde 1994, constituyen uno de los
más hermosos y coherentes conjuntos pictóricos de la abstracción española
contemporánea. Más que un tour de force acerca de las posibilidades de
la abstracción en el momento actual del desarrollo evolutivo de las artes
plásticas en las sociedades postindustriales, debe ser entendida como una
reflexión estética e intelectual sobre los límites de la pintura, como una
búsqueda en pos de la no-pintura, como el anhelo irrealizable de hacer el
cuadro definitivo, o, lo que es lo mismo, el no-cuadro, pero también como la
expresión personal de un sentimiento de fracaso ético-político.
Los primeros cuadros negros aparecen en la obra de
Teixidor en 1994. Hechos con óleo sobre lienzo de lino, desde el punto de vista
estrictamente material y técnico forman parte, al igual que toda la obra del
artista desde mediados de los setenta, de una reivindicación de la pintura. En
aquel mismo año Teixidor había pintado otros cuadros de estructura compositiva
similar aunque en tonos más claros, caso, por ejemplo, de los titulados Muerte
y amor o Idea y razón. Lo más significativo de estos lienzos era la
división del espacio en tres zonas, una central mucho más ancha y otras dos
laterales, a modo de bandas, de idéntica anchura. Las bandas tampoco eran algo
nuevo, ya que pueden encontrarse en la obra de Teixidor desde 1973. Como él
mismo ha admitido en diversas declaraciones, esas bandas están influidas por
las características bandas verticales de los cuadros de Barnett Newman, uno de
los más destacados exponentes de la abstracción postpictórica estadounidense
desde 1960, una corriente de la neovanguardia, como señaló hace ya bastante
tiempo Simón Marchán con inusual agudeza, que, además de su esteticismo, se
concentra «en problemas intrínsecos a la pintura misma en su sentido
contemplativo». Interesados «por el color sin ingredientes de textura o materia»,
ajenos a una subdivisión jerárquica de la obra en distintos elementos,
preocupados por otorgar a los colores «funciones de separación respecto a las
formas», los representantes de la tendencia usan el gran formato para intentar
«conferir a sus obras un valor directo de realidad». Sin embargo,
aquellos cuadros de Teixidor sí se distancian del Frank Stella que afirma que
«mi pintura está basada en el hecho de que sólo hay en ella lo que puede ser
visto... Lo que usted ve es lo que ve»[1].
La serie negra, pues, se puede considerar inaugurada
con cuatro lienzos pertenecientes a la serie de Las contradicciones. Por
el modo en que se aplica la pincelada, está claro que hay un propósito de dejar
patente la huella del artista, su paso por la tela, pero sin prácticamente
ninguna textura, con una gestualidad muy contenida. Estos cuatro cuadros, cuyos
títulos —La audacia del final, La
mentira del valiente, La arena del templo, La sombra del altar— poseen un indudable poder simbólico y
contribuyen a dotarlos de un impenetrable misterio, ejemplifican ya las
preocupaciones estéticas esenciales de toda la serie, preocupaciones que, de
otra parte, hacía tiempo definían la búsqueda del pintor. Estos intereses
ofrecen tres niveles complementarios. De un lado, una particular actitud ante
el lienzo en blanco, a saber, poner en relación determinados elementos, tales
como dimensiones, tratamiento de la superficie, color y textura. En segundo
lugar, una especial relación entre estructura y color, relación en la que el
color termina alcanzando el protagonismo, es decir, que, como Teixidor
reconoce, «todo termina por ordenarse en función de él». El color debe envolver
al espectador, aspecto tanto más logrado cuanto mayor sea el formato utilizado.
En tercer término, el «tema», que Teixidor en principio caracteriza como la
relación que se establece entre las distintas bandas de color, bien sean
verticales u horizontales. Las variantes entre esas relaciones constituyen
precisamente el «tema» de estas obras. Él mismo lo ha expresado mejor que
nadie: «la constante o premisa fundamental es la relación entre color y color,
entre bandas horizontales o verticales. Y la temática es, en mi obra, la diferente
manera de presentar, cada vez, la relación entre todo ello» [2].
Pintados con negro y con verde, aparece en ellos una tercera y aún más estrecha
banda vertical, casi una tira, situada a la derecha o a la izquierda y que
aumenta la elegancia que se desprende de estas composiciones. Pero las bandas
también denotan un sentido del ritmo, así como una sensación de acotamiento, de
cerramiento. Los tonos de color y la textura, especialmente los verdes y las
pinceladas de la franja negra, evocan grandes losas de mármol de algunas
iglesias suntuosas, aunque la zona oscura central también parece evocar una
puerta, una abertura hacia lo insondable.
El siguiente grupo de obras está constituido por
trece lienzos realizados entre 1995 y 1996, todos ellos sin título, y cuya
investigación formal culmina en un Tríptico negro de 1998 y, sobre todo,
en un gran cuadro alargado de tres metros de altura, también de ese año. Salvo
uno de aquellos trece lienzos, que presenta una estrecha franja roja en la
parte superior, los demás están pintados básicamente con tonos verdosos y
grises, además, naturalmente, del negro. Las principales novedades radican, de
una parte, en que las franjas laterales se trasladan ahora a dos lados
adyacentes, uno mayor y otro menor, en ángulo recto, o bien a tres lados, y, de
otra parte, en que las bandas de los bordes dejan de tener el mismo grosor,
circunstancias formales que ratifican la declaración de Teixidor citada más
arriba. Pero esos trece cuadros, que pueden ser perfectamente considerados una
continuación lingüística de la serie de Las contradicciones, encuentran,
como decíamos, una plenitud en un magnífico óleo rectangular de 300 x 120 cm
enteramente pintado de negro y con una elegantísima franja de color oro en la
zona superior. Este lienzo, que es de una pureza absoluta, recuerda las
palabras de Barnett Newman de 1947: «La base de un acto estético es la idea
pura. Mas la idea pura es, necesariamente, un acto estético. He aquí la
paradoja epistemológica que constituye el problema del artista»[3].
Pero el oro remite, asimismo, inevitablemente, a una simbología relacionada con
lo ceremonial, con la divinidad, de extraordinario arraigo en la tradición
artística bizantina, donde el dorado del fondo de los mosaicos y de los iconos
alude directamente al reflejo de la luz celestial. Es un enorme acierto
estético, además de un audaz acto intelectual, unir el negro, símbolo aquí de
la ausencia, del desengaño y de la desilusión, con el color áureo, símbolo de
la luz divina. Pero, por encima de todo, predomina la belleza desnuda, la
inmaterialidad, la pura abstracción contemplativa, algo, sin duda, que conecta
y hubiera gustado a Rothko, un pintor cuya obra invita como pocas a la
contemplación y a la meditación.
Jordi Teixidor. La muerte de Virgilio. 1999. Lienzo. 190 x 340. Colección particular.
El año 1999 está marcado, en primer lugar, por una
soberbia trilogía, en cierto modo el conjunto central y la médula de toda la
serie negra, o al menos la que más claramente se identifica con algunos de sus
presupuestos teóricos fundamentales. Los tres lienzos, de 340 cm de longitud
cada uno, ofrecen ya desde sus mismos títulos
—La muerte de Virgilio, El final de la batalla, La
derrota— toda una actitud y un modo
de pensar ante la realidad. Formalmente son bellísimos, rectangulares en
posición horizontal, con una franja dorada dividiéndolos en dos zonas, la de la
izquierda más estrecha que la de la derecha, y, salvo La muerte de Virgilio,
que sí presenta una leve gestualidad en la parte de la derecha, sin signos
ostensibles de la actividad del pintor, aunque si uno se acerca, como casi
siempre ocurre en Teixidor, es perceptible la aplicación de la materia
pictórica sobre la superficie, bien es cierto que muy liviana en la presente
trilogía. El color negro se aparta en ellos de las connotaciones simbólicas que
le adjudica Kandinsky en su célebre texto de 1912: «El negro suena
interiormente como la nada sin posibilidades, como la nada muerta después de
apagarse el sol, como un silencio eterno sin futuro y sin esperanza». En
Teixidor el negro simboliza más exactamente la ausencia, la distancia, la
separación, el abandono, aunque dejando una puerta abierta, mejor dicho, una
rendija por la que puede vislumbrarse muy lejana una tenue y casi apagada
esperanza. Quizá se trate de una pausa, pero no completa y cerrada como quiere
el padre de la abstracción. Lo que sí se cumple es su insonoridad, esto es, el
hecho de que sobre el negro «cualquier color, incluso el de resonancia más
débil, suena con fuerza y precisión»[4].
La secuencia de los tres cuadros es ascendente, como
queriendo subrayar la idea de fracaso ético, de profunda desilusión respecto a
ciertas expectativas políticas que se abrían en los primerísimos años de la
transición en España. Pero un cuadro como La muerte de Virgilio,
impresionante obertura de esta trilogía, es mucho más que eso. De sus posibles
lecturas hay dos que deben ser especialmente destacadas. En primer lugar, el
homenaje a Hermann Broch, autor de la novela homónima concluida en 1945, cuando
hacía ya unos años que el gran escritor austriaco vive en el exilio
estadounidense, país al que se vio forzado a trasladarse como consecuencia de
la anexión de su país por la Alemania nazi en 1938. Como intelectual judío,
Broch fue entonces detenido y encarcelado, temiéndose seriamente por su vida.
Él, junto con Freud, Musil, Hofmannsthal, Wittgenstein, Loos, Kokoschka,
Schönberg y muchos otros nombres egregios, hicieron de Viena, la vieja capital
del Imperio austro-húngaro, un foco cultural de primer orden en los años
anteriores a la Primera Guerra Mundial, circunstancia que continuó en gran
medida hasta la brusca interrupción ocasionada por la barbarie irracionalista.
Teixidor se identifica aquí con el tipo de intelectual profundamente europeo,
civilizado, culto, refinado, cosmopolita, tolerante, según ha sido descrito de
modo inigualable por Stefan Zweig en El mundo de ayer. Pero la adhesión
y la simpatía es también para con el hombre Broch que ve derrumbarse todo su
mundo, que tiene que huir acosado y perseguido por la más espantosa
intolerancia concebible, que sólo puede oponer inteligencia, conocimiento y
diálogo a la sinrazón. Pero ésta no sólo no escucha, sino que no oye nada, no
quiere oír nada. De ahí la honda y amarga decepción de Stefan Zweig en
Petrópolis en 1942, hasta que finalmente optó por entrar en el reino del
absoluto silencio. No pudo soportar el griterío ensordecedor de sus
contemporáneos, peor aún, pensaba que ese griterío no iba a poder ser derrotado
por la palabra.
En segundo lugar, Teixidor también se siente
identificado con el viejo Virgilio que en Brindisi, próxima la hora de su muerte,
hace balance de su obra y alberga dudas acerca de la validez de su libro
cumbre, tema desarrollado por Broch en uno de los más intensos monólogos de la
literatura del pasado siglo. El poeta laureado y encomiado por Augusto, hace
ahora autocrítica, duda sobre la proyección de su legado literario en el tiempo
y en las generaciones futuras, sobre la pervivencia, como ha recordado George
Steiner, de la palabra poética y de su permanencia como creador. Finalmente
cede a los requerimientos de Augusto, mejor dicho, de Octavio, del amigo, y si
no se decide a destruir el gran poema es por su confianza última en el papel
vivificador e iluminador de la palabra poética, esperanzador resquicio dejado a
la utopía. El cuadro de Teixidor está dividido en cuatro zonas, alusión
consciente o inconsciente a las cuatro partes del libro de Broch, denominadas
con los términos de los elementos de Empédocles, el presocrático: agua, fuego,
tierra y éter. Éste es el mismo orden en el que estarían colocados en el
lienzo, sólo que, de nuevo, la banda áurea, además de simbolizar el fuego,
podría estar señalando esa pequeña abertura concedida a la esperanza y a la
posibilidad de la utopía, no del todo perdida por completo.
Jordi Teixidor. Retablo I. 1999. Lienzo. 190 x 190 cm. Colección particular.
El Retablo I, de 1999, es, formalmente, una
de las más bellas composiciones creadas nunca por Teixidor. Es una verdadera
obra maestra, en la que nada sobra ni nada falta, en la que se alcanza un
perfecto equilibrio entre sus elementos, una armónica musicalidad derivada de
las equidistancias ingrávidas, siderales, entre los cuadrados y los rectángulos
que parecen flotar en una oscura noche cósmica, eterna, entre lo lleno y lo
vacío, entre la luz y la oscuridad, entre el negro y el oro. Este lienzo resume
una alta sabiduría plástica, una notable cultura y una íntima espiritualidad,
mejor aún, un sentido de la trascendencia. Las referencias inequívocas son
Malévich, Mondrian y Albers, pero son unas referencias que en ningún momento
impiden la incontestable originalidad del cuadro. Es cuanto menos curiosa la
ausencia de círculos en la serie negra, lo que quizás podría interpretarse como
una falta del componente platónico. Es evidente que en este caso predomina el
cuadrado, el rectángulo, el ángulo recto, otra vez los cuatro elementos, los
cuatro puntos cardinales, o, quién sabe, el sentido de la tierra. Porque, aun
estando pintados de oro los tres cuadrados de la composición, quién sabe si
estamos ante una cifrada presencia de Hölderlin, un poeta, por cierto, que
sentía especial predilección por Empédocles.
Las otras obras de 1999 son los paisajes nórdicos,
que continúan investigando las posibilidades compositivas del ángulo recto. Son
cuadros de un profundo recogimiento, en cierto modo formalmente deudores del
homenaje íntimo que Teixidor hiciera cuatro años antes en El silencio de
Glenn Gould, extraordinaria composición en recuerdo del pianista canadiense
que precisamente tocaba en su cerebro en las inmensas soledades del ártico. Las
franjas en ángulo recto de los bordes, casi blancas, sí traducían claramente en
aquella vasta composición la soledad y la desolación del paisaje helado,
mientras que en los paisajes nórdicos se han hecho algo más cálidas, grises y
doradas.
La pieza fundamental pintada en el año 2000 es Gertrud,
inconfundible y personalísima evocación de la homónima película de Dreyer.
Probablemente el más penetrante análisis jamás filmado, junto con La
emperatriz Yang Kwei Fei de Kenji Mizoguchi, de la condición femenina, la
más sutil exploración del alma y de los sentimientos de la mujer, Gertrud
de Dreyer ofrece una incomparable escena final, un flash-forward en el
que vemos a Gertrud avanzar en su senectud por un corredor iluminado por una
luz espiritual, símbolo de su entrada en otro reino y en otra dimensión en la
que ya no cuentan las luchas y aspiraciones mundanas. La hondísima y paradójica
frase que en un momento determinado pronuncia la protagonista del film —«Yo creo en la voluptuosidad de la carne y
en la irremediable soledad del alma»—, parece disolverse y perder toda
actualidad al dirigirse el personaje hacia aquella otra realidad, misteriosa,
insondable, ajena a la lógica de la razón y a la percepción de los sentidos.
Teixidor compone un lienzo muy elegante donde posiblemente el negro, el gris y
el dorado estén traduciendo estados espirituales, íntimos conflictos de
naturaleza espiritual que, en cualquier caso, reflejan la admiración ante la
obra del realizador danés.
Después de los tres grandes trípticos pintados
durante 2001, donde de nuevo vuelve a componer con tres grandes zonas de negro,
gris y oro, menos en uno en el que el oro ha sido sustituido por un color
tierra sobre el que hay signos de gestualidad, trípticos que optan por la
simetría, la centralidad y el espacio abierto, no delimitado, Teixidor pinta al
año siguiente la serie del Destierro y las grandes composiciones de la
serie África. Lo más significativo desde el punto de vista de la
innovación formal en estos lienzos es la aparición de una zona vertical u
horizontal que semeja una trama y que, asimismo, tiene un propósito gestual,
esto es, una finalidad expresiva. El cuadro culminante de todo ese pequeño
conjunto quizá sea África III, con dos amplias áreas negras, sin apenas
rastro de la acción pictórica, en los extremos, una franja amarilla a modo de
redecilla o trama realizada aplicando directamente la barra de óleo sobre la
tela, y un elemento muy logrado que consiste en una franja gris de la que
parece brotar una incompleta trama poligonal, recurso procedente de un anterior
cuadro fallido y que ofrece un vivo contraste entre lo geométrico, lo lineal, y
el expresivo gesto de la banda amarilla, franja que en realidad incluye
marrones y tonos de rojo, lo que justifica sobradamente el título del cuadro.
Los dos soberbios cuadros de formato vertical de este mismo año, ambos sin
título, constituyen la más exquisita realización de la triple relación armónica
entre el negro y el color áureo, entre franjas verticales y horizontales y
entre el grosor de los espacios, sin olvidar la presencia simultánea del origen
indeterminado, simbolizado por el negro que llega hasta el mismo borde, y del
límite, de la acotación, de la determinación mensurable y cerrada.
Los últimos lienzos realizados hasta ahora de la
serie negra, Todo es presagio y Ulrich, están formalmente
vinculados con el mencionado de África III, sobre todo el segundo de
ellos. Ulrich es un cuadro muy hermoso, muy pensado, extraordinariamente
equilibrado. Como en otros casos, el recurso al díptico se explica porque
Teixidor no quiere que haya una línea seca y cortante dividiendo la
composición, sino una unión. La trama poligonal abierta de África III
se ha reducido a una delgada línea vertical también de color gris unida
mediante pequeñas líneas horizontales a la franja gris que ocupa el centro de
la composición. La zona central está cerrada, quedando abiertos los extremos
negros. Otra posible percepción visual identifica como segmentos negros la
parte fronteriza entre la franja gris y el área negra de la parte derecha. De
nuevo una tensión entre el orden y el gesto expresivo, entre la luz y la
oscuridad, entre el espacio indeterminado y el espacio concreto. De nuevo un
testimonio de admiración a uno de los más eximios representantes de la más alta
cultura de Mitteleuropa, el escritor austriaco Robert Musil, cuya
gigantesca novela inacabada, El hombre sin atributos, indaga como quizás
ningún otro libro sobre el nihilismo que ha caracterizado al siglo XX, esto es,
sobre la más definitoria condición de nuestra época. Un libro del que Albert
Camus, que no era precisamente un entusiasta de la novela, escribió que su tema
principal era «la búsqueda de la salvación del espíritu en el mundo moderno».
El personaje central de la novela, Ulrich, el hombre sin cualidades, sin
identidad, escéptico, lúcido, sin patria, un ser, como ha dicho Isidoro
Reguera, «que ni quiere nada, ni propone nada», que se mueve «entre el
pesimismo radical y la experiencia mística»[5],
llega a afirmar lo siguiente en un pasaje de la obra :«El verdadero valor de la
imaginación se relaciona no sólo con el pasado sino también con el futuro: las
formas de libertad y felicidad que invoca claman por liberar la realidad
histórica». Esa misma realidad histórica insoportable que también vapuleará
Camus en El hombre rebelde.
La serie negra habla de unas aspiraciones no
cumplidas, de unos deseos no satisfechos, de derrotas parciales, de autocrítica
respecto de los propios actos y las propias obras, de huidas y exilios, según
lo revelan emblemáticas composiciones de la serie como la trilogía de 1999, Ulrich
y Stanbrook, este último un enorme cuadro de 2002 que alude a la salida
desde el puerto de Alicante el 28 de marzo de 1939 de los últimos republicanos
camino del exilio, precisamente en un carguero inglés cuyo nombre era el del
título que ahora lleva el cuadro en su memoria. Circunstancias de la vida
terminarían relacionando uno de aquellos 2638 pasajeros con el propio Teixidor.
En ocasiones hay tres o cuatro matices de negro que nos evocan incluso a Manet,
sobre todo al Manet de El torero muerto y del retrato de Berthe
Morisot, cuyos matices de negro fueron tan ponderados y ensalzados por el
crítico Armand Silvestre y el poeta Paul Valéry[6].
Pero junto al negro también está el oro, ese cálido color áureo que impide
ahogar la esperanza, que indica un sentido de la trascendencia, que nos eleva,
que es un tenue foco de luz. Del mismo modo que los límites espaciales se
presentan en la catedral gótica clásica «como algo fluido, inasible,
transparente como el fondo de oro de la pintura medieval»[7],
también en estos cuadros de la serie negra hay una intangible fluidez, una
diafanidad, una luz espiritual.
En más de una conversación privada Teixidor ha
mostrado su íntimo acuerdo con las reflexiones de Ramón Gaya acerca de
Velázquez y el arte de la pintura en general. Cuando Gaya, por ejemplo, afirma
que «el gran artista no aspira a la palabra, es decir, al arte, a la obra, sino
al silencio; claro que a un silencio vivo, a un silencio de vida, no de muerte,
ni siquiera mudo, sino comunicante», o aquello otro de que «el arte no es
vestir, sino desnudar... el arte grande es siempre un clima silencioso, porque
ha traspasado la realidad, y más allá de la realidad no está la muerte, sino un
silencio, el silencio de esa realidad, es decir, su grandeza», o, por último,
aquello de que «las obras supremas son obras completamente calladas, es decir,
limpias»[8],
inevitablemente acude a nuestra memoria la obra suprema de Velázquez, Las Meninas,
la no-obra, el no-cuadro por antonomasia, ya que en él «todos aquellos valores
que constituyen un cuadro, los consabidos valores plásticos de un cuadro, es
decir, el dibujo, el color, la composición, y también el estilo, no están
presentes en ese lienzo único, impar»[9].
Este es muy probablemente el anhelo máximo de Teixidor, pintar el cuadro
definitivo, el no-cuadro, una aspiración que él sabe que es irrealizable, pero
que no por ello renuncia a ella; es más, cada día está más entregado a esa
tarea imposible, porque ese es el destino del pintor, incluso a pesar suyo.
Teixidor considera la abstracción una de las mayores
realizaciones del siglo que acaba de terminar, un lenguaje, como es bien sabido
y reconocido desde hace mucho tiempo, que ha permitido leer con nuevos ojos el
arte del pasado. La abstracción, nos recuerda Teixidor, está relacionada con el
enigma de la nada, aquel que se encuentra en el principio de toda filosofía,
pero no una nada negativa, sino aquella «que hace posible lo que es». Por eso
rememora en el mismo texto el pintor las palabras de San Juan de la Cruz ante
la belleza tangible de Córdoba que le señalaba un cofrade: «No estamos aquí
para ver, sino para no ver»[10].
La verdad de la creación artística, piensa Teixidor, es uno de los caminos para
sostener y renovar el sentido ético de la vida. El arte es muy posible que no
pueda cambiar el mundo, como creían Rimbaud o los protagonistas de la
vanguardia histórica, pero sí puede ayudar a reflexionar sobre él, enseñarnos
«una manera de pensarlo y, sobre todo, una manera de entenderlo»[11].
Publicado en el catálogo de la exposición de Jordi Teixidor que, bajo el título de Serie negra 1994-2004, se celebró en la Sala Alameda de la Diputación Provincial de Málaga en febrero de 2004.
[1] MARCHÁN FIZ,
S.: Del arte objetual al arte de concepto. Madrid, Akal, 1986, páginas
89-95.
[2] Entrevista de
Maria Lluïsa Borràs a Jordi Teixidor publicada en el catálogo de su exposición
individual en la Galería Barbié de Barcelona en 1975.
[3] NEWMAN, B.: La
pintura ideográfica. Nueva York, Betty Parsons Gallery, catálogo de la
exposición colectiva celebrada entre el 20 de enero y el 8 de febrero de 1947.
Ahora reproducido en CHIPP, H. B.: Teorías del arte contemporáneo.
Madrid, Akal, 1995, páginas 585-586.
[4] KANDINSKY, V.:
De lo espiritual en el arte. Barcelona, Barral – Labor, 1983, página 86.
[5] REGUERA, I.:
«Cien años de nihilismo». Madrid, diario El País, 6 de octubre de 2001.
[6] Ver el
catálogo de la exposición Manet en el Prado. Madrid, Museo del Prado,
2003, páginas 226 y 290.
[7] JANTZEN, H.: La
arquitectura gótica. Buenos Aires, Nueva Visión, 1982, página 80.
[8] GAYA, R.: «El
silencio del arte», en El sentimiento de la pintura. Madrid, Arión,
1960, páginas 71-95.
[9] GAYA, R.: Velázquez,
pájaro solitario. Granada, Editoriales Andaluzas Unidas, 1984, página 46.
[10] TEIXIDOR, J.: La
elección del camino. Discurso de ingreso en la Real Academia de Bellas
Artes de San Fernando. Madrid, 2002, página 17.
[11] Ibídem, página
22.
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