Sobre un libro de Unamuno
© ENRIQUE CASTAÑOS
«La poesía es la ilusión antes del conocimiento; la religiosidad, la
ilusión después del conocimiento. La poesía y la religiosidad suprimen el
vaudeville de la mundana sabiduría de vivir. Todo individuo que no vive o poética
o religiosamente es tonto». Søren Kierkegaard.
Después de transcurridos más de setenta
años, sobrecoge y embarga el ánimo la actualidad de esa colección de ensayos
que constituyen Del sentimiento trágico de la vida, terminada de
escribir por Unamuno en 1912. En un tiempo como el nuestro, dominado por una
racionalidad destructiva, definido como tanatocrático por algún autor, en el
que el impulso de poderes abstractos tratan de borrar toda huella de humanidad
verdadera y toda esperanza, cobran vigencia y apasionada fuerza los escritos de
un hombre que se atrevió, con sinceridad desbordante, no sólo a ahondar en el
pozo ilimitado de su individualidad singularísima, sino también a levantar su
voz contra aquello que más detestaba: lo deshumano, la carencia de divinidad en
el hombre, ya que Dios y el hombre se necesitan, se apoyan y se complementan
mutuamente en el sentimiento-pensamiento unamunianos.
Su dura invectiva contra todo tipo de
filosofía racionalista, se nos aparece ya desde el comienzo mismo de su libro:
él no nos habla ni se dirige a un hombre abstracto, ideal e irreal, sino del y
al hombre concreto, al «hombre de carne y hueso, el que nace, sufre y muere —sobre todo, muere—; el que come, y bebe, y
juega, y duerme, y piensa, y quiere; el hombre que se va y a quien se oye, el
hermano, el verdadero hermano».
Muchas han sido las necedades y tópicos
que sobre Unamuno se han vertido, posiblemente sin haberlo leído nunca
directamente. Él mismo nos recuerda que, mientras la derecha conservadora lo
descalificaba por heterodoxo y por crear un clima de inquietud espiritual innecesaria
entre jóvenes y viejos, la izquierda tradicional lo acusaba de servir a una
obra de reacción católica. En verdad, sus escritos trascienden los
compartimentos estancos propios de la política oficial. Ésta no acierta a
comprender, puesto que no siente —tan
sólo comprendemos aquello que sentimos; el sentimiento es condición del
pensamiento.
Su vida no fue más que el noble y, a
pesar suyo, desesperado intento por dar respuesta a la única pregunta que le
parecía importante: ¿Para qué el hombre? Porque, frente a quienes hacen del
«cómo» y del «por qué» el interrogante capital, la acuciante preocupación de
Unamuno tenía principalmente que ver con el sentido de finalidad, con lo
teleológico humano. ¿Para qué el hombre, si algún día hemos de morirnos del
todo? Lo inaceptable de este planteamiento, el de la muerte total y desnuda, se
sustenta en Unamuno en el hecho de que, como él descubre, lo que más
singularmente caracteriza al hombre es su anhelo, su «hambre de inmortalidad»:
«Quedémonos ahora en esta vehemente sospecha de que el ansia de no morir, el
hambre de inmortalidad personal, el conato con que tendemos a persistir indefinidamente
en nuestro ser propio, y que es, según el trágico judío (Spinoza), nuestra
misma esencia, eso es la base efectiva de todo conocer y el íntimo punto de
partida personal de toda filosofía humana, fraguada por un hombre y para
hombres».
Pero no se trata aquí, como vemos, de una
inmortalidad abstracta, como aquella que está contenida en la filosofía de
Hegel —tan lúcida y ardientemente
combatida por Kierkegaard: «Cuando se considera un pensador abstracto que no
quiere poner en claro y confesar la relación que hay entre su pensamiento
abstracto y el hecho de que él sea existente, nos produce, por excelente y
distinguido que sea, una impresión cómica, porque corre el riesgo de dejar de
ser hombre»—, sino de una inmortalidad concreta, en la que tanto el alma como
el cuerpo —¿qué es un alma sin su
cuerpo?—, yo mismo tal y como soy ahora en esta mi existencia terrena, pueda
vivir siempre.
Es esta creencia, esta fe en la
inmortalidad del alma, la que nos lleva a creer en Dios. Consignemos, sin
embargo, que, en Unamuno, «la fe más robusta se basa en incertidumbre» —extraordinaria paradoja que halla su
sentido en la paradoja misma que es la condición humana: «La fe es el poder
creador del hombre... Y si es la fe la sustancia de la esperanza, esta es, a su
vez, la forma de la fe... La fe es, pues, fe en la esperanza; creemos lo que
esperamos».
Ahora bien, ¿qué es aquello que
esperamos? Esperamos a Dios, y la vida futura con Él. Pero precisamente en este
asunto, Dios, se nos revela Unamuno en toda su grandiosidad, en toda su
tragedia poética y religiosa. Contra el Dios aristotélico, contra el Dios del
racionalismo deísta —ens
realissimum, ens summum, primum movens—, el Dios-Idea, el Dios lógico, el
Ser Supremo de la filosofía teológica, lánzase Unamuno a luchar, cual caballero
andante, desde lo más hondo de sus entrañas. ¿Qué es eso de que Dios puede ser
comprendido racionalmente?, ¿qué es eso de que haya unas pruebas lógicas sobre
la existencia de Dios, como pretendiera el escolasticismo tomista? Ese Dios al
que se llega desde la razón y no desde la vida, es una mera idea de Dios, es un
puro fantasma, es algo muerto. En el Dios que cree Unamuno —y tan sólo existe aquello que creemos y en
que esperamos— es un Dios íntimo y
personal, Dios como Conciencia del Universo
—porque el hombre es sobre todo eso, conciencia—, Dios como voluntad,
Dios como necesitante del hombre, sufriente
—sólo si hay dolor hay existencia—. Dios sin el hombre no es nada. Este
Dios vivo, religiosamente sentido y esperado, hecho a imagen y semejanza del
hombre, no puede avenirse con la razón, que en gran parte mata la vida: «Toda
posición de acuerdo y armonía persistentes entre la razón y la vida, entre la
filosofía y la religión, se hace imposible. Y la trágica historia del
pensamiento humano no es sino la de una lucha entre la razón y la vida, aquella
empeñada en racionalizar a esta, haciéndola que se resigne a lo inevitable, a
la mortalidad; y esta, la vida, empeñada en vitalizar a la razón obligándola a
que sirva de apoyo a sus anhelos vitales. Y esta es la historia de la
filosofía, inseparable de la historia de la religión».
Y este Dios-Persona, enemigo de la
soledad, a partir del cual el «yo» se transmuta en «nosotros», presenta como
atributo más distintivo el de que ama. Recordemos la frase de Roberto Browning:
«Me atreveré a decir que el gusano que ama en su terrón sería más divino que un
dios sin amor entre sus mundos».
El hombre no es solamente un ser
sentimental, sino también contradictorio. Y esta, la contradicción, asúmela
Unamuno con todas sus consecuencias. No podríamos dejar de hacer por
representarnos cómo sería nuestra existencia más allá de la muerte, bajo qué y
en qué forma viviríamos. Cuando Pablo de Tarso nos habla de una apocatastasis
final, es decir, de la reducción última de todo a conciencia, que seamos todos
en Dios y Dios sea todo en todos, a Unamuno le vienen serias dudas sobre una
tal conciencia infinita: ¿cuál sería entonces su contenido?, ¿de qué sería
conciencia esa conciencia infinita que lo abarcase todo? Nuestro autor prefiere
imaginarse ese estado apocatatásico como no cumplido nunca resueltamente, ya
que de lo contrario moriría nuestra esperanza: «¿No será más bien eso de la
apocatastasis, de la vuelta de todo a Dios, un término ideal a que sin cesar
nos acercamos sin haber nunca de llegar a él, y unos a más ligera marcha que
otros? ¿No será la absoluta y perfecta felicidad eterna una eterna esperanza
que, de realizarse, moriría? ¿Se puede ser feliz sin esperanza? Y no cabe
esperar ya una vez realizada la posesión, porque esta mata la esperanza, el
ansia. ¿No es la eterna felicidad una eterna esperanza, con su núcleo eterno de
pesar para que la dicha no se suma en la nada...? La eternidad, como un eterno
presente, sin recuerdo y sin esperanza, es la muerte». La irresolubilidad de
semejante problemática tiene mucho que ver con que ni siquiera estamos tratando
de un problema, ya que los problemas atañen al orden del análisis y del
pensamiento, y esto que nos traemos entre manos sólo al sentimiento pertenece.
Frente a la ciencia a secas, frente al
progreso robotizante y gregario, matador del sueño y de la vida —«la razón por sí sola mata, y la
imaginación es la que da vida»—, bien haríamos en dirigir nuestra mirada hacia
el Caballero de la Triste Figura, nuestro señor don Quijote, verdadero Cristo
redivivo, que no peleó por ideas, sino por espíritus, que supo vencer
poniéndose en ridículo y siendo burlado, hijo como era del sentimiento trágico
de la vida; de ahí su agonía (lucha) incesante, de ahí su muerte trágica, que
no cómica. Pero hay un don Quijote vivo en nosotros, que se perpetúa: «Y os
diré que se ha dejado a sí mismo, y que un hombre, un hombre vivo y eterno,
vale por todas las teorías y todas las filosofías».
Al terminar la lectura, en el vibrante y,
a la vez, sereno escenario que proporciona la orilla del mar, de estos ensayos,
me resonaron fuerte en los oídos y en el alma aquella palabras finales que
Unamuno dirige al lector: «¡Y Dios no te dé paz y sí gloria!».
Publicado en el diario SUR de Málaga el
30 de abril de 1984
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