Notas sobre La venganza de Crimilda de Fritz Lang
ENRIQUE CASTAÑOS
El arte mudo del primer tercio de siglo, periodo proteico de la imagen en
movimiento, logró de una manera insuperable sustituir la ausencia de la palabra
hablada por una tan riquísima diversidad de expresiones, gestos y registros
dramáticos y humorísticos, que no resulta difícil reconocer en muchos de sus
personajes individuales y colectivos síntesis perfectas de las aspiraciones
artísticas y espirituales de nuestro tiempo, sublimes encarnaciones dotadas de
una fuerza y hondura de sentimientos sólo comparables a las creaciones de la
tragedia y comedia clásicas. Con las excepciones de David Wark Griffith y Charles
Chaplin, serían casi exclusivamente realizadores alemanes, nórdicos y
soviéticos quienes conquistasen las cimas de la belleza desnuda en el
tratamiento de la moderna épica cinematográfica.
En esa apretada nómina, sin cuyo conocimiento se proyectaría una sombra
enorme para el correcto diagnóstico de la vigésima centuria, ocupa un lugar
destacado e indiscutido la producción del realizador alemán Fritz Lang (Viena,
1890 - Hollywood, 1976), atravesada por tres características primordiales: en
primer término, la filmografía completa de Lang es una sólida construcción
arquitectónica, vasta y completa, que desde los iniciales hasta el postrer
título dibuja y cierra con extraordinaria precisión un ciclo coherente sometido
a las leyes matemáticas y exactas del lenguaje cinematográfico; sus películas,
sobre todo durante la etapa muda alemana hasta 1928, poseen profundas
innovaciones formales y estilísticas en evidente conexión con la vanguardia
expresionista del periodo de entreguerras y la tradición de las literaturas
germánicas; los personajes de Lang bullen (aspecto que se acentúa en su
producción estadounidense) en el territorio fronterizo y conflictivo de la
dualidad moral, son seres atormentados y esquinados, héroes trágicos a los que
sería inútil aplicar la tabla de valores sobre la que una moral convencional y
esclerotizada sitúa los conceptos del bien y del mal.
Un fotograma de La venganza de Crimilda, de Fritz Lang
Como ilustración de este
último aspecto, hay un personaje arquetípico de Lang, nobilísimo epítome de aquel
conflicto, que se concreta en imagen visual pura, heroína altiva y desgarrada,
sin sitio en el espacio y el tiempo de la historia, habitante del mito y la
leyenda, también de honda interioridad moral y estética: la reina Crimilda de
la segunda parte de Los Nibelungos (Die Nibelungen), monumental
epopeya fílmica concluida por Lang en 1924 y dividida en dos partes: La
muerte de Sigfrido (Siegfrieds Tod) y La venganza de Crimilda
(Kriemhilds Rache). Las fuentes literarias en que se basa el director
vienés para la realización de la película son las fases más recientes del ciclo
nibelúngico (las más antiguas, los Edda, pertenecientes a la época
vikinga de los siglos VIII-XI, estaban sumidas en una oscuridad que no interesó
a Lang), concretamente el Fin de los nibelungos (Der Nibelungen Not),
casi con toda seguridad redactado entre 1160 y 1170 por un juglar austriaco, y
el Poema de los Nibelungos (Nibelungenlied), quizás compuesto
entre 1200 y 1210 por un poeta caballero también austriaco. También hay que
tener en cuenta la importante trilogía dramática del escritor alemán Friedrich Hebbel
(1813-1863), Los Nibelungos.
El argumento de la segunda parte del film es muy sencillo. Crimilda, que
había jurado venganza al final de la primera parte delante del cadáver de su
esposo asesinado, consiente en casarse con Atila, rey de los hunos, para poder
ejecutar sin error el plan trazado. En efecto, persuade al caudillo bárbaro a
que invite a su hermano Gunther, rey de los burgundios, en la seguridad de que
vendrá acompañado de Hagen Tronje, fiel vasallo y asesino de Sigfrido. Pero Atila, amparándose en
el sagrado derecho a la vida de todo huésped, se niega cumplir la promesa hecha
a Crimilda, por lo que ésta decide actuar por su cuenta, incitando a los hunos
atacar a los burgundios. La catástrofe se desata y la película finaliza en una
espeluznante orgía de destrucción y muerte.
Lang personifica en Crimilda una víctima del destino, idea central de Die
Nibelungen cuyo ritmo, como bien señaló el historiador Sigfried Kracauer en
De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán (1947),
viene marcado por la siniestra presencia de Hagen Tronje, al que sólo mueve en
verdad un «nihilista apetito de poder». La idea de destino, nos recuerda
Kracauer, ya había sido abordada por Lang en otra obra maestra de 1921, Der
müde tod (literalmente «La muerte cansada», aunque traducida en los países
de habla española con el título de Las tres luces), con la diferencia de
que mientras en esta última el destino se manifiesta a través de acciones de
tiranos, en Die Nibelungen es por arranque de pasiones e instintos
ingobernables. El tesoro (hort) de los nibelungos, sepultado por Hagen
en el fondo de las aguas, simboliza el poder y dominio que todos ansían,
incluso Crimilda, pero que igualmente a todos es negado. No obstante, la reina
subordina la posesión del tesoro a un incontenible sentimiento de odio y deseo
de venganza hacia el homicida del esposo amado, hasta el extremo de sacrificar
a su propio hijo, mero instrumento para ganarse la complicidad de Atila, y
permitir el exterminio de su clan. La imagen de Crimilda, en pie sobre los
últimos peldaños de la escalera que da acceso a la fortaleza de los hunos,
contemplando impertérrita la matanza, causa una impresión sobrecogedora.
Marmórea, fría y distante, esculpida por la cámara de Karl Hoffmann y ataviada
cual emperatriz bizantina o gran dama merovingia, sólo los ojos, vivísimos y
chispeantes, parecen descubrir una molécula de humanidad, ya que no desean la
muerte de Gunther y Gieselher, sus hermanos de sangre. Aunque también leemos en
esos ojos, bellísimos e insondables, el resto de vida que de ella exhala,
fatalmente necesaria hasta ver cumplido el desquite. En estos instantes
supremos el estado anímico de la nueva Némesis cinematográfica es un arcano que
nadie podría descifrar —«Has conseguido
que nos una el odio», le dice Atila en el fragor de la carnicería, a lo que
Crimilda responde con estas palabras: «Mi corazón nunca estuvo tan lleno de
amor como ahora».
La escenografía wagneriana y operística de La muerte de Sigfrido, en
la que «el hombre estuvo enteramente subordinado a la plástica de las formas» (Georges
Sadoul) y sirvió de inspiración a más de una ceremonia nazi gracias al celo
propagandístico del ministro Joseph Goebbels, se atenúa en la segunda parte,
donde la atención se concentra en la arquitectura ecléctica de la gran sala del
banquete fatídico y en el diseño del vestuario y maquillaje de los sujetos protagonistas
de la acción. Los juegos geométricos del vestido de Crimilda, el peinado y los
adornos, muestran meridianamente el conocimiento que tenía Thea von Harbou —simpatizante del nacionalsocialismo, esposa
de Lang y principal colaboradora de sus películas hasta que el director huye a
París en 1934— de las vanguardias históricas y de las expresiones artísticas de
la Antigüedad y del Medievo. El agudo contraste, asimismo, entre aquellos
dibujos geométricos, que resaltan el hieratismo y monumentalidad de los
personajes, y la alternancia de luces y sombras, potencia la ambigüedad moral
del drama. Por estas y otras razones La venganza de Crimilda será
siempre considerada una creación inmortal.
Publicado en el diario SUR de Málaga el 28 de diciembre de 1990
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