El príncipe Mischkin de El
idiota como arquetipo moral
© ENRIQUE CASTAÑOS
(Doctor en Historia del Arte)
La novela El idiota («Idiot») fue empezada a escribir por
Fiodor [Teodoro] Mijailovich Dostoyevski (1821-1881)[1] en septiembre de 1867, en Ginebra, y fue terminada en Florencia a
principios de 1869. A medida que la iba escribiendo se fue publicando en el Ruskii Vestnik («El Noticiero Ruso» o «El Mensajero Ruso») de Mijaíl Kátov, quien abonaba a Dostoyevski, necesitado, como
siempre, de dinero, 150 rublos por folio. El 15 de febrero de 1867, el escritor
se había casado con Anna Grigórievna Snitkina, la fiel y entregada esposa que
hizo todo lo posible por evitarle preocupaciones para que se dedicase
exclusivamente a su pasión de escribir. La había conocido en 1866, cuando la
contrató como taquígrafa y le dictó en octubre la novela El jugador. El 22 de febrero de 1868, en medio de la redacción de
nuestra novela, nació, primer fruto de este segundo matrimonio, su hija Sofía,
que moriría el 12 de mayo siguiente.
El protagonista de El idiota,
el príncipe Liov [León] Nikoláyevich Mischkin[2],
representa el más elevado arquetipo espiritual y moral salido nunca de la pluma
de este gigante de la literatura universal, personaje portador de un ideal
moral tan alto que sólo puede ser comparado con Don Quijote, el inmortal
personaje cervantino[3] tan admirado por el propio Dostoyevski[4]. Al igual que el Caballero de la Triste Figura, el príncipe
Mischkin constituye un complejísimo epítome del ideal moral cristiano, que, en
el caso del novelista ruso, se inspira de manera clara y directa en la figura
de Jesús de Nazaret y en la enseñanza ética del Evangelio, una figura que para
Dostoyevski no es sólo el Verbo hecho carne, el Dios-Hombre, sino la
encarnación suprema y absoluta de la bondad, de la misericordia, de la
humildad, de la piedad, de la compasión, de la dignidad, de la defensa de la
vida y de la libertad auténtica, que son los rasgos que trata de trazar en el
personaje de Mischkin, pero, como toda privilegiada encarnación de su portentosa
imaginación creadora, dotándolo de una personalidad, de una sutileza y de una
hondura psicológica inigualables, pues a Dostoyevski lo que le obsesiona es el
alma del hombre, su espíritu, que es lo que lo conecta con Dios. Frente al
hombre-dios que se materializará en algunos de los protagonistas de su
posterior novela Demonios, un
hombre-dios que, precisamente por renunciar a Dios renuncia al hombre y niega por
completo la posibilidad de la libertad, Mischkin tiene como modelo y referente
de su conducta a Jesús, el Dios-Hombre que mantendrá ese clamoroso silencio
en la Leyenda del Gran Inquisidor
frente al nonagenario anciano que representa el nihilismo y la muerte de la
libertad.
Del mismo modo que San Francisco de Asís ha sido, aquí en el mundo,
el alter Christus (el «otro Cristo»), en la
literatura universal el más auténtico alter
Christus es el personaje del príncipe Mischkin, al que, como digo, sólo
puede comparársele en este sentido Don Quijote. El historiador británico Edward
Hallett Carr, en su célebre estudio sobre Dostoyevski, impreso por primera vez
en Londres en 1931, ya hablaba de los indudables ecos de Cristo en Mischkin[5], de igual manera que también se refería a Mischkin como una
antítesis de Rodion Románovich Raskólnikov, el joven estudiante protagonista de
Crimen y castigo (1866), pues si Raskólnikov
encarna al hombre que se cree superior, que despiadadamente mata a la vieja
usurera como si se tratase de una cucaracha, porque cree estar llevando a cabo
una acción profiláctica, porque cree estar eliminando una nociva sanguijuela
que se aprovecha de los demás y les chupa la sangre, Mischkin encarnaría la
sentimentalidad pura, la más candorosa ingenuidad, la pureza suprema. En este
sentido, viene a decir el historiador inglés, El idiota es una continuación, por ser su antítesis, de Crimen y castigo[6]. Rafael Cansinos Asséns, en su maravilloso prólogo a la novela,
también habla de Mischkin como un argumento contra Raskólnikov: «homo
naturalis versus homo intellectualis». Pero
mucho antes que Hallett Carr, ya Nicolás Berdiaev (1874-1948), en el más
profundo estudio, a nuestro juicio, escrito nunca sobre el novelista ruso, ya
que desvela la verdadera esencia de su pensamiento y de su espíritu, redactado
durante el invierno de 1920-21, cuando todavía no había sido expulsado de la
Rusia bolchevique, incide con una mayor penetración sobre estas cuestiones,
especialmente la vinculación de Mischkin con Cristo y con la idea y la práctica
que el Hijo tiene del Amor[7]. Ya tendremos ocasión de volver sobre ello. Aquí sólo lo anoto[8].
Pero el paralelismo entre el príncipe Mischkin y Jesucristo, a
pesar de la extraordinaria profundidad de los juicios de Nicolás Berdiaev y de
Dmitri Merejkovsky sobre este y otros múltiples aspectos de la obra y del
pensamiento de Dostoyevski, no ha sido abordado nunca, que yo sepa, con mayor
hondura que la llevada a cabo en 1933 por el gran teólogo y sacerdote de origen
italiano Romano Guardini (Verona, 1885 – Munich, 1968), que desempeñó su
fecundísima tarea de profesor universitario en Alemania, en Tubinga y en
Munich, y fue elevado al capelo cardenalicio por Pablo VI en 1965, siendo muy
tenidas en cuenta sus opiniones y reflexiones en los prolongados debates del
Concilio Vaticano II. Romano Guardini tiene buen cuidado de no confundir,
naturalmente, al príncipe con Jesucristo, pues, como él mismo dice, si no se le
vendría abajo toda su argumentación. Lo que él dice exactamente es: «El príncipe es el hombre Liov
Nikoláyevich Mischkin. Su existencia es de un carácter enteramente humano; hay
en ella cuerpo y alma, alegría y miserias, pobreza y fortuna, puntos
culminantes y ruina. Mas de esa su
existencia enteramente humana emerge, nítida, la imagen de otra que no es
humana, la de Dios hecho hombre»[9]. En este sentido, antes de haber leído a Romano Guardini, hace
algunos meses[10], he hablado yo ya de Mischkin como del alter Christus. Esa otra existencia del príncipe que no parece
propiamente humana, que incluso tiene algo de incorpóreo, es a la que se refiere el intelectual católico Jacques
Madaule cuando habla de que Mischkin «no
es en sí mismo más que un alma afligida en un cuerpo de miseria, pero un cuerpo
casi transparente»[11],
es decir, un cuerpo casi pneumático,
un cuerpo espiritual, como el de Jesús después de la Resurrección[12].
La novela transcurre entre un 27 de noviembre y finales del mes de
julio siguiente. Está dividida en cuatro partes, y el último capítulo de la
cuarta parte es una especie de epílogo donde se da cuenta de lo que les sucede
a los principales personajes con posterioridad a los hechos narrados.
Toda la primera parte transcurre íntegra desde
las nueve de la mañana de ese 27 de noviembre, miércoles, hasta las seis de la
madrugada del día siguiente, jueves, es decir, unas veintiuna horas
ininterrumpidas y preñadas de acontecimientos. Ya desde la primera escena, en
el tren con destino a San Petersburgo, se perfilan con meridiana nitidez los
rasgos físicos de tres personajes, dejándose sólo entrever sus retratos
psicológicos. El primero es el propio príncipe Mischkin, de 27 años, huérfano
de padre y de madre, que regresa de la clínica del doctor Schneider en Suiza,
donde ha permanecido varios años curándose de su terrible mal, la epilepsia,
gracias en buena medida a la generosidad de Nikolai Andréyevich Pávlischev, su
benefactor, fallecido dos años antes del comienzo de los acontecimientos que se
describen en la novela[13].
El padre del príncipe, Nikolai Lvóvich, que fue subteniente, murió veinte años
y tres meses antes de comenzar el relato, como consecuencia de una bala (según
dice el general Ivolguin, que fue camarada suyo y del general Yepanchin, en el
capítulo IX de la 1ª parte, sin especificar si en acto de guerra o pegándose un
tiro). La madre del príncipe murió seis meses después que su padre. El segundo personaje
es Lukián [Lucas] Timoféyevich Lebédev, un funcionario chismoso y borrachín, un
hombre mediocre, y, a veces, un espíritu ruin. El tercero, Parfén Semiónovich
Rogochin, sí tendrá un papel muy destacado en la novela, pues en cierto modo es
el contrapunto moral del príncipe Mischkin. También tiene 27 años, pero, a
diferencia del príncipe, es muy rico y obscenamente ostentoso; en su espacioso
y lóbrego apartamento, en habitaciones separadas, vive su anciana madre, a la
que visita de tarde en tarde para que lo bendiga. Su alma está envenenada por
los celos, pues Mischkin ama a la mujer que él también quiere (más bien con un
deseo carnal), Nastasia, que, además, corresponderá, al menos temporalmente, al
príncipe; pero, sobre todo, Rogochin es un hombre lleno de resentimiento, de
celos enfermizos y capaz de hacer el mal[14]. Su presencia en la novela adquiere en ocasiones cruciales la
visión de un espectro, de una fantasmagoría siniestra que se esconde, que
acecha al príncipe con sus ojos escrutadores, que parecen ubicuos y que con
asombrosa habilidad y destreza, con inquietante sigilo, vigilan y están en
todas partes, al menos en aquellas donde él quiere que estén. En la tercera
parte, en el capítulo III, Mischkin piensa de él que
«en el alma aquel hombre no podía cambiar». Con todo, Rogochin es también una
de esas encarnaciones ambivalentes y duales tan frecuentes en Dostoyevski, en las
que el novelista ha encontrado «el más importante principio de la psicología
moderna», que no es otro que «la ambivalencia de los sentimientos»[15],
tal como se pondrá de manifiesto no sólo en el aspecto bonachón de Rogochin, a
pesar de sus criminales instintos interiores, sino en cómo ama, a su manera, aunque
sea de un modo lujurioso y carnal, a Nastasia, y, precisamente por no poder poseerla, la mata (es lo suficientemente
inteligente para comprender que poseer su carne no significa poseer su espíritu
y a todo su ser, que pertenecen a
otro), o en cómo sufre y se lamenta hasta el paroxismo después de asesinarla y
velar su cadáver junto al príncipe.
Nada más bajarse
del tren, el príncipe se dirige a la casa del general Iván [Juan] Fiodórovich Yepanchin, de 56 años, cuya esposa,
Lizaveta [Isabel] Prokófievna, de igual edad que su marido, pertenece a la
familia principesca de los Mischkin. El matrimonio, que se profesa mutuamente
un sincero amor, aunque el general haya podido tener tentaciones de
infidelidad, vive con sus tres hermosas e inteligentes hijas: Aleksandra, de 25
años, Adelaida, de 23 años, y Aglaya, de 20 años recién cumplidos. El príncipe
acude sin ninguna intención concreta, sólo para darse a conocer, pues está solo
en la ciudad. Pero, desde el primer instante, su extraño aspecto, su franqueza,
su absoluta limpieza de espíritu, su ingenuidad, sus maravillosas dotes para
contar una historia, su hermosa y pulcra caligrafía, la amplitud de sus
conocimientos, pues ha leído mucho en Suiza, sobre todo literatura rusa, la
infinita profundidad de su alma, que repara con insólita piedad y misericordia
en lo humano, desconciertan y cautivan al mismo tiempo a los miembros de la
honorable familia, sobre todo a Lizaveta Prokófievna y a su hija menor, Aglaya
Ivánovna.
Nada más
entrar en la casa, durante el tiempo que lo hace esperar un criado hasta que lo
reciben los señores, Mischkin deja una prueba imborrable de su carácter y de
las preocupaciones últimas de su alma, que se revelarán aquí en un sobrecogedor
alegato contra la pena de muerte. No es sólo el hecho de que él, que es un
príncipe, aunque ofrezca un aspecto un tanto desaliñado que hace desconfiar al
criado, se dirija a éste como a un igual, lo cual desconcierta aún más al
lacayo, pues ya sabe que es un noble y que está lejanamente emparentado con
Lizaveta Prokófievna, sino la extrañísima historia que le cuenta, relacionada
con una ejecución mediante el procedimiento de la guillotina que,
involuntariamente, había presenciado hacía poco tiempo en Lyon. Esta primera y hondísima
reflexión sobre la pena capital, que después va a completar y aquilatar en
presencia de la madre y de las hijas, no se detiene tanto en el sufrimiento
físico del reo, que puede ser muy grande si se le somete a tortura, pero que,
mientras la víctima está con vida, permite un rayo de esperanza, por
insignificante que sea, sino que se centra en lo que para el príncipe es lo más
insoportable de todo, esto es, el espantoso horror que supone saber de fijo que uno va a morir dentro de
unos instantes, cuando se le lee al reo la sentencia y se procede de inmediato
a la ejecución, por medio de la guillotina o por fusilamiento. Lo peor, insiste
Mischkin, es ese saber con absoluta
certeza que el alma va a ser separada del cuerpo. «Matar a quien mató
—le dice el príncipe al criado—
es un castigo incomparablemente mayor que el mismo crimen. El asesinato
en virtud de una sentencia es más espantoso que el asesinato que comete un
criminal». Advertimos ya aquí el total
distanciamiento respecto de la ley del talión del antiguo judaísmo. Con las Yepánchinas,
en cambio (capítulo V), después de hacer una descripción del paisaje de Suiza cuyo
tono lo vincula a la estética de lo sublime del Sturm und Drang («Tormenta e ímpetu») del Prerromanticismo alemán de hacia 1770 —aunque también se
percibe mucho de ese gozoso contacto con la naturaleza que experimenta Don
Quijote, y que, entre nosotros, volverá a experimentar de manera tan fresca,
pura, inocente y llena de vida el joven Félix Valdivia de Las cerezas del cementerio (1910) de Gabriel Miró—, rememora con morboso detalle la experiencia de
un reo de muerte al que en el último instante le es conmutada la pena capital.
En ella aborda, al menos, tres cuestiones fundamentales: el ineluctable «destino» del individuo; la noción de
la «eternidad» (cinco minutos son todo el tiempo); y el sentido del «conocimiento», porque en ese instante
anterior a la muerte, el individuo lo sabe
todo. Muy poco antes, les había hecho, nada más conocerlas, una hermosa
disertación sobre el arte de la caligrafía, que revela su exquisita
sensibilidad (capítulo III).
Cualquier buen aficionado a la historia de la literatura sabe de la
terrible experiencia por la que tuvo que pasar el novelista el 22 de diciembre
de 1849 en la Plaza Semenovski de San Petersburgo, cuando, momentos antes de
procederse a la ejecución de la sentencia de muerte a la que había sido
condenado (junto con otros veinte supuestos conspiradores) por el tribunal
militar el 16 de noviembre, si bien fue conmutada por el auditor general el día
19 después de recibir la confirmación del zar Nicolás I, llega el indulto que
lo envía cuatro años de trabajos forzados a Siberia[16]. Este suceso (que no había sido sino un simulacro de fusilamiento,
pero de espeluznante y atroz realismo), como reconoció el propio escritor más
de una vez, lo marcaría para toda su vida. Se convertiría en un decidido
opositor de la pena de muerte. El relato que hace delante de las Yepánchinas es
muy pormenorizado y conmovedor, sin duda morboso, como corresponde a su
naturaleza enfermiza y a su espíritu perturbado por el sufrimiento humano. Pero
ya deja preclara constancia, en presencia por vez primera de la pura y
orgullosa Aglaya Ivánovna[17], que, aun cuando haya rozado la «idiotez»
cuando se marchó a Suiza (él mismo emplea ese vocablo, admitiéndolo), ahora,
desde luego, a pesar de su proceder tan insólito, de su comportamiento tan
ajeno a las convenciones y usos sociales establecidos, de lo que un poco antes
se había percatado ya el general Yepanchin cuando lo recibe en su despacho, es
capaz de mantener un prolongadísimo razonamiento, de contar con todo detalle un
extenso relato, de una manera maravillosa, desconocida, porque lo que sus
interlocutoras empiezan a atisbar es que, detrás de esa ingenuidad, hay también
una persona culta, inteligente, reflexiva, pero sobre todo dotada de una
hondura de sentimientos inigualable, una persona absolutamente franca, veraz,
incapaz de mentir, limpio de corazón, un «pobre de espíritu» en sentido
evangélico. Esto lo percibe todavía muy borrosamente, lo intuye sólo
ligeramente la perspicaz Aglaya, que sabe que está ante un hombre de buen ver, «de
estatura algo más que mediana, pelo muy rubio y espeso, carrillos chupados y
una barbita en punta, casi del todo blanca», de «ojos grandes, azules y fijos»,
pero, sobre todo, extrañamente «bueno». Más adelante, comenzará a darse cuenta
que esta bondad es sencillamente infinita. También en parte le ocurre lo mismo
a Lizaveta Prokófievna, una mujer muy pendiente de la educación moral de sus
hijas y que es sin duda bondadosa, incapaz de hacer mal a nadie.
Ya antes de hablar por extenso con las Yepánchinas,
el príncipe ha visto en el despacho del general Yepanchin, y se ha quedado
maravillado de su hermosísimo y deslumbrante rostro, un retrato fotográfico de
Nastasia Filíppovna, traído por Gavrila
[Gabriel] Ardaliónovich Ivolguin, de unos 28 años, que hace las veces de secretario y
hombre de confianza del alto militar, y que pretende entablar relaciones serias
con Aglaya Ivánovna, aunque por entonces el círculo de amistades íntimas del
general quiere casarlo con Nastasia.
Las grandes novelas de Dostoyevski, a diferencia de las de Tolstoi,
se distinguen, entre otros aspectos, por la preeminencia que adquieren los
personajes masculinos frente a los femeninos. La única gran excepción es El idiota, en la que, aunque nadie puede
ensombrecer al príncipe Mischkin, sin embargo, traza con mano maestra, como no
lo había hecho nunca antes ni lo hará después el escritor, las complejas
personalidades de dos mujeres de sensibilidades muy distintas, Aglaya Ivánovna
y Nastasia Filíppovna, que se convertirán en rivales por poseer el corazón del
protagonista. Sólo antes, en Crimen y
castigo (1866), había dibujado otro conmovedor carácter femenino en el
personaje de Sonia Marmeladov, «la prostituta de corazón puro […] que conduce a Raskólnikov a la
expiación»[18], y, sobre todo, en El
adolescente, escrita en 1875, donde volverá a hacer algo parecido a lo
realizado en El idiota con el
personaje femenino de Katerina Nikoláyevna, aparentemente superficial y
frívolo, pero muy profundo. No obstante, en El
idiota indaga con mucha mayor hondura en el alma femenina, aproximándose,
sin duda, aunque sin perder de vista quién es el personaje principal, a lo que
Tolstoi había hecho con Anna Karenina en la novela homónima y con Natasha
Rostova en Guerra y paz. Es cierto
que en ambas novelas de Tolstoi, esas mujeres adquieren un relieve
extraordinario, que, en el caso de Anna Karenina, obnubila por completo todo lo
demás, por maravillosamente contrapuntístico que sea el amor entre Lievin y
Kiti. Natasha Rostova, por su parte, es un personaje sublime, angelical, un
milagro único de la literatura mundial en cualquier lengua, un ser del que
resulta imposible no sentirse atraído en lo más profundo y tenerla como modelo
de honestidad y de limpieza de corazón. Anna Karenina es, de otro lado, un
personaje femenino cautivador, quizás el más subyugante de toda la historia de
la literatura, que embriaga al lector, que le absorbe por completo, con ese
halo de distancia inigualablemente aristocrática, con esa elegancia del gran
mundo, que también podría pasar por superficial, pero que es de una complejidad
espiritual sencillamente abismal, que casi da miedo. Es un ser atormentado, de
destino terriblemente trágico. Es muy posible que ningún escritor del mundo
haya penetrado con mayor hondura en el alma femenina que Tolstoi en esa novela
única, un producto espiritual que por su inaudita exploración psicológica sólo
nos atreveríamos a comparar con la Betsabé
de Rembrandt en el Louvre o con la Gertrud de la película de igual título de
Carl Theodor Dreyer. En el mencionado estudio de Berdiaev, el gran pensador
cristiano ruso afirma una verdad a medias, porque, queriendo ponderar por
encima de cualquier otro escritor a Dostoyevski, precisamente por sus hondas
preocupaciones religiosas y por su defensa de la libertad del individuo, y eso
sin entrar en su intensísimo análisis psicológico de los personajes, valoración
en la que coincido, es quizás un poco injusto con Tolstoi al calificarlo sólo de gran artista, del más brillante novelista de todos los tiempos,
por la estructura y medida construcción de sus novelas, por su capacidad coral
casi sobrehumana —como, en otro orden
distinto, ocurre en la bóveda de la Capilla Sixtina—, por el fresco histórico
tan certero que es capaz de trazar cuando se lo propone, pero para Berdiaev no
pasa de ahí, es decir, no posee la elevación
de Dostoyevski, atreviéndose incluso a insinuar que la religiosidad de Tolstoi
tenía un punto de vanidad, de egocentrismo. Todo esto es una discusión de
enorme altura, en la que han entrado con gran agudeza, además de Nicolás
Berdiaev y de George Steiner, otros autores, entre los que destaca de manera
especialísima el gran escritor ruso Dmitri Merejkovsky (1865-1941)[19]. Yo no voy aquí a entrar en ella, entre otras razones porque eso
supondría escribir otro ensayo distinto, y, además, no me siento capacitado
para ello, pero sí quiero decir que la sutileza psicológica del personaje
femenino de Anna Karenina no creo que pueda encontrarse en ningún libro del mundo.
Es muy grande también la religiosidad de Tolstoi, y, si no, que se lea su
novela Resurrección, injustamente
olvidada. Eso sí, es una religiosidad distinta,
posiblemente más estética que espiritual, más ligada a la Naturaleza que a las
erupciones volcánicas que, de vez en cuando, agitan violentamente el corazón
humano.
Pero es cierto que hay algo en Dostoyevski que lo hace un escritor
incomparable, absolutamente único, y ello se debe en buena medida a la extrema
tensión a la que somete a sus personajes, una tensión autodestructiva, o que
llega al límite de las posibilidades de resistencia psíquica humana. En el caso
de Aglaya Ivánovna y de Nastasia Filíppovna ha creado también dos arquetipos, en
cierto modo las dos caras de una misma moneda, dos mujeres plenas de matices
sutilísimos, casi inaprehensibles, como todo lo que de verdad concierne al
corazón del hombre y a los recónditos intersticios de su alma. Aglaya es pura,
honesta, inteligente, despierta, culta, incapaz de mentir, capaz de amar
verdaderamente, pero también es orgullosa, quizás una pizca altiva, que no
admite dudas ni titubeos en lo que atañe al amor. Algunos críticos y
estudiosos, Edward Hallett Carr y Rafael Cansinos Asséns entre otros, han
pensado que el escritor pudo inspirarse para dibujar sus rasgos en una persona
real, en Anna Korvin-Krukovskaya, con quien Dostoyevski mantuvo una efímera
relación en 1864, al poco de la muerte de su esposa María Dmítrievna, ocurrida,
después de una larga y dolorosa agonía, el 15 de abril de ese año. A María
Dmítrievna Isayevna Konstant (nacida en 1828) la había conocido el novelista en
marzo de 1854 en Semipalatinsk (en Kazajstán), que es donde es confinado desde
el día 2 de ese mes, después de haber salido sobre el 16 de febrero del penal
de Omsk (al SE de Siberia, a unos 2700 km de Moscú). Esposa de un alcohólico
empedernido, Fiodor se enamora apasionadamente de ella, inician un idilio de perfiles
románticos y se casa con ella en Kúsnetzk (o Kuznetsk, en el oblast de Penza,
al oeste del río Volga) el 6 de febrero de 1857, estando ya viuda.
En cuanto a Anna Vasilevna Korvin-Krukovskaya (1843-1887), era la
hermana mayor de la destacada estudiosa rusa de las ciencias matemáticas Sofía Vasíliyevna
Kovalévskaya, hijas ambas del general ruso Vasiliy Vasíliyevich Corvin-Krukovskiy,
descendiente del rey Matías Corvino de Hungría, mientras que la madre de sendas
hermanas provenía de una familia de científicos. Anna, de ideología socialista,
terminó casándose con Charles Victor Jaclard, miembro ferviente de la I
Internacional, tomando parte activa ambos esposos en los sucesos de la Comuna
de París de la primavera de 1871. Desde luego, en la maravillosa Aglaya
dostoyevskiana no hay ni un ápice de ideología socialista, que por el frecuente
ateísmo de los partidarios de esa corriente de pensamiento político, era algo
que rechazaba con toda la vehemencia de su alma el escritor (él sabe como nadie
de los sólidos lazos que terminarán estableciéndose entre el nihilismo ruso y
el socialismo, un socialismo que derivará, aunque eso ya no podrá él verlo, pero
sí predecirlo, en bolchevismo), pero sí hay bastante en ella de esa
independencia femenina, de esa inquebrantable autonomía como mujer, de esa
inclinación decidida a la libertad de juicio y de criterio que podemos adivinar
en la efímera y joven amante del escritor durante una de sus estancias en
Alemania. Pero va a ser de nuevo Cansinos Asséns quien vuelva a acertar con
inusual perspicacia al establecer un parecido entre Aglaya y la María
evangélica. Lo curioso, sin embargo, es que no especifica de qué María del
Evangelio se trata, aunque se sobreentiende quién es cuando afirma: «Aglaya podría ser una María evangélica, ávida de
oír la palabra de verdad más bien que la de amor»[20].
Es decir, estaríamos ante un reflejo de María, la hermana de Marta y de Lázaro
(Jn 11, 1-44), el amigo de Jesús, esa María que gusta de escucharlo absorta cuando
Jesús acude a su casa de Betania, mientras que Marta prefiere permanecer
ocupada en las tareas domésticas (Lc 10, 38-42). Esa María de carácter íntimo,
contemplativo y amoroso que también unge la cabeza y los pies de Jesús con un
precioso ungüento de nardo en casa de Simón el leproso, seis días antes de la
Pascua, atestiguando el propio Jesús que lo hizo con miras a su sepultura (Mt
26, 6-13 y Mc 14, 3-9). Esa misma María que Velázquez, todavía en su periodo de
juventud en Sevilla, pintó en uno de sus más interesantes, y sujeto a diversas
interpretaciones, bodegones «a lo divino», Cristo
en casa de Marta, de hacia 1618-1620, que se conserva en la National
Gallery de Londres.
En cuanto a Nastasia Filíppovna, varios estudiosos
apuntan una leve inspiración, para la composición de este personaje clave de la
novela, en Marfa [Marta] Brown, una mujer de vida disipada que mantuvo una
corta y tormentosa relación con el escritor en 1865, casi un año después de la
muerte de María Dmítrievna, cuando aún
estaba cortejando a Anna
Korvin-Krukóvskaya. El comienzo exacto de ese
vínculo con Marfa Brown no lo sabemos, aunque sí sabemos con precisión que
todavía no ha roto con Pólina [Apollinaria] Súslova[21], a la que probablemente habría conocido en septiembre de 1861,
cuando ella era estudiante en la Universidad de San Petersburgo, pero con la
que intimaría, según Hallett Carr, entre agosto de 1862 —de vuelta a San Petersburgo después de un
viaje al extranjero en el que en julio, en Londres, ha visitado a Alexander
Herzen— y 1863. La hermosa Pólina
Súslova, una infidelidad conyugal del escritor, fue una de sus grandes pasiones
amorosas, coincidiendo con su época de jugador empedernido, pero se trataba de
una mujer destructiva, de un «despotismo» rayano en la «crueldad», según el propio novelista, que acabaría encarnándola en un importante
personaje de igual nombre de su novela El
jugador (Pólina Aleksándrovna). A mediados de agosto de 1865, en Wiesbaden,
donde Dostoyevski lo ha perdido todo en la ruleta, Pólina lo abandona y la
ruptura es ya prácticamente completa, aunque todavía pedirá él su mano en
noviembre, en San Petersburgo, encontrando una rotunda negativa. Incluso después
de casarse con Anna Grigórievna, todavía recibiría Dostoyevski cartas de la
Súslova, pero la relación íntima, que quizás tampoco existiese ya durante el
episodio de Wiesbaden, estaba desde aquella negativa definitivamente rota e
imposible de recomponer.
Mujer de origen humilde, Marfa Brown, por la época en que conoce a
Dostoyevski, había mantenido ya relaciones íntimas con hombres de varias
nacionalidades europeas, y, por entonces, estaba unida a un periodista bohemio
y alcohólico. Al caer enferma, al poco tiempo de frecuentar al novelista, y ser
ingresada en un hospital, hallándose abandonada de todos, Dostoyevski la
visita, se apiada de ella e incluso le propone matrimonio, cosa imposible por ser
ella mujer casada y no existir el divorcio en Rusia. Pero esta última pasión
amorosa en la vida del escritor, antes de aparecer la maternal Anna
Grigórievna, será, como acabamos de indicar, muy efímera.
Aún más penetrante es la comparación, mantenida asimismo por varios
estudiosos y sobre la que insiste especialmente Cansinos Asséns, de Nastasia
Filíppovna con la María Magdalena evangélica[22], esa gran pecadora que se convierte en la más ferviente seguidora
del Nazareno y que es el primer ser humano sobre la tierra a quien Cristo se
aparece después de su Resurrección. Ya sólo indicar este paralelismo nos está
advirtiendo de la extraordinaria complejidad de este personaje, que brota de lo
más profundo del alma de Dostoyevski. Nastasia Filíppovna es, en primer
término, una mujer de una «belleza cegadora» e «insoportable», como piensa para sí mismo Mischkin de su semblante cuando
por segunda vez puede ver el mencionado retrato,
donde se dibuja «algo así como orgullo y desdén ilimitados, y hasta odio… y, al
mismo tiempo, algo de confiado, de prodigiosamente ingenuo; ese contraste
inspiraba algo así como piedad al mirar aquel retrato. Aquella belleza cegadora
resultaba también insoportable, aquella belleza de un rostro pálido, de
mejillas un poco chupadas y ojos de fuego: ¡rara belleza!» (capítulo VII)[23],
pero, ante todo, es una figura literaria
embriagadora, y ello quizás esté íntimamente relacionado con su destino
trágico, que ella no sólo intuye sino que lo sabe. Ella sabe que,
antes o después, acabará matándola Parfén Rogochin, y, a pesar de esta certeza,
en el instante en que parece haberse salvado, en el momento en que creemos que ha
cortado definitivamente los lazos con su celoso amante, esto es, cuando va a
entrar en la iglesia donde la espera el príncipe Mischkin para casarse con
ella, Nastasia, inesperadamente, inexplicablemente, se va con ese espíritu
atormentado y turbio que es Rogochin, siempre acechante, asimismo su
maltratador, que le clavará a las pocas horas un puñal en el corazón. Pero, en
el fondo, no resulta tan inexplicable esa reacción suya, pues ella, como
decimos, sabe de su destino
inexorablemente trágico, sabe que el príncipe, aunque es verdad que la ama y
que ha decidido libremente casarse con ella, la ama con un casi inhumano
sentimiento de piedad hacia ella, una
piedad infinita, que traspasa las edades y los círculos del firmamento, y ella,
Nastasia, además, que es una mujer culta e inteligente, que se siente pecadora,
que se siente culpable por su relación con su protector Totskii y con otros
hombres, no se ve digna del príncipe,
aunque consienta en vivir con él durante algunas semanas, porque no quiere manchar
la pureza de Mischkin, su limpieza de corazón. Pero ya veremos qué desbordante
grandeza de corazón tiene esta Nastasia Filíppovna, cuán inmensa es su
capacidad de amar, cuánta nobleza hay en su alma[24], y cómo, aunque Aglaya Ivánovna, en el único y formidable
encuentro entre las dos rivales, la acuse de perdida, Nastasia, precisamente
por ser una gran pecadora, como lo fue María de Mágdala[25], no puede ser una perdida para Dostoyevski, sino una mujer que
será absolutamente redimida.
La curiosidad intelectual y la amplia cultura de Nastasia
Filíppovna queda patente cuando le reprocha a Parfén Rogochin su
desconocimiento general, incluso el de la propia historia rusa, y por eso le
presta un volumen de la Historia de Rusia
de Soloviev[26], que Mischkin ve sobre una mesa cuando por primera vez entra en casa
de Rogochin (2ª parte, capítulo III). Al lado
del libro también se encontraba el puñal con el que Nastasia será asesinada,
«un puñalito [...] con mango de asta de ciervo», en el que repara sin querer
Mischkin, que lo coge distraído, pero que Rogochin le quita de las manos,
guardándolo, momento en el que el príncipe hace la observación de que acaba de
darse cuenta de lo nuevo que está, observación que exaspera a Rogochin, cuya
irritación repentina estremece simultáneamente a Mischkin, que lo ha
comprendido todo. Esta comprensión se desprende de sus palabras unas pocas
páginas antes, a modo de estremecedora intuición: «¿Es aquí donde piensas
celebrar la boda?» La boda, es decir, la consumación de su terrible
acción.
Huérfana desde los siete años, Nastasia Filíppovna es recogida por
Afanasii Ivánovich Totskii, un hombre extraordinariamente rico, de 55 años
cuando transcurren los acontecimientos que se narran en la novela, que dirigirá
su educación y la visitará con regularidad, pero que cuando ella cumple 20 años
y se produce un cambio radical en su carácter, se traslada a vivir con él a San
Petersburgo, convirtiéndose en su amante. Esa larguísima primera jornada de la
novela, es, asimismo, el día en que Nastasia cumple 25 años, y para por la
noche está acordada una reunión en la lujosa casa que le ha puesto en la ciudad
Totskii, a la que está previsto que acuda el general Yepanchin, y en la que se
supone se habrá de formalizar la relación entre Nastasia y Gavrila Ardaliónovich. Pero
antes de esa turbulenta y accidentada reunión, en la que tantas cosas
inesperadas acontecen, deben suceder muchas otras de capital importancia que
nos irán perfilando el carácter del príncipe y de los otros personajes principales
de la historia.
En aquella hermosísima disertación sobre el arte de la caligrafía,
que tan pasmado deja al general Yepanchin, escribe primero Mischkin sobre «una gruesa hoja de papel
vitela, con caracteres rusos medievales, la frase siguiente: “El humilde
igúmeno[27] Parnutti firmó por su mano”». Después de pedirle al general una edición de Pagodin[28], que aquél parece que no posee, transcribe del francés al ruso
otra frase, pero esta vez no en caracteres del siglo XIV, sino en caracteres de
amanuenses militares: «El fervor todo
lo vence».
Antes de aquel primer encuentro de Mischkin con las
Yepánchinas, el narrador cuenta con todo tipo de pormenores la historia de
Nastasia, y ahí se nos aclara que no estimaba «nada en el mundo, y menos que a
nada, a sí misma» (sentimiento de culpa que acabamos de mencionar), mientras
que en el siguiente párrafo el narrador habla de sus ojos, de lo que Totskii
adivinaba en ellos: «parecíale como si presintiese en ellos una profunda y
misteriosa niebla. Aquellos ojos miraban cual si propusieran un enigma». Este
mismo enigma es el que advertirá al instante el príncipe al contemplar su
retrato. Algunas páginas más adelante, también advierte el narrador: «Nastasia
Filíppovna no tenía nada de venal». Por supuesto; lo demostrará con creces,
hasta con su propia vida.
En el capítulo V se produce ese primer encuentro del
príncipe con las Yepánchinas, pero antes el general prefiere «preparar» a su
esposa, y, maquinalmente, le dice, para que sea amable con él, que «el pobre no
tiene donde reclinar la cabeza». Claro está que tampoco esa expresión, aunque
parezca maquinal, es casual, sino de honda raíz evangélica[29].
Antes de aquella extensa y morbosa reflexión sobre el sentimiento
del reo ante la inminente muerte física, hace el príncipe, delante de sus
cuatro oyentes femeninas, un primer intento, de precisión clínica, de descripción
de su enfermedad, enfatizando que cuando «se
me repetían los ataques varias veces seguidas, caía en un completo estupor,
perdía por entero la memoria, y aunque mi razón seguía trabajando, no lograba
coordinar lógicamente las ideas». Les habla de su «cariño» por los asnos y de
la «simpatía» que le inspiran, de su «felicidad» entre las montañas de
Suiza —«¿Sabe usted ser feliz?», le
interroga entre sorprendida y gratamente admirada Aglaya—, y, ya en el
siguiente capítulo, de su amor por los niños, de cómo le agrada rodearse de
ellos —pues ellos también, allí en Suiza, «se apiñaban en torno mío»—, escucharlos,
decírselo todo, sin secretos, porque «al niño se le puede decir todo», a los
niños «no se les debe ocultar nada», son como «avecillas» y «nos curan el
alma». Repárese en las referencias evangélicas: el asno, que tan pacientemente
sufre todo tipo de cargas, y que fue el animal escogido por Jesús para entrar
en Jerusalén poco antes del comienzo de su Pasión; los niños comparados con las
avecillas, como cuando Jesús les dice a quienes le escuchan después del Sermón
de la Montaña: «Mirad las aves del cielo; no siembran, ni cosechan, ni recogen
en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta» (Mt 6, 26); pero, sobre
todo, el gustar rodearse de esas inocentes e indefensas criaturas, a las que
Jesús se refiere en un pasaje muy conocido: «Dejad que los niños vengan a mí,
no se lo impidáis, porque de los que son como éstos es el Reino de Dios» (Mc
10, 14)[30].
Asimismo, como será cada vez más frecuente en
Dostoyevski, insertará el príncipe un triste relato, una historia acaecida
mientras él se encontraba recuperándose en Suiza, cuya protagonista, la joven
Mary, es una muchacha desgraciada y pobre, de la que todos se mofan, una
actitud que él logrará cambiar en los niños del lugar, a pesar de la
desconfianza que ese trato tierno y lleno de piedad produce en los aldeanos.
Este recurso de la narración dentro de la narración, procede, naturalmente, del
Quijote cervantino, un recurso de
raíz manierista pero sobre todo barroca que Dostoyevski volverá a emplear,
ampliándolo considerablemente, en El
adolescente —nos referimos a la
historia que cuenta el anciano Makar Ivánovich Dolgorukii
poco antes de morir—, y, de modo muy
especial, en Los hermanos Karamazov, publicada
en 1879, donde —hablamos de la
«Leyenda del gran inquisidor»— ya no
será sólo un recurso complementario o aclaratorio de la narración principal o
del perfil psicológico y espiritual del protagonista, sino que se convertirá en
un recurso decisivo, capital, para comprender el sentido último de toda la
obra. En esa triste historia menciona por vez primera el príncipe el nombre del
pintor renacentista alemán Hans Holbein el
Joven, a propósito de una copia del Museo de Dresde de una bellísima Virgen
conocida como Meyer Madonna, cuyo
original se halla en Darmstadt y que se remonta a 1526-28.
Después de una penetrante observación sobre el
retrato de Nastasia Filíppovna, que le permite decir, primero, que «la belleza…
es un enigma» y que en el rostro de Nastasia «hay mucho dolor», pues la belleza
de aquel semblante, que ya le había impresionado de manera extraordinaria la
primera vez que lo vio, todavía le subyuga más ahora, cuando lo requiere
Lizaveta Prokófievna y lo ve por segunda vez, estampando en él un beso delante
de las cuatro mujeres, otra nueva muestra de su anticonvencional modo de
conducirse; después, también, que Lizaveta Prokófievna, que siente una sincera
pero aún desdibujada simpatía por el príncipe, le diga a su hija mayor que «el
corazón es lo principal, y lo demás es absurdo»; después de una primera
escaramuza cómplice y secreta entre el príncipe y Aglaya, que quiere zafarse
del cauto pero pertinaz asedio de Gavrila Ardaliónovich, el príncipe se
instala, como había recomendado el general Yepanchin, en la casa de su hombre de
confianza, circunstancia que aprovecha el novelista para presentarnos de manera
detallada a todos los miembros de la familia de Gavrila Ardaliónovich. En casa de éste, desde primeras horas de la tarde de este 27 de
noviembre de marras, miércoles, en el que tantas cosas, como hemos adelantado,
suceden, el príncipe habla con todos, intima desde el primer instante con quien
va a ser uno de sus más leales confidentes, Nikolai Ardaliónovich
Ivolguin, Kolia, de 13 años, el hermano menor de Gavrila, pero, como suele
ocurrir en las novelas del gran escritor ruso, casi inesperadamente se produce
un revuelo general, una auténtica barahúnda provocada por la inesperada
irrupción en la casa nada menos que de Nastasia Filíppovna, cuya mala
reputación irrita a Gavrila y a su hermana Varvara, de veintitrés años.
Nastasia se presenta para conocer a la familia de su novio, pero de manera
revoltosa, aparentemente con un espíritu muy resolutivo, con descarado
desparpajo, dirigiéndose como un torbellino ora a uno ora a otro, aunque todo
este comportamiento no es más que la escenificación grandilocuente y teatral de
su insatisfacción y de su alma atormentada. El príncipe, al verla por vez
primera en persona, le espeta que «yo
me la imaginaba a usted precisamente como es», pero no sólo por haber visto con
anterioridad su retrato, sino porque «me parece haber visto en alguna parte sus
ojos… Puede ser que haya sido un sueño». Como muchas otras veces, el príncipe
habla de modo vacilante, inseguro, pero produce un efecto profundo, aún oculto,
en Nastasia, que lo disimula, hasta casi semejar que se burla de él. Al rato,
cuando ya ha hecho su aparición en escena, como un vendaval, el general
Ivolguin, el padre de Gavrila, con quien éste mantiene una tensa relación,
debido en parte a la pérdida de compostura habitual en aquél, a su afición a la
bebida, a su frecuente descuido, lo que no impide que sea un buen hombre, sin
duda mucho menos mediocre y avieso que su hijo, que tanto se esfuerza en dar la
impresión de estar pendiente de su madre, la sufrida Nina Aleksándrovna, al rato, decíamos, de modo imprevisto,
inopinado, irrumpe alborotadoramente en la vivienda Parfén Rogochin, acompañado
de Lebédev y de todo su séquito de clientes y aduladores, personas oblicuas y de
mal vivir. Rogochin, que no respeta en absoluto las formas, que irrita
sobremanera a Gavrila por la desfachatez de entrar sin ser invitado en una casa
ajena, y más con esa troupe, lo que
va es detrás de Nastasia, aunque termina yéndose, después de varios duelos de
miradas, entre Nastasia, Varvara y el propio Rogochin. Ya se encontrarán ambos
de nuevo por la noche, en la fiesta de cumpleaños que ella ha preparado en su
casa.
Con esta celebración termina la 1ª parte. A ella acuden, entre
otros, el general Yepanchin, Totskii, por supuesto Gavrila, y otros personajes
de menor importancia, como un íntimo amigo de éste, Iván Petróvich Ptitsin, de
algo menos de treinta años, que terminará casándose con Varvara, o Daria [Dorotea]
Aleksiéyevna, antigua amiga de Totskii y ahora de Nastasia, y, claro está, el
príncipe, que sube «temeroso» las escaleras de la casa, todo lo contrario de Rogochin, que se
presenta de manera ostentosa, prepotente y desafiante. La reunión, que había
sido preparada, principalmente por Totskii, para que se formalizase la relación
entre Nastasia y Gavrila, acaba con la humillación total de éste, pues, en su
insolencia, fruto, claro es, de sus celos y de su desesperación por conseguir a
Nastasia, Rogochin arroja sobre una mesa cien mil rublos, con los que quiere
comprarla, y, si es necesario, está dispuesto a ofrecer mucho más. La situación
va enrareciéndose progresivamente, Nastasia improvisa un inoportuno e incómodo
juego, que consiste en que cada uno cuente la acción más fea que crea haber
cometido en su vida[31], que coloca a los circunstantes en una comprometida posición, y,
finalmente, agarra el fajo de billetes y lo echa al avivado fuego de la
chimenea, retando a Gavrila a que lo rescate; si lo hace, se casará con él; si
no es capaz de llegar a eso para demostrarle su amor, lo dejará para siempre.
La situación, en algunos momentos, es de extrema tensión, pues el grueso
paquete forrado de papel de periódico empieza a quemarse palmariamente por
fuera. Al fin, es la propia Nastasia la que, con la ayuda de unas tenazas, lo
extrae del fuego. Sólo se ha chamuscado superficialmente. El dinero estaba
intacto. Nastasia decide que Gavrila se quede con el dinero, ante la
estupefacción general y la indiferencia de Rogochin, que sale de la casa en
compañía de la mujer que ha ido a buscar, no sin antes reconocerle Nastasia a
Gavrila la preeminencia en él del amor propio respecto del amor al dinero.
La actitud de Nastasia en estos cuatro últimos capítulos de la 1ª
parte es muy reveladora de los nubarrones que atraviesan su alma, de su
profunda infelicidad, de su sentimiento íntimo de culpa, y, de ahí, que actúe
por despecho, queriendo dejar constancia de que de ella no puede esperarse otra
cosa, pues ella es, según ella misma dice, una perdida. Nastasia rompe la
baraja, rompe con las formas y con las convenciones, que tanto les interesaba
guardar al general Yepanchin y especialmente al refinado Totskii, su antiguo
amante, por el que ella siente un vivo rencor y desprecio, a pesar de haberla
protegido y cuidado cuando era una adolescente, pero que no tuvo ningún reparo
en aprovecharse de su inferioridad respecto de él, en convertirla, desde que
cumpliese veinte años, en su amante, sin preocuparse por su alma, por sus
sentimientos, cuando tenía que haberla respetado y tratado como a una hija. Por
eso está Nastasia resentida con él, por eso se odia a sí misma, por eso se
infravalora y piensa que no podrá nunca enderezar su conducta moral. Se siente
condenada.
Pero, ¡claro que no es una perdida! La nobleza de su corazón y de
su espíritu se manifiestan en esta celebración de su cumpleaños con una
valentía y una gallardía admirables, y se exhiben precisamente en su actitud
ante el príncipe, que es lo que a nosotros nos interesa. Por mucho que ella se
esfuerce en disimularlo, por mucho que se empeñe en dar esa imagen de mujer
prostituida, y es verdad que ha servido de prostituta de lujo para Totskii,
aunque escandalice sin reparos a los presentes con sus palabras, Nastasia ha
comprendido ya perfectamente, porque tiene una inteligencia viva y porque es
limpia de corazón[32], que el príncipe es un ser tocado por la gracia divina, un ser
especial, absolutamente puro, al que ella no tiene ningún derecho a manchar, a
profanar. No ha hecho más que verlo dos veces, y ya lo ama. Casi a mitad de la
velada, sorprende Nastasia a Yepanchin, enojado ante la «autoridad» del príncipe, cuando le dice: «Pues el
príncipe significa para mí el primer hombre que en mi vida me ha inspirado
confianza en su sinceridad y lealtad. Él ha creído en mí a la primera mirada y
yo en él creo» (capítulo XIV). En el siguiente capítulo, ante la observación de
un invitado indiscreto, que le reprocha a Nastasia que no hace más que
quejarse, cuando de hecho no deja de mirar al príncipe,
«Nastasia Filíppovna volvió la vista con
curiosidad al príncipe.
—¿Es verdad?—inquirió.
—Es verdad—, balbució el príncipe.
—¿Me aceptaría usted así, sin nada?...
—La aceptaría, Nastasia Filíppovna...
[…]
—Yo me llevaré con usted a una mujer
honrada, Nastasia Filíppovna, y no a la Rogochina—dijo el príncipe.
—¿Yo una mujer decente?
—Usted.
[…]
El príncipe se levantó, y, con voz
trémula, tímida, pero al mismo tiempo con el aire de un hombre profundamente
convencido, afirmó:
—Yo nada sé, Nastasia Filíppovna; yo
nada he visto; usted tiene razón, pero yo…, yo considero que usted es quien me
hace a mí un honor, y no yo a usted. Yo no soy nada; pero usted ha sufrido, y
de ese infierno ha salido pura, y eso es mucho […] Yo a usted…, Nastasia
Filíppovna, la amo» (cap. XV).
El
príncipe Mischkin es el único espíritu en la novela, me atrevería a decir que
de todo el cosmos dostoyevskiano, que, ante una pecadora, precisamente porque
ha sufrido, porque ha padecido su infierno particular, cree que ha salido
indemne, pura, limpia, inmaculada, no como esos «sepulcros blanqueados», esos «hipócritas»[33],
a los que Jesús fustigará con palabras durísimas y valientes, pero sin rencor
ni odio alguno, sólo como advertencia de a quiénes les está reservado el Reino
de los Cielos.
En
el capítulo XVI, en un extenso párrafo, insiste el príncipe: «Usted es
orgullosa, Nastasia Filíppovna; pero es posible que sea también tan desgraciada
que se tenga, efectivamente, a sí misma por culpable […] Yo…, yo toda la vida
la respetaré a usted, Nastasia Filíppovna». Pero Nastasia no puede superar su
despecho, su resentimiento, su sentimiento de culpa, aunque lo que está
haciendo es disfrazarse con la amarga y cínica máscara de una desvergonzada
cualquiera, ella, que tanto lo ama ya: «¡Yo soy una desvergonzada! ¡Yo he sido
la querida de Totskii… príncipe! A ti ahora te hace falta Aglaya Yepánchina y
no Nastasia Filíppovna». Se está inmolando, se está sacrificando por completo,
sacrificando su felicidad, precisamente y aunque parezca paradójico, por el amor que
profesa a la incontaminada alma que tiene delante. Corriéndole «dos gruesos
lagrimones» a través de las mejillas, fuera de sí, Nastasia le revela al
príncipe que también ella fue una vez una soñadora, cuando, de adolescente,
estaba sola en la aldea, y «piensa que te piensa, sueña que te sueña…, y todo
se me volvía imaginarme un hombre como tú: bueno, honrado, guapo y tan tonto,
que de pronto viniera y me dijese: “¡Usted no es culpable, Nastasia Filíppovna,
y yo la adoro!”» Antes de irse con Rogochin, todavía le dice: «Adiós, príncipe;
por primera vez he visto a un hombre»[34].
Desde luego, por primera, pero también, única vez, única (ya que volverá a
encontrárselo y mantener una estrecha relación con él) en el sentido de que no
ha conocido otro como el príncipe ni tendrá oportunidad de conocerlo más
adelante, así como tampoco hay nadie en la novela que «verdaderamente» sea un
hombre, es decir, una persona hecha a imagen y semejanza de Dios, que preserva
como un tesoro irreemplazable y de valor inconmensurable la gratia, esa gracia que Dios ha depositado
en él y él la posee, la custodia y desprende de manera tan natural, sencilla y
auténtica.
*****
La
2ª parte de la novela comienza el 29 de noviembre, viernes, y en ella se da
cuenta que este mismo día se marcha Mischkin para Moscú, para tomar posesión de
una cuantiosa herencia, ciudad en la que permanecerá seis meses, regresando a
Petersburgo sobre la primera semana de junio, cuando las Yepánchinas no han
hecho más que trasladarse a su dacha
de los alrededores de la ciudad, en Pávlovsk. El narrador nos aclara algunos
sucesos de ese ínterin temporal. Por ejemplo, que Adelaida se ha comprometido
durante la primavera con el príncipe Tsch***,
celebrándose la boda, que debe posponerse por diversas circunstancias, a
mediados del verano; que Varvara se ha casado con Ptitsin, llevándose a vivir
con ella a su madre y a su hermano Gavrila; que Nastasia Filíppovna se ha
escapado hasta tres veces del lado de Rogochin, la tercera «casi al pie mismo del altar», y, por último, que
hacia Semana Santa, por mediación de Kolia, recibe Aglaya una corta, extraña y
«absurda» misiva del príncipe Mischkin, en donde, entre otras cosas le
confiesa: «Usted me es muy necesaria, muy necesaria. No tengo nada que
escribirle a usted respecto a mi persona, no tengo nada que contarle. Tampoco
es eso lo que yo quería; lo que yo deseo enormemente es que usted sea feliz.
¿Lo es usted? He ahí todo lo que yo quería decirle. Su hermano, P.[ríncipe] L.[iov]
Mischkin». Ella se ruboriza al leerla y la guarda sin premeditación alguna en
el interior de un grueso volumen del Quijote.
En
el II capítulo nos encontramos ya a primeros de junio. Todo este capítulo II,
el III, el IV y el V, están dedicados a narrar un solo día de primeros de
junio, el día en que el príncipe Mischkin llega a San Petersburgo procedente de
Moscú. En primer lugar, se traslada a visitar a Lebédev, en cuya casa permanece
hasta las doce del mediodía. Desde esa hora hasta pasadas las siete de la
tarde, la narración se centra en la densa, extraña y delirante relación del
príncipe con Parfén Rogochin, al que primero visita en su casa, donde mantienen
una larga y profunda conversación, pero al que después deja, no sin que
Rogochin lo persiga sigilosamente durante horas (sus centelleantes ojos llega a
verlos Mischkin por tres veces ese día, sintiendo estremecido cómo lo observan,
la primera vez entre la multitud, cuando llega a la estación), hasta que,
finalmente, en la escalera de la fonda donde se aloja Mischkin, intenta
apuñalarlo Rogochin, si bien se queda éste de pronto como paralizado ante el
ataque de epilepsia que le sobreviene de súbito al príncipe. Rogochin huye y
Mischkin es socorrido por Kolia Ivolguin.
Pero
reconstruyamos los hechos decisivos de ese día de primeros de junio en la
capital imperial. El principal tema de conversación entre el príncipe y
Rogochin en casa de éste, gira, naturalmente, en torno a Nastasia, cuyo amor
hacia Mischkin, con el que ha convivido durante un mes aproximadamente entre
esas vecindades y huidas del lado de su inicuo amante, provoca que Rogochin
sienta unos celos devastadores y enfermizos, preñados de instintos criminales.
Mischkin, no obstante, le dice: «Ya te expliqué una vez que yo no la amo con amor, sino con piedad».
Rogochin le cuenta cómo Nastasia lo ha abandonado en distintas ocasiones y cómo
le ha referido la historia, que él desconocía, como tantas otras, por completo,
de la penitencia y humillación del emperador salio Enrique IV ante el papa
Gregorio VII en el castillo de Canossa, en enero de 1077[35].
Del mismo modo que Enrique juró vengarse de Hildebrando, al concluir Nastasia
de contar el episodio histórico, supone que bien podría Parfén estar pensando
en vengarse de ella cuando se casen. Con absoluta sinceridad le transmite
Rogochin al príncipe ese destino intuido por Nastasia tan certeramente. En un momento del diálogo, Rogochin le
responde al príncipe: «Lo más cierto de todo es que tu piedad parece todavía
más fuerte que mi amor». También le confiesa al príncipe que Nastasia huyó de él,
de Mischkin, por lo mucho que le ama, porque no quiere mancillarlo, ella, que
se considera una vulgar prostituta. Todo esto, como hemos dicho, lo está
carcomiendo por dentro, lo está envenenando de un modo pervertido y maléfico.
Un
poco más tarde, en el capítulo IV, el príncipe repara en una copia que hay en
la sombría casa de Rogochin, encima del dintel de una puerta, de la célebre
tabla de Hans Holbein el Joven
representando el impresionante cuerpo de Cristo muerto tendido, del Museo de
Basilea (1521), copia que le lleva a exclamar: «¡Ése cuadro puede hacerle
perder la fe a más de una persona!»[36].
No es frecuente en las novelas de Dostoyevski, sino más bien todo lo contrario,
que el autor reflexione, por boca de sus personajes, acerca de excelsas obras
de arte del pasado. Tampoco él mismo, en su peregrinaje por Europa, dispone de
mucho tiempo para visitar detenidamente los principales monumentos de las
maravillosas ciudades en las que reside, como Florencia, Dresde, París,
Londres, Turín, Milán, Ginebra, Basilea u otras, ni tampoco sus museos, ocupado
permanentemente como está, por sus constantes necesidades de dinero, en
escribir febrilmente, encerrado en hoteles o en habitaciones alquiladas, donde
llena con su letra menuda centenares y centenares, millares de hojas. Una labor
ciertamente titánica, casi únicamente comparable en la literatura europea a la
de Honoré de Balzac, que, es verdad, escribió un volumen de páginas bastante mayor,
pero que no alcanza la profundidad filosófica y religiosa y la cosmovisión
metafísica que encontramos en las enrarecidas, densas, morbosas, atormentadas y
sobrecogedoras novelas dostoyevskianas. Y esto lo decimos, sin restar un ápice
a la grandeza inmensa de Balzac, otro titán de la literatura universal, cuya Eugenia Grandet será siempre, aunque
transcurran miles y miles de años, una obra inmortal que no podrá apagarse
nunca del corazón de las almas sensibles. Este alto en el camino que hace el
novelista ruso respecto de la muy oblonga tabla del pintor del Renacimiento
alemán, es, sin duda, una de esas pocas excepciones, confirmada aún más por el
hecho insólito que, bastante más avanzada la novela, en el capítulo V de la 3ª
parte, vuelva sobre ella, aunque no a través de Mischkin, que había hecho ese
agudísimo pero también desconcertante comentario de la desvencijada
reproducción en casa de Rogochin, sino por mediación de uno de los personajes
más espinosos espiritualmente de la novela, el joven tísico Ippolit [Hipólito]
Teréntiev, de unos 17 o 18 años, amigo de Kolia e hijo de Marfa Borísovna,
viuda de unos 40 años que ha sido amante del general Ivolguin. En una suerte de
Declaración, titulada por él mismo Mi explicación
indispensable, a la que nos habremos de referir en su lugar correspondiente
de la 3ª parte, Ippolit, que también conoce el cuadro, se refiere a él en unos
términos que constituyen, sin duda, uno de los acercamientos más profundos que
pueden hacerse respecto de la esencia última de una suprema obra artística, una
aproximación que, además de incidir en los aspectos plásticos y estéticos,
incide particularmente en los espirituales, en los que trascienden ese trajín
material de los pigmentos, del dibujo, de la forma y del color, y penetran en
la terra incognita de la Verdad, de
la verdad del Arte, no de la pintura, por muy excelsa y excelente que esta sea,
sino del Arte, que se encuentra del otro lado de la pintura, porque ya no es
ámbito meramente humano, sino trascendente. El comentario de Ippolit es sólo
comparable a ese tipo de comentarios que son capaces de revelarnos secretos y
arcanos muy escondidos, que son capaces de desvelarnos la esencia íntima más
profunda de la auténtica obra artística, que, como puede comprenderse, no es ya
de carácter estético sino espiritual. Entre esos comentarios podríamos recordar
aquí el que hace Ramón Gaya del Niño de
Vallecas velazqueño[37],
donde la «luz igualatoria» de sus cuadros se «quedará prendada […] de la divina
bobería de su rostro, de su divino rostro […] convirtiéndose […] en una luz más
alta, más elevada», y haciendo realidad «una faz, diríase, naciente, como una
luna naciente, dolorosamente luminosa, y también dichosa, plena como una hostia
alzada y redentora», llegando a ser «el altar mayor de su obra», donde se ha
producido «el sacrificio de la realidad, y también el sacrificio del arte» y
donde la belleza no es ya estética sino ética;
o el de Walter Pater, de noviembre de 1869, sobre la Gioconda, enmarcada por «un círculo de rocas fantásticas, con una
luz débil y como submarina», cuya cabeza «es la cabeza en que todos los
extremos del mundo se encuentran […] una belleza elaborada desde el interior de
la carne, el depósito, celdilla por celdilla, de extrañas ideas y fantásticos
ensueños y exquisitas pasiones […] más vieja que las piedras entre las que
posa…»[38];
o el de Joris-Karl Huysmans sobre el Políptico del Altar de Isenheim, hoy en el
Museo de Colmar, pintado por Matías Grünewald hacia 1511-1516 [39].
A
este grado de penetración tan absolutamente infrecuente es al que llega Ippolit
Teréntiev. Sobre el óleo de Holbein, cuyas dimensiones del original son 30,5 x
200 centímetros, y que sin duda, como anotó su esposa, debió impactar
sobremanera a Dostoyevski en Basilea (de hecho es más sobrecogedor que el
insuperable y atrevidísimo escorzo del Cristo
muerto de Andrea Mantegna del Brera de Milán), dice ese joven nihilista que
en él no queda rastro de la belleza del semblante de Cristo, sino que «era
enteramente el cadáver de un hombre que ha padecido torturas infinitas antes de
ser crucificado […] la cara está tratada sin piedad; allí sólo hay naturaleza,
y, en verdad, así debe de ser el cadáver de un hombre, fuese quien fuese,
después de tales suplicios […] los que creían en Él […] ¿cómo pudieron creer, a
vista de tal cadáver, que aquel despojo iba a resucitar? Entonces se adquiere
la comprensión de que si tan terrible es la muerte y tan poderosas las leyes de
la Naturaleza, ¿cómo dominarlas? […] La Naturaleza se aparece, al mirar ese
cuadro, como una fiera enorme, inexorable y muda […] que […] se tragó, sorda e
insensible, a aquel Ser grande e inapreciable, un Ser que Él solo valía por
toda la Naturaleza y todas sus leyes, por toda la Tierra, la cual es posible
que únicamente fuera creada para la sola aparición de ese Ser […] Aquellas
figuras que rodean al moribundo, y de las que ni una sola aparece en el cuadro,
debieron de sentir una pena y un desaliento atroces aquella noche al ver
defraudadas de una vez todas sus ilusiones y casi toda su fe». Palabras
tremendas estas de Ippolit, que ya ve próximo su final, pues está minado por la
tuberculosis, que escuchará extasiado nuestro príncipe Mischkin, y que le
recordarían, sin duda, lo que había dicho a bote pronto nada más ver la
reproducción del cuadro a la luz de una lámpara entre las sombras, como una
aparición o una fantasmagoría escalofriante, muchísimo más que las de Gustave
Moreau con el tema de Salomé y la cabeza del Bautista, tan magistralmente
descritas por Huysmans en Á rebours,
máximo ejemplo de la novela decadente publicada en 1884[40].
Las
referidas palabras de Ippolit Teréntiev sobre el cuadro de Holbein no podían
pasarle desapercibidas a Merejkovsky, quien ve en ellas un punto esencial de
contacto entre Dostoyevski y Nietzsche acerca de la verdadera clave de bóveda
de la fe cristiana, que no es otra que la creencia en la Resurrección[41].
¿Cómo podían, efectivamente, creer los discípulos de Jesús y las mujeres que lo
habían acompañado durante tres años, que ese cuerpo macerado, magullado y
deformado por los golpes y por tan espantosos sufrimientos, ese auténtico cadáver tumefacto, podía resucitar?
Tiene razón Merejkovsky al calificar la creencia en la Resurrección de Cristo
como la creencia esencial, sin la
cual, como diría San Pedro, toda la fe en Jesús se desmoronaría. Ese
espectáculo lastimoso, esa muerte de criminal y de delincuente común, es la que
para Nietzsche constituye el aspecto más débil del Evangelio, su «fatalidad»:
«—La fatalidad del evangelio se decidió con la muerte,—quedó colgada de la
“cruz”… Sólo la muerte, esa muerte ignominiosa y no aguardada, sólo la cruz, la
cual estaba en general reservada únicamente a la canaille [gentuza], —sólo esa horrorosísima paradoja enfrentó a los
discípulos con el auténtico enigma: “¿quién
fue?, ¿qué fue?” […] —Y a partir
de ese instante surgió un problema absurdo, “¡cómo pudo Dios permitir eso!”»[42]
Más adelante habré de referirme de nuevo a la extraña sintonía espiritual entre
el escritor ruso y el pensador alemán, pero aquí lo decisivo es destacar que
mientras Dostoyevski asume, con todas sus
consecuencias, la doble naturaleza, divina y humana, de Cristo, y cuando
decimos «humana» estamos diciendo «humana» sin ningún tipo de edulcoración,
esto es, en la que el sufrimiento físico es insoportable durante la Pasión,
pero que, a pesar de ello, cree firmemente en que Jesús resucita con su cuerpo y con
su espíritu a la vida eterna, Nietzsche no puede aceptar algo que va en
contra de las leyes de la Naturaleza, tan apuntaladas desde los días del
Renacimiento con el desarrollo de la física. Aunque, como asimismo sostiene
Merejkovsky, en realidad aquel problema no era un problema absurdo para Nietzsche, sino un problema de dimensiones infinitas
al que se resiste a mirar cara a cara, porque enfrentarse con ese problema
puede hasta «aniquilar al espíritu humano»[43].
Dostoyevski acepta plenamente lo que para muchos es una contradicción
insalvable: la necesidad mística del
milagro de la Resurrección vence a su imposibilidad natural. Por eso, a
pesar de los nobilísimos y loables esfuerzos llevados a cabo con un rigor
intelectual inencontrable en nuestros tiempos, por parte de Benedicto XVI para
conciliar fe y razón, como se esforzó también en llevar a cabo ese titán
inconmensurable del pensamiento teológico que fue Santo Tomás de Aquino, quizás
tuviese razón León Chestov cuando entendía y sentía que esa deseable
conciliación es prácticamente imposible. Éste es uno de los principales puntos
de encuentro, precisamente, entre Chestov y su admiradísimo Søren Kierkegaard[44].
Después,
volviendo de nuevo a ese prolongado encuentro de varias horas entre Mischkin y
Rogochin, continúan una serie de reflexiones de carácter religioso por parte
del príncipe, como cuando refiere lo que le ha dicho hace un rato una joven
mujer: «Tan grande como la alegría de una madre que contempla la primera
sonrisa de su hijito es la de Dios cuando ve que un pecador se arrodilla y
reza»[45].
Mischkin considera que esas palabras encierran un sentimiento religioso muy
profundo, incluso la esencia misma del cristianismo; es decir, que el hombre
sin Dios dejaría de ser hombre, renegaría de su humanidad más genuina, pues
ésta está hecha a semejanza de Aquél. Mischkin le confiesa a Rogochin que la
esencia de la religión no puede aprehenderse a través de la razón, así como
tampoco le afecta a esa esencia la maldad del hombre o su ateísmo; por eso, esa
esencia es soslayada por los ateos.
Ya
en el siguiente capítulo, en el V, Mischkin deja la casa de Rogochin sobre las
tres y media de la tarde. Durante varias horas, hasta después de las siete de
la tarde, el príncipe va sumergiéndose paulatinamente en un estado de
trastorno, de delirio, deambulando casi como un sonámbulo por las calles de San
Petersburgo, sin rumbo fijo. En realidad, está preparándose el advenimiento de
un ataque epiléptico[46],
que el novelista describe primero incidiendo en ese segundo inmediatamente anterior
al ataque, ese supremo instante por
el que, piensa para sí Mischkin, «daría yo toda la vida»[47].
Se trata de un «segundo definitivo», «insufrible», aunque, al mismo tiempo,
«era realmente belleza y visión divina»,
«la suprema síntesis de la vida», un
momento en el que «se me hace comprensible esa frase extraordinaria de que ya no habrá más tiempo». Repárese en la plausible
apreciación escatológica, esto es, en la probable alusión al final de los
tiempos. Mischkin dáse cuenta que empezaba a tener fe apasionada en el alma
rusa[48].
También piensa, en su delirio, que la piedad instruirá a Rogochin. «La piedad
es lo esencial y acaso la única ley de la vida de todo el género humano». Pensamiento
interior, desde luego, decisivo, quizás el más decisivo y determinante de toda
la obra, el que verdaderamente sintetiza lo más profundo que guarda en su
sagrario íntimo el príncipe Mischkin. Sin la piedad no puede entenderse nada de
este espíritu que no parece ser de este mundo[49].
Finalmente, cuando Rogochin, que como siempre acecha y se esconde con
inquietante sigilo, va a apuñalarlo en el rellano del primer piso de la fonda
en que se aloja Mischkin, éste tiene el ataque. La descripción que hace
Dostoyevski de este ataque epiléptico es estremecedora, de una exactitud más
que científica, y, al mismo tiempo, impregnada de un halo irracional,
religioso, místico. En ese medio segundo inmediatamente anterior, «una
extraordinaria claridad interior
iluminó su alma», y, después, un grito ensordecedor, inhumano, imposible de
comprender, como si hubiese sido lanzado por otro hombre «metido dentro» del
hombre que grita, esto es, dentro del propio Mischkin[50].
Ante ese grito, Rogochin queda paralizado, detiene su mano con el puñal, y,
unos segundos después, está ya en la calle, dejando el cuerpo de Mischkin, que
ha rodado por las escaleras, rodeado de un charco de sangre. La escena, la
descripción del ataque, es pavorosa, imborrable, morbosa, enfermiza, pero
trazada con precisión de experto cirujano.
Me
parece oportuno aprovechar este momento para hacer tres breves referencias acerca
del significado de los ataques epilépticos del príncipe Mischkin. Una es de
Luigi Pareyson, otra de Sigmund Freud y la tercera de Merejkovsky. El conocido
teórico de la estética italiano opina que en esos instantes inmediatamente
anteriores al ataque epiléptico, Mischkin vive la experiencia de una «eterna
armonía» (que nada tiene que ver con ese mismo concepto en boca del epiléptico
Kirillov[51] de Demonios), en la que «coexisten una felicidad perfecta y una
alegría más intensa que el amor y que el perdón. Por otra parte se da un
conocimiento total y revelador de la verdad acompañada por un acto de
consentimiento y de aceptación de la belleza y bondad de cada cosa»[52].
La segunda referencia, la del padre del psicoanálisis, según las
consideraciones de carácter general que lleva a cabo en su conocido ensayo
sobre Dostoyevski, indica que la epilepsia del novelista (que, con muchas
reservas, se puede hacer extensible a la padecida por Mischkin, no en el
sentido de que el príncipe padeciese la misma y supuesta enfermedad de
Dostoyevski, sino en el sentido de que éste dotaría a su personaje de una enfermedad en su acepción de
hipersensibilidad y predisposición para el sufrimiento)
sería una epilepsia «afectiva» más que una epilepsia «orgánica», es decir, más
propia de un neurótico que de un enfermo del cerebro[53],
lo que no es óbice, y esta es una observación clínica que nos interesa en el
caso de Mischkin, que esos ataques puedan aquejar no sólo a personas con
defectos cerebrales, sino «a personas que manifiestan un pleno desarrollo
psíquico y una extraordinaria afectividad, insuficientemente dominada en la
mayoría de los casos»[54].
Lo que de ningún modo podríamos aplicar a Mischkin son las controvertidas
conclusiones del gran médico vienés acerca de las causas profundas de la
epilepsia de Dostoyevski, enfermedad, no obstante, que Freud reconoce
honestamente que no se puede determinar con exactitud en cuanto a su grado y su
alcance en el escritor ruso, pues carecemos de datos suficientes sobre su
intensidad, su precisa descripción, su frecuencia, etc[55].
Pero se inclina a pensar, con los datos biográficos disponibles y con las
conclusiones que pueden extraerse del carácter psicológico de sus atormentados
personajes, que la epilepsia de Dostoyevski, que era una persona con un
«fortísimo instinto de destrucción»[56],
tiene que ver, en primer lugar, con sus tempranos miedos, siendo todavía un niño,
a la muerte, esto es, al convencimiento de que iba a caer en un estado
letárgico que le conduciría inexorablemente a la muerte[57];
en segundo lugar, con los instintos criminales de desear matar a su padre,
siendo así la epilepsia una manifestación compensatoria y un modo de expiar el
sentimiento de culpa de su conciencia[58];
y, en tercer término, con sus larvadas inclinaciones homosexuales, o, al menos,
con su bisexualidad, que Freud deduce, por un lado, de la lectura de parte de
su correspondencia y de la estrecha amistad que mantiene con determinados
hombres, como, por otro, una vez más de la psicología de algunos de sus
personajes. Muchos de estos personajes, además, recuerda Freud, eran asesinos,
pecadores y hombres malvados y amorales, algo que ni mucho menos puede
considerarse casual, sino como una manifestación de los propios instintos
reprimidos del escritor[59],
muy tenuemente sádico hacia afuera y muy sádico consigo mismo, esto es, un masoquista.
El mayor trauma de su vida, según Freud, quizá fuese el asesinato real de su
padre por unos malhechores, cuando el escritor contaba con diecisiete años.
Precisamente, como él mismo albergada tendencias parricidas, la muerte del
padre generó en él un sentimiento de culpa muy profundo. Si pudiera
demostrarse, observa Freud, que Dostoyevski no sufrió de ningún ataque
epiléptico durante sus cuatro años de trabajos forzados en Siberia, ello
confirmaría que aquella culpabilidad se vería redimida por la pena impuesta por
las autoridades, mientras que, una vez recobrada la libertad, el sentimiento de
culpa retornaría, y, con ello, la enfermedad[60].
En lo que se refiere a la bisexualidad, la argumentación de Freud es bastante
débil, pues sólo aduce un hipotético enamoramiento del padre, una relación
amor-odio, pero sin aportar pruebas concluyentes y satisfactorias[61].
También lleva a cabo una audaz y polémica asociación entre la afición al juego,
a la ruleta, y la masturbación, en el sentido de que el juego —y aquí subraya el papel de las manos
basándose en una hermosísima narración corta de Stefan Zweig, Veinticuatro horas en la vida de una mujer— sublimaría la fuerte inclinación onanista[62].
La
última referencia al significado de los ataques epilépticos del príncipe
Mischkin, es, a mi juicio, la más interesante, con diferencia, de las tres. Es
la interpretación de Dmitri Merejkovsky, que, naturalmente, se inspira en una
atentísima lectura de las propias palabras del príncipe explicando o tratando
de traducir en palabras su transporte y arrobamiento. Para empezar, Merejkovsky
lleva a cabo una interpretación doble, ambivalente, pero complementaria, acerca
de la causa y de la consecuencia de la enfermedad.
De un lado, esa lucidez, esa «luz» que percibe el príncipe en el segundo
anterior al ataque, y que sería una «consecuencia» de la enfermedad. Es decir,
el conocimiento espiritual como resultado de un defecto de la constitución físico-genética del individuo. Pero, de
otro lado, la «idiotez» como consecuencia de la suprema síntesis de la vida, de
ese instante en el que Mischkin parece intuir y comprender el misterio último
del mundo y de la existencia[63].
La «idiotez» sería, pues, el precio que habría de pagar por ese instante único,
donde todos los extremos del mundo se juntan, que, en su sentido espiritual, es
una referencia a Cristo.
Pero
Merejkovsky va aún más lejos cuando insinúa que ese «instante» supremo, ese
«instante» de existencia superior, podría significar o referirse al fin de los
tiempos (por eso hemos hablado antes del aspecto escatológico de la experiencia
intransferible de Mischkin); mejor aún, un equivalente del fin de la Historia y
de las edades del mundo, según la mística del propio Cristianismo. Expresado de
otro modo: lo que Dostoyevski está planteando aquí es nada menos que la
profunda preocupación del Cristianismo por la muerte[64];
antes del Cristianismo no había verdadera conciencia de la muerte[65],
porque no había tampoco conciencia de la trascendencia del hombre individual,
una trascendencia espiritual que está vinculada a las Personas del Verbo. No se
está hablando aquí de una idea de la muerte referida exclusivamente al individuo
concreto y singularísimo, sino a una noción de la muerte que afecta de lleno al
decurso mismo de la humanidad entera, esto es, que habrá un último día. Antes de que llegue ese último día, se habrá realizado el Reino
de Dios sobre la tierra, el reino de Cristo, que es precisamente lo contrario
al Estado como poder temporal y a la Iglesia como institución, sea católica u
ortodoxa, pues ese Reino de Cristo se basa sólo en la realización del Amor, y,
para ello, es la propia sociedad, que no debe confundirse con el Estado[66],
la que se identifica con la Iglesia, pero entendida ahora como cuerpo místico de Cristo.
No obstante, el inmenso teólogo y estudioso de todo el universo humanístico que fue Hans Urs von Balthasar (1905-1988), el hombre «plus cultivé de son temps», en palabras de Henri de Lubac (Paradoxe du mystère de l’Eglise, París, Aubier-Montaigne, 1967, pág. 184), relaciona con desusada originalidad la enfermedad del príncipe como una manera de ocultar su cristianismo, entre otras razones porque el verdadero cristianismo siempre resultará incomprensible para la mayoría, adquiriendo tintes entre patéticos y ridículos, consecuencia, precisamente, de su misma esencia, tan ajena a todo lo material, a todo lo terreno. Dice así el teólogo suizo, en uno de los quince tomos de su monumental, y probablemente no superada, trilogía Estética, Teodramática y Teológica, lo siguiente: «La enfermedad de Mischkin tiene […] una función de velación: de ocultar el misterio cristiano ante los ojos propios y ajenos. Es el misterio de la gloria del amor absoluto que penetra desde arriba». Lo que sobre todo distingue al príncipe es su sencillo amor, un «amor simple y puro que no tiene derecho de ciudadanía aquí abajo, que no puede aclimatarse ni instalarse en este mundo, que Aglaya lo llama “platónico amor del caballero medieval”, y que, sin embargo, se distingue claramente del eros trascendental originario, puesto que éste es sabio y el amor crucificado cristiano es necio y, en su forma terrena, ridículo»
(Hans Urs von Balthasar, Gloria. Una estética teológica. 5. Metafísica. Edad Moderna, Madrid, Encuentro, 1996, págs. 189-190).
No obstante, el inmenso teólogo y estudioso de todo el universo humanístico que fue Hans Urs von Balthasar (1905-1988), el hombre «plus cultivé de son temps», en palabras de Henri de Lubac (Paradoxe du mystère de l’Eglise, París, Aubier-Montaigne, 1967, pág. 184), relaciona con desusada originalidad la enfermedad del príncipe como una manera de ocultar su cristianismo, entre otras razones porque el verdadero cristianismo siempre resultará incomprensible para la mayoría, adquiriendo tintes entre patéticos y ridículos, consecuencia, precisamente, de su misma esencia, tan ajena a todo lo material, a todo lo terreno. Dice así el teólogo suizo, en uno de los quince tomos de su monumental, y probablemente no superada, trilogía Estética, Teodramática y Teológica, lo siguiente: «La enfermedad de Mischkin tiene […] una función de velación: de ocultar el misterio cristiano ante los ojos propios y ajenos. Es el misterio de la gloria del amor absoluto que penetra desde arriba». Lo que sobre todo distingue al príncipe es su sencillo amor, un «amor simple y puro que no tiene derecho de ciudadanía aquí abajo, que no puede aclimatarse ni instalarse en este mundo, que Aglaya lo llama “platónico amor del caballero medieval”, y que, sin embargo, se distingue claramente del eros trascendental originario, puesto que éste es sabio y el amor crucificado cristiano es necio y, en su forma terrena, ridículo»
(Hans Urs von Balthasar, Gloria. Una estética teológica. 5. Metafísica. Edad Moderna, Madrid, Encuentro, 1996, págs. 189-190).
El capítulo VI empieza tres días después de ese ataque epiléptico (por lo que continuamos a principios de junio), con el príncipe ya recuperado y alojado en la dacha de Lebédev en Pávlovsk, donde también están de veraneo las Yepánchinas. Todo ese primer día de Mischkin en la dacha de Lebédev, ocupa los capítulos VI, VII, VIII, IX y X. Al día siguiente, en el capítulo XI, Mischkin recibe la visita de Adelaida Ivánovna y del príncipe Tsch***. El segundo día de estancia de Mischkin en Pávlovsk ocupa prácticamente todo este capítulo XI, hacia cuyo final se inicia el tercer día de estancia del príncipe en la dacha de Lebédev, que ocupa todo el capítulo XII, con el que finaliza la 2ª parte de la novela.
Aunque
en todos esos capítulos ocurren multitud de cosas y se perfeccionan los rasgos
psicológicos de varios personajes secundarios, nosotros debemos
circunscribirnos especialmente al triángulo amoroso de
Mischkin-Nastasia-Aglaya, a sus caracteres espirituales y psicológicos, y
también a los actos, pensamientos y manifestaciones de otros personajes que nos
ayuden a dibujar con cierta nitidez el alma del príncipe. En este punto resulta
necesario hacer una precisión relacionada con la concepción o la idea que
Dostoyevski tenía de la psicología, a la que no puede considerarse en su caso exactamente
de «psicología explicativa», pues lo que en última instancia mueve a sus
grandes creaciones literarias, a sus personajes más característicos, está de
una u otra manera relacionado con el problema de la libertad, un problema que,
para Dostoyevski, constituye un enorme misterio, uno de los misterios supremos
de la existencia; de ahí que no pueda abordarse, pues de lo contrario el
misterio se diluiría y dejaría de ser tal, con un método prosaicamente
racional, sino irracional, esto es,
un método que permita acceder a las realidades esenciales, que son las
realidades espirituales[67].
Las
tres hermanas, junto con su madre, una vez se enteran de que el príncipe se
encuentra en Pávlovsk restableciéndose de la enfermedad que ha vuelto a sobrevenirle, deciden hacerle una
visita, pues sienten una sincera estima por él, que, en el caso de Aglaya es
puro amor, aunque su orgullo y su pudor lo mantienen escondido; de igual modo
que saben de la pretérita convivencia juntos del príncipe con Nastasia, que,
naturalmente, reprueban, aunque por discreción y respeto no le digan nada. No
obstante, Lizaveta Prokófievna sí se atreve a preguntarle si está solo, es
decir, si no ha llegado a casarse, dudas que quedan inmediatamente despejadas
con la pronta respuesta del príncipe, que se sonríe ante la ingenuidad de la
pregunta. No, no está casado.
De
otra parte, desde hace aproximadamente un mes antes de la llegada del príncipe
a la localidad veraniega residencial, las tres hermanas han adquirido la
costumbre de referirse en sus conversaciones privadas a un misterioso pobre caballero, que, como es lógico, es
el príncipe, uso que empieza a extenderse entre otros personajes de nuestra
historia, como la cada vez más atractiva
—en lo que se refiere a la nobleza de sus sentimientos— hija
adolescente de Lebédev y su recién fallecida esposa Yelena, la hermosa muchacha
de trece años Viera Lukiánovna (Viera Lebédeva), que, además, siente una honda
devoción y admiración por Mischkin; o el propio Kolia; o el novio de Adelaida,
el príncipe Tsch***, así como un amigo de éste, Yevguenii Pávlovich Radomskii. La
que no sabe nada del significado de ese apodo es Lizaveta Prokófievna, y eso la
enoja, por lo que un día, harta de tanto secreto, haciendo gala de su franco
carácter, pregunta sin tapujos qué significa, a lo que de pronto Aglaya se
ruboriza. Ésta estaba ya también empezando a irritarse de las bromas a cuenta
de la ingenuidad del príncipe, que le
hacen ya muy poca gracia. Pero, por disimular su sentimiento hacia Mischkin, si
lo ve necesario, también se ríe de su modo de ser. Aglaya, según se ha dicho,
es muy orgullosa y tiene mucho amor propio, lo que a veces, dada la firmeza de
sus decisiones, o lo resolutivo de su conducta, que puede, sin embargo, variar
radicalmente en pocos minutos, puede dar la impresión de inmadurez, de
inconstancia o de una manera de ser caprichosa. Nada más lejos de la realidad.
Es plenamente madura y sabe muy bien lo que quiere. Y ese saber lo que quiere
incluye querer saber con certeza qué quieren los demás de ella o qué sienten
hacia ella, es decir, qué quiere exactamente el príncipe y qué siente. Pero
esto habrá de resolverse más adelante.
Durante
esa visita al príncipe en la dacha de
Lebédev, como saliera de nuevo a relucir lo del pobre caballero, y se repitiera la pregunta de la generala, y se
liase el asunto en nexo fortuito a los temas de los cuadros que pintaba
Adelaida, actividad a la que era aficionada, y como quiera que cada vez más
crecientemente le pareciese todo eso del pobre
caballero una «sandez» a Lizaveta Prokófievna, puesto que nadie se lo
aclaraba en medio de tantas chanzas y complicidades ajenas a ella, de pronto, de
improviso, como correspondía a su carácter más profundo, Aglaya le replica a su
madre que «no hay tal sandez, sino tan sólo la mayor estimación», respuesta que
aún enojó más a la generala, que, interrogando a su hija qué quería decir eso
de la «mayor estimación», encontró esta respuesta de Aglaya, expresada con la
mayor gravedad: «Pues porque la hay […] porque en esos versos [unos de Pushkin]
se describe primero a un hombre capaz de sentir un ideal, y luego cómo,
habiendo sentido una vez ese ideal, cree en él, y, ya animado de esa fe, le
consagra toda su vida […] Yo, al principio, no comprendía, y me reía; pero
ahora amo al pobre caballero, y, lo
principal, estimo sus proezas». El príncipe, en la terraza de la dacha de Lebédev, que era donde estaba
sucediendo el diálogo, asistía atónito. Es la primera vez que Aglaya, bien es
cierto que de modo enigmático, ha expresado su amor. El único que la ha
entendido es el destinatario de ese amor. Aglaya estaba refiriéndose a los
versos de la famosa Balada del pobre
caballero de Alejandro Pushkin, que, inmediatamente después, una vez que
Radomskii se ha sumado a la reunión, recitará la joven delante de todos en una
intervención ciertamente memorable. Dostoyevski nos describe magníficamente el
milagroso momento; cómo se va operando, frente a los que puedan creer que se
trata de una afectación de Aglaya, una profunda compenetración de ella con los
versos que declama. ¡Es que está declamando una declaración de amor a su amado,
que está delante mismo de ella! Los románticos versos de Pushkin hacen alusión a un «misérrimo hidalgo»,
imbuido de un alto ideal, que ama a una mujer desinteresadamente, un explícito homenaje
de Pushkin y de Dostoyevski a Don Quijote[68].
Aglaya, como acabamos de decir, se está dirigiendo al príncipe Mischkin, y tiene
la increíble habilidad de alterar las iniciales que hay insertas en el poema de
Pushkin por las iniciales de Nastasia Filíppovna (N. F. B.)[69].
Mischkin es el único de los circunstantes que se da cuenta de ello
inmediatamente. Aquel pobre caballero
al que todos se referían hasta entonces, pertenece a la misma familia
espiritual que el «hidalgo» de la balada de Pushkin que tan maravillosamente
recita Aglaya. Aquel pobre caballero,
ya lo hemos dicho, es Mischkin, un personaje que Dostoyevski está modelando con
un paralelismo espiritual con Don Quijote, los dos más grandes personajes de la
literatura universal que encarnan un «ideal», naturalmente, decíamos al
principio, cristiano, evangélico. Por eso le hablaba Aglaya a su madre
instantes antes del «ideal». Entre Aglaya y el príncipe, en todo este pasaje
lleno de amor, pero también de amargura (repárese en la sutil alteración de las
iniciales), hay unos intercambios de miradas y una sintonía extraordinaria.
Ambos se ponen encarnados en más de una ocasión durante el transcurso de esta
intensa escena de amor puro y platónico.
Aunque
el tema del nihilismo ruso se roza muy de soslayo en esta novela, ya que será
en Demonios y en Los hermanos Karamazov donde Dostoyevski aborde con profundidad
jamás alcanzada toda la problemática intelectual, política y religiosa que esa
corriente fundamental de la intelligentsia rusa presentaba
en su tiempo, anunciando de manera profética los horrores del bolchevismo, sin
embargo, coincidiendo con la estancia del príncipe en la dacha de Lebédev, se van agregando una serie de personajes, al
calor de un turbio y equívoco asunto en el que se pretende conseguir una
importante cantidad de dinero del príncipe[70],
en los que pueden advertirse embrionarios rasgos nihilistas, pero que ni mucho
menos ofrecen la nitidez ni la profundidad, ni tampoco la maldad, de los
quinqueviros de Demonios dirigidos
por Piotr Stepánovich Verjovenski. De todos ellos, el más interesante, a
notable distancia del resto, es el ya referido Ippolit Teréntiev, que en esta cuestión
sólo tiene rasgos intelectuales tangenciales con el nihilismo, aunque de
inusual profundidad si tenemos en cuenta su jovencísima edad. La vehemente
Lizaveta Prokófievna, que advierte espantada el ateísmo de que se jactan,
irritada ante las risas irónicas y burlonas que de modo constante manifiestan,
ante su descarada altivez, acaba explotando, y, cual atacada de incontrolado
histerismo, lanza una extensa andanada contra ellos, en la que, además de
decirle a Kolia, que está influido sobre todo por su amigo Ippolit, que, en vez
de discutir, con lo joven que es, sobre el problema
femenino, lo que debe hacer es portarse «humanamente» con su sufrida madre,
exclama: «¡Locos! ¡Vanidosos! No creen en Dios, no creen en Cristo. Pero hasta
tal punto estáis corroídos de vanidad y orgullo, que acabaréis comiéndoos los
unos a los otros, desde ahora os lo digo» (capítulo IX). No sólo los
quinqueviros de Demonios terminarán
devorándose a sí mismos, sino que sólo hay que reparar en la terrible lucha por
el poder que se desata en la Unión Soviética después de la muerte de Lenin en
enero de 1924, de qué modo todos los principales revolucionarios de la primera
hora son neutralizados y apartados, y, después, cuando las circunstancias sean
propicias, en el decenio de 1930, detenidos, encerrados y eliminados
físicamente por orden de José Stalin. Todo lo que ocurre en Rusia
posteriormente a su muerte en 1881, está profetizado de modo sobrecogedor y
espeluznante por Dostoyevski, pero no porque fuese profeta, al modo de los
profetas del Antiguo Testamento, sino porque conoce como nadie la idiosincrasia
del pueblo ruso y lo que se esconde detrás del nihilismo ruso.
Ippolit
Teréntiev, que sabe que su fin está próximo, pues la tuberculosis lo carcome,
pretende llamar la atención sobre su persona, e incluso quiere aparentar lo que
a veces en el fondo no es. Por ejemplo, cuando, poco después de esa acalorada
intervención de la generala, le comenta que «aunque no tengo nada de
sentimental», celebra que aquel turbio asunto de marras en relación a la
fortuna del príncipe, se haya resuelto satisfactoriamente. Sí que es un
sentimental. Y por eso mismo es, como mucho, un aspirante a nihilista. Los
verdaderos nihilistas, como Verjovenski, o como Nikolai Vsevolódovich Stavroguin,
no pueden permitirse tener sentimientos. Tienen que ser implacables, sin
compasión alguna. A mi juicio, Ippolit, sobre todo por sus actos, pero también
por sus palabras, es un muchacho con corazón, al que le obsesiona la muerte, y
también la idea del suicidio, naturalmente sin punto de comparación con esa
convulsiva y enfermiza obsesión por ese acto del Kirillov de Demonios, pues lo que el ingeniero
Aléksieyi Nilich Kirillov pretende con su «suicidio lógico» es demostrar que
Dios no existe. Me parece necesario subrayar lo que se refiere al sentimiento,
porque el primer nihilista literario, el extraordinario Evgueni [Eugenio] Vasílich
Basárov de la novela Padres e hijos
de Iván Turguéniev[71],
aunque pretenda dar una imagen en sentido contrario, de hombre frío,
desapasionado, analítico, cerebral, científico,
observador de las leyes de la naturaleza, quiere, aunque se resista a mostrarlo
explícitamente, muchísimo a sus padres, sobre todo a su madre, a pesar del
desapego e independencia con que se conduce ante ella; asimismo, al margen de
su curiosidad científica, coopera todo lo que sea necesario en la salvación de
vidas humanas, como dicta su código ético de médico, y esa actitud es la que acabará
contagiándole el tifus de un desgraciado mujik
(campesino pobre) y muriendo a consecuencia de ello; pero, ante todo, es capaz
de amar, de enamorarse apasionada y desinteresadamente de una mujer, de la
hermosa y seductora Anna Serguiéievna Odintsova, que finalmente no le
corresponde en su amor, pero que acudirá a su lecho de muerte, acompañada de un
afamado doctor para hacer un último intento por curarle, de todo punto inútil,
y que mantendrá con el moribundo una inolvidable y conmovedora conversación,
digna de ese otro genio del arte de narrar que es Turguéniev.
Conviene,
no obstante, aclarar que Ippolit expresa opiniones inequívocamente nihilistas,
lo que no significa que lo sea por completo o que, como acabo de indicar, no
tenga sentimientos. De nuevo, dirigiéndose a Lizaveta Prokófievna, afirma: «…
Pues a lo que más le temen ustedes es a nuestra sinceridad, y eso que nos desprecian».
La generala, viendo que la tos acude con inusitada y arrolladora fuerza a su
garganta, y observando su estado como de delirio extático, se emociona toda
entera, rogándole que se calme, que descanse, que no se fatigue; pero él no
puede ya detenerse: «¡Sí, la Naturaleza es una guasona! Porque, si no —continuó con súbita vehemencia—, ¿por qué
crea a los seres superiores para luego reírse de ellos? Al único ser que en la
Tierra se ha reconocido perfecto dióle por misión la Naturaleza decir palabras
que han hecho correr torrentes de sangre, en los que habría podido ahogarse la
Humanidad entera si toda esa sangre se hubiese vertido de una vez […] Yo quería
vivir para la dicha de todos los hombres; para la búsqueda, para la difusión de
la verdad […] ¿Saben que si no estuviese tísico me mataría?...» (capítulo X).
Sólo quisiera aquí que el lector reparase sucintamente en varios detalles:
Ippolit es honesto intelectualmente hablando, cree firmemente en la sinceridad;
más que como «guasona», parece ver a la Naturaleza como una madrastra; la
alusión a los «seres superiores» inmediatamente nos evoca a Rodion Románovich
Raskólnikov; a Cristo, como equivocadamente piensa Ippolit, no le ha dado
ningún mandato ni le ha conferido ninguna misión «la Naturaleza», sino su Padre
que está en los cielos; es muy cierto que las palabras de Cristo han provocado
océanos de sangre; la dicha de los hombres que desea Ippolit no tiene nada que
ver con el pérfido y destructivo anhelo del Gran Inquisidor (en los Karamazov) para con aquéllos, pues la
dicha y felicidad de la que le habla a Jesús en los calabozos de la Inquisición
en Sevilla conduce a la más absoluta negación de la libertad y de la dignidad
del hombre; Ippolit cree honradamente que se puede encontrar una «verdad»
terrenal, que sería la única verdad, como,
también honradamente, pero muy equivocadamente, creyó Federico Nietzsche.
En
esta 2ª parte, para finalizar ya con ella, existen también nítidas alusiones
evangélicas, como cuando Ippolit se permite sugerir que Lizaveta Prokófievna
tome con su marido y con sus hijas una taza de té en casa del príncipe (no
olvidemos que la dacha de Lebédev, al
alojarse allí una persona del rango social de Mischkin, es como si fuese la
casa de éste, pues para el funcionario es todo un honor contar con ese
invitado), a lo que la generala responde, dirigiéndose al príncipe, que «yo no
soy digna de tomar té en tu casa»[72]
(capítulo IX). También asistimos al progresivo encariñamiento del príncipe con
los niños, por ejemplo, con la hijita todavía de pecho de Lebédev, Líubochka,
hermanita de Viera Lebédeva. O cómo Keller, un oficial retirado de origen
alemán, que mantuvo una fugitiva relación con Nastasia Filíppovna en el pasado,
sólo con el propósito de darle celos a Rogochin, le confiesa al príncipe que
«había perdido todo vestigio de moral
(únicamente por no creer en el Altísimo)», y, un poco más adelante, en el mismo
capítulo, le reconoce al propio príncipe dos cosas muy significativas: «… Mire
usted, príncipe: tiene usted una sencillez de alma, una inocencia como ni en la
Edad de Oro las hubo, y de pronto, al mismo tiempo, penetra usted a través del
hombre como una flecha, con la más profunda observación psicológica» (capítulo
XI). Estas últimas palabras de Keller corroboran la certera observación de
Jacques Madaule acerca de esa capacidad de penetración psicológica, «a pesar
suyo», de Mischkin: «Ningún secreto es tan vergonzoso ni está tan escondido que
no lo descubra al instante, o mejor dicho que no se le descubra como a pesar
suyo y sin que él lo busque»[73].
Keller, un grandullón al que se le llama «el boxeador», unido al círculo de
Ippolit Teréntiev, y que ha publicado un artículo en una revista, a cuenta de
aquel turbio asunto del dinero que la estrambótica banda quiere sonsacarle al
príncipe, artículo cuyo objetivo no era otro que desacreditar a Mischkin
delante de la sociedad petersburguesa, este Keller, que aparenta ser un vulgar
matón, no resulta después tal, y, lo que es aún más elocuente, ha percibido con
total clarividencia, no sólo la inocencia y pureza del príncipe, que salta a la
vista, sino su inteligencia y agudas dotes psicológicas de observación. En
efecto, Mischkin suele observarlo todo en silencio, como si estuviese ido o
como ajeno a los acontecimientos que ocurren a su alrededor, pero de todo lo
importante dáse cuenta, de todo lo relevante —por sutil que sea, por escondido
que esté— que tenga que ver con la vida
y con la evolución espiritual de las personas que le rodean. Nadie le es
indiferente.
En
el capítulo XII, que comienza a las siete de la tarde del tercer día de
estancia del príncipe en la dacha de
Lebédev en Pávlovsk, estando Mischkin en la terraza de la vivienda, se presenta
de improviso Lizaveta Prokófievna (su dacha
y la de Lebédev distaban unos trescientos metros tan sólo), para saber
exactamente qué decía aquella breve misiva que el príncipe le había hecho
llegar a Aglaya y que ésta había guardado en un volumen del Quijote, una carta de cuya existencia
acaba de enterarse la generala. El príncipe, ante los requerimientos de la
madre, se la recita de memoria, ya que la recuerda muy bien, y, como él mismo
afirma, no tiene inconveniente en hacerlo ni tiene que ocultar nada, por lo que
no va a ponerse colorado al referirla, aunque lo cierto es que se pone doblemente
colorado, pero como aquélla dudase, no tanto del contenido de la carta, que le
ha parecido un galimatías incomprensible, sino de las palabras del príncipe de
que la escribió como si fuera un hermano de la joven, Mischkin, a la pregunta
de Lizaveta de si le ha mentido, le responde seco y tajante: «Yo no miento».
Ante la insistencia de la generala, aunque elude hábilmente la pregunta de si
se encuentra en Pávlovsk por Nastasia Filíppovna, sí le corrobora que no se ha
presentado allí con la pretensión de casarse con la amante de Rogochin. La
generala, finalmente, después de pedirle que le dé un beso, pues confía
plenamente en él y lo estima muchísimo, le recuerda, no obstante, que Aglaya no
lo quiere y que ella, como madre, ha tomado sus medidas para que su hija no sea
nunca suya.
*******
Los primeros párrafos del primer
capítulo de la tercera parte sirven al novelista para hacer unas
consideraciones generales acerca del excesivo número de funcionarios inútiles
en Rusia, sobre la carencia común de originalidad entre las personas (que suele
faltar entre las personas con sentido práctico) y sobre el desprecio que, en
general, se tiene en Rusia por los genios y los inventores. También dice el
narrador: «Pero cierta estupidez espiritual parece ser la condición
indispensable, o poco menos, si no de todo hombre práctico, por lo menos de
todo serio acumulador de dinero».
Aquel
tercer día de estancia del príncipe en Pávlovsk, continúa en la tercera parte,
y se extiende durante los capítulos I, II y III. Casi al final de este capítulo
III, siendo ya más de las doce de la noche, se inicia el cuarto día en
Pávlovsk, que continuará durante el capítulo IV, prolongándose toda esa noche.
Ese cuarto día de la estancia del príncipe Mischkin en Pávlovsk es el día de su
cumpleaños, y está cargado de manera intensísima de acontecimientos. Se
prolonga hasta el final del capítulo X, cuando, de madrugada, se entra en el
quinto día, que apenas tiene duración en la novela. Durante el aludido cuarto
día es cuando Ippolit Teréntiev lee su elocuente Explicación. En ese mismo día, tan preñado de sucesos, entre las
siete y las ocho de la mañana, tiene lugar, en un banco verde de un parque
junto a la dacha de Lebédev, la
extraordinaria conversación entre Mischkin y Aglaya, en la que ésta, a pesar de
su orgullo, deja traslucir claramente el inmenso amor que siente por él.
Una
vez que el narrador, que siempre habla en tercera persona, ha hecho la
mencionada introducción a la 3ª parte de la novela, en la que, además de
referirse a algunos aspectos muy generales en relación a la escasa eficacia de
la Administración imperial y sobre determinadas actitudes de los rusos en lo
que atañe a la innovación y la mejora de la industria y de la economía, y donde
también aprovecha para aclarar ciertas impresiones, oscilantes estados de ánimo
y moderadas esperanzas sobre el curso de los acontecimientos por parte de
Lizaveta Prokófievna, naturalmente en lo que se refiere al destino más o menos
próximo de sus queridísimas hijas, se relata una conversación que tiene lugar
en la dacha de Lebédev (recordemos,
como acabamos de indicar, que ya estaba muy avanzada la noche de ese tercer día
en Pávlovsk), en la que, por supuesto, está presente el príncipe, pero que
tiene la particularidad de girar en torno a un tema de carácter político, en
concreto el significado del liberalismo en Rusia. La intervención más destacada
y detallada es la de Radomskii, que, en síntesis, viene a concluir que una de
las principales tragedias del liberalismo en Rusia es la de no haber sido capaz
de entroncar y mantener lo mejor de la tradición, y, por eso, constituye ese
liberalismo un ataque frontal a la «sustantividad» de Rusia. En ninguna
parte —Radomskii debe estar pensando
sobre todo en Inglaterra— puede darse
el caso de que un liberal odie a su patria; sin embargo, eso es lo que ocurre
en Rusia. Nótese que Dostoyevski está introduciendo, aunque no le interesa
hacerlo con excesiva profundidad en esta novela, pues su centro de gravedad es
otro, el arduo problema de la occidentalización de Rusia, de la europeización
de Rusia, iniciada por Iván IV el
Terrible en la segunda mitad del siglo XVI
—al mismo tiempo que somete de manera implacable a los campesinos pobres
y sienta las bases sólidas de la autocracia imperial— , continuada de manera
despótica y cruel por Pedro el Grande
a finales del XVII y principios del XVIII, e impulsada de modo asimismo
autocrático y absoluto, pero sin tan extrema brutalidad, por Catalina la Grande en la segunda mitad del siglo
XVIII. Esos liberales rusos a los que se está refiriendo Radomskii como
intelectuales europeizantes, forman la flor y nata de la intelligentsia, y entre ellos hay ya por entonces, hacia 1870, que
es el año de nacimiento de Vladímir Ilich Uliánov (Lenin), numerosos
nihilistas. A Dostoyevski, lo que le preocupa, lo que rechaza abiertamente, es
que, en aras de esa occidentalización, se traicione el «alma de Rusia», se
disuelvan sus tradiciones más profundas, las arraigadas creencias religiosas
del pueblo ruso. Esto es lo que teme Dostoyevski, que precisamente habla con Alexander
Herzen en Londres, en julio de 1862, de ese pueblo ruso, un pueblo que, según
juicio erróneo de Edward Hallett Carr, no conocía bien Dostoyevski[74].
Si algo conocía bien el incomparable novelista, mejor aún que pudiera conocerlo
el propio Tolstoi, era al pueblo ruso, es decir, la más íntima esencia de ese
pueblo, que no puede desligarse de su religiosidad profunda. Aunque debe
admitirse que ese conocimiento se sustenta, primordialmente, en la experiencia
espiritual del escritor, en la observación del «pueblo» ruso a través del
espejo donde se reflejan las turbulencias de su propia alma en llamas, en
permanente estado de agitación subterránea, como un volcán que puede entrar en
erupción en cualquier momento.
El
príncipe, ante la «pasión y vehemencia» de las palabras de Radomskii,
interviene para decirle que en parte tiene razón, que puede ser que el
liberalismo tienda «hasta cierto punto, a odiar a la misma Rusia», pero que
sería injusto aplicar ese criterio a todos los liberales. En este mismo
momento, el narrador hace una penetrante observación sobre el carácter del
príncipe, una de sus principales cualidades,
«que consistía en la extraordinaria
ingenuidad de la atención con que siempre escuchaba cuanto despertaba su
interés y de las contestaciones que daba cuando, en esos casos, le hacían
directamente preguntas. En su cara, y hasta en la actitud de su cuerpo,
parecían traslucirse esa ingenuidad, esa buena fe que no sospechaban ni burlas
ni humorismos». La conversación va discurriendo por diversos vericuetos, siendo
uno de ellos el ensañamiento con que se conducen determinados criminales
comunes, a lo que el príncipe, después de que uno de los presentes informe del
elevado número de asesinatos que es capaz de cometer este tipo de individuos,
responde haciendo una agudísima observación de psicología criminal, en la que
lo importante, para él, no es tanto el número de víctimas, que por supuesto que
lo es, sino la ausencia absoluta de arrepentimiento: «Pero yo hube de observar
entonces [en su recorrido por algunos penales] que el criminal más nato y
empedernido no deja de saber que es un criminal;
es decir, que su conciencia le dice que no ha obrado bien, aunque no sienta el
menor remordimiento»[75].
Aglaya
no deja de observarlo en todo momento, aunque intentando que nadie se dé cuenta
de ello; el único que lo percibe es el príncipe. De vez en cuando, también ella
se ruboriza. Cuando él, dirigiéndose a Lizaveta Prokófievna, trata de
tranquilizarlos a todos, indicándoles que no teman por que pueda darle un nuevo
ataque, pues se retirará en seguida, en medio de este párrafo acierta a
expresar: «Hay ideas elevadas, de las que yo no debo ponerme a hablar, porque
infaliblemente les hago reír a todos…»; entonces, Aglaya, temiendo que,
efectivamente, puedan reírse de él, se encara con él: «Pero ¿por qué se expresa
usted aquí de ese modo? ¿Por qué les dice usted eso a ellos? ¡A ellos! ¡A ellos!» Y, echando fuego por los ojos, como correspondía
a su carácter en determinados instantes decisivos e intensos, a la inmaculada
sinceridad de sus sentimientos, al sacrosanto amor y respeto que profesa a esa
criatura tan increíblemente auténtica, pura, inocente y buena que es Mischkin,
dijo dirigiéndose a todos los presentes, que se quedaron estupefactos, sobre
todo su madre, pues sabía de lo resolutiva que era y de lo que era capaz su
hija: «Aquí no hay ni una sola persona digna de esas palabras [las que acaba de
pronunciar el príncipe sobre las ideas elevadas]. ¡Aquí no hay nadie, nadie,
que valga su dedo meñique ni tenga su inteligencia ni su corazón! ¡Usted es más
honrado que todos, más noble que todos, mejor que todos, más inteligente que
todos! Aquí hay quien es indigno de agacharse y recoger del suelo el pañuelo
que deja usted caer[76]…
¿Por qué se humilla usted así y se rebaja ante ellos? ¿Por qué ha de despreciar
usted todo lo suyo, por qué no ha de tener usted orgullo?» (capítulo II).
Frente al orgullo, que Aglaya lo posee en alto grado, aunque con humanísima y
serena dignidad, el príncipe, su naturaleza más profunda, no puede manifestar
sino humildad, porque la humildad y la piedad son la argamasa impoluta y
virginal, sin adulteración alguna, que ha servido para modelar indeleblemente
su espíritu. A Aglaya le cuesta entenderlo, quizás rechace tanta humildad en su
fuero interno, pero siente una admiración sin límite por un hombre así, y este
modo de ser, a pesar de que muchas veces pueda molestarla, en parte porque
pueda ser, como de hecho es, objeto de burlas y de chanzas, en el fondo la
absorbe por completo, la embriaga de un dulce y puro amor.
Pero
Aglaya continúa escondiendo sus sentimientos, a pesar de aquella volcánica explosión.
No sólo los esconde, sino que vuelve a mostrar desdén e indiferencia por el
príncipe, insegura como está de lo que Mischkin siente verdaderamente por ella.
En ese mismo capítulo hay un cruce de miradas entre ambos, encontrándose de
pronto los ojos de ella centelleantes, echando chispas, ante lo que acaba de
ver, y lo que ha visto con sus propios ojos es cómo el príncipe ha vuelto la
cabeza para contemplar a Nastasia Filíppovna, que ha pasado por delante de la dacha, con el único fin de provocar, por
ese despecho que la está destruyendo por dentro. Pero, aunque Aglaya no lo
sepa, aunque se resistiera a admitirlo caso de que el príncipe se lo confesase,
lo cierto es que Mischkin continúa sintiendo por esa María Magdalena
literaria —muchísimo más real que tantos
seres reales mediocres y vulgares que somos la mayoría de nosotros y que nos
rodean todos los días— una piedad infinita. Después acontece un
desagradable episodio en la estación de ferrocarril de la pequeña ciudad
veraniega, un incidente en el que incluso se produce un relampagueante conato
de vivo revuelo, en el que Nastasia cruza el semblante de un pretendido
ofensor, un joven oficial amigo de Radomskii, con un bastoncito de junco,
oficial que, sin pensárselo dos veces, se abalanza contra ella, acudiendo el
príncipe de inmediato en su auxilio y recibiendo, como era de esperar, un
fuerte revés en el pecho por mano del joven militar. Todo el incidente ha
tenido su origen en ciertas descaradas y provocativas palabras de Nastasia, que
está en Pávlovsk en un estado de excitación creciente, pues a ella también la
devoran los celos pensando que el príncipe está enamorado de Aglaya. Lo paga
con quien sea, especialmente con el grupo de amistades de Mischkin, ante la
consiguiente indignación general. Nastasia, hermosísima, deslumbrante, paseando
su inefable belleza física, es un alma insatisfecha, torturada, que se
desprecia a sí misma, y que ama al príncipe aún más todavía que antes, pero
ella sí que es consciente, a diferencia de la virginal Aglaya, que ese amor no
es posible, es más, que ella está destinada a morir por mano de su «lujurioso»
y «sanguíneo»[77] amante, Rogochin, una
muerte que la redimirá de todos sus pecados, como los años de trabajos forzados
en Siberia, en compañía de Sonia, otra prostituta de corazón puro, otra María
Magdalena literaria, la primera del escritor, redimirán a Raskólnikov del
terrible crimen que ha cometido contra la vieja usurera Aliona Ivánovna y su
hermana Lizaveta. Terrible porque ha matado por una idea, porque ha matado para
demostrarse a sí mismo que es un individuo superior, que su deber moral es
librar a la sociedad de un parásito que chupa la sangre de sus víctimas, y
porque él piensa que está por encima de las leyes divinas y humanas.
Después
del incidente de la estación, ya oscurecido del todo, y habiéndose quedado solo
el príncipe en la terraza de la dacha,
acercósele Aglaya, manteniendo con él un breve diálogo, en el que, ante la
pregunta de ella de si él se defendería si fuese atacado, si él, en definitiva,
era un cobarde, Mischkin responde: «Cobarde es quien no tiene miedo y huye; pero quien
tiene miedo y no huye, ése no es cobarde». Al final del diálogo, en el que
hablaron, entre otras cosas, del duelo que le costó la vida a Pushkin, él es
consciente que sólo le importa la presencia de ella: «Pero todo se le voló del
pensamiento, salvo la idea de que ella estaba allí, ante él y él la miraba,
siéndole casi en absoluto indiferente en tal instante que ella le hablase de
una cosa o de otra». Cuando se despidieron y ella le ofreció la mano,
probablemente fue entonces cuando deslizó entre sus dedos un dobladito billete,
que, poco después, el príncipe pudo leer, y en el que lo citaba en el banco
verde del parque a las siete en punto de la mañana, para hablarle de «un asunto
sumamente principal», por lo tanto al amanecer del cuarto día de estancia del
príncipe en Pávlovsk.
Pero
esa noche va a ser muy larga. Para empezar, el príncipe, que había salido a dar
un paseo poco después de la medianoche, es decir, nada más comenzar el cuarto
día, encuentra de pronto la sigilosa figura de Rogochin, que, como es su
costumbre, surge de pronto de entre las sombras, como una aparición inquietante
y perturbadora. Pero el príncipe —ya se
lo ha dejado entrever antes a Aglaya— no
es precisamente un cobarde; su calma y serenidad no se disipan. Es entonces
cuando tiene ese pensamiento respecto a Rogochin que ya hemos transcrito, a
saber, que «en el alma aquel hombre no podía cambiar». El príncipe se franquea
con él: «Y aunque sea yo inocente como un ángel para contigo, tú, a pesar de
todo, no me podrás sufrir, porque pensarás que ella no te quiere a ti, sino a
mí». Así es, en efecto. Aunque Mischkin intenta sinceramente persuadirlo de que
ella, Nastasia, en realidad a quien quiere es a él, a Rogochin, pero que gusta
de mortificarlo y de hacerle sufrir, pues tal es su carácter, Rogochin no puede
dejar de creer con todas sus fuerzas que el corazón de Nastasia ha elegido al
príncipe. No se equivoca. Lo que no puede comprender es que Mischkin no la ama
en el sentido que normalmente concedemos a ese sentimiento, sino que lo que
siente es sólo piedad. Cuando el príncipe regresa de nuevo a la dacha en compañía de Rogochin, la
animación de la nutrida concurrencia crece por momentos. La madrugada avanza,
pero los presentes se enzarzan en debates en los que manifiestan
apasionadamente sus opiniones. Uno de los más vehementes en expresarlas es el
dueño de la vivienda, Lebédev, sobre todo cuando afirma que «la ley de la
propia conservación y la ley de la propia destrucción son las únicas fuerzas de
la Humanidad. El diablo, mediante una y otra, domina y dominará hasta un límite
de tiempo aún desconocido […] porque el espíritu impuro [el demonio] es un grande
y poderoso espíritu» (capítulo IV). Por su parte, Radomskii emite una opinión
sobre el príncipe que más pareciera que estuviese dirigida a Federico
Nietzsche: «¿Verdaderamente, príncipe, fue usted quien dijo una vez que el
mundo se salvaría por la belleza?»[78].
Mischkin se limita a no responder.
Pero
el acontecimiento decisivo de esa madrugada, antes de que amanezca y el
príncipe se encuentre con Aglaya en el banco verde del parque, es la Declaración de Ippolit Teréntiev. Tiene
razón Edward Hallett Carr al definir a Ippolit como un personaje
excepcionalmente maduro para su joven edad, un personaje en el que el novelista
ha pretendido reflexionar muy profundamente sobre el dolor y el sufrimiento,
pues sabe que se está muriendo, un personaje que considera su «muerte injusta y
absurda» y que está, quizás por ello mismo, necesitado de «autoafirmación».
Pero yerra, a nuestro juicio, el insigne historiador británico cuando opina que
Ippolit es un personaje que no «nos conmueve del todo»[79],
opinión que se sustenta probablemente en creer que Ippolit se conduce con
cierta afectación, cuando lo cierto es que, con independencia de que esté
necesitado de comprensión y de cariño, habla con absoluta sinceridad y no
creemos que su actitud moral e intelectual sea una simple pose.
Esta
Declaración, leída por él en voz alta
en la terraza de la dacha de Lebédev,
en presencia del príncipe, de Rogochin, de Radomskii, de Kolia, de Keller y
otros más, y que ocupa varias apretadas y densas páginas, la titula su autor Mi
explicación indispensable. Après moi, le déluge [Después de mí, el diluvio],
y en ella hace profundas y originales consideraciones sobre su concepción de la
vida y de la existencia, teniendo en cuenta que está convencido de que va morir
pronto por efecto de su tuberculosis, planteándose abiertamente la posibilidad
del suicidio. Relata un extenso y extrañísimo sueño, que con toda seguridad
conocía el excepcional escritor praguense Franz Kafka[80],
grandísimo admirador del novelista ruso, un sueño que también nos evoca algunas
imágenes animales monstruosas de ciertos cuadros del pintor simbolista suizo
Arnold Böcklin, como por ejemplo La plaga,
de 1898 (Basilea, Kunstmuseum). Habla de una convicción suprema, que
parece consistir en que, aunque al principio despreciaba la vida, después
quiere aferrarse a ella y «vivir fuere como fuere» […] «porque yo,
efectivamente, empecé a vivir al saber que ya me era imposible empezar».
Pone como ejemplo a Cristóbal Colón y a su afán por descubrir el Nuevo Mundo,
diciendo que lo importante no es el descubrimiento en sí, sino la búsqueda. Lo
mismo ocurre en la vida. La vida es búsqueda constante, sempiterna. También
afirma que es imposible «comunicar a nadie lo más principal de vuestra idea»,
que siempre se muere el hombre, cualquier hombre, sin haber podido transmitir
algo esencial de su pensamiento que se lleva a la tumba, por mucho que lo haya
intentado y por muchos volúmenes que haya escrito. Establece, asimismo, una
distinción entre la caridad individual y la caridad pública. La
primera es una necesidad del individuo y existirá siempre. La semilla de la
caridad individual puede ser muy pródiga en el transcurso del tiempo, no
conociéndose exactamente su alcance y la parte que pueda tener en la resolución
de los destinos de la Humanidad. Más adelante lleva a cabo aquella hondísima reflexión,
ya resumida antes por nosotros, acerca de la copia del Cristo muerto de Hans Holbein el
Joven que hay en casa de Parfén Rogochin. También cuenta un extraño suceso
que le ocurrió con este último, cuando se deslizó como un fantasma dentro de su
habitación completamente en sombras, sólo iluminada por una lamparita que había
delante de un icono, observándole callado, sin pronunciar palabra, cual un
espectro inquietante o amenazante[81].
Por
acabar con este interesante personaje, Ippolit, ya en la 4ª y última parte de
la novela, en el capítulo II, deja la dacha
de Lebédev y se traslada a la casa de Ptitsin y de su esposa Varvara en la
misma Pávlovsk. La tensión con Gavrila, el hermano de Varvara, se acrecienta,
profesándole Gavrila un encendido desprecio e incluso odio. En buena medida,
porque Ippolit, que también odia a Gavrila, le dice claramente lo que piensa de
él: que es un ser fatuo, vil, ruin y ordinario, un ser rutinario, incapaz de
originalidad alguna, infinitamente envidioso y profundamente frustrado y
resentido.
Por
fin, a las siete de la mañana del cuarto día de estancia del príncipe en
Pávlovsk (3ª parte, capítulo VIII), tiene lugar la cita de Mischkin con Aglaya
en el banco verde del parque, desarrollándose entre ambos un diálogo
extraordinario y sublime, para el que el novelista ha ido preparando al lector
de modo gradual, un diálogo en el que ambos muestran gran entereza y serenidad,
aunque Aglaya, profundamente enamorada, no se atreve a manifestarle
abiertamente su amor, pues cree que el corazón del príncipe pertenece a
Nastasia. Pero Aglaya tiene oportunidad de decirle muchas cosas. Una de ellas,
de enorme hondura moral, es que la justicia, por sí sola, puede ser, y de hecho
es, injusta[82]. También le dice que la
inteligencia principal, que es la que importa, es en él más grande y mejor que
en todos los demás que ella conoce, inteligencia que esos mismos no pueden ni
siquiera soñar porque carecen también del alma principal y sólo poseen un alma
secundaria. Aglaya está con ello expresando la idea, que forma parte de su
íntimo convencimiento, de que en las personas hay dos almas, pero sólo una de
ellas importa, y precisamente es esa alma la que posee el príncipe[83].
Asimismo, le manifiesta su deseo de sincerarse con una persona en el mundo, y
esa persona ha decidido que sea él. Una persona con la que no puede tener
secretos. Le revela que anhela viajar por Europa, conocer Roma, París,
gabinetes científicos y catedrales góticas, pero que, sobre todo, desea fundar
una escuela con él donde instruir a los niños
—pues ella sabe de la predilección y dulzura del príncipe para con los
niños. Es evidente que Dostoyevski nos está trazando el perfil psicológico y la
original personalidad de la más entusiasta y ardiente defensora de la
modernización de Rusia de todas sus novelas, sensible tanto a las bellezas del
arte como a los avances de la ciencia. Algunos críticos incluso han llegado a
sugerir que quien también estaba silenciosamente enamorada del novelista, aún más
quizás que la propia Anna Vasilevna
Korvin-Krukovskaya, que sin duda lo estaba e inspira, como hemos comentado
antes, el personaje de Aglaya, era su hermana de menor edad, Sofía Vasíliyevna
Kovalévskaya, privilegiado intelecto matemático[84].
En
este diálogo incomparable, el príncipe le refiere a Aglaya su atormentada
relación con Nastasia, con la que ha vivido un mes entero, haciendo alguna que
otra referencia al pasaje evangélico de la mujer adúltera[85],
sobre la que nadie tiene derecho a arrojar ninguna piedra: «Esa desdichada
mujer está profundamente convencida de ser la criatura más perdida, más vil de
este mundo. ¡Oh, no la maltrate usted, no le arroje piedras! ¡Demasiado se
atormenta ella misma con la consciencia de su inmerecido oprobio!» En su sinceridad, que le ha demandado sin
reservas la propia joven, le manifiesta a Aglaya que esa relación con Nastasia
le ha producido un dolor tan grande que no podrá curarse nunca de él. Antes
amaba a Nastasia; ahora ya no la ama; sólo siente una infinita piedad por ella.
Nastasia, continúa explicándole, se vilipendia a sí misma sin motivo alguno, se
tortura a sí misma de una manera espantosa, como si fuese el ser más
despreciable del mundo. Hay en ello, en opinión de Mischkin, algo profundamente
antinatural. Todo deriva del amor inmarcesible que Nastasia siente por él, pero
no quiere hacerlo desgraciado, y, creyendo que Mischkin ama a Aglaya, consiente
sin resentimiento alguno en sacrificar su amor y propiciar la unión del
príncipe con la más joven de las Yepánchinas. Para ello, Nastasia Filíppovna ha
llegado incluso, en su desvarío amoroso, a escribirle y hacerle llegar a Aglaya
Ivánovna tres cartas, tres misivas incalificables y conmovedoras hasta el
límite humanamente soportable, que Aglaya entrega al príncipe, y que éste
leerá, en un estado en el que el sueño y la realidad llegarán a confundirse,
poco después, cuando ya se encuentre solo, al final de este casi eterno cuarto
día (que sin solución de continuidad se ha enlazado con el anterior, habiéndose
mantenido el príncipe prácticamente todo ese tiempo, lo que resulta casi físicamente
incomprensible, despierto, sobre todo si reparamos en la tensión acumulada
entre tantos acontecimientos extremos
—sólo le venció el sueño en el banco verde un par de horas antes de la
llegada de Aglaya), en el último capítulo de la 3ª parte. Aglaya le descubre a
Mischkin que Nastasia está prendada de ella, que ve en ella sólo pureza e
inocencia, mientras que ella, Nastasia, se ve a sí misma en esas cartas como
una persona impura que no puede compararse, ni lo pretende, con la joven Aglaya
Ivánovna. Se establece entonces una nueva vuelta de tuerca que convierte el
diálogo entre ambos jóvenes enamorados en algo sumamente complejo y sutil, pues
Aglaya quiere que el príncipe entienda que Nastasia, en realidad, está loca de
amor por él, y eso significa intrínsecamente que, del mismo modo que Nastasia
está dispuesta a sacrificarse toda entera, también Aglaya lo está, para que el
príncipe y Nastasia vivan eternamente juntos. Dostoyevski está dibujando, como
nunca lo había hecho antes ni volverá a hacerlo después, dos almas femeninas de
una nobleza absolutamente inconmensurable, de una grandeza que deja al lector
completamente trastornado, espiritualmente absorbido por la fuerza infinita de
la que es capaz el amor humano. Ambas mujeres son rivales, y lo saben, pero
están dispuestas a sacrificar lo más sagrado que hay para ellas, su amor a
Mischkin, y se predisponen a hacerlo precisamente porque lo aman con locura, lo
aman por encima de todo lo imaginable, lo aman físicamente, pero, antes de nada,
de un modo sagrado, espiritual, pues, a través de ese amor, que permite nada
menos que sea la otra, la competidora, la que disfrute del amado, se están
redimiendo como seres humanos, esto es, Dostoyevski está redimiendo a sus
criaturas como nadie lo había hecho nunca antes ni podrá volver a hacerlo[86].
Es verdad que después llegarán a enfrentarse ambas, sobre todo por culpa del
orgullo de Aglaya, pero lo importante ahora es subrayar la grandeza del corazón
humano a través de estas dos mujeres sencillamente sublimes. ¿Cómo pueden, Dios
mío, las feministas radicales, detectar alienación en este comportamiento de
ambas mujeres? Sólo se comprende en quien no cree en la persona como en un ser
trascendente, creado para encontrarse con Dios, con Cristo, al final de los
tiempos. Sólo se comprende en quien no puede comprender la esencial naturaleza
espiritual del hombre, infinitamente superior a su naturaleza física.
Pero,
¿y el príncipe? El amor de Mischkin no parece ser de este mundo; ni el que
siente por Nastasia ni el que siente por Aglaya. A ambas las ama. A Nastasia,
ya hemos dicho que, en vez de amarla,
ahora siente piedad por ella. Pero no olvidemos que esa piedad es también una
forma de amor, extraordinariamente intenso, en el que no puede obviarse el
elemento sagrado, puesto que la criatura humana está hecha a semejanza de Dios.
Pero, ¿y por Aglaya? Pareciera como si el amor del príncipe fuese como el amor
de Cristo por aquellas mujeres que más íntimamente le rodeaban, por ejemplo
María Magdalena, o, en ciertos momentos, María de Betania, la hermana de
Lázaro. El amor del príncipe no es un amor posesivo, egoísta, carnal, sino que
es un amor que no parece humano por lo mucho que tiene de divino, porque se
funda en la piedad, en la compasión, en la justicia, en la clemencia, en el
perdón absoluto, en la incapacidad de reprochar nada a una pecadora. Aunque
todo esto parece estar más relacionado con Nastasia que con Aglaya. A ésta,
debemos admitirlo, la ama, de manera diversa, pues no podemos decir que haya en
ese amor aquel sentimiento de piedad (es como si el mismo amor cualitativo se
manifestase en Mischkin de maneras distintas), y, sin embargo, ese amor es tan
puro, es tan virginal, es tan ideal, sin dejar de ser tampoco físico, que por
eso digo que no parece de este mundo. Todo esto resulta imposible de traducir
para el crítico, para el estudioso, para el lector; sólo es posible sentirlo. Sólo es posible sentirlo, porque Mischkin ama a Aglaya,
con todas las fuerzas de su alma y de su cuerpo, pero, indisolublemente
también, la ama en un sentido espiritual, y esto ya nos resulta de todo punto
ajeno al discurso lógico, al discurso racional, que es al que estamos acostumbrados
y para el que se nos ha preparado, mientras que hemos reprimido
sistemáticamente el mundo de los sentimientos más hondos, el mundo más
recóndito de nuestro corazón, el sanctasanctórum
donde se atesora nuestro amor por una criatura, por un ser de carne y de hueso,
por una mujer en este caso. Hay un momento, sólo un instante, en que Aglaya se
da cuenta perfectamente, intuye con una agudeza femenina inexpresable, que el
príncipe ha sentido amor por ella, que Mischkin la ama; lo que ya no acierta a
comprender es de qué naturaleza está hecho ese amor. Finalmente, despechada, da
por concluida la conversación diciéndole, delante ya de Lizaveta Prokófievna
que ha llegado hasta ellos sin que lo advirtiesen, que a quien ella ama y con
quien se casará es con Gavrila.
Aquellas
tres cartas, en efecto, rebasan toda medida. Mischkin, al leerlas la noche del
cuarto día (capítulo X), cree estar asistiendo a una pesadilla. Lo que Nastasia
le ha escrito a Aglaya en esas tres cartas no es que sea perturbador, es que es
absolutamente purificador, conduciéndonos a una redención completa de la mujer
pecadora. La mujer pecadora es la más pura de todas las mujeres. Nastasia se ve
inferior a Aglaya, en quien se encarna para ella la inocencia más auténtica: «… hasta tal punto no tengo paridad ninguna con
usted, que nunca podría ofenderla, aunque quisiese […] pero usted, para mí, es…
¡la perfección! […] lo creo como cosa de fe. Pero yo tengo para con usted una
culpa: la amo. Desde luego que a la perfección sólo se la puede mirar como a
tal perfección, ¿no es verdad? Y, sin embargo, yo estoy prendada de usted.
Aunque el amor iguala a las criaturas, no se asuste usted; yo a usted no la
equiparo conmigo ni aun en mi más recóndito pensamiento». Es Aglaya, y no ella, quien debe estar para siempre con el
príncipe: «Él a usted sí la ama,
desde la primera vez que la vio. Se acuerda de usted como de la luz [87]
[…] Yo he vivido un mes entero con él, y he podido comprender que usted también
le ama; usted y él son para mí uno solo […] ¿Es posible amar a todas las
criaturas, a todos los semejantes? […] Cierto que no, y hasta es monstruoso. En
el amor abstracto a la Humanidad te amas casi siempre a ti solo[88]
[…] Usted es la única que puede amar sin egoísmo, usted es la única que puede
amar, no por sí misma, sino por aquel a quien ama […] Usted es inocente, y en
su inocencia se cifra toda su perfección». Por eso
ella consiente (así se lo dice en una de las cartas) en marcharse con quien
será su asesino, Rogochin. La intuición de Nastasia es más que una intuición
pasajera o superficial: ella sabe con absoluta certeza que Rogochin acabará
matándola[89].
No puede
sorprendernos que Mischkin haya quedado trastornado al leer estas cartas. Este
capítulo X termina con un fugaz encuentro entre el príncipe y Nastasia, ya
pasadas las doce de la noche, es decir, en la madrugada del quinto día.
Nastasia lo ha estado esperando varias horas, y ahora, vigilada por Rogochin,
que está cerca de ella y lo consiente, se echa a los pies del príncipe,
deseándole con todas sus fuerzas que sea feliz junto a Aglaya. El príncipe se
espanta al saber por el propio Rogochin que éste ha leído el contenido de las
cartas, es decir, que sabe que Nastasia está convencida de que terminará siendo
asesinada por él. La risilla maligna de Parfén Rogochin al darse cuenta del
horror del príncipe, termina por enojar a éste en lo más hondo de su alma.
******
La 4ª
y última parte de la novela comienza transcurridos siete días de la entrevista
entre el príncipe y Aglaya en el banco verde del parque. El inicio tiene lugar
sobre las diez y media de la mañana, con Varvara Ardaliónovna de regreso de casa de las Yepánchinas, ensimismada
en sus pensamientos.
El
novelista usufructúa los primeros párrafos para hacer algunas agudas
consideraciones sobre el papel y la necesidad de los personajes secundarios en
las novelas, seres vulgares, ordinarios, que no pueden eliminarse porque
hilvanan los acontecimientos de la vida y porque restarían verosimilitud a la
narración. Entre esos individuos vulgares de nuestra novela, el narrador cita a
Gavrila, a su hermana Varvara y al marido de ésta, Ptitsin. Otro personaje
vulgar y de alma ruin es, sin duda, Lebédev.
Los
capítulos I y II ocupan ese primer día con el que da comienzo la 4ª parte. Los
capítulos III y IV narran los tres últimos días de estancia del general
Ivolguin en la dacha de Lebédev, tres
días en los que el general adquiere un protagonismo inesperado en la historia.
La ruptura con Lebédev, del que se ha hecho un fiel camarada de borracheras,
tiene su causa en la desaparición de 400 rublos propiedad de Lebédev, que ha
robado Ivolguin, pero, espoleado por su conciencia, ha vuelto a colocar en su debido
sitio. La postrera jornada de estancia del general Ivolguin en la dacha de Lebédev, alrededor de las doce
del mediodía —todos terminan recurriendo a Mischkin, bien
sea a desahogarse, bien sea a confiarle los secretos de su alma, bien sea
porque saben que el príncipe sabe
escuchar—, mantiene una larga conversación con el príncipe (capítulo IV), al
que le refiere fantásticas historias de cuando tenía unos diez años en
septiembre de 1812[90]
y se convirtió en paje de Napoleón Bonaparte en Moscú[91].
La conversación finaliza sobre las dos de la tarde. La noche de ese día la pasa
ya Ivolguin en casa de Ptitsin, y, a la mañana siguiente, se exaspera con su
hija y con su yerno y se lanza a la calle, donde le sobreviene un ataque en
compañía de su hijo menor Kolia, que no se separa de su padre temiendo pueda
sucederle cualquier cosa como consecuencia de su afición a la bebida.
En
este punto sería conveniente hacer un excurso a modo de interpretación, o, si
se prefiere, hipótesis cronológico-temporal de la 4ª parte de la novela, ya que
el autor, con mano maestra, deja sólo pistas desperdigadas aquí y allá que es
necesario tener en cuenta para proceder a esa reconstrucción temporal de los
acontecimientos, un método que, injustamente, ha sido criticado con dureza por
algunos comentaristas como ejemplo de confusión en la ordenación estructural de
la obra. Si hay confusión, ella es responsabilidad exclusiva del lector. Ya se ha hecho referencia al primer día de esta 4ª parte, que da
comienzo justo una semana después de la cita del banco verde. Ese primer día es
también el primero de la estancia del general Ivolguin en casa de su yerno Ptitsin
y de su hija Varvara, adonde se ha trasladado dejando la dacha de Lebédev. También ese día es el día en que Ivolguin se
enfurece con su familia, sobre todo con su hijo Gavrila (que se abochorna del
comportamiento y los escándalos de su padre), y decide abandonar la casa de su
hija, aunque Kolia no lo dejará solo. Nina
Aleksándrovna, la sufrida y paciente esposa, cinco años más joven que él, tampoco
lo abandona, sino todo lo contrario; va tras él y se lo perdona todo, pues sabe
que no actúa con mala fe. Naturalmente, lo trasladan de nuevo inmediatamente a
casa de Ptitsin, donde ya permanecerá enfermo hasta su muerte.
El día de la
velada en la dacha de las Yepánchinas
(acontecimiento fundamental en la novela por las palabras pronunciadas en ella
por el príncipe), a la que Mischkin llega sobre las nueve de la noche, es el
mismo día en que el príncipe se levanta a las nueve de la mañana (capítulo VI),
después de haber pasado una noche con pesadillas y delirios como consecuencia
de la conversación mantenida con Aglaya la noche anterior, en la que la joven
le intimida respecto a cómo debe comportarse en la recepción del día siguiente
con los invitados (capítulo VI). Ese
día de la velada, por la mañana cuando se levanta el príncipe a las nueve,
hacía ya tres días que Ivolguin había dejado la dacha de Lebédev. Si el primer día de la 4ª parte (capítulo I) es
cuando al general Ivolguin le da el ataque en la calle en presencia de Kolia,
después de dejar la casa de su hija, y si en el capítulo VI se nos aclara que
el día de la velada hacía ya tres días que Ivolguin había dejado la dacha de Lebédev, eso significa que el
día de la velada han transcurrido tres días desde que le diese el ataque a
Ivolguin, lo que al mismo tiempo implica que el día en que arranca la 4ª parte
tiene lugar exactamente tres días antes de la velada de marras. Toda esa tarde
del mismo día de la fiesta, el príncipe la pasa junto al enfermo general
Ivolguin y junto a Nina Aleksándrovna. Después de levantarse ese día, como
hemos dicho, a las nueve de la mañana, recibió el príncipe, a las diez, la
visita de Lebédev, un encuentro muy desagradable en el que se entera que
Lebédev le ha estado enviando anónimos a Lizaveta Prokófievna en relación con
Aglaya, así como ha estado ejerciendo de vil espía engañando y sonsacándole cosas a su inocente hija
Viera Lukiánovna, que, ignorante de la gravedad del asunto, ha
estado sirviendo de correo de Aglaya a distintos destinatarios. Por la misma
Viera se entera después el príncipe, a la que ha hecho llamar (aunque quien lo
aclara entre paréntesis es el narrador), que «más de una vez les había servido
de medianera, en secreto, a Rogochin y a Aglaya Ivánovna [pero] ni por un
momento se le había ocurrido que con ello pudiera causar el menor daño al
príncipe…». Entre las cartas que escribe Aglaya, hay tres que han sido
dirigidas a Rogochin, a Ippolit Teréntiev y a Gavrila Ardaliónovich. Esta
última, sin embargo, se la roba Lebédev a su hija (a quien se la había
entregado la misma Aglaya), y es la que ahora el funcionario le entrega al
príncipe, intentando congraciarse con él y conseguir su estima, cosa prácticamente
imposible, pues Mischkin dáse cuenta plena, espantado, de su ruindad y bajeza.
La carta ni mucho menos la abre el príncipe cuando se queda solo, sino que, por
medio de Kolia, la hace llegar a su destinatario, Gavrila (capítulo VI). Convendría
recordar aquí que, por esos mismos días, Varvara mantiene
una larga conversación con su hermano, con motivo de los esfuerzos que ha hecho
por ganarse la confianza de las Yepánchinas a fin de que Gavrila sea objeto de
la atención y del interés de Aglaya, en el curso de la cual le lanza a la cara
que Aglaya, a pesar de sus extravagancias y de ser ridícula (para ella, claro
está), «es mil veces más noble
que tú» (capítulo II).
En
el capítulo V se describen diversos encuentros del príncipe con Aglaya en la dacha de ésta, coincidencias en las que
Aglaya parece burlarse del príncipe, desconcertando por completo a sus padres e
incluso irritando a su madre. Una de esas supuestas burlas es un regalo que le
hace llegar, después de haberle costado cierto esfuerzo conseguirlo: un erizo[92],
un extraño presente que, cuando se entera Lizaveta Prokófievna, la sorpresa se
muda en enojo por la ignorancia de lo que eso pueda significar, ya que no
entiende absolutamente nada del comportamiento de su caprichosa hija, como
tampoco comprende nada el padre, el general Iván Fiodórovich. En el curso de
uno de estos encuentros, en presencia de todos los Yepánchines, el príncipe le
dice de sopetón a Aglaya que la ama: «Yo la amo a usted, Aglaya Ivánovna; yo la
amo a usted mucho; yo no amo a nadie sino a usted, y… no lo tome usted a broma,
por favor: yo la amo a usted mucho». Después de varias confidencias con sus
padres, Lizaveta le confiesa a su marido que Aglaya no es que lo ame, es que
está loca de amor por el príncipe. Parece que no queda más remedio que sobreponerse
y resignarse a lo inevitable. No olvidemos que los padres de Aglaya no vieron
nunca con buenos ojos esta posible relación con el príncipe, no, por supuesto,
por el rango de éste, ni por su fortuna, mucho más mermada de lo que en un
principio creían, sino por su enfermedad,
por su rareza, por su extraña forma de conducirse, tan ajena a cualquier uso de
sociedad. Lo estiman, lo aprecian mucho, incluso lo quieren, sobre todo
Lizaveta, pero no lo consideran un buen
partido para su hija. Aglaya se disculpa ante Mischkin, por su alocado
comportamiento, y él se marcha henchido de felicidad y de renovadas esperanzas.
Pero al día siguiente ya estaba otra vez Aglaya riñendo con el príncipe.
Antes
de la velada, y también antes de aquella revelación de Lebédev a Mischkin sobre
su ruin proceder de alcahuete, tiene lugar un último encuentro entre el
príncipe y Teréntiev, provocado por este último. Asistimos, por parte de
Ippolit, a un duelo psicológico, como si quisiese con toda su alma justificarse
ante el príncipe, pero éste no le recrimina nada, aunque sí le responde, ante
la apreciación de Ippolit de que se siente indigno de su propio sufrimiento,
que «quien más puede sufrir es por eso digno de sufrir más»[93].
Pero Ippolit se tortura sin remedio. Le inquiere a su interlocutor si él cree
que sería capaz de soportar un suplicio como el de Stepán Glébov[94],
y el príncipe, «desconcertado», le responde que no ha tenido la intención de
compararlo con Glébov, puesto que él, Ippolit, «habría sido mejor en aquel [remoto]
tiempo…». Teréntiev le replica que no trate de consolarlo, y cuando por fin le
solicita su opinión sobre «cuál sería para mí el mejor modo de morir. Para irme
lo… más virtuosamente posible», Mischkin le contesta con una frase
inmarcesible, otra de las frases más asombrosas y sublimes de toda la novela:
«Pase de largo ante nosotros y perdónenos nuestra felicidad—dijo el príncipe en
voz queda». Resulta tremendo: Perdónenos
nuestra felicidad. A pesar de su risa irónica e insincera, Ippolit quédase
desarmado. ¿Habrá pretendido Dostoyevski burlarse de su héroe, como presupone
León Chestov? Porque, se interroga el pensador existencialista ruso, ¿pueden
hacerse preguntas semejantes? ¿Es posible salir airoso en la respuesta? Chestov
subraya la manera de preguntar de Ippolit: «para que resulte lo más virtuoso
posible». Es como si Dostoyevski «no hubiera podido resistir al deseo de
sacarle la lengua a su propia sabiduría». A la osadía de Ippolit, la respuesta
«escandalosa» del príncipe. Continúa Chestov: «Dostoievsky no tuvo la audacia de
obligar al pobre muchacho a que se inclinara ante la impudente santidad del
príncipe. Y la voz tierna, que en tales circunstancias no deja de surtir efecto
nunca, no dio en este caso resultado alguno, al igual que la palabra mágica
“perdone”»[95]. Según Chestov, una de
las diferencias más importantes entre Dostoyevski y Tolstoi, que en este pasaje
puede advertirse con meridiana claridad, es que mientras el primero «deseaba
obtener una respuesta real a la pregunta hecha por Hipólito, y no solamente
ofrecer al público una obra de arte», el segundo «en cambio […] está
profundamente convencido de que no hay respuesta posible y de que, por
consiguiente, es necesario levantar entre la realidad, por una parte, y el
lector y él mismo, por otra, una ficción artística»[96].
Como
si de un mal presagio se tratase, Aglaya, la víspera misma de la velada, ya muy
tarde, a eso de las doce de la noche, aprovechó el momento en que el príncipe
se marchaba de la dacha de las
Yepánchinas en dirección a la suya, para despedirlo a solas y hacerle algunas
advertencias, en previsión de su modo de proceder al día siguiente, delante de
unos invitados tan importantes. El príncipe insiste en que no tiene nada que
temer, que no se moverá de su sitio, que no hablará de nada que pueda
alterarlo, que no hará gestos inoportunos con los brazos y con las manos. Ella,
un poco irónicamente, pero sin maldad alguna, le dice que si tiene
irremediablemente que suceder algo que sea al valioso jarrón de China, pues eso
hará que su madre se eche a llorar delante de todos. Que, por tanto, se siente
lo más cerca posible del jarrón y lo haga añicos. A estas ironías, Mischkin le
asegura que se sentará lo más lejos posible del valioso objeto y que
permanecerá quietecito. Al final del breve diálogo, en
el que se ha reforzado su
personalidad orgullosa y rebosante de pudor, Aglaya,
que está otra vez a punto de estallar, pues él le insinúa que lo mejor es que
no vaya a la fiesta, que se quede en su casa, cuando en realidad todo se ha
organizado por él, con el fin de presentarlo a los invitados de sus padres, se
contiene ante las, como siempre, inesperadas palabras del príncipe: «A mí me gusta la mar que usted sea una niña así:
¡una niña tan buena, tan buena! ¡Ah, y qué hermosísima puede usted ser,
Aglaya!». ¡Cómo va a enfadarse ante esto! Querría, «pero, de pronto, un
sentimiento inesperado para ella misma apoderóse de toda su alma en un
momento». Sin querer, se pone colorada, y, en cuanto puede, aprovechando que la
llaman, vuelve al lado de sus padres.
Lejos
de haber quedado tranquilizado, el príncipe, como recordábamos antes, pasó una
noche muy agitada. Por fin llega la tan esperada velada en casa de las
Yepánchinas (capítulo VII), tan cuidadosamente preparada por Lizaveta
Prokófievna, pues a la recepción, además de otros encopetados e insulsos
personajes, asisten un no menos vulgar viejo
dignatario, al que el general Iván Fiodórovich Yepanchin está muy
interesado en agradar, y una tal Bielokónskaya,
una señora de edad avanzada y perteneciente a la nobleza, que es madrina de
Aglaya y ha considerado siempre a Lizaveta Prokófievna, a la que ve como muy
inferior a ella, como su protegida, y a la que la propia generala se desvive
también en complacer, en perfecta coincidencia en este punto con su marido,
hasta rayar casi en la adulación. El príncipe llega sobre las nueve de la
noche. Al principio, durante un buen rato, está tranquilo, sosegado, incluso un
tanto aislado, aunque respondiendo muy cortésmente a cuantas preguntas le
formulan los anodinos invitados. Pero, finalmente, sucede lo que tenía que
suceder, como algo inevitable, como un fátum
inexorable que pareciera perseguirlo y contra el que es inútil oponerse. Todo
sucede por algunas opiniones intrascendentes emitidas por el viejo dignatario acerca de los jesuitas,
encarándose directamente con el príncipe, sin sospechar siquiera su reacción, y
comentarle sin maldad ninguna que tiene entendido que es un hombre muy
religioso. Lo que se produce en Mischkin es, literalmente hablando, una
transformación, una metamorfosis completa, una transfiguración. Nunca lo habíamos visto así antes ni lo veremos
después. Hasta choca comprobar la calma aparente que mantendrá algunos días más
tarde delante del cadáver de Nastasia Filíppovna en presencia de su asesino. Pero
ese impreciso tema de índole religiosa que se apodera, sin pretensión expresa
de nadie, de la conversación, hacen de él otra persona, absolutamente ida,
enajenada, casi un profeta, un visionario, alguien que está poniendo tal pasión
en lo que dice, está tan absorto y entregado a su espontáneo razonamiento, que
hasta puede dar miedo. En esta memorable intervención, la más destacada de
carácter religioso, político y socio-histórico de toda la novela, Mischkin
expone algunos de sus más profundos pensamientos, que no tienen por qué
coincidir exactamente, pero que tampoco sería exagerado afirmar que muchos de
ellos son los del propio Dostoyevski. Es la única vez que vemos al príncipe
agitado, transido de cierta violencia en las palabras, por ese nervio vehemente
que las atraviesa como un afilado cuchillo, y esta actitud, sin que podamos
evitarlo, nos evoca esa única vez en que Jesús pierde su habitual calma
interior, esa paz infinita que emanaba de su figura inundándolo todo, y empuña
con energía el látigo para expulsar a los mercaderes del atrio del Templo de
Jerusalén (Jn 2, 13-22).
Su
excitación y su transporte son tales, que, al final, termina por romper el
valioso jarrón chino de la estancia en que se encuentra, tal y como había
pronosticado el día anterior Aglaya. Esto maravilla sobremanera al príncipe,
precisamente por el hecho de que, a pesar del sumo cuidado que había puesto en
que tal cosa no sucediera, terminó acaeciendo, cual si de una profecía se
tratase. Y eso que, como dijimos más arriba, había estado toda la noche
anterior sobrecogido ante esa posibilidad, resolviéndose a evitarla como fuese.
Sin embargo, ocurrió.
Además,
su grado de excitación y de enajenación al hablar fueron tales, que, ante el
asombro general y la impotente pena de
Lizaveta Prokófievna y de Aglaya, terminó por darle un ataque epiléptico,
delante de todos, si bien «leve» (como se dice un poco más adelante, en el
capítulo VIII), pero que lo postró en la alfombra. Aglaya, al intuir que este
desenlace era inminente, «con horror, con el rostro descompuesto de pena»,
después de acercarse a él y cogerle la mano, «oyó el salvaje grito del espíritu que sacudía y derribaba al
desgraciado».
La
disertación del príncipe es, esencialmente, de carácter religioso y espiritual,
contraponiendo lo que él considera el verdadero cristianismo, el cristianismo ortodoxo
ruso, al falso cristianismo, el catolicismo de la Iglesia romana, un
catolicismo que, precisamente por su fariseísmo, por su históricamente
comprobada ambición de poder temporal[97],
por su desnaturalización del mensaje original de Jesús, ha incubado en su seno
el ateísmo y el socialismo ateo. El príncipe llega incluso a decir que «el
catolicismo romano es todavía peor que el propio ateísmo», precisamente por su
falsedad, por su afrenta a Cristo, por su anhelo insaciable de dominio
universal, pues «cree que sin el dominio universal no podrá subsistir la
Iglesia en el mundo: grita: Non possumus![98]»
El catolicismo romano no es más que una continuación del Imperio romano de
Occidente, y hasta el dogma católico está subordinado a esa idea. En el Papa de
Roma, además de haber «empuñado la espada», se encierra «la mentira, la
picardía, el engaño, el fanatismo, la superstición y el crimen», habiéndolo
vendido todo por el afán de riquezas temporales. El ateísmo, el socialismo
ateo, nacen de la «desesperación», «de la oposición al catolicismo en sentido
moral, para ocupar el puesto del perdido poder moral de la religión, para
apagar la sed espiritual de la Humanidad sedienta y salvar a ésta, no por Cristo,
sino por la fuerza…»; ambos, el ateísmo y el socialismo ateo, están dominados
por la fuerza, por la imposición. El príncipe defiende un pensamiento
profundamente cristiano, evangélico[99],
pero también de carácter eslavófilo, rusófilo, es decir, que Rusia, la santa
Rusia, está llamada a liberar espiritualmente a Europa y al mundo. «¡Es
menester —dice el príncipe a sus incrédulos
oyentes— que refulja, en contraposición
al Occidente, nuestro Cristo, que hemos conservado, y al cual ellos no
conocen!» Más adelante, siguiendo con su ardiente plática, Mischkin habla de lo
fácil que es que el ruso se haga ateo, y ello no se debe sólo a una cuestión de
vanidad, «sino de dolor de alma», «de nostalgia por un objeto supremo», «por
una patria en la que [los rusos] han dejado de creer», porque nunca la han
conocido. De ahí que el ateísmo sea para el ruso una nueva fe, una nueva religión.
Como decía un mercader de la secta de los viejos creyentes, «quien de su tierra
reniega, de Dios reniega», recuerda el príncipe. «Porque basta pensar que,
entre nosotros, personas muy instruidas se han hecho jlisti [100].
¿Y en qué, después de todo, es peor el jlistismo
que el nihilismo, el jesuitismo[101]
o el ateísmo? ¡Hasta es posible que sea más profundo!». Al hombre ruso hay que
revelarle el mundo ruso; «mostradle
en lo por venir la renovación de toda la Humanidad y su resurrección, quizá por
el solo pensamiento ruso, por un Dios y un Cristo rusos, y veréis qué gigante
fuerte y justo, sabio y dulce se desarrolla ante el Universo…».
También
se detiene a reflexionar unos momentos sobre la nobleza rusa, sobre la clase
aristocrática, de la que duda que todavía exista en su sentido de guía
espiritual y moral del pueblo ruso. Por último, al final de su encendida
alocución, aflorará, asimismo, su inconmensurable humildad, el creerse
ridículo, incapaz de expresar una idea, una idea
capital: «… porque la sinceridad no vale por el gesto». Es decir, no porque
gesticule y parezca ridículo, deja de ser sincero. Incluso dice que «yo soy a
veces un villano, porque pierdo la fe». Para alcanzar la perfección hay que
empezar por no comprender muchas cosas. «Consagrémonos a servir».
Todas
estas apretadas y densísimas palabras del príncipe, en las que sin duda hay
mucho del pensamiento de Dostoyevski, aunque, como bien indica E. H. Carr,
sería un grave error confundir de modo simplista al escritor con sus personajes[102],
requerirían una prolija explicación, en realidad un nuevo ensayo, pues en ellas
están contenidas cuestiones esenciales que preocupaban a Dostoyevski, y todas
están tan enlazadas entre sí, que unas nos llevarían necesariamente a las
otras, lo que dice Mischkin nos remitiría a lo que dicen otros personajes
dostoyevskianos de otras novelas suyas, y así hasta adentrarnos de tal modo en
el pensamiento del novelista, que nos apartaría por completo del propósito de
estas líneas, que deben concentrarse en El
idiota. Sin embargo, sí resulta ineludible hacer algunas precisiones y dar
ciertas explicaciones en relación a las palabras del príncipe, a fin de evitar,
en la medida de lo posible, malentendidos, aunque también conviene resaltar que
el pensamiento político-religioso de Dostoyevski ofrece notorias
contradicciones, y, sobre todo, en lo que se refiere a las relaciones entre la
Iglesia y el Estado, el papel de Rusia en el mundo como faro espiritual, las
tensiones entre Rusia y el Occidente, y el significado concreto de «pueblo» y
de un «Cristo ruso»[103],
no se articula en un conjunto sistemáticamente estructurado, sino todo lo
contrario, disperso, a veces confuso, donde las opiniones parecen entrar en
conflicto unas con otras, y, lo que resulta aún más descorazonador, donde las
opiniones vertidas en su extensísimo Diario
de un escritor, a veces, por el modo como han sido redactadas, pueden
prestarse fácilmente a simplificaciones excesivas o a acusaciones de burda
ideología reaccionaria y ultramontana. A mi juicio, este tipo de conclusiones
resultan muy injustas con Dostoyevski, que es un autor que no puede ser
gratuitamente descontextualizado; sobre todo, que no puede ser apartado de
Rusia, de su tradición histórica y de la acelerada evolución de las ideas en su
propia época, evolución a la que él contribuye de una manera decisiva. Por eso,
me parece improcedente la apreciación de Hallett Carr, que, en realidad, va
dirigida principalmente contra Nicolás Berdiaev, cuando afirma que «los
críticos que ven en Dostoievski por encima de todo a un pensador no tienen
mucho que hacer con El idiota, ya que
los pocos pasajes que dedica a cuestiones filosóficas son los más flojos del
libro»[104]. Ni creo que esos
pasajes sean flojos, sino más bien muy escasos, ni estimo que puedan separarse de
manera clara en Dostoyevski, como da a entender el historiador británico, la
ética y la religión; más bien diría que son inseparables, aunque es evidente, y
así lo he reconocido en el propio título de este ensayo, que a Dostoyevsky le
preocupa sobre todo en El idiota
perfilar el ideal ético[105],
mientras que la problemática religiosa, el ateísmo y el nihilismo, se agudizarán
extraordinariamente en Demonios y en los
Karamazov.
Mischkin
afirma que la Iglesia romana ha incubado en su seno el ateísmo y el socialismo
ateo, precisamente por su ambición de poder temporal y su afán de riquezas, y
la mejor prueba de ese ateísmo, no son precisamente las palabras del príncipe,
que no demuestran nada, pues están expresando una idea, sino lo que le confiesa
el Gran Inquisidor a Jesús en Los
hermanos Karamazov, que
constituye un proyecto perfectamente planificado de Estado totalitario. Aunque las
palabras del anciano nonagenario haya que interpretarlas, ante todo, en clave rusa, son, asimismo, extensibles a
Occidente. Pero la vehemente y compulsiva exposición de Mischkin, que sin duda
hace de manera muy explícita a la Iglesia de Roma responsable del ateísmo que
se ha ido desplegando en el Occidente cristiano, especialmente desde el
Renacimiento y la Reforma protestante, ya que entrambos magnos sucesos propiciarán
un tipo de Humanismo cada vez más alejado de Dios, y, por consiguiente, más
próximo a un endiosamiento o divinización del hombre, esto es, un proceso que
conducirá paulatinamente de la creencia en el Dios-Hombre a la creencia en el
hombre-dios[106], progreso que hallará su
culminación, primero, entre los materialistas franceses de la Ilustración y del
siglo XVIII, y, segundo, en el Idealismo alemán de Fichte, Schelling y Hegel
(cuyo camino había sido desbrozado esencialmente por Spinoza, pero también por
Lessing), hasta desembocar, por un lado, en la corriente materialista y dialéctica
de Feuerbach-Marx[107],
y, por otro, en la corriente vitalista de Schopenhauer-Nietzsche, sin
olvidarnos de Augusto Comte y el positivismo como transmutación de la Ciencia
en una nueva religión, aquella exposición de Mischkin, decíamos, no puede
ensombrecer lo que él mismo afirma muy poco después, a saber, que también el
ateísmo y el socialismo ateo están apoderándose de Rusia; ahora bien, esta
creciente ideología anticristiana en Rusia, más que deberse a la influencia
europea, que ni mucho menos puede descartarse en precursores del nihilismo como
Bielinsky o en revolucionarios como Alexander Herzen o el propio Mijaíl Bakunin,
ante todo hunde sus raíces en la propia historia de Rusia, porque el nihilismo
ruso, que es intrínsecamente ateo y que se va a convertir en el modo de pensar
característico de la intelligentsia rusa del siglo
XIX, es imposible de entender sin conocer lo que ocurrió en Rusia en la esfera político-religiosa
desde el siglo XVI en adelante. Intentaré resumirlo a grandes rasgos.
De
una parte, en ese siglo XVI, están las enseñanzas del monje Filoteo (Filofej),
que en 1524, desde el monasterio de San Eleazar (San Lázaro) de la ciudad de
Pskov, envía una carta al Gran Príncipe Basilio III, hablándole de Moscú como
de la Tercera Roma, una vez caída la segunda, que ha sido Constantinopla, y sin
posibilidad alguna de que pueda haber una cuarta[108];
de otra parte, y de mucha mayor trascendencia, está la reforma religiosa
emprendida por Nikon —Patriarca de Moscú
entre 1652-1666— con el apoyo del zar Alejo I Romanov y de la
jerarquía eclesiástica, una reforma que consistirá primordialmente en permitir
la influencia de la Iglesia ortodoxa griega en Rusia, en modificar los
contenidos de los libros santos y ciertos aspectos de la liturgia, de tal
manera que muchos la consideran una traición y terminan provocando un cisma. Aparece un reino ortodoxo «invisible», que se retira al desierto, huyendo de la persecución. Berdiaev
señala que «la forma exagerada del cisma, el Bespopóvstvo o la comunidad sin sacerdotes, que reniega de toda
jerarquía eclesiástica, está empapada de elementos apocalípticos» (esperanza ferviente en una
salvación futura) «y escatológicos» (el fin de los tiempos), «al mismo tiempo que nihilistas con respecto a la Iglesia
organizada, el Estado y la cultura». Ya tenemos, pues, esta forma embrionaria de nihilismo estrechamente
emparentada con el apocalipticismo en Rusia[109].
Lo que
acontece desde ese momento hasta el decenio de 1860-1870, que es cuando toman
cuerpo las ideas del populismo ruso y del nihilismo, lo ha sintetizado con gran
rigor y penetración Berdiaev. Ante todo, que «el monarquismo de los viejos creyentes se trueca en anarquismo». En segundo lugar, que los
síntomas profundos del cisma, tales como la ruptura entre el pueblo y el poder
eclesiástico, entre el pueblo y las capas cultas de la sociedad, se vuelven
cada vez más tremendos. La Reforma de Pedro I el Grande (1689-1725), tan implacable, acentuó este proceso. Las
reformas, continuadas después por Catalina II la Grande (1762-1796), potenciaban la occidentalización frente a
las tradiciones rusas. Es muy interesante esta observación psicológica: «La actividad de las masas con
respecto al poder se vuelve huraña, desconfiada y hostil». Pero esas tendencias
cismáticas y escatológicas se secularizan en el siglo XIX, afectando a la
minoría intelectual, a la intelligentsia
rusa. Esta intelligentsia del siglo XIX
es disidente y vive de espaldas al presente, a la Rusia imperial, volviendo sus
ojos a un pasado idealizado anterior a Pedro el Grande. Esta minoría intelectual y cultivada se distancia cada
vez más del pueblo, y, además, en su estructura psíquica se opera la espera en
una catástrofe final, donde «lo negativo» se convierte «en absoluto» y se acentúan las «tendencias extremistas». «La energía social creadora —sostiene Berdiaev— no podía realizarse
libremente en las condiciones de vida de los rusos del siglo XIX, es decir, no
estaba dirigida hacia una construcción social concreta, y así se replegó en sí
misma, transformando la estructura del alma y provocando una tendencia
apasionada hacia el ensueño social, hacia la utopía, acumulando así en el
inconsciente elementos explosivos». El único que vio esto con total claridad fue Dostoyevski. Se dio
cuenta que «el socialismo ruso era» en realidad «un problema religioso, relativo a Dios y a la inmortalidad, a la
transformación completa y radical de la vida humana, no un problema político». La mayoría de la minoría
intelectual rusa del siglo XIX profesaba el socialismo entendido como una nueva
religión, determinando así todos sus criterios morales[110]. Ahora sí se comprenden perfectamente las palabras de Mischkin de que el ateísmo sea para el ruso una nueva fe, una
nueva religión.
No
podemos entrar aquí ni siquiera en un somero análisis de por qué se produce en
Rusia, y no en ninguna otra parte, el fenómeno del bolchevismo. Pero sí debemos
constatar, al menos, dos cosas: la primera, que el bolchevismo es una
consecuencia directa de ese nihilismo que se ha apoderado de la intelligentsia rusa, un nihilismo ya no sólo ateo, sino de un
extremismo atroz y resuelto a pasar a la acción revolucionaria con una lógica
fría, calculadora y matemática, dando pasos muy meditados, aunque en ocasiones hubiese
que improvisar y cambiar la orientación inicial transitoriamente[111].
La segunda, es que Dostoyevski ve con una lucidez espantosa todo lo que se
avecina; punto por punto, toda la actuación bolchevique está ya contenida en la
manera de proceder de los quinqueviros de Demonios
y en la ideología del Gran Inquisidor. Esto, naturalmente, no aparece en El idiota, puesto que su propósito es
otro, pero conviene no olvidarlo. Dostoyevski es, efectivamente, un profeta o
un visionario que se adelanta decenios a lo que vendrá, pero esa dimensión
profética del contenido de sus últimas grandes novelas se debe principalmente a
su profundo conocimiento del mundo de las ideas en Rusia y de la evolución
espiritual e intelectual de la intelligentsia rusa, a su
asombroso conocimiento, sin duda sin punto de comparación posible con nadie, de
las tendencias más hondas y esenciales del alma rusa, del pueblo ruso, que le
permitirán prever el destino de Rusia en el futuro a una distancia de decenios.
Creo que todo esto debe subrayarse, entre otras razones, porque con frecuencia
se olvida la inmensa equivocación de Carlos Marx, quien estaba convencido que
la revolución socialista habría de producirse necesariamente primero en los
países más industrializados, en Gran Bretaña y en Alemania, precisamente
porque, según su reduccionismo dialéctico de la lucha de clases como motor de
la historia, y su, hasta cierto grado, determinismo económico, sería en esas
adelantadas naciones donde las insoportables contradicciones de clase terminarían
por provocar el ansiado estallido revolucionario socialista. Jamás se le
ocurrió pensar en Rusia. Lo hubiese considerado un insulto a su inteligencia, y
a la, para él, muy fundamentada opinión propia de cómo funcionaba el sistema económico
capitalista. Uno de los más graves errores de Marx es haberle concedido una
preeminencia prácticamente absoluta a la economía frente al mundo de las ideas,
que, para él, carecía de autonomía propia.
La
otra gran cuestión que plantea Mischkin en su sorprendente intervención ante la
atónita concurrencia, es la cuestión del papel de Rusia en la evolución religiosa
y espiritual futura del mundo, el destino de la que él llama la «santa Rusia» a
este respecto, cuya máxima concreción y expresión quizá sea esa extraña idea,
o, más bien, extraña creencia en un «Cristo ruso», que, a su vez, plantea el
arduo y casi insoluble problema de la eslavofilia o de la rusofilia religiosa de
Dostoyevski, ideas nacionalistas político-religiosas que parecen desprenderse de
las palabras del príncipe y que supuestamente habrían sido profesadas sin
fisuras por el propio escritor. Sin propósito alguno de incidir en el error de
confundir a Dostoyevski con el príncipe Mischkin, no creo que tampoco pueda juzgarse
descabellado pensar que la mayor parte de las cosas que dice el protagonista de
la novela son opiniones personales del escritor, y más en este delicado asunto,
por el que Dostoyevski era ya no sólo muy conocido en Rusia, sino que en más de
un aspecto era un referente ideológico fundamental para un creciente número de
intelectuales cristianos de su país. Suponiendo que así fuera, esto es, que
exista una razonable correlación entre las ideas del novelista y las del
personaje literario del príncipe, el problema, en vez de resolverse o entrar en
vías de solución, se agrava y se enrarece aún más. ¿Por qué? Pues porque, en lo
que atañe a la idea de Dostoyevski sobre el supuesto liderazgo religioso de
Rusia en el mundo, sobre su papel mesiánico evangelizador respecto de una
Europa cada vez más descreída, sobre el «destino de Rusia» y qué significa
exactamente eso de un «Cristo ruso», su obra está plagada de contradicciones,
de ambigüedades, e incluso, como es palpable en el Diario de un escritor, de «chovinismo», un término probablemente
muy duro para aplicarlo a un espíritu tan universal como era Dostoyevski, pero
que Berdiaev, que siente por él una admiración incomparable con cualquier otro
escritor, filósofo o artista que haya existido, no duda en emplear[112].
Estoy
de acuerdo con Berdiaev en que, en el fondo, más que plantearse el problema
religioso como el fundamental de las grandes obras de Dostoyevski, incluido el
ateísmo y la creencia en Dios, lo que de verdad subyace en ellas es, ante todo,
el intento de resolver un problema de carácter antropológico, que tiene que ver
con el destino del hombre y con su libertad. Es decir, que lo que de verdad
tortura a esa alma incandescente que era la de Dostoyevski, es el enigma del
espíritu humano[113],
del destino de la criatura humana, arrojada a este valle de lágrimas. Esto
significa, y es importante subrayarlo, sobre todo frente a quienes han
pretendido llevar a cabo una distorsión manipuladora de su pensamiento en
sentido reaccionario, que a Dostoyevski, más que la teología, le preocupa la
antropología[114]. Para resolver el
problema de Dios hay necesariamente que pasar por el hombre, o, dicho de otra
manera, que el misterio de Dios se revela para él a través del misterio de lo
que sucede en las profundidades del alma humana[115].
En este sentido, nadie ha capuzado, por parafrasear a Walter Pater cuando nos
habla de la dama submarina del Louvre, en mares más profundos, profundidades
abisales, que producen vértigo y hasta espanto. No puede extrañarnos, pues, la
honda impresión que su lectura causó en otro inmenso espíritu intempestivo, en
Federico Nietzsche. Si el solitario de Sils Maria intuyó por vez primera en
agosto de 1881 (medio año después de la muerte del novelista ruso) lo que él
llamaba su «pensamiento más abismal», la idea del «eterno retorno», Dostoyevski
había explorado, a su vez, las más recónditas e inaccesibles profundidades del
alma humana, donde se elaboran las grandes pasiones, las grandes creencias y
los grandes descreimientos.
En
cuanto al tema de Rusia y a su supuesta eslavofilia, Berdiaev opina que a
Dostoyevski no se le puede imaginar fuera de Rusia, ya que él encarna como
nadie el espíritu de Rusia. Su concepción de lo que él llamaba el «pueblo ruso» es una concepción mesiánica, y por
«pueblo ruso» entendía principalmente que era el que estaba compuesto por los mujiks, esto es, por los campesinos
pobres[116]. El pueblo ruso es para
él el pueblo «portador de Dios»[117].
Pensaba, como se ha dicho antes, que las naciones de Europa se habían apartado
de Dios y del cristianismo, pero su relación con Europa es ambivalente, contradictoria[118],
una relación conflictiva de amor-odio. Él mismo viajó mucho por Europa y llega
a afirmar que cuanto más europeo se siente un ruso, más ruso es. Pero entre los
rusos y los europeos occidentales existen para él diferencias casi insalvables.
Una de ellas es que mientras el alma rusa es mística y apocalíptica, mientras
que los rusos no saben controlar sus pasiones, los europeos son disciplinados
en materia religiosa y en materia cultural. Para Berdiaev, el «populismo
religioso» de Dostoyevski se aparta del populismo de la intelligentsia rusa, así como de las dos corrientes principales del
populismo: la materialista y la religiosa[119].
A diferencia de la mayor parte de los críticos y estudiosos de Dostoyevski,
Berdiaev no lo considera exactamente un eslavófilo, o, al menos, un eslavófilo
en el sentido normal y corriente del término. Una de las mayores discrepancias
que mantiene con los eslavófilos[120]
(Alexei Stepánovich Jomiakov, Konstantin Sergueevich Aksakov y su hermano Iván
Sergeyevich Aksakov, Iván Vasilyevich Kireevsky y su hermano Piotr) es que él
ya pertenece a «una época que se vuelve religiosamente hacia el Apocalipsis»[121].
El mesianismo de Dostoyevski no es nacionalista. La concepción que tiene del
pueblo ruso como del pueblo «portador de Dios», es una concepción mesiánica
universal, no nacionalista[122].
Pero Berdiaev entiende que la falta de claridad y la confusión de Dostoyevski
en relación con la idea de «pueblo», está en que entendía como «pueblo» un
organismo místico constituido por los campesinos pobres. Pero esa pretendida
«verdad popular» no la extrae en realidad Dostoyevski del pueblo, sino de las
profundidades de su propio espíritu. «El destino del hombre ruso —nos recuerda Berdiaev que dice Dostoyevski— es indiscutiblemente ser europeo y universal
[…] Para un auténtico ruso, Europa y toda la gran tribu aria son igual de
valiosas que la misma Rusia, que la propiedad de su tierra natal, porque
nuestro destino es un destino universal»[123].
Precisamente, Dostoyevski lo que hace es advertir del peligro de la conciencia
mesiánica populista, nacionalista, no universal, aunque, a veces, sucumbe a la
tendencia pagana de la ortodoxia, subordinando el universalismo cristiano al
nacionalismo religioso, el logos universal al elemento popular[124].
Ya
hemos hecho mención del notabilísimo ensayo de crítica literaria escrito por
Dmitri Merejkovsky, entre 1900-1901, sobre Tolstoi y Dostoyevski. En 1906, con
motivo del veinticinco aniversario del fallecimiento de Dostoyevski, escribió
Merejkovsky otro ensayo sobre el escritor, relativamente breve, de menos de
doscientas páginas, pero extraordinariamente denso y profundo, al que ya nos
hemos referido, titulado El profeta de la
revolución rusa [125].
La inmensa mayoría de las citas de Dostoyevski contenidas en el ensayo
pertenecen a Demonios, a Los hermanos Karamazov y al Diario de un escritor [126].
No es este el lugar, ni mucho menos, de hacer una semblanza
biográfico-intelectual del brillante crítico, novelista, pensador, místico y
escritor ruso Merejkovsky, asociado al movimiento del simbolismo en Rusia[127],
como tampoco la hemos hecho de su amigo Nicolás Berdiaev, con el que mantenía,
sin embargo, sonoras diferencias en su interpretación del pensamiento de
Dostoyevski. Pero no está de más advertir al lector que se trata, en el caso de
Merejkovsky, de una personalidad espiritual extremadamente compleja, con
multitud de rasgos que lo emparentan, a veces en una relación casi patológica,
con Dostoyevski y con Vladímir Soloviev[128]
(1853-1900), cuyas obras, las de ambos, conocía con una profundidad que, a mi
juicio, sólo es equiparable a la de Berdiaev. Este es uno de los problemas,
pero también una de las indiscutibles ventajas, de apoyarse en este tipo de
autores, a saber, que se trata de pensadores profundos que hablan sobre un
pensador más profundo todavía, Dostoyevski, que, como ellos mismos reconocen,
es, en el caso de Berdiaev, el autor que más ha influido en su vida, y, en el
caso de Merejkovsky, el más querido por él, el que más ama[129].
Una
de las mayores dificultades para comprender correctamente a Dostoyevski, según
Merejkovsky, es que, bajo la máscara de la reacción, de un pensamiento a veces
ultraconservador, se escondía a un profeta de la revolución, de la revolución
religiosa y místico-espiritual, claro está, aunque también anuncie con pavorosa
exactitud la otra revolución, la anticristiana y bolchevique, incubada ya en
las entrañas mismas del nihilismo ruso. La envoltura exterior de Dostoyevski
puede parecernos a veces muerta, algo así como una «mentira transitoria», pero
el corazón de ese fruto es un corazón de «verdad eterna», puesto que él, más
que ningún otro, nos ha mostrado el camino hacia el Cristo que habrá de llegar,
esto es, el reino de Dios sobre la tierra, que, cuando se aproxime, será
fácilmente confundible con el reinado del Anticristo[130].
¿Cuál es, según Merejkovsky, la idea fundamental de Dostoyevski, y cuál es, al
mismo tiempo, su error capital? La idea fundamental es que el campesinado pobre
es el cristianismo, o, si se quiere, que el cristianismo es el campesinado
pobre. El error, que el pueblo ruso, ese campesinado pobre, es para él ortodoxo
religiosamente hablando, lo que implica que quien no comprenda la ortodoxia no
podrá nunca comprender al pueblo ruso[131].
Es decir, que Dostoyevski confunde, al menos aparentemente y si sólo nos
dejamos guiar por una lectura literal o superficial de sus anotaciones y
reflexiones en el Diario de un escritor,
la verdad del cielo, el supuesto cristianismo auténtico por venir, con la
verdad de la tierra, que no sería otra que la supuesta verdad de la ortodoxia
de la Iglesia rusa, íntimamente vinculada a la autocracia zarista. Esa ansiada
unión, pues, sería imposible, nunca se produce. Tiene toda la razón del mundo
el príncipe Mischkin cuando se refiere a la ambición de poder temporal de los
pontífices romanos, y cómo, de este modo, el Papado ha traicionado la esencia
misma del mensaje evangélico de Cristo, pero también la Iglesia rusa ortodoxa,
en su alianza con la autocracia zarista, aunque esto no lo dice ya el príncipe,
sino Merejkovsky basándose en múltiples textos dostoyevskianos, ha traicionado
a Cristo y ha hecho posible un reino que más bien parece el del Anticristo. El
«Cristo ruso» es el zar ruso[132],
y esto no tiene ya nada que ver con el cristianismo, sino con los jlisti. La autocracia es el Anticristo[133]. Según Merejkovsky, al final dióse cuenta
Dostoyevski «que era imposible descubrir un sentido universal en el Cristo
ruso, ateniéndose al terreno de la ortodoxia»[134].
A la postre, triunfa su universalismo cristiano, su creencia profunda en Cristo
Jesús, el Hijo del Hombre, el Resucitado. Las palabras traicionan a
Dostoyevski, por no explicarlas a veces suficientemente, como cuando opone
«teocracia» a «democracia», que son términos que, para él, no tienen el
significado que habitualmente les damos los occidentales. La democracia, para
Dostoyevski, ha permitido el reino del demonio, del afán ilimitado de riquezas
materiales, de la explotación del humilde, del alejamiento de Dios, de la
deificación del hombre y de la ciencia, apartando al hombre de Cristo y del
reino del Espíritu, alejando al hombre de los sencillos y humildes, de los
pobres de espíritu, de los niños, de los humillados y de los ofendidos, de los
pecadores, de los lisiados, de los enfermos, de los «idiotas». La teocracia no
es en Dostoyevski, como nosotros creemos cuando nos referimos a ella al hablar
del antiguo Egipto faraónico, o de Israel bajo los asmoneos, o de la Ginebra de
Calvino, el gobierno de los sacerdotes, el dominio temporal del clero, sino el
reino de Dios sobre la tierra, el reino de Cristo, basado en el amor, en la
fraternidad, en la compasión, alejado por completo del deseo de bienes
materiales superfluos, de la violencia, del poder de unos sobre otros, sobre
todo de los poderosos sobre los débiles. Por eso se ha hablado con razón de un
ideal utópico en Dostoyevski, una especie de anarquismo cristiano, pero donde
el término «anarquismo» equivale a ausencia de imposición: no se puede imponer
la verdad revelada. Pero el cristianismo de Dostoyevski —y esto lo vincula paradójicamente con
Nietzsche, aunque en un sentido muy distinto del pensamiento que tenía
Nietzsche sobre esta cuestión esencial, además de tener en cuenta que mientras
que el autor del Zaratustra había
leído, si bien en malas traducciones, a Dostoyevski, éste ni siquiera sabía de
la existencia de aquél— no renuncia ni
traiciona a la tierra, ya que supone una nueva fidelidad a ella, un nuevo amor
y un nuevo abrazo, que consiste, nada menos, en que no podemos amar por
separado el cielo y la tierra (como Mischkin no podía amar por separado a
Aglaya y a Nastasia), que no podemos optar por uno o por la otra, sino que
cielo y tierra están inextricablemente unidos, esto es, la verdad del cielo es
inseparable de la verdad de la tierra. Esta es la gran revelación del
cristianismo a la cultura rusa y universal, una revelación hecha a través de
Dostoyevski. De ahí las extraordinarias palabras de Merejkovsky intentando
explicar lo que Dostoyevski quería decirnos cuando hablaba de que «el misterio
terrestre entra en contacto con el misterio de las estrellas»: «Mientras no
amemos el cielo o la tierra hasta el extremo límite, nos parecerá, como a Tolstoi
y a Nietzsche, que uno de esos amores excluye al otro. Sin embargo, es
necesario amar la tierra hasta el fin, hasta el extremo borde del cielo; hasta
la tierra. Solamente entonces comprenderemos que se trata de un único amor y no
de dos; que el cielo está unido a la tierra y la abraza»[135].
Es en aquel «contacto» del que habla Dostoyevski «donde reside la esencia, si
no del Cristianismo histórico, al menos de la doctrina de Cristo». No «asaltar
los cielos»[136], como anhelaba el
poeta-filósofo Hölderlin, a fin de transmutar al hombre en un dios, sino creer
en las palabras del Padrenuestro: ¡Venga
a nos el Tu reino! ¡Hágase Tu voluntad así en la tierra como en el cielo! «Entonces,
cielo y tierra no serán dos, sino uno, al igual que Yo y mi Padre hacemos Uno.
Es la sal de la doctrina cristiana»[137].
Esto fue lo que Dostoyevski «anunció con extraordinaria fuerza»[138],
una fuerza desconocida que no volverá a darse probablemente nunca en hombre
alguno.
Dejamos
en este punto las reflexiones en torno a las palabras pronunciadas por el
príncipe durante la velada sobre su particular visión de la religión, y
retomamos el hilo de la narración.
El
día siguiente a la velada, muy avanzada la tarde, tiene lugar el encuentro,
requerido por Aglaya Ivánovna, entre ésta y Nastasia Filíppovna, en presencia
del príncipe y de Rogochin, en la casa que Daria Aleksiéyevna posee en Pávlovsk
(capítulo VIII). Asistimos a una lucha sorda y soterrada sin igual entre ambas
rivales, en la que Aglaya manifiesta de modo ostensible signos de superioridad,
si bien hace esfuerzos por mantener la dignidad sin ser traicionada por los
celos, pero éstos acaban por impedirle el autodominio que se había impuesto a
sí misma. Aglaya, en efecto, está devorada por los celos, y quiere resolver de
manera definitiva sus insufribles dudas sobre si el príncipe siente amor por Nastasia,
o, más precisamente, cuál es en concreto la relación que mantiene con ella.
Aglaya le suelta a su competidora, en un duelo en el que todo se tensa a medida
que avanza el diálogo entre ambas, que sólo se ama a sí misma, y la prueba de
ello son las tres cartas que le ha enviado; «usted sólo puede amar a su propio
oprobio y el constante pensamiento de que está usted deshonrada y de que la han
ofendido. Si su ignominia fuese menor o no existiese en absoluto, sería usted
desgraciada». Pero Nastasia, que permanece sentada, se mantiene en calma, casi
imperturbable, recibiendo la cascada de acusaciones como si se las mereciese,
como una penitencia autoimpuesta. Un poco más adelante, Aglaya le lanza que el
propio príncipe le ha dicho que sólo siente piedad por ella, por Nastasia, «y
que cuando se acordaba de usted, su corazón parecía como si estuviese traspasado para siempre». Pero, de modo
gradual, vámonos dando cuenta de que Aglaya ha juzgado demasiado severamente a
Nastasia, sobre todo en lo que se refiere a que sea una mujer vanidosa y una
perdida. Nastasia, en el fondo, como indica tan oportunamente el narrador, es
una «soñadora» y posee mucho de «fantástica». A todo este lance, Rogochin
asiste en silencio, mientras que el príncipe va sumiéndose en un estado de
creciente dolor e impotencia. Nastasia, sin perder el sosiego, al menos
aparente, le responde que cómo se atreve a juzgarla; que ella, Aglaya, ha
concertado esta cita por miedo, por miedo a ella, a Nastasia, y a quien se teme
no se le desprecia. Si se ha presentado ante ella, es porque anhela
desesperadamente saber a quién de las dos quiere el príncipe, ya que los celos no
le permiten vivir. Su actitud la ha decepcionado, pues se la había imaginado
más inteligente, y, además, está mintiendo cuando afirma que el príncipe ya no
la ama. Sin embargo, está dispuesta a perdonarla. Hay un breve momento de
debilidad por parte de Nastasia, dejándose llevar por el llanto, pero, de
pronto, inesperadamente, se desata la tormenta, como un terrible vendaval que
todo lo arrasa. Nastasia, como una loca, como una trastornada, reta con energía
inusitada a Aglaya, quien termina por asustarse y decide abandonar de inmediato
la casa. Pero antes de que eso ocurra, Nastasia le recuerda al príncipe que le
ha prometido que no la dejaría nunca, y, sin dejar de dirigirse a él, se
pregunta cómo puede Aglaya afirmar que es una perdida, por qué se ha conducido
con ella como si lo fuese. Reparemos un instante en esta importantísima
apreciación: una pecadora como es ella, para Dostoyevski, no puede ser nunca
una perdida, como no lo fue nunca María Magdalena para Jesús. En un arrebato
que conmociona y deja perplejos a los presentes, Nastasia echa literalmente de
la casa a Rogochin, casi a empellones, y reta al príncipe a que se acerque a
ella y elija definitivamente. El
príncipe, aturdido, excitado, con un inmenso sufrimiento[139],
se dirige a Aglaya, señalando a Nastasia, con estas solas palabras: «Pero ¿es
posible? ¡Con lo … desgraciada que es!». Esto es suficiente para Aglaya, esta
mínima —casi imperceptible— duda,
este sentimiento de piedad, y en ese instante, con odio y profundamente
humillada, abandona la casa. El príncipe pretende seguirla, intentando reparar
lo que ya no tiene arreglo, pero Nastasia lo retiene, se desmaya en sus brazos,
y el príncipe se queda con ella. Mischkin, el alter Christus, ha elegido a la pecadora. El príncipe sienta con
infinito mimo a Nastasia y le acaricia suavemente la cabeza y las manos, como a
una niña, como a una pequeña criatura desvalida y sola en el mundo.
El
capítulo IX comienza transcurridas dos semanas después de la borrascosa entrevista
entre las dos adversarias. El narrador, en un preámbulo aclaratorio, nos
informa acerca de cómo los rumores han ido deformando en ese tiempo, casi desde
el primer instante, la realidad de los acontecimientos, y cómo se piensa en
todo Pávlovsk que el príncipe ha dejado a una muchacha decente y de buena
familia por una cualquiera. Los vecinos opinan en su mayoría que el príncipe es
un nihilista, un hombre amoral, y que todo lo tenía madurado, sin alcanzar a explicarse
cómo ha podido hacerle eso a la familia de las Yepánchinas, por qué se decidió
y qué razones le condujeron a convertirse en novio de Aglaya. Ésta y su
familia, por descontado, rompen toda relación con él, así como todos sus
allegados y conocidos. El príncipe, una hora después de la entrevista, acude en
pos de Aglaya, pero ya es demasiado tarde. Lo fue desde el momento en que
mostró piedad por Nastasia delante de
su novia. Los días siguientes acude
invariablemente a rondar la dacha de
las Yepánchinas, pero éstas no sólo no le dan cara, sino que terminan dejando
el pueblo residencial y trasladándose a la localidad de Kolmino, a una residencia
que poseen cerca de Petersburgo. Todo esto sobreviene ya a principios de julio.
Quien
sí le visita, seis o siete días después de la tumultuosa conferencia entre
Aglaya y Nastasia, es Radomskii, que mantiene con el príncipe una larga
conversación que va a constituir el núcleo capital de este capítulo IX, pues en
el transcurso de ella se desvelarán las verdaderas razones que han llevado al
príncipe a conducirse de esa manera tan incomprensible para la mayoría.
Radomskii hace gala de una retórica brillante, de un análisis psicológico
aparentemente profundo de la situación, intentando mostrar al príncipe los
motivos que explican lo sucedido, pero a medida que avanzan sus reproches hacia
Mischkin, nos percatamos que lo que está haciendo, como no puede ser de otra
manera, es someter a análisis con las reglas de la lógica y de la pura
racionalidad algo que trasciende lo racional, que está más allá de la lógica y
de cualquier explicación normal y sensata. ¿Cómo es posible, si cree que
Nastasia está loca y le tiene susto, que pretenda casarse con ella, incluso no
amándola? Pero Mischkin le contesta: «¡Oh, no; yo la amo a ella con toda mi
alma! Porque ella… es una niña; ahora es una niña, enteramente una niña. ¡Oh…,
usted no sabe nada!» ¡Claro que no sabe nada! ¡Nadie sabe aquí nada, salvo
Mischkin! Radomskii, en su diálogo argumentativo, se conduce sólo con lógica, con sentido común, pero
para rozar siquiera la tempestad inabarcable que tiene lugar en el corazón del
príncipe, no sirven de nada ni la lógica ni el sentido común, no valen las explicaciones racionales. ¿Cómo es
posible, le dice Radomskii al príncipe, que ame a la vez a dos mujeres? El príncipe no lo niega; al revés, lo
afirma reiteradamente. Pero, a su vez, requiere a Radomskii que Aglaya lo sepa todo, tiene que saberlo todo, irremisiblemente: «¿Por qué no
podremos nunca saberlo todo de otro, cuando hace falta, cuando ese otro es
culpable?» El príncipe se siente a sí mismo culpable, responsable de lo
sucedido. «Aquí —continúa diciéndole Mischkin
a Radomskii— hay de por medio algo que no puedo explicarle
a usted». Radomskii termina por creer que el príncipe no ha amado nunca ni a
Nastasia ni a Aglaya. ¿Cómo es posible amar a las dos? «¿Con amores distintos?»
Pero esto es ya un misterio que le está vedado a Radomskii y a la inmensa
mayoría de los hombres, a prácticamente todos nosotros. El príncipe, con ese
doble amor[140], ha cruzado la frontera
de la realidad terrenal de aquí abajo, pues está instalado —aunque no se dé cuenta de ello, ya que su inocencia
y pureza son absolutas (como Velázquez tampoco se daba cuenta al pintar al Niño de Vallecas que lo estaba
redimiendo de la grosera realidad de la pintura, pues lo dejaba simplemente estar, tal cual él era, como una «hostia
consagrada», todo «redondo en su ser central»[141])— en el
otro lado, el lado de la eternidad, del mismo modo que Velázquez lo estaba en
el de la Verdad; esto es, Mischkin también está situado en el lado de la
Verdad, del Espíritu, en el lado de Dios, en el lado del Amor, y en ese lado es
posible amar por igual a dos criaturas, como Jesús amó a María Magdalena y a
María de Betania, la hermana de Lázaro. Pero ese amor no es ya de este mundo,
es un amor de naturaleza divina, inexpresable, incomprensible, propio de ese absolutamente otro, como diría el
hermano Kierkegaard, que era como llamaba al pensador danés nuestro Miguel de Unamuno. Los hombres no pueden
comprender este tipo de amor, pues no se trata de amor, sino del Amor, pero no
en abstracto, cuidado con esto, sino en concreto, individualizado, personal, a
dos seres, distintos sólo superficialmente, puesto que ambos son criaturas de
Dios. La orgullosa, inocente y pudorosa Aglaya, sin embargo, no ve tampoco la
profunda ternura e inocencia que guarda como un tesoro escondido la pecadora.
Esto sólo puede verlo Mischkin, el alter
Christus.
En
los tres últimos capítulos de esta 4ª parte se desencadena la tragedia. La boda entre el príncipe y Nastasia se fija para una semana
después del diálogo entre Mischkin y Radomskii, y habrá de tener lugar en el
propio Pávlovsk. En esa semana de ínterin, muere el general Ivolguin. En la
iglesia donde se celebran los funerales por el general, el príncipe cree haber
visto los ojos de Rogochin, escrutándole, como siempre, de manera clandestina y
misteriosa. Todo ese mismo día y aquella noche, en cambio, Nastasia estuvo
alegre. Al día siguiente del funeral, el príncipe recibe la visita de Keller, que,
junto con Burdovskii[142], serán los padrinos de la boda. La última vez que se ven el
príncipe y Nastasia antes de la boda, es la noche anterior a ésta. Muy poco
antes de la jornada fijada para los desposorios, Ippolit, que las intuye con
preclara lucidez, advierte al príncipe respecto de las oscuras intenciones de
Rogochin. Este aviso excita sobremanera al príncipe. Sin embargo, cree
sinceramente que, con su ayuda, Nastasia todavía puede resucitar. El amor que
siente hacia ella tiene mucho que ver con el que se siente hacia un niño
desvalido y enfermo, al que hay que cuidar. También es consciente que Nastasia
sabe sin ambages lo que para él significa Aglaya. Quizás ello influyera en el
estado de desasosiego de Nastasia durante los días inmediatamente anteriores a
la boda. La víspera de ésta, por la noche, dejó el príncipe a Nastasia muy
animada. Ella soñaba con delectación con que Aglaya, o cualquier emisario suyo,
pudiera verla altiva y resplandeciente en la ceremonia. El príncipe y Nastasia
se separaron a las ocho de la noche, pero antes de que diesen las doce tuvo que
acudir Mischkin precipitadamente de nuevo a casa de Nastasia (que, como se
recordará, era la de su amiga Daria Aleksiéyevna en Pávlovsk), pues le
comunicaron que le había dado un ataque de histerismo. Entró en su alcoba, ella
se abrazó llorando a sus pies y terminó por fin tranquilizándose. El príncipe
regresó a su casa (la dacha de
Lebédev). La boda estaba fijada para las ocho de la mañana. Desde las siete de
la mañana, ya estaba preparada Nastasia. A las siete y media, el príncipe se dirigió
en coche a la iglesia, y esperó a su novia en el altar. El gentío y la
expectación eran enormes. Pero cuando, poco después de las siete y media,
Nastasia llegó en coche a la iglesia, con esa deslumbrante belleza connatural a
ella, ante el asombro y estupefacción generales, viendo entre la turba a Rogochin, se fue inexplicablemente con él, sin que nadie pudiese reaccionar, en el
mismo coche donde había llegado de casa de Daria, y se dirigieron a toda prisa
a la estación para coger el tren de Petersburgo. Al llegar ella a él, le dijo: «¡Sálvame!... ¡Llévame contigo a donde quieras,
ahora mismo!» La decisión tomada a la entrada de la iglesia no es una decisión
premeditada, planificada de antemano. Se trata de un dictamen irracional,
impulsivo, vehemente, desenfrenado, trágico, pero, ante todo, de la aceptación
inevitable del destino. De un destino
que viene trazado por la renuncia de la pecadora, de esta pecadora desbordante
de pureza, a sacrificar al inocente, al espíritu puro e inmaculado encarnado en
Mischkin. Eso es lo que ella cree que haría si se desposase con el príncipe:
enlodazarlo; nunca se ha creído de verdad digna de él. Su amor es tan grande
que se encamina a su propio sacrificio sin miedo alguno, con una dignidad
infinita. El único en comprenderlo de inmediato es el príncipe, y por eso la
buscará donde cree que está. No se equivocó, aunque Rogochin jugase al escondite
y tratase de impedir, al menos durante todo un día, que la hallase. Cuando la
encuentra, todo se ha cumplido. Consummatum
est (Jn 19, 30).
El
príncipe, ante el asombro de sus conocidos e invitados, reaccionó con extraña serenidad,
como si esperase desde lo más íntimo de su ser una salida parecida por parte de
su novia. A las diez y media de la mañana, logró finalmente quedarse solo. Lo
estuvo todo el día. A las ocho de la mañana del día siguiente, Viera Lukiánovna, que estaba
desolada y a la que el príncipe besó antes de acostarse las manos y la frente
en señal de consuelo y agradecimiento, llamó a la puerta de su habitación, según
él le había indicado. A las nueve de la mañana ya estaba el príncipe en
Petersburgo y a las diez en casa de Rogochin. Éste se esconde deliberadamente
durante todo el día, impidiendo que el príncipe dé con él. Las gestiones
resultan infructuosas, debido a las instrucciones dadas por Rogochin a sus
sirvientes. El príncipe, después de visitar a una profesora amiga de Nastasia
en cuya casa cree que su novia ha podido refugiarse, cada vez más desanimado,
se hospeda de nuevo en la fonda donde cinco semanas antes, en su oscuro
corredor de la primera planta, agazapado entre las sombras, Rogochin intentara
asesinarlo. Por indicación de la profesora, acude también a casa de una alemana
amiga de Nastasia, por si estuviera allí. Nada. Vuelve a casa de la profesora y
observa detenidamente los dos espaciosos cuartos que ocupase Nastasia cuando
vivía allí, en uno de los cuales, sobre un velador, estaba abierto por una
determinada página la novela Madame
Bovary, de Gustave Flaubert[143].
El príncipe se lleva el libro, teniendo cuidado de doblar la página por la que
estaba abierto. Siendo ya noche cerrada, llega de nuevo a su fonda. Su
angustiosa intranquilidad le impide estar mucho tiempo, y se lanza de nuevo a
la calle. Nada más salir, a cincuenta pasos de la fonda, una voz queda le
llama: es Rogochin. Él había sido la persona que el príncipe creyó ver tras los
visillos, de nuevo como un espectro, cuando miró hacia arriba del inmueble de
Rogochin, a las ventanas, por la mañana, después de que la fiel y vieja criada Pafnútievna le hubiese
dicho que el señor no estaba en la casa (también se entera poco después que
Rogochin ha estado hace unas horas en el mismo corredor oscuro de la pensión,
acechándolo). A las diez de la noche, caminando por aceras opuestas, llegaron a
casa de Rogochin. Le hace pasar, y, finalmente, lo conduce a la habitación
donde se encuentra Nastasia, tendida en una cama, cubierta con un hule y con
una sábana y rodeada de frascos de perfume, para amortiguar el hedor. Yace
muerta desde las cuatro de la madrugada de la noche anterior, que es cuando
Rogochin la ha asesinado clavándole un puñal en el corazón que le provoca una
hemorragia interna y la muerte inmediata, sin apenas brotar sangre, sólo «media
cucharada sopera». Es decir, que cuando Mischkin llegó a Petersburgo a las
nueve de la mañana, ya llevaba muerta Nastasia cinco horas. Rogochin la asesina
la noche del día de la boda, pero muy avanzada la madrugada. Nadie se ha
enterado, ni la madre de Rogochin, ni la vieja sirvienta, ni el portero de la
casa. Rogochin desea fervientemente pasar toda la noche, junto al príncipe,
velando el cadáver. Su deseo es sincero. La amaba. Pero sólo amaba su hermosísimo
cuerpo, no su alma, no la extraordinaria belleza de su espíritu. La tristeza
del príncipe es infinita. Poco a poco le flaquean las piernas y siente un paulatino
trastorno general. La escena es sobrecogedora, traspasa como un dardo de fuego
el corazón del lector[144].
El asesino y el alter Christus
juntos, como dos hermanos. Resulta verdaderamente difícil entender lo que está
ocurriendo. Dostoyevski nos está conduciendo al límite mismo de la comprensión
humana en lo que se refiere al sentimiento de la compasión. Es como si la
estancia en penumbra, alumbrada sólo por las velas, se hubiese convertido en un
pequeño templo, en una iglesia, en un lugar sagrado. Las tres almas permanecen
durante varias horas juntas, aunque la de Nastasia hace ya tiempo que ha
abandonado su cuerpo. Por fin se ha liberado. Las preguntas del príncipe al
asesino, desvelan con todos los pormenores cómo ha ocurrido el terrible hecho.
Cuando ya ha amanecido por completo, el príncipe incluso acaricia los cabellos
y la cara de Rogochin, que ha entrado en una fase de delirio, en la que
profiere intermitentes gritos. Sobre las once de la mañana, entra la Policía.
En
el juicio posterior, en el que Rogochin no oculta nada y despeja cualquier duda
respecto a la posible implicación del príncipe, el asesino es condenado, con
eximentes, a quince años de presidio en Siberia. Sus cuantiosos bienes pasan a
su hermano Semión Semiónovich Rogochin. A las dos semanas justas de la muerte de Nastasia
Filíppovna, muere Ippolit Teréntiev. Kolia tiene trazas de convertirse en un
hombre bueno. Radomskii se hace cargo del príncipe y se ocupa de trasladarlo de
nuevo a la clínica del doctor Schneider en Suiza. El propio Radomskii
emprenderá un largo viaje y una prolongada estancia en Europa, visitando
mensualmente al príncipe. Entre Radomskii y Viera Lukiánovna se establece una correspondencia epistolar que apunta a
algo más que a una mera amistad. Aglaya, para disgusto de su familia, se casa
con un falso conde polaco, que ni es conde ni posee ninguna fortuna, como había
hecho creer. Un sacerdote amigo del supuesto conde polaco propicia la
conversión de Aglaya al catolicismo. Adelaida Ivánovna y el príncipe Tsch***
terminarán uniendo sus destinos. Lizaveta Prokófievna, que ha perdonado por
completo al príncipe, en compañía de sus hijas, Adelaida y Aleksandra, lo
visitan en Suiza, pero Mischkin no las reconoce ya a ninguna de ellas. Su
recaída es completa. Tiene seriamente dañados los órganos cerebrales y la
posibilidad de cura es muy remota.
Sólo dos
observaciones finales. La primera es que la conversión religiosa de Aglaya, que
solamente se constata, sin ninguna explicación, me parece el único error destacable de toda la novela.
Mejor dicho: la presiento como una decisión injusta
del novelista. Ya hemos podido comprobar qué opinión le merecía el catolicismo
romano a Dostoyevski, así como al propio príncipe Mischkin. El extraordinario
personaje femenino de Aglaya, que tan simpático se le hace al lector por su
pureza, pudor, gallardía, nobleza, autonomía y despierta inteligencia, a pesar
de su orgullo y de sus celos, no se había hecho merecedor de este fin, entre
otras razones porque puede terminar dando la impresión de ser una persona
inconstante y voluble. Además, su personalidad y su carácter no tenían nada de jesuíticos. ¿Es este el castigo a su excesivo orgullo? El
novelista permanece mudo. Mudo para siempre.
La
segunda tiene que ver con la recaída, prácticamente irreversible, del príncipe.
Es natural que muchos críticos y comentaristas hayan hablado del profundo
carácter desesperanzado, trágico y desazonador de esta novela, con este final
tan amargo. De un lado, hemos podido comprobar que la pureza del príncipe, en
vez de aplacar las oscuras potencias de los individuos, en buena medida, de
modo completamente involuntario, las exalta. Mischkin desea que Nastasia, que
Aglaya y que Rogochin sean enteramente libres, pero no consigue su propósito,
en gran medida debido a la propia enajenación del hombre. Por eso dice Jacques
Madaule: «Lo que Mishkin
quisiera devolverles es el ejercicio de su libertad soberana; pero eso es lo
que el hombre no puede devolver al hombre una vez que él lo ha enajenado [una
vez que el hombre ha enajenado al hombre]. En ninguna obra de Dostoievsky se
muestra con tanta fuerza la derrota inexpresable de la libertad, y ninguna, por
consiguiente, es más desesperada que El
idiota…»[145]. ¿Será ése final tan
doloroso, en el fondo, el fracaso al
que se refiere Reinhard Lauth? Quizás Dostoyevski nos esté transmitiendo un
profundo y oculto mensaje: los seres humanos no están todavía espiritualmente
preparados ni predispuestos para poseer como un don preciado en su seno a un
hombre sencillo y bueno, un «pobre de espíritu». Ha transcurrido casi siglo y medio desde que la novela fue
terminada, y continúan sin estarlo. ¿Lo estarán algún día?
Málaga,
4 de noviembre de 2012. Festividad de la Beata Teresa Manganiello, laica de la
Orden Tercera de San Francisco, analfabeta, pero que respondía con sabiduría a quienes le preguntaban.
Murió el 4 de noviembre de 1876 con tan sólo 27 años, la misma edad del
príncipe Mischkin en El idiota.
[1] En Rusia es muy importante el patronímico, que
viene a continuación del nombre propio, del nombre de pila. Este ejemplo puede
servir para los demás: Fiodor, hijo de Mijaíl, es decir, de Miguel; de ahí,
Mijailovich, que es el patronímico. El apellido sería Dostoyevski.
[2] La grafía de los nombres de los personajes
dostoyevskianos corresponde a la traducción de las Obras Completas de Dostoyevski de Rafael Cansinos Asséns para la
editorial madrileña Aguilar. En cuanto a todas las citas de la novela El idiota reproducidas en el presente
ensayo, corresponden a la edición del II tomo realizada en 1964. De otro lado,
los nombres rusos, sean de autores, personajes literarios y títulos de obras,
están escritos en este ensayo respetando la grafía de las diversas ediciones
citadas; de ahí las diferencias a la hora de escribir un mismo nombre, pues
prevalece el modo como está escrito en la edición en lengua española
correspondiente que he manejado, que, en muchos casos, es la única existente.
Por tanto, unificación de criterio sólo ha sido posible en todos los nombres
extraídos de la edición de Aguilar de las Obras
Completas de Dostoyevski.
[3] «Se
oculta en esta figura genial [Don Quijote] el germen de lo que únicamente puede
ser inmortal en este mundo: el germen de una inmortal gran idea». Dimitri
Merejkovsky, Compañeros eternos,
Buenos Aires, Espasa-Calpe Argentina, 1949, pág. 45.
[4] En una
conferencia pronunciada en Moscú el 15 de marzo de 1989, ¿Qué nos dice Dostoievski hoy?, afirmaba lo siguiente el pensador
católico alemán Reinhard Lauth: «No es casualidad que tuviera a Cervantes por el más grande de todos los
escritores, quien sin misericordia enredaba a su Don Quijote en locuras de las
que se mofan los “cuerdos”, pero quien al final lo muestra admirablemente como
más sensato que todos esos “cuerdos”, de modo que, en el umbral de la muerte,
puede llamarlo “el bueno”. Pues lo que lo eleva por encima de todos los errores
e ilusiones es su seriedad moral inconmovible. Ustedes saben que Dostoievski
trató de presentar a un hombre así en Myschkin, y que hubo de experimentar en
ese empeño cuán infinitamente difícil es eso, de modo que no fue capaz de
lograrlo». Aun estando casi siempre de acuerdo con muchos de los juicios y reflexiones
de Lauth, discrepo de esta última opinión. A mi modo de ver, sí fue
excelsamente capaz de lograrlo. El texto completo de la conferencia, en
traducción de Alberto Ciria, puede consultarse en la estupenda página web en
español del Instituto Filosófico Reinhard Lauth (http://www.reinhardlauth.net/Instituto/Dostoievski/Home.html). En una carta dirigida a su sobrina Sofía
Aleksándrovna Ivánov-Jmírov, fechada en Ginebra el 13 de enero de 1868, escribe
Dostoyevski: «Sólo quería decir que de cuantas figuras bellas hay en la
literatura cristiana, la de Don Quijote se me antoja la más perfecta». Obras Completas, Madrid, Aguilar, 1961,
tomo III, pág. 1648.
[5] Edward Hallett Carr, Dostoievski, 1821-1881: lectura
crítico-biográfica, Barcelona, Laia, 1972, pág. 189. A nuestro juicio,
Edward H. Carr (pág. 190) infravalora el paralelismo de Mischkin con Don
Quijote y la influencia de Cervantes en esta novela del escritor ruso.
[7] Nikolay Berdiaev, El espíritu de Dostoyevski, Granada, Nuevo Inicio, 2008.
[8] El gran teólogo jesuita francés Henri de
Lubac, en una nota al pie de su libro El
drama del humanismo ateo (1944), reproduce un fragmento de una carta de
Dostoyevski al judío Arkadi Kovner, de 14 de febrero de 1877, en la que le
expresa la especial predilección que siente por el personaje del príncipe
Mischkin y lo querida que le es la novela de El idiota. En esa misma nota, se reproduce otro fragmento de una
carta de Dostoyevski al poeta Apollon Nikoláyevich Máikov, de 31 de diciembre
de 1867, en la que le confesaba lo extremadamente difícil que era para él dar
concreción a lo que quería expresar con esta novela, en particular la «idea […] de representar un hombre completamente bueno». Henri de Lubac, El drama
del humanismo ateo, Madrid, Encuentro, nota 901, págs. 328-329. Influido
por la lectura de Crimen y castigo, Arkadi
Kovner (1842-1909) había cometido un robo en 1877 para socorrer a una joven,
por el que fue condenado a cuatro años a Siberia, pero antes, desde una cárcel
moscovita, le envió dos cartas a Dostoyevski, una sobre la antipatía de éste
por los judíos y otra sobre la inmortalidad del alma. Extraigo el dato sobre
Kovner del libro de Susan Sontag, Al
mismo tiempo: ensayos y conferencias, Barcelona, Mondadori, 2007. La carta
a Kovner, fechada en Petersburgo, está reproducida en el mencionado tomo III de
las Obras completas, pág. 1656,
aunque en una nota al pie Cansinos Asséns especifica que su nombre completo era
Abraham Uria Kovner, y que era escritor. En cuanto a la extensa carta a Máikov,
fechada en Ginebra, también la reproduce íntegra el tomo III de Aguilar, págs.
1644-1647. En vez de «representar»,
la edición de Aguilar dice «presentar».
[9] Romano Guardini, El universo religioso de Dostoyevski, Buenos Aires, Emecé, 1954,
pág. 294. La cursiva es mía. El análisis del príncipe Mischkin y de toda la
novela de El idiota ocupa el último
capítulo del ensayo, titulado por Guardini «Un símbolo de
Jesucristo» (págs. 255-303 de la edición citada). Reitero, pues lo estimo de
capital importancia, que quien quiera penetrar en las insondables profundidades
del alma y de la personalidad de Mischkin, no dispone de un análisis comparable
al de Romano Guardini en la literatura crítica mundial. Mischkin emerge aquí,
además, como una encarnación suprema de Dostoyevski, juicio que, por lo demás,
no puede escapársele a ningún atento lector de la novela, si bien es necesaria
una cierta predisposición espiritual. Un materialista mecanicista ateo
permanecería insensible; un ateo de orientación vitalista y de hondas
preocupaciones espirituales y existenciales, como Federico Nietzsche, queda, en
cambio, no afectado, sino trastornado en lo más profundo por su lectura. O, sin
ir más lejos, el propio Albert Camus. Todo depende de la substancia con que
esté modelada nuestra alma.
[10] Ver mi ensayo Algunas reflexiones sobre «La
inquilina de Wildfell Hall», de Anne Brontë, concluido el 21 de agosto de 2012 (http://enriquecastanos.com/bronte_anne_inquilina.htm),
así como mi artículo Sobre la prisión
perpetua, publicado el 14 de septiembre de 2012 en la edición digital de la
revista Ethic. La vanguardia de la
sostenibilidad. El enlace es,
http://ethic.es/2012/09/sobre-la-prision-perpetua/. La redacción original es
del 31 de agosto, y también está publicado en la página web,
http://enriquecastanos.com//prision_perpetua.htm.
[11] Jacques Madaule, El cristianismo de Dostoievsky, Buenos Aires, Losada, 1952, pág.
61. La edición original francesa es de 1939. Jacques Madaule era discípulo de
Emmanuel Mounier, y, por tanto, estuvo influido por el Personalismo cristiano
de este último.
[12] Sobre el significado de «cuerpo espiritual», o, lo que es lo mismo, «cuerpo pneumático» (del griego «pneuma», esto es, aliento, signo de la vida), resulta fundamental la
interpretación de Leonardo Boff, La
resurrección de Cristo. Nuestra resurrección en la muerte, Santander, Sal
Terrae, 1986, especialmente las págs. 160-165. En la Primera Epístola a los
Corintios (15, 44), hablando de la resurrección de Jesús, dice San Pablo «… se siembra un cuerpo natural,
resucita un cuerpo espiritual». Espiritual,
esto es, pneumatikón. Es conveniente
leer el comentario a este pasaje paulino que incluye en una nota al pie la
Biblia de Jerusalén. Asimismo, el artículo «Resurrección» del rigurosísimo
libro de Lothar Coenen, Erich Beyreuther y Hans Bietenhard (editores), Diccionario teológico del Nuevo Testamento,
Salamanca, Sígueme, volumen II, págs. 532-538.
[13] En relación al controvertido asunto de las
supuestas crisis epilépticas de Dostoyevski, que para algunos autores aparecerían por primera vez entre 1838-43,
cuando estudiaba ingeniería militar en San Petersburgo, así como en lo que se
refiere a la escasa correspondencia del novelista sobre esta cuestión y a sus
intentos, en 1863, de entrar en contacto con los reputados especialistas Moritz
Heinrich Romberg y Armand Trousseau, es interesante la lectura del detallado estudio
de Brain R. Johnson, The art of
Dostoevsky’s falling sickness, The
University of Wisconsin-Madison, 2007, especialmente las págs. 74-83. De otro
lado, aunque desconocido por completo por Dostoyevski, que murió en 1881,
resulta curiosa la existencia de un eminente psiquiatra alemán, Kurt Schneider
(1887-1967), contrario al nazismo y a la eugenesia, que fue amigo del pensador
Karl Jaspers.
[14] Paradójicamente, el nombre de Parfén significa
«limpio», «virginal»,
como si ese fuese el deseo profundo del personaje, su imposible anhelo, que en
Mischkin es absolutamente natural. Véase el ensayo de George Steiner, Tolstói o Dostoievski, Madrid, Siruela,
2002, pág. 172.
[15] Arnold Hauser, Historia social de la literatura y el arte, Madrid, Guadarrama,
1972, tomo III, pág. 176.
[16] Edward Hallett Carr, pág. 53. El 23 de abril
de ese año, siendo ya un escritor famoso, pues había recibido un encendido
elogio del prestigioso crítico Visarión Grigórievich Bielinsky por su novela Pobres gentes (1845), es detenido con
algunos de los miembros del círculo de conspiradores de Mijaíl Vasílievich Butachévich-Petraschevski, que
había empezado a frecuentar en febrero de 1847, pero sin ninguna intención
conspirativa contra el Estado, al menos de su parte. Una amplia documentación
bibliográfica sobre ese círculo de conspiradores, puede consultarse en Franco
Venturi, El populismo ruso, 1,
Madrid, Alianza, 1981, capítulo 3, nota 41, páginas 217-218.
[17] Nada es casual en Dostoyevski, como tampoco
puede serlo este nombre. Puede referirse a la esposa de Eufemio, en la
Roma del siglo IV, padres ambos del venerable Alexis, que después de
trasladarse a Edessa, volvió muy pobre a su ciudad natal para morir, sin ser
reconocido por su padres, en época del emperador Honorio. También puede
referirse a Santa Aglaya de Roma, quemada en época de Trajano. Es más
improbable que la Aglaya Ivánovna de El
idiota tome su nombre de la más joven de las tres Cárites (hijas de Zeus y
de Eurínome), llamada también Áglae, y que significa la «esplendorosa», la
«belleza», y simboliza la inteligencia, el poder creativo y la intuición del
intelecto. Ahora bien, en el mundo romano y latino, las Cárites fueron
transformadas en las Gracias, y Aglaya pasó a ser Castitas, esto es, la
virginidad. Esta acepción tiene más sentido en Dostoyevski, aunque no puede
descartarse por completo la griega, pues ambas acepciones en el fondo se
complementan.
[18] Así se expresa sobre la heroína Cansinos
Asséns en el prólogo a la novela Crimen y
castigo, incluida en el mismo tomo que El
idiota en la aludida edición de Aguilar.
[19] Demetrio
Merejkovsky, Tolstoi y Dostoievsky,
Buenos Aires, Cronos, 1946. La edición original es de 1900-1901.
[20] En el Prólogo a la edición citada de El idiota, página 502.
[21] Sobre la relación de Dostoyevski con Pólina
Súslova, véase, Edward Hallett Carr, págs. 95-104 y 126-130. En cuanto a la
relación con Anna
Korvin-Krukóvskaya y con
Marfa Brown, véanse, de ese mismo libro de Hallett Carr, las págs. 119-126. Sobre
todos estos detalles biográficos y la relación del escritor con las tres
mujeres mencionadas, debe también leerse la espléndida y amplia síntesis de
Cansinos Asséns, escrita en 1936 y contenida en el I tomo de las Obras completas de Dostoyevski. Rafael
Cansinos Asséns, «Fiodor
M. Dostoyevski. Su vida y su obra», en Obras
Completas, tomo I, Madrid, Aguilar, 1961, págs. 9-84, especialmente las
págs. 42-48. Quizá sea éste el lugar oportuno para hacer una breve
consideración sobre una biografía de Dostoyevski que, con sobrada razón, para
muchos críticos y estudiosos actuales se ha convertido en canónica. Se trata,
claro está, de la monumental y exhaustiva biografía del crítico estadounidense
e historiador de literatura eslava y comparada Joseph Nathaniel Frank (Nueva
York, 1918), comenzada a publicar en inglés en 1976 y editada íntegra por el
Fondo de Cultura Económica en cinco gruesos volúmenes, muy bien delimitados
cronológicamente, que suman más de dos mil quinientas páginas. No hace falta
decir que el descomunal estudio biográfico viene acompañado de los
correspondientes y extensos análisis de la entera producción literaria del
escritor ruso. Es, sin duda, un trabajo de investigación ímprobo e
imprescindible, prácticamente definitivo. Pero, de igual modo que se hace esta
más que justificada ponderación, es asimismo necesario aclarar que en la ejemplar
reconstrucción de tan inmensa masa informativa y documental no hay nada
sustancialmente nuevo que no se supiese ya desde principios del decenio de
1930. En este sentido, cualquiera que hay leído toda esa masa documental
(memorias y textos de la esposa de Dostoyevski, biografía de su hija Liubova,
memorias de Pólina Súslova, correspondencia de todo tipo…), tal y como se
conocía hacia 1936 (debido en su mayor parte a la apertura que se produjo en el
acceso a los archivos y el permiso de publicación de lo que se había ocultado
mientras estuvo viva Anna Grigórievna), que es cuando se publica por vez
primera la traducción de las Obras
Completas de Cansinos Asséns en la editorial Aguilar, podrá comprobar que la
oceánica biografía de Frank no aporta nada decisivo.
Joseph Frank es un crítico literario excelente, fino y riguroso, pero sería un
grave error, como he podido comprobar que hacen algunos críticos superficiales
actuales, desechar los profundos análisis, estudios y reflexiones que desde muy
diversos ángulos se han hecho desde el tiempo de Vladímir Soloviev de la
complejísima obra dostoyevskiana, y tomar la biografía de Frank como una biblia
del genial escritor ruso. Estoy seguro que al primero que no le agradaría es al
propio Joseph Frank. Como todo verdadero clásico, si Occidente y Rusia disponen
de reservas espirituales para entonces, Dostoyevski habrá de ser repensado por
las generaciones futuras.
[22] Edward Hallett Carr, pág. 190. De Cansinos
Asséns, sobre todo el Prólogo a El idiota
en la edición ya citada, pág. 502.
[23] Acerca de la contemplación del retrato de
Nastasia Filíppovna por Mischkin y la inmediata intuición del príncipe del
destino trágico de ella, Jacques Madaule ha resaltado cómo esta visión le
permite a Dostoyevski ofrecernos su idea de la belleza, como «la cosa más punzante del mundo,
la cual no presagia la alegría sino el dolor para aquella que la posee y para
aquellos que son impresionados por ella». Uno de estos que se impresionan por
esa belleza, pero en un sentido radicalmente distinto al príncipe, es Rogochin.
El cristianismo de Dostoievsky, págs.
65-66.
[24] El crítico que de manera más profunda,
rigurosa y entusiasta ha ponderado la inmensa grandeza espiritual de Nastasia
Filíppovna ha sido sin duda Romano Guardini, para quien «es una criatura humana cuya vida corresponde a la categoría de la
perfección». El
universo religioso de Dostoyevski, pág. 261.
[25] El personaje evangélico de María Magdalena,
aunque algunos se empeñen en sembrar dudas sobre ello, está perfectamente
distinguido del de María de Betania, la hermana de Lázaro, en el evangelio de
San Juan. También insinúa esa distinción el evangelio de San Lucas. La Leyenda dorada, escrita hacia 1264 por
el dominico genovés Santiago de la Vorágine, alimentó esa confusión, pues en
esa gran obra, fundamental para la iconografía cristiana, se dice que María
Magdalena y María de Betania, la hermana de Lázaro, son la misma persona. Véase,
Santiago de la Vorágine, La leyenda
dorada, 1, Madrid, Alianza, 1984, capítulo XCVI, págs. 382-392. La
confusión está ya desde el primer párrafo de la biografía. En cuanto a Mágdala,
y en esto sí acierta en parte Santiago de la Vorágine, que lo llama «Magdalo», es el lugar de procedencia de María Magdalena,
identificado por la moderna arqueología bíblica como una localidad de la ribera
occidental del lago de Tiberíades o mar de Galilea, la Tariquea mencionada por
Flavio Josefo en La guerra de los judíos,
Madrid, Gredos, 1982, Libro II, § 252, pág. 238, y § 599, pág. 312. En cuanto a la localización arqueológica, véase,
sobre todo, Félix-Marie Abel, Histoire
de la Palestine, II, París, J. Gabalda et Cie, 1952, página 373.
[26] Esta es
la obra más importante, en varios volúmenes, del más destacado de todos los
historiadores rusos, Serguéi Soloviev (1820-1879), padre
del singularísimo pensador cristiano Vladímir Soloviev.
[27] Un igúmeno, o higomeno, es un superior,
equivalente a un abad, de un monasterio de religión ortodoxa griega. Por
ejemplo, Modesto, el higomeno del monasterio de san Teodosio, cerca de
Jerusalén, que, después del incendio provocado por los persas en 614 del
santuario del Santo Sepulcro mandado edificar por Constantino el Grande en el
siglo IV, procede a su restauración, especialmente la Anastasis (la roca-sepulcro que había en la rotonda con
deambulatorio). Véase, Juan Antonio Ramírez, «La iglesia cristiana imita a un prototipo: el
templo de Salomón como edificio de planta central», en Cinco lecciones sobre arquitectura y utopía, Universidad de Málaga,
1981, pág. 115.
[28] Mijaíl Petróvich Pagodin (1800-1875), filólogo
ruso.
[29] Recuérdense las palabras de Jesús cuando se
dispone a subir a Jerusalén: «Las
zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no
tiene donde reclinar la cabeza» (Lc 9, 58). Todas las citas bíblicas están
extraídas de la Biblia de Jerusalén,
Bilbao, Desclée de Brouwer, 1988.
[30] En el aguafuerte de tema religioso más célebre
de todos los tiempos, Cristo curando a
los enfermos (también llamado «Grabado de los 100 florines»), realizado por Rembrandt entre 1648-50, en el que con inigualable
maestría el artista reúne en una misma composición varios pasajes evangélicos
relacionados con la predicación de Jesús, resulta extraordinario comprobar de
qué modo tan sutil Jesús, que es un ascua resplandeciente de luz interior que
emana de forma absolutamente natural de Él mismo, y cuyo rostro es la
quintaesencia de la paz y de la mansedumbre, aparta con un gesto suave pero
decidido de su brazo derecho a San Pedro, para que las madres puedan
presentarle a sus hijuelos.
[31] Totskii hace en su relato una referencia a la
novela La dama de las camelias (1848),
de Alejandro Dumas, hijo, obra admirada por Dostoyevski, cuya protagonista,
Margarita Gautier, es reflejo de una cortesana auténtica, Marie Duplessis,
efímera amante del escritor romántico francés, y cuya mención en este contexto
es toda una premonición del trágico final de Nastasia Filíppovna.
[33] Mt 23, 27.
[34] Se recoge por diversos y muy autorizados
biógrafos de Napoleón Bonaparte que, cuando concedió una entrevista a Goethe en
Erfurt el 2 de octubre de 1808, las primeras palabras que dirigió el Emperador al
olímpico genio alemán fueron: «Voilà un homme!». En otras versiones: «Vous êtes un homme!». Una de
las más fieles reconstrucciones del encuentro es la de Emil Ludwig, Napoleón, Barcelona, Juventud, 1991,
pág. 235. El propio Goethe recordará más tarde el encuentro, en dos o tres
ocasiones, en sus famosas confidencias con Eckermann, según Federico Nietzsche
«el mejor libro alemán que existe». Johann Peter Eckermann, Conversaciones con Goethe en los últimos
años de su vida, Barcelona, El Acantilado, 2006, pág. 832. La aclaración
más extensa a Eckermann de la entrevista con Napoleón corresponde al 17 de
marzo de 1830. Es evidente el contraste entre la frase del por entonces dueño
de Europa y la que pronuncia Nastasia Filíppovna. Napoleón expresa de manera
concisa y lapidaria su admiración por el «gran» hombre, por ese espíritu
universal en lo que se refiere al más vasto saber en relación con la Naturaleza
y al más hondo conocimiento de los hombres.
[35] Este memorable acontecimiento, que se enmarca
dentro del debate de las investiduras (prohibición expresa del Papa de que el
Emperador interviniese en el nombramiento de los obispos en el territorio
imperial), como parte del formidable conflicto entre el Papado y el Sacro
Imperio Romano Germánico por la supremacía en el Occidente cristiano, culmina
el 28 de enero de 1077, cuando, después de tres días vestido de penitente y con
los pies desnudos, a la puerta del castillo de Canossa, en los Apeninos, al sur
de Parma, Enrique obtiene el perdón del enérgico Hildebrando (que ese era su
nombre cuando era monje cluniacense antes de acceder a la Silla de Pedro),
después de admitir su arbitraje y de no
impedir que viajase a Alemania. Véase, Karl Hampe, «La Alta Edad Media occidental»,
en La Edad Media hasta el final de los
Staufen (400-1250), tomo III de la Historia
universal dirigida por Walter Goetz, Madrid, Espasa-Calpe, 1933, pág. 451.
[36] En El
drama del humanismo ateo, págs. 264-265, Henri de Lubac se detiene unos
momentos sobre cómo llamó la atención de Dostoyevski este cuadro de Holbein
cuando visitó el Museo de Basilea en el verano de 1867, en compañía de su nueva
esposa, Anna Grigórievna, la cual, en un célebre texto biográfico sobre su
marido que se publicó después de su muerte acaecida en Yalta en junio de 1918, nos
cuenta que su anonadamiento
ante este cuadro fue tal, y estuvo tanto tiempo contemplándolo, que, cuando
ella volvió al cabo de un rato, presentaba iniciales «síntomas de un ataque de
epilepsia». Entre las observaciones de Anna Grigórievna a algunas novelas de su
marido, también se recoge con amplitud la vivísima impresión causada por el
cuadro de Holbein en el escritor. Véase el mencionado tomo III de las Obras Completas, págs. 1686-1687.
También el pensador marxista de origen húngaro Georg Lukács muestra una sincera
sorpresa ante las palabras de Mischkin, proviniendo como provienen de un hombre
«profundamente religioso». Georg Lukács, Estética,
Barcelona, Grijalbo, 1967, tomo IV, págs. 400-401.
[37] Ramón Gaya, Velázquez, pájaro solitario, Valencia, Pre-textos, 2002, págs.
61-62.
[38] Walter Pater, El Renacimiento, Barcelona, Icaria, 1982, págs. 100-102.
[39] Joris-Karl Huysmans, Grünewald. El retablo de
Isenheim, Madrid, Casimiro, 2010. Publicado originalmente en Trois Primitifs, París, Messein, 1905.
[40] Joris-Karl Huysmans, A contrapelo, Madrid, Cátedra, 2007, págs. 176-182.
[41] Dostoievsky:
profeta de la revolución rusa, pág. 154.
[42] Friedrich Nietzsche, El Anticristo. Maldición sobre el cristianismo, Madrid, Alianza, 1977,
§ 40, pág. 70, y § 41,
pág. 72.
[43] Dostoievsky:
profeta de la revolución rusa, pág. 158.
[44] León Chestov, Kierkegaard y la filosofía existencial (Vox clamantis in deserto),
Buenos Aires, Sudamericana, 1965 (la edición original francesa es de 1936).
Esta edición del maravilloso ensayo de Chestov, que, además, está traducido por
José Ferrater Mora, incluye una Introducción titulada «Kierkegaard y Dostoievski»,
que es el texto de una conferencia dictada en París por el autor, donde se hacen
apreciaciones muy agudas acerca del hermanamiento espiritual entre el pensador
danés y el novelista ruso. En síntesis, lo que viene a decir Chestov es que uno
de los principales puntos de aproximación entre ambos autores estriba en la
creencia kierkegaardiana de que «Dios significa
—son palabras de Kierkegaard— que
todo es posible, y que todo es posible significa Dios. Y sólo aquel cuyo ser
haya sido trastornado hasta el punto de convertirse en espíritu y concebir que
todo es posible, se habrá aproximado a Dios». Entre Kierkegaard y Dostoyevski
la vecindad profunda tiene que ver con las ideas, los métodos de investigación
de la verdad y el alejamiento del contenido de la filosofía especulativa, esto
es, básicamente Hegel. Aunque Dostoyevski no hubiese leído a Hegel
directamente, cosa muy probable, conocía perfectamente sus ideas esenciales a
través de Bielinsky y otros intelectuales con quienes se relaciona en el
decenio de 1840. Al igual que Kierkegaard, Dostoyevski se inspira en la
Escritura y «lucha desesperadamente contra la verdad especulativa y la
dialéctica humana, que reducen la “revelación” al saber […]; donde la filosofía
especulativa descubre la “verdad” […] Dostoievski no ve sino una “suma
inepcia”. Se niega a tomar la razón como guía…». A la verdad especulativa,
oponen ambos la verdad revelada, de tal modo, concluye Chestov, que para ellos
«el pecado no reside en el ser; no se halla en lo que ha salido de las manos
del Creador. El pecado, el vicio, el defecto residen en nuestro “saber”». Ver
especialmente las págs. 26, 27, 29 y 31 de la mencionada Introducción.
[45] Henri de Lubac llama especialmente la atención
sobre este imponderable y conmovedor pasaje. El drama del humanismo ateo, pág. 315.
[46] El escritor alemán Hermann Hesse, en un breve
texto de 1919 titulado «Reflexiones
sobre ‘El idiota’», piensa que, a través de estos ataques epilépticos, Mischkin
conoce por su propia experiencia una especie de sabiduría mística. Véase, Escritos sobre literatura, 2, Madrid,
Alianza, 1984, págs. 304-307.
[47] Arnold Hauser califica estos instantes en los
que se aúnan «el
sentimiento de la mayor felicidad y de la más perfecta armonía como [una]
vivencia de la intemporalidad», esto es, como una supresión absoluta de lo
temporal. Historia social de la
literatura y el arte, tomo III, pág. 186.
[48] Debe tenerse un cuidado extremo en interpretar
este sentimiento del «alma
rusa» como un sentimiento nacionalista excluyente; es algo mucho más arduo y
difícil de dilucidar, y, en cualquier caso, prima por completo lo espiritual
sobre lo político y lo histórico, aunque ni mucho menos hay que desecharlos.
Con razón, una clarividente escritora y ensayista, emplea ese término en su
penetrante síntesis de la historia rusa. Helen
Iswolsky, El alma de Rusia, Buenos
Aires, Emecé, 1954.
[49] Algunos críticos eminentes se han referido al
hecho de que la predisposición hacia el bien de Mischkin puede causar, y de
hecho lo hace muchas veces, un efecto, si no contrario, sí al menos involuntariamente
contraproducente para quienes le rodean. No sólo por su sentimiento de piedad,
sino por su sinceridad en el hablar y en el actuar. Uno de los escritores que
más sutilmente han indagado en las posibles consecuencias desastrosas de la
piedad, ha sido Stefan Zweig en su extraordinaria novela Ungeduld des Herzens, traducida en España como La piedad peligrosa (Madrid, Debate, 1999), o, en otras
traducciones (caso de la editorial El Acantilado), como La impaciencia del corazón (más exacta y que es la expresión que, para
calificar los sentimientos de Hofmiller, emplea el médico que trata de curar a
Edith, en las págs. 180 y 266 de la edición de Debate), en la que, en el fragor
de la Gran Guerra, asistimos a la imposible y trágica historia de amor entre un
joven y bienintencionado teniente, Anton Hofmiller, y una hermosa muchacha
inválida, Edith von Kekesfalva. Imposible y trágica porque la relación de
Hofmiller no se sustenta en el amor, sino en la piedad, en una piedad quizás
mal entendida. El médico que intenta curar a la joven, el doctor Condor, le
hace a Hofmiller, en cierto momento, una notabilísima distinción (pág. 180): «… Pero hay dos clases de piedad.
Una, la débil y sentimental, no es más que impaciencia del corazón por librarse
lo antes posible de la embarazosa conmoción que padece ante la desgracia ajena;
esa compasión no es compasión, es tan sólo apartar instintivamente el dolor
ajeno del propio espíritu. La otra, la única que cuenta… la compasión no
sentimental, pero creativa, sabe lo que quiere y está decidida a resistir,
paciente y sufriente, hasta sus últimas fuerzas e incluso más allá. Sólo cuando
se llega hasta el final, hasta el más extremo y amargo final, sólo cuando se
tiene la gran paciencia, se puede ayudar a las personas. Sólo cuando uno se ha
sacrificado al hacerlo, ¡sólo entonces!». Aunque
se trate de dos sensibilidades tan distintas, la del gran escritor vienés y la
del titán ruso, esa segunda clase de piedad de la que habla Condor es la que
más se aproximaría a la de Mischkin, salvando, insisto, las inmensas distancias
que hay entre uno y otro artista.
[50] No se trata en absoluto del grito proferido
por el personaje de la obra homónima de 1895 del pintor y grabador noruego
Edvard Munch, de la que existen diversas versiones, que es un grito cósmico,
que expresa la insoportable angustia y ansiedad del hombre contemporáneo. El
grito de Mischkin es un grito liberador, que descarga la infinita energía
espiritual concentrada en tan corto espacio de tiempo en el que le ha sido
posible comprender el indescifrable misterio del mundo, es decir, rozar la
comprensión del misterio que representa Cristo. Éste, creo yo, sería el
significado de esa «claridad
interior».
[51] La oposición radical entre las experiencias
epilépticas de ambos personajes, Kirillov y Mischkin, la enfatiza Henri de
Lubac en El drama del humanismo ateo,
págs. 322-325. Pero quien las analiza con insondable profundidad es Dimitri
Merejkowsky, Dostoievsky: profeta de la
revolución rusa, Buenos Aires, Argonauta, 1946, págs. 89-94. ¿Será cada uno
de ellos, Mischkin y Kirillov, un aspecto de la personalidad de Dostoyevski?
¿Será Kirillov el doble de Mischkin?
Los interrogantes que plantea Merejkovski, a modo de abogado del diablo, no los
contestó nunca Dostoyevski. En cualquier caso, como se verá más adelante, sobre
lo que no dejó dudas Dostoyevski es sobre la naturaleza evangélica del príncipe
Mischkin. Esta conclusión también se desprende del ensayo de Merejkovsky.
[52] Luigi Pareyson, Dostoievski: filosofía, novela y experiencia religiosa, Madrid,
Encuentro, 2008, pág. 135. En el prefacio, los responsables de la edición,
Gianni Vattimo y Giuseppe Riconda, indican que, cuando Pareyson murió en
septiembre de 1991, dejó entre sus documentos el esquema perfectamente trazado
de este libro prácticamente completado, que fue el seguido por ellos. La
edición original italiana es de 1993.
[53] Sigmund Freud, «Dostoievski y el parricidio», en Psicoanálisis del arte, Madrid, Alianza,
1991, pág. 218. El texto original de Freud es de 1928.
[54] Ibídem, pág. 217.
[55] A pesar de las precauciones de Freud, Edward
Hallett Carr, en su citado estudio sobre Dostoyevski, es muy crítico con las,
para él, poco fundamentadas y precipitadas conclusiones de Freud y otros
miembros de la escuela psicoanalítica. Para conocer su opinión al respecto, que
es muy sensata y está bien documentada, hay que leer sobre todo la nota al
capítulo II de su estudio (págs. 34-35).
[56] Psicoanálisis
del arte, pág. 215.
[57] Ibídem, pág. 219.
[58] Ibídem, págs. 220-221.
[59] Ibídem, pág. 227.
[60] Edward Hallett Carr (págs. 23 y 32) contradice
por completo la hipótesis freudiana en una doble dirección. En primer lugar,
que ni mucho menos puede demostrarse que el asesinato del padre de Dostoyevski
influyese de manera decisiva en el joven, en el verano de 1839, cuando se
encontraba estudiando ingeniería militar en San Petersburgo, para que
apareciesen entonces los primeros ataques epilépticos, como si éstos derivasen,
en una esquemática relación causa-efecto, de la violenta muerte del padre a
manos de sus siervos; en segundo lugar, que es precisamente en Siberia donde,
en todo caso, surgirían los primeros ataques, y no, como dice Freud, que sería en
el presidio donde se atenuarían. Y ello sin entrar en los pormenores científicos
de las características clínicas específicas de tales crisis epilépticas, pues,
además de no estar claramente diagnosticadas por los médicos que lo trataron,
el propio Dostoyevski se contradice numerosas veces en las escasas cartas en
que habla de ellas. La responsabilidad de las exageraciones en torno a la
epilepsia de Dostoyevski, recae en gran medida en la poco fiable en ciertos
aspectos biografía escrita por su hija Liubova Fiodorovna, publicada en Munich
en 1921 bajo el título Dostoyevski
pintado por su hija. Liubova murió en el Tirol el 10 de noviembre de 1926.
[61] Psicoanálisis
del arte, págs. 220-221.
[62] Ibídem, págs. 229-231.
[63] Dimitri Merejkowsky, Dostoievsky: profeta de la revolución rusa, págs. 87-88.
[64] Ibídem, págs. 88-89.
[65] Una cultura tan refinada como la del Antiguo
Egipto podría servirnos de ejemplo, a pesar de que toda ella gira en torno a la
religión y a la vida de ultratumba. De las siete clases de «alma» que los sacerdotes egipcios del Imperio
Antiguo distinguían en el faraón, la única que podría tener un remoto parecido
con nuestro concepto de «alma»
era el ba, pero mucha mayor
importancia revestía el ka, que era
el doble del difunto, y que el faraón lo recibía del dios Ra. El ka se alojaba en las estatuas que
representan al difunto en las tumbas. En la vida de ultratumba, el ka se dedicaba a vagar por el recinto
funerario, por ejemplo el de Saqqara, mandado construir por Zoser en la III
dinastía. Pero lo significativo es constatar que esa vida de ultratumba era una
fiel reproducción de la vida que había tenido lugar aquí en la tierra. El
sentimiento trascendente y espiritual de la inmortalidad es en los egipcios,
pues, un sentimiento muy débil y superficial. Una de las personas que mejor ha
estudiado la evolución del concepto del ka
en el Egipto faraónico, ha sido la egiptóloga y arqueóloga suiza Úrsula
Schweitzer, que se formó en Alemania. A ella se remite sobre esta cuestión el
monumental estudio de Sigfried Giedion, El
presente eterno: los comienzos de la arquitectura, Madrid, Alianza, 1993,
pág. 105. La literatura sobre este tema es muy amplia, pero resulta inevitable
mencionar un estudio clásico del profesor Henri Frankfort, Reyes y dioses, Madrid, Alianza, 2001, capítulo V, págs. 85-102,
especialmente la pág. 89, en la que reproduce una cita fundamental del
historiador y filósofo de la religión holandés Gerardus van der Leeuw. Más
adelante me referiré a la secta de los esenios como el primer grupo religioso
que sí tendrá una concepción de la inmortalidad del alma y una conciencia de la
muerte que pueden ya equipararse a la del Cristianismo posterior.
[66] Dostoievsky:
profeta de la revolución rusa, pág. 60.
[67] El
cristianismo de Dostoievsky, pág. 57.
[68] Ya nos hemos referido al principio de este
ensayo a la sin par admiración de Dostoyevski por el Quijote. También Pushkin sentía una gran atracción por el hidalgo
manchego cervantino. A Pushkin, le profesaba desde adolescente Dostoyevski un
aprecio y una estima ilimitados, y debe recordarse aquí que, a finales de la
primavera de 1880, el 8 de junio, poco más de seis meses antes de la muerte del
escritor, pronunció Dostoyevski un caluroso discurso, un encendido y vibrante
panegírico sobre Pushkin con motivo de inaugurarse el monumento al poeta en
Moscú. Sobre los detalles del controvertido homenaje, en el que se encuentran
frente a frente dos viejos enemigos, Iván Turguéniev y Dostoyevski, véase
Rafael Cansinos Asséns, «Fiodor
M. Dostoyevski. Su vida y su obra», en Obras
Completas, tomo I, págs. 69-71. De otro
lado, en la dacha de Lebédev, se nos
dice en ese mismo capítulo, se encontraba la célebre edición del crítico
literario Pavel Vasilyevich Annenkov de las obras de Pushkin.
[69] Su nombre completo es Nastasia Filíppovna
Baráschkova.
[70] Hermann Hesse, en el breve estudio antes
citado, afirma que durante estas horas de presencia de la turba de personajes
nihilistas en torno al príncipe, tratando de conseguir dinero de él mediante el
engaño, es cuando más visible se le hizo la «soledad trágica» de Mischkin.
[71] Iván Turguenev, Padres e hijos, Madrid, Alianza, 1971. De esta traducción extraigo
la grafía de los nombres de los personajes. La novela fue publicada
originalmente en 1862, en la revista literaria Ruskii Vestnik, y en ella, como es bien sabido, surgen por primera
vez en la literatura universal los términos «nihilismo» y «nihilista».
[72] Recuérdense las palabras del centurión cuando
Jesús accede a entrar en su casa en Cafarnaúm para curar a su criado
paralítico: «Señor,
no soy digno de que entres bajo mi techo…» (Mt 8, 8).
[73] El
cristianismo de Dostoievsky, pág. 61.
[74] Edward Hallett Carr, pág. 89. Por su lado,
Franco Venturi considera a Herzen como al verdadero creador del populismo ruso.
Una excelente síntesis de las actividades y del pensamiento de este eminente
revolucionario, se halla en el citado libro de Venturi, págs. 99-148.
[75] Véase, en consonancia con esta cuestión, mi citado
artículo Sobre la prisión perpetua.
[76] Cuando los fariseos le preguntaron a Juan el
Bautista que por qué, si no era el Cristo, ni Elías, ni el profeta, bautizaba, «Juan les respondió: “Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros
está uno a quien no conocéis, que viene detrás de mí, a quien yo no soy digno
de desatarle la correa de su sandalia”» (Jn 1, 26-27).
[77] Edward Hallett Carr, pág. 192.
[78] Entre los fragmentos póstumos de Nietzsche,
incluidos en la edición completa de las obras del pensador alemán llevada a
cabo por Giorgio Colli y Mazzino Montinari (Munich, Deutscher Taschenbuch
Verlag/De Gruyter, 1988), pueden leerse algunos aforismos y pensamientos,
escritos entre mayo y junio de 1888, como éstos: «El arte como única fuerza superior contraria a toda
voluntad de negación de la vida, como el anticristianismo, el antibudismo, el
antinihilismo par excellence. El arte
como redención del que conoce —del que ve, que quiere ver el carácter
terrible y problemático de la existencia, del que conoce trágicamente. El arte
como la redención del que obra
[…] El arte como la redención del que sufre…». Friedrich Nietzsche, Estética y teoría de las artes (prólogo,
selección y traducción de Agustín Izquierdo), Madrid, Tecnos, 1999, pág. 76. Es
decir, el arte y la estética como únicas justificaciones de la existencia, un
pensamiento que Mischkin no podría aceptar, como tampoco lo aceptaría
Dostoyevski.
[79] Edward Hallett Carr, pág. 198. En cuanto al
absurdo de la propia existencia —aunque
no tanto del carácter absurdo de la muerte, y eso que él sí fue víctima de una
muerte absurda en 1960 como consecuencia de un accidente de automóvil—, resulta
imprescindible el célebre ensayo de Albert Camus, El mito de Sísifo, Madrid, Alianza, 1981. Para Camus, el absurdo no
es más que el silencio del mundo ante la pregunta del hombre por el sentido de
la existencia. De ahí, ante ese silencio, ante el sinsentido de la existencia,
la solución del suicidio, el único «problema filosófico verdaderamente serio», en palabras del extraordinario escritor existencialista francés,
una solución que Camus no acepta ni comparte.
[80] En la anotación correspondiente al 20 de
diciembre de 1914, escribe Kafka en sus Diarios:
«Objeción de Max [se
refiere a su íntimo amigo, biógrafo y editor Max Brod] a Dostoievski, porque
hace aparecer en sus obras demasiados enfermos mentales. Completamente
equivocada. No son enfermos mentales. Los signos morbosos no son otra cosa que
un recurso de caracterización, que resulta además muy delicado y productivo.
Por ejemplo, basta con servirse de la mayor insistencia para decir de una
persona que es idiota y simple, y dicha persona, si lleva en su interior un
núcleo dostoievskiano, se verá literalmente espoleada a dar de sí todo lo que
pueda». Franz Kafka, Diarios (1914-1923),
Barcelona, Lumen, 1975, pág. 102.
[81] Resulta curioso comprobar la similitud
espiritual de ese clima propenso al sueño, al delirio, a lo subconsciente y al
simbolismo, que se da tanto en Rusia como en el Occidente europeo en los
decenios finales del siglo XIX, cuyo más eminente precursor quizás haya sido el
gran escritor estadounidense Edgar Allan Poe, desaparecido en 1849. Una prueba
de ese clima y de esa visión espectral que relata Ippolit es el famoso cuadro
que Paul Gauguin pintó en los Mares del Sur, en Tahití, titulado Manao Tupapau («El espíritu de los muertos acecha»), de
1892, un óleo sobre arpillera trasladado a lienzo que se conserva en la Albright-Knox
Art Gallery de Buffalo (Estado de Nueva York), que le explicó por carta
detalladamente a su esposa, y en el que Gauguin representó la visión espectral
que creyó percibir su jovencísima amante tahitiana Tehura cuando él entró de
improviso en la alcoba. Véase, John Rewald, El
Postimpresionismo. De Van Gogh a Gauguin, Madrid, Alianza, 1982, págs.
414-416.
[82] Repárese, sin ir más lejos, en el juicio a
Sócrates y su condena a muerte.
[83] Luigi Pareyson, en el estudio citado, pág.
149, comenta sobre esta distinción clave de la muy lúcida Aglaya Ivánovna: «Por tanto, la inteligencia
fundamental puede ser perfectamente separada de la inteligencia secundaria. Más
aún, no solamente prescinde de la misma, sino que incluso la excluye, porque la
verdadera inteligencia constituye una síntesis entre mente y corazón, verdad y
bien, conocimiento y moralidad: es el contacto directo, vívido y originario con
el principio infinito e inagotable de todo valor, tanto cognoscitivo como
moral». Por su parte, el escritor ruso Henri Troyat (pseudónimo de Levón Aslani
Thorosian), dice lo siguiente sobre esa inteligencia principal: «Toda la novela
conduce a esto: la incursión de la inteligencia principal en el dominio de la
inteligencia secundaria. Esta inteligencia principal, que es la inteligencia
fuera de las leyes de la causalidad y de la contradicción, fuera de las reglas
de la moral, que es la inteligencia subterránea, la del sentimiento, creará
perturbaciones en el medio donde va a ser trasplantada». Dostoyevski, Barcelona, Destino, 1946, pág. 296. La edición
original francesa es de 1940.
[84] Es la opinión del crítico ruso-francés André
Levinson en su biografía Dostoievsky (Vida
dolorosa), Buenos Aires, Santiago Rueda, 1943, pág. 186. Del mismo año de
la edición original francesa, hay una edición española titulada La patética vida de Dostoievsky
(Barcelona, Apolo, 1931). En ambas ediciones el traductor es el mismo, Fabián
Casares.
[85] Jn 8, 2-11.
[86] Ni Miguel de Cervantes ni Dante Alighieri, a
mi juicio los dos más grandes escritores de todo el Occidente cristiano, han
hecho eso nunca con una mujer. Y cuando digo grandes, no lo digo en un sentido
convencional, sino que están a la misma altura, exactamente a la misma altura,
que Fiodor Mijailovich Dostoyevski. Ellos, y sólo ellos, constituyen el grado
supremo, inalcanzable, de la literatura universal. Después están los demás. Es
cierto que hay un nivel casi al par de ellos tres, un nivel en el que sólo
caben muy pocos, poquísimos, cinco, ocho, a lo sumo diez, pero ese nivel está
ya un grado por debajo, por imperceptible que sea. La diferencia fundamental
estriba en la hondura del ideal cristiano de su cosmovisión o de algunos de los
personajes de sus obras.
[87] El que este término aparezca en cursiva en el
texto novelístico, tampoco es casual. Aglaya le evoca a Mischkin la luz divina,
porque en ella hay parte de esa substancia espiritual y pura, angelical, que
forma parte del ser de Dios. La luz está muy presente en el Nuevo Testamento,
pero la luz también tiene un gran significado espiritual en la arquitectura
religiosa bizantina de las iglesias de planta central, y en el oro de los
mosaicos del arte de Bizancio, que remite directamente a la luz, y, por ende, a
Dios. Sobre esta cuestión, véase, Jean Chevalier (dir.), Diccionario de los símbolos, Barcelona, Herder, 1988, págs. 663-668.
También, Richard Krautheimer, Arquitectura
paleocristiana y bizantina, Madrid, Cátedra, 1984, págs. 253-257, referidas
a la basílica de Santa Sofía de Constantinopla. Incluye amplia bibliografía. No olvidemos que «Sofía» significa aquí Sabiduría divina. Por último,
no puede desdeñarse, sino todo lo contrario, el significado de los colores y de
la luz en la pintura rusa de iconos a partir del siglo XV. Un buen ejemplo
sería el icono de autor anónimo perteneciente al siglo XV que representa a
Fiodor Stratilat, y que se encuentra en la iconostasis de la iglesia de igual
nombre en Nóvgorod, del que el historiador del arte ruso Víctor Nicolsky dice:
«Lo que ante todo pasma en esta obra es el colorido del icono, lleno de luz, de
alegría, de un espíritu que pudiera calificarse de festival, de una ligereza
singular, aérea». Véase, Víctor Nicolsky, Arte
ruso, Barcelona, Labor, 1935, pág. 97.
[88] Salvando, naturalmente, las distancias, esta
idea será desarrollada posteriormente por algunos escritores existencialistas
ateos, por ejemplo por Jean-Paul Sartre en 1938 en su novela La náusea, donde hace una feroz crítica
del pretendido humanismo socialista, encarnado en el personaje huero, a pesar
de sus amplias lecturas y grandes conocimientos positivos, del Autodidacto, quien se esfuerza por convencer al
protagonista, Antoine Roquentin, que el amor consiste no en amar a alguien en
concreto, sino a la humanidad entera. Jean-Paul Sartre, La náusea, Buenos Aires, Losada, 1972, págs. 133-139.
[89] Uno de los escritores que de manera más
explícita reconoce este presentimiento de Nastasia Filíppovna es Stefan Zweig
en el estudio crítico que dedica a Dostoyevski en su conocido ensayo Tres maestros (Balzac, Dickens, Dostoievski),
Barcelona, El Acantilado, 2011, págs. 174-175. Mi convicción acerca de la
certeza de esa intuición de Nastasia, se remonta a la primera vez que leí la
novela, en 1980.
[90] Si presumimos, como por otro lado no es
infrecuente, que la narración, aunque el autor no menciona en ningún momento el
año, discurre en una ficción situada por los mismos años en que es escrita,
esto es, entre 1867 y 1869, y tenemos en cuenta que Ivolguin es presentado en
la novela como un hombre de unos 55 años, resultaría que habría nacido, como
muy tarde, en ese año de 1812 en que dice tener diez.
[91] Napoleón permaneció en Moscú desde el 14 de
septiembre, día en que entró en la ciudad el grueso de la Grande Armée, hasta el 19 de octubre.
[92] Alain Gheerbrant, en el mencionado Diccionario de los símbolos, pág. 453,
afirma que, entre los
turco-mongoles, el erizo es un símbolo ígneo, solar y civilizador.
[93] En la novela El adolescente, el extraordinario personaje de Andrei Petróvich
Versílov, el padre de Arkadii, del adolescente, vendrá a decirnos que la
libertad es consecuencia del sufrimiento. Véase el mismo tomo de la edición
citada de El idiota, que también
incluye esta otra novela, pág. 1854 (parte 3ª, cap. VII).
[94] Amante
de la primera esposa de Pedro el Grande
de Rusia, la ex emperatriz Eudoxia. Fue mandado empalar en 1718 por orden del
zar. El suplicio, según asevera Mischkin, duró unas quince horas. Eudoxia
Fiódorovna Lopujiná, o Praskovia Ilariónovna Lopujina (1669-1731), fue la madre
del zarévich Alexis Petróvich. Eudoxia pertenecía a una secta rigorista, los
viejos creyentes (raskólniki, esto
es, «cismáticos», «disidentes»), por lo que se opuso a las reformas de su
marido, lo que le valió ser encerrada en un convento, donde profesó con el
nombre de Elena en 1698. Más tarde volvió a la vida pública, intentando casarse
con su amante, Stepán Glébov, cosa que no consiguió. Pretendiendo asegurar los
derechos de su hijo, preparó un complot contra Pedro el Grande, que la mandó encerrar (1718–1727), decapitó a su hermano
Abraham, empaló a Glébov y asesinó también al hijo de ambos, el zarévich Alexis
Petróvich.
[95] León Chestov, La filosofía de la tragedia. Dostoievsky y Nietzsche, Buenos Aires,
Emecé, 1949, pág. 84. La edición original rusa es de 1903.
[96] Ibídem.
[97] Acerca de la elaboración teórica del gobierno
temporal de la Iglesia en la Edad Media, de la plenitudo potestatis papal y de la calidad imperial del Papa como «príncipe primero que mueve y
dirige todo el gobierno de la Cristiandad (primus
princeps movens et regulans totam politiam Christianam)», véase, Ernst
Hartwig Kantorowicz, Los dos cuerpos del
rey. Un estudio de teología política medieval, Madrid, Akal, 2012,
especialmente las págs. 210-221. La cita corresponde a la pág. 218. Más
centrado en el poder temporal del Papa es el estudio, cuatro años posterior, de
1961, de Walter Ullmann, Principios de
Gobierno y Política en la Edad Media, Madrid, Revista de Occidente, 1971,
ya que dedica toda la primera parte sólo al Papa y a los fundamentos
teológico-jurídicos de su poder temporal (págs. 33-117).
[98] Literalmente, «no podemos», «no nos es posible». Esta fue la
respuesta de Pedro y de Juan cuando fueron conminados por «la estirpe de sumos
sacerdotes» del Sanedrín a «que de ninguna manera hablasen o enseñasen en el
nombre de Jesús» (Hch 4, 1-20). Era también la frase de los primeros cristianos
cuando se les obligaba a un acto de idolatría, por ejemplo, adorar al
emperador, así como la expresión con que el Papa se niega a autorizar algo,
verbigracia, el divorcio, en 1529, de Enrique VIII de Inglaterra de Catalina de
Aragón, que no le había dado ningún hijo varón, a fin de poder casarse con Ana
Bolena. Pero, sobre todo, la aludida frase la haría célebre Pío IX en 1860,
respondiendo así al consejo que le daba Napoleón III de ceder a Italia la
Romaña, provincia italiana que pertenecía a los Estados Pontificios. Sobre el
proceso matrimonial de Enrique VIII, véase, Erwin Iserloh, «El cisma inglés y
la Reforma protestante en Inglaterra», en Hubert Jedin (dir.), Manual de Historia de la Iglesia,
Barcelona, Herder, 1986, tomo V, especialmente las págs. 462-467. Sobre el uso
del término en Pío IX, véase, Rudolf Zinnhobler, «De Pío IX a Benedicto XV», en
Josef Lenzenweger y otros, Historia de la
Iglesia católica, Barcelona, Herder, 1989, sobre todo las págs. 516-518.
[99] La relación Mischkin-Dostoyevski resulta aquí
inevitable. Coincido con Henri de Lubac cuando afirma del novelista, frente a
quienes dudan de ello, que «su
cristianismo es auténtico, es en su fondo el mismo Evangelio y es este
cristianismo el que, por encima de sus dotes prodigiosas de psicólogo, da tanta
profundidad a su visión del hombre». El
drama del humanismo ateo, pág. 281.
[100] En el citado libro de Berdiaev, El espíritu de Dostoyevski, la
traductora, Olga Trankova Tabatadze, en la nota 25 de la pág. 119, explica con
admirable precisión quienes eran estos jlysty
(así lo escribe ella), «palabra compuesta sobre la base de jristy (“cristos”), nombre que se daban
a sí mismos la “gente de Dios”, una secta religiosa que nació en Rusia a
finales del siglo XVII entre los campesinos del sur del país. Los jlysty no reconocían a los sacerdotes ni
a los santos, rechazaban todo tipo de libros eclesiásticos y no acudían a las
iglesias ortodoxas. Su fe se basaba en la posibilidad de una comunicación
directa del hombre con el Espíritu Santo y de la encarnación del Espíritu en
personas concretas, que se convertían, para ellos, en “cristos” y en “madres de
Dios”. Lo principal de esta ideología fue la predicación del ascetismo. En la
Rusia del siglo XX, antes de la Revolución, se contaban aproximadamente 40.000 jlysty».
[101] En la última de un ciclo de conferencias
dictadas en Moscú en el invierno de 1878, decía Vladímir Soloviev: «Y esta falta de fe, que al
principio fue un mero germen oculto en el catolicismo, se ha ido exteriorizando
posteriormente. Así, por ejemplo, en el jesuitismo (que constituye la expresión
extrema y más pura del principio católico-romano), la causa agente es ya
directamente el afán de poder, y no el celo cristiano; los pueblos no se
someten ya a Cristo, sino al poder eclesiástico, y de ellos no se exige ya la
confesión real de la fe cristiana —basta
con que reconozcan al Papa y se sometan a los poderes eclesiásticos». Vladímir
Soloviov, Teohumanidad. Conferencias
sobre filosofía de la religión, Salamanca, Sígueme, 2006, págs. 207-208.
[102] Edward Hallett Carr, pág. 125.
[103] Stefan Zweig, en el citado estudio crítico
sobre Dostoyevski (Tres maestros,
pág. 221), ve en el príncipe Mischkin un esbozo del Cristo ruso.
[104] Edward Hallett Carr, pág. 188.
[105] Ibídem, pág. 187, en donde dice que la
religión es, respecto de la ética, secundaria en esta novela.
[106] Nicolás Berdiaeff, Una nueva Edad Media. Reflexiones acerca de los destinos de Rusia y de
Europa, Barcelona, Apolo, 1938, págs. 11-19, pág. 21 y pág. 42. La edición
original es de 1924.
[107] La corriente materialista dialéctica, cuyo máximo
exponente es Carlos Marx, ha estado especialmente incapacitada para penetrar en
los aspectos más profundos de la obra artística, entre otras razones por su
rechazo de la vida del espíritu. Es perfectamente conocido que ni Marx ni Lenin
dedicaron escritos monográficos ni ensayos específicos a cuestiones de arte y
de literatura, aunque en sus voluminosas obras hay esparcidos numerosísimos
comentarios sobre ellas, así como también escribieron breves artículos en
periódicos y revistas. Por ceñirme a un materialista dialéctico ruso, como es
el caso de Lenin, subordina todo el mundo de la alta cultura a los intereses
revolucionarios y proletarios; la alta cultura es un producto burgués,
individualista y reaccionario, que no sirve a los objetivos de la Revolución y
al bienestar material de las masas. Incluso cuando admite la indiscutible
genialidad de escritores como Tolstoi, inmediatamente enumera simultáneamente
una retahíla de sus «errores»
artísticos, místicos y religiosos. Si hay algo que Lenin odie de manera
profunda es la religión, el auténtico espíritu religioso, que considera un
auténtico veneno para la formación de las masas revolucionarias. De los
innumerables ejemplos que podrían aducirse, sólo recojo dos. En un artículo muy
conocido titulado «Tolstoi, espejo de la revolución rusa», publicado en el
periódico bolchevique Proletari el 11
de septiembre de 1908, al mismo tiempo que enumera los logros del gran
escritor, pues no tiene más remedio que admitir la evidencia palmaria, como su
denuncia de la explotación de los campesinos, la estulticia de la aristocracia,
el despotismo de la autocracia zarista, denuncia también sus inmensos
«defectos», que lo inhabilitan para estar de verdad al lado de los oprimidos.
El principal de ellos, naturalmente, su espíritu religioso. Al final de la
larga retahíla, dice, como a modo de conclusión y remate: «Por una parte, el
realismo más lúcido, que arranca todas las máscaras, sean cuales sean; por
otra, la prédica de una de las cosas más innobles que puedan existir en el mundo,
a saber: la religión, la tendencia a poner, en lugar de los popes funcionarios
de Estado, a popes por convicción, es decir, una propaganda a favor del reino
de los popes bajo la más refinada de las formas, y, por consiguiente, la más
abyecta». Véase, Vladímir Ilich Uliánov, Escritos
sobre la literatura y el arte, Barcelona, Península, 1975, pág. 124.
Imagínense ustedes a Lenin leyendo la novela Resurrección y las reproducciones finales de extensos pasajes
evangélicos. Pero a quien de verdad despreciaba Lenin era a Dostoyevski, al que
considera un auténtico reaccionario, además de un traidor. Lenin no podía
penetrar en los misterios del alma humana individual. Esa preocupación era para
él una simple pose burguesa, reaccionaria y contrarrevolucionaria. La auténtica
revolución, la del espíritu, le estaba vedada. En un artículo titulado «A
propósito de los “Vieji”», publicado el 13 de diciembre de 1909 en el periódico
Novyi Dien, dirigido contra antiguos
marxistas, como Berdiaev, esto es, Vieji
(Los jalones), que se han desengañado del ateísmo intrínseco del socialismo
ruso, escribe Lenin: «Es completamente natural que […] los Vieji lleven una campaña incansable contra el ateísmo de los
intelectuales y se esfuercen, de la manera más resuelta, por restablecer
plenamente la concepción religiosa del mundo. Es completamente natural que,
habiendo anulado a Chernishevski como filósofo, los Vieji anulen a Bielinski como publicista. Bielinski, Dobroliubov,
Chernishevski, son los jefes de los “intelectuales”. Chaadáev, Vladimir
Soloviev, Dostoievski, “no son en absoluto intelectuales”». Vladímir Ilich
Uliánov, Escritos sobre la literatura y
el arte, pág. 109.
[108] Wilhelm Lettenbauer, Moscú, la Tercera Roma, Madrid, Taurus, 1963, págs. 45-64. Sin
embargo, el texto en el que Filoteo elabora más concienzudamente su concepción
es en la carta dirigida por esas mismas fechas al nuevo gobernador de Pskov, la
«Epístola a M. G. Misur Munejin [Misiur
Munekhin] contra las profecías astrológicas de Nicolaus Bülew y con la
exposición de la teoría de la Tercera Roma». Esta carta está reproducida íntegramente,
traducida por Olga Novikova, que es a su vez la responsable de la magnífica selección,
en el volumen La Tercera Roma. Antología
del pensamiento ruso de los siglos XI a XVIII, Madrid, Tecnos, 2000, págs.
109-117. Escribe Filoteo (pág. 115): «Diremos
unas pocas palabras sobre el actual imperio ortodoxo de nuestro luminosísimo
soberano [Basilio III], que ocupa el altísimo trono, el cual, en todo el orbe,
es el único emperador de los cristianos y director de las riendas de los santos
tronos de Dios, de la santa Iglesia universal apostólica que, en lugar de la
romana y de la constantinopolitana, está en la ciudad de Moscú salvada por Dios
[…] Sabe, amante de Cristo y de Dios, que todos los imperios cristianos se han
unido al final en el único imperio de nuestro soberano, según los libros de los
profetas, es decir, el Imperio romano. Porque dos Romas han caído, pero la
tercera está firme y no habrá una cuarta». Misiur
Munekhin falleció en 1528.
[109] Nicolás Berdiaev, El cristianismo y el problema del comunismo, Madrid, Espasa-Calpe,
1961, pág. 85. Sobre la reforma religiosa de Nikon, su personalidad y el cisma
subsiguiente, también debe consultarse el libro de Alexis Marcoff, El alma del pueblo ruso y su evolución
histórica, Barcelona, Tipografía La Educación, 1945, págs. 138-168. Resulta
más que notable que, en la época histórica en la que Palestina estaba bajo el
dominio de Antíoco IV Epífanes, soberano helenístico de la dinastía seléucida
que conquistó Jerusalén poco después del 168 a. C., se gestase en el territorio
del antiguo reino de Israel un feroz movimiento de resistencia dirigido por los
Macabeos, familia que pertenecía al grupo de los llamados hasidim o «piadosos», que defendían los valores religiosos
tradicionales frente a las innovaciones helenísticas, imprimiendo un fuerte
sello nacionalista a la rebelión. Lo verdaderamente notable, sin embargo, está
en que, una vez que los Macabeos se adueñan del poder y se consolidan en él, un
número impreciso de esos hasidim, se
sentirá ajeno al nuevo estatus adquirido por los antiguos defensores de la
tradición, y se retirará al desierto, donde será guiado por el llamado «Maestro de justicia».
La nueva secta, que se contrapondrá así a la religión oficial del templo de los
asmoneos, es la de los esenios, desde hace algunos decenios bien conocidos por
los manuscritos de Kirbet Qumrán, en el Mar Muerto, una secta que desarrollará
de manera extraordinaria el género apocalíptico contenido ya entre los hasidim, y que, asimismo, incubará en su
seno sólidas creencias escatológicas, además de poseer una fuerte conciencia de
inmortalidad. Muchos prestigiosos exégetas bíblicos estiman que estos esenios pudieron
influir en las enseñanzas de Jesús. Véase, Helmut Köster, Introducción al Nuevo Testamento, Salamanca, Sígueme, 1988, págs.
268-279 y 295-301. La fuente más importante quizá sea la ya citada obra de
Flavio Josefo, La guerra de los judíos,
Libro II, § 119-161, correspondientes a las págs. 207-217.
[110] El
cristianismo y el problema del comunismo, págs. 86-88.
[111] Recuérdese, sin ir más lejos, la Nueva
Política Económica defendida decididamente por Lenin a partir de marzo de 1921,
en el X Congreso del Partido Comunista, una vez ganada la Guerra Civil por el
Ejército Rojo, liberalizando en parte la economía, defendiendo a los
campesinos, tan reacios en general a la colectivización de la tierra promovida
por la Revolución, e incluso permitiendo la prosperidad de los kulaks, los campesinos acomodados.
Véase, Edward Hallett Carr, Historia de
la Rusia soviética. La Revolución bolchevique (1917-1923). 2. El orden
económico, Madrid, Alianza, 1972.
[112] El
espíritu de Dostoyevski, pág. 174.
[113] Ibídem, pág. 19.
[114] Ibídem.
[115] Ibídem, págs. 19-20.
[116] Ibídem, pág. 182.
[117] Ibídem, pág. 173.
[118] Ibídem, pág. 174.
[119] Ibídem, pág. 180.
[120] Sobre los más destacados eslavófilos, como los
aquí citados, además del libro de Franco Venturi, El populismo ruso, 1, págs. 43-47, debe consultarse el capítulo
sobre «La filosofía rusa» en el
siglo XIX que escribe Bernard Jeu en Yvon Belaval (dir.), Las filosofías nacionales, siglos XIX y XX, Madrid, Siglo XXI, 1981,
especialmente las págs. 254-259, y el libro de Isaiah Berlin, Pensadores rusos, México D. F., Fondo de
Cultura Económica, 2008, sobre todo el capítulo titulado «Rusia y 1848», págs. 33-64.
[121] El
espíritu de Dostoyevski, pág. 185.
[122] Ibídem, pág. 194.
[123] Ibídem, pág. 197.
[124] Ibídem, págs. 200-201.
[125] Dimitri Merejkowsky, Dostoievsky: profeta de la revolución rusa, Buenos Aires,
Argonauta, 1946. El ensayo fue revisado por el autor en 1936, coincidiendo con
el 55 aniversario de la muerte de Dostoyevski, que se cumplía el 28 de enero,
según el antiguo calendario juliano, vigente en Rusia hasta 1918, es decir, después
del triunfo de la Revolución de Octubre de 1917. La edición de Argonauta es una
traducción de esa revisión.
[126] La edición manejada por mí de la novela Demonios corresponde a ese mismo tomo en
que está publicado El idiota en
Aguilar. En cuanto a los Karamazov y
al Diario de un escritor, se incluyen
en el ya mencionado tercer volumen de sus Obras
completas, Madrid, Aguilar, 1961.
[127] Un
acercamiento riguroso y espléndido es el de Jutta Scherrer, «Pour une théologie de la révolution. Merejkovski et le symbolisme russe», Archives des sciences sociales des religions, N. 45/1, 1978, págs. 27-50. La revista forma parte de la actividad editorial de l’École des
Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS) de Francia, que posee una magnífica
página web.
[128] Además de las ya citadas conferencias
agrupadas bajo el título de Teohumanidad,
son fundamentales, en relación con los asuntos aquí discutidos, otros dos
títulos de Soloviev. El primero es su ensayo, concluido en París en mayo de
1888, «La idea
rusa», editado en el volumen La idea rusa,
Granada, Nuevo Inicio, 2009, págs. 137-182 (el libro es una recopilación de
tres ensayos íntegros, correspondientes a Piotr Chaadaev, Vladímir Soloviev y
Nikolay Berdiaev). El segundo es Vladímir Soloviev, Los Tres Diálogos y el Relato del Anticristo, Barcelona,
Scire/Balmes, 1999. Vladímir Soloviev fue, desde 1873, amigo y fecundo
interlocutor de Dostoyevski.
[129] Dostoievsky:
profeta de la revolución rusa, pág. 9.
[130] Ibídem.
[131] Ibídem, pág. 12.
[132] Ibídem, pág. 45.
[133] Ibídem, pág. 55.
[134] Ibídem, pág. 18.
[135] Ibídem, pág. 184.
[136] Friedrich Hölderlin, Hiperión o el eremita en Grecia, Pamplona, Ediciones Peralta, 1978,
pág. 71. Ver también, Rafael Argullol, El
Héroe y el Único. El espíritu trágico del Romanticismo, Madrid, Taurus,
1984, pág. 77.
[137] Dostoievsky:
profeta de la revolución rusa, pág. 184.
[138] Ibídem, pág. 185. Repárese en cómo da la
vuelta Dostoyevski, según Merejkovsky, a ese «sentido de la tierra» que, desde Empédocles, ha
pasado, a través de Hölderlin y de Nietzsche, a Albert Camus y otros pensadores
ateos de insobornable honestidad y elevadísima conciencia moral. Más correcto,
quizá, sería decir cómo Dostoyevski integra y fusiona el sentido del cielo, del
espíritu, con el sentido de la tierra, de lo corporal.
[139] El
significado del «sufrimiento» en
Dostoyevski es muy complejo. Casi todos los grandes estudiosos de su
pensamiento se han ocupado de él. Una primera aproximación puede ser el
capítulo que dedica Reinhard Lauth a este tema en su ensayo La filosofía de Dostoievski expuesta
sistemáticamente (Die Philosophie
Dostojewskis. In systematischer Darstellung, Munich, Piper, 1950), capítulo
incluido en la mencionada web dedicada a Lauth (http://www.reinhardlauth.net/Instituto/Dostoievski/Home.html). En ese capítulo se afirma: «Si el
sufrimiento adopta el carácter de la compasión, entonces profundiza el amor en
el hombre. Todo verdadero amor en la tierra está hermanado con el sufrimiento.
A un hombre a quien se ama, en el sufrimiento todavía se le ama más íntima y
profundamente. Y a uno a quien no se ama en absoluto, en el sufrimiento quizá
se le puede llegar a amar».
[140] El
espíritu de Dostoyevski, pág. 127.
[141] Repito de nuevo las palabras de Ramón Gaya
reproducidas antes.
[142] Antip
Burdovskii (llamado en la novela el hijo
de Pávlischev) es un joven de unos 22 años que aparece al final del
capítulo VII de la 2ª parte. Perteneciente a la célula nihilista de Ippolit
Teréntiev, Burdovskii, junto con sus compinches, tratan, según hemos esbozado
antes, de arrebatarle a Mischkin una buena parte de su herencia, pretextando
que esa herencia, en realidad, le corresponde a Burdovskii, supuesto hijo
natural del ya fallecido y adinerado Pávlischev, amigo del padre de Mischkin y
protector suyo durante su estancia en Suiza. La farsa es un burdo y perverso
montaje de tales sujetos, quienes se embravecen ante la que ellos creen
ingenuidad del príncipe.
[143] La altura moral de Nastasia Filíppovna no
tiene punto de comparación con Emma Bovary, un personaje trágico pero vulgar,
que ni ha sabido asimilar las lecturas que ha hecho ni sabe lo que es el amor.
Al mismo tiempo, las diferencias entre Dostoyevski y Flaubert son abismales.
Flaubert opinaba que el mundo sólo podría ser redimido por la belleza estética.
Le concede a la «forma»
una atención patológica y enfermiza, preocupado como está por la «perfección»
literaria de sus obras. Acabó sus días ciertamente desesperado, enemistado con
el mundo. En una carta a la escritora George Sand, le confiesa: «No soy
cristiano». Flaubert es víctima del error de creer que el cristianismo, en su
defensa de la igualdad, ha destruido la noción de la justicia. Si Jesús de
Nazaret tenía arraigado un principio ético de manera sólida, ése era desde
luego el de la justicia. El descreimiento de Flaubert y su divinización de la
belleza, son en buena medida responsables de sus amargas horas finales. Véase, Compañeros eternos, págs. 202-203. Por
su parte, Arnold Hauser ha señalado cómo, en las principales novelas de
Dostoyevski, «la crítica de la Europa racionalista y materialista, su apoteosis
de la solidaridad humana y del amor, no tienen otro sentido que el impedir un
proceso que había de conducir al nihilismo de Flaubert». Historia social de la literatura y el arte, tomo III, pág. 172.
[144] Así lo reconoce Jacques Madaule: «Nada iguala en la literatura del
mundo, si no es la muerte de Desdémona, a la velada fúnebre de Natacha
Filípovna por el príncipe Mishkin y Rogozhin». El cristianismo de Dostoievsky, pág. 66.
[145] El cristianismo de Dostoievsky, pág. 68.
Muy buenos días, Doctor Enrique. Disculpe que me dirija a usted sin conocernos, pero he leído parte de su ensayo sobre el Idiota y tengo una cuestión que resolver alrededor de esta novela y que quizás usted pueda contribuir a su resolución. La semana pasada he encontrado una 1ª Edición de 1926 de 3000 ejemplares El Idiota con retrato y con autógrafo de Fedor Dostoiewski (1868), editado por TIP ”El Adelantado” San Agustín, 7 de Segovia, en 3 tomos, y quisiera despejar la duda de si podría tratarse de la primera edición en castellano o no. Sabe usted como se podría confirmar o no esta posibilidad. Muchas gracias y disculpe si este tema le resultara ajeno o inapropiado. Un fuerte abrazo
ResponderEliminarEn efecto, se trata de una traducción estimable de Carmen Abreu (1898 - 1981). Carmen Abreu se casó muy joven con el pintor Federico Peña, que murió tempranamente de tuberculosis. En 1930 se unió a Hans Oberfelt, ingeniero químico alemán que se había instalado en Madrid para aprender español. Carmen Abreu se dedicaba a la traducción literaria. Fue miembro de la Sociedad de Cursos y Conferencias de la Residencia de Estudiantes de Madrid; también fue socia fundadora del Lyceum Club Femenino (1826-1939). A finales de 1939 consiguió llegar a Marsella donde, a través de Trudy (Gertrude) Graa de Araquistáin, obtuvo un puesto como traductora e intérprete en el Buró Internacional de Trabajo de Ginebra, donde se exilió. Algunas de sus traducciones se encuentran en la Biblioteca Nacional de Madrid. Además de actriz aficionada, Carmen Abreu fue una conocida traductora de Daniel Defoe y de Charles Dickens.
EliminarPublicaciones Atenea era una casa editorial de Madrid, no de Segovia. La que sí es de Segovia es la impresión (Tipografía El Adelantado).
No obstante, sigo pensando que la traducción de Rafael Cansinos Asséns es probablemente insuperable. Para leer mejor mi ensayo, puede dirigirse a www.enriquecastanos.com (sección de Literatura). Enrique Castaños.
Impresionante ensayo. Gracias por publicarlo.
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